Crisis teórica, transiciones constitucionales*
Theorical Crisis, Constitutional Transitions
José Asensi Sabater**
** Doctor en Derecho por la Universidad de Valencia. Director del Departamento de Estudios Jurídicos del Estado y del Área de Derecho Constitucional de la Universidad de Alicante (jose.asensi@ua.es).
* Recibido el 5 de octubre de 2011. Aprobado el 16 de abril de 2012.
Sumario
Introducción.1.Deserción teórica. 2. Rodeos de la Teoría constitucional. 3. La crítica teórica sobre el Estado Social. 4. Crisis de normatividad en el Estado Social.5. Crisis de los sistemas democráticos. Representación y partidos políticos.6. La identificación del soberano. 7. Un constitucionalismo en transición o los dilemas de la modernidad.8. La lógica constitucional posmoderna. 9. El cuestionamiento de los postulados de la modernidad. 10. Transiciones.
Resumen
Las carencias de una Teoría Constitucional, que desde hace tiempo ha dejado de suministrar argumentos y criterios para evaluar el Derecho Constitucional vigente, se ponen de manifiesto con más agudeza a resultas de la crisis económica que afecta a muchos países del viejo continente, el lugar donde arraigó el modelo de Estado social y democrático de Derecho. Tal modelo se había venido degradando como consecuencia de las políticas económicas implementadas desde los años setenta, pero es ahora cuando se deja sentir más claramente el impacto, que afecta principalmente al principio democrático, fundamento de las Constituciones modernas. El texto presenta un panorama general del fracaso de algunas aproximaciones teóricas y se argumenta a favor de un impulso del trabajo teórico que dé cuenta de las interrelaciones entre el entramado político-económico y las regulaciones jurídicas. En otras palabras: la Teoría Constitucional debe recuperar un campo de visión mucho más amplio que el del estricto discurso jurídico, teniendo en cuenta que vivimos un tiempo de transición, concebido en términos de posmodernidad. En este contexto, la implicación del constitucionalista en la tarea de desentrañamiento de las nuevas realidades es otra de las condiciones para la reconstrucción de la Teoría.
Palabras clave: Crisis, sistemas democráticos, representación, partidos políticos, constitucionalismo.
Abstract
The lack of a constitutional theory that has long ceased to provide arguments and criteria for evaluating existing constitutional law, are revealed more sharply as a result of the economic crisis affecting many countries of the old continent, where social model and democratic state of law rooted. Such a model had been degraded as a result of economic policies implemented since the seventies, but only now being felt more clearly the impact, which mainly affects the democratic principle of the foundations of modern constitutions. The article presents an overview of the failure of some theoretical approaches and argues for a boost of theoretical work that accounts for the interrelationships between political-economic framework and legal regulations. In other words, the constitutional theory must recover a field of view much broader than the strict legal discourse, given that we live in a time of transition, conceived in terms of postmodernism. In this context, the implications for the constitutional students in the task of unraveling of the new realities is another of the conditions for reconstruction of the theory.
Key Words: Crisis, democratic systems, representation, political parties, constitutionalism.
Introducción
La situación actual invita a incidir en la idea de que nos encontramos ante un momento crítico de la Teoría Constitucional. En rigor, tal situación no sería algo específico de este concreto ámbito del conocimiento sino un síntoma más del estado de estupefacción que afecta a los estudiosos de la Teoría Social y Económica, al haberse constatado hasta qué punto se ha abierto un abismo entre lo que la teoría explica, sugiere o prevé y lo que luego sucede en la realidad.
Toda teoría, desde su origen en el mundo griego, donde se acuña el concepto, hasta nuestros días, se sustenta en los supuestos de que, por una parte, el pensamiento es capaz de desvelar lo que la simple apariencia ofrece superficialmente, mediante la identificación de las causas que explican los fenómenos que se producen, y, por otra parte, que es posible formular leyes o criterios capaces de prevenir sucesos futuros. Desde este punto de vista, la teoría social heredada de y concretada en los paradigmas del siglo XX ha perdido dos de sus notas características: la capacidad de explicación y de previsión. De explicación, porque ha renunciado a adentrarse en las complejidades del presente. De predicción, porque está inerme ante el desbordamiento de los acontecimientos que la impugnan. y puesto que las teorías han sido falsadas por la realidad, especialmente las teorías económicas y sociopolíticas hoy dominantes, no es arriesgado afirmar que nos encontramos ante un vacío teórico o, tal vez, más matizadamente, en un tiempo de transición en el ámbito teórico.
Porque, en efecto, los acontecimientos están ahí y cualquiera los puede enunciar: guerras de incalculables consecuencias desatadas a partir de la desintegración de la Unión Soviética. Fenómenos a los que confusamente denominamos retorno de lo religioso, del nacionalismo, del etnocentrismo, de la restauración o el cuestionamiento de la ciudadanía a partir del suelo o de la sangre. Procesos que eufemísticamente designamos como migratorios, a los que acompañan todas las formas de desplazamiento de la población. Formas inéditas de intervención humanitaria o de refundación de las estructuras estatales y del Derecho Internacional. Pérdida selectiva de la soberanía del Estado nacional, mientras se internacionalizan los intereses económicos de las grandes corporaciones, poniendo en cuestión la consistencia del modelo constitucional desarrollado en Occidente.
A todo ello se añade la emergencia de la violencia generada por la exclusión, el auge del poder de la identidad, la reacción de las diferentes minorías, el fortalecimiento de vínculos religiosos, étnicos o nacionales, las reivindicaciones de género, y por qué no señalarlo igualmente, la extensión del malestar en la cultura, una cultura narcisista productora de nuevas patologías, que, como Hermann Hesse evocara en El Lobo Estepario, hace acto de presencia en épocas como la presente, en la que generaciones enteras viven como atrapadas entre dos eras, entre dos formas de vida, incapaces de entenderse a sí mismas. El constitucionalismo, por su parte, obligado a desempeñar funciones inéditas en comparación con las que venía desempeñando tradicionalmente, cuando el Estado era su horizonte normativo y la principal instancia reguladora, comparece ahora desarmado, incapaz de proporcionar pautas creíbles, ajeno a los ideales por los que un día se legitimó.
Ante este panorama surgen innumerables preguntas: ¿Hasta qué punto, en estos años que han transcurrido desde la caída del Muro de Berlín hasta los sucesos del 11 de Septiembre de 2001, desde ascenso de China a potencia mundial hasta las revueltas de los países árabes -un período de transición que nos sitúa de lleno en el nuevo siglo- está cristalizando una fase nueva del constitucionalismo, si por ello entendemos la transformación, superación, sustitución o degradación, según se mire, del núcleo de principios y de categorías jurídico-políticas provenientes de la tradición moderna que el constitucionalismo europeo recuperó y puso al día con nuevos ingredientes en las concretas circunstancias de 1945? ¿Está en vísperas de surgir un nuevo paradigma constitucional? ¿Es el constitucionalismo europeo un modelo, ya no exportable sino simplemente sostenible, en el contexto de la globalización? ¿Permanece Europa uncida a una fase alto-moderna del constitucionalismo occidental, o se está entrando de lleno en una fase posmoderna? y, en tal supuesto, ¿Cuáles serían los trazos característicos de esa nueva situación?
