10.18601/21452946.n21.01
Editorial
Aníbal Zárate1
1 Docente investigador y director del Grupo de Investigación del Departamento de Derecho Administrativo, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, Colombia. Doctor en Derecho, Universidad de París II, Panthéon-Assas, París, Francia. Correo-e: anibal.zarate@uexternado.edu.co. Enlace ORCID: https://orcid.org/0000-0001-5453-9464.
Para citar el artículo: Zárate, Anibal, "Editorial", Revista digital de Derecho Administrativo, Universidad Externado de Colombia, n.° 21, 2019, pp. 5-8. DOI: https://doi.org/10.18601/21452946.n21.01
A pesar de la adopción de numerosos instrumentos jurídicos, la corrupción continua rampante en el Estado colombiano. Esta alarmante constatación es expuesta en índices y mediciones, no obstante las diferentes metodologías empleadas acerca de la evolución de la corrupción en el país2. La persistencia de las prácticas corruptas revela que no se trata de un fenómeno ocasional, ni que es exclusivo de la política, sino que estamos ante tendencias permanentes, que ponen a prueba los cimientos en que se estructura nuestra democracia, la legitimidad de las instituciones públicas, y que dificultan la erradicación de la pobreza y la exclusión social3.
El término "corrupción" encierra la idea de una desviación de cómo deben comportarse individuos y autoridades en la esfera de lo público4, pero no hay un consenso sobre lo que se debe entender por el mismo. Ahora bien, el uso indebido del poder para beneficio privado aparece como un elemento común en las distintas acepciones estudiadas, sea que se privilegie un enfoque centrado en los deberes de los servidores públicos, sea que se examine en conjunto o individualmente el desempeño de las diferentes intervenciones del aparato del Estado5. En este orden de ideas, los beneficios que obtienen los participantes en el negocio corrupto inevitablemente suponen costos para terceros que se materializan a través de distorsiones en la inversión y en la demanda pública,servicios sociales deficientes, retraso en la terminación de trabajos públicos, barreras en el acceso a la Administración pública y menor calidad regulatoria, solo por mencionar algunas de las externalidades comúnmente asociadas a los comportamientos corruptos6. Al anteponer intereses particulares, la corrupción resulta contraria al interés general. No obstante, hoy en día este ya no es solo considerado "como una cláusula indeterminada cuyo contenido ha de hacerse explícito en cada caso concreto"7, sino que en la base de su formación intervienen también los intereses de individuos y grupos de particulares. Como lo explica Jacques Chevallier, el Estado es también el lugar donde se cruzan estrategias individuales y circuitos ocultos de financiación política, "exponiendo a la luz pública los fenómenos de colusión entre lo público y privado, que habían estado hasta ahora ocultos"8. En este escenario, el referente clásico del interés general no es suficiente para alcanzar la legitimidad del Estado social de derecho, la cual "radica, por un lado en el acceso y ejecución del poder en forma democrática, y por otro lado en su capacidad para resolver las dificultades sociales desde la perspectiva de la justicia social y el derecho, lo cual indudablemente depende de la capacidad del Estado para cumplir, de manera efectiva, con sus fines de servicio a la sociedad"9.
La idea de una legitimidad a partir del logro de los objetivos asignados a la Administración10 condujo también a la consagración constitucional de una serie de principios que, al igual que las reglas, establecen en nuestro ordenamiento jurídico un deber ser y demandan un determinado comportamiento en la esfera de lo público. En términos del juez administrativo, "Los principios son los valores de la sociedad transformados por el derecho en criterios o parámetros de conducta fundamentales que instruyen y rigen las relaciones jurídicas en el Estado"11. Este conjunto de principios suele hoy día agruparse bajo conceptos como el de la buena administración.
En efecto, la noción de la buena administración es comúnmente asociada con una amalgama de derechos y principios que existían incluso antes de la aparición de este vocablo y que, en algunos sistemas como el europeo, se ha reducido en su consagración positiva a un conjunto de garantías procedimentales y deberes exigibles a la Administración, como son los de imparcialidad, transparencia y motivación, durante las actuaciones que se desarrollan delante de ella12. El carácter ómnibus de la expresión y la variedad de formas en que esta se manifiesta exige precisamente reflexionar entorno a cuál debe ser su contenido. Es esta la intención detrás de la parte monográfica del número 21 que aquí proponemos a nuestros lectores y en la que se recogen, bajo la orientación científica del profesor Andrés Ospina, experiencias europeas y regionales. Ahora bien, las definiciones que aquí se proponen no son sino algunas de las tantas que pueden ser conferidas al término al interior de cada sistema jurídico.
Con un tono provocador, el trabajo que abre el presente número propone para el caso francés una definición del vocablo que toma en cuenta las transformaciones del derecho administrativo contemporáneo así como del discurso gerencial, y afirma que este consiste en "el buen uso de los medios de la Administración". Partiendo de una distinción material entre las funciones administrativa y gubernativa del Estado, el concepto de buena administración propuesto por la profesora Rhita Bousta evoca el conjunto de medios, sistemas y procedimientos que permite responder mejor a un objetivo: el cumplimiento de los fines estatales. Se busca la mejor realización del objeto mismo de la Administración a partir de la optimización de los medios de que dispone.
Si trasladamos esta definición al ámbito nacional, la corrupción aparece como la antítesis de la idea de una buena administración. Es cierto que con un endurecimiento de las sanciones se ha buscado disuadir la ocurrencia de prácticas corruptas al interior de los órganos de la administración, como al momento en que esta emplea medios y recursos para el ejercicio de sus funciones. Sin embargo, la ineficacia que rodea los mecanismos de control penal, fiscal y disciplinario termina convirtiéndose en un incentivo adicional para actos corruptos13. La satisfacción de las exigencias derivadas de la buena administración requiere también mecanismos de prevención de la corrupción al interior de la Administración pública, que tomen en consideración las diferencias con las que el fenómeno se manifiesta en sus distintos niveles y sectores, y que, sobre todo, permitan el mejor cumplimiento de los fines que le han sido encomendados.
Al lado de estas reflexiones alrededor de la noción de buena administración, el número que hemos preparado para nuestros lectores incluye contribuciones en nuestras ya habituales secciones de contratación estatal y responsabilidad del Estado, y a propósito de ciertas áreas especificas de actuación de la Administración pública, como son el campo migratorio o de protección de los bienes culturales. Los artículos en estas secciones ofrecen, por lo demás, una mirada a desarrollos propios de países como España, Perú y México, así como de derechos menos próximos como ocurre con el caso inglés.
Durante la preparación de este número recibimos la grata noticia de que la Revista cumple satisfactoriamente los criterios de calidad editorial de la metodología Redalyc, de tal manera que se encuentra indizada en esta importante base de datos. Agradecemos a los autores, a los evaluadores, al equipo de la Revista y a todos los que han apoyado este proyecto editorial.
NOTAS
2 Por ejemplo, en 1995, primer año que Transparencia International realizó la medición sobre percepción de la corrupción, Colombia obtuvo una calificación de 34 sobre 100; en donde 100 es la no percepción de corrupción. En el reporte de 2016, Colombia figura en el puesto 90 con una calificación de 37 sobre 100. Como se observa, han transcurrido más de veinte años en los que el país no ha cambiado significativamente su posición.