La democracia y su calidad*
Democracy and its Quality
Antonio de Cabo de la Vega**
** Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid; miembro del Instituto Complutense de Estudios Jurídicos Críticos y de los Grupos de Investigación Derechos y globalización y Democracia (antcabo@der.ucm.es). Autor, entre otras obras, de El derecho electoral en el marco teórico y jurídico de la representación, México, UNAM, 1994.
* Recibido el 21 de octubre de 2011. Aprobado el 16 de abril de 2012.
Sumario
Introducción. 1. El sistema democrático-representativo en los Estados capitalistas. 2. Algunos debates sobre la definición de la democracia y sobre su calidad. a. ¿Qué debe entenderse por democracia?: republicanos o comunitaristas frente a liberales. b. ¿Cuáles son los problemas de la democracia contemporánea? c. La poliarquía y la calidad de la democracia: índices e indicadores para medir la calidad de la democracia. Las democracias defectuosas. d. La democracia dialógica y la democracia participativa: ¿la gobernanza como nueva democracia? Conclusiones.
Resumen
En el presente artículo se abordan la cuestión teórica del papel de la democracia representativa en las constituciones de los Estados capitalistas y algunos debates en torno a su definición y calidad que han tratado de orientar su comprensión y funcionamiento efectivos.
Palabras cave: Democracia, representación, constitución, Estados capitalistas, calidad democrática, comunitarismo, republicanismo, poliarquía, gobernanza, democracia dialógica, democracia participativa, democracias defectuosas.
Abstract
This article shows the theoretical role of representative democracy in capitalist states and current debates on its quality and definition that try to steer its understanding and implementation.
Keywords: Democracy, representation, constitution, capitalist states, democratic quality, communitarianism, republicanism, polyarchy, governance, dialogic democracy, participative democracy, defective democracy.
Introducción
En este trabajo se aborda el problema de la calidad democrática desde dos puntos de vista diferentes.
En primer lugar, se realiza una sumaria reflexión histórico-teórica sobre el papel que ha desempeñado el sistema democrático en el funcionamiento de los Estados capitalistas desde el punto de vista de mayor abstracción. Es decir, se trata de fijar cuál es la posición que -estructuralmente- estaba llamada a ocupar dicho conjunto de procedimientos como paso previo para determinar su calidad.
Como su propio nombre indica, se trata de una posición teórica (aunque anclada en la realidad) y, consecuentemente, no sirve para describir el funcionamiento real de ningún sistema democrático realmente existente (como el cálculo de la trayectoria de un proyectil no sirve para describir la de ningún proyectil realmente existente; es más, el proyectil puede seguir cualquier trayectoria -en su realización fenoménica - menos la prevista por la teoría), sino para orientar la indagación de una realidad que se desarrolla siempre en un contexto de interacción (de lucha de clases, de disputa de la hegemonía, de enfrentamiento discursivo, etc.) histórico-concreto en el que cualquier pieza del sistema -también el sistema representativo-democrático - puede acabar desempeñando funciones o adquiriendo sentidos opuestos a los que postula el modelo teórico.
En segundo lugar, se ofrece un breve resumen de las posiciones que, en la realidad concreta, han tratado de lograr la hegemonía ideológica sobre la cuestión del deber ser -y, consecuentemente, de la calidad - de la democracia.
1. El sistema democrático-representativo en los estados capitalistas.
Como es sobradamente sabido, las referencias a la democracia en las constituciones de los Estados capitalistas nunca han tenido como referente a una forma de gobierno -a un κράτος- en sentido fuerte1. Tal entendimiento, es decir, el sometimiento del funcionamiento del conjunto de la vida social, política y económica a la voluntad del pueblo (o de su mayoría) es, justamente, lo que las constituciones de los Estados capitalistas tratan de evitar, estableciendo los límites de lo decidible y colocando las instituciones necesarias tanto para ser Estado como para ser Estado capitalista fuera del alcance de ese presunto κράτος democrático.
Lo que las constituciones de los Estados capitalistas han pretendido al referirse al sistema democrático (o, más precisamente, representativo-democrático o, en otras tradiciones, republicano) es establecer un mecanismo de decisión que podemos calificar de intermedio. Intermedio entre las grandes decisiones a las que no alcanza (la existencia de la autoridad, del mercado, de la personalidad jurídica, etc.) y las microdecisiones de cada sujeto individual.
Este nivel intermedio de decisión es necesario porque las condiciones de existencia (es decir, las condiciones de posibilidad) de un Estado capitalista (garantizadas, en sentido amplio, en su constitución) no son suficientes para evitar que los movimientos individuales de los sujetos que en él operan puedan ponerlo en peligro.