Deberíamos, pues, considerar como problemático el estancamiento del constitucionalismo como movimiento ideológico, político y jurídico, máxime cuando se proclama desde ciertas instancias, también académicas, que el ideal constitucional debe permanecer anclado para siempre en su función de garante del mercado y de la democracia representativa. y, ciertamente, sea en el marco del viejo estado-nación, sea en los nuevos espacios supranacionales, éste es el modelo constitucional que se propone, al margen de sus muchas imperfecciones e incumplimientos. Pero no es éste acaso el único síntoma relevante del declinar del pensamiento constitucional: cabe observar también una crisis de producción teórica, concretamente en lo concerniente a esta especie de teoría oficial de la Constitución que, caso de cultivarse, ha dejado de proporcionar argumentos desde los cuales enjuiciar el Derecho Constitucional positivo vigente.
Ahora bien, todos los citados desajustes, así como la precariedad de las respuestas que se vienen dando desde el contexto constitucional, han quedado al descubierto a consecuencia de la crisis económica en curso, la Gran Recesión. Es precisamente ésta, con sus efectos y secuelas, la que sitúa al pensamiento constitucional ante su propio espejo.
1. Deserción teórica
Ya en plena crisis, muchos se preguntaban por qué los expertos no previeron el cataclismo financiero provocado por el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2007 en los Estados Unidos. Hubo, ciertamente, voces que apuntaban a que los desequilibrios globales eran insostenibles y que en algún momento habría turbulencias más profundas que las que asolaron los mercados Asiáticos y de Rusia en 1998 y, posteriormente, otras áreas de Latinoamérica; pero en general, estos llamamientos aislados no surtieron efecto. y si bien es cierto que nadie tiene la capacidad de pronosticarlo todo sin equivocarse nunca, cabe preguntarse si esta falla, a la que acompaña, como ha señalado Carlos De Cabo, un desierto de explicaciones convincentes sobre lo sucedido, no apuntará a algo de lo que se ha venido hablando en los últimos tiempos: el abandono de la investigación teórica en el ámbito de las ciencias sociales1.
Es posible que cincuenta o cien años atrás se diera un exceso de producción teórica, a lo que suele acompañar la tentación de reducir a categorías abstractas las complejidades de la realidad. Pero la reacción antiteórica que se produjo más tarde, y más concretamente a partir de la década de los años setenta, coincidiendo con el triunfo del capitalismo transnacional, ha causado males mayores, ya que implicó la absurda pretensión de negar la posibilidad de teorizar, por miedo tal vez a que entre tanta teoría se agudizara el sentido crítico y la comprensión global de los problemas2. Tal estado de cosas no afecta, por supuesto, únicamente a la Teoría Crítica, cultivada casi en la marginalidad, sino a la Teoría en general.
La Ciencia Económica, por ejemplo, como se reconoce abiertamente a estas alturas, hace tiempo que dejó a un lado la investigación teórica y se entregó al cultivo intensivo de modelos econométricos que apenas tenían que ver con la realidad, reduciendo la Teoría a una serie de ideas y ejercicios convencionales3. Algo similar sucedió con la Teoría Social, fenómeno sobre el que Wrigth Mills llamó la atención en su día, en el sentido de que la "gran teoría" sociológica del siglo XX, que no es precisamente un ejemplo de teoría crítica, había dejado de existir, al igual que la herencia intelectual de M. Weber, W. Pareto, F. Töennies, T. Merton, T. Parsons, la cual yace en el polvo del olvido.
A la vista de los acontecimientos de las últimas décadas, periodo en el cual nadie previó la desaparición del bloque soviético, la crisis económica de los noventa o el ascenso del fundamentalismo, tanto en Oriente como en Occidente, y menos aún los cruciales acontecimientos del siglo XXI que todos contemplamos, se podría haber esperado un creciente interés por la elaboración teórica en un esfuerzo por comprender lo que estaba sucediendo. Pero no fue éste el caso, más allá de la sacralización de pseudo-teorías tales como la "Public Choice" -justamente cuando se evidencia el componente peligrosamente irracional que rige el mundo de las finanzas4- y de reproducir, con la ayuda de "tanques de pensamiento" generosamente financiados, las ideas elementales de Milton Friedman acerca de las virtudes todopoderosas del mercado, en su "Libertad de Elegir", o la exaltación de la libertad individual en el "Camino de Servidumbre" de HayecK.
Ahora bien, una de las consecuencias, si se quiere positiva, de la "crisis", es haber expuesto a la luz del día el citado déficit teórico y que, a semejanza de otras crisis que han precedido a la actual, se plantee una refundación del pensamiento económico y, en general, del papel de la Teoría5. En lo que respecta a la recesión actual, lo que interesa subrayar no es tanto la lógica de la financiarización de la economía global, dato nuevo y determinante, o la intensidad con que se han extendido sus efectos en los últimos años (efectos que están, por otra parte, lejos de concluir), sino el impacto que está produciendo en unos sistemas constitucionales que se suponían inmarcesibles, un impacto que sintetiza y amplía lo que ya sucedió en las dos anteriores crisis sobre las que hay acuerdo en calificar como sistémicas: la Gran Depresión de 1929 y la crisis de estanflación de los años setenta del pasado siglo. Si la primera de ellas trajo como consecuencia un deterioro de las libertades, hasta el punto de que éstas quedaron brutalmente abolidas con el ascenso de los fascismos, la segunda incidió especialmente en la urdimbre del Estado Social, que desde entonces no ha hecho más que progresar en su degradación. La recesión actual añade a estos dos ingredientes otro novedoso e inquietante: la alteración de los fundamentos constitucionales de los sistemas democráticos, lo que equivale a decir la quiebra de la sustancia misma de la Constitución, poniendo al descubierto que la voluntad de los ciudadanos no cuenta en absoluto.
2. Rodeos de la Teoría Constitucional
El abandono de la investigación teórica en materias sociales y económicas, un claro indicador del abatimiento del espíritu crítico, ha sido también una constante en el ámbito del pensamiento constitucional. Hay sobrados motivos para afirmar que, desde la segunda posguerra, la Teoría Constitucional se ha ido apagando lentamente hasta convertirse en un ejercicio intelectualmente irrelevante.
