Sobre el concepto de representación política: lineamientos para un estudio de las transformaciones de la democracia representativa*
On the Concept of Political Representation: Broad Lines for the Study of Representative Democracy Transformations
Marcos Criado de Diego*
** Profesor titular de Universidad de Derecho Constitucional en la Universidad de Extremadura (España). Doctor en Derecho Constitucional por la Universidad de Bolonia (Italia). (mcriado@ unex.es).
* Recibido el 14 de octubre de 2011. Aprobado el 16 de abril de 2012.
Sumario
1. Planteamiento del problema; 2. El concepto dual de representación y su evolución histórica: 2.1. La representación absortiva; 2.2. El gobierno representativo; 2.3. La democracia consensual, 3. Ámbitos de análisis constitucional de las transformaciones de la democracia representativa.
Resumen
El presenta artículo analiza la progresiva pérdida de significado de la expresión "democracia representativa" en los Estados europeos contemporáneos, a través del estudio de las transformaciones que se han producido en las funciones de la representación política desde su inicial formulación en Thomas Hobbes hasta las actuales democracias pluralistas. El artículo plantea dos grandes líneas de trabajo para el análisis constitucional de la representación política. Por una parte, que la representación sería eficaz a la hora de expresar intereses generales y de dar una impresión de consenso, pero ineficaz en la medicación e integración de los concretos intereses empíricos, lo que provocaría una descomposición del nexo entre sociedad y Estado que se intenta recomponer a través de procedimientos fragmentarios de concertación y participación. Por otra parte, que ya no es posible interpretar la representación política desde el arsenal teórico de la soberanía del Estado que entiende la representación como "representación en el Estado", sino desde el entendimiento democrático de la soberanía en las democracias pluralistas que aboga por una "representación frente al Estado".
Palabras clave: Representación política, democracia representativa, participación, soberanía.
Abstract
This Article deals with the gradual loss of meaning of the term "representative democracy" in contemporary European States, through the analysis of the transformations that has taken place in the functions of political representation from Thomas Hobbes to pluralist democracies. The Article arises two broad lines of constitutional analysis of political representation to work with: In one hand, political representation would be able to express general interest and consensus, but unable to mediate and integrate empirical interests. In the other hand, is not further correct a state-sovereignty based interpretation of political representation (representation in the state), but a democratic-sovereignty based approach to it as representation in front of the state.
Keywords: Political Representation; Representative Democracy; Participation; Sovereignty.
1. Planteamiento del problema
Como ya he manifestado en otra ocasión en las páginas de esta revista1, en mi opinión uno de los problemas centrales con que se enfrenta el constitucionalismo de nuestros días es la fragmentación del sujeto político contemporáneo. y lo es porque, a la luz de esta realidad social, categorías centrales de constitucionalismo (derechos, igualdad, autonomía, representación, soberanía, democracia, ciudadanía, separación Estado-sociedad ) pensadas a la vista de un Estado muy reducido en sus funciones y de una sociedad relativamente poco compleja donde operaban mecanismos tradicionales de jerarquía, exclusión, control y estructuración social, han ido perdiendo capacidad explicativa y articulación teórica, lo que complica de forma determinante su manejo dogmático. Se impone así un proceso de crítica y reformulación de estas categorías no sólo para el estudio de la Constitución como fenómeno social, sino también, y de forma particularmente acentuada, para una interpretación y aplicación jurídica de las constituciones que incorpore el dato real, que no es sólo la norma, sino el contexto de interacción social en el que esa norma surge y sobre el que proyecta su imperatividad y sus efectos. De ahí también la necesidad de un conocimiento teórico, estructural, de las categorías centrales del constitucionalismo, que articule y dote de sentido al conocimiento técnico-jurídico.
La representación política ha sido durante dos siglos una categoría central del constitucionalismo a través de la cual se han pretendido explicar y sistematizar las complejas, y a menudo contradictorias, relaciones que se dan entre derecho y política, entre Estado y sociedad, siendo así un puente de unión entre los estudios de ciencia política, sociología, teoría del Estado, teoría de la constitución y derecho constitucional. Sin embargo, desde la llegada del sufragio universal, la representación política sufre un proceso de desestructuración al estar llamada a cumplir funciones para las que no estaba pensada en su formulación original y ser incapaz de cumplir las funciones que en un principio se le asignaron, al tiempo que aumentaban las funciones del Estado, afloraba en el ámbito público la diversidad y fragmentación social, y las determinaciones que el capitalismo imponía al Estado se hacían más complejas y difíciles de satisfacer a través de la estructura institucional original de los Estados liberales. Ello se traduce en que, aunque la representación sigue siendo la forma del poder estatal, tanto en su versión estática de autoridad unitaria, como en su versión dinámica de integración de intereses sociales, cada vez resulta más complicado, a la luz del funcionamiento real de las cosas, establecer qué significa que un órgano representa al pueblo en su totalidad y cómo se relaciona semejante afirmación con la soberanía popular, con el reconocimiento constitucional del pluralismo y con el ideal democrático de emancipación humana propio del constitucionalismo.
El estudio de las transformaciones que la representación política sufre en las democracias contemporáneas puede abordarse, al menos, desde dos perspectivas: una, fenomenológica, que registra y describe los distintos hechos sociales y normativos que suponen cambios tanto en el sustrato real que sirvió de referencia, como en la articulación jurídico-constitucional de la representación política2. Otra, analítica, que trata de establecer el significado de los términos "representación" y "política" a la luz de la evolución del uso jurídico-constitucional de la expresión. En el presente trabajo, aunque se combinan ambas perspectivas, predomina la analítica, por cuanto el objetivo final del estudio es establecer los distintos ámbitos de análisis jurídico-constitucional de la representación política en las democracias contemporáneas y, de esta manera, las consecuencias que en la consideración de lo constitucional provocan estas transformaciones.
Las tesis que se sostienen en el trabajo son fundamentalmente dos:
1. que la representación política, referida al conjunto del sistema político-institucional y no sólo a las instituciones parlamentarias, cumple una función de legitimación general o consensual del Estado y de sus relaciones estructurales con el modo de producción, pero incumple cada vez más la función de legitimación concreta, mediante la representación de los intereses reales fragmentados de una sociedad atomizada en las demandas propias del reconocimiento y de los valores postmaterialistas. Dicho de otro modo, la representación sería eficaz a la hora de expresar intereses generales, sobre los que crearía una impresión de consenso, pero ineficaz en la labor de mediación e integración en el Estado de los intereses empíricos. Ello provocaría una progresiva descomposición del nexo entre sociedad y Estado, cuya manifestación social más evidente es la apatía ciudadana y la desconfianza en la política, pero, al mismo tiempo, se da un intento de recomposición a través de formas participativas y de iniciativa popular.
2. No se puede seguir sosteniendo la idea de que la soberanía popular debe entenderse como soberanía del Estado (para evitar la dualidad sociedad-Estado) y que la representación debe entenderse como "representación en el Estado" (es el mismo pueblo el que gobierna a través de representantes). Por el contrario, la soberanía popular debe interpretarse teniendo en cuenta que la unidad política del pueblo no es un presupuesto de partida, sino un objetivo que la constitución pone a las instituciones político-representativas y que, en tanto se logre, el pueblo es una instancia externa al Estado-aparato a la que, en su diversidad y fragmentación real, la constitución dota de instrumentos de decisión, influencia y dirección política sobre el Estado aparato como titular de la soberanía. Dicho de otro modo, el carácter estructuralmente representativo de los Estados contemporáneos implica la necesaria distinción entre gobernantes y gobernados, entre sociedad y aparato. El carácter específicamente democrático de los Estados contemporáneos supone que no es posible sostener la integración abstracta de la sociedad en el aparato decisional del Estado, sino la previsión concreta de instrumentos de ejercicio de la soberanía y de participación sectorial o territorial que, en términos generales, pueden caracterizarse como representación de intereses concretos ante el Estado.
La representación cumple dos funciones esenciales en el constitucionalismo contemporáneo, que se corresponden con dos momentos o aspectos de la misma. Por una parte, la función de unificación política en el vértice del Estado. Esta función se corresponde con un concepto estático de representación como situación o poder del representante que expresa el Estado como unidad de decisión, es decir, como dominación. Por otra parte, la función de mediación e integración de los intereses sociales fragmentados en el aparato del Estado. Esta función se corresponde con un concepto dinámico de representación, entendida como relación de los intereses y demandas ciudadanas con la autoridad, de suerte que pueda afirmarse que la sociedad participa en el poder y la decisión estatal. La primera función constituye la autoridad. La segunda la califica como expresión de la sociedad. La primera se corresponde con la concepción unitaria del Estado; la segunda, con el reconocimiento constitucional del pluralismo.
La articulación concreta de las relaciones entre una y otra función corresponde a cada texto constitucional y es un problema de interpretación dogmática que involucra de forma compleja elementos relativos a la forma de Estado (la afirmación del carácter democrático del Estado, la relación entre las necesidades representativas del funcionamiento estatal y la atribución de la soberanía al pueblo, las consecuencias interpretativas del reconocimiento del pluralismo) y a la forma de gobierno (la atribución de funciones y competencias de dirección política, el reconocimiento o no de instituciones participativas como formas de ejercicio de la soberanía y su carácter vinculante o no, su encuadramiento o no en el contenido de los derechos políticos, etc.). Sin embargo, existen elementos estructurales de carácter teórico que, de forma más o menos expresa, fundamentan en todos los textos constitucionales la consideración unitaria de ambas funciones de la representación, con el objetivo de abordarlas más como momentos o caracteres de la representación, que como dos conceptos distintos que mantienen relaciones contradictorias.
