10.18601/01229893.n50.02

Significado y función de la Corte Constitucional en los 30 años de vigencia de la Constitución de Colombia**

Meaning and Role of the Constitutional Court along 30 Years of Came into Force of the Colombian Constitution

MANUEL ARAGÓN REYES*

* Catedrático emérito de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid (Madrid, España); magistrado emérito del Tribunal Constitucional de España y académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España. Abogado y doctor en Derecho de la Universidad Complutense de Madrid (Madrid, España). Contacto: maragonreyes@gmail.com

** Recibido el 23 de septiembre de 2020, aprobado el 4 de junio de 2021.

Para citar el artículo: Aragón Reyes, M. Significado y función de la Corte Constitucional en los 30 años de vigencia de la Constitución de Colombia. En Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia. N.° 50, septiembre-diciembre de 2021, 11-41. DOI: https://doi.org/10.18601/01229893.n50.02

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RESUMEN

En el presente artículo se plantean algunas reflexiones generales sobre el significado y función de la Corte Constitucional con ocasión de los treinta años de vigencia de la Constitución colombiana, a la luz de su diseño, sus funciones y el papel que juega para la consolidación y respeto de la democracia. El estudio se hace a través de tres partes. En primer lugar, se revisa el modelo de justicia constitucional colombiano adoptado en 1991, mediante su comparación con otros modelos de justicia constitucional -concentrados y difusos- en cuanto a su diseño, sus competencias y el ejercicio de su jurisdicción. La segunda sección hace referencia a los elementos que distinguen a la Corte Constitucional colombiana de otros tribunales constitucionales europeos, tales como los mecanismos de protección de derechos fundamentales, los mecanismos de acceso a la acción de inconstitucionalidad y el control a las reformas constitucionales; asimismo, se evalúa el papel de la Corte en la consolidación del Estado constitucional. Por último, se plantean reflexiones sobre la justicia constitucional y el principio democrático relacionadas con la "objeción democrática", los límites a la interpretación constitucional y el papel de los jueces y el activismo judicial.

PALABRAS CLAVE: Corte Constitucional, justicia constitucional, interpretación constitucional, control de constitucionalidad, democracia, activismo judicial.


ABSTRACT

The aim of this paper is to assess the meaning and role played by the colombian Constitutional Court along thirty years of came into force the Constitution, in the light of its design, its functions and its role to build up democracy. The analysis is divided in three parts. Firstly, there is a comparison between Colombian constitutional justice since 1991 and other models of constitutional justice, through its design and jurisdiction. Secondly, the paper presents some insights to distinguish Colombian Constitutional Court of other constitutional courts, as its mechanism of protection of fundamental rights and the open access to citizens to judicial review and constitutional amendments. The last part has to do with few ideas related to constitutional justice and democratic principle, as the counter-majoritarian dilemma and the judicial activism.

KEYWORDS: Constitutional Court, constitutional justice, constitutional interpretation, judicial review, democracy, judicial activism.


SUMARIO

1. Objetivo y límites del presente trabajo. 2. El modelo de justicia constitucional adoptado por la Constitución de 4 de julio de 1991. 2.1. El establecimiento de la Corte Constitucional y sus consecuencias. 2.2. Justicia constitucional y jurisdicción constitucional. 2.3. La supremacía jurisdiccional de la Corte Constitucional en el ejercicio de la justicia constitucional: la Corte Constitucional como supremo intérprete de la Constitución. 3. Significado y función de la Corte Constitucional. 3.1. Singularidades que la distinguen. 3.2. Una función bien desempeñada y algún problema que cabe apuntar. 4. Reflexiones conclusivas: una discusión reiterada y, casi siempre, mal planteada: justicia constitucional y democracia. 4.1. Sentido de estas reflexiones finales. 4.2. Una discusión reiterada y, casi siempre, mal planteada: justicia constitucional y democracia. 4.2.1. Planteamiento. 4.2.2. La democracia constitucional. 4.2.3. La justicia constitucional: género y especies. 4.2.4. La llamada "objeción democrática" a la justicia constitucional y la necesidad de distinguir entre la democracia "de" la Constitución y la democracia "en" la Constitución. 4.3. La interpretación constitucional. 4.4. Los significados procedimental y sustantivo de la democracia. Justicia constitucional y reforma de la Constitución. 4.5. El problema de las relaciones entre justicia constitucional y democracia no radica tanto en la existencia de la primera, sino en su modo de actuar. Referencias.


1. OBJETIVO Y LÍMITES DEL PRESENTE TRABAJO

El objetivo de este trabajo es modesto. No pretendo realizar un examen detallado de la Corte Constitucional de Colombia, y no solo porque ya está hecho por los juristas de ese país, sino también porque poco podría yo aportar en esa materia que viniera a innovar lo que ellos han escrito1. Por eso, cuando recibí la generosa invitación de la Revista de Derecho del Estado encontré más razones sentimentales que académicas para aceptar: mi antigua y permanente relación con la Universidad Externado y con un buen número de constitucionalistas colombianos, así como el hecho de que, aunque modestamente, contribuí algo en la decisión del poder constituyente de 1991 de establecer una Corte Constitucional y, en fin, mi larga preocupación intelectual por la justicia constitucional en general, y por la justicia constitucional española en particular, acrecentada por el desempeño de mi cargo de magistrado del Tribunal Constitucional durante nueve años. No sé si esas razones me dispensarán de la temeridad que cometí al ponerme a redactar este trabajo.