Cabe mencionar, ciertamente, aportaciones que, en las últimas décadas, han dado lugar a modulaciones y a diferentes "ismos", a saber, "neoconstitucionalismo" "novísimo Derecho Constitucional", "constitucionalismo débil", etcétera, las cuales descansan, bien en una interpolación discursiva de los textos constitucionales, bien sobre esquemas puramente descriptivos, como el llamado "constitucionalismo multinivel" de I . Pernice, al amparo todo ello de una concepción acrítica de la Constitución, es decir, omitiendo las mutaciones políticas y sociales que se venían produciendo.
Otras aportaciones se han centrado en la puesta en valor de los "principios" y "valores" constitucionales, casos de R. Dworkin y R. Alexy, en el marco de una concepción "judicialista/interpretacionista" de la Constitución que si bien aportó soluciones innovadoras en el terreno jurídico, especialmente en relación con los "casos difíciles", en realidad dieron la espalda a los cambios que se venían produciendo en los fundamentos de la estructura constitucional, transmutando el discurso de los "principios" en una suerte de preceptiva moral. Se produjo algo así como una inflación principialista, acompañada de una dogmática epistemológica bastante espesa6.
Tales planteamientos han quedado arruinados en gran medida desde el momento de que se ha entrado de lleno en una crisis de normatividad de la Constitución. La creencia de que era posible estabilizar el contenido de la Constitución en torno a unos principios que, a su vez, eran puestos en acción por un juez musculoso, mediante una cadena de razonamientos deductivos, analíticamente controlados, se ha revelado como un espejismo. Partiendo de una ideología fuerte en torno a la naturaleza "sustancial" de los derechos fundamentales, se olvidó que la experiencia de estos últimos años no ha ido precisamente en la dirección de potenciar los derechos fundamentales, considerados en su conjunto, sino más bien en la de garantizar agresivamente los derechos de estirpe liberal, especialmente los directamente relacionados con la intervención en el mercado.
La fuente de estas y otras confusiones similares no es otra, dicho sea a paso de carga, que considerar la Teoría de la Constitución como sinónimo de la "Ciencia Constitucional" y ésta, a su vez, como un saber exclusivamente jurídico. El resultado ha sido suponer que la Constitución puede ser abarcada desde categorías jurídicas o a partir de principios y valores escasamente controlables en su proyección y aplicación. Todo ello -me parece- se revela como insuficiente si se contrastan sus logros con las mutaciones estructurales que se están produciendo y con la crisis de normatividad de la Constitución misma.
Similar juicio merece otra de las vertientes del debate teórico de los últimos años, esta vez relacionada con las lecturas culturales y hermenéuticas de la Constitución, principalmente vinculadas a las aportaciones de P. Häberle. Más allá de sus indudables hallazgos, se evidencia en sus planteamientos un idealismo exagerado, en la medida en que induce a reinterpretar el constitucionalismo -y el Derecho Constitucional- a partir de un "contexto cultural" que permitiría mantener su coherencia interna y suministrar criterios no problemáticos de comparación, siendo así que lo que está en tela de juicio, precisamente, es la virtualidad de ese mismo "contexto", indisociable de la actual fase expansiva de capitalismo maduro o transnacional.
Mientras se discute sobre estas cuestiones, gradualmente desconectadas de la realidad, y entre cuyos supuestos figura a menudo el hacer desaparecer la política de la Teoría Constitucional para convertir a ésta en una suerte de compendio de reglas comunes de la sociedad civil, la virulencia de la crisis y los cambios convulsos que arrastra consigo han impulsado el estudio de problemáticas más cercanas al desempeño de los gobiernos y las instituciones públicas en favor de la "buena sociedad" (S. Elkin/ K. Soltan), prestando atención a problemas de índole político-constitucional, tales como la crisis del sistema representativo, del principio democrático, la aparición de constelaciones políticas pos-nacionales, etcétera. y pese a que estas versiones se acercan más al núcleo de la crisis del constitucionalismo de nuestros días, no dejan de ser tributarios de un planteamiento abstracto, que evita poner en relación dialéctica los procesos económicos, sociales y culturales, abiertos a la globalización, y la especificidad de la Constitución concreta.
3. La crítica teórica sobre el Estado Social
Las aportaciones más significativas en el ámbito de la Teoría Constitucional, a mi modo de ver, hay que buscarlas pues en los teóricos del Estado Social, una de las principales manifestaciones de la Teoría Crítica7.
Lo específico de la teorización del Estado Social es que se construyó en torno a la idea de que la Constitución es un orden que abarca al Estado como un todo. De esta suerte, lo que es evidente en toda Constitución, a saber, que no da cuenta únicamente de una regulación de carácter formal sino también de otra subyacente de carácter material, resalta más claramente en el constitucionalismo del Estado Social, en la medida en que la explicitación del conflicto se proyecta, como su supuesto ontológico, en todas las esferas de la actividad del Estado.
La teorización del Estado Social venía a difuminar, por decirlo así, la separación entre las esferas del "ser" y del "deber ser", que había sido el fundamento del constitucionalismo liberal. Por otra parte, situaba a la Constitución en su proceso histórico, subrayando la importancia del devenir de la Historia como fuente de conocimiento, y del "deber ser", como instancia metajurídica susceptible de argumentación, con lo que ello suponía de reinterpretación del concepto de Derecho heredado de la tradición liberal. Para el constitucionalismo del Estado social, en fin, la esfera jurídica no se configura como autopoiética, sino, precisamente, como garantía de la realización de los principios y valores que allí están suscritos. El Derecho Público es, principalmente, en este contexto, una instancia de garantía de los compromisos establecidos, pues la validez de la normatividad de la Constitución del Estado Social descansa en la realización efectiva de sus valores y principios.
La identificación de los elementos novedosos del constitucionalismo del Estado Social, respecto del esquema liberal-democrático precedente, supuso un importante esfuerzo teórico y doctrinal. No solo se recuperó para la noción de Constitución la dialéctica Estado-Mercado, sino que permitió desentrañar la importancia de la dinámica de las relaciones político-sociales que constituían el supuesto de la nueva forma de Estado. Conviene precisar que la teorización del Estado Social apuntaba más allá del mero "descubrimiento" de la "constitución económica", un enfoque que pone el énfasis en la vinculación a la Teoría Constitucional al sustrato económico concreto del Estado, y que ha dado lugar a resultados contradictorios. Tal enfoque reeditaba la idea, tomada de C. Mortati8, de que la "constitución material", o sea, los fundamentos económicos de la constitución, es lo que permite explicar las transformaciones que se producen en la esfera institucional.
La teorización del Estado Social, por el contrario, partía del supuesto dinámico de que el conflicto social subyacente en el capitalismo se hacía presente de forma explícita en el propio espacio constitucional. Se trataba de esclarecer que el compromiso que actúa como supuesto del Estado social, se expresa tanto en el respeto a los principios del Mercado como en las exigencias de justicia social avanzadas por el movimiento obrero europeo. El "compromiso" significaba la interiorización del conflicto en el Estado y en el sistema, por lo que quedaba abierta a las clases trabajadoras la legitimación necesaria para ejercer el poder, un poder que había de ejercerse, no obstante, dentro de las reglas del régimen representativo, mientras que el capital podía reconvertir el conflicto en dinámica positiva y encontrar en el Estado el canalizador de la energía que permitiera plasmar su libertad de contratación. El desarrollo económico ya no venía regulado, pues, exclusivamente, por los mecanismos del mercado, sino también por las intervenciones económicas y políticas del Estado.