Dicho de otro modo, el resultado global de las decisiones individuales puede terminar siendo perjudicial para todos y hasta poniendo en riesgo la supervivencia general del sistema.
Para adoptar esas decisiones que superan al capitalista individual y que pueden contradecir los intereses concretos de algunos de ellos pero que resultan necesarias para la supervivencia del sistema en su conjunto, se hace necesario algún sistema de agregación de voluntades que supere la cortedad de miras (recte, el interés individual) de algunos. Para lograr esta actuación como capitalista colectivo (por decirlo en su formulación clásica) es para lo que, entre otras cosas, se diseñaron las distinciones hombre público-hombre privado, para la que se crearon las inmunidades parlamentarias y para las que se establecieron los procedimientos de elección que -al menos, en teoría- deberían permitir el funcionamiento de este nivel intermedio de compatibilización de los intereses capitalistas particulares con la conservación del estado capitalista en su conjunto.
En este contexto, "calidad democrática" no tiene otro significado que buen funcionamiento del sistema capitalista en su conjunto o, dicho de otro modo, la mejor prueba de la calidad democrática sería la prosperidad (de la clase dirigente o nacional, si se prefiere).
O, dicho en otra terminología, calidad democrática equivaldría a estabilización del régimen de acumulación. Una situación en la que la plusvalía de los capitales individuales es compatible con la rotación general del capital lo que, en la práctica, suele implicar cosas tales como salarios mínimos (o suficientes), sistemas colectivos de previsión social, control de las prácticas más depredadoras, etc. Asuntos que sólo colectiva -pero no individualmente- interesan al capital.
Este modelo se ha visto impugnado de forma creciente en un largo proceso que se ha hecho especialmente ostensible desde la segunda mitad del siglo pasado, al menos, por dos razones fundamentales.
La primera es que la complejidad de las decisiones necesarias para salvaguardar este interés colectivo ha comenzado a superar los recursos y capacidad de computación de los órganos que debían adoptarlas. Efectivamente, tanto por su modo de elección, como por su funcionamiento, las instancias representativas han resultado demasiado lentas, demasiado insensibles y demasiado frágiles ante la colonización por parte de intereses particulares como para poder desempeñar eficazmente su tarea.
La segunda es que la dinámica histórica que condujo al sufragio universal volvió a colocar sobre la mesa la posibilidad de entender el sistema democrático como un κράτος, como un poder en sentido fuerte.
El entrecruzamiento de estas dos tendencias ha dado lugar a una compleja trama de frustraciones en relación con la democracia.
De un lado, las clases capitalistas han comenzado a perder interés en un sistema que consideran, por unas razones, ineficaz y, por otras, peligroso. En términos muy generales, puede decirse que una razón mayor de la recurrencia y gravedad de las olas de crisis tiene que ver con la incapacidad de encontrar un ámbito (local, nacional, internacional) y un procedimiento en el que el interés colectivo de los capitalistas someta al interés privado de algunos de ellos (en especial, de su parte más financiero-especulativa). Es decir, el sistema representativo-democrático estaría funcionando mal hacia abajo.
De otro, los sectores sociales que adquirieron el voto han ido comprobando la enorme dificultad de actuar hacia arriba (es decir, de cambiar las determinaciones fundamentales de los Estados capitalistas en los que viven) y, consecuentemente, han reaccionado con creciente frustración y desconfianza hacia un sistema que, diseñado para arreglar los problemas internos de la clase dirigente, parecía rendir pocos frutos a la hora de impugnar dicho poder.
La aparente solución generalmente adoptada -alguna forma de (ultra) trivialización de la democracia- solamente ha tenido un éxito parcial. Si las clases capitalistas han conseguido (al menos, en parte) evitar la injerencia democrática en sus negocios, no han conseguido, en cambio, establecer con eficacia ese imprescindible nivel intermedio de decisión del que antes se hablaba.
Si las clases subalternas han quedado, efectivamente, distraídas con una siempre incumplida promesa de transformación social futura, no por ello dejan de mostrarse cada vez más volátiles, prontas ya a abandonar por completo su interés en lo político, ya a abrazar salidas autoritarias o irracionalistas de diversos signos, ya -en limitadísimos contextos- a proponer una transformación radical del sistema para imponer un tipo de democracia que -en cuanto κράτος- pueda servir como instrumento de verdadero cambio social (de ahí el renacido interés por la solución constituyente en diferentes latitudes).
2. Algunos debates sobre la definición de la democracia y sobre su calidad.
a. ¿Qué debe entenderse por democracia?: republicanos o comunitaristas frente a liberales.
Es un hecho cierto que la práctica totalidad de los Estados contemporáneos se califican a sí mismos de democráticos2 y que afirman que el poder que ejercen deriva del pueblo3. y es que, de acuerdo con la Declaración Universal de las Naciones Unidas de 1948, el derecho de los ciudadanos a participar en la integración y el funcionamiento del gobierno de su país es uno de los derechos humanos dignos de pleno respeto. En concordancia con tal declaración afirma, por ejemplo, la Constitución española que "La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado" y en su art. 1.1 que "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho". Preceptos semejantes se encuentran en constituciones de todas las latitudes.
Estas afirmaciones constitucionales, sin embargo, lejos de servirse de un concepto unívoco o de ofrecernos una definición clara de lo que se entiende por Estado democrático se enmarcan en un contexto histórico y político del que hay que extraer el verdadero sentido que en ellas se contiene4. Puesto que la democracia constituye uno de los principios organizativos de más larga historia y tradición dentro no sólo de la actividad sino de la reflexión política y, puede decirse, que es tan antigua como estos estudios.
En todo caso, la idea de democracia responde, en principio, a la pregunta ¿quién ejerce el poder?5 La respuesta democrática es una respuesta de identidad6. El poder reside en el pueblo y lo ejerce el pueblo7. En terminología de Ullman8 se diría que se trata de una concepción ascendente del poder. El poder que, en sentido material, se halla necesariamente en el pueblo9, se le comunica a los gobernantes que no lo tienen sino en nombre de aquél. La respuesta democrática es, por tanto, directamente contraria a la doctrina paulina de Rom. XIII, 1-7 (Non est enim potestas nisi a Deo), y que, en ciertos aspectos, llega hasta hoy10.
Sin embargo, como es sabido, el liberalismo fue transformando progresivamente esta noción inicial de democracia hasta hacerla coincidir, esencialmente, con la de gobierno representativo (con más o menos condiciones añadidas: respeto a las libertades, amplitud de la ciudadanía, opinión pública, etc.). Así, la mayor parte de las Constituciones aprobadas hasta el último ciclo de Constituciones latinoamericanas (el que se abre con la de Colombia y se cierra, por ahora, con la de Bolivia), daba por hecha la identidad entre gobierno representativo y gobierno democrático. Ahora bien, esta identidad es el fruto de una larga convivencia histórica entre los dos pero no de una coincidencia o implicación entre ambos términos. Más aún, desde diversos ángulos se ha afirmado11 (y aún se afirma)12 que democracia y representación son términos contradictorios y excluyentes, y que su coexistencia sólo puede traer como resultado el falseamiento de ambos13. Además, será en el contraste de cada uno de los diferentes conceptos de representación con la realidad del gobierno democrático, como podrá observarse la especificidad de cada sistema de representación, y cómo la mera continuidad en el tiempo de una institución (el Parlamento inglés, por poner el ejemplo más destacado) no debe llevarnos a pensar que exista una identidad en los principios y motivaciones de dicha institución representativa.
En este sentido, las democracias antiguas y singularmente las de modelo ateniense, desconocieron prácticamente cualquier idea de representación política14. Los ciudadanos eran ciudadanos precisamente porque decidían las cosas de la ciudad y no cabía ser lo uno sin participar en lo otro. Aunque no ha faltado quien haya defendido la existencia de algunas formas de representación política en el mundo clásico15, ésta es, en principio, contradictoria con la forma misma de la democracia directa, y la evolución de estas sociedades no fue, en todo caso, hacia la democracia representativa sino hacia la sustitución de su sistema por formas imperiales no democráticas. El gobierno representativo no tiene prácticamente nada que ver con este complejo de ideas de ciudadanía, religiosidad, vinculación al destino colectivo, participación activa en la política, etc. característicos de la democracia del mundo antiguo. Cuando las decisiones políticas se someten a votación en el ágora y la actividad política es la más alta actividad ciudadana (con la que se confunde) no tiene sentido hablar de representación ni tal como existe en las modernas democracias representativas ni tal como se desarrolló en la Edad Media16. Esta manifiesta incompatibilidad entre la democracia directa y la representación ha llevado a determinados autores (Rousseau y Schmitt, cada uno desde un punto de vista distinto) a preguntarse por la legitimidad de calificar de democracia a la democracia representativa.
Es en este contexto en el que, hay que entender el debate que, desde la década de los 80 mantiene el comunitarismo con la idea de democracia liberal. El comunitarismo constituye, en realidad, una etiqueta de conveniencia para un grupo amplio y diverso de pensadores que, de una u otra forma, critica la idea de que las sociedades están compuestas de individuos atomizados que comparten exclusivamente un compromiso con ciertas normas formales o procedimentales. Inspirados de forma más o menos vaga en el pensamiento de Hegel (que, frente a Kant sostuvo la posibilidad de una comunidad ética basada en valores sustantivos (Sittlichkeit) en las condiciones de la modernidad), autores como Alasdair Macintyre, Michael Walzer, Robert Bellah o Charles Taylor sentaron las bases de la versión más política del comunitarismo (la que representa Amitai Etzioni, The New Golden Rule: Community and Morality in a Democratic Society, 1996), que afirma que el individualismo liberal está degenerando en una anarquía destructiva como consecuencia del predomino excesivo de los derechos individuales frente al Estado y la comunidad.
Por su parte, el republicanismo, más allá de una vaga idea de continuidad con algunas de las virtudes republicanas del mundo antiguo, ha adquirido también en las últimas décadas del siglo XX un tono polémico frente a la concepción liberal de la democracia. En la versión que representa, por ejemplo, Philip Pettit17, el republicanismo pretende devolver un sentido moral a los regímenes democráticos. La libertad negativa propia del liberalismo -es decir, la garantía de no interferencia en la persecución del propio interés- se habría convertido en un estímulo a la pasividad y la apatía frente a las cuestiones públicas, incluso allí donde éstas influyen de forma trascendental en las actividades de cada uno. Este desapego ciudadano permitiría la manipulación por parte de quienes ostentan el poder y reduciría la capacidad de reacción de los ciudadanos, convirtiendo las elecciones democráticas en una mera burla. Para el republicanismo, la virtud republicana supone la vuelta al compromiso y a la participación de los ciudadanos en la vida y en las deliberaciones públicas, la revitalización de la preocupación por el interés público y el control ciudadano sobre la agenda política. En otros términos, el republicanismo trataría de devolver a la ciudadanía lo que consideran una democracia manipulativa en manos de elites autointeresadas.
Como puede deducirse de esta sucinta exposición, las que se enfrentan aquí son concepciones muy diferentes de la política y el sistema democrático. Así, mientras que para la democracia liberal (y para muchas de sus variantes (social choice, schumpeteriana, etc.)) el proceso político se concibe como algo instrumental antes que como un fin en sí mismo, se considera que el acto político decisivo (el voto personal y secreto) es un acto privado antes que público, y se fija como fin de la política el compromiso óptimo entre una serie de intereses privados dados e irreductiblemente enfrentados; la versiones comunitarista y republicana (desde ángulos muy diferentes) niegan tanto el carácter privado del comportamiento político como la naturaleza instrumental del proceso político.
b. ¿Cuáles son los problemas de la democracia contemporánea?
Incluso dentro del paradigma de la democracia representativa liberal, y tomando como ejemplo a sus exponentes más desarrollados, existe un considerable consenso en que son muchos y graves los problemas que la democracia enfrenta. Ahora bien, el consenso indudablemente se reduce a la hora de fijar la lista e importancia relativa de los mismos. Tentativamente, puede decirse que existen graves problemas en estas cuatro áreas: los mecanismos de la participación política, el ejercicio de la acción política democrática, la esfera de la acción política democrática y la escala de la acción política democrática. Se trata, obviamente, de cuestiones muy amplias que sólo pueden dejarse apuntadas.
El problema más estudiado en relación con los mecanismos de la participación democrática es el que suele englobarse con las expresiones partidocracia (o Estado de partidos) y crisis de los partidos.
Por partidocracia o Estado de partidos se entiende la situación en la que se produce una concentración de poder en manos de los partidos políticos en detrimento de la democracia parlamentaria. En esencia, se trata de la anulación del mecanismo de división formal de poderes en ejecutivo, legislativo y judicial, mediante su unión real (sociológica) en un solo aparato de poder. Es decir, serían las direcciones de los partidos las que, a un tiempo, elaborarían las listas electorales al Parlamento, designarían a los candidatos a Presidente del Gobierno y ministros, y propondrían su correspondiente cuota de nombramientos al poder judicial (y otros cargos electivos).
De forma relativamente paradójica, al mismo tiempo que los partidos han adquirido esa situación de predominio en la vida política, suplantando la estructura constitucional de organización del poder, suele reconocerse que estos mismos partidos experimentan una profunda crisis.
Desde el punto de vista más externo y sociológico, la crisis se manifestaría en forma inmediata en la falta de afiliación. Los partidos serían estructuras relativamente vacías e intermitentes, que sólo se llenan de contenido en los momentos electorales. Su capacidad de mediación de la vida política y social habría quedado muy mermada en un proceso ininterrumpido desde la década de los setenta del siglo XX.
Esta crisis se expresaría en el nivel discursivo en la pérdida del carácter ideológico de las propuestas partidistas. Dicho de otro modo, los partidos habrían ido renunciando a su programa en favor de propuestas cada vez más abiertas y formales, tratando de atraer a un público lo más amplio posible (catch-all parties). A contracorriente de esta tendencia, se habrían difundido movimientos y organizaciones de defensa de intereses particulares o sectoriales (en ocasiones, postmateriales) que disputan a los partidos su condición de representantes de la sociedad civil.
Esta crisis de los partidos políticos suele ponerse en relación con la crisis más general del Estado social que habría impuesto una agenda de reducción del bienestar social de difícil legitimación democrática, acompañada de una notable fragmentación de clase.
Los problemas en los mecanismos de participación de la democracia se relacionan estrechamente con los problemas en su ejercicio. Se hace referencia, aquí, a qué se entiende en la actualidad por actividad democrática. Aunque son muchas las patologías que podrían señalarse, nos referiremos a dos íntimamente relacionadas. La concepción consociacional de la democracia y su mediatización o conversión en espectáculo.
Arend Lijphart introdujo el término democracia consociacional para explicar los mecanismos de estabilidad política en sociedades con profundas divisiones. El ejercicio del gobierno por parte de un cartel político elitista sería la vía para superar estas divisiones. Así, habría sucedido en Austria (1945-1966), Bélgica (desde la I Guerra Mundial), Países Bajos (1917-1967), etc. En su mejor versión, una democracia consociacional implicaría una amplia coalición en el poder y una considerable autonomía sectorial. Es decir, decisión de común acuerdo de todas las materias de interés general y respeto a la decisión autónoma en el resto. Ello se acompañaría de un reparto proporcional entre los intereses contrapuestos de los cargos representativos, de la función y fondos públicos, y de veto de la minoría para protección de sus intereses. De esta forma, se viabilizaría la democracia en sociedades para las que el mero principio de mayoría parecería inadecuado. En la práctica, sin embargo, muchas democracias consociacionales no pasan del primer rasgo (el ejercicio del gobierno por un cartel político elitista).
Estrechamente vinculado con lo anterior es la conversión de la política en un mero espectáculo mediático. El prodigioso crecimiento de los medios de comunicación de masas, acompañados de los equipos demoscópicos, de los expertos en relaciones públicas, publicistas y expertos en gestión del gasto, habrían destruido las formas tradicionales de hacer política (en el barrio, en la fábrica, en el municipio) en favor de una política televisada y de gran espectáculo. Un efecto colateral de esta mediatización de la democracia, es el surgimiento de políticos-espectáculo que actúan como operadores independientes, sin vínculos claros con ningún partido o ideología, y que funcionan con la mirada puesta en su nivel de audiencia.
La cuestión de la esfera de la acción política como limitación del principio democrático resulta especialmente compleja y aquí no puede más que apuntarse. Dicho de un modo sencillo, la democratización de la vida política como mecanismo de control de las decisiones colectivas por parte de las mayorías afectadas, está basada en el presupuesto de un determinado reparto entre Estado y sociedad.
Es decir, se supone que en la dialéctica poderes públicos-poderes privados, los primeros son los poderosos y los segundos los débiles. Recordemos que en el momento de mayor optimismo estatalista, Kelsen llegaría a señalar como característica de los Estados modernos su pretensión de monopolio legítimo de la fuerza.
Si esto es así, si las relaciones de poder se dan sólo en el mundo público y los poderes privados no pueden resistirse (materialmente) a las decisiones coactivamente impuestas por los poderes públicos, resulta razonable proponer la democratización de los Estados y dejar a la esfera civil al libre encuentro entre voluntades e intereses.
Sin embargo, y como resulta obvio ya para cualquiera, estas presunciones han dejado de resultar ciertas. La profunda alteración en las estructuras sociales que la crisis del capitalismo de mediados de los años setenta del siglo XX produjo (y que adoptaron su forma más extrema en el neoliberalismo de los ochenta) ha supuesto una relativización, cuando no una inversión, de las relaciones de fuerza entre poderes públicos y privados.
Ello implica que una democratización, por muy profunda que sea, de los aparatos e instituciones estatales (o, más generalmente, públicos) puede, en realidad, otorgar un ámbito de poder limitado a las mayorías, si los poderes privados pueden, simultáneamente, resistirse a las directrices públicas (o cooptarlas o corromperlas) y quedan fuera del circuito democrático.
De ahí, una percepción generalizada de que la democracia no es algo valioso, que da igual lo que se decida democráticamente porque, en último término, las decisiones se adoptan en otro lugar (las empresas, los poderosos, el narcotráfico, etc.) y por otros procedimientos (negociación, acuerdo de intereses, violencia, extorsión, etc.).
Por último, conviene hacer mención a la cuestión de la esfera de la acción democrática. No podemos olvidar que toda la teoría democrática moderna tomó como su referente a la escala estatal. Son los Estados los que se conciben como comunidades políticas democráticas y los ciudadanos (de un Estado) como sus principales agentes.
Es precisamente esta apuesta por la escala estatal la que justificaría la adopción de formas representativas frente a otras de democracia directa sólo viables (según la opinión dominante) en comunidades pequeñas (y, posiblemente, poco complejas).
También en este caso, se partía del presupuesto de que todas (o la inmensa mayoría de) las decisiones que afectaban a la colectividad se adoptaban en la esfera estatal y que, consecuentemente, ésa era la que la había que democratizar.
Las modulaciones en el modo de producción capitalista que de forma más o menos vaga se denominan globalización, han provocado un reescalado de las relaciones sociales y políticas, colocando en niveles supraestatales (regionales o internacionales) un buen número de decisiones anteriormente adoptadas en la escala estatal. Estas nuevas escalas suelen funcionar con base en el principio de soberanía exterior de los Estados, es decir, con exclusión de la participación ciudadana y, por tanto, del principio democrático.
Tomadas en su conjunto, estas cuatro dimensiones suponen un formidable reto a la comprensión tradicional de la democracia y explican, en parte, la llamada a la demodiversidad y al demoexperimentalismo de autores como B. de Sousa Santos, y las búsquedas de versiones diferentes de la democracia en las constituciones más recientes.
Efectivamente, nos encontramos con que la principal vía de acción democrática son unos partidos que han perdido su contenido programático y que atentan contra el sistema de equilibrio de poderes diseñado constitucionalmente, con partidos que, además, con frecuencia se embarcan en proyectos de consenso entre las elites ignorando a sus propios votantes y sustituyendo la política real por una política espectáculo, y con que el circuito democrático se aplica sólo a los poderes públicos en la dimensión nacional, siendo que un buen número de cuestiones cruciales han quedado en manos de incontrolables poderes privados o en las organizaciones regionales o internacionales.
c. La poliarquía y la calidad de la democracia: índices e indicadores para medir la calidad de la democracia. Las democracias defectuosas
Muchas de las preocupaciones recogidas en puntos anteriores han dado lugar a un debate sobre la calidad democrática y sobre la forma adecuada de medirla. Son varias las terminologías existentes con referentes parcialmente coincidentes. Algunas son poliarquía, democracia delegativa, democracia de baja intensidad, democracias defectuosas, etc.
El término poliarquía vuelve al debate contemporáneo de la mano de R. A. Dahl (A Preface to Democratic Theory, 1956) para referirse a los sistemas representativos en los que existe una importante influencia de los grupos de presión en el gobierno. Según Dahl, esta presencia de "muchos" en el gobierno serviría para evitar tanto la creación de restringidas elites de poder como la tiranía de la mayoría. Se trataría de lograr arreglos institucionales que favorecerían las consultas, una amplia participación política, una genuina competencia entre grupos de interés organizados y derechos constitucionalmente protegidos para todos los ciudadanos. Según Dahl esta poliarquía sería viable allí donde existen acuerdos sociales amplios sobre las reglas de funcionamiento del gobierno, sobre el alcance legítimo de la actividad política y sobre el abanico de opciones políticas. Esta versión idealizada de la participación de los grupos de presión en el gobierno, ha sido posteriormente matizada por el propio Dahl (A Preface to Economic Democracy, 1985) y, con frecuencia el término se emplea, en sentido negativo, para denunciar la indebida injerencia de los grupos de presión (sobre todo, económicos) en la vida democrática.
Guillermo O'Donnell propuso en los 90 el término democracias delegativas para referirse a aquellas democracias que, sobre todo en Latinoamérica y como consecuencia de procesos de transición defectuosos, habían generado aparatos institucionales débiles con ejecutivos muy centralizados. En general, se trata de una versión más sofisticada e históricamente más precisa del presidencialismo (estudiado por Juan linz, entre otros). Gary Cox y Scott Morgenstern estudiaron este mismo tipo de fenómenos (Reactive Assemblies and Proactive Presidents: A Typology of Latin American Presidents and Legislatures, 1998) pero tomando como punto de referencia no a los presidentes de la República sino el comportamiento de las cámaras legislativas (recalcitrantes, accesibles, venales-clientelares, serviles).
Desde otro punto de vista, un análisis de las deficiencias democráticas del sistema español puede encontrarse en el trabajo de G. Pisarello "Constitución y gobernabilidad: razones de una democracia de baja intensidad"18.
Por último, los términos democracia de baja intensidad (empleado también, entre otros, por B. de Sousa Santos) o democracias defectuosas se vinculan, además, al intento de elaborar indicadores empíricos de democraticidad.
Más allá de las muy debatidas cuestiones metodológicas en torno al empleo de estos indicadores, el hecho cierto es que su uso se ha incrementado considerablemente en los últimos tiempos y se ha convertido en parte de la estrategia de diferentes actores nacionales e internacionales en la contienda política. Conviene, por ello, advertir que todo indicador proviene de una definición previa. Es decir, depende de qué se entienda por democracia, que estemos más o menos cerca de ese ideal normativo. En ese sentido, en buena parte de los indicadores realmente existentes, se observa un marcado sesgo occidentalista, con una visión estrecha de los procesos democráticos que provoca que casi todos los regímenes del sur queden automáticamente calificados de poco democráticos.
En todo caso, el Center for Public Integrity (una organización no gubernamental norteamericana de periodismo de investigación), por ejemplo, elabora un informe de democraticidad a partir de índices19, y el periódico británico The Economist mantiene su propio ranking anual20. Se trata de algunos de los más frecuentemente citados en esta materia por parte de los medios de comunicación.
En un ámbito más académico, G. O'Donnell propuso, en el seno del programa "El desarrollo de la democracia en América Latina", de la División Regional para América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, unas complejas tablas de indicadores ("Notas sobre la democracia en América Latina"), que se han concretado en las más de 100 páginas de los "Indicadores sobre democracia y ciudadanía del Proyecto para el desarrollo de la democracia en América Latina (Proddal)", también del PNUD21.
d. La democracia dialógica y la democracia participativa: ¿la gobernanza como nueva democracia?
La noción de democracia dialógica (o discursiva o deliberativa) se relaciona fundamentalmente con la obra de J. Habermas (y también de J. Rawls o J. Cohen). En términos muy generales puede decirse que la teoría comunicativa pretende conseguir decisiones políticas legítimas mediante la creación de procedimientos que logren que las decisiones sean el resultado del entendimiento mutuo, de la expresión pública de los razonamientos y de una amplia inclusión social. Se trata, pues, de oponerse a una concepción de la democracia basada en la competencia entre elites, en el recuento de votos y en la maximización del interés privado. En lugar de concentrase en el resultado agregado del procedimiento (la decisión mayoritaria), la democracia dialógica se preocupa por la participación deliberativa de todos, y en la creación de procedimientos considerados aceptables por todos los actores sociales, que acaben con la exclusión, las asimetrías de poder y la desconfianza mutua. Para lograrlo, resultaría imprescindible mejorar, entre otras cosas, las condiciones de información de los participantes en los debates.
Es decir, según la concepción dialógica de la democracia de Habermas, el objetivo de la política es el acuerdo racional y no el compromiso, y el acto político decisivo no es el voto, sino la participación en el debate público con vistas al surgimiento del consenso.
La noción de democracia participativa, por su parte, se ha modificado notablemente en los últimos tiempos y está pendiente de una completa formalización. En la segunda mitad del siglo XX, la democracia participativa se comprendía, esencialmente, como una forma atenuada de aproximación al ideal de democracia directa que representaba la polis ateniense o los town meetings de Nueva Inglaterra. Ideal que, la doctrina consideraba mayoritariamente inviable para sociedades complejas pero que siguió siendo propuesto por el movimiento estudiantil en los sesenta en Europa y América, por el feminismo, el ecologismo y el movimiento antinuclear de los setenta, y en parte por el ecologismo y el comunitarismo de los ochenta y noventa.
Su exponente clásico para esta primer época es Carol Pateman, Participation and Democratic Theory (1970). Pateman enfatizaba especialmente (siguiendo a John Stuart Mill) que el fin de la política es la transformación y mejora de los participantes. La política es un fin en sí mismo y representa un modelo de vida buena para las personas.
Mientras estas reivindicaciones populares y esta teorización se producían, no había, sin embargo, apenas espacios reales para esa participación. Son los años de triunfo incontestado de la democracia representativa, e instituciones como el referéndum o la iniciativa legislativa popular son vistas con enorme desconfianza y sólo ocupan un papel marginal en las democracias occidentales (salvo en Suiza, aunque por otras razones), limitándose los avances de la participación a una vaga llamada a la descentralización política como forma de acercar (que no de entregar) la decisión a los ciudadanos.
La situación ha cambiado notablemente en los últimos diez años. Las nuevas constituciones latinoamericanas se autodefinen como democracias participativas, parten de una nueva comprensión del fenómeno constituyente e incluyen mecanismos que van de la asamblea al revocatorio. Este proceso participativo incluye, además, la gestión directa de asuntos públicos por parte de la ciudadanía (no la mera consulta), como en el caso del agua, las comunicaciones, la electricidad, la vivienda, etc. y establece una nueva relación entre poder popular y poderes constituidos cuyo desenvolvimiento completo está pendiente de realización. Autores como B. de Sousa Santos (Democratizar la democracia) o H. Gallardo (Democratización y democracia en América Latina) están trabajando en la teorización de esta democracia participativa desde el sur.
El término gobernanza ha revivido en los años 90 en el mundo anglosajón, entre economistas y politólogos y, sobre todo, en algunos organismos internacionales (ONU, BM y FMI) para referirse a los mecanismos y formas de gobernar (por oposición, a las instituciones del gobierno) y, sobre todo, para proponer una nueva forma de gestión de los asuntos públicos basada en la participación de la sociedad civil en todos los niveles (local, regional, nacional e internacional). Su difusión tiene mucho que ver con el programa de reducción del papel estatal y de privatizaciones de algunos gobiernos conservadores (como el de Thatcher) en Inglaterra, y sus equivalentes internacionales impulsados por el Banco Mundial. Este organismo ha impulsado la creación de unos indicadores de gobernanza mundial que se centran en seis ámbitos (Voz y responsabilidad, estabilidad política y ausencia de violencia, eficacia gubernamental, calidad regulatoria, estado de derecho y control de la corrupción, http://info.worldbank.org/governance/wgi/index.asp).
En definitiva, la palabra gobernanza quiere hacerse equivaler a buen gobierno, entendiendo por buen gobierno una armoniosa combinación en red de los sectores público, privado y del voluntariado. Dado que en numerosas áreas estos actores resultan interdependientes, sería preciso contar con normas y redes inspirados en la teoría de juegos y basados en la confianza. Estas redes resultarían relativamente autónomas del Estado, con capacidad de autoorganización pero sometidas a una cierta capacidad de orientación por parte del Estado.
Para algunos analistas esta incorporación del sector privado y del voluntariado a las tareas de gobierno en forma de redes interconectadas sería una nueva forma de democratización de las políticas públicas.
Conclusiones
El sistema representativo-democrático se encuentra en el corazón mismo del proyecto constitucional de estabilización de los regímenes de acumulación capitalistas desde el siglo XIX. Sin embargo, esta estabilización, por naturaleza precaria y provisional, del sistema de adopción de decisiones colectivas en el seno del Estado se ha visto impugnado tanto interna (por la complejidad del capitalismo tardío) como externamente (como consecuencia del sufragio universal) provocando una situación de crisis democrática en el nivel de funcionamiento y en el nivel discursivo. Esta crisis ha sido retomada por diferentes enfoques que han tratado de proponer algún entendimiento de las causas y posibles soluciones a esta crisis. Sólo la forma más radical de democracia participativa supone una ruptura con este papel de la democracia-representación como nivel intermedio de las decisiones (entre lo constitucional y lo individual) para reconfigurarla como un verdadero sistema de poder.
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1Esta interpretación de la democracia es tan antigua como el mismo constitucionalismo. Recordemos que ya Madison en El Federalista afirmaba taxativamente que el objetivo de la constituyente norteamericana no era el crear una democracia (The Federalist Papers, New York, 1961, Paper 10, pp. 81-82). Para las democracias representativas, igualmente, Paine (Los derechos del Hombre, parte segunda, capítulo III), llama "simple democracia" a la directa y gobierno representativo a la que no lo es. Esta misma terminología emplea J. S. Mill. ya en el siglo XX, Carl Schmitt ha insistido en reservar la voz democracia para la directa (C. Schmitt, "Teoría de la Constitución", en Revista de Derecho Privado, Madrid, 1934, p. 253: "Es muy inexacto tratar a la democracia representativa como una sub-especie de la democracia").Bibliografía
Además de las referencias que se citan en el texto, algunas lecturas básicas incluirían:
Recopilación de textos básicos sobre democracia:
La democracia en sus textos, Ed. de R. Águila, Madrid, Alianza Editorial, 1998.
Historia de la democracia:
Dunn, J. Democracia: (El viaje inacabado (508 a.C.-1993 d.C., Barcelona, Tusquets, 1995.
Sobre representación:
Manin, B. Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza Editorial, 1998.
Pitkin, H. El Concepto de Representación, CEC, 1985.
Sobre democracia participativa.
De Sousa Santos, B. (org.), Democratizar la democracia. Los caminos de la democracia participativa, México, FCE, 2004.