De todos modos, quiero dejar constancia, desde el inicio, de sus límites. En las páginas que siguen no encontrarán, como ya dije, un examen detallado de la Corte, sino unas reflexiones generales sobre la misma, así como un intento de enmarcar la justicia constitucional de Colombia dentro de las categorías comunes del control jurisdiccional de la constitucionalidad, proyectando dichas categorías sobre la realidad institucional colombiana. De ahí que algunas de mis consideraciones hayan de ser, necesariamente, más teóricas que dogmáticas, alternando, pues, en ocasiones, el deber ser con el ser, o lo que es igual, postulando determinadas consecuencias que no siempre se derivan de las expresas previsiones normativas, aunque quizás sí del espíritu que las anima, esto es, de los principios que les dan sentido.

2. EL MODELO DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL ADOPTADO POR LA CONSTITUCIÓN DE 4 DE JULIO DE 1991

2.1. El establecimiento de la Corte Constitucional y sus consecuencias

Colombia disfrutaba, desde principios del siglo XX2, de un sistema de control de constitucionalidad de las leyes similar al norteamericano, caracterizado por ser un control difuso que podían ejercer todos los tribunales con ocasión de cualquier proceso judicial, de manera que, en caso de conflicto entre la Constitución y la ley aplicable en un proceso, deberían hacer prevalecer aquella sobre esta. Esta inaplicación de la ley por razón de su inconstitucionalidad tendría efectos solo para el caso, careciendo, pues, de eficacia anulatoria o erga omnes. Sin embargo, esta característica, también propia del sistema norteamericano, venía acompañada de una modalidad singular (alejada de dicho sistema): la posibilidad de que, a través de una acción pública de inconstitucionalidad, interpuesta ante la Corte Suprema de Justicia, esta pudiera declarar la inconstitucionalidad de la ley con efectos generales. De ese modo, en realidad, en Colombia, históricamente, coexistían dos fórmulas de control de constitucionalidad de las leyes: difusa, a cargo de todos los jueces y tribunales y a su cabeza la Corte Suprema, y de la jurisdicción contencioso-administrativa, encabezada por el Consejo de Estado, con ocasión de cualquier proceso; y concentrada, residenciada únicamente en la Corte Suprema, con ocasión de la impugnación directa de leyes.

La novedad que establece la Constitución de 1991 es la implantación de una Corte Constitucional (similar al modelo europeo), separada de la jurisdicción ordinaria y de la contencioso-administrativa, como tribunal único con jurisdicción en todo el territorio nacional y que, entre otras competencias, tiene el monopolio de la declaración de inconstitucionalidad de las leyes, que ya solo ostenta él y no la Corte Suprema de Justicia. Sin embargo, subsiste (art. 4 de la Constitución) la competencia de esta y de los demás órganos jurisdiccionales ordinarios y contencioso-administrativos para "apreciar" (no "declarar") la inconstitucionalidad de las leyes y por ello "inaplicar" (no "anular") en cualquier proceso judicial la ley que, relevante para la resolución de dicho proceso, pudiera ser contraria a la Constitución. Con lo cual, desde 1991, en Colombia sigue existiendo es un modelo mixto, de control concentrado y de control difuso, pero con la característica de que el primero es desempeñado por un tribunal singular: la Corte Constitucional. La existencia de la Corte Constitucional y la amplitud de sus competencias en el control de constitucionalidad de las leyes originan un cambio sustancial en el anterior modelo mixto, al otorgarse, en el control concentrado, una posición a la Corte Constitucional mucho más importante de la que antes tenía a esos efectos la Corte Suprema. Podría incluso decirse que el de ahora, más que un modelo mixto equilibrado, es un modelo mixto en el que el control concentrado prevalece sobre el control difuso.

No es este trabajo el lugar idóneo para tratar con detalle de un problema derivado de esa mixtura, problema que antes de 1991, aunque con otra dimensión, ya se daba, pero que ahora es más intenso: el que puede deparar para la seguridad jurídica la posibilidad de que existan leyes cuya inconstitucionalidad ha "apreciado" la jurisdicción ordinaria o contencioso-administrativa, inaplicándolas en un determinado proceso, pero que continúan en vigor porque sobre ellas no se hubiera producido su nulidad por obra de la Corte Constitucional. La inseguridad jurídica sobre la inconstitucionalidad de la ley no derivaría solo de esa situación sino, además, de la hipótesis de que en unos procesos judiciales se entendiese que una ley es contraria a la Constitución y por ello inaplicable, y en otros se entendiera que esa misma ley no incurre en tal contradicción. Los remedios procesales que pudieran resolver, dentro de la jurisdicción ordinaria o contencioso-administrativa, un conflicto así respecto de la ley aplicable no proporcionan, a mi juicio, una garantía suficiente. Solo la introducción de la cuestión de inconstitucionalidad, al modo "europeo", podría evitar ese estado de cosas. Pero ello obligaría a cambiar el modelo, haciendo desaparecer el control difuso de la constitucionalidad de las leyes, que tan caro es a la tradición jurídica colombiana. Por eso, más que una crítica al modelo actual de justicia constitucional en Colombia, que, pese a la mixtura, creo que funciona bien en líneas generales, lo único que he pretendido con este apunte es incitar a una reflexión intelectual que solo les corresponde desarrollar a los juristas colombianos.

2.2. Justicia constitucional y jurisdicción constitucional

El modelo actual colombiano (producto de la Constitución de 1991) de justicia constitucional, aunque no es idéntico al europeo, sí que tiene algunas similitudes con él, por lo que conviene hacer referencia a este a la hora de tratar del tema que ahora vamos a abordar.