La Teoría del Estado Social proporcionó otros importantes criterios a la hora de analizar el proceso constitucional. Puso de manifiesto, por ejemplo, el desplazamiento de la línea divisoria entre lo "público" y lo "privado". Transformó igualmente el concepto de ciudadanía, un concepto creado precisamente, en su abstracción original, para separar la esfera privada de la pública. No menos importantes fueron las repercusiones institucionales en lo referido al esquema representativo, al papel de los media, de los partidos políticos y de las organizaciones sindicales y de intereses. Pero lo que tal vez reflejó con mayor nitidez la forma política de Estado Social, respecto del pasado, fue el reconocimiento de la función constitucional de los derechos sociales, trasformando con ello la concepción tradicional de los derechos fundamentales, pues la atribución de derechos sociales produjo el efecto de redefinir las categorías de "justicia", de "igualdad" y de "libertad", alterando profundamente el discurso tradicional liberal-democrático.
4. Crisis de normatividad en el Estado Social
Como es bien sabido, el declinar de esta forma de Estado comienza a producirse a resultas de las políticas implementadas a partir de los 70, las cuales socavaron progresivamente el equilibrio entre los plurales principios que coexistían en el Estado Social. No se trató obviamente de un hecho repentino sino de un proceso en el curso del cual el Estado, eje del constitucionalismo social, se fue diluyendo en el marco de la globalización, pasando a desempeñar el papel de actor intermediario.
La cuestión de los límites del Estado Social se planteó frontalmente en el contexto de la crisis de los 70, período en que los años dorados del constitucionalismo social de posguerra tocaron a su fin9, aunque buena parte de la literatura constitucional había venido formulando tiempo atrás graves objeciones a una lectura jurídica de la "cláusula social" que asegurara su vigencia. Con argumentos algo distintos a los que ya circulaban en los años cuarenta y cincuenta, en torno a la obra de F. Hayek, algunos autores, como E. Forsthoff, y con él otros muchos, dictaminaron que la "cláusula social" era meramente adjetiva, cuando no peligrosa para el Estado de Derecho.
El resultado de todo este proceso fue el desplazamiento del conflicto Capital-Trabajo, que dio origen al Estado Social, hacia otros conflictos subordinados, aunque característicos de la fase actual de capitalismo maduro, tales como las reivindicaciones de las minorías, mujeres, migrantes, así como otras vinculadas a cuestiones de identidad nacional, religiosa, sexual, o a la protección medioambiental. Con ello, las tareas del Estado Social dejaron de estar vinculadas a una concreta manera de entender el gobierno de la economía, para ser el subproducto de una vinculación del Estado al mercado global y, por tanto, determinada por las oscilaciones económicas del nuevo modelo económico global
Lo que viene a poner de relieve la Gran Recesión son precisamente las limitaciones de esta forma de entender el Estado Social, que ha desembocado en una suerte de liberalismo compasivo. Ahora bien, sucede que la huella del Estado Social persiste, o más bien, resiste, en los textos de las Constituciones10. De hecho no se han producido reformas constitucionales significativas en este apartado, más allá del desapoderamiento que supone, desde el punto de vista constitucional, la cesión de competencias de gobernanza económica, en el caso europeo, a los organismos de UE 11. Esto quiere decir que las determinaciones normativas del Estado Social se confrontan con una realidad que las contradice, lo que inevitablemente se traduce en una crisis de normatividad de la propia Constitución.
No cabe olvidar que la realización de estos principios, así como de los derechos sociales, ha sido problemática en todo tiempo y lugar, pero lo es especialmente en momentos de crisis y de recesión generalizados12. El énfasis en el garantismo en materia de derechos, como reclamaba L. Ferrajoli, o la confianza depositada en un poder judicial musculoso, como proponía R. Dworkin, orientaciones ambas muy influyentes en los últimos años, no se han traducido en una mayor eficacia de los derechos sociales. Se podría afirmar incluso que la acentuación del momento garantista ha potenciado, como se dijo, en mayor medida los derechos individuales, cuya estructura está basada en la no injerencia de los poderes públicos en la esfera privada13.
Ciertamente, tanto en el ámbito jurisprudencial como en el doctrinal, se insiste en que la fórmula del Estado Social (o del Estado Social y democrático de Derecho, como prefiere denominarlo el art. 1.1 de la vigente Constitución española) no puede ser tomada de forma fragmentada o separada en sus elementos, sino que exige, debido al carácter normativo de la Constitución, su aplicación, desarrollo e interpretación unitarios. De hecho, la "cláusula social" figura como uno de los elementos más característicos de las constituciones europeas contemporáneas. Pero, como se ha repetido, los derechos sociales no han sido desplegados y aplicados, como proponía R. alexy, bajo la pretensión de lo real, sino bajo la "reserva de lo posible" en el marco del capitalismo global.
Nada tiene de extraño, pues, que la crisis de normatividad de la Constitución del Estado Social se haya traducido en una crisis metodológica que afecta, principalmente, al positivismo jurídico, incapaz de explicar las graves desviaciones del texto de la Constitución (que se aleja más y más de la realidad), aunque también afecta, como se dijo, al neopositivismo jurídico, que al basarse en una concepción "sustancial" de los derechos fundamentales como razón última de la validez de los actos constitucionales, ha abierto la Constitución, de un modo abstracto, al mundo de los valores y los principios.
5. Crisis de los sistemas democráticos. Representación y partidos políticos.
La crisis de normatividad, agudizada por la Gran Recesión, aunque engendrada con anterioridad, se ha cernido asimismo sobre otras instituciones, ya muy debilitadas en cuanto a las funciones que constitucionalmente se les atribuye, como el Parlamento y los Partidos Políticos14, alcanzando incluso a la Justicia Constitucional, un órgano que se creó para ser el garante último de la Constitución.
Por lo que se refiere a la crisis de la representación política y de los parlamentos, un tema abordado ad nauseam desde diferentes enfoques y con diferentes intenciones, baste decir que no se trata simplemente de afirmar que el discurso de la representación y todo lo en él implicado está en crisis, como se percibía en otros momentos de la Historia, con lo que esa situación encerraba de promesa y de transformación creadora, sino que se encuentra "en retirada": una "retirada" que por expresarlo de un modo general, sucede ahora, cuando el exceso de lo social y de las determinaciones económicas han desbordado el cuadro normativo e institucional de la representación política tradicional, las reglas y las instituciones donde tenía lugar el vínculo representativo.
