De maquiavelo al Estado postmoderno. Paradigmas políticos de aproximación al fenómeno estatal*
From machiavelli to the Postmodern State. Political Paradigms to Approach the State Phenomenon
** Docente investigador de la Universidad Externado de Colombia. Abogado de la Universidad Externado de Colombia (2005), especialista en Derecho Constitucional (2006), magíster en Administración y Políticas Públicas (2007) y candidato a doctor (PhD) en Ciencia Política por la Universidad Paris II, Panthéon-Assas. Ha sido investigador invitado de la Universidad de Buenos Aires (2008), la Universidad Autónoma de México (2008), Visiting Scholar de Columbia University, Nueva York (2009-2010) y conferencista de la Universidad de Köln (2011). Autor de numerosos artículos sobre Estados fallidos, democracia, opinión pública, políticas públicas, presidencialismo, sistemas electorales, regímenes y partidos políticos latinoamericanos, publicados en revistas de Colombia, Panamá, México, Alemania y Francia. Columnista de Semana. com y Kien&Ke, ha sido colaborador habitual de la revista virtual Razón Pública, blogger de La Silla Vacía y asesor parlamentario. Contacto: Jose.florez@uexternado.edu.co
* Fecha de recepción: 12 de septiembre de 2012. Fecha de aprobación: 15 de octubre de 2012.
Sumario
1. Nacimiento, secularización, juridización y socialización del Estado. 2. La revolución democrática. 3. tocqueville, Weber y la renovación de la agenda investigativa. 4. Nuevos derroteros: globalización, neoconstitucionalismo y análisis de políticas públicas. 5. ¿Triunfo de la democracia? 6. ¿Fin del Estado-nación?
Resumen
Este escrito hace una síntesis de la evolución en los cánones de lectura del Estado como objeto político, desde una perspectiva multidisciplinaria. El punto de partida es el proceso de secularización en la comprensión del Estado impulsado por maquiavelo con la publicación de El Príncipe a comienzos del siglo xvi. A continuación se explora: 1) el aporte fundamental del derecho y los filósofos políticos de los siglos XVII y XVIII en la construcción del imaginario estatal, hasta llegar al modelo de Estado social de derecho; 2) las transformaciones que supuso para el fenómeno estatal la revolución democrática; 3) la renovación de la agenda investigativa operada en las tres últimas décadas por los estudios sobre las transformaciones de los regímenes políticos, el desarrollo de los Estados de bienestar, el capital social y la efectividad democrática; 4) los nuevos derroteros epistemológicos trazados por la globalización, el neoconstitucionalismo y el análisis de políticas públicas. El texto concluye con una reflexión sobre el futuro del Estado-nación y la democracia en tanto modelos hoy prevalentes de organización y ejercicio del poder, así como sobre las características del nuevo paradigma científico vehiculado por el discurso de los Estados fallidos. La naturaleza sintética del artículo naturalmente excluye cualquier pretensión de exhaustividad y por ende se centra en las mutaciones más relevantes de la caja de herramientas utilizada para el análisis del devenir estatal.
Palabras clave: Capital social, democracia, desempeño estatal, Estado de bienestar, Estado social de derecho, Estados fallidos, globalización, neoconstitucionalismo, paradigmas científicos, políticas públicas, Primavera Árabe, regímenes políticos.
Abstract
This paper makes a summary of the developments in the canonical readings of the State as a political object, from a multidisciplinary perspective. The starting point is the process of secularization in the study of the State, driven by Machiavelli with the publication of The Prince in the early sixteenth century. Subsequently it explores: (1) the seminal contribution of juridical thought and political philosophers of the seventeenth and eighteenth centuries in the construction of societal perceptions of the State, until the emergence of the "Rule of Law" model; (2) the changes that the democratic revolution meant for the phenomenon of the State; (3) the renewing effect on the research agenda over the last three decades of studies on the transformation of political regimes, the development of welfare states, social capital and democratic effectiveness; (4) the new epistemological paths traced by globalization, neo-constitutionalism and public policy analysis. The text concludes with a reflection on the future of the nation-state and democracy models, currently prevalent, for the organization and exercising of power; and on the characteristics of the new scientific paradigm conveyed by the discourse of failed states. The concise nature of the article naturally excludes any claim of being exhaustive; rather, it focuses on the most relevant mutations of the conceptual tools used in State analysis.
Keywords: Arab Spring, democracy, failed states, globalization, neo-constitutionalism, political regimes, public policy, social capital, Welfare State, State performance, scientific paradigms.
1. Nacimiento, secularización, juridización y socialización del estado
El Estado, entidad tan abstracta como ubicua a cuya vinculación nadie consigue escapar. Abstracta, porque no es un cuerpo visible o tangible, y ubicua, dado que en tanto modelo global de organización hoy incontestado ningún ser humano sobre la tierra vive por fuera de él. Mientras las demás asociaciones son voluntarias, si algo singulariza al Estado como forma asociativa es que todas las personas que están dentro de sus fronteras no tienen legalmente alternativa distinta de obedecer sus mandatos. El fenómeno estatal envuelve entonces gran ambigüedad: es a la vez una realidad banal por omnipresente en la vida social cotidiana, como encarnación impersonal de la fuerza, el poder y la autoridad; y un objeto extremadamente complejo y difícil de observar en la medida en que se concreta analíticamente en un concepto abstracto históricamente dinámico que engloba una pluralidad de significados a lo largo del proceso de construcción del imaginario estatal, en el cual las definiciones oscilan dentro de un sistema de representaciones particularmente intrincado que sin embargo aspira a ser coherente1.
Los antecedentes del Estado nacional como construcción política singular pueden remontarse diez mil años atrás al surgimiento de las sociedades agrícolas en Mesopotamia, organizaciones que movilizaron un capital significativo; también a la Res publica romana (509 a. C.) y la burocracia altamente técnica de la China imperial (221 a. C.), elementos que sin duda lo prefiguraron. Durante el período feudal aparecieron otros componentes esenciales como la administración general de la justicia y las rentas, pero solo el lento tránsito del feudalismo al absolutismo marcó el nacimiento del aparato estatal moderno mediante un proceso de centralización monárquica. Esta transformación se tradujo en la concentración, en las manos del rey, del control de la fuerza y las finanzas sobre un amplio territorio, pero también en una nueva visión del poder que vino a justificar su ejercicio en el campo simbólico: un nuevo imaginario político que legitimó la existencia del modelo emergente de dominación.
Fukuyama llama la atención sobre el hecho de que la mayoría de estudios sobre los orígenes del Estado se centran en el proceso de industrialización, acompañado de la explosión de la productividad y el crecimiento económico sostenido, que tuvo lugar en Europa del Norte y Estados Unidos después de 1800, convirtiendo esta experiencia occidental en paradigmática de la modernización. Sin embargo, el desarrollo no es reductible a la economía y por lo tanto las instituciones políticas y sociales no siempre evolucionan en función del cambio económico. De ahí que el autor estadounidense prefiera privilegiar la dimensión política del desarrollo estatal, la evolución de las instituciones gubernamentales, y retroceda en el estudio del nacimiento del Estado hasta mucho antes de la Revolución Industrial y el auge del capitalismo económico. Su análisis de la génesis del fenómeno estatal se retrotrae a la China del siglo III a.C., donde aparecieron las instituciones políticas modernas que hoy asociamos a la noción de Estado ocho siglos antes de que lo hicieran en Europa:
Es lícito afirmar que con la publicación de El Príncipe de maquiavelo en 1532 nació para la literatura política científica la palabra Estado entendida como aparato abstracto de autoridad. La nueva mirada arrojada al Stato, por primera vez bautizado como tal en sentido moderno3, esto es, como entidad política asimilable al "principado", la "ciudad" o la "república", se centra ahora en el poder personal del Príncipe y sus veleidades, desprovisto de cualquier justificación divina. Fue este, sin duda, el aporte revolucionario del pensador florentino a quien se atribuye con justicia la paternidad de la ciencia política moderna: clausurar el universalismo teológico que primó durante la Edad Media, estableciendo una clara distinción entre el orden de lo político y el orden de lo religioso. No exagera Cassirer cuando afirma que la secularización en la comprensión del Estado representó una revolución en la ciencia política de dimensiones comparables a la copernicana en el estudio de los astros o la operada por Galileo con respecto al movimiento de los cuerpos al caer4. La política realista de maquiavelo abandonó por completo los cimientos del sistema político medieval, todo el andamiaje conceptual sobrenatural sobre el cual se había edificado hasta entonces el ejercicio legítimo del poder, es decir, el principio teocrático. El origen divino de los monarcas empezó a ser visto por los politólogos como algo fantástico y mítico, cuando no ridículo. Hasta antes de maquiavelo toda aproximación al Estado venía contaminada por elementos celestiales porque nadie se había atrevido a romper, en el estudio de lo político, con la tradición escolástica jerarquizada a partir de la relación del gobernante con Dios. Sin embargo, la visión realista del Estado no supuso un desconocimiento de las religiones. Bien por el contrario, maquiavelo las ubicó en su justo lugar, describiéndolas como las herramientas de manipulación más eficaces conocidas en manos de los dueños del poder político que en realidad eran. Señalar el empleo pagano de la religión como el único racional posible por hombres cuyas ambiciones nada tenían de divinas, le valió a maquiavelo ser tachado de hereje. También a ojos de sus malos lectores, retratar el poder tal como era y no como debía ser, observarlo con la frialdad y la indiferencia del científico, le ganó el calificativo de "diabólico". El maquiavelismo erigió la falta de escrúpulos como su nota distintiva cuando en realidad El Príncipe no es un libro amoral, ni moral, sino voluntariamente técnico, producto incluso del esfuerzo del autor por anular sus más caros prejuicios personales e ideales políticos. Para maquiavelo, las acciones del Príncipe no es que no pudieran ser catalogadas como "buenas" o "malas", sino que para efectos de su teoría política ello no interesaba pues los crímenes del político no son en este contexto censurables, como sí lo son sus "errores" en el objetivo de mantener y acrecentar el poder: C'est plus qu'un crime, c'est une faute, para ponerlo en palabras de talleyrand. Antes que la obra de un propagandista político, El Príncipe fue el resultado de la férrea voluntad de un científico para observar la lucha por el poder como una partida de ajedrez, donde lo importante es entender en toda su dimensión las reglas del juego sin entrar a criticarlas o pretender cambiarlas. La máxima de sPinoza describe mejor que cualquier otra el método genuinamente maquiavélico: Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere.