A diferencia del originario modelo kelseniano de justicia constitucional3, basado en la existencia de dos jurisdicciones separadas, la constitucional, que aplicaba la Constitución y controlaba las leyes, y la ordinaria, que aplicaba las leyes y controlaba los reglamentos y actos administrativos (además de resolver las contiendas entre particulares), el modelo europeo de justicia constitucional se fue decantando (y un papel significativo en este proceso lo representó el Tribunal de Garantías Constitucionales de la 2.ª República española) hacia un sistema, el actual (consolidado a partir de la segunda mitad del pasado siglo por las constituciones de Italia y Alemania), en el que no hay separación, sino interrelación, de las dos jurisdicciones, con alguna aproximación al modelo norteamericano, aunque conservando la suficiente distinción respecto de este.

Todo ello se deriva de lo que podríamos llamar aceptación en Europa del concepto norteamericano de Constitución: una norma fundamental que vincula a todos los poderes públicos y de la que emanan derechos directamente aplicables y obligaciones directamente exigibles. De ahí que la Constitución haya de ser aplicada y preservada por todos los jueces y tribunales, y no solo por el tribunal constitucional, lo que conduce a distinguir entre justicia constitucional y jurisdicción constitucional. La primera significa, sencillamente, la aplicación judicial de la Constitución, y la desempeñan tanto los tribunales ordinarios como el tribunal constitucional. A este lo que se encomienda es la competencia exclusiva para entender de unos determinados procesos, entre ellos, el más principal, el que le atribuye el monopolio de la declaración de inconstitucionalidad de las leyes.

En Colombia, la situación es similar, aunque con alguna singularidad. Allí los jueces y tribunales de la jurisdicción ordinaria y de la contencioso-administrativa, cada uno dentro de sus respectivas competencias4, han de aplicar directamente los derechos fundamentales5, han de anular los actos y reglamentos (y las actuaciones de los particulares) que infrinjan cualquiera de los preceptos constitucionales y han de aplicar las leyes interpretándolas de conformidad con la Constitución, más aún, pueden incluso (a diferencia de lo que sucede en el modelo europeo) inaplicar en un proceso las leyes que consideren contrarias a la Norma Fundamental. Lo único que no les está permitido es declarar (y por ello anular) las leyes y normas con fuerza de ley contrarias a la Constitución, que ello es competencia exclusiva de la Corte Constitucional.

En cuanto a la Corte Constitucional, su papel en la justicia constitucional es ejercer una jurisdicción específica: la jurisdicción constitucional. Una jurisdicción concentrada en un único órgano, la Corte Constitucional, cuyo poder se extiende a todo el territorio nacional. Por lo que se refiere a la delimitación del ámbito de esa jurisdicción constitucional, respecto del ámbito de la justicia constitucional que también ejercen la jurisdicción ordinaria y la contencioso-administrativa, no cabe hacerla de manera simple, porque, como ya se apuntó más atrás, no se trata de dos tipos de jurisdicciones separadas por razón del Derecho que aplican, sino relacionadas, en cuanto que todas ellas aplican la Constitución y las leyes. Tampoco, de manera radical, por el Derecho que controlan, pues, al menos en el caso de las leyes y demás normas con fuerza de ley, su control está atribuido a todas ellas, con la única diferencia de que unas (las jurisdicciones ordinaria y contencioso-administrativa) solo pueden inaplicarlas y la otra (la jurisdicción constitucional) en cambio tiene potestad para anularlas.

De ahí que resulte incorrecto delimitar los ámbitos de una y otra jurisdicción (la ordinaria y contencioso-administrativa, por un lado, y la constitucional, por otro) basándose en razones exclusivamente materiales, ya que puede haber identidad, al menos, en algunas de las normas y actos que todas ellas controlan. Por lo demás, como se apuntó con anterioridad, también es común la obligación de todas las jurisdicciones de aplicar e interpretar la Constitución y de interpretar las leyes de conformidad con ella.

De todos modos, conviene subrayar que en Colombia, de manera similar a lo que sucede en España y en otros países europeos con tribunales constitucionales, la delimitación entre las jurisdicciones "ordinarias"6 y la constitucional, aun sin dejar de estar relacionadas (y en el caso colombiano de forma más intensa debido a la mixtura del modelo), está claramente establecida desde el punto de vista del control de las normas y actos que esta última tiene atribuidos, dado que posee la competencia exclusiva para declarar la inconstitucionalidad: de los actos reformatorios de la Constitución, de la convocatoria a un referendo o a una Asamblea Constituyente para reformar la Constitución, de los referendos sobre leyes y de las consultas populares y plebiscitos del orden nacional; de las leyes y normas con fuerza de ley y de los tratados internacionales; así como también para juzgar sobre la pertinencia de la negativa a comparecer ante una Comisión permanente del Congreso; para conocer de los proyectos de ley que hayan sido objetados por el Gobierno por inconstitucionales y, en fin, para revisar las decisiones judiciales definitivas relacionadas con la acción de tutela de los derechos fundamentales.

A esas competencias exclusivas de la Corte Constitucional ha de añadirse otra, no distinguible por razón de la materia, sino del grado de actuación en ella: la de que solo la Corte Constitucional ejerce la suprema interpretación constitucional, lo que significa ser el supremo intérprete de la Constitución y el supremo intérprete de constitucionalidad de la ley. De ahí que la doctrina de la Corte Constitucional contenida en todas las resoluciones dictadas en los procesos que le están atribuidos vincula (o debe vincular) a todos los órganos de la jurisdicción ordinaria y contencioso-administrativa.

