Mecanismos de intervención del gobierno en el proceso de formación de la ley. Una constante en el constitucionalismo colombiano, de José Rodrigo Vargas del Campo. Bogotá. Editorial Universidad del Rosario. 2021. 290 pp.**
JUAN SEBASTIÁN CEBALLOS BEDOYA*
* Abogado, exmagistrado auxiliar de la Corte Constitucional y de la Sección de Apelación de la Jurisdicción Especial para la Paz. LLM Pennsylvania University. Máster en Derecho Público de la Universidad Externado de Colombia. Contacto: juansceballosb@gmail.com ORCID ID: 0009-0008-2984-799.
** Recibido 3 de octubre de 2023, aprobado13 de febrero de 2024.
Para citar el artículo: Ceballos Bedoya, J. S. Mecanismos de intervención del gobierno en el proceso de formación de la ley. Una constante en el constitucionalismo colombiano, de José Rodrigo Vargas del Campo. En Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia. N.° 61, enero-abril de 2025, 447-459. DOI: https://doi.org/10.18601/01229893.n61.16
¿CUÁNTO PRESIDENCIALISMO INVADE LA FUNCIÓN LEGISLATIVA? UNA DESCRIPCIÓN DEL LIBRO
En 2021, cuando empezábamos a salir del encierro en la pandemia, se publicó con relativa discreción uno de los libros en mi opinión más interesantes e importantes del derecho constitucional colombiano de los últimos años: Mecanismos de intervención del gobierno en la formación de las leyes, de José Rodrigo Vargas del Campo (en adelante, Mecanismos). Vargas del Campo es abogado con amplia trayectoria en el derecho constitucional, ámbito en el cual se desempeñó como magistrado auxiliar de la Corte Constitucional por varios años, y actualmente ejerce como profesor, expositor de doctrina y consultor. Mecanismos es resultado de la investigación que el autor completó dentro de su doctorado en derecho en la Universidad Externado de Colombia.
El libro de Vargas se hace cargo esencialmente de describir y analizar cinco mecanismos "declarados" -es decir, tipificados en la Constitución o la Ley 5 de 1992-de intervención del Gobierno Nacional en el procedimiento ordinario de formación de las leyes en Colombia. Esos mecanismos son: la iniciativa legislativa del Gobierno Nacional, el mensaje de urgencia, la sanción, las objeciones y la convocatoria a sesiones extraordinarias. El hecho de que se refiera solo a algunos mecanismos "declarados" de intervención del Gobierno en el proceso legislativo ordinario quiere decir que no se ocupa de: (i) todos los mecanismos de este género regulados en el orden constitucional, ya que quedan por fuera ciertas competencias gubernamentales, por ejemplo, la posibilidad de apelar la decisión que toman las comisiones de negar un proyecto, o la formulación de conceptos sobre el análisis de impacto fiscal de ciertas normas; (ii) los instrumentos "no declarados" (atípicos) de incidencia del ejecutivo en la tarea legislativa, como las relaciones con las bancadas o el lobby gubernamental en legisladores individuales; (iii) la intervención del ejecutivo en los actos legislativos (aunque sí aborda, ligeramente, su participación en las leyes de referendo y convocatoria a una asamblea nacional constituyente); y (iv) tampoco se tratan las funciones legislativas que excepcional o extraordinariamente ejerce el Gobierno Nacional, por ejemplo, en estados de excepción o como resultado de una habilitación extraordinaria para legislar.
Mecanismos es un trabajo de derecho constitucional, por cuanto se preocupa por exponer la regulación vigente de cada una de las instituciones que estudia. Para hacerlo, recurre a los debates sobre ellos en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, pocas veces -creo yo- examina con detalle el texto constitucional, y siempre expone el panorama de la jurisprudencia constitucional en forma casi completa y, en principio, acertada. Todas estas fuentes se presentan de modo ante todo descriptivo y analítico. No obstante, de manera intersticial, especialmente al final del capítulo 3, el autor desliza algunos comentarios críticos a la Constitución de 1991 y a la jurisprudencia constitucional, como escenarios de continuidad del presidencialismo en este campo del derecho público.
Pese a ser un trabajo de derecho constitucional, el libro no se limita, sin embargo, a revisar las fuentes de derecho vigente en Colombia, sino que trae al presente también el contenido de las constituciones del país desde 1811 y brevemente compara nuestras instituciones pasadas y en vigor con algunos ordenamientos extranjeros, actuales o derogados, particularmente con Estados Unidos, España y Francia. Esta exposición se sirve de diversos documentos, como constituciones provinciales y nacionales colombianas, constituciones extranjeras pasadas o vigentes, manuales de derecho constitucional nacional de otras épocas, monografías de derecho e historia constitucional colombiana y foránea, entre otros.