La desacralización del Estado trajo consigo la urgencia de un zócalo analítico lo suficientemente sólido para soportar el peso creciente de la estructura seglar estatal. Bodin vino a suplir este vacío con la confección en los Seis Libros de la República (1576) del concepto de souveraineté, considerada la auténtica esencia de la república. Construido con base en una reinterpretación del derecho latino, el concepto de soberanía sin embargo desborda nociones conocidas de la legislación romana como el imperium, que designaba la simple potestad de comando militar, y la summa potestas, que se refería a un "poder de vida y de muerte". La soberanía tenía un cubrimiento semántico mucho más vasto, que la habilitaba como noción basilar para el análisis del Estado: "La souveraineté est la puissance absolue et perpétuelle d'une République [...], c'est-à-dire la plus grande puissance de commander"5. Absoluta y perpetua en razón de que "n'est limitée, ni en puissance, ni en charge, ni à certain temps"6. Desde luego que se trató en sus inicios de una soberanía "autocrática" (las soberanías "nacional" y "popular" son conquistas posteriores), que, aunque en el presente inmediato vino a reforzar el absolutismo, puesto que aún era entendida con referencia al Príncipe debido al incipiente proceso de institucionalización, sirvió de pilar conceptual para acabar de construir el edificio estatal.
La principal tarea de la filosofía política durante los siglos XVII y XVIII consistió en justificar racionalmente el naciente "Estado soberano", en construir un nuevo referente intelectual en virtud del cual sus titulares ostentaban el poder. Las voces que tuvieron mayor eco fueron la de Hobbes, mediante el imperativo de seguridad para superar el estado de naturaleza gracias al Leviathan (1651), garante de la paz en la sociedad; la de sPinoza, quien privilegió la libertad personal como fin último del Estado; el liberalismo contractualista más optimista de locKe, donde la prioridad era la protección de la propiedad privada; la separación y el control mutuo del poder necesario para garantizar la libertad, propuesto en El espíritu de las leyes (1748) por montesquieu (que le pouvoir arrête le pouvoir); hasta llegar al Contrat social (1762) de rousseau, ficción que aspiraba a materializar el consenso en torno a la delegación del ejercicio del poder a unos pocos. Todos estos autores contribuyeron a depurar la idea moderna estatal sentando de manera paulatina los fundamentos de una forma de autoridad particularmente compleja, y única en términos históricos porque además de aspirar a ser legítima terminaría por convertirse en modelo global de dominación.
Si, como pensó Tilly, desde una perspectiva histórica las guerras fueron el "motor" de formación del Estado-nación, y el proceso histórico de acumulación de coerción y capital7 (ejército e impuestos en sus manifestaciones primigenias) su causa primera, el "monopolio legítimo de la violencia", principal atributo del aparato estatal moderno en la terminología de Weber, junto con la consolidación de una burocracia técnica e impersonal, se produjo primordialmente gracias al derecho.
De ahí que, con bastante frecuencia, el Estado haya sido un fenómeno entendido esencialmente desde lo jurídico, paraíso conceptual de jurisconsultos y abogados. No es casual que el más prominente jurista del siglo XX encontrara superflua la noción de Estado de Derecho por considerarla pleonasmo, ni que las definiciones más exitosas del Estado se hayan pergeñado a partir de la agregación de sus elementos concebidos desde una perspectiva legal: territorio, población, gobierno y soberanía internacional. Para Kelsen, el tópico de las relaciones entre el derecho y el Estado era un falso problema puesto que definir el Estado equivalía a definir el derecho y, por lo tanto, se trataba de un mismo fenómeno8. Por lo tanto la distinción entre Estado y derecho fue considerada una duplicación artificial de los objetos de conocimiento, una hipóstasis derivada de la tendencia a personificar cualquier observable: "Así, detrás del derecho imaginamos su personificación hipostasiada, el Estado, dios del derecho. El dualismo de derecho y Estado es una superstición animista"9. A partir de una mala lectura de Weber, Kelsen creyó solucionar el problema de la definición del Estado reduciéndolo a su dimensión normativa. En su opinión, hablar del Estado "en sentido sociológico" era una falacia porque su carácter abstracto impedía identificarlo con las acciones humanas que constituyen el verdadero objeto de la sociología. El jurista austriaco llevó su normativismo al extremo de afirmar sin pudor que "no hay un concepto sociológico del Estado además del jurídico"10. Su creencia en la "necesaria" unidad de derecho y Estado redundó en la reducción de este último a un problema de imputación normativa. Ni siquiera les concedió a los politólogos la posibilidad de analizar el Estado como un fenómeno "de poder" o como una "organización política", porque estimó que el carácter político de cualquier orden residía en el hecho de que fuera coercitivo y esta cualidad era para él la característica esencial del derecho:
A veces se afirma que el Estado es una organización política, en cuanto tiene, o es, "poder". El Estado es descrito como el poder detrás del derecho, del cual deriva éste su fuerza. En cuanto tal poder existe, no es otra cosa que el hecho de la eficacia del orden jurídico, es decir, el hecho de que la representación de las normas jurídicas creadoras de sanciones determina la conducta de los individuos o ejerce sobre ellos una coacción psíquica. El hecho de que un individuo ejerza sobre otro un poder social se manifiesta en que el primero se encuentra en condiciones de inducir al segundo a que realice la conducta deseada por él. Pero en un sentido social, el poder sólo es posible dentro del marco de un orden normativo regulador de la conducta humana [...].
El poder, en sentido social o político, implica autoridad, es decir, la relación de superior a inferior. Dicha relación únicamente es posible sobre la base de un orden en virtud del cual uno está facultado para mandar y otro obligado a obedecer. El poder social es esencialmente correlativo de la obligación social, y ésta supone el orden social o, lo que equivale a lo mismo, la organización social. El poder social sólo es posible dentro de una organización social. Esto es particularmente evidente cuando no pertenece a un solo individuo, sino, como casi siempre ocurre, a un grupo de individuos. El poder social es siempre un poder que en una o en otra forma se halla organizado. El poder estatal es el poder organizado por el derecho positivo, el poder del derecho, es decir, la eficacia del orden positivo [...].
El único dualismo legítimo es el que existe entre validez y eficacia del orden jurídico. Pero esta dualidad no nos autoriza para hablar del Estado como de un poder que exista detrás o independientemente del orden jurídico11 (resaltados fuera del texto).