2.3. La supremacía jurisdiccional de la Corte Constitucional en el ejercicio de la justicia constitucional.

La Corte Constitucional como supremo intérprete de la Constitución

De entrada, cabe señalar que la supremacía de la Corte Constitucional resulta clara en materia de tutela de los derechos fundamentales, lo que no plantea ningún problema dogmático puesto que, mediante el amparo, la Corte Constitucional puede remediar las vulneraciones de los derechos fundamentales producidas por cualquiera de los poderes públicos, e incluso de los particulares en determinados casos, una vez agotado el procedimiento judicial de la acción de tutela. De ese modo, la Corte Constitucional tiene potestad para anular las decisiones judiciales relacionadas con la tutela de los derechos fundamentales, con retroacción o sin retroacción de actuaciones cuando así lo exija el restablecimiento del recurrente en la integridad de su derecho.

Dicho lo anterior, la supremacía jurisdiccional de la Corte Constitucional no se limita solo a la materia de los derechos fundamentales, sino que se extiende en un plano más general: el de la totalidad de las prescripciones constitucionales mediante su tarea de aplicación-interpretación de la Constitución y de la aplicación-interpretación de las leyes. Lo que más atrás ya se expuso acerca la distinción entre justicia y jurisdicción constitucional es el presupuesto obligado para entender lo que ahora va a concretarse.

Resulta patente que en la mayoría de las ocasiones la aplicación judicial de las leyes y los reglamentos (y los contratos) será al mismo tiempo aplicación de la Constitución, es decir, se estará realizando, por la jurisdicción ordinaria o contencioso-administrativa, justicia constitucional. Y ello es así porque la Constitución, por su carácter destacadamente principialista y su vocación omnicomprensiva (máxime una Constitución de tan extraordinaria amplitud como la colombiana) impregna la totalidad del ordenamiento jurídico. Por ella, como se ha dicho gráficamente, "pasan todos los hilos del Derecho". Con lo cual, aparte de que la Constitución deba de ser aplicada por todos los órganos judiciales, de la clase que sean, resulta que, en la gran mayoría de los procesos judiciales, en los que puede que no llegue a darse una aplicación directa de la Constitución (porque la materia también esté regulada por la ley), sí se dará, en muchos casos, una aplicación indirecta o interpretativa de la misma.

Esta obligación de los órganos judiciales de interpretar las leyes de conformidad con la Constitución (lo que se denomina en Alemania "die verfassungskonforme Auslegung von Gesetzen" y en los Estados Unidos de América la interpretación de la ley "in harmony with Constitution") es algo universalmente aceptado7. Y en esa interpretación "conforme" los jueces y tribunales han de atenerse a la doctrina de la Corte Constitucional, pues de otra manera no se entendería la función de esta de supremo intérprete y guardián de la integridad y supremacía de la Constitución (como se deriva del art. 241 de la misma).

En resumen, la Corte Constitucional es el supremo intérprete de la Constitución y esa interpretación debe vincular a todos los órganos judiciales, tanto cuando aplican directamente la Constitución (anulando actos o reglamentos que la vulneren) como cuando la aplican indirectamente interpretando las normas infraconstitucionales de conformidad con ella. Por otro lado, es obvio que las sentencias anulatorias de la Corte (por declarar inexequible el acto o la norma impugnados) vinculan a todos los poderes públicos, incluido el poder judicial (art. 243 de la Constitución).

También, la Corte Constitucional es el supremo intérprete de la constitucionalidad de la ley, de manera que sus sentencias interpretativas, que salvan la inconstitucionalidad de normas impugnadas otorgándoles una interpretación conforme a la Constitución, vinculan igualmente a todos los jueces y tribunales que, al aplicar esas normas, no deberán apartarse de la interpretación constitucional que la Corte les hubiera otorgado.

3. SIGNIFICADO Y FUNCIÓN DE LA CORTE CONSTITUCIONAL

3.1. Singularidades que la distinguen

Ya se apuntó que la Corte Constitucional, aunque tiene claras similitudes con los tribunales constitucionales del modelo europeo, posee también ciertas peculiaridades que la diferencia de aquellos. La primera es la vía adoptada para la tutela de los derechos fundamentales que, de manera bien distinta a lo que sucede en España y Alemania (o, con sus peculiaridades, en Austria), no consiste en un recurso que puedan interponer los ciudadanos ante el órgano que ejerce la jurisdicción constitucional, sino en un control, de oficio, de las sentencias dictadas en la acción de tutela por los jueces y tribunales. Sentencias que se remiten a la Corte y entre las que esta selecciona las que considera pertinente revisar. A mi juicio, esta fue una sabia decisión de la Constitución de 1991, que evita los serios inconvenientes (acumulación de trabajo, con el consiguiente retraso, tanto en la tutela de los derechos como en los demás procesos constitucionales) que el amparo ha producido en España y Alemania, y que en esos países ha conducido a establecer un drástico filtro en la admisión de los recursos, teñido de una alta dosis de objetivación que, además de reducir la tutela subjetiva, tampoco ha terminado por resolver el problema en mención. La solución colombiana la considero, pues, más acertada que la española y la alemana, ya que, mediante la acción de tutela por los jueces y tribunales y la revisión de sus sentencias por la Corte, puede prestar una tutela más efectiva que la proporcionada en esos países, en los que el recurso de amparo ha llegado a ser una pretensión individual con muy escasa esperanza de éxito.