Algunas preguntas se hacen, pues, inevitables: ¿En qué medida los parlamentos pueden actuar, decidir, contener y resolver los conflictos, apoyarse en la legitimidad representativa, ante la extrema des-ubicación de las decisiones y de los flujos económicos, ante la supervelocidad que imprimen a sus imágenes las tecnoestructuras mediáticas? Esta pregunta nos acerca al núcleo de una problemática que se relaciona con la capacidad o el margen concreto de decisión que corresponde a las instancias representativas, al menos en la Europa de hoy día; porque ¿Cómo atribuir autoridad a representantes parlamentarios que carecen de capacidad de decisión? No es, por supuesto, una pregunta retórica: sus desarrollos son bien conocidos: si la función representativa se construyó históricamente como la máquina más perfecta del poder soberano, no debe extrañar su decadencia cuando el propio Estado experimenta una pérdida en su capacidad de decidir.
Al respecto del papel de la Justicia Constitucional, los peores presagios de H. Kelsen se están cumpliendo, pues no cabe duda de que, así como en una situación de amplio consenso el lenguaje y el razonamiento jurídicos pueden brillar a gran altura, y la autoridad del Tribunal ser respetada, en épocas de inestabilidad económica e ineficacia del sistema político la deriva política de las decisiones del Tribunal devienen inevitables.
Crisis de normatividad, por otro lado, supone crisis de responsabilidad, un elemental principio del Estado constitucional. Sin que puedan desarrollarse aquí las implicaciones de la temática, es evidente que la Gran Recesión cuestiona en puntos vitales la responsabilidad de los gobiernos, de los partidos, de las organizaciones sindicales y del Parlamento. ¿Quiénes son los responsables de la crisis? ¿Los gobiernos, los banqueros, la gente? Todos, al parecer, y ninguno, si bien las consecuencias recaen sobre los sectores sociales débiles, que no tuvieron parte en su desencadenamiento, ni tampoco la menor oportunidad de participar en las medidas anti-crisis que se ha venido tomando.
No en último término en cuanto a su importancia, la crisis de normatividad refleja un desquiciamiento del lenguaje, fruto de la lógica cultural del capitalismo maduro, que ha abolido la cuasi-autonomía de la esfera cultural hasta el punto de someterla a sus dictados15. Si para J. Habermas la "acción comunicativa" era posible únicamente en una comunidad homogénea, en la fase actual de apropiación cultural la acción comunicativa se fragmenta en diferentes niveles de sentido, en las redes envolventes del capital trasnacional.
He escrito en otro lugar, a propósito de una lectura de Fredric Jameson, nada optimista por cierto, que, en cierto sentido, el discurso constitucional habla una lengua muerta, una lengua de simulacros, carente de distancia crítica. "Se tiene la oscura sospecha -decía F. Jameson- de que no solamente las formas contraculturales, puntuales y locales, o de resistencia cultural, sino incluso las intervenciones abiertamente políticas se encuentran secretamente desarmadas y son permanentemente reabsorbidas por un sistema del cual ellas pueden considerarse como parte"16. El impacto de la Gran Recesión, con sus consecuencias sociales y políticas, abona este punto de vista escrito hace veinticinco años.
6. La identificación del Soberano
Es evidente que la ciudadanía, de éste o aquél Estado, no ha tenido nada que ver con el desencadenamiento de la crisis (más allá del papel que se le asigna como consumidora de productos, de créditos, etcétera), ni con las medidas para hacerle frente. La crisis se ha producido en el interior del sistema, bajo condiciones de máxima libertad en lo que se refiere la circulación de capitales. La ciudadanía, no es que haya estado ausente: ha estado excluida de antemano. Se supone que el sistema económico se autorregula, sin necesidad de impulsos ni de controles democráticos. Hay muchos ejemplos, de sobra conocidos. Las instituciones globales de gobernanza económica (OMC, FMI, los distintos "G", etcétera) comparecen bajo la forma de instituciones técnicas, entendiendo por tales un tipo de técnica que opera conforme al modelo preestablecido. También lo son las nuevas generaciones de sistemas bancarios y autoridades independientes.
El margen de decisión de los Estados de la Unión Europea, es decir, de sus procesos democráticos internos, es cada vez más estrecho. De hecho, las instituciones monetarias de la UE no solo disponen de la gestión de la moneda y de los tipos de interés, sino que el margen presupuestario y la política fiscal de los Estados, último rescoldo de la soberanía, pasa por el filtro previo y condicionante de la Unión antes de someterse a la decisión parlamentaria. De manera que la ciudadanía no decide. Los planes de rescate financiero y bancario que se han implementado entre la UE y el FMi en los últimos tiempos se podrían resumir en una sola frase: "dinero por soberanía". Pero lo que viene a confirmar la existencia de ese proceso de-constituyente es, indudablemente, la aceptación incondicional, por parte de los Estados, entre ellos España, de las decisiones de carácter soberano que vienen establecidas desde fuera, emanadas de un magma difícilmente identificable en que se mezclan figuras como el FMI, el Ecofin, la Fed, los Hedge Funds, las agencias de calificación, el Financial Times, la Comisión Trilateral, Ángela Merkel, etcétera.
En todo caso, esa entidad confusa con que se presenta hoy en día el poder real, es decir, el que bajo la denominación genérica de "los mercados" decide con facultades soberanas, supone un reto no esquivable para cualquier constitucionalista responsable. No parece lógico, en este sentido, continuar actuando como si nada de esto sucediera y descansáramos plácidamente en una fantasía de construcciones jurídicas y sofisticadas argumentaciones. No creo que sea posible proseguir como si el Derecho, los valores constitucionales, las instituciones políticas, los derechos fundamentales y sociales, flotaran en el éter sin conexión alguna con lo que sucede en el mundo real, precisamente en los ámbitos donde se decide sobre cada uno de esos capítulos.
Identificar al Soberano en las actuales circunstancias -la preocupación principal de teóricos como T. Negri y M. Hardt17- no es, por supuesto, tarea sencilla. No parece que, por ahora, esté al alcance una ciudadanía que funge como mera espectadora. Lo característico de este tipo de poder es su naturaleza ubicua y multiforme, su nota de invisibilidad, su propensión a materializarse, no como algo ajeno, sino como algo que está dentro de nuestras propias cabezas. Ahora bien, sin identificar al Soberano es imposible contrapesarlo o limitarlo, con lo que se arruina el fundamento de toda Constitución: el sometimiento del poder al Derecho como método de eliminar la arbitrariedad. Se hace ilusorio, por otro lado, el principio de que la soberanía reside en el pueblo. Susan George ha hecho referencia a este tipo de cuestiones en un libro reciente, "Sus crisis, nuestras soluciones", en el que propone estudiar precisamente las configuraciones de los nuevos poderes globales: Estudiad -dice con toda razón- a los ricos y poderosos. Los pobres no necesitan que investigadores como nosotros les digan qué va mal. ya lo saben18.