La evolución de las circunstancias reales (económicas, sociales, políticas) en las que se produce el desarrollo constitucional provoca limitaciones, transformaciones y rearticulaciones de estas dos funciones de la representación política. La representación es cada vez más incapaz de realizar la unificación política en el vértice del Estado sin tentaciones autoritarias y de integrar contemporáneamente el mosaico social de discursos e intereses sin exclusiones conflictivas. Los Estados democráticos contemporáneos se mueven entre dos tendencias que, aunque mutuamente implicadas, mantienen relaciones contradictorias difíciles de sistematizar: una tendencia que podríamos calificar como "democracia consensual" y que privilegia la función de unificación política en las cuestiones estructurales del Estado frente a la función de participación política de sus ciudadanos. La función de unificación política requiere aliviar el vértice del Estado de la sobrecarga de demandas que afecta su estabilidad mediante una multiplicación de instituciones y procedimientos participativos de carácter territorial, administrativo o sectorial que no afecten a esas cuestiones estructurales del Estado y en donde la atomización social de intereses encuentre adecuada expresión, lo que se correspondería con una segunda tendencia que podemos denominar como "democracia participativa".
Desde un punto de vista jurídico-constitucional, a ello se une la pérdida de centralidad que la categoría "representación política" ha sufrido en el constitucionalismo de nuestros días a favor de los "derechos fundamentales" como categoría de referencia en la interpretación y explicación de todo lo constitucional. Se trata de lo que Maurizio Fioravanti ha llamado "un evidente proceso de disociación entre política y constitución" que convierte esta última cada vez más en el resultado de una interpretación jurisdiccional y cada vez menos en el fruto político de la voluntad del pueblo soberano y de sus representantes, continuamente renovada en los procesos de interacción social3. De esta suerte, "democracia representativa" es una expresión que progresivamente pierde significado específico capaz de denotar un régimen de gobierno concreto y se ve reducida a constatar simplemente que, en las democracias contemporáneas, existe una separación funcional y competencial entre autoridad y gobernados. Desde el punto de vista de la "representación", la expresión pierde significado porque la función específica de ésta, consistente en realizar la síntesis política, la dominación del pueblo como unidad sobre el pueblo como multiplicidad, no es necesario que se haga en el parlamento a través de la ley, sino que ya la realiza en parte la constitución a través de los derechos fundamentales y, en lo restante, el poder ejecutivo mediante sus competencias de conducción política, policía y represión. Desde el punto de vista de la "democracia", la expresión pierde significado porque el concepto de democracia cada vez se usa menos para denotar específicamente la relación entre gobernantes y gobernados y más como un sinónimo de "constitución", englobando en su significado la ideología del constitucionalismo, la garantía de los derechos fundamentales, el gobierno limitado mediante un reparto funcional y competencial entre órganos y la soberanía popular como otro principio más dentro del conglomerado democrático, funcionalizado así a las exigencias de mantenimiento de los otros contenidos de significado.
2. El concepto dual de representación y su evolución histórica
2.1. La representación absortiva
En términos abstractos, el concepto de representación remite a dos ideas interrelacionadas entre si. De una parte, una idea estática de representación, según la cual el poder representa a la sociedad en su unidad política. Puesto que la sociedad como unidad política o de decisión no existe por sí misma, ya que en términos reales no es sino una multitud atomizada de voluntades e intereses, su consideración unitaria es una abstracción que sólo tiene existencia real a través de un poder que hable en nombre de la totalidad social: se trata por tanto de una representación creativa en el sentido de que da origen a la unidad política social (pueblo, nación) que sólo se hace presente como representación4. Para algunos autores, este componente de la representación es inherente al poder y se produce en todo proceso histórico en que una agrupación social se articula políticamente5. Sin embargo, la formulación histórica del concepto estático de representación se produce ligada a una organización política concreta, el Estado absoluto, que significa una centralización y concentración del poder que no es comparable a otras organizaciones políticas históricas, y con la intención de dotar de un fundamento racional de carácter social a ese nuevo poder. Consecuentemente, creo que es ese contexto histórico el que dota de significado al concepto estático de representación y en el que, por tanto, debe abordarse su estudio: en su concreta relación con el Estado y las transformaciones que a este respecto suponen las democracias constitucionales contemporáneas.
La representación es una de las ideas más profundamente innovadoras, ricas y complejas del pensamiento político moderno. y lo es hasta el punto de que puede afirmase con propiedad que la representación funda la moderna teoría política desde el momento en que permite teorizar racionalmente el Estado como una forma política de concentración del poder con un fundamento estrictamente social. La representación es el instrumento que consiente una formulación unitaria y abstracta del Estado, por cuanto permite relacionar en el pensamiento el hecho histórico de la concentración y centralización del poder en el Estado absoluto, con las características del grupo humano cuya obediencia el poder reclama y que justifica su carácter concentrado, expresándose todo ello mediante una formalización jurídica. Esta es la función de la raepresentatio assortiva que funda el Leviatán de Thomas Hobbes. De la mano de la representación, el Estado entra como categoría en el pensamiento y el desarrollo de la teoría de la representación está estrechamente ligada al nacimiento del Estado en la edad moderna y su consolidación en el mundo contemporáneo.
Además, al hacer explícito el fundamento social del Estado, la representación no se agota en abstracción o en pura forma, sino que permite dirigir la mirada hacia los procesos materiales que realmente suceden en la sociedad y cuestionarse así el Estado tanto en su forma como en sus distintas concreciones históricas. Resulta contradictorio, o cuanto menos débil, proclamar el fundamento social del Estado, para luego congelarlo en la foto fija de una sociedad estática o inmanente, funcional a la necesaria unidad del Estado. Esta contradicción ha permitido, por un lado, ver en el Estado una institución de dominio político y, por otro, que una parte de las ciencias sociales y políticas renuncien a deducir la doctrina del Estado de unos principios (Estado de derecho, soberanía popular ), reemplazando las determinaciones abstractas de las instituciones por su significado objetivo, haciendo así de la doctrina del Estado, una "ciencia de la realidad" como pretendía Hermann Heller6.
El hecho de la progresiva concentración y centralización del poder en manos del monarca, para convertirse en Estado absoluto necesitaba afirmar la unidad de dominio mediante un poder unívoco que superara la fragmentación medieval y que no podía basarse sino en la obediencia incondicional que, precisamente por incondicional, no encajaba en el carácter interno (el honor) de la asunción de la obediencia propia del auxilium et consilium medieval, ni en la idea de pars pro toto de las corporaciones territoriales según la cual el representante integra la comunidad representada de la que recibe una delegación para ejercer derechos que pertenecen a la comunidad de origen. Había que inventar algo nuevo que hiciera explícito, público, el deber de obediencia y que lo impusiera sobre los estratos sociales y las corporaciones intermedias. Había que afirmar una autoridad superior non reconognoscens que expresara la conquista en el espacio de toda la fuerza disponible y que acumulara, en el tiempo, toda la autoridad necesaria.
Esa idea nueva será la unidad política del cuerpo social entendida como voluntad que, careciendo de existencia empírica, sólo puede ser representada. Esta idea se debe a la construcción del pacto social realizada por Thomas Hobbes, pacto del que, por una parte, nace una persona nueva, el Estado, que tiene una existencia tan real como la de la persona natural (Capítulo XVI Leviatán). Se rompe así con la noción jurídica de persona ficticia desarrollada por el tomismo, cuya función era estrictamente formal, de ordenación unitaria de la multitud. Por otra parte, surge una voluntad superior, ya que el pacto no sólo significa la transmisión unilateral y absoluta de todos los derechos de los consociados en forma de sumisión (pactum subiectionis), sino la unificación efectiva de la voluntad política en una voluntad nueva, distinta y sólo ella soberana a la que se ha producido la sumisión7. La realidad del Estado y su voluntad única y soberana encuentra forma y existencia a través de la representación, que es por tanto inherente a la existencia misma del Estado hasta tal punto que fuera de ella no existe capacidad de consideración política8. Toda autoridad deriva del Estado a través de leyes, de suerte que, según se lee en el Capítulo XXII del Leviatán sobre los systema subordinata, en los cuerpos intermedios el poder del representante está siempre limitado por el poder soberano: cuando el representante actúa fuera de las leyes, sólo se representa a sí mismo y sus actos son actos propios, pero si actúa dentro de las leyes, sus actos son actos del soberano y todos los consociados son los autores.
Hobbes da así el paso decisivo hacia una concepción objetivista del Estado, entendida como una realidad fáctica distinta de los individuos que lo componen9, a diferencia de la concepción subjetivista del contractualismo iusnaturalista, en la que el Estado es una relación contractual entre individuos autónomos y, por tanto, una proyección del sujeto. Esta concepción objetivista culminará con el pensamiento de Hegel y la idea de personalidad del Estado de la dogmática iuspublicista alemana. La separación que hace Hobbes del Estado de su hipotético momento fundacional a través de un pacto, hace que este funcione como una mera descripción del origen del Estado, pero no como un elemento explicativo del ser del Estado, por lo que la existencia real del Estado no debe ser considerada por referencia a las personas reales que lo forman. No es el consentimiento, sino la unidad, lo que constituye la asociación. Esa unidad es el soberano y su voluntad, en virtud de la propia unidad, debe considerarse voluntad de todos los consociados.
El concepto de representación denota también el tipo de relación que existe entre los detentadores del poder público y los sometidos a él. Se trata, en este caso, de un concepto dinámico de representación que atiende a las formas de articulación entre poder y sociedad. En este caso, el surgimiento del Estado y su evolución en democracia constitucional supone una reconfiguración jurídica y real de las formas de articulación que, originalmente, opera con conceptos y se construye sobre instituciones que tenían un determinado significado histórico. Las formas de articulación y comunicación entre sociedad y Estado pueden sistematizarse mediante la división entre representación frente al poder y representación en el poder.