El estudio de la génesis de los mecanismos en las constituciones colombianas del pasado es, en mi concepto, el rasgo más distintivo e interesante de la obra de Vargas. Con esa aproximación, el autor no pretende, a mi juicio, llevar la investigación al terreno de la historia constitucional, sino servirse un poco de ella para poner las instituciones vigentes en una perspectiva histórica más amplia, que acaso ofrezca mayores elementos de juicio para su comprensión y evaluación. Es entonces, me parece, menos un ejercicio de historia constitucional que de derecho constitucional comparado interno, similar -aunque acotado y más profundo- al que intentaron otros escritores en el pasado, como se puede ver en el trabajo precursor del profesor Eduardo Fernández Botero, de la Universidad de Antioquia, en su clásico libro Las constituciones colombianas comparadas.
La obra de Vargas divide los dos siglos de trayectoria republicana colombiana en cuatro etapas. La primera va desde 1811 a 1815, cuando ocurrieron los procesos provinciales o locales de autogobierno que prepararon la independencia. Este primer periodo -según el autor- estuvo generalmente marcado por una relativa preponderancia de la rama legislativa y un rol secundario o eventual de la rama ejecutiva o del presidente, y ese diseño se evidencia en los mecanismos de intervención en el procedimiento legislativo diseñados en ese entonces.
Luego de la reconquista española y la independencia inicia la segunda etapa, que transcurrió de 1821 a 1886. Las demandas por crear un Estado fuerte, con un ejecutivo poderoso capaz de construir la República y mantenerla, entraron en pulsión con el temor de un ejecutivo desequilibrante, dotado de excesivas facultades, pues podría poner en peligro las libertades. Ese fue, entonces, un periodo de experimentación institucional, con luchas acerca de cuál régimen debía prevalecer (estado unitario o federal; presidencialismo fuerte o moderado), así como por otros tanteos y ajustes de detalle en la arquitectura constitucional.
Después aparece la tercera etapa, entre 1886 y 1991, en la cual a la larga se fortalecieron los poderes del presidente de la República y del Gobierno Nacional en la función legislativa. Vargas muestra -aunque no lo dice así exactamente- que durante su desarrollo no hubo un proceso de fortalecimiento recto y acelerado, sino sinuoso y accidentado, con frenos y cambios de velocidad, y con distintas compensaciones. En la Constitución de 1886, el ejecutivo era la institución dominante, más fuerte que el legislativo. En las reformas de 1910, 1936, 1945 y 1968 hubo, sin embargo, algunas modificaciones encaminadas a fortalecer unas veces al Congreso y otras al presidente. Si bien, en el balance, el presidente resultó más vigorizado que el Congreso, este también adquirió ciertas prerrogativas, aunque al final perdió otras (como la iniciativa legislativa en ciertas materias).
Por último, surge la fase actual, que comienza con la Constituyente de 1991 y se extiende hasta el presente. De acuerdo con Vargas, aunque la Constitución de 1991 pretendía limitar los poderes presidenciales, en realidad esta aspiración no se concretó en los mecanismos de intervención del ejecutivo en la elaboración de las leyes, ya que la Carta Política más bien confirmó y consolidó el presidencialismo en este dominio. Y además, para Vargas, la Corte Constitucional ha apuntalado esta tendencia presidencialista, pues -según él- cuando ha habido vacíos o dudas a menudo los ha resuelto para facilitar o favorecer al Gobierno Nacional.
Hasta acá relaté el contenido de este importante libro, que disfruté por encontrarlo enriquecedor en información, sistematización y perspectiva, y por considerarlo estimulante para revisar otras fuentes y volver a pensar nuestras instituciones. Quisiera, sin embargo, destacar algunos aportes y resaltar también ciertos problemas y limitaciones que encontré en el excelente texto de Vargas del Campo.
CUANDO DESPERTÓ, DESPUÉS DE 1991, EL DINOSAURIO TODAVÍA ESTABA ALLÍ, VIVO… ¿Y EN CRECIMIENTO? LOS DOS APORTES CENTRALES DEL LIBRO
La obra de Vargas hace, en mi opinión, dos grandes aportes al estudio del constitucionalismo colombiano.