¿Es posible entonces hablar de una Teoría de la Constitución? Porque una Teoría de la Constitución debería tener en cuenta la misión principal de toda Constitución: controlar y limitar el poder, un poder que hoy día no radica sólo en el Estado sino en los blindados poderes privados que se mueven en el mundo global. Tendría, por otro lado, que revindicar el espacio de la democracia. y tendría que garantizar un modelo de integración social, pues sin integración social la Constitución fracasa. Tareas pendientes en un horizonte incierto.
7. Un constitucionalismo en transición o los dilemas de la modernidad
Resultaría fantasioso pretender que nuestra época es la propia de un constitucionalismo numinoso de vocación universal cuya misión es la generalización de los derechos fundamentales. Deberíamos preguntarnos antes bien qué hacer y cómo para conciliar la tendencia expansiva de un constitucionalismo de aspiraciones universales con las resistencias que proceden de otros contextos, de otros lenguajes y de otros mundos de significación: ¿Cómo articular, por ejemplo, el desplazamiento a escala global de los derechos fundamentales (algo que se juzga imprescindible como respuesta a la crisis del estado-nación, del estado social, y al auge del proceso de globalización tecno-financiero) siendo así que la política de los derechos humanos, en muchos sentidos cruciales, es una política cultural y, por tanto, diferenciada, particularista, limitada, contextualizada?19
Es ésta, entre otras, una de las cuestiones que nos conduce al debate tal vez más decisivo que tiene por delante el pensamiento constitucional en el plano teórico: la vigencia o no del paradigma moderno. O dicho de otro modo: si el paradigma posmoderno es un paradigma de la transición. Porque el concepto de lo posmoderno es y seguirá siendo motivo de controversia en medios literarios y artísticos, filosóficos y arquitectónicos, políticos y jurídicos, en Europa, Estados Unidos o China. Casi se puede decir que en los últimos treinta años no se ha hablado de otra cosa. Pero mientras ese debate se extiende en una multiplicidad de aspectos, se constata una tenaz resistencia a entrar en él por parte del pensamiento jurídico (y sociológico), y desde luego por la parte del pensamiento constitucional. Nada tiene de particular este rechazo si consideramos que la lectura habitual de lo posmoderno, en cualquiera de sus manifestaciones, está condicionada por una óptica que lo vincula a una fase extrema de mercantilización de todos los aspectos significativos de la cultura, incluida la cultura jurídica.
Más allá de la efectiva apropiación, hoy ya difícilmente discutible, de la esfera de la cultura por el capital, sobre lo que luego volveremos, e impugnada la "relativa autonomía" del Derecho -autonomía de la esfera jurídica, reivindicada por las diversas corrientes liberales y socialdemócratas- el pensamiento académico continúa construyendo el discurso constitucional, en general, desde la ortodoxia jurídica, es decir, desde los postulados kantianos de la modernidad (renovado en propuestas como la de J. Rawls) tratando de aportar fundamentos de eticidad y coherencia discursiva a un mundo donde la única normatividad significativa es la que se deriva del capital y del mercado. Igualmente, el pensamiento jurídico crítico, que proviene de la tradición socialista y democrática, muestra un obstinado rechazo (si no su olímpico desprecio) a todo lo relacionado con una lectura posmoderna del presente, considerando que tal enfoque es simplemente una nueva ideología encubridora del signo de las relaciones sociales. Se trata, pues, de un rechazo frontal y generalizado: los liberales porque consideran que en lo posmoderno habita la perversión del legado de la modernidad. Los herederos de la tradición marxista y crítica, porque creen que basta con delatarlo como una nueva forma de ideología.
En el mundo anglosajón (más receptivo que el europeo, por razones políticas y culturales, al tratamiento de estos temas, aunque a menudo sobre la base de influencias provenientes del viejo continente) se puede dibujar, en efecto, un frente de rechazo a la pauta posmoderna como reflejo del pesimismo reinante en toda una generación de intelectuales que, desde los años sesenta, adquiere temprana conciencia de que los ideales de la modernidad son incapaces de encuadrar los procesos sociales y económicos, que vagamente se empiezan a identificar con la aparición de una cultura posmoderna.
No es el caso ahora de pasar revista a la variedad de estos registros, aunque cabría preguntarse el porqué de esa aguda reacción anti-posmoderna, que persiste hoy día en sus aspectos fundamentales.20 Más acusado aún es el rechazo al paradigma posmoderno por parte de los círculos jurídicos europeos. La doctrina constitucional europea nunca ha puesto seriamente en duda las razones de la modernidad, de las cuales -no haría falta insistir en ello- los textos constitucionales del viejo continente han recibido sus más caudales más valiosos, con su variada trama de afluentes. En su confrontación con un hipotético paradigma posmoderno -que se desarrollaría calladamente a partir de los procesos globalizadores- el constitucionalismo europeo no ha dudado en reafirmar los valores, principios y métodos jurídico-políticos que son considerados como la principal herencia de la modernidad. Se ha producido en todo caso una discusión indirecta, transversal, pero sin que se pueda decir que haya logrado imponer sus preocupaciones.
La postura decididamente refractaria a la tentación posmoderna se refuerza a partir del hecho de que, en los textos constitucionales, no se da una ruptura que pudiera marcar el punto de inflexión hacia el desarrollo de otro paradigma. Ciertamente, no se niega el conjunto de transformaciones y añadidos experimentados por el constitucionalismo más reciente. Existe acuerdo, por ejemplo, en que a partir de la desintegración del bloque soviético y el fin de la guerra fría, comienza a alterarse el modo y los contenidos de la producción constitucional, poniéndose en cuestión los viejos instrumentos analíticos y planteamientos estratégicos de un Derecho Constitucional (aunque también de un Derecho Internacional y de una Teoría del Estado), hasta el punto de llegar a presentirse el peligro de pérdida de su propio control temático.
De hecho, una tópica incipiente encuentra cobijo en el más reciente constitucionalismo, muestra de lo cual es, por ejemplo, el énfasis en las reivindicaciones nacionales y culturales -sobre todo en sociedades constitutivamente multiculturales-, en la redefinición de los derechos lingüísticos, en la concepción del modelo de escuela y de sus contenidos, la flexibilidad de las estructuras territoriales, las políticas de naturalización e inmigración, el estatuto de ciudadanía, o el problema de los llamados derechos colectivos, derechos comunitarios o de grupo con determinadas características etno-culturales.