La segunda diferencia para destacar consiste en que, a diferencia de lo que sucede en el modelo europeo, en el que órganos públicos o fracciones de órganos tienen atribuida legitimación para instar el control abstracto de las leyes y normas con fuerza de ley, en Colombia esa legitimación está atribuida solo a los ciudadanos. Con algunas salvedades: en la revisión previa de proyectos de ley estatutaria, en el examen de las objeciones presidenciales a los proyectos de ley por razones de inconstitucionalidad y en el control previo de los tratados internacionales la legitimación corresponde a órganos del Estado; además de que existe la obligación de enviar a control de la Corte los decretos legislativos expedidos por el Gobierno en relación con los estados de excepción. Con estas excepciones, la regla para instar el control de las leyes y normas con fuerza de ley es (como sucedía en el modelo anterior al de 1991) la de la acción popular directa. A quienes no conozcan bien la vida constitucional colombiana podría sorprenderles esta legitimación universal para instar el control de la ley, pensando que ello sometería a la Corte a una sobrecarga de trabajo difícilmente asumible. Sin embargo, la realidad demuestra que ni ha sido ni es así. De manera que ese sistema hasta ahora ha funcionado de manera muy aceptable. Por lo demás, en los procesos constitucionales que no pueden ser iniciados por los ciudadanos, a estos les está atribuida la posibilidad de personarse en defensa o impugnación del acto o norma sometidos a control8.

La tercera y última diferencia importante es el reconocimiento explícito a la Corte de la competencia de control de las reformas constitucionales (algo que no era nuevo en el ordenamiento colombiano), y en ese caso con una limitación, no de la legitimación (que es, como respecto de las leyes, la que cursa a través de la acción pública de inconstitucionalidad), sino del canon de control, que solo podrá ser por vicios de procedimiento y no por vicios materiales. Lo primero que debe señalarse es la corrección teórica de someter a control de constitucionalidad las reformas constitucionales. Es lamentable que en los países europeos la regla sea la no previsión de ese control, con lo cual se da la paradoja de que se priva de eficacia jurídica a la parte más importante de la Constitución: la que establece el modo en que puede ser reformada. Ante esta imprevisión frecuente en Europa, si se toma en serio el principio, inesquivable, de que la Constitución, toda la Constitución, es norma jurídica, no queda más remedio que sostener (doctrinalmente) que una reforma constitucional que vulnere el procedimiento de reforma es inconstitucional, de manera que, mientras no se reconozca así normativamente, ha de admitirse que los tribunales constitucionales (como supremos defensores jurisdiccionales de la Constitución) poseen una competencia implícita para ejercer dicho control. Lo que origina, no obstante, serios problemas procedimentales en cuanto a la legitimación, tipo de proceso y efectos de la sentencia9.

Ese es un defecto que, afortunadamente, no tiene la Constitución de Colombia. Cuestión distinta es la que se refiere a la limitación del canon de control: solo por vicios de procedimiento (art. 241.1 de la Constitución). En principio, la exclusión del control de fondo (o sustantivo) parece coherente con la inexistencia (en el Título XIII de la Constitución) de límites materiales a la reforma. Lo que significa que toda la Constitución puede ser reformada siempre que se siga el procedimiento por ella establecido. Dogmáticamente, eso puede ser correcto, sin duda alguna, pero teóricamente plantea algunos problemas, el principal de ellos, el de si pudiera llamarse Constitución a una, producto de la reforma, en la que no se den los principios indiscutibles que toda Constitución debe tener: unidad de la nación, soberanía popular, Estado democrático, división de poderes, derechos fundamentales. Es la recurrente pregunta de si puede destruirse la democracia por procedimientos democráticos, o de si puede destruirse la nación por la exclusiva voluntad (aunque sujeta a procedimiento) de sus miembros. O si se quiere, y en términos jurídicos: si hay o no un presupuesto ontológico de la Constitución, de manera que, cuando ese presupuesto se abandonase, no se reformaría la Constitución, sino que se destruiría. De ahí la discusión, también permanente en la doctrina, de si hay límites implícitos a la reforma constitucional. No es este el momento para extenderse en tales consideraciones, que se abordarán al final del presente trabajo. De todos modos, y como ya se ha dicho, es un acierto, creo, que en Colombia esté reconocido normativamente el control de constitucionalidad de las reformas constitucionales.

3.2. Una función bien desempeñada y algún problema que cabe apuntar

En términos generales, la función desempeñada por la Corte Constitucional en estos treinta años ha sido muy acertada. Ha dictado sentencias ejemplares, ha construido una sólida doctrina constitucional y, con su defensa e interpretación de la Constitución, ha contribuido decisivamente a la consolidación del Estado democrático. Eso es algo comúnmente admitido, dentro y fuera de Colombia. Es cierto que de algunas de sus resoluciones puede discreparse, como es normal respecto de cualquier tribunal constitucional, pero el balance de su funcionamiento debe considerarse enteramente positivo. Con una advertencia (que es extensible a todos los tribunales constitucionales): ese balance podrá mantenerse en el futuro siempre que se extreme el rigor en la designación de sus magistrados, basada en criterios de reconocida solvencia jurídica e independencia de criterio.

Dicho lo anterior, cabría apuntar un problema o, si se quiere, suscitar una reflexión, sobre un tipo de sentencias dictadas. Me refiero a las llamadas sentencias "estructurales", cuyos excesos (si se dieran) podrían incurrir en uno de los defectos actuales de democracia constitucional: el activismo judicial.