La representación frente al poder es el reverso lógico de la representación estática. Si el poder es representación abstracta de la sociedad en su unidad, tendrá que existir un mecanismo de expresión real de la sociedad en su fragmentación. Si el Estado es organización política de la totalidad social, será porque existen organizaciones parciales capaces de darse a conocer en su multiplicidad. La representación frente al poder remite por tanto a la idea de "instituciones representativas", de comunicación entre sociedad y poder, y es la función que, en el esquema absolutista, Hobbes reserva a los cuerpos intermedios (systema subordinata), incapaces de emitir una voluntad política dotada de autoridad, pues esto corresponde en exclusiva al soberano, pero capaces de representarse a sí mismos. La idea de representación frente al poder presupone la existencia de dos aspectos del fenómeno estatal: el Estado-aparato o Estado-sujeto, es decir la autoridad, y el Estado-comunidad, entendido como el conjunto de los sometidos a la autoridad. La representación lo es de la comunidad frente al aparato, de la estructuración social frente a la organización política.
Consecuentemente con su exposición, Hobbes nos dice que la soberanía, la representación unitaria del Estado, puede residir en un príncipe o en una asamblea y en principio, dado que no existe organización alguna previa al soberano, no existe ninguna base racional determinante para elegir una u otra opción, aunque él se muestra partidario de la monarquía porque la entiende mejor adaptada a la indivisibilidad de la soberanía10. De esta suerte están servidos los términos de la confrontación por el poder entre el viejo orden y los grupos sociales emergentes. Para poder traducir este enfrentamiento en términos institucionales, la burguesía emergente y la nobleza reconvertida al comercio, deberán convertir el órgano en el que tiene voz, las viejas asambleas estamentales, en una institución capaz de discutirle al monarca la representación unitaria del reino y así la soberanía. Es decir, deberán superar la vieja idea medieval de pars pro toto, de representación fragmentada en comunidades intermedias a través de la delegación de poder que la comunidad realiza en el representante, en una representación unitaria del reino.
Esta transformación ya estaba muy avanzada en Inglaterra, donde las guerras civiles habían logrado consolidar una estructura institucional del poder conocida como the King-in-parliament, que tenía su traducción en la supremacía de la ley, que sólo puede ser cambiada con el consentimiento de los lores y de los comunes, y que a finales del siglo XVI permitiría afirmar a thomas Smith que "el Parlamento representa y ostenta el poder de todo el reino puesto que se afirma que todo inglés está presente en él, bien en persona bien mediante procura y mandato"11. El problema para el desarrollo posterior consiste en mantener esta representación de la unidad sin que la presencia del rey fuera esencial y sobre una base electiva, lo que también parece consolidado en el siglo XVIII cuando blackstone, en sus Commentaries on the Law of England (1765-1768) afirma que todo miembro del parlamento "although chosen by one particular district, when elected and returned, serves for the whole realm" (Libro I , Cap. 2,∫2).
La irrupción del constitucionalismo en este orden de cosas no es homogénea, ni en su forma de abordar el fenómeno del Estado, ni en la concepción y desarrollo de la unidad política y su relación con la soberanía. Si los distintos modelos de constitucionalismo tienen en común la construcción abstracta de la subjetividad individual como ciudadanía, se aparatarán en la consideración de la unidad política del Estado: si el modelo francés y su derivación alemana abordarán una construcción doctrinal y dogmática de la unidad política del Estado y de la soberanía, en el caso inglés y estadounidense la resultante derivará de la praxis del enfrentamiento institucional por la conducción del Estado, corona -parlamento en el caso inglés, Federación-Estados en el caso norteamericano.
El constitucionalismo estaba llamado a una función ciertamente contradictoria en el momento de su nacimiento (y, por lo demás, también en nuestros días) como era la de colocar a las asambleas parlamentarias en el vértice del Estado como representación de su unidad política centralizada en la voluntad de la emergente burguesía y, al mismo tiempo, a hacer efectiva la fundamentación social de su poder mediante el carácter electivo de las asambleas, que reflejarían así la propia heterogeneidad del sustrato social que las había entronizado por vía revolucionaria, contradiciendo la propia unidad que estaba llamada a expresar en el vértice del Estado. La burguesía y el movimiento constitucional debían conseguir, por arriba, la afirmación de una autoridad lo suficientemente fuerte y unitaria como para cumplir su misión histórica de hacerse con la conducción del Estado, evitando, por abajo, que la presión democratizadora generara una fragmentación capaz de debilitar la autoridad del parlamento en su enfrentamiento con la corona y el antiguo régimen. Las constituciones del siglo XIX pueden contemplarse como sucesivas síntesis o concreciones de este doble proceso dialéctico en que la burguesía fue trabando alianzas ora con las fuerzas retardatarias, ora con el incipiente movimiento obrero, si bien abandonando el inicial impulso democratizador de carácter revolucionario y dejando la instauración del orden en manos del autoritarismo y el estatalismo.
2.2. El gobierno representativo
El esquema representativo surgido de la Revolución francesa alterará definitivamente la relación entre representación estática y representación frente al poder por dos órdenes de razones:
a. Porque la emancipación del individuo, que es uno de los objetivos de la revolución, es incompatible con la existencia de cuerpos intermedios (la "cadenas" de las que hablara Rousseau). El individuo debía escapar a las presiones ejercidas por la familia, la Iglesia y la comunidad local, que impedían que gozara de su propia personalidad, y para hacerlo había que suprimir los cuerpos intermedios sometiendo al individuo únicamente a la autoridad del Estado, único centro en el que se expresaba como igual en derechos con otros individuos. Así, sí para Hobbes basta con someter los cuerpos intermedios al soberano, manteniendo que su capacidad para representarse a sí mismos dentro del marco permitido por las leyes, la Revolución francesa procederá a abolir esos mismos poderes intermedios mediante la prohibición de las asociaciones y las corporaciones gremiales (Decreto de Allarde de 2 y 17 de marzo de 1791 y Ley Le Chapelier de 14 de junio de 1791). De esta suerte, no existían grupos que representar frente al poder, sino únicamente individuos.
b. Porque la afirmación de la burguesía frente a los estamentos tradicionales, requiere colocar al Parlamento por encima de la corona como centro de dirección política. Para ello debían introducirse modificaciones en el esquema representativo del absolutismo:
La primera, consiste en desligar la soberanía de la monarquía, atribuyéndosela a una unidad política preexistente al Estado que sería la nación, lo que se establece en el famoso primer numeral, del Artículo Primero del Título III de la Constitución francesa de 3 de octubre de 1791: "La Soberanía es una, indivisible, inalienable e imprescriptible. Pertenece a la Nación; ninguna sección del pueblo ni ningún individuo puede atribuirse su ejercicio". En él se han unido dos tradiciones jurídicas distintas. De una parte, la idea medieval de delegación del ejercicio del poder que encontramos en la designación de representantes por parte de los núcleos de población para su asistencia a cortes, dietas y parlamentos. De otra parte, los caracteres de la soberanía de la monarchie signeuriale de bodino, que había sido la base de la construcción absolutista del poder del monarca. El cambio operado hay que buscarlo en el potencial dialéctico del concepto de nación para las luchas políticas de la época. Frente a la monarquía absoluta, si, como se deriva del esquema absolutista Hobbesiano, soberanía significa unidad, afirmar la existencia previa de una unidad política, implica considerarla soberana y, por tanto, que el monarca no es ya soberano. Frente a la democracia Rousseauniana, la existencia unitaria de la nación implica que no es ya el pueblo el que se autoconstituye como sociedad a través del pacto, sino que únicamente ejerce las funciones que la nación le atribuya a través del ordenamiento jurídico.
Sin embargo, el esquema estático de la representación sigue intacto, toda vez que, puesto que la nación no puede desarrollar sus propios poderes, porque la misma nación, entendida en su indivisibilidad, no es sino pura abstracción, necesita de la representación para darse a conocer, llegándose al mismo resultado que en el pensamiento de Hobbes: la representación crea la voluntad soberana. En este sentido, el Artículo 2 del Título III declara a continuación: "La Nación, de la que emanan todos los Poderes, no puede ejercerlos más que por delegación. La Constitución francesa es representativa: los representantes son el Cuerpo legislativo y el Rey". De este modo, la asamblea nacional se une a la representación estática que ya ostentaba el monarca, si bien no como soberanos, sino como representantes necesarios de la nación soberana, desligándose titularidad de ejercicio de la soberanía en una distinción que ha llegado hasta nuestros días12.
La segunda modificación, consiste en atribuir el ejercicio de la soberanía al parlamento mediante la ley. El Artículo 3, Sección Primera, Capítulo II, del Título III establece: "En Francia no hay autoridad superior a la de la Ley. El Rey no reina si no es por ella, y sólo en nombre de la Ley puede exigir obediencia" y, en el Art. 4, el rey, para acceder al trono, debe jurar fidelidad "a la Nación y a la Ley"; ley cuya elaboración corresponde en exclusiva al parlamento, como establece el Artículo Primero, Sección primera, Capítulo III del mismo Título: "La Constitución delega exclusivamente en el Cuerpo legislativo los poderes y funciones siguientes: 1.° Proponer y decretar las leyes: el Rey solamente puede invitar al Cuerpo legislativo a tomar un asunto en consideración". De esta suerte, el rey queda sometido a la ley, como los systema subordinata en la obra de Hobbes y deja de ser autoridad superior, toda vez que si ésta corresponde a la ley, y su elaboración corresponde al parlamento, él es la autoridad suprema: tiene el ejercicio exclusivo de la soberanía.