A ello hay que añadir, a medida que se desvanece la capacidad normativa del estado-nación, el surgimiento de otros modelos normativos, como la UE , y, con ellos, la alteración de los equilibrios básicos que legitimaron la construcción de los estados constitucionales de posguerra, especialmente por lo que se refiere a la regresión del Estado Social y la desactivación masiva de los contenidos democráticos-participativos, subordinados ahora al logro de los equilibrios internos (estado de derecho) y externos (la sociedad internacional de derecho) sobre la base de la revalorización y actualización de los instrumentos provenientes del legado liberal (auge del control constitucional; protagonismo del poder judicial). Se diría, en fin, que mientras se intensifica la garantía de la diversidad para toda suerte de minorías, étnicas, culturales o lingüísticas, fenómeno que puede leerse, no obstante, a favor de un nuevo concepto de libertad individual o de los derechos de la personalidad21, el discurso constitucional tradicional renuncia a su legado emancipador y se pliega a la lógica mundializada del mercado.
Cabría pensar en otras causas que explican la escasa receptividad o, más bien, la hostilidad del pensamiento constitucional a la mera perspectiva de emergencia de un paradigma posmoderno. Entre éstas no ocupa un lugar menor el carácter retardatario de los textos respecto de los procesos económico-sociales y políticos, esto es el efecto general de diferimiento, en el sentido de que en los textos constitucionales se formaliza a menudo lo que está teniendo lugar en general, si bien no sincrónicamente, sino con retraso. Se podría citar, asimismo, la dificultad inherente al concepto mismo de periodización histórica (en lo que sin duda es un reflejo más de la lógica cultural posmoderna), cuestión extremadamente delicada cuando pretende aplicarse al ámbito jurídico-constitucional.
No olvidemos que, en cierto sentido, la tesis del fin de la historia, tantas veces traída a colación, no es la feliz ocurrencia de un filósofo poshegeliano, sino un análisis plausible por lo que se refiere a la función actual de las estructuras democráticas de los estados constitucionales22, erigidas en instancias reguladoras de una modernidad presuntamente ya realizada, que no admite ulteriores evoluciones. Cabría, en fin, especular con que el rechazo a la pauta cultural posmoderna tiene que ver con la imposibilidad de integrar en las categorías propiamente jurídicas heredadas de la tradición moderna -sobre las que se fundan las estructuras constitucionales del modelo social y democrático de derecho- las operaciones de demolición o deconstrucción que acompañan a las nuevas concepciones introducidas por el debate posmoderno, como pueden ser la crítica al concepto de totalidad, el antifundacionismo, la distopía, el antimoralismo, etc. así como la delación de la lógica de dominación que, para las corrientes críticas posmodernas, anida en el corazón de la racionalidad científica23 (y de racionalidad a secas) y, por ende, en las estructuras sociales y políticas de la democracia constitucional.
Se percibe, a pesar de todo, el rumor de fondo que surge de un conjunto de alteraciones que, como decimos, empiezan a adornar los textos del constitucionalismo reciente, tanto en Europa como en Latinoamérica, si bien tales innovaciones no articulan el tejido normativo de un nuevo modelo sino que se acomodan en el esquema tradicional, que en el constitucionalismo europeo lleva el nombre de Estado Social y Democrático de Derecho, permitiendo la coexistencia de una gama de rasgos muy diferentes e incluso subordinados entre sí.
Parece, pues, razonable concluir afirmando que el paradigma constitucional moderno, concebido con su bagaje de promesas emancipadoras, con su lenguaje jurídico estructurado en torno al estado democrático-constitucional y de la fe en la fuerza constructiva de la racionalidad científica, disfruta aún del suficiente anclaje en los textos y en la realidad, y es capaz de inspirar todavía la suficiente seguridad, en términos teóricos y prácticos, como para ser sacrificado sin más en aras de valores demasiado relativistas, disolventes en aspectos clave de la cultura jurídico-constitucional, como un incierto paradigma posmoderno parece proponer. Una postura rotunda al respecto se puede encontrar en un autor como W. Maihofer, cuando previene en términos extremadamente duros contra "tanta charlatanería del fin de la modernidad" así como del "peligro de la transición a una denominada "posmodernidad".
8. La lógica constitucional posmoderna
Ahora bien, a la vista de la expansión de la pauta cultural que, como su epidermis, envuelve la expansión del capital en un mundo globalizado, algunas preguntas siguen en pie: ¿Es lo posmoderno una corrupción de lo moderno o bien hay que celebrarlo como emancipación? ¿Poseen los postulados de la modernidad en los que se inspiran los textos constitucionales de postguerra, suficiente validez y consistencia como para regular los procesos sociales y culturales que se manifiestan a escala global? ¿Es necesario caracterizar de otra manera lo posmoderno para profundizar en los debates que se abren en las sociedades globalizadas de nuestros días? Tal vez las cuestiones planteadas merezcan una respuesta más compleja que la simple reafirmación de los predicados de la modernidad, repetidos como mantras, aunque, a partir de ellos, no se alcancen a vislumbrar respuestas convincentes.
Porque si la Constitución no es explicable sin su "contexto cultural", como afirma Häberle24, en la medida en que "la teoría del Derecho y de la Constitución es ciencia de la Cultura", que orienta su mirada a las dimensiones culturales de la Constitución, lo que realmente ocurre es que esa dimensión cultural ha dejado de pertenecer a la lógica constitucional con la que convivió, de suerte que el contexto cultural ya no enmarca ni delimita lo propiamente jurídico-constitucional y, en definitiva, ya no confiere a ésta un significado controlado y previsible, sino que alimenta una dinámica que excede de todo compromiso.
Se dibuja aquí una hipótesis que nos permite ver con más claridad de qué modo la globalización económica-cultural -otra forma de denominar la lógica del capitalismo maduro- afecta a los procesos jurídicos hasta el punto de dotarles de dimensiones "epocales" y que explica que, lejos de darse una reconciliación de los textos constitucionales con el contexto de la cultura heredada, si bien con frecuencia abolida, de la tradición moderna, ocurre que se produce una disociación, una mutación de los contextos culturales relevantes como consecuencia de la subordinación e íntima interrelación de éstos a los dictados del mercado en esta fase de capitalismo maduro. Dicho de otro modo: ese "contexto cultural" que infunde su sentido a los textos, orientando su interpretación y su aplicación, tejiendo a su alrededor un mundo de significados, se ha disociado radicalmente de éstos, condicionado por su alineamiento, más allá de la fuerza de las distintas tradiciones nacionales y constitucionales, en la lógica del capitalismo avanzado25.
La médula de esta lectura es que las dimensiones jurídico-culturales están subsumidas como nunca antes lo estuvieron a las alteraciones objetivas del orden económico del capital. Lejos de haberse producido una mera transformación "postindustrial", la función de las instancias jurídico-culturales está más ligada que nunca a las necesidades de expansión del capitalismo transnacional. Las señales culturales del nuevo estadio de la historia del modo de producción dominante son ahora la explosión tecnológica de la electrónica moderna y su papel de fuerza impulsora de la ganancia y la innovación, el predominio de las corporaciones transnacionales que relegan las operaciones de manufactura a las regiones donde se hallan salarios más bajos, el inmenso incremento del alcance de la especulación internacional y el auge de unos conglomerados de mass media que ostentan un poder sin precedentes.