Debo aclarar que por activismo judicial no entiendo los casos, lamentables, de que en algunas ocasiones o lugares la justicia constitucional haya producido decisiones fundadas en razones políticas y no jurídicas. Eso no es activismo, sino incumplimiento grave de la obligación constitucional de juzgar conforme a Derecho y no por motivos ideológicos o morales. Que los tribunales que han de aplicar la Constitución puedan tener en cuenta las consecuencias políticas de sus decisiones es una cosa, perfectamente lógica, y otra distinta y rechazable es que la decisión que adopten, incluso tomando en consideración ese factor, no se argumente con razones jurídicas. Por fortuna, en los países con justicia constitucional consolidada (y Colombia lo es) resoluciones así, tan contrarias a la función jurisdiccional, no suelen producirse. Por activismo entiendo otra cosa: la laxitud interpretativa de los textos jurídicos y la suplantación por el órgano jurisdiccional de la potestad de otros poderes del Estado.

Ese activismo sí es relativamente frecuente, y debe criticarse. En cuanto a la laxitud interpretativa, me refiero a la que puede recaer tanto sobre la Constitución como sobre las leyes, ya que a la justicia constitucional le corresponde la interpretación de la Constitución y la interpretación constitucional de la ley. Sobre ambos textos ha de producirse, pues, una actividad interpretadora que debe tener límites, pues de lo contrario los órganos de justicia constitucional no solo podrían suplantar al constituyente, sino también al legislador.

Es cierto que la interpretación de la Constitución, por el amplio grado de abstracción y generalidad inherentes a muchas de sus prescripciones, lleva consigo una alta dosis de recreación y adaptación de la norma a nuevas circunstancias, pero también es cierto que esa capacidad tiene un límite, que me parece que no es otro que el derivado del significado unívoco que algunos de los términos normativos puedan tener. Cuando ello se desconoce, haciéndole decir a la Constitución lo contrario de lo que literalmente dice, no se está interpretando la Constitución, sino modificándola sin seguir su propio procedimiento de reforma. Lo órganos de la justicia constitucional cooperan con el constituyente, por supuesto, pero no deben suplantarlo.

Y en lo que se refiere a la interpretación constitucional de la ley, para adaptar su sentido a lo previsto en la Constitución, esa tarea, de obligado cumplimiento, no debe llevar al extremo de evitar la anulación o inaplicación de la ley mediante la operación de hacerle decir lo contrario de lo que la ley dice, sencillamente porque entonces a quien se está sustituyendo es el propio legislador. En un Estado constitucional, los órganos de la justicia constitucional deben ejercen jurisdicción, no legislación.

De este activismo judicial, de este criticable desvío de la justicia constitucional, sí que contamos con indudables ejemplos de decisiones jurisdiccionales en muchos países, que no es preciso identificar, dado el carácter general de las reflexiones que ahora estoy formulando. Solo debo apuntar que de ese activismo debe huirse mediante una seria reconsideración acerca de los límites de la interpretación constitucional y de los excesos de las sentencias llamadas interpretativas, reconsideración necesaria si no se quiere poner en peligro la propia legitimidad de los órganos de la justicia constitucional.

Conectado con el problema anterior, de tal manera que es solo una variante de él, cabe señalar al activismo caracterizado por la actuación de los órganos de la justicia constitucional como verdaderos agentes de cambio social, formulando en sus decisiones programas concretos de políticas públicas y obligando a los poderes políticos (ejecutivo y legislativo) a su realización. Eso sucede, o puede suceder, en las llamadas, con discutible terminología, sentencias "estructurales", nombre que ha hecho fortuna en algún sector de la doctrina constitucional iberoamericana10. Tales sentencias, con la pretensión de asegurar la efectiva protección de los derechos (preferentemente sociales, pero no solo ellos) de extensos grupos de personas, imponen, pues, al Estado amplias obligaciones de hacer (de tipo normativo e incluso ejecutivo), reservándose, a veces, el control de su cumplimiento.

Este tipo de activismo, o si se quiere de judicialización de la política, aunque lo han practicado en ocasiones órganos judiciales ordinarios, es en la jurisdicción constitucional donde ha tenido su mayor proyección. Bien es cierto que solo en determinados países, especialmente en Colombia en los últimos tiempos11. No obstante, la existencia de resoluciones judiciales que ordenan a los poderes públicos la realización de un programa normativo no es algo nuevo, pues ya se habían producido parecidas sentencias (aunque conteniendo mandatos menos detallados e incisivos) en jurisdicciones constitucionales o análogas de otros lugares. Así, un ejemplo próximo podría ser el de las llamadas "sentencias piloto" del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en las que se impone a un Estado el establecimiento de determinadas medidas12, o el de sentencias del Tribunal Supremo norteamericano que marcan estándares de protección de derechos que las autoridades deben cumplir13, o el de sentencias del Tribunal Constitucional de Sudáfrica en el mismo sentido14.