El principal es contribuir a documentar el proceso de acumulación de poderes del Gobierno Nacional o del presidente de la República en el procedimiento legislativo, y cómo esa acumulación continuó con la Constitución de 1991. De acuerdo con los hallazgos de la obra, si se traza una línea temporal desde 1811 hasta 2021 o 2023, es posible constatar cómo poco a poco -no sin pausas, retrocesos o devaneos- se ha incrementado y consolidado una serie de potestades en cabeza del Gobierno Nacional o del presidente de la República para participar con mucha eficacia en el procedimiento ordinario de elaboración de la ley. Voy a mencionar rápidamente cómo ha ocurrido este proceso, según el autor.
En la iniciativa legislativa, las constituciones provinciales no solían reconocerle al ejecutivo la facultad de presentar proyectos de ley. En las constituciones nacionales que se expidieron entre 1821 y 1886 empezó un cambio gradual, pues en varias de ellas se le atribuyó esa función a la rama ejecutiva, pero en otras no. Sin embargo, a partir de 1886 se definió ya una tendencia -que se extiende hasta la actualidad- en la cual al Gobierno se le asigna inequívocamente dicho poder. Además, desde 1968 se estableció que algunas materias (aparte del presupuesto) solo pueden ser reguladas por iniciativa gubernamental (iniciativa privativa del Gobierno Nacional). Este mismo esquema se repitió en la Constitución de 1991. Me parece entonces que acá el balance de la trayectoria es claro: el poder del Gobierno de presentar iniciativas legislativas se ha fortalecido.
La formulación de mensajes de urgencia por parte del presidente a la rama legislativa ha tenido una suerte similar. Entre 1821 y 1886 esta atribución apareció expresamente en pocos textos constitucionales. En algunas constituciones se admitía que el propio congreso autoemitiera mociones de urgencia. La Constitución de 1886 facultó al presidente para enviarle mensajes al Congreso, entre ellos de urgencia, pero en 1945 y 1968 se perfila con claridad la especie del mensaje de urgencia. Estas dos reformas establecieron que la formulación de estos mensajes puede implicar -según el caso- la fijación de un término perentorio para el trámite en el Congreso, la prelación de un asunto en el orden del día, y las sesiones conjuntas de comisiones de senado y cámara. El mismo diseño se reprodujo en la Constitución de 1991. También en este punto, por lo tanto, el balance es claro: la facultad presidencial de presentar mensajes de urgencia se ha fortalecido en estos 200 años.
La sanción ha tenido una larga vida institucional, aunque no todas las constituciones provinciales la contemplaban. Sin embargo, desde muy temprano, entre 1821 y 1886 la regla general fue estatuir que la sanción presidencial era presupuesto de validez de la ley. A partir de 1886, pasando por 1991 hasta la actualidad, la exigencia de sanción se convirtió en una regla fija y absoluta, que no admite excepciones: para convertirse en ley, un proyecto expedido por el Congreso debe ser sancionado, en primer lugar, por el ejecutivo (¿Gobierno o presidente?: ahí hay un debate). No obstante, esta facultad no se ha configurado en realidad como un auténtico poder nítido del ejecutivo, pues si el presidente de la República o el Gobierno Nacional no sancionan la ley, ha de sancionarla el presidente del Congreso de la República. El balance frente a este mecanismo es, pues, innegable pero no prueba la tesis del autor: el poder de sanción presidencial o gubernamental no se ha fortalecido, sino que ha tendido a permanecer invariable.
La facultad de objetar los proyectos de ley que expida el Congreso ha estado presente en las constituciones colombianas desde 1811, pero con diferencias en su regulación. Hasta antes de 1886, los textos constitucionales normalmente no distinguían entre objeciones por inconveniencia y por inconstitucionalidad, sino que, o bien las admitían sin tipificar sus fundamentos, o bien solo consagraban las objeciones por inconveniencia. En 1886 se modelaron con claridad dos clases de objeciones: por inconveniencia y por inconstitucionalidad, cada una de las cuales contaba desde entonces con procedimientos diferentes. Esta regulación se extendió en la Carta de 1991. Pese a ello, las mayorías para insistir han variado con el tiempo, y se han hecho menos exigentes, pues se pasó de una regla de 2/3 partes de los miembros para insistir en 1886 y en cartas anteriores, a una exigencia de mayoría absoluta para ello desde 1936 (desde cuando fue la regla general) y 1991. En este instrumento, por ende, el balance es difícil de hacer: por una parte, se consolidó el poder de objetar por inconveniencia y por inconstitucionalidad, pero, por otra, se redujo la mayoría exigida al Congreso para resistir las objeciones.