Partir de la idea medieval de delegación del poder, para concluir con un absolutismo parlamentario, no deja de plantear contradicciones. En primer lugar, porque no tiene sentido atribuir la soberanía a la nación bajo la interdicción de ejercerla, que es lo que se deriva del primer y segundo párrafo del Artículo Primero del Título III13. y en segundo lugar, porque es contradictorio configurar como autoridad superior al parlamento a través de la ley, cuando ejerce un poder delegado por la nación. Ambas dificultades intentarán superarse cancelando la dualidad nación-autoridad (sociedad-poder) mediante el desarrollo de la teoría de la personalidad del Estado y su conversión en sujeto de derecho14. Las diferencias y matices entre los autores que han desarrollado esta teoría son muchos, y de indudable importancia. Para lo que aquí interesa, basta indicar que según esta teoría, aunque la manifestación fenomenológica del Estado es diversa, particularmente como formación social y como ente jurídico, estos no son sino aspectos o elementos de una misma realidad que sólo se personifica a sí misma, de suerte que el Estado no puede entenderse como representación o personificación de la sociedad, sino que la nación es bien un elemento más de los que conforman el Estado (para la tradición alemana: Albrecht, Gerber, Gierke, JellineK), bien (para la tradición francesa: Carrè de Malberg, Hauriou, Michoud), "el Estado no es otra cosa que la nación misma"15, concluyendo en uno y otro caso que la nación no puede concebirse como una persona distinta del Estado, anterior y superior a él y que, por tanto, sólo cabe hablar de soberanía del Estado. De esta suerte, el ejercicio de la función legislativa no es un poder originario ni delegado, sino una simple competencia estatal, una potestad que se ejerce por cuenta exclusiva del Estado.
Se cancela así la posibilidad de una representación frente al Estado, toda vez que no cabe hablar de una unidad política que representar, ya que el Estado es, en su existencia real, esa unidad de poder que no necesita ser representada para existir y que se manifiesta a través de órganos encargados de funciones parciales del poder del Estado atribuidas como competencias. La conclusión más coherente a este respecto sería la negación misma de la representación, toda vez que, como afirma Laband, careciendo el pueblo de personalidad jurídica, carece asimismo de voluntad jurídicamente relevante. "En sentido jurídico, los miembros del Reichstag no representan a nadie [:pues] en toda su situación no existe un solo punto subordinado a los principios de derecho que rigen la procura, los plenos poderes o el mandato"16. Por tanto, el parlamento es un órgano del Estado como todos los demás al que su origen electivo no le atribuye importancia alguna, porque una vez ocurrida la elección, no persiste ninguna relación entre electos y electores, los cuáles no participarían realmente en la vida del Estado.
Sin embargo, la teoría de la personalidad del Estado se desarrolla en un momento de afirmación del parlamentarismo en que instituciones como la limitación de la legislatura, la necesidad de renovación periódica y la publicidad de debates y votaciones cobran un nuevo significado a la luz de otras nuevas como el sufragio universal masculino (o su ampliación), el sistema electoral proporcional y la disolución anticipada del parlamento (que estaba prohibida por el art. 5, Capítulo I , Título III de la Constitución de 1791): el de establecer una representación de intereses y un gobierno de opinión en el que las elecciones adquieren el carácter de consulta. De esta manera, la característica principal que los autores de la teoría de la personalidad del Estado habían concluido del sistema revolucionario, que era precisamente el de no ser representativo, puesto que "la representación consiste en el poder objetivo de querer por la nación en virtud de la constitución", había sido sustituido por una nueva doctrina "que ve en la representación un carácter subjetivo propio de las autoridades elegidas y proveniente de las relaciones especiales que se establecen entre esas autoridades y el pueblo por el hecho de la elección"17.
Surge así la idea de gobierno representativo. La representación sería una función que el Estado encarga al órgano legislativo, de suerte que sólo podría hablarse de representación en el Estado, no con el sentido de participación o asociación al ejercicio del poder, sino como un mecanismo ideológico de producción de legitimidad frente a la fragmentación y los conflictos que la apertura del poder que se estaba produciendo parecía augurar. Jellinek se da cuenta de que, al afirmar que no existe voluntad relevante del pueblo, existe una separación entre pueblo y parlamento sancionada por el derecho, de manera que, de hecho, la voluntad del pueblo puede ser distinta de la del parlamento. Para evitarlo, Jellinek afirma una relación orgánica entre pueblo y parlamento18, a través de la cual puede sostenerse que la voluntad de los representantes es fácticamente la voluntad del pueblo. No se trata de una relación entre dos voluntades distintas, como la que presupone la idea de representación ante el poder, sino una voluntad única expresada por el parlamento, ya que pueblo y parlamento constituyen, desde el punto de vista jurídico, una unidad. La función de la representación sería por tanto la propia de la representación estática: la de unificar al pueblo en el ámbito del derecho, evitando así que los conflictos sociales entraran en el ámbito institucional. De esta suerte, se sientan las bases jurídico-dogmáticas para la consideración del parlamento como organización jurídica del pueblo, y de la voluntad del parlamento como voluntad del pueblo mismo19, que servirá de base para la adaptación de las constituciones representativas al desarrollo de los partidos políticos.
2.3. La democracia consensual
Siguiendo a Luigi Ferrajoli20, podemos caracterizar el Estado liberal a través de tres notas: 1) Desde un punto de vista estructural, la rígida limitación de las funciones del Estado a la esfera política y consiguiente separación entre sociedad (mercado) y aparato estatal, que se limita a ser un instrumento externo de garantía del orden público general, de simple garantía de las condiciones pacíficas de libre intercambio entre capital y trabajo. En el ejercicio de estas funciones estaba asegurada una relativa preeminencia de los órganos representativos o parlamentarios y de las funciones legislativas ejercidas por ellos mediante 2) la división de poderes y la primacía de las instancias representativas de tipo parlamentario como portadores orgánicos de la voluntad representada sobre el resto de poderes que son "ejecutivos"; y 3) el Estado de derecho, por el cual las funciones ejecutivas, tanto administrativas como judiciales, están rígidamente disciplinadas por leyes generales y abstractas emanadas de los órganos representativos parlamentarios.
El mecanismo representativo funciona fundamentalmente a través de dos mecanismos: a) el sufragio restringido, que asegura la homogeneidad de la base social del Estado, identificándola con la burguesía propietaria al tiempo que, la reducción de la base electoral, permite una relación directa, casi personal, entre electores y elegidos. De esta suerte, las instancias representativas se encuentran realmente ligadas a sus bases sociales por vínculos sociales que, a pesar de la exclusión orgánica del mandato imperativo, hacen de aquéllas auténticos portavoces de los intereses representados; b) la función de dirección y control de los parlamentos sobre los gobiernos, ya que la relativa simplicidad de la máquina estatal y lo limitado de sus funciones permiten la regulación efectiva de sus actividades mediante leyes generales y abstractas y la efectividad del principio de legalidad tanto en la acción administrativa como en la judicial21.
En el siglo XX entran en crisis los tres elementos identificadores indicados: el carácter exclusivamente "político" del Estado, su carácter "representativo" y su carácter "de derecho". Para lo que aquí interesa, nos centraremos en las transformaciones que se operan en el ámbito representativo y su relación con los restantes elementos señalados. Desde un punto de vista estructural, pierde importancia la función del mercado como elemento regulador de la economía capitalista: el viejo capitalismo atomizado resulta sustituido por un capitalismo concentrado, monopolista, estatalmente asistido y protegido. El Estado deja de ser un aparato de poder separado de la sociedad y encargado de funciones de orden público general, para convertirse en elemento de regulación interna, estructural del proceso de acumulación capitalista22. A sus antiguas funciones se han añadido dos específicamente capitalistas: a) funciones económicas o de valorización capitalista (prever y resolver las crisis, racionalizar y disciplinar las tendencias conflictivas de los intereses capitalistas en pugna); y b) funciones sociales o de estabilización social (neutralizar el antagonismo de clase mediando en los conflictos entre trabajo y capital, proteger a la clase obrera de las disfunciones del mercado, organizar su integración corporativa y asegurar la disciplina social y la lealtad política). Se trata de un Estado "capitalista", en el sentido de subordinado al proceso capitalista de acumulación, funcional al interés del capitalismo entendido como totalidad23; pero también "social", en el sentido de asistencial y corporativo.
Desde el punto de vista de la forma representativa del Estado, se producen dos transformaciones: de una parte, la incorporación de las masas a la representación; y de otra, una nueva organización institucional, que se corresponde con el nuevo papel estructural del Estado y se caracteriza por un crecimiento masivo de los aparatos y de las funciones estatales que desborda las formas políticas del Estado liberal. La incorporación de las masas a la representación provoca dos transformaciones en la estructura institucional del Estado que suponen una alteración de la forma de legitimación política:
1. Vaciamiento de poderes de decisión y de las funciones de control de la institución parlamentaria: desde el punto de vista organizativo, el parlamento va progresivamente convirtiéndose en órgano de ratificación y propaganda, a medida que las sedes reales del poder se transfieren del parlamento a las direcciones de los partidos, de éstos al gobierno y del gobierno a los aparatos burocráticos. Desde el punto de vista funcional, se da un retroceso de las funciones normativas ejercidas por los parlamentos en forma de leyes generales y abstractas, con el consiguiente desarrollo de espacios de acción extralegales o de legalidad atenuada, sustraídos tanto a los controles políticos como a los controles jurisdiccionales de legalidad.