Kelsen reduce entonces la dimensión política del Estado al problema de la eficacia de la norma jurídica. Pasa por alto todo el período previo al Estado de derecho, el absolutismo inmediatamente anterior (L'État c'est moi, había dicho no mucho antes Luis XIV) y todas las demás formas de dominación que lo precedieron, época durante la cual el poder no estuvo reglado jurídicamente. Es difícil entender que un contraargumento histórico tan obvio haya escapado al genio kelseniano. Aunque es cierto que el Estado moderno es un fenómeno en gran medida jurídicamente construido, una entidad esencialmente mediatizada por el derecho que es su principal envoltura, la reducción del Estado al derecho termina por desvanecer la dinámica política y social subyacente de la cual siempre es el resultado. Las fuerzas que mantienen en tensión el andamiaje estatal y lo hacen evolucionar exigen para su comprensión una aproximación sociológica. Aunque Estado y derecho, sin ser lo mismo, se encuentran estrechamente imbricados en relación de mutua necesidad, el fenómeno de poder subyacente a ellos no puede perderse de vista. Ambos son una derivación de él puesto que no existe derecho ni Estado sin poder que obligue a obedecerlos y, a su vez, en la modernidad, el poder estatal no puede ejercerse de manera legítima sin respetar el derecho. En esa medida, el derecho puede entenderse como una herramienta a favor del poder pero también, como contrapartida, se erige en mecanismo imprescindible para su limitación y por lo tanto contra el poder. Esta tensión sinalagmática no escapa a Ferrajoli, para quien "toda la historia del Derecho puede ser leída como la historia de la lenta, difícil y controvertida obra de minimización del poder":
El poder es el presupuesto del Derecho y el Derecho es el fundamento del poder, en el sentido de que no existe ningún Derecho sin un poder que sea capaz de hacerlo respetar, y no hay poder, al menos en los ordenamientos modernos, que no encuentre su fundamento en el Derecho.
Pero esta misma relación puede ser interpretada en un sentido completamente diferente: como relación no ya de implicación recíproca, sino de recíproca oposición [...]. El poder -todos los poderes- tiende a acumularse siempre en formas absolutas; y el Derecho, a su vez, por lo menos en la edad moderna, se configura como una técnica de ordenación y, por tanto, de limitación y minimización del poder.
Esta es la naturaleza del Derecho moderno y del Estado de Derecho. Principio de legalidad, división de poderes y su sometimiento a la ley no son nada más que técnicas dirigidas a la limitación de un poder público que, de lo contrario, sería absoluto12.
Con sus límites y defectos, el aporte del derecho y los juristas a la construcción del Estado no fue menor: el derecho se ofreció como la principal herramienta civilizada para racionalizar el conflicto social (la más primitiva fue la guerra), sirviendo de principal materia prima para edificar ese invento político de la modernidad tan repudiado por los anarquistas como necesario para los pacifistas. La función civilizadora del derecho fue reconocida en la metáfora del contrato social y el Leviatán por Hobbes, para quien el derecho es la negación de la guerra, el remedio necesario para que el hombre se sobreponga al estado de naturaleza salvaje. Por su parte, Jhering observó con agudeza que aunque la conquista de cualquier derecho tanto en sentido subjetivo como objetivo supone una lucha histórica, su finalidad última es "la paz"13. Con algo de razón, reconoció alguna vez un médico a su abogado que "el Estado de derecho ha salvado más vidas que la medicina".
Pero el Estado siempre fue una realidad demasiado compleja para agotarse en lo jurídico. La segunda mitad del siglo XIX vio crecer el marxismo y su visión económica del aparato estatal, que lo consideraba un instrumento de opresión, una herramienta de dominación de una clase sobre otra. Para el materialismo histórico, el Estado no podía ser sino un epifenómeno superes-tructural derivado de la única infraestructura realmente determinante que era el modelo económico capitalista. La Gran Depresión económica de 1929 y la desastrosa situación de los países beligerantes al final de la Segunda Guerra Mundial marcaron el nacimiento de una nueva perspectiva social, centrada en la capacidad estatal para proveer una plétora de servicios: el Welfare State que para algunos engendró su propia ruina en el intervencionismo exacerbado que a finales de los años 1970 también entró en crisis, en lo que Hayek denominó la "ruta hacia la servidumbre"14 debido a la limitación de la libertad económica y política que en su entender aupaban las ideas intervencionistas.
El Estado de bienestar encontró su precursor jurídico en el Estado social de derecho, establecido por primera vez en la Constitución de Weimar (1919) como paradigma constitucional comprometido con los ciudadanos para la realización de la igualdad, además de formal o ante la ley como ocurría hasta entonces, material, mediante la protección ya no solo de libertades civiles y políticas que implicaban deberes de abstención, sino de derechos prestacionales o de segunda generación a los que se aparejó el deber de despliegue positivo de la acción pública con miras a su realización: trabajo, seguridad social, educación, asistencia médica15. En términos económicos, el aporte del concepto de Estado social de derecho, atribuido al jurista alemán Hermann Heller (1891-1933), fue la reformulación de los objetivos y el rol del la maquinaria estatal como ente regulador de la sociedad, al resaltar el carácter indisociable que debe existir entre política económica y política social en el contexto de un nuevo modelo de Estado constitucionalmente protegido, que radica en su cabeza nuevas responsabilidades económicas con el fin de reducir las desigualdades sociales16.
Hoy se puede afirmar que en Occidente convive una aspiración jurídica que ha hecho carrera en casi todas las constituciones (Estado social de derecho) con una realidad social que muestra que la implementación del Estado benefactor puede traducirse en la garantía exitosa de un mínimo de bienestar social general (Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca, Holanda), o degenerar en un aparato asistencialista de dimensiones desbordadas (Francia, Italia, Bélgica, Alemania) basado en el fraude ciudadano para acceder a beneficios sociales. Un estudio reciente17 evidencia que los diferentes resultados obtenidos por la generosidad de los Estados de bienestar18, en términos de su calidad según la percepción de la población, varían en función de la integridad de sus ciudadanos19 y de la imagen que tienen respecto de la trasparencia del gobierno, así como de la confianza en las instituciones estatales20. En este orden de ideas, el secreto del éxito de los Estados benefactores transparentes y eficientes propios de los países escandinavos es el civismo de sus habitantes y la buena imagen que tienen de los gobiernos, que los conduce a respetar la normatividad tanto al momento de tributar para financiar las ayudas estatales como cuando acreditan las condiciones requeridas para beneficiarse de ellas u obran como funcionarios que administran la cosa pública21. En segundo lugar, países con un nivel de confianza y transparencia relativamente bajo como los Estados de bienestar europeos continentales mantienen sin embargo un gasto social alto que se explica por el hecho de que la mayoría de individuos "incívicos"22 que los habitan, quienes no confían en las instituciones estatales y por lo tanto irrespetan la normatividad tanto para pagar impuestos como para obtener ayudas, impulsan una mayor demanda por la redistribución económica mediante programas sociales más generosos. En tercer lugar, están los países anglosajones y Japón, donde el limitado alcance del Estado benefactor va en correspondencia con su nivel intermedio de transparencia. En suma, el tamaño de los Estados benefactores no siempre está en relación directa con su nivel de transparencia, pero en cambio la percepción sobre su eficiencia sí varía en función del civismo de sus habitantes. La conclusión general de este estudio apunta entonces a que el mero aumento en el gasto social no mejora la percepción de la calidad y eficiencia de los Estados de bienestar, sino que estas exigen la presencia de buenos ciudadanos.
2. La revolución democrática
Con las revoluciones americana (1776) y francesa (1789), la transferencia de la soberanía de manos del monarca al pueblo convirtió a este último en el nuevo eje de reflexión para justificar el ejercicio del poder político, enriqueciendo enormemente la teoría del Estado con su nueva dimensión democrática. Sin embargo, el canon adoptado para la realización del "gobierno del pueblo" durante el siglo XIX, luego teorizado y convertido en hegemónico durante la primera mitad del siglo XX, se vio reducido al electoralismo y el gobierno representativo. Kelsen señaló la divergencia entre ideología y realidad que rodea la aspiración democrática, para justificar su versión meramente representativa. En su entender, el ideal democrático implicaría la ausencia de dirigentes, pero como en la práctica esto no es ni remotamente realizable porque la realidad social impone la existencia de un gobierno que tome las decisiones, la cuestión que realmente importa resolver a la democracia en tanto técnica organizativa es cómo formar la "voluntad imperante"23. Bajo este esquema, la democracia quedó reducida a un método especial de creación de órganos y escogencia de dirigentes, que Kelsen defiende no tanto porque garantice que manden los mejores, como por ser el más propicio para el desarrollo del relativismo axiológico en el debate político, puesto que activa un mecanismo que si bien no garantiza la calidad del contenido de las decisiones -la cual resulta objetivamente indiscernible porque pertenece al mundo subjetivo de los valores-, permite la concurrencia y expresión del mayor número de opiniones en un campo deliberativo idóneo para formar la "voluntad general", entendida en su justa dimensión como artificio jurídico producto de la supuesta transferencia de la voluntad de los electores a los elegidos, necesaria para mantener en pie la ficción de la libertad24. El tópico del "gobierno de los mejores" fue tratado por Kelsen con la mayor frialdad científica:
Cabe anotar que la libertad, y no la igualdad, es considerada en la gramática kelseniana el valor esencial que define la democracia en tanto forma de gobierno. De ahí su reproche semántico a la democracia social o proletaria defendida por los marxistas, que consideran la igualdad en términos económicos el fin último de la democracia26.
Esta versión procedimental encontró eco en la obra de Schumpeter, quien entendió la democracia como un arreglo institucional concebido para facilitar la toma de decisiones políticas, haciendo énfasis en el método electoral diseñado para facilitar la competición de los individuos por el acceso al poder decisorio27. En otras palabras, Schumpeter antepone un elitismo democrático que reduce la democracia a un mecanismo para la formación de gobiernos, con base en una teoría de la sociedad de masas según la cual, como los individuos actúan en general impulsados por las emociones, es imposible esperar de ellos un posicionamiento racional respecto de cada cuestión de gobierno, y por esta razón la concepción procedimental de la democracia, esto es, su comprensión como método político para la toma de decisiones, se convierte en lo esencial para su realización.
La expansión progresiva de la democracia liberal en su versión electoral mediante las oleadas de democratización que amojonó históricamente Huntington28, reforzada por la caída del muro de Berlín, la implosión de la Unión Soviética y el derrumbe general del comunismo con sus regímenes totalitarios, alimentó tanto el optimismo que llevó a Fukuyama a proclamar el "fin de la historia" del pensamiento político29, como resultado de lo que él consideró la culminación del proceso de evolución sociocultural de la humanidad, manifestada en el triunfo indiscutible del modelo democrático liberal capitalista sobre el totalitario comunista en tanto arreglo institucional ideal para el pleno desarrollo del hombre. Sin embargo, esta idea hegeliana basada en una visión direccional de la historia hacia el progreso, en la que se espera que las sociedades humanas alcancen un punto máximo de evolución en el que por fin satisfagan sus más profundos y fundamentales deseos, se reveló prontamente demasiado "idealista".
La disparatada fosilización histórica del pensamiento político planteada por Fukuyama naturalmente probó ser una entelequia y el modelo prevalente de democracia representativa evidenció tener serias deficiencias. En este contexto, la aspiración democrática ya no se conformó con la mera competición electoral para materializar una "representación" espuria, sino que incorporó nuevos contenidos para atender la necesidad de "democratizar la democracia" por medio de: la creación de mecanismos, espacios e instancias de participación que abren el campo de construcción de la acción pública y garantizan la intervención efectiva de la ciudadanía durante las diversas etapas de formación de la decisión estatal30; la depuración del proceso de deliberación propio de las asambleas representativas, con el objetivo de optimizar el intercambio dialéctico de modo que satisfaga criterios de racionalidad31; el aumento de la accountability o responsabilidad pública de los elegidos ante sus electores mediante diversos mecanismos de rendición de cuentas y control de gestión32; e incluso por medio de elementos contrademocráticos, bien sea porque bloquean el principio de mayoría para salvaguardar los derechos de las minorías (derechos humanos)33, o porque abren espacios contestatarios, de desconfianza y control del poder tanto por parte de nuevas estructuras estatales como de la sociedad civil, esto es, lo público no estatal, mediante nuevas instancias y herramientas de vigilancia alternativas y complementarias de la democracia tradicional representativa. Del lado del Estado, la renovada desconfianza se manifiesta en primer lugar en la multiplicación de autoridades independientes encargadas de regular actividades específicas (telecomunicaciones, mercados bancarios, financieros y bursátiles, medios audiovisuales, entre otras), ombudsmen o "mediadores" y "comisiones deontológicas" o de vigilancia interna de las instituciones públicas (Police Complaints Authority en el Reino Unido, Commission nationale de déontologie de la sécurité en Francia, oficinas de control interno en Colombia). En segundo lugar, la desconfianza democrática estatal se materializa en el florecimiento de agencias internas de auditoría y evaluación, es decir, en el auge de la "industria de la evaluación" en cabeza de instancias cuya misión es llevar estadísticas, inspeccionar, controlar y evaluar periódicamente el desempeño de la Administración. Buena parte de estos órganos son el resultado de la emergencia de la gestión racional, el New Public Management y la evaluación de políticas públicas como nuevos paradigmas de dirección de lo público. Del lado de los particulares, asistimos a la emergencia de un "ciudadano vigilante" que se expresa tanto individual como colectivamente, a través de un "nuevo militantismo" que se traduce en la proliferación de renovados "movimientos sociales" que aglutinan diversas identidades colectivas de tipo sexual, racial, generacional, feminista o de defensa de causas y derechos humanos específicos, tales como los advocacy groups, los movimientos altermundistas (Attac, Act-Up, Los Indignados, Occupy Wall Street, etc.), las ONG, los watchdog committees o comités de vigilancia, los whistleblowers o alertadores, los watchdogs u observatorios, los think-tanks y toda suerte de grupos de vigilancia y presión. La mayoría de estas manifestaciones cívicas se encuentran además en estrecha relación con el desarrollo de internet en tanto nueva "forma política", que lejos de ser un mero instrumento de comunicación se erige como un verdadero espacio global privilegiado de vigilancia y evaluación del mundo, accesible a un número creciente de personas y cuyas potencialidades, dinámicas, derivas, manipulaciones y peligros estamos apenas descubriendo34. El debate sigue abierto y está candente: el gran reto de la teoría democrática y el diseño institucional contemporáneo es poner fin a esa democracia "de apariencia"35, "imperfecta"36, "imposible"37 e "inacabada"38 que demostró ser el gobierno representativo. En definitiva, la manida "crisis de la representación" hoy sabemos que tiene causas estructurales: de un lado, la ausencia de mandato imperativo y de obligación de rendir cuentas por parte de los elegidos ante el electorado que desvanece cualquier posibilidad de representación real en términos jurídicos39, la cual implicaría algún tipo de responsabilidad de la misma índole que por lo general está ausente en el estado actual de la relación principal-agente, salvo por las hipótesis de revocatoria del mandato; y de otro lado, las deficiencias producidas por las distorsiones que se generan en la dinámica electoral debido al rol manipulador de los grandes medios40, las firmas encuestadoras y el flujo de dinero41 como factores que realmente definen el voto. Los caminos de la "nueva democracia" están por lo tanto escribiéndose.
3. Tocqueville, weber y la renovación de la agenda investigativa
¿Que ocurrió con el estudio del Estado-nación durante las tres últimas décadas? Según el itinerario investigativo trazado por Skocpol42, hasta 1985 el paradigma prevalente en las ciencias sociales comparadas no entendió los Estados en tanto estructuras organizacionales que operan como actores autónomos, sino que analizó la política y las políticas públicas como meros subproductos de las fuerzas sociales, económicas y culturales subyacentes. El resultado de este sesgo fue la subestimación del rol que los Estados, las organizaciones políticas y sus líderes jugaban en la configuración de la realidad social, y por lo tanto el menosprecio del impacto visible de sus acciones en el desarrollo económico y los conflictos sociales. Solo a finales de los años ochenta es posible identificar dos nuevos derroteros metodológicos, el weberiano y el tocquevilliano, que buscan corregir el extravío epistemológico. La perspectiva weberiana apunta, en la tradición científica del gran sociólogo alemán, a conceptualizar los Estados no solo como espacios donde se desarrolla la lucha entre las diversas fuerzas sociales, sino como organizaciones que ejercen un control real sobre territorios y personas gracias a una gran variedad de recursos económicos, humanos profesionales y de coerción de los cuales disponen. En esta medida, resulta pertinente estudiar la forma como los Estados se construyen y transforman históricamente en tanto actores potencialmente autónomos, con miras a entender la dinámica y heterogeneidad del desarrollo social y el conflicto político. Esta línea de investigación resalta la importancia de la capacidad estatal para adelantar acciones autónomamente (no como simple reflejo de las demandas sociales) y en forma diferenciada según el país, la época, el campo de acción social y los arreglos institucionales de que se trate: todos los Estados, tanto a nivel nacional como regional e incluso supranacional, presentan capacidades desiguales para afrontar distintos tipos de problemas que pueden aumentar o disminuir con el tiempo. En suma, el punto de vista weberiano aborda los Estados como organizaciones con capacidades variables para lidiar con desafíos de control y dirección. Por su parte, la perspectiva tocquevilliana se enfoca en los efectos indirectos de las estructuras y acciones estatales en los patrones de la política, y su nombre se inspira en la metodología empleada por alexis de tocqueville en su clásico L'Ancien Régime et la Révolution (1856), libro donde subrayó la influencia que un tipo específico de absolutismo monárquico tuvo sobre las aspiraciones y el rol de los aristócratas y el pueblo en el drama de la revolución. En otras palabras, este enfoque señala que la influencia de los Estados no se limita a los fines expresamente perseguidos por los funcionarios que despliegan la actividad estatal, sino que, junto con otra serie de factores, afecta la cultura política en la medida en que incentiva la formación de cierto tipo de grupos y acciones colectivas en lugar de otros, y hace posible la entrada en la agenda política de asuntos determinados con desmedro de otros. En este orden de ideas, la visión y práctica política propia de la gente bajo cualquier contexto es en buena medida el resultado de la experiencia que previamente tuvo con arreglos institucionales y políticas públicas específicas. En definitiva se busca, en ambas perspectivas, rescatar un "enfoque completamente relacional" (fully relational approach) para la compresión del Estado, esto es, no caer en determinismos de ninguna índole sino aproximarse a los fenómenos políticos como "coproducciones" de diversos factores políticos, burocráticos, económicos y sociales.
Definidos los puntos de partida, Skocpol divide la evolución reciente de la agenda científica sobre el Estado en cuatro grandes líneas de investigación: los estudios sobre las transformaciones de los regímenes políticos, sobre el desarrollo de los Estados de bienestar, sobre el capital social y sobre la efectividad democrática. En primer lugar, se ha descubierto que las transformaciones de régimen ocurren en buena medida debido a la previa erosión del aparato estatal y la organización administrativa existente, que abre la puerta a la rebelión popular. Este deterioro se produce a su vez como consecuencia de debilidades históricas en las estructuras estatales y en las relaciones entre los gobernantes y sus ejércitos con las clases altas terratenientes. También debe tenerse en cuenta el contexto internacional puesto que las guerras y las presiones económicas transnacionales pueden contribuir al colapso de la organización estatal prerrevolucionaria. Bajo esta ecuación, los conflictos entre los gobernantes y las clases altas terminan con frecuencia por minar la cohesión de los aparatos de coerción que resultan cruciales para prevenir o reprimir las revueltas que se producen desde abajo. En su trabajo clásico sobre la materia43, Skocpol demostró que el éxito de las revoluciones sociales clásicas en Francia (1789-1800), Rusia (1917-años 1920) y China (1911-1949) obedeció al previo colapso y posterior reconstrucción del núcleo coercitivo y administrativo de los órganos del Estado. En efecto, en los tres casos se produjo la misma secuencia causal: derrumbe del viejo régimen por luchas entre élites, emergencia de revueltas populares desde abajo y lucha entre los contendores revolucionarios para construir un nuevo Estado posrevolucionario más centralizado, autocrático e incluso dictatorial que el precedente, sin importar los deseos de los revolucionarios liberales o socialistas. Por el contrario, otras monarquías agrarias similares no experimentaron transformaciones sociales revolucionarias porque estaban ausentes los factores causales clave. En la misma línea, varios estudios posteriores han explicado la ocurrencia de revoluciones en otros lugares con base en las tensas relaciones entre gobernantes y élites dominantes, así como por la combinación de fuerzas externas y conflictos internos que precipitan el quiebre de los Estados en tanto monopolios de fuerza, dando lugar al triunfo de revueltas populares o de campañas guerrilleras que cuentan con el apoyo campesino. La misma perspectiva "Estado-sociedad" fue utilizada por Levitsky y Way en su trabajo sobre la evolución de los que denominan regímenes "competitivos autoritarios", es decir, cuasi-democracias que realizan elecciones pero suprimen los derechos liberales y constitucionales. La estabilidad o transición hacia la liberalización de este tipo de regímenes depende según los autores de la coherencia que muestran las organizaciones coercitivas del Estado en sus relaciones tanto con los grupos sociales locales como con los poderes internacionales externos de Occidente44.
En segundo lugar, los estudios a propósito de los orígenes y desarrollo de los Estados de bienestar desde una perspectiva tocquevilliana contribuyeron a arrojar luz sobre la influencia de las estructuras estatales en el nacimiento y persistencia de los programas sociales. Hasta antes de los años noventa la mayoría de investigaciones utilizaron una perspectiva centrada en la sociedad, en la que los niveles de industrialización y el resultado de la lucha de clases en términos electorales fueron considerados los factores clave para el surgimiento y expansión de los programas de asistencia social. El trabajo de Skocpol sobre los beneficios otorgados a soldados veteranos y madres e hijos (en oposición a la clase de hombres trabajadores) en Estados Unidos entre 1880 y 192045, mostró que la previa estructura histórica estatal estadounidense determinó en buena medida las capacidades y objetivos de los grupos sociales para obtener reivindicaciones, y que estas nuevas políticas públicas ejercieron posteriormente una influencia sustancial en la política en general (policy feedbacks). Mientras los Estados de bienestar que nacieron en Europa entre 1870 y 1920 se expresaron en programas de seguridad social para los hombres jefes de familia, en Estados Unidos la intelectualidad debatió y rechazó públicamente este tipo de programas y prefirió favorecer el reconocimiento de pensiones a los veteranos de la Guerra Civil y sus dependientes, así como el establecimiento de regulaciones y beneficios en favor de las madres y los niños. La explicación de esta divergencia radica en las estructuras estatales y partidistas heredadas. Como durante el siglo XIX Estados Unidos tuvo una administración federal basada en el patronato y estrechamente interconectada con los partidos políticos (en lugar de un Estado de tipo burocrático), la competencia de los políticos profesionales por puestos, descansos regulatorios y beneficios distributivos en favor de grupos específicos condujo al otorgamiento de pensiones para los veteranos de guerra y sus sobrevivientes en el caso de militares muertos. Esta lucha por beneficios para personas distribuidas a lo largo y ancho del país luego producía movilizaciones masivas que se traducían en votos para los políticos en la contienda electoral, en especial para el Partido Republicano.
En lo que concierne a las mujeres y los niños, la "politización de la identidad pública de las mujeres" en Estados Unidos durante el proceso de industrialización fue la clave para la adquisición de beneficios. En contraste con Europa, donde la extensión del sufragio masculino contribuyó a politizar la identidad de clase de los trabajadores varones y luego incentivó la formación de grandes partidos obreros de masa en varios países, en Estados Unidos la extensión temprana del voto a todas las clases sociales masculinas generó de plano la exclusión de las mujeres del derecho al sufragio, con independencia de su estrato social. Esta experiencia histórica con un sistema electoral machista dio lugar a la construcción de una identidad política de género femenina basada en el imaginario de las "madres públicas" (public mothers), ya que la movilización política impulsada por identidades de clase trabajadora no operó como incentivo. En este contexto, las mujeres estadounidenses que se movilizaron tanto individual como asociativamente para afianzar su identidad pública tuvieron una influencia en los programas sociales a favor de las madres y los niños a nivel local y federal, mucho mayor de la que tuvieron los jefes de familia trabajadores. El concepto clave develado por esta línea investigativa es sin duda el de "retroalimentación de las políticas públicas" (policy feedbacks), el cual indica que las políticas públicas no son meramente el resultado de la política sino que ellas a su vez ayudan a construirla, en la medida en que las nuevas políticas públicas terminan por remodelar los procesos políticos subsiguientes de diversas maneras:
En el caso bajo examen, Skocpol señala que la actitud temprana de la élite estadounidense (conformada esencialmente por intelectuales, políticos y hombres de negocios) hacia el modelo europeo de Estado de bienestar como algo considerado "corrupto", influyó directamente en que se aumentara el gasto en pensiones militares para los veteranos de la Guerra Civil. Por su parte, las asociaciones voluntarias de mujeres se apartaron también de cualquier demanda social que pudiera parecer "corrupta", y por lo tanto se vieron obligadas a avanzar su lucha reivindicatoria con fundamento en otros imaginarios más conmovedores. El fenómeno de "retroalimentación de las políticas públicas" se observa también en el hecho de que una vez implementados en la década de 1910 los programas a favor de madres y niños, los debates posteriores en Estados Unidos sobre el Estado de bienestar fueron entendidos como un asunto de ayuda a las madres pobres, en vez de a los ciudadanos de escasos recursos en general. Por último, la perspectiva de los policy feedbacks ha resultado muy útil en la investigación comparada sobre los Estados de bienestar. Por ejemplo, el trabajo clásico de Pierson sobre el desmantelamiento del Estado de bienestar48 sirvió para explicar los efectos de los programas sociales existentes en Estados Unidos, Inglaterra y otros países, en el sentido de que algunos sistemas pensionales favorecen su mantenimiento gracias a que aumentan la capacidad de los ciudadanos y de los intereses de grupo para bloquear recortes, mientras que otros les permiten a los políticos superar la resistencia de los grupos de presión y generar culpas que terminan por justificar la reducción de los programas.
En tercer lugar, la agenda de investigación impulsada por el concepto de capital social inauguró importantes caminos en el estudio del Estado. La noción de capital social fue concebida inicialmente por Coleman49 y luego desarrollada por Putnam50 para designar el valor que las relaciones entre los actores sociales privados, personas y organizaciones, tienen para el logro de objetivos colectivos, en especial para el crecimiento económico, la provisión de bienes y servicios públicos, el buen desempeño estatal y el funcionamiento de la democracia. En particular, el trabajo de Putnam fue pionero al intentar explicar el desarrollo económico desigual entre las provincias del norte y el sur de Italia, bajo un marco institucional "constante", como el resultado de las diferencias en la calidad de las relaciones sociales entre los particulares medida en términos de la abundancia de organizaciones voluntarias, mediante la ecuación de que una sociedad fuerte conduce a una economía fuerte y esta, a su vez, a un Estado efectivo. Aunque esta investigación supuso en buena parte un regreso al pensamiento sociocultural determinista, en la medida en que relegó nuevamente la acción estatal y la organización política a la condición de variables "dependientes", nuevas líneas de análisis han depurado el concepto de capital social en el sentido de considerar los lazos y las actitudes sociales una variable "co-determinante" de la realidad social junto con el Estado y las instituciones. En otras palabras, tanto los procesos políticos como socioculturales modelan en forma conjunta las actitudes ciudadanas y por ende contribuyen a definir las instancias políticas de las élites y los grupos de interés: en este contexto, el capital social se ve también influenciado por la experiencia previa de las personas con el Estado y las políticas públicas. A este respeto es esclarecedora la crítica formulada por Tarrow51 en el sentido de que las estructuras estatales autocráticas y patronales propias del sur de Italia ayudaron a desarrollar los patrones de asociacionismo y desconfianza social que Putman contrastó con el mayor capital social presente en el norte del país, señalando que la efectividad estatal no es un mero subproducto de los lazos sociales, y por lo tanto el poder de la sociedad civil en parte depende del diseño institucional y de la interacción de la población con diferentes gobiernos y políticas públicas. Conclusiones similares se desprenden del trabajo de Skocpol sobre el desarrollo de las asociaciones voluntarias en Estados Unidos entre 1850 y 195052, las cuales nunca fueron meramente locales sino que se construyeron en permanente interacción con el gobierno federal y su apuesta política en favor del florecimiento del asociacionismo gracias a la separación entre Iglesia y Estado, una comunicación eficiente entre los niveles nacional, estatal y local por medio de un correo subsidiado, y el impulso a los grupos asociativos para conseguir influencia en los debates del Congreso.
Las repercusiones prácticas de este ángulo de indagación no son menores, pues indican que la sinergia Estado-sociedad es la clave para promover el desarrollo económico en los países del Tercer Mundo, así como una herramienta crucial para solucionar problemas específicos tan acuciantes como la desconfianza social, las diferencias étnicas y la inmigración. En este último campo, el estudio comparado entre Estados Unidos y Canadá realizado por la socióloga Bloemraad54 mostró que la integración de los grupos de inmigrantes a la comunidad nacional resulta más efectiva cuando los partidos políticos y el gobierno en lugar de cruzarse de brazos promueven canales generosos para la incorporación. Igual ocurre con los conflictos étnicos, que son bastante sensibles a la política y las políticas públicas55. En Colombia, el trabajo académico de Sudarsky56 y su implementación de un Barómetro de Capital Social (barcas) nacional y local en tres grandes mediciones (1997, 2005 y 2011) ha sido pionero para convertir el concepto de capital social en un poderoso instrumento de diagnóstico periódico sobre el estado de la participación ciudadana en el ámbito público, esto es, del peso de la llamada "sociedad civil" o movilización de lo público no estatal en el campo político, con miras a proponer reformas tanto del diseño institucional para favorecer la democracia participativa, como del sistema electoral para mejorar la relación principal-agente en términos de control de gestión, rendición de cuentas y accountability.
En cuarto lugar, se advierte una promisoria línea de investigación en materia de políticas públicas sociales y su impacto no solo sobre el bienestar material de sus destinatarios, sino en el aumento de la motivación de los ciudadanos para participar en política y por lo tanto la efectividad democrática. El libro de Campbell How Policies Make Citizens57 demuestra que el programa de Seguridad Social para pensionados y el seguro Medicare redundaron en beneficio del interés y la participación política de los estadounidenses de mayor edad. Mientras entre personas jóvenes existen hondas diferencias en la participación en elecciones y otras manifestaciones políticas que varían según el ingreso y el nivel educativo, la naturaleza universal y no estigmati-zadora de estos programas sociales para ciudadanos mayores eleva de manera uniforme los niveles de participación, sin importar que se trate de jubilados de ingresos bajos o medios. Esto se explica porque ambos programas envían un "mensaje positivo" a sus destinatarios con respecto a sus "derechos" como ciudadanos, que los hace más conscientes y proactivos a la hora de defenderlos frente a los intentos de recorte por parte de los gobiernos. De manera más general, el trabajo de Mettler y Soss58 arroja luz sobre qué tipos específicos de programas sociales en Estados Unidos inducen una participación masiva y mejoran la actitud de los ciudadanos hacia el gobierno. La conclusión general apunta a que mientras los programas con destinatarios pobres demasiado segmentados y requisitos administrativos invasivos envían un "mensaje negativo" de parte del gobierno a sus receptores, quienes incluso llegan a sentirse estigmatizados; los programas universales de seguridad social que transmiten el mensaje de que materializan "derechos" de los ciudadanos con pocas exigencias administrativas tienen un efecto positivo porque los inducen a participar y valorar el esfuerzo estatal por mejorar su bienestar. Sin embargo la tendencia actual en Estados Unidos es a privatizar la asistencia, anota Skocpol59, en un escenario donde el otorgamiento de subsidios a los actores del mercado y la proliferación de créditos fiscales o garantías estatales para los préstamos se han convertido en las herramientas preferidas de intervención del gobierno. El problema que plantean estas nuevas modalidades de política pública es que tienden a beneficiar a las clases alta y media-alta, al tiempo que perjudican la participación porque desmovilizan las grandes asociaciones de ciudadanos, mientras pequeños grupos de interés se apoderan de los debates en Washington para la defensa de sus privilegios y aumentan su influencia sobre los dos grandes partidos políticos. En definitiva, se trata de un estimulante nuevo modelo de investigación transdisciplinario que articula muy bien el análisis institucional de las políticas públicas con la indagación por los comportamientos colectivos y las actividades políticas.
4. Nuevos derroteros: globalización, neoconstitucionalismo y análisis de políticas públicas
Para completar el panorama descrito por Skocpol, desde una perspectiva interdisciplinaria más diversa quiero aproximarme a las que a mi juicio constituyen las tres grandes transformaciones que definen los rumbos actuales del fenómeno estatal como problema de investigación para el derecho y la ciencia política: 1) la resurrección del análisis jurídico del Estado mediante la constitucionalización del derecho y el paradigma del neoconstitucionalismo; 2) la globalización, con sus enormes repercusiones en la comprensión de la realidad estatal y su nuevo alcance en el escenario internacional altamente interconectado; y por último, 3) la montée en puissance del análisis de políticas públicas como ángulo privilegiado de observación del Estado en acción, en especial el concepto de gobernanza como nuevo canon de la idea democrática y el modelo de evaluación general de la acción pública vehiculado por la literatura sobre Estados fallidos y los índices globales de desempeño estatal.
Desde una perspectiva jurídica, el comienzo del siglo XXI fue testigo de un remozamiento del derecho como vehículo general de comprensión del Estado, mediante la reaparición del constitucionalismo en el apogeo del Estado constitucional60, la reivindicación de la Constitución "como cultura"61 y la constitucionalización del ordenamiento jurídico62, entendida como la omnipresencia del texto constitucional por su enorme fuerza expansiva que, en virtud del efecto de impregnación, irradia todo el sistema normativo de tal manera que virtualmente no existe problema jurídico que no pueda ser constitucionalizado. Se trata de un nuevo derecho "dúctil"63 que funciona a partir de la interpretación de cláusulas constitucionales de textura abierta que pueden entrar en conflicto y requieren ser ponderadas para obtener aplicación en el caso concreto. La idea de un ordenamiento jurídico pleno y sin contradicciones, basado exclusivamente en reglas jurídicas cuya operación silogística no ofrece dificultad, es reemplazada por un sistema hermenéutico complejo donde los principios constitucionales son entendidos como mandatos de optimización64 que deben realizarse solo en la medida en que las condiciones fácticas y jurídicas del caso lo permiten mediante un juicio de ponderación. En adelante, las soluciones que proporciona el derecho a las colisiones entre aspiraciones constitucionales no son consideradas en términos de correctas o incorrectas, sino de más o menos plausibles según la calidad de la argumentación que las soporta. En este contexto, la teoría del discurso65 y el principio de proporcionalidad66 se ofrecen como las principales herramientas dialécticas para racionalizar el ejercicio interpretativo, dando lugar al nacimiento de un nuevo canon de lectura del ordenamiento jurídico (y con él, del Estado) denominado neoconstitucionalismo. El canon neoconstitucional encuentra expresión en tres distintos niveles analíticos: el normativo, el jurisprudencial y el teórico67. En el campo normativo se materializa en un conjunto de nuevos textos constitucionales que, en especial desde la década de 1970, ya no se conforman con delimitar las competencias de los poderes públicos sino que les imponen la realización de verdaderos programas de aspiraciones materiales positivas, mediante la confección de amplios catálogos de valores, principios y derechos fundamentales que definen los principales objetivos del aparato estatal. En el ámbito jurisprudencial, el neoconstitucionalismo se traduce en un rol social renovado del juez constitucional, que debido a la protección jurisdiccional de buena parte de las ambiciones constitucionales produce una explosión de la labor judicial, la cual redunda con frecuencia en prácticas jurisprudenciales de activismo judicial que resultan necesarias para atender las exigencias del nuevo modelo en términos de política pública. Por último, la dimensión teórica del neocons-titucionalismo se concreta en nuevos desarrollos intelectuales que buscan racionalizar el renovado ejercicio hermenéutico, que en opinión de Prieto se caracteriza por la inexistencia de un "modelo geográfico" de interpretación con zonas delimitadas por fronteras nítidas que permitan definir a priori las competencias del legislador y los espacios por él intangibles reservados a la protección de los derechos fundamentales establecidos en la Constitución. Por el contrario, prima un "modelo argumentativo" dinámico de relaciones entre la Constitución y el resto del ordenamiento, donde apenas existen "círculos de competencia" que el intérprete define mediante el juicio de ponderación, buscando el equilibrio entre la libertad de configuración del legislador y la prohibición de arbitrariedad que lo obliga a justificar racionalmente cualquier restricción de los derechos fundamentales68.
En segundo lugar, el fenómeno de la globalización transformó la manera como se entretejen internacional, transnacional y supranacionalmente las relaciones entre los Estados y las organizaciones internacionales, y entre ellos y las poblaciones. El desvanecimiento del concepto de nacionalidad69 y la erosión de la soberanía estatal70, en medio de un contexto de liberalización y globalización crecientes donde descuellan los mercados mundiales, las redes transnacionales, las normas y los valores internacionales, han disminuido el papel de los Estados y su ámbito de control. Sin embargo, al mismo tiempo, el mundo globalizado necesita más que nunca de los Estados para funcionar. El orden internacional, la delimitación de fronteras y la acción de las organizaciones internacionales aún reposan sobre los cimientos del sistema interestatal de soberanía que nació con la Paz de Westfalia. La globalización económica exige de parte de los Estados una capacidad de gobernanza mucho mayor que la necesaria en un modelo de economías protegidas. Esto porque la volatilidad, la imprevisibilidad del comercio, el flujo de capitales mundiales y su impacto sobre el crecimiento y los indicadores sociales deben armonizarse con las expectativas económicas de los inversionistas y los acreedores extranjeros. Paralelamente, en el campo jurídico71 el fortalecimiento de la normativa internacional redunda en el desarrollo de redes transnacionales utilizadas por las organizaciones internacionales para velar por su cumplimiento, que reclaman de los Estados su rol como principales responsables de las obligaciones y normas internacionales. En suma, el triunfo de la economía de mercado plantea una crisis del Estado soberano que conlleva su retirada en materia económica debido a la reducción del aparato estatal y la agudización de los procesos de privatización, al igual que la pérdida progresiva de varias de sus prerrogativas tradicionales como la seguridad (Estados Unidos) y la moneda (Unión Europea). De ahí que se hable de un "vaciamiento" (hollow up) del ámbito de competencia estatal.
En tercer lugar, la lectura desde el análisis de políticas públicas hoy prefiere interpretar el fenómeno estatal avanzando un estudio interdisciplinario que entiende la decisión pública ya no como un espacio cerrado, privativo de los funcionarios estatales, sino como el resultado de la negociación entre diversos actores sociales: expertos, agentes del Estado y representantes de la sociedad civil (sindicatos, asociaciones, grupos de interés) que confluyen alrededor de problemas que les incumben, desplegando racionalidades e influencias asimétricas, y terminan por influir en la formación de la acción pública en torno a un nuevo paradigma de gestión pública denominado gobernanza72. La noción de gobernanza implica un desplazamiento del centro de atención, de las instituciones gubernamentales al proceso decisional, como gramática idónea para entender el fenómeno de configuración de lo público en toda su complejidad. El concepto de gobernanza reemplaza el esquema tradicional de concepción del Estado como una institución "separada" de la sociedad, por un modelo de análisis que subraya la creciente porosidad de la frontera entre lo público y lo privado, mientras resalta la interacción entre actores estatales y paraestatales. De otra parte, pone en entredicho el modelo de Estado-nación porque envuelve una nueva concepción de los territorios, donde la centralidad clásica de los Estados como ámbito tradicional para la toma de decisiones cede su lugar a una realidad transfronteriza que privilegia nuevos espacios: se habla en esta medida de gobernanza global a escala planetaria, gobernanza multinivel en lo que concierne a la integración europea y gobernanza urbana para significar el regreso de las ciudades como escenario natural de la acción pública. Aunque la noción de gobernanza aspira a ser una solución conceptual para la interdependencia creciente entre sociedades y sus obligaciones recíprocas en las relaciones económicas, políticas y sociales, en el sentido de que intenta conciliar la globalización y la sociedad global con la supervivencia de sociedades intermedias en los distintos niveles inferiores, el concepto no está exento de problemas. Para empezar, la noción de gobernanza comporta una enorme anfibología73 que redunda en la convivencia no siempre pacífica de múltiples definiciones. Además, como está marcado por un sesgo ideológico neoliberal, pues desde sus comienzos fue desarrollado por la normatividad de organizaciones internacionales como el Banco Mundial, el FMI, la OCDE y la Unión Europea, el concepto de gobernanza apunta a la "despolitización de lo político"74. En suma, hoy ocurre con la gobernanza lo mismo que con la noción de democracia: aunque exhibe un alto grado de imprecisión, existe consenso sobre su necesidad así no lo haya sobre lo que significa. De ahí que las relaciones que la gobernanza sostiene con la democracia sean ambiguas, toda vez que se presenta como una salida a la crisis de la democracia al acentuar su dimensión participativa y al mismo tiempo como una descripción del déficit estructural democrático. En esta lógica, la cacareada "crisis" de la representación, la participación, las creencias, la confianza ciudadana, la legitimidad y los lazos sociales y políticos en los cuales se funda la democracia, en realidad no sería tal pues todos estos defectos resultan inherentes al modelo democrático desde sus inicios y no han hecho sino reproducirse con uniforme intensidad durante su historia. En realidad,
Por lo tanto, no estaríamos frente a una crisis de la democracia sino asistiendo a una transformación estructural del modelo de gobierno prevalente. La "gobernanza democrática" no sería entonces más que un eufemismo para designar la evolución hacia un nuevo esquema de dirección del todo distinto, aún designado por un concepto cuya inercia en el glosario de la ciencia política no impide que se encuentre, si no ya obsoleto, al menos en vía de extinción.
5. ¿Triunfo de la democracia?
En lo que concierne al modelo de gobierno prevalente, el triunfalismo ideológico conduciría al mismo equívoco en que cayó Fukuyama hace dos décadas cuando creyó consumado el proceso histórico de debate político con el auge de la democracia capitalista liberal. En contra de la absurda idea de una fosilización histórica del pensamiento político habla la ingenuidad de concebir la historia en términos de antagonismos casi hollywoodescos entre sistemas opuestos (democracia vs. totalitarismo, capitalismo vs. comunismo). La historia en realidad es un proceso complejo, en gran medida caótico, donde existen infinitos futuros posibles que el hombre solo conquista -o padece- con base en una lógica de ensayo y error bastante limitada en términos de predictibilidad y que resulta irreductible a modelos binarios76. Por su parte, las dificultades prácticas de la democracia electoral representativa para consolidarse como modelo hegemónico global cada vez son mayores. Los últimos reportes de Freedom House, organismo encargado de medir anualmente los niveles globales de libertad y democracia, arrojan que el número de países electoralmente democráticos en el mundo no supera el 60%, una buena parte de este porcentaje son democracias "fachada" que esconden gobiernos despóticos y el número de democracias reales viene en declive desde hace varios años. Según el informe de 201177, 25 países sufrieron retrocesos en el 2010, mientras apenas 11 mostraron avances en sus niveles de libertad. La cantidad de países calificados como "libres" pasó de 89 a 87, y la de democracias electorales se redujo de 116 a 115 (del total de 194 países), cifra que no resulta alentadora teniendo en cuenta las 123 que había en 2005. Se trató del quinto año consecutivo durante el cual la libertad global sufrió un declive, el período más largo de reflujo democrático en la historia del reporte que se realiza desde 1972.
En contra de las esperanzas democratizadoras que despertó la Primavera Árabe (hay quien incluso llegó a advertir un remozamiento de la tercera oleada de democratización en estos cambios78) pareciera hablar la ausencia de rumbo claro en la etapa posrevolucionaria. Aunque Occidente reivindicó rápidamente el rol crucial que jugaron las redes sociales en la movilización pacífica que llegó incluso a considerarse la "primera revuelta por Internet"79, un análisis más detenido indica que su papel fue instrumental, contribuyendo a darle mayor visibilidad global al movimiento, pero apenas marginal debido al bajo nivel de penetración de la web y las redes sociales en la mayoría de países árabes80. En contraste, el sentimiento religioso y la obediencia que entraña (paradójicamente el mismo mecanismo utilizado durante años para sostener los regímenes), en especial las oraciones musulmanas vespertinas de los viernes, con su enorme capacidad para convocar gente con poco esfuerzo, los volantes escritos a mano y máquina informando sobre los lugares de protesta, la comunicación boca a boca y por teléfono, y la transmisión en vivo las 24 horas de las cadenas de noticias de televisión panárabes (Al Jazeera, BBC Arabic y Al Arabiya, e incluso Al Hurra, financiada por Estados Unidos) fueron, si no el detonante, las principales herramientas que permitieron movilizar disciplinadamente al grueso de la población en las calles y plazas. En suma, los "mecanismos de cambio social propios del mundo árabe"81, no internet ni las redes sociales, fueron las verdaderas causas de las revueltas.
El informe sobre el estado global de la democracia presentado por Freedom House en 201282 señaló que los levantamientos políticos del mundo árabe representan el desafío más significativo al autoritarismo desde que colapsó la Unión Soviética. En una región que se había caracterizado por su estabilidad autoritaria y resistencia a cualquier iniciativa democratizadora, coaliciones de activistas reformadores y simples ciudadanos de a pie consiguieron derrocar con sus protestas dictadores que llevaban décadas en el poder. En algunos casos, al levantamiento popular siguió un proceso de construcción democrática institucional, como ocurrió en Túnez y Egipto, que llevaron a cabo elecciones consideradas creíbles y competitivas por parte de los observadores. Sin embargo, estos éxitos relativos produjeron una reacción represiva en países como Bahrein, Yemen y especialmente en Siria, donde al final de 2011 el régimen dictatorial de assad había asesinado más de cinco mil personas en su afán por asfixiar las protestas ciudadanas antigobiernistas. El mismo patrón de represión preventiva fue reproducido en China por el Partido Comunista con una campaña masiva de arrestos, detenciones arbitrarias, censura a la prensa y limitaciones a internet que alcanzó su punto máximo en diciembre de 2011 con el sometimiento de un buen número de escritores disidentes a largas condenas de prisión. En Rusia, la maquinaria mediática controlada por el gobierno inundó el país con amenazas de caos, inestabilidad y represión en caso de que se reprodujeran protestas y demandas de reformas políticas similares a las del mundo árabe. Otro tanto ocurrió en varios países de Eurasia y África donde las autoridades optaron por suprimir y aislar a la oposición democrática. De ahí que las mejoras de conjunto registradas en el reporte hayan sido modestas: tres nuevos países con elecciones aceptablemente libres (Níger, Tailandia y Túnez) y uno que dejó de tenerlas (Nicaragua), aumentan el número total de democracias electorales de 115 a 117; un Estado, Túnez, pasó de ser "no libre" a "parcialmente libre", mientras Gambia cambió en sentido contrario, manteniéndose así estable tanto el número de "países libres" en 87 (esto es, el 45% de los 195 países considerados y el 43% de la población global) como la cantidad de países "parcialmente libres" en 60 (es decir, el 31% de los Estados y el 22% de las personas que habitan el planeta); solo el número de países "no libres" aumentó a 48 (el 24% de las naciones y el 35% de la población mundial) en razón de la inclusión, por primera vez, de Sudán del Sur en la medición. Es de notar sin embargo que más de la mitad de las personas que viven en países sin libertad se encuentran en China. En suma, mientras 12 países experimentaron mejoras en sus niveles de libertad, especialmente Túnez, Egipto, Libia, Birmania, Singapur y Tailandia, 26 Estados sufrieron declives, con particular gravedad Bahrein, Irán, Líbano, Arabia Saudita, Siria, Emiratos Árabes Unidos, Yemen, Albania, Azerbaiyán, Hungría, Kazajstán y Ucrania. Se trata además del sexto año consecutivo en que se advierte un declive global de la democracia. En conclusión, el diagnóstico hacia el futuro es reservado. Los efectos de la Primavera Árabe indican que las protestas ciudadanas por sí solas, incluso cuando producen la caída de los autócratas, no garantizan el desarrollo de instituciones democráticas. Aunque por primera vez en muchos años los gobiernos más despóticos se encontraron en varios países a la defensiva, es incierto si esto se traducirá en una verdadera oleada de revolución democrática.
6. ¿Fin del estado-nación?
No es posible saberlo. Para Chevallier, el balance del "Estado posmoderno" donde hoy estamos inmersos apunta a que "es una forma ambigua, incierta y por esencia misma evolutiva". Y en tanto tal, "constituirá sin duda una transición hacia una concepción diferente de la organización política, rompiendo esta vez con la racionalidad estatal"83. Este escepticismo contrasta con la certeza de Ghani y Lockhart, para quienes el principal mal global a combatir son los Estados fallidos y la debilidad estatal en general debido a la emergencia de "un consenso de que solo los Estados soberanos -con lo cual se significa Estados que en realidad desarrollan las funciones que los hacen soberanos- permitirán que el progreso humano continúe"84.
Comoquiera que sea, la idea de un Estado que encarna un poder pleno y exclusivamente soberano sobre un territorio claramente delimitado ya no es realista. Tampoco lo es la exploración del fenómeno estatal desde una perspectiva monodisciplinaria. El cruce de aproximaciones jurídicas, políticas, antropológicas, económicas y sociológicas, así como el recurso cada vez más frecuente a indicadores que reflejen cuantitativamente las realidades cualitativas del terreno, vehiculan un cambio esencial en lo que KuHn llamaría el "paradigma" científico de estudio del Estado. En términos generales, se advierte un desplazamiento de los orígenes, causas y fundamentos del Estado, a sus efectos y resultados como objeto de interés. Al igual que el auge de los estudios de evaluación de políticas públicas, la explosión de la literatura sobre Estados fallidos y desempeño estatal es sintomática de esta transformación. A la ciencia política contemporánea no le interesa tanto explicar de dónde viene y qué justifica la existencia del Estado, como describir sus condiciones de funcionamiento para evaluar su desempeño de la manera más integral posible.
Aunque los estudios sobre Estados fallidos, con su lente enfocada en el análisis de la debilidad y el fracaso estatal, a primera vista parecieran vehicular un pesimismo sobre su perdurabilidad, distan sin embargo de renunciar a la idea del Estado-nación como único modelo viable de organización global. Por el contrario, buscan resucitarlo al costo que sea, aun en hipótesis en que la evidencia sugiere que se ha revelado crónicamente ineficaz, como en ciertas regiones del África, y por lo tanto se podría argumentar que debe dar lugar a la exploración de alternativas de organización. En cualquier caso, el Estado que hoy tenemos se encuentra en profunda transformación y, mientras su fracaso rotundo sigue siendo una de las posibilidades, sus múltiples fallas son una constante histórica.
El discurso de los Estados fallidos materializa un nuevo paradigma de lectura del Estado, con ventajas y dificultades, donde se le observa según la capacidad de conjunto para proveer bienes políticos a su población o, en otras palabras, según su desempeño con base en diversos indicadores dentro de los cuales, sin embargo, el que se considera de mayor jerarquía es la provisión de seguridad en consonancia con una concepción prevalentemente weberiana. La dialéctica de los Estados fallidos supuso un redescubrimiento del Estado con grandes virtudes, como la implementación de una caja de herramientas interdisciplinaria que permite construir una visión panorámica enriquecedora para su comprensión y evaluación. Pero también plantea serios problemas debido a la politización que sufrió el debate sobre la debilidad estatal después de los ataques del 11 de septiembre. En adelante, la instrumentalización de un concepto inicialmente académico por parte de la agenda política internacional estadounidense, obsesionada con la seguridad y centrada en la guerra contra el terrorismo, terminó por convertirlo en un nuevo pretexto para la intervención en los asuntos internos de los Estados soberanos más débiles, pauperizando la noción de Estado fallido a tal grado que la volvió analíticamente inutilizable85. Sin embargo, tanto la literatura sobre Estados fallidos como los índices globales de bajo desempeño estatal (PSPI por su sigla en inglés: Poor State Performance Indexes) han seguido multiplicándose y ganando importancia como referentes en la formulación de política pública global y en el desembolso de ayudas financieras multilaterales86. No obstante, las deficiencias analíticas que revisten estos índices no son pocas e ilustran con particular nitidez los problemas que enfrenta la ciencia social contemporánea para dar el salto de lo cualitativo a lo cuantitativo87. En suma, se trata de un nuevo paradigma que ilustra como pocos las ventajas y falencias de una idea que aspira a ser científica, pero adolece de una fuerte carga ideológica, al tiempo que padece grandes debilidades metodológicas y tiene serias implicaciones políticas.
Pie de página
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