La competencia para convocar al Congreso a sesiones extraordinarias siempre ha acompañado al ejecutivo, aunque en una forma muy diferente a como lo hace hoy. En las constituciones provinciales, la rama ejecutiva podía convocar al congreso a sesiones extras, mas bajo circunstancias urgentes o extraordinarias (como una conmoción o sedición). Entre 1821 y 1886, el presidente podía convocar a sesiones extraordinarias, pero también podía autoconvocarse a ellas el propio congreso, sin necesidad del consentimiento del gobierno, y además, en algunas constituciones, para que el presidente pudiera convocar a sesiones extraordinarias, se exigía un concepto previo del Consejo de Estado. En 1886, estas convocatorias solo se podían fundar en graves motivos y presuponían un dictamen del Consejo de Estado. Sin embargo, desde entonces, y con mayor claridad desde 1991, la convocatoria a sesiones extraordinarias se ha desregulado progresivamente, al punto que hoy puede hacerse de modo absolutamente discrecional, sin invocar ningún motivo, y sin precisar del concurso de un dictamen de otro órgano o rama de poder público. El balance acá es entonces inequívoco, a mi juicio: la atribución de convocar a sesiones extras se ha fortalecido.
Si se suman las trayectorias de todos estos mecanismos, desde mi punto de vista es factible concluir que ha habido -en estos dos siglos- un proceso de reforzamiento de los poderes del presidente en el proceso legislativo, que se prolonga hasta hoy (de nuevo, con retrocesos, frenos y cambios). Eso podía parecer obvio, pero se necesitaba un esfuerzo de documentación, que ahora aporta Vargas al constitucionalismo.
Es una contribución fundamental porque amplía nuestros elementos de juicio para tomar decisiones. Cada tanto, necesitamos decidir si se debe interpretar la Constitución para darle otro poder al presidente o al Gobierno en el proceso legislativo, y es muy útil tener esta perspectiva histórica clara. En el pasado reciente, por ejemplo, hemos tenido que decidir si el Gobierno tenía competencia para objetar proyectos de acto legislativo, si podía objetar el proyecto de ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz luego de su revisión por la Corte Constitucional, si podía convocar a sesiones extraordinarias para tramitar el proyecto de código electoral en el año 2021, entre otros. En todos estos supuestos, además de otras cuestiones, han estado en juego el alcance y el vigor de un presidencialismo fortalecido a lo largo de dos siglos. No creo que la solución fatal sea siempre evitar la intervención presidencial, pero sí me parece que esta es una señal de que debemos tener cautelas cuando decidamos hacerlo.
El segundo gran aporte -y acierto- del estudio de Vargas se relaciona con el primero, pero no está en sus hallazgos, sino en su metodología para arribar a algunos de ellos. No habría sido posible tener una perspectiva tan clara sobre la tendencia hacia el presidencialismo en este campo, de no haber sido por el trabajo de registrar con detalle encomiable documentos constitucionales del pasado de Colombia. Por supuesto, necesitamos estudios con enfoques distintos a este, que lo adicionen, dialoguen con él o lo refuten, pero echo de menos más investigaciones de derecho constitucional que pongan el derecho vigente en un marco temporal y nacional más amplio que la Constitución de 1991. La Constitución vigente no se produjo sobre la nada, sino que se dictó sobre la base de un pasado de ajustes institucionales que buscaban un mejor diseño, a veces como reacción y a veces como continuidad a lo que había. Por eso, incluso para comprender mejor el ordenamiento en vigor, es al menos útil -si no necesario- conocer bien el constitucionalismo previo a 1991.
Estos son, a mi juicio, los principales aportes de Vargas.
UN EXAMEN CRÍTICO DE LA OBRA: ALGUNOS PROBLEMAS, LIMITACIONES, DUDAS Y DISCREPANCIAS
No quisiera omitir ciertos problemas, limitaciones, dudas y discrepancias que me deja la lectura de Mecanismos. Haré un ejercicio de crítica, no por ingratitud como lector, sino porque creo que cualquier libro tiene determinados límites (es obvio), y dentro de ellos fecunda una serie de reflexiones (incita a repensar su objeto). Los siguientes comentarios son, pues, resultado de la estimulante lectura de la obra de Vargas, y los expondré en orden de importancia (de menor a mayor).
- Problemas (imprecisiones)
Es normal que una investigación tan amplia y profunda como la de Vargas tenga algunos problemas de precisión a la hora de exponer ciertos detalles. Acá simplemente enuncio de forma breve algunas imprecisiones, para futuras ediciones o trabajos complementarios.
Primero, entre los mecanismos que el autor llama "declarados" de intervención del Gobierno en el proceso legislativo, se deja de enunciar uno de los más trascendentales de la última época, como es el estudio de impacto fiscal (Ley 819 de 2003 art. 7). Segundo, en mi opinión no es verdad -como dice el autor- que el control constitucional de los decretos convocatorios a sesiones extraordinarias siempre los conozca la Corte Constitucional, pues el Consejo de Estado sostuvo -al examinar el decreto que convocó a sesiones extraordinarias para estudiar la objeción a la reforma a la justicia del gobierno Santos- que si la Corte se declara incompetente para ello, porque no se produce un acto susceptible de revisión de su parte, entonces puede controlarlos el propio Consejo1. Tercero, la regulación del aval no siempre es la que expresa Vargas. Por una parte, tengo dudas de que en la Constitución de 1886 se haya admitido, como dice el autor, que el ejecutivo pudiera coadyuvar los proyectos de ley presentados por otras autoridades, cuando se tratara de materias reservadas a la iniciativa gubernamental2. Por otra parte, hay determinadas especificidades por ejemplo en la elaboración de la ley del Plan Nacional de Desarrollo, en la cual el aval debe ser escrito y reunir ciertas condiciones3. Cuarto, el incumplimiento del requisito de anuncio previo no siempre es subsanable4. Quinto, hay cierta imprecisión cuando el texto afirma que en los Estados Unidos de América la separación de poderes impide que el presidente tenga iniciativa legislativa e incida en el proceso legislativo. Aunque formalmente parece que es así, en la realidad el presidente de los Estados Unidos juega un papel preponderante en la elaboración de proyectos de ley, sin que esto se haya concebido como un quebrantamiento de la separación de poderes5.
Como estos hay otros problemas similares, pero se puede ver que son realmente menores.
- Limitaciones
Aunque he dicho antes que Mecanismos es un trabajo de derecho constitucional, ahora debo aclarar que no llega a ser un ejercicio de "interpretación constitucional", en el sentido más fuerte de esta expresión. Es decir, el texto no se hace cargo de exponer cuál es, a juicio del autor, el entendimiento debido o ideal del ordenamiento constitucional (cuál es la mejor versión del derecho constitucional en vigor), y de proporcionar los respectivos argumentos que soportan sus posturas. La valiosa tarea de Vargas consistió eminentemente en describir documentos constitucionales, a menudo también en analizar con cuidado las instituciones vigentes (sus componentes), y en establecer comparaciones internas y con ordenamientos foráneos, y solo de manera excepcional en dejar que se asomara con sutileza su posición crítica sobre el desarrollo del constitucionalismo colombiano.
Desde luego, para interpretar apropiadamente un material jurídico, primero se necesita conocerlo bien, y para ello es relevante contar con un estudio descriptivo y analítico como este. Esta obra es, entonces, indudablemente una contribución crucial a la interpretación de la Constitución. Pero no es una obra que interprete -en el sentido fuerte de esta actividad- el derecho constitucional vigente. Es una lástima que Vargas haya llegado hasta el borde de ese camino descriptivo, analítico y comparativo y, acto seguido, se haya abstenido de descender hasta la compleja profundidad de la interpretación de la Constitución de 1991. Resultará difícil encontrar a una persona mejor capacitada que él para esta tarea, no solo por su amplia y vigorosa trayectoria en el medio constitucional, sino además porque pocos conocen la materia de una manera tan extensa y detallada como lo hace él.
La falta de interpretación fuerte del derecho constitucional es entonces un límite en su sentido objetivo, pues traza una frontera entre lo que el libro hace y lo que no. Pero además esta limitación debilita, en mi concepto, algo que sí está dentro del campo de estudio del libro, que es la crítica de Vargas a la Constitución de 1991 y a la jurisprudencia constitucional, por supuestamente apuntalar el presidencialismo. Mientras leía la obra, me pregunté varias veces: ¿cómo es posible formular una buena crítica a la jurisprudencia constitucional, si no se suministra una interpretación alternativa y debidamente sustentada de la Constitución? A falta de un entendimiento de la Constitución que se diferencie del de la Corte, y que esté apropiadamente argumentado, me parece que la crítica se torna espectral, porque llega para espantarnos, pero sin un cuerpo de argumentos jurídicos capaz de proponer una visión distinta, sólida y mejor de las instituciones estudiadas.
Por ejemplo, noto que Vargas cuestiona que ciertos actos del ejecutivo en el proceso legislativo, como la sanción y las objeciones, sean actos de "gobierno", porque esto implica que el presidente puede delegarlos en los ministros, lo cual amplía el poder de quienes integran el Gobierno. Supuesto que sea cierto que estos actos de Gobierno se pueden delegar, ¿es viable concebir la sanción y la objeción de otra forma que como actos de gobierno? En la Comisión Tercera de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 se los llegó a calificar como actos del jefe de Estado, pero es dudoso que lo sean, ya que no son actuaciones del Estado colombiano frente a otros estados o sujetos de derecho internacional, sino de uno de los órganos del Estado frente a otros organismos internos. Para mostrar que, pese a ello, son actos del jefe de Estado se necesita una interpretación, que sin embargo Vargas no ofrece.
En otras palabras, el autor señala con el dedo la inclinación de la jurisprudencia hacia el presidencialismo, sin detenerse a mostrar con argumentos jurídicos por qué ese no es un destino fatal, sino que es posible buscar rumbos diversos, dentro de la Constitución. Solo de ese modo Vargas podía sostener sólidamente que el presidencialismo proviene de la jurisprudencia y no directamente de la Constitución.
- Dudas y discrepancias
Lo anterior se relaciona también con mis dudas y discrepancias frente a los hallazgos que postula el libro.
Aunque Vargas dice que la Corte Constitucional ha mantenido o robustecido el poder presidencial en el proceso legislativo, tiendo a discrepar de que así haya sido en general, o al menos de algunas premisas que lo conducen a esa conclusión.
Me parece, en principio, que el autor estimula una necesaria reflexión crítica sobre ciertas posiciones de la jurisprudencia constitucional, aunque -como dije- no presente todos los elementos jurídicos para ello ni siempre acierte en sus cuestionamientos.
Por ejemplo, para mí es innegable que se incrementa el poder del presidente de la República cuando se le permite enviar un mensaje de urgencia sin necesidad de motivarlo y en casi cualquier circunstancia, o convocar a sesiones extraordinarias sin que se requiera acreditar alguna circunstancia extraordinaria. En particular, valdría la pena iniciar un debate colectivo en torno a si los mensajes de urgencia, en la medida en que pretenden controlar la agenda legislativa y pueden conducir a comprimir el procedimiento, no deben estar fundados en circunstancias verdaderamente urgentes. Para esto no se requeriría reforma constitucional, sino una interpretación estricta de la Constitución6. Por poner una comparación, y sin desconocer las diferencias que existen entre ordenamientos, en una sentencia del 8 de mayo de 2023, la Suprema Corte de Justicia de México declaró inválido un acto del poder legislativo, porque durante su trámite se adujo estar ante una urgencia -lo cual le permitía al legislador prescindir de ciertas etapas- sin que dicha urgencia estuviera acreditada. En ese caso, tal urgencia no estaba probada, ya que -según la Corte- no se identificaron hechos que indicaran que, de tardarse la legislación, podría haber consecuencias negativas para la sociedad, y que por eso se justificaba dispensar esa etapa7.
Vargas me ha hecho pensar, además, en problemas que había aceptado irreflexivamente, como por ejemplo si se justifica que el Congreso no pueda autoconvocarse a sesiones extraordinarias para ejercer control político (¿no es esa una posibilidad que ofrece el texto del artículo 138 de la Constitución?). También me pregunto si se justifica que no se exija un plazo de 15 días en el paso de una plenaria de la cámara a la otra cuando las comisiones de ambas sesionen conjuntamente. Al mismo tiempo, percibo que Vargas deja de cuestionar un aspecto que tiene problemas de interpretación, como es la exigencia de una mayoría absoluta en casos de objeciones por inconstitucionalidad, de proyectos de ley para cuya aprobación se debe exigir solo mayoría simple. Desde mi punto de vista, las interpretaciones que ha hecho la Corte de estas instituciones no se siguen necesaria o evidentemente de la Constitución, y por el contrario parecen dudosas o incompatibles con su texto, con los principios del procedimiento legislativo y con la jurisprudencia constitucional.
Pero en otros casos tengo mis dudas y discrepo del libro. Por ejemplo, el autor cuestiona que la iniciativa legislativa reservada del Gobierno Nacional se pueda remplazar por el aval que este otorgue durante el trámite, y además critica que el aval se pueda extender hasta el cuarto debate si hay trámite de conciliación, de manera no escrita e informal, pues a su juicio estos entendimientos refuerzan el poder presidencial. Pero yo no veo cuáles son las bases para concluir que esta regulación fortifica el presidencialismo. Cuando la iniciativa proviene del Gobierno, y se exige aval para aceptar las modificaciones que introduzca el Congreso al proyecto de ley, es claro que existe un fortalecimiento del presidencialismo. Pero cuando la iniciativa procede de ramas u órganos diferentes al Gobierno Nacional, no se ve por qué el aval gubernamental sobreviniente es una acentuación de los poderes presidenciales. En el mejor de los casos los morigera, y en el peor es una institución neutra. Tratadistas como Biglino, Palacios y otros señalan plausiblemente que la iniciativa es el impulso inicial que pone en marcha u origina el proceso legislativo8. En ese sentido, admitir que, en las materias reservadas a la iniciativa del Gobierno, el proceso legislativo se inicie por el impulso de otras autoridades o por el pueblo, en realidad es democratizar la iniciativa legislativa, entendida en su acepción estricta9. Es verdad que, en últimas, se necesitará el aval gubernamental, pero ya en un estadio posterior del trámite, en el cual al Gobierno le puede resultar políticamente difícil negarse a darlo, sobre todo si encuentra que la iniciativa es razonable o que está apoyada por bancadas que necesita para otros puntos de su agenda. Además, los cambios que se le introduzcan al proyecto presentado por otras autoridades deberán guardar identidad con asuntos formulados por estas, y no solo por el Gobierno Nacional. Esta jurisprudencia, entonces, en realidad puede empoderar al Congreso, a otros organismos y al pueblo. Y la facilidad para extender el aval lo que hace es que esta democratización de la iniciativa no tropiece con formalismos.
De un modo similar, tiendo a distanciarme de las críticas de Vargas a una parte de la jurisprudencia sobre el mensaje de urgencia. La Constitución dispone que el mensaje de urgencia tiene, entre otros efectos, el de fijarle al Congreso un término de 30 días calendario para decidir, y si hay insistencia le otorga prelación al asunto en el orden del día. No obstante, la jurisprudencia constitucional ha señalado que la violación de estos parámetros no acarrea la invalidez de la ley o de otras leyes, en lo cual el autor de Mecanismos cree ver una acentuación del presidencialismo. Por el contrario, a mi juicio, la jurisprudencia busca evitar que el Gobierno cuente con herramientas que le permitan dominar drásticamente el trabajo legislativo. Si el incumplimiento del término de 30 días aparejara la invalidez de las leyes, entonces el Gobierno tendría un instrumento descomunal de aceleración del trámite de cualquier proyecto de ley, con independencia de su complejidad. En ciertos casos de legislación muy difícil, por la materia extensa o complicada, o por las discusiones que provoca, este entendimiento podría resultar irracional. El Congreso se podría convertir en una locomotora de producción legislativa al servicio del Gobierno, para tramitarle con extrema rapidez iniciativas contenciosas o extremadamente técnicas. En otros, el Gobierno podría servirse de los mensajes para torpedear la discusión de iniciativas controversiales de las cuales discrepe, al poner un término apremiante para aprobarlas. Por otra parte, si se pudieran invalidar actos y leyes por no cumplirse las reglas de prelación en el orden del día, entonces el Gobierno podría controlar fácilmente la agenda legislativa en su favor, por medio de la emisión indiscriminada de diversos mensajes de esta naturaleza, para distraer la atención de otras iniciativas que busquen introducir frenos o contrapesos al ejecutivo o modificar sus programas.
También disiento de los cuestionamientos que plantea Vargas contra la jurisprudencia sobre sanción y objeciones como actos de gobierno, pues a diferencia suya pienso que las reglas jurisprudenciales no fortalecen el presidencialismo, sino que lo expresan tal como está en la Constitución y, de hecho, lo atenúan. Por una parte, para mí es bastante claro que la Constitución expresamente clasifica estos dos actos como atribuciones del Gobierno, no exclusivamente del Presidente (CP art. 200 num. 1). Segundo, al ser actos de gobierno, que deben suscribir el presidente de la República y el ministro o jefe de departamento administrativo competente, la idea es que exista un freno interno (intraorgánico) a actuaciones arbitrarias del presidente de la República. Si el presidente de la República desea sancionar un proyecto de ley claramente inconstitucional o inconveniente, u objetar un proyecto de ley que no tiene ninguno de estos problemas, para ello necesitará hacer gobierno y contar con la aquiescencia de otra autoridad más. Es cierto que este freno es débil y muy eventual, pues los ministros y jefes de departamento administrativo son subalternos del presidente de la República, pero la idea no es que funcionen como frenos permanentes y regulares, sino que puedan activarse en ciertas situaciones extremas de graves crisis del Estado de Derecho. Desde esa perspectiva, no entiendo cómo, concebirlos como actos de gobierno puede acentuar la tendencia hacia el presidencialismo.
CONCLUSIONES
Mecanismos es entonces una obra fundamental por varias razones. Primera, contribuye a que podamos entender una parte esencial del procedimiento legislativo actual en la Constitución de 1991. Segunda, nos permite comprender mejor una dimensión de la evolución del presidencialismo en nuestro país, como es la participación del Gobierno Nacional en el procedimiento de formación de las leyes. Tercera, ofrece una metodología poco común para estudiar el derecho constitucional colombiano, que no se limita a revisar las fuentes del derecho vigente, sino que se remonta al pasado constitucional, para intentar un ejercicio de derecho constitucional comparado interno. Cuarto, suministra una serie de apuntes críticos que nos obligan a repensar la trayectoria de nuestras instituciones constitucionales y de nuestra jurisprudencia constitucional. Quinto, es una apuesta por construir una arquitectura constitucional más equilibrada y menos peligrosa para las libertades y los principios del Estado republicano y democrático de derecho.
Por todos estos motivos, la investigación de José Rodrigo Vargas del Campo es, en su conjunto, un valioso aporte al constitucionalismo colombiano.
NOTAS
1 Consejo de Estado. Sala Plena. Sentencia del 16 de septiembre de 2014. Radicado 11001-03-24-000-2012-00220-00 (IJ).
2 Hernández Galindo, J. Poder y Constitución. El actual constitucionalismo colombiano. Bogotá: Legis, 2001, 277 y s. Según Hernández, "[m]ucho se discutió, durante la vigencia de las normas aprobadas en la Reforma de 1968, si sería constitucionalmente válido que, en tratándose de proyectos del exclusivo resorte del Ejecutivo presentados por congresistas, pudiera el Gobierno, ya durante el trámite legislativo, coadyuvarlos. La Corte Suprema de Justicia, en su momento, no aceptó que pudiesen convalidarse en tales casos y, por tanto, declaró la inexequibilidad de las normas legales aprobadas con ese antecedente".
3 Ley 152 de 1994, artículo 22.
4 Sentencia C-576 de 2006.
5 Tushnet, M. The Constitution of the United States of America. A contextual Analysis. 2.ª ed. Portland: Hart Publishing, 2015, 89.
6 El profesor Carlos Restrepo Piedrahíta, hace mucho tiempo, había sugerido reformar la institución del mensaje de urgencia también para limitarla a ciertas materias y a un número restringido de ocasiones por cada legislatura. No obstante, al mismo tiempo proponía que en caso de que el Congreso no respondiera al mensaje de urgencia, el Presidente podía poner en vigencia por sí solo el proyecto de ley. Restrepo Piedrahíta, C. Consideraciones sobre la reforma del Congreso. Separata del libro 'La reforma del Congreso'. Bogotá: Publicaciones Universidad Externado de Colombia, 1966, 134 y s.
7 Suprema Corte de Justicia de la Nación de México. Sentencia del 8 de mayo de 2023, acción de inconstitucionalidad 29/2023 y sus acumuladas 30/2023, 31/2023, 37/2023,38/2023, 43/2023 y 47/2023. Aclaro que en México el trámite de urgencia no es resultado de un mensaje del ejecutivo, pero lo relevante es que autoriza a abreviar el trámite.
8 Biglino Campos, P. Iniciativa legislativa. En: Aragón Reyes, M. Temas Básicos de Derecho Constitucional. Tomo II. Madrid: Civitas, 2001, 165 y ss.; Palacios Torres, A. Concepto y control del procedimiento legislativo. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2010, 182. Biglino y Palacios se basan, a su vez, en otros textos.
9 De hecho, esta fue la razón por la cual los magistrados José Gregorio Hernández Galindo y Vladimiro Naranjo Mesa salvaron el voto a la Sentencia C-266 de 1995, que admitió esta forma de regular la iniciativa privativa del Gobierno. En su concepto, para ser tal, la iniciativa del Gobierno debe dar inicio al trámite.