2. El parlamento pierde su carácter orgánicamente representativo. Los parlamentos se hacen democráticos en cuanto al sistema de reclutamiento de los representantes, pero, precisamente por ello, no pueden representar un interés homogéneo por lo que, para cumplir las funciones que tienen encomendadas, necesitan autonomizarse de su base social. De esta suerte, el parlamento es cada vez más una institución política abstracta, carente de relaciones de representación de intereses con grupos concretos de electores y que realiza, esta vez sí, una función de representación general o del consenso. Se inaugura así la etapa de lo que se ha denominado "democracia consensual"24 y que se manifiesta a través de tres fenómenos:
a. La homogeneización de los partidos políticos, derivada del carácter estructural de las funciones del Estado respecto al proceso de acumulación y de la correspondiente subordinación funcional del sistema político en su conjunto respecto al sistema productivo. Como dice Claus Offe "empíricamente los actores de la escena política no se justifican por el hecho de que ellos quieren lo que hacen, sino porque no tienen la posibilidad de hacer otra cosa que lo que hacen"25.
b. Su unificación sustancial en el vértice del Estado26, a través de la progresiva transformación de los partidos de masas en órganos del Estado portadores de intereses generales interclasistas27 que, por una parte, privilegian los intereses representados por las políticas de centro frente a los intereses más potencialmente conflictivos y, por otra parte, reproducen los esquemas político-organizativos del Estado burgués: la atomización de la base social del partido y su subsunción en el aparato político, por un lado; y la delegación permanente de la política en grupos dirigentes dedicados profesionalmente al ejercicio del poder, por otro lado.
c. El cierre del sistema político a alternativas democráticas, lo que se consigue excluyendo partidos minoritarios o nuevos mediante el sistema electoral (barreras electorales, correcciones mayoritarias ), el sistema público de financiación de los partidos y, principalmente, la criminalización del disenso, consistente en un integrismo democrático en el que ninguno de los contendientes pone seriamente en discusión las reglas del juego ni mucho menos el juego mismo28, de suerte que la "democracia" en su estricta institucionalidad constitucional define los confines de la tolerancia política y se deslegitiman las fuerzas antisistema como "antidemocráticas", "subversivas" o directamente "terroristas" justificando así mecanismos de defensa de la sociedad.
La resultante es la realización efectiva del modelo de representación de la sociedad en el Estado cuyo objetivo es la unificación popular mediante el consenso, que muy bien puede reivindicar el sistema político en virtud de la representatividad ofrecida por los partidos estatalizados. Cambia el objeto de la representación, que ya no es la voluntad o los intereses propios del modelo de representación ante el poder, sino el consenso popular, la adhesión pasiva de los electores. Con ello, la institucionalidad político-representativa ejerce una función esencialmente ideológica de asegurar la lealtad política de las masas representando, y por consiguiente legitimando como "democrático" o "querido por el pueblo", lo existente: el Estado en su conjunto, en sus aparatos y funciones, y en tanto que estas están estructuralmente relacionadas con él, el propio sistema de producción.
Sin embargo, en su grado máximo de realización, el modelo plebiscitario de la democracia consensual comienza a presentar síntomas de descomposición que pueden resumirse en una progresiva autonomización de la sociedad respecto al Estado y que se manifiesta a través de dos fenómenos:
a. La mayor carga de politicidad difusa en la sociedad civil, derivada de la afirmación de las demandas de reconocimiento y de los valores postmateralistas, tiende a encontrar desahogo en formas de iniciativa popular y de asociacionismo, dotadas de mayor movilidad y capacidad de renovación que el modelo partidista tradicional29. En este sentido, la introducción en las constituciones de instrumentos participativos y de democracia directa, pueden verse como una recomposición del nexo entre sociedad y Estado en el que se afirma la soberanía popular frente a la soberanía del Estado. Al mismo tiempo, las autonomías locales comienzan a plantear relaciones disfuncionales tanto respecto al Estado, como al reparto de poder interno en los partidos políticos.
La expresión "democracia participativa", para caracterizar estas tendencias, resulta problemática por los distintos significados doctrinales que se le han dado y por el distinto uso que se hace en el contexto constitucional europeo y latinoamericano. "Democracia participativa" se ha utilizado, en términos generales, para referirse a dos cosas: por una parte, para caracterizar aquellos Estados que introdujeron referendos vinculantes en sus textos constitucionales, de suerte que la representación parlamentaria perdía el monopolio de la emisión de actos imperativos generales infraordenados a la constitución y, con ello, de la expresión de la voluntad general; por otra parte, para referirse a una nueva categoría de instituciones y procesos participativos de carácter sectorial y generalmente administrativo, una suerte de tertium genus entre la representación parlamentaria y la democracia directa, que habría cobrado especial relevancia desde los años 90 del siglo XX por la circulación de instituciones como el presupuesto participativo brasileño, la démocratie de proximité y el débat public franceses o la experiencia neozelandesa de Christchurch, por citar sólo algunos.
En el caso europeo, la expresión se asocia al papel decisivo que ha jugado la administración pública como elemento compensador de la debilitación de la legitimidad electoral y a la progresiva obtención de márgenes de autonomía fundados sobre la competencia y la legitimidad directa de su actuación a través de procesos participativos30. En América Latina, la expresión comprende tanto las instituciones de democracia directa como de participación sectorial para connotar una forma de Estado específicamente democrática que permita superar el control y la patrimonialización del Estado por parte de las elites criollas, dominación que se asocia de modo general con las instituciones de la democracia representativa. Se trata de un modelo falto de un desarrollo suficiente que permita considerarlo más allá de una genérica ruptura constitucional con ciertos elementos teóricos y de funcionamiento de la democracia representativa, dentro de lo que se ha llamado "experimentalismo constitucional"31. Sin embargo, la tendencia sí refleja un hecho susceptible de ser considerado en términos estructurales: la progresiva pérdida de centralidad del momento electoral en las democracias contemporáneas como instrumento de legitimación general del Estado y la necesidad de buscar mecanismos parciales y localizados para reconstruir los nexos entre sociedad y Estado.
b. El paso del centro de gravedad del parlamento a la administración y a los partidos, revela la conexión entre Estado y sociedad, en el sentido de que la administración se convierte en un órgano de transmisión entre Estado y sociedad, pero también en el sentido de que las decisiones no públicas que toman los intereses privados organizados, consiguen ejercer a la inversa influencia sobre los órganos del Estado, sin que se produzca control público alguno de las decisiones que se toman en esta esfera extrainstitucional y opaca. Así, se imputan a la sociedad civil en su conjunto actos que se han decidido por o se han negociado con una parte reducida y minoritaria de la misma, de suerte que, aunque los ciudadanos se mantienen apolíticos, la sociedad se muestra como política, y los grupos de presión logran una nueva autonomía frente a la organización política del Estado. Este modelo de acción social se difunde en las relaciones del ciudadano con el Estado administrador: el ciudadano ya no se pone en contacto con el Estado en ocasión de actos individuales, sino que organiza esta conducción de modo adecuado y permanente a través de los grupos de presión32.
c. Actualmente, la tendencia hacia la democracia consensual sufre una nueva transformación al hilo de la profundización en los procesos de integración supranacional, muy particularmente la Unión Europea, mediante la creciente incapacidad de controlar al ejecutivo en su actuación internacional que tienen, no ya los parlamentos, sino los propios partidos políticos, toda vez que la representación del Estado que ejerce el poder ejecutivo ante los organismos supranacionales se produce exclusivamente en virtud del tradicional monopolio de las competencias que a este respecto les reconocen las constituciones33, que con carácter general siguen contemplando las relaciones internacionales como una suerte de arcana imperII. La tradicional función de representación internacional del Estado que recae sobre el poder ejecutivo ha adquirido una dimensión, paralela al aumento y diversificación de las competencias transferidas al nivel supranacional y al cambio en la naturaleza de las instituciones y decisiones correspondientes a este nivel (de lo internacional a lo supranacional), que ya no se corresponde con el significado original que tenía esta función en un mundo de relaciones internacionales limitadas entre Estados plenamente soberanos. No es por ello extraño que, en ciertos ordenamientos jurídicos, se hable de una suerte de "derecho de participación" de los órganos legislativos en el proceso de integración europea, que comprende, más allá del mero control o de la consideración del silencio del legislativo como autorización, la posibilidad de otorgar auténticos mandatos al poder ejecutivo en el ámbito europeo34. También debe considerarse a este respecto, la pretensión de legitimar ciertas decisiones de la Unión Europea a través de procesos ajurídicos, inorgánicos y extrainstitucionales, bien mediante una "participación" difusa de las sociedades de los Estados miembros que se desprendería de los llamados Libros Verdes que la Comisión lanza para provocar el debate público, bien con la participación focalizada en determinados grupos socioeconómicos con acceso a la Comisión en el momento de elaboración de las iniciativas normativas35, bien a través de la presencia permanente de grupos de presión en las instituciones comunitarias.
Nos encontramos así ante una recomposición del poder del Estado que distintos autores han caracterizado como un proceso contemporáneo de localización y deslocalización: deslocalización de las cuestiones estructurales del Estado en el ámbito supranacional; localización territorial, sectorial y procedimental de las cuestiones parciales como ámbito de desahogo de la fragmentación social.
3. Ámbitos de análisis constitucional de las transformaciones de la democracia representativa
Generalmente, la doctrina constitucional explica la calificación como "política" de la representación para subrayar el carácter no jurídicamente vinculado del mandato representativo, que se diferencia así de la representación de derecho privado. Sin embargo, la efectividad del vínculo entre representante e intereses del cuerpo social de elección no depende del reconocimiento jurídico, sino principalmente de la existencia de mecanismos sociales reales que permitan hacerlos efectivos. En ausencia de estos mecanismos, incluso allí donde existen mandatos programáticos sancionados por la revocatoria de mandato, como en las organizaciones territoriales estadounidenses y colombianas o, con carácter general, en Venezuela, estos mecanismos se muestran poco efectivos ya que dependen para su ejercicio de la convergencia entre organización social (por lo general, de carácter puntual y coyuntural) y fuerte capacidad de financiación. La representación política alude al objeto de la representación: la política, que tiene dos concepciones según sea el ámbito funcional de la representación en que nos movemos.
Como hemos visto, representación es, por una parte, la forma del Estado como personificación de la unidad política. Esta primera acepción clásica de la representación referida al Estado en su conjunto, el Estado aparece como un ente real y autónomo dotado de fines y tareas propias que reclaman un método de acción y funcionamiento igualmente propio y específico para cumplir esos fines y tareas, en primer término su propia conservación y reproducción. A este modo de funcionamiento propio le llamamos "política" y la podemos considerar como autónoma de otras facetas humanas por cuanto tiene fines propios diferenciados que se entiende que son imposibles de lograr en otros ámbitos de acción humana distintos del Estado, y por cuanto tiene características propias distintas de otras relaciones humanas como las sociales, las económicas, las familiares Así, la política sería el modo de ser del Estado, y se manifiesta como "política en el Estado".
La organización social de los intereses, para operar en este ámbito de la política, debe integrarse en el Estado-aparato, interiorizar su propia lógica de acción y funcionamiento, esto es: hacerse aparato. A medida que el proceso de integración se profundiza, cada vez resulta más difícil distinguir, desde un punto de vista jurídico, estas organizaciones del propio Estado-aparato, a la luz de las funciones que realizan. Este es el proceso en que, como hemos visto, se encuentran actualmente los partidos políticos, que están más cerca de ser órganos del Estado con una sujeción positiva al ordenamiento jurídico, que organizaciones sociales explicables a partir del derecho de asociación36.
Sin embargo, con la palabra representación denotamos también el tipo de relación que existe entre los detentadores del poder público y los sometidos a él, entre los ciudadanos y sus gobernantes. Decimos que esta representación es también política en tanto que es política la relación que existe entre un diputado y sus electores o entre las bases y la dirigencia de un partido político. Sin embargo, aquí con política no nos estamos refiriendo a una forma de funcionamiento interna del Estado que lo diferencia de otras facetas humanas, sino que precisamente nos estamos refiriendo a la relación que existe entre el aparato estatal y esas otras facetas humanas de carácter social, económico, cultural, vital, afectivo.
La realización de este segundo ámbito de la política plantea una contradicción porque, si se mantiene la necesidad de una estructura autoritaria de síntesis política, sólo puede realizarse a través de una difusión del instituto representativo en todos los aspectos de la vida social, es decir, mediante una estatalización de la sociedad que remitiría a una suerte de totalidad de la política como la que encontramos en Rousseau. Por el contrario, si se aspira a una socialización del Estado, a su absorción por la organización social de lo colectivo, el momento específicamente autoritario del poder del Estado debería desaparecer y con él, el propio Estado37.
Ambas representaciones políticas son contradictorias por cuanto, en la primera, "política" alude al modo de funcionamiento propio del Estado-aparato en atención a su propia reproducción y a los fines y tareas constitucionalmente establecidos, mientras que en la segunda, "política" alude a las formas y mecanismos de relación y condicionamiento que los gobernados entablan con sus gobernantes para que la acción del Estado responda a los fines, anhelos, deseos, aspiraciones de los propios gobernados. y es una profunda paradoja porque no es sólo una contradicción en la constitución, sino que es una contradicción entre la aspiración constitucional última (la emancipación humana: la autodeterminación de los hombres sin mediaciones autoritarias) y el medio que se ha dado para lograrlo: el Estado. Esto ya fue señalado por Vezio Crisafulli cuando afirmaba que "il processo di sviluppo della democrazia incontra, dunque, un limite, per dir così, naturale, che consiste nell'esistenza di uno stato"38.
A efectos analíticos, la consideración jurídico-constitucional contemporánea de la participación, su naturaleza jurídica y efectos, y su inserción en la forma estructuralmente representativa del Estado, puede hacerse desde dos puntos de vista interrelacionados entre sí:
a) Desde el punto de vista de la soberanía, debe estudiarse la inclusión de las instituciones participativas en la forma de gobierno, su consideración o no como medios de ejercicio de la soberanía que trascienden la mera consulta y, por tanto, la posibilidad de abrir circuitos representativos distintos de los partidocráticos con funciones bien de participación en la decisión, bien de dirección política de las instituciones, en el sentido que los italianos dan al término indirizzo politico39. La distinción entre instituciones participativas que son auténticos ejercicios de soberanía y las que son instrumentos de mera defensa sectorial de intereses parciales no sólo tiene interés para fundamentar jurídicamente el carácter vinculante o meramente consultivo de la participación, sino también a la hora de enmarcarlas o no en el contenido de derechos políticos susceptibles del máximo grado de garantía. De esta suerte, al problema clásico sobre el significado y el papel de las formas de democracia directa en los Estados representativos, se uniría el nuevo de las instituciones de participación ciudadana. Desde esta perspectiva, la participación se estudia en su relación con el núcleo mismo de la caracterización constitucional del Estado y por tanto en su capacidad de condicionar la interpretación constitucional del Estado en su conjunto.
b) Desde el punto de vista de la dinámica representativa, las instituciones participativas podrían contemplarse por su relación con los distintos aspectos de la representación política. Ello supondría una elaboración específicamente democrática de la representación, que abandonara los elementos autoritarios de la teoría clásica, y en la que resultara posible contemplar la participación como un complemento de la representación destinado a hacer más eficaces determinados aspectos que resultan débiles o insuficientes en las democracias representativas, particularmente aquellos destinados a la integración institucional del pluralismo. Como es conocido, Hannah Pitkin, en uno de los mayores esfuerzos teóricos realizados hasta la fecha para sistematizar teóricamente la representación política, establece cinco dimensiones que remiten a otros tantos aspectos de la representación íntimamente relacionados entre sí: la representación como autorización; la representación como descripción o representatividad; la representación como receptividad (responsivness); la representación como rendición de cuentas o responsabilidad (accountability); y la representación simbólica o legitimidad40. En este sentido, instituciones como el voto programático y la revocatoria de cargos electos serían un instrumento jurídico más fuerte de responsabilidad y receptividad, que la mera sanción electoral, y además reforzaría el entendimiento de la autorización no sólo como "investidura de autoridad"41, sino como "representación decisional" o elección de un programa determinado42. Desde el punto de vista de la representatividad, los instrumentos participativos pueden contemplarse como mecanismos destinados a hacer presentes en otros ámbitos del Estado algunas de las demandas sociales que los partidos han sido incapaces de incorporar43 y que son mediadas por organizaciones distintas que reclamarían un espacio propio de integración e incluso, como mecanismos de incidencia en el propio funcionamiento interno de los partidos políticos44. Desde el punto de vista de la receptividad, las instituciones participativas podrían contemplarse bien como esos mecanismos institucionales de recepción de demandas que exige la constante condición de capacidad de respuesta en que según Hannah Pitkin consiste la responsivness45, bien como auténticas instituciones de autogobierno ciudadano46.
El problema es que, si se pretenden analizar en profundidad estas funciones de complemento en materia de receptividad, lo cierto es que no las realizan únicamente las instituciones que de modo ordinario podemos considerar participativas, esto es la presentación directa de intereses en procedimientos administrativos o la consulta en actividades preparatorias de leyes o actos administrativos, sino también toda una suerte de acciones permitidas por el ordenamiento jurídico, como actividades inorgánicas y extrainstitucionales de presión más propias de los lobbies que de la organización política clásica e incluso la defensa jurisdiccional de derechos individuales o de grupo en tanto destinada a generar una determinada lectura de la constitución favorable a los intereses de los litigantes que se convierta en jurisprudencia con efectos generales. De esta suerte, y dada la fuerte conexión entre receptividad y legitimidad, todas estas actividades pueden reconducirse, directa o indirectamente, al ámbito de legitimación del Estado que antes correspondía exclusivamente a la representación de intereses.
De los dos elementos de significado ("democracia" y "representación") que conforman la locución "democracia representativa", el ámbito denotativo correspondiente a la "representación" es más amplio y determinante que el que corresponde a la "democracia", toda vez que desde el arsenal conceptual de la "representación" se ha fundamentado todo el ciclo de la vida institucional del Estado, desde la constitución de la autoridad estatal hasta su reproducción y continuidad, correspondiendo a la "democracia" la progresiva configuración material de lo que, en principio, era una aspecto parcial de la teoría de la representación, como es la relación entre sociedad y autoridad y, particularmente, la caracterización de esa relación como política, entendida como autonomía del representante a la hora de atender los intereses, demandas y concepciones del bien parciales que se han determinado socialmente, o como jurídica, entendida como vínculo con esos intereses, demandas y concepciones parciales47. La "democracia" se ha venido entendiendo como "corrección" o "interpretación" democrática de la "representación", que debe pasar de ser construcción racional y fundamento abstracto de la unidad de poder y decisión del Estado, a auténtica relación representativa que integre en la vida institucional del Estado la fragmentación y diversidad de la vida social, convirtiéndose así en medio de ejercicio de la soberanía por parte de los ciudadanos. De esta suerte, no es posible caracterizar las democracias representativas partiendo de la concreta forma institucional de gobierno que cada constitución se ha dado, sino que es menester resolver primero las cuestiones problemáticas que plantea la forma de Estado, es decir las relativas al significado, alcance y límites de la representación y sus relaciones con la soberanía popular y el principio democrático, pues será desde ellas, y esta es la propuesta metodológica que aquí se mantiene, como podrá interpretarse adecuadamente la separación de poderes, es decir la estructura orgánica de la constitución y el reparto de funciones y competencias.
Sin embargo, proceder conforme a este correcto esquema interpretativo, que va de lo general a lo particular, no resulta sencillo, toda vez que no existe un concepto constitucional de representación o de soberanía, sino que tales conceptos tienen que ser reconstruidos acudiendo a elaboraciones doctrinales y a diferentes contenidos constitucionales, de suerte que las concretas regulaciones constitucionales cuya interpretación debía quedar condicionada por el significado general de la representación y su relación con la soberanía, ha servido ya para concretar el significado de estas instituciones y, por tanto, ha condicionado su contenido y alcance.
Desde un punto de vista institucional, en las democracias contemporáneas no se da sólo un proceso de autonomización del poder ejecutivo respecto al legislativo, quizá el fenómeno más evidente y más estudiado, sino que ello se inscribe en un proceso escalonado de relativa autonomización del Estado y de los intereses sociales respecto a la dirección y control políticos: autonomía de la representación política respecto a su base electoral, creciente autonomía de los aparatos burocráticos frente a las instancias políticas del Estado (no sólo el parlamento, sino el propio poder ejecutivo) y autonomía de los intereses organizados frente al pueblo y sus representantes parlamentarios a la hora de negociar, imponer o influir decisiones en cada uno de estos ámbitos relativamente autonomizados de decisión. Contemporáneamente, la sociedad se manifiesta en el ámbito público con una organización cada vez más abigarrada (partidos catch all, movimientos sociales, en la heterogeneidad de organizaciones que comprende la expresión, grupos de presión) que concurren entre sí para tener contacto con el Estado e influir las decisiones en el terreno de la administración que encuentra a su vez un campo autónomo de legitimación participativa de sus actos. La resultante es una difusión capilar del instituto representativo y de la participación en todo el tejido social (regiones, municipios, organizaciones de barrio, consejos escolares, movimientos sociales, implicación de los sindicatos en las políticas de austeridad, etc.) y la correlativa pretensión de encuadramiento institucional de todas las dinámicas sociales.
La valoración doctrinal de estos procesos en Europa ha sido, por lo general, negativa. En los años 60, Jürgen Habermas, encuentra en ellos un abandono del ideal de emancipación política del ciudadano a favor del "cliente" de la sociedad de consumo, lo que se manifiesta en el ámbito público en un contacto entre sociedad y Estado esencialmente apolítica, "una genérica actitud reivindicativa, que espera asistencia sin querer imponer decisiones"48. En los años 70, para Claus Offe el resultado final de estos procesos es una mistificación de las auténticas funciones capitalistas del Estado, "haciendo pasar todo lo que sucede como el resultado de intenciones populares"49. A finales de esa década, Luigi Ferrajoli alerta sobre las tentaciones autoritarias de lo que denomina "exaltación de la representación" de la democracia consensual, que terminaría en una progresiva estatalización de la sociedad50. Pasada la época de análisis y crítica del Estado social y de sus crisis, y certificada de forma empírico-analítica la subordinación del Estado contemporáneo al capital global, se encuentran valoraciones más positivas de estos procesos, particularmente su virtualidad de hacer emerger la realidad en el derecho, lo que daría instrumentos para la depuración conceptual a la que hacía referencia más arriba51.
Desde un punto de vista jurídico, la recepción de estos fenómenos por el ordenamiento jurídico no resulta homogénea ni en la interpretación doctrinal ni en la práctica de los Estados constitucionales, heterogeneidad que puede observarse en los diversos usos que se dan a la categoría "democracia participativa". Existe un consenso prácticamente generalizado en calificar los Estados constitucionales contemporáneos como "democracias representativas" para denotar que, aunque la totalidad de la ciudadanía está constitucionalmente llamada a participar en la determinación de la voluntad general conforme al carácter popular de la soberanía, el ejercicio ordinario, continuado y prácticamente absoluto de las funciones públicas recae sobre representantes elegidos bien directamente, bien mediante elecciones de segundo grado52. Es decir, lo que se quiere poner de manifiesto es que el uso del término "democracia" en las constituciones no está referido a su noción clásica de identidad entre gobernantes y gobernados53, sino que los Estados contemporáneos son democracias aún persistiendo una separación entre los detentadores formales del supremo poder del Estado (el pueblo soberano) y la autoridad que efectivamente ejerce ese poder (los representantes), de suerte que, en principio, es posible mantener el carácter representativo incluso de aquellas democracias que han introducido instituciones de participación directa, sectorial o administrativa de los ciudadanos.
Es cierto también que la introducción generalizada de diferentes mecanismos de democracia directa en las constituciones posteriores a la Segunda Guerra mundial ha llevado a distintos autores a adoptar la categoría "democracia participativa" si bien, salvo en el caso de las recientes constituciones de la Región andina, esta locución no se utiliza tanto para calificar el Estado en su totalidad, sino un conjunto de instituciones ora de participación directa de los ciudadanos, ora de generación de circuitos representativos sectoriales con una base organizativa distinta de los partidos políticos.
A mi juicio, la cuestión más relevante a este respecto es establecer si los procesos e instituciones que, de una forma más o menos vaga, pueden encuadrarse bajo la rúbrica "democracia participativa", suponen una reestructuración específicamente democrática de la forma de Estado, y por tanto de los conceptos de soberanía, democracia y representación, a cuya luz interpretar y valorar la regulación funcional y competencial propia de la forma de gobierno; o si, por el contrario, no afectan a la estructura esencialmente representativa y limitadora del ejercicio directo de la soberanía por el pueblo de la forma de Estado burgués. Originalmente, en su formulación en los años sesenta del siglo XX, con "democracia participativa" se aludía a la aspiración de superar la mera democracia política o institucional y extender la democracia a las relaciones sociales y económicas. De esta suerte, la democracia participativa se entendía como una auténtica forma de Estado que reclamaba trasformaciones estructurales en la manera de entender tanto las funciones públicas como sus ámbitos de actuación54. Frente a esta posición globalizadora y constructivista, la doctrina constitucional dominante realiza una distinción en el ámbito de la democracia participativa, entre instituciones de democracia directa o semidirecta (singularmente, el referéndum y la iniciativa legislativa popular), que son formas de ejercicio de la soberanía55, e instituciones de participación administrativa sectorial, distintas del ejercicio directo de la democracia por cuanto no tienen carácter político56.
Según la doctrina consolidada, las primeras deberían interpretarse de un modo funcional al carácter representativo general del Estado y los poderes constitucionales, afirmando, como hace Ernst-Wolfgang Böckenförde, que la forma de Estado constitucionalmente establecida reduce necesariamente las formas de participación directa. Puesto que el objetivo de la forma de Estado es crear un poder de dirección como condición necesaria de continuidad en el tiempo de toda organización política, y puesto que la democracia directa sólo puede actuar allí donde no se precise la existencia y continuidad de una unidad de acción y decisión, la democracia no puede ser una forma de Estado y el pueblo sólo puede actuar a través de una organización del poder, sometido a unas autoridades que han de disponer de un cierto grado de libertad. De esta suerte, el papel reservado al referéndum o a la iniciativa popular es puntual, de corrección del poder de dirección llevado a término por los órganos representativos, pero nunca de contrapoder de estos órganos57, con lo que la estructura representativa de los Estados constitucionales no se vería alterada58. En la misma línea el Tribunal Constitucional español afirma que la forma de Estado, la forma de gobierno constitucionalmente establecida, la monarquía parlamentaria del artículo 1.3 ce, privilegia las formas representativas de participación sobre las directas. Así, las formas de democracia directa, tendrían una posición marginal: "los supuestos habrán de ser, en todo caso, excepcionales en un régimen de democracia representativa como el instaurado por nuestra constitución"59.
Para las segundas instituciones, se reserva el término "democracia participativa", como una suerte de tertium genus entre la democracia representativa y la democracia directa, que hace referencia bien a la actividad desarrollada por órganos o por ciudadanos, individualmente o como representantes de organizaciones portadoras de intereses sociales, con la finalidad de influir en la gestión de los poderes públicos, sin que esta actividad se traduzca directamente en actos jurídicos que concluyen un procedimiento legislativo, administrativo o jurisdiccional60; bien a formas de participación sectorial territorial desarrolladas a partir del ejemplo paradigmático de los presupuestos participativos de Portoalegre61.
Como se ha establecido a lo largo del trabajo, existen dos aspectos o momentos de la representación: la situación de poder del representante cuyos actos se imputan a la totalidad social y que supone un momento estático de la representación; y la relación entre representante y representado, que consiste en un momento dinámico de la representación. Reconducir ambos aspectos a una única función representativa sin sacrificar el contenido de ninguno de ellos no es tarea fácil e históricamente se ha producido allí dónde lo reducido de las funciones estatales y el carácter socialmente homogéneo del cuerpo electoral permitieron afirmar, en lo jurídico, la centralidad del parlamento y la ley en el sistema institucional y de fuentes del derecho; y, en lo social, una continuidad real de intereses entre cuerpo electoral y gobernantes, ambos pertenecientes a una misma clase. Caracteres ambos que remiten al Estado liberal en su versión parlamentaria europea con sufragio restringido. Fuera de este supuesto histórico concreto, manifiestamente antidemocrático, no cabe hablar sino de una general relación contradictoria62 entre aspecto estático y relacional de la representación, entre autoridad y participación: al fin y al cabo, entre soberanía y constitución63. Una relación contradictoria que se concreta en la tensión entre parte orgánica de la constitución, que configura de forma estática y originaria las competencias y funciones decisorias de los órganos públicos abarcando desde el impulso político general hasta la aplicación concreta del mismo, y parte ideológica de la constitución, que declara al pueblo titular de la soberanía, y por tanto de la suprema potestad de gobierno, lo que parece reclamar que ese impulso político general, lo que los italianos llaman indirizzo político, corresponda al soberano; en la tensión entre una interpretación estática de la constitución que parta prescriptivamente de la atribución competencial y funcional, acomodando en sus límites la participación democrática y dejando al pueblo la titularidad de una nuda soberanía sin posibilidades reales de ejercicio determinante, y la función histórica de recomposición del nexo entre sociedad y Estado que están cobrando las dinámicas participativas en un contexto de degeneración autoritaria del Estado de partidos.
Podemos considerar esta contradicción como estructural o constitutiva del constitucionalismo, en su doble misión de organizar la renovación del poder del Estado y garantizar su continuidad, por una parte, y de llevar a cabo la emancipación humana de la que el propio poder estatal se entiende como garantía, por otra. Esta contradicción no es resoluble ni en la constitución ni en el Estado que, como hemos visto, es un límite irreductible de la aspiración a una autodeterminación sin mediaciones autoritarias. No se trata por tanto de resolver la contradicción, sino de replantear la cuestión que dio origen al dogma de la soberanía del Estado, esto es la relativa a la distinción entre titularidad y ejercicio de la soberanía y a la dualidad Estado-sociedad, y tratar de resolverla maximizando los términos democráticos y minimizando los autoritarios. A este respecto, resulta de especial trascendencia el esfuerzo realizado por la doctrina italiana a la hora de interpretar el art. 1.° de la Constitución de 1947.
En la dogmática clásica de la soberanía del Estado y en la evolución del Estado de partidos, la cuestión se resuelve subsumiendo a la sociedad en el aparato del Estado, o, en otra terminología, subsunción del Estado- comunidad en el Estado-persona (de derecho). Para lo que aquí interesa, vale el punto de partida de la dogmática clásica: la soberanía no preexiste al derecho, sino que se organiza con el derecho64. La soberanía es un poder jurídico, sometido a la constitución, y consiguientemente a límites y procedimientos. En términos teóricos, antes de la constitución no existe soberanía: lo que existe es poder desnudo, salvaje, capaz de hacerse valer en tanto que poder y no en tanto que derecho. Pero esto no resuelve el problema: lo único que nos dice es que el ordenamiento jurídico estatal prevalece en el ámbito interno sobre cualquier otro ordenamiento jurídico, lo que es la base de la consideración del Estado como soberano en el ámbito internacional, pero ello no condiciona las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos, ya que, en el ámbito internacional, el Estado es soberano con independencia de cómo se construya internamente esta relación65.
La cuestión tampoco se puede resolver considerando, como hace JellineK, que el pueblo es un órgano del Estado: el pueblo no es órgano del Estado, ni se identifica con el cuerpo electoral ni con la mayoría, ni siquiera el cuerpo electoral puede considerarse como órgano del Estado66. El pueblo no es órgano del Estado, porque no existe ninguna relación orgánica entre el conjunto de los ciudadanos vivientes y aparato del Estado, toda vez que, en los ordenamientos constitucionales vigentes no existen actos del pueblo que se imputen directamente al Estado, todo lo más, actos del cuerpo electoral. El cuerpo electoral no puede considerarse como un órgano representativo del pueblo, porque no es cierto que el pueblo sólo tenga relevancia jurídica en cuanto organizado como cuerpo electoral, desde el momento en que tanto a los ciudadanos como a los grupos en que se integran se les reconocen derechos políticos distintos del derecho de sufragio, como el derecho de asociarse en partidos políticos, el derecho de petición, la iniciativa legislativa popular etc., así como derechos de relevancia política, como el derecho de manifestación o la libertad de expresión, entre otros. El cuerpo electoral no es órgano del Estado, porque lo contrario supone sostener que los electores son el medio técnico destinado a consentir la renovación de los órganos representativos del Estado, lo que supone una flagrante contradicción con los términos en que se reconoce la soberanía y se proclama el carácter representativo de ciertas instituciones, que consiste, precisamente, en concebir el aparato estatal de gobierno como representativo del pueblo y políticamente responsable frente a él, de suerte que el aparato del Estado es un instrumento de la soberanía popular y no viceversa67. La función electoral, siendo una función pública, no puede concebirse como una función estatal, toda vez que el interés perseguido por el cuerpo electoral no es un interés del aparato del Estado (la renovación periódica y regular de algunos de sus órganos), sino un interés propio de cada uno de los electores68.
Por tanto, lo que se pretende es que los órganos representativos, y en especial el parlamento, se formen por obra del pueblo, entendido como contrapuesto a la organización estatal: es decir, que el Estado reciba su organización, al menos en parte, desde fuera del aparato estatal, a través de la voluntad de un sujeto extraño69. Esta tesis del pueblo como elemento externo y contrapuesto al Estado se debe a Vezio Crisafulli, a través de un proceso de crítica de la teoría de la personalidad del Estado en la que, por una parte, identifica la personalidad del Estado (esto es su carácter de sujeto del derecho) con el aparato de gobierno70 y, por otra parte, acoge la distinción entre Estado-sociedad y Estado-gobierno que realizara Carlo Esposito, para sacar fuera del Estado al pueblo, presentándolo como externo al aparato gobernante y, en consecuencia, para afirmar la función instrumental del aparato respecto al pueblo entendido como soberano71. Pero lo que resulta especialmente novedoso e iluminador del planteamiento de Crisafulli es la formulación de la contraposición real entre el Estado como sujeto del derecho y el pueblo.
Ahora bien, si existe una contraposición real entre pueblo y aparato del Estado, es porque el pueblo es capaz de expresar una voluntad relevante, distinta de la que expresan los órganos del sistema político representativo. Pero el pueblo, concebido como unidad de voluntad, es un sujeto ideal que no tiene existencia real, una figura subjetiva creada por el texto constitucional y que constituye un centro abstracto de imputación de voluntad y de situaciones jurídicas. Como ya hemos visto, el pueblo sólo puede manifestarse de forma unitaria por representación, ya sea esta del cuerpo electoral o de los órganos político-representativos. Por tanto, sostener que la soberanía sólo puede ejercerse mediante el cuerpo electoral (referéndum) y la representación política (únicos actos que son reconducibles al pueblo como unidad)72, significa volver a la situación que se pretendía superar con el reconocimiento de la soberanía popular: qué sólo el aparato de gobierno puede expresar con continuidad la voluntad soberana. y ello replantearía la paradoja de partida: qué sentido tiene reconocer la soberanía al pueblo, para prohibirle ejercerla.
Sin embargo, cabe pensar que no es necesario atribuir la soberanía a un sujeto unitario en sentido propio. Sólo es así si trasladamos los caracteres de indivisibilidad de la soberanía, es decir de la potestad de gobierno supremo, al modo de ejercicio, que también tendrá que ser unitario. Pero es falso que la soberanía se ejerza de modo unitario, sino que desde un punto de vista real, se ejerce a través de una multitud de actos parciales y particulares que, de formas diversas (como presupuestos, actos preparatorios y momentos constitutivos) convergen en manifestaciones unitarias de voluntad. De la misma forma, sólo a través de la referencia a una multitud de actos parciales puede formarse, explicarse y actuarse esa potestad que consideramos unitariamente como soberanía popular73. Por tanto, si desde el punto de vista dinámico de su formación y ejercicio, el acto soberano no requiere un sujeto unitario de referencia, antes bien lo pone en entredicho, no puede afirmarse que exista una necesidad constitucional de tal sujeto unitario de la soberanía; lo que es necesario es un centro de imputación de los actos unitarios que han surgido como resultado del ejercicio no unitario de la soberanía. Pero centro de imputación y sujeto jurídico en sentido propio no son la misma cosa, de suerte que no es posible afirmar que se requiera un sujeto unitario de ejercicio de la soberanía ni, por tanto que el pueblo, entendido como unidad indivisible, sea el único sujeto de la soberanía. Sólo quiere decir que a efectos de imputación, y por tanto de nuda titularidad de la soberanía, pero no de ejercicio, es necesaria la "figura jurídica subjetiva" que la Constitución llama "pueblo".
El pueblo capaz de expresar una voluntad contrastante con la de los órganos político-representativos, y por tanto susceptible de una contraposición real con el Estado-aparato, es el "pueblo real", el pueblo viviente, el conjunto de los ciudadanos. Sin embargo, el pueblo real no entendido como cuerpo electoral, como colectividad de individuos abstractamente iguales en virtud del status civitatis (caso que reproduciría el problema anterior), sino como colectividad tal y como se presenta en la vida real, con una estructura compleja, dividida por profundas divergencias entre sus miembros y fragmentada en grupos e intereses. Este es el pueblo que, en términos reales, ejerce la soberanía porque es el pueblo al que tal ejercicio le resulta útil y sólo éste tiene constitucionalmente atribuido tal ejercicio. De esta suerte, el pueblo es titular de la soberanía, a efectos de su ejercicio, pero lo es como conjunto de los ciudadanos a cada uno de los cuáles le corresponde un derecho personal de participar, individualmente o a través de los grupos en que la sociedad se articule, con su propia voluntad y haciendo valer su propia orientación política74. El pueblo por tanto no es una unidad de la que partir, sino que el pueblo es una colectividad organizada siempre en formaciones particulares, de las cuáles no sólo pueden tomarse en consideración las referidas al cuerpo electoral, toda vez que la representación política no es sino una entre muchas formas de ejercicio de la soberanía, sino todas aquellas susceptibles de expresar voluntades políticas relevantes para participar en, influir, controlar o dirigir la vida institucional de los órganos político-representativos.
Me cabe sólo señalar dos consecuencias relevantes de esta concepción de la soberanía: en primer lugar, que el ejercicio de la soberanía no puede limitarse a las manifestaciones del pueblo como unidad (elección, referéndum), ni a las que son propiamente políticas (como pretende el Tribunal Constitucional español), sino a todas las formas participativas en las que se expresa el pueblo como multiplicidad y que son manifestación del pluralismo institucional y social. Las manifestaciones de la soberanía son esencialmente variadas, con lo que resulta contradictorio interpretar las referencias constitucionales como numerus clausus. En segundo lugar, sólo desde una contraposición entre pueblo y aparato de gobierno puede afirmarse una auténtica función de dirección política de los gobernados respecto a los gobernantes, pues sólo desde este punto de vista puede afirmarse la existencia de voluntades contrastantes en la vida del Estado. De esta suerte, el pueblo real, conservando siempre el ejercicio ordinario de la soberanía, siempre está jurídicamente capacitado para hacer valer su propia voluntad en defensa de sus propios intereses, frente a la voluntad contrastante manifestada por los órganos de la persona estatal75.
Pie de página
1Ver M. Criado, "La igualdad en el constitucionalismo de la diferencia", en Revista de Derecho del Estado, n.° 26, enero-junio 2011, pp. 9-11.