El principal problema de este tipo de sentencias radica en el riesgo de desnaturalización de la función jurisdiccional, que está para controlar a los poderes públicos, pero no para sustituirlos. Y ese riesgo se encuentra unido al del mayor o menor grado de concreción de sus mandatos de hacer. Que los tribunales (me refiero ahora solo a los que ejercen la jurisdicción constitucional) en sus decisiones protegiendo un derecho han de "adoptar las medidas apropiadas, en su caso, para su conservación" -como expresa, por cierto, el art. 55.1.c) de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional español (en adelante LOTC)- es algo claro, pacífico y debido. Pero cosa bien distinta es que impongan un programa detallado de regulación general (o para grupos o clases amplias de personas) de ese derecho para hacerlo efectivo (y en caso de un derecho social, de una política pública detallada para lograrlo). Y no es un tema que afecte solo a la legitimidad del órgano jurisdiccional, sino también a la eficacia de sus decisiones, ya que esta será siempre, de modo inevitable, inversamente proporcional al mayor o menor grado de concreción de las medidas que la sentencia establezca.

4. REFLEXIONES CONCLUSIVAS: UNA DISCUSIÓN REITERADA Y, CASI SIEMPRE, MAL PLANTEADA: JUSTICIA CONSTITUCIONAL Y DEMOCRACIA

4.1. Sentido de estas reflexiones finales

Tal como advertí al comienzo del presente trabajo, mi intención no era la de examinar en detalle la Corte Constitucional de Colombia, sino los elementos significativos de la misma y, además, enmarcarla en unas reflexiones que le atañen tanto a ella como a la justicia constitucional de cualquier país. Lo primero es lo que se ha hecho en las páginas anteriores. Lo segundo es lo que a continuación se hará15.

4.2. Una discusión reiterada y, casi siempre, mal planteada: justicia constitucional y democracia

4.2.1. Planteamiento

Hablar de "justicia constitucional y democracia" obliga a poner de manifiesto, desde el primer momento, cuál es el auténtico fondo de esa relación problemática, tan mal entendida o tan confusamente entendida, a veces, por algunos sectores del Derecho Público e incluso de la Filosofía del Derecho.

El fondo al que antes me refería consiste en que para relacionar justicia constitucional y democracia es necesario partir de un significado muy preciso de ambos términos. Así, por lo que se refiere a la democracia, no es intelectualmente válido apelar a un concepto abstracto de democracia, sino a un concreto entendimiento de ella: el de la democracia constitucional. Tampoco, bajo el nombre de justicia constitucional, cabe referirse a cualquier modo de control de constitucionalidad, sino solo al que se les encomienda a órganos jurisdiccionales independientes, jurídicamente solventes y que adoptan sus decisiones fundadas únicamente en razones de Derecho. Es a partir, pues, de tales significados específicos cuando puede enfocarse debidamente la relación que une a ambos términos.

Por ello, de manera previa al examen de la naturaleza de aquella relación, conviene dejar bien claro lo que esos términos significan, comenzando por el de la democracia constitucional.

4.2.2. La democracia constitucional

La democracia, como forma de organización y ejercicio del poder en una comunidad política, solo ha podido verse garantizada cuando se ha formalizado a través de la Constitución, única norma que asegura la soberanía del pueblo e impide, por ello, que el poder del Estado vulnere los derechos de libertad e igualdad de los ciudadanos cotitulares de esa soberanía. De ahí que no haya más Constitución auténtica que la Constitución democrática ni más democracia auténtica que la democracia garantizada por la Constitución. En realidad, ello no significa otra cosa que lo que hace ya casi dos siglos y medio estableció la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano, que después de proclamar que no hay más soberanía que la de la nación estableció, en su artículo 16, que todo país en el que no estén divididos los poderes ni garantizados los derechos de los ciudadanos carece de Constitución. Aparecía así el Estado constitucional como nueva forma política histórica, basada en la existencia de una norma suprema, la Constitución, emanada del poder constituyente soberano, cuyo objeto era la limitación funcional (división de poderes), temporal (elecciones periódicas) y material (garantía de los derechos fundamentales) del poder del Estado para asegurar la propia soberanía del pueblo, pues solo un pueblo libre puede ser soberano y solo un pueblo es libre si los ciudadanos que lo componen tienen asegurada su libertad.

La concepción formal de Constitución (Derecho supremo que vincula a todos los poderes públicos) y la concepción material de Constitución (norma que tiene por objeto la limitación del poder en garantía de la libertad) aparecen, así, indisolublemente asociadas. Para la forma política nueva, racionalizada, llamada Estado constitucional, que surge en Norteamérica y Europa a finales del siglo XVIII, la idea misma de Constitución es la que permitiría que en aquella forma política no fuese realidad lo que Rousseau decía de los ingleses, que se creen libres, pero se equivocan, pues solo lo son en el momento de votar, quedando sometidos después a un poder tan omnímodo como el de la monarquía absoluta: el del parlamento. Sin perjuicio de que el constitucionalismo británico (y ello difícilmente podía ser advertido por Rousseau) haya sido capaz hasta hoy de preservar la libertad política de los ingleses, no mediante la garantía de una Constitución supralegal, de la que carecen, sino de las garantías políticas y sociales que sí han servido allí para mantener su Constitución histórica y prescriptiva.

Lo que importa subrayar es que la idea de que no hay democracia sin Constitución, ni Constitución sin democracia, está en los mismos orígenes del Estado constitucional "moderno" (a diferencia del "antiguo" y consuetudinario que surgió a través de los siglos en el Reino Unido) y fue haciéndose realidad práctica, en determinados países del mundo entre los que nos encontramos, en el transcurso de un proceso histórico que, a lo largo de casi siglo y medio, logró fundir liberalismo y democracia, no solo políticamente, sino también jurídicamente mediante el instrumento de la Constitución. La democracia constitucional acabó siendo así una democracia asegurada por la Constitución, lo que significa que no cabe apelar a la democracia por encima o al margen de la Constitución, dado que solo dentro de ella la democracia se encuentra garantizada.