9. El cuestionamiento de los postulados de la modernidad
El cuestionamiento de los postulados de la modernidad ha dado lugar a un abanico de respuestas, tanto desde la filosofía política como desde las ciencias sociales y, más tardíamente, de las jurídicas.
Tal vez el menos afectado en el proceso de descomposición del legado de la modernidad haya sido precisamente el pensamiento liberal, que asociado a aquél desde sus orígenes, se ha renovado e incluso radicalizado en nuestros días. El pensamiento neoliberal se complace en reconocer que si bien el proyecto moderno se ha enfrentado a algunos problemas fundamentales (entre ellos a la opción radical promovida por los movimientos socialista y comunista) éstos han sido neutralizados, desactivados o definitivamente resueltos, de tal suerte que -como proclama un autor liberal-hegeliano, F. Fukuyama- se habría llegado al "fin de la historia"26, en el sentido de que el Estado de Derecho, la democracia representativa y la economía de mercado son el único horizonte válido de la organización social. Para los partidarios de esta posición, la modernidad habría llegado a su plenitud y sólo restaría, si acaso, perfeccionar los instrumentos de gobierno y organizar el consenso social correspondiente.
En otros ambientes intelectuales, sin embargo, se lleva más a fondo la crítica del paradigma moderno, bien porque éste se entiende como un proyecto inacabado (J. Habermas) que hay que rectificar en todo caso, comenzando
por sus presupuestos metodológicos27, bien porque se aduce (como es el caso de la corrientes posmodernas) que la sociedad contemporánea se enfrenta a algunos problemas fundamentales que, sin embargo, no tienen solución porque el problema consiste en que no es posible pensar los problemas fundamentales (Baudrillard, Vattimo, Lyotard). Se desarrollan entretanto planteamientos que apelan a un pensamiento débil o sinuoso, cuya clave es la negación de la metafísica que está detrás del proyecto moderno a la que se acusa de traer consigo la superregulación soterrada o explícita de la sociedad junto con la imposibilidad de un discurso emancipador que, a fin de cuentas, es la promesa misma del proyecto moderno.
Más en concreto, lo que afirman estos últimos planteamientos es que con el fin de la experiencia comunista, visualizada en la desintegración de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín, no acaba la posibilidad de toda discrepancia, de toda alternativa o antagonismo, sino, al contrario, que éstos continúan vivos aunque en un contexto histórico caracterizado por el fin de la metafísica y la disolución de los conceptos esencialistas. La cuestión que se plantea, pues, no sería tanto cómo reproducir o rectificar el proyecto moderno, cuanto si resulta posible fundamentar convincentemente cualquier proyecto de ordenación social. Dicho llanamente: la cuestión crucial que planea sobre el pensamiento constitucional actual es si resulta posible sostener la existencia de un fundamento último de la realidad en forma de una estructura objetiva, estable, fundada en el ser, en medio de una eclosión de imágenes del mundo, de una multiplicidad de culturas y de fragmentación de los ámbitos de existencia. Porque de no ser así no sólo es el proyecto moderno el que queda afectado sino la posibilidad de mantener todo el discurso jurídico-político a él asociado.
10. Transiciones
En la medida en que la Constitución, que reposa en el principio democrático, no es aplicada, es lógico que se someta a juicio su consistencia. Lo más grave tal vez son las consecuencias que el déficit de legitimidad proyecta sobre el concepto de Derecho. Porque el lenguaje y la encarnadura misma de la Constitución normativa son los del Derecho, y de ello depende el valor que las sociedades conceden a éste.
En estos años pasados la fuerza del Derecho se entendía como un depósito de esperanza para todos aquéllos que confiaban en su capacidad reguladora y en su función transformadora de la sociedad, en el sentido de valer como instrumento para elevar los estándares de justicia y de equidad. Era un momento de revalorización del Derecho y de sus potencialidades, aunque se adivinaban sus limitaciones. La institución judicial ilustra bastante bien esta especie de paradoja: por una parte se reivindicaba el papel del juez como actor principal a la hora de trasladar a la realidad principios constitucionales y derechos fundamentales. Pero, por otra, los resultados concretos de la acción de la Justicia llevan a un inevitable desencanto (la Justicia, como se sabe, está muy mal considerada: es una de las piezas de la Constitución más desprestigiada). La crisis ha resuelto la paradoja: ha quedado claro que el Derecho, en las actuales circunstancias, es sirviente de la Economía, o mejor dicho, de un modelo económico sin contornos precisos, que impone no obstante su ley.
La gravedad de la Gran Recesión y la repercusión que está teniendo en las estructuras constitucionales obliga a retomar el camino de la revalorización de la Teoría. Me he referido a que, en España, se está produciendo un cambio de hecho en su estructura política y jurídica sin que ese cambio encuentre su reflejo en la Constitución. Pero este estado de cosas es generalizable: tanto en España como en otros países del entorno -y más allá- se está atravesando por un período transitorio, una especie de fase de-constituyente en unos casos, proto-constituyente en otros, que se desarrolla al margen de lo dispuesto en las respectivas constituciones escritas.
Es obvio que no vamos a dar aquí con la solución. Pero sí es posible tratar de reconstruirla a partir de elegir bien los pasos y las genealogías en que se pueda sustentar. Una cosa está clara: la problemática del Estado Social y de su crisis no ha supuesto una vuelta a las categorías liberales por más que desde algunos sectores políticos y doctrinales se plantee una y otra vez una refundación de la separación entre la llamada sociedad civil y el Estado y se priorice la sobredeterminación del mercado tal como éste funciona en el modelo capitalista existente. Es más: la delación de las causas de la crisis y de sus autores directos, el envilecimiento que exhibe el mundo de las finanzas, la constatación de que la irracionalidad es hoy la norma que rige, ha terminado por desplazar el paradigma del mercado de su anterior centralidad. El problema es que ese vacío no se ha llenado, aunque hay razones para ello, teniendo en cuenta el malestar generalizado que la crisis trae consigo. No olvidemos otra cosa: el reverso de la democracia, la principal afectada por la crisis, como se dijo, es la dictadura. No es extraño que se hable a media voz de que, en el horizonte, se alza la figura de una dictadura, si no es que ha empezado ya a fraguarse bajo apariencias y condiciones más o menos conocidas.
Entretanto el constitucionalista ha de formalizar sus apuestas: arriesgar en el espacio público sus propias opciones, formalizar y modelizar, interpretar, buscar salidas para un correcto entendimiento de la Constitución y de las tareas que hoy plantea. Pero ha de ser consciente de que no es ajeno a los procesos sociales y políticos. De su implicación en ellos, del sentido y de la responsabilidad que ponga en juego, dependerá también que la labor por la que se justifica a sí mismo se pueda llevar a cabo.
Pie de página
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