4.2.3. La justicia constitucional: género y especies

Como es obvio, la democracia constitucional tiene como presupuesto la vigencia efectiva de la Constitución como norma suprema del ordenamiento. Y como no hay Derecho sin justicia que lo aplique en última instancia, únicamente si existe una justicia capaz de hacer cumplir la Constitución la democracia constitucional está garantizada. Por ello, también desde los comienzos del constitucionalismo moderno, "racionalizado", surgió el convencimiento de que la justicia constitucional era un elemento necesario de la idea misma de Constitución, aunque su implantación práctica haya sido también fruto de un largo proceso histórico que se inició primero en los Estados Unidos, que se extendería después a algunos países iberoamericanos y que acabó imponiéndose en Europa (e incluso en algunos otros lugares del mundo) a lo largo del pasado siglo XX, dando lugar a un fenómeno cuyas características actuales es conveniente recordar, porque si bien a partir del significado de "democracia constitucional" ya es suficiente para encuadrar uno de los términos de la relación a que se refiere esta ponencia, es preciso, sin embargo, detallar algo más en lo que afecta al otro término, "justicia constitucional", dada la variedad y complejidad de los modelos en que esta se ha desarrollado.

En la actualidad, dentro del mismo género (no hay otro válido) de justicia constitucional como institución jurisdiccional de control de la efectividad de la Constitución, encontramos diversas especies: modelos de jurisdicción concentrada (al estilo europeo), de jurisdicción difusa (el ejemplo norteamericano, que también se extendió a otros lugares, entre ellos Iberoamérica) y mixta (coexistencia entre el control concentrado y el control difuso, especie muy frecuente hoy en países iberoamericanos). No obstante, esta multiplicidad, en el fondo, es menos variada de lo que suponen esas meras descripciones.

De un lado, porque en los modelos de jurisdicción difusa se da hoy una relativa aproximación a los modelos de jurisdicción concentrada, al menos en lo que se refiere a los efectos generales de algunas de las resoluciones que en esa jurisdicción difusa se adoptan y a la existencia en ella, en determinados casos, de acciones colectivas, y no solo individuales, de acceso a la justicia constitucional, aparte de la función unificadora que genera el precedente.

De otro lado, porque en los modelos de jurisdicción concentrada la Constitución también la aplican los jueces y tribunales ordinarios, aunque esté encomendado únicamente a los tribunales constitucionales el control de la constitucionalidad de la ley (no así en los Estados de la Unión Europea el control de la adecuación de la ley interna al Derecho de la Unión, confiado a todos los jueces y tribunales ordinarios en una suerte de jurisdicción difusa), y porque, incluso allí donde existe el recurso de amparo, los ciudadanos pueden acceder directamente al tribunal constitucional.

Y, por último, porque en los modelos mixtos hay una mezcla de jurisdicción concentrada y de jurisdicción difusa en el control de la ley, lo que ha originado que, pese a existir diferencias, ya no pueda hablarse, con propiedad, de una distinción radical entre los diversos modelos de justicia constitucional.

De todos modos, y al margen de la aproximación entre los modelos, la transformación más profunda que hoy ha experimentado la justicia constitucional consiste en la existencia de instancias jurisdiccionales de control de constitucionalidad de ámbito internacional o supranacional, como sucede, en Europa, con el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y en Iberoamérica, con la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Instancias de auténtica justicia constitucional, dado que resuelven (o deben resolver) los procesos de que entienden a través de un razonamiento jurídico y no político, y que el parámetro de control que utilizan son normas materialmente constitucionales aunque formalmente hayan sido establecidas por tratados o convenios internacionales, ya sean el Tratado de la Unión Europea (y dentro de él la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea), el Convenio Europeo de Derechos Humanos o el Convenio Interamericano de Derechos Humanos. Instancias que, además, se superponen, en una relación de delicado equilibrio, a los órganos de justicia constitucional de los Estados nacionales16.

Ahora bien, tanto en las instancias nacionales de control de constitucionalidad como en las aludidas instancias supranacionales, la estructura y función que las caracteriza es la misma: se trata de órganos de composición meritocrática (cuyos integrantes han de ser juristas de reconocida competencia), en los que el principio democrático solo opera indirectamente en su designación, y que tienen, no obstante, facultades de control de actos y normas adoptados por los poderes emanados de la representación popular. Esa aparente contradicción es la que ha conducido a que algunos, con escasa meditación, entiendan que existe una franca oposición entre democracia y justicia constitucional. Entendimiento viciado, creo, por un defecto de enfoque y por una inapropiada construcción teórica, que es de lo que ahora vamos a tratar.

4.2.4. La llamada "objeción democrática" a la justicia constitucional y la necesidad de distinguir entre la democracia "de" la Constitución y la democracia "en" la Constitución

Como una especie de secuela de las viejas ideas de Carl Schmitt17, que, frente a Kelsen18, negaba el carácter jurídico de la justicia constitucional, ha vuelto a utilizarse en nuestro tiempo, y ha tenido cierta fortuna, el argumento de la ilegitimidad de un órgano político no democrático para controlar las decisiones de los órganos políticos democráticos. Esa es la base de la llamada "objeción democrática" a la justicia constitucional, al menos en su vertiente más simple, aunque también se haya extendido otra (cuyo origen, más que en Schmitt, está en Lambert) que, aceptando que la justicia constitucional es justicia y no política, discute la legitimidad de que unos jueces puedan controlar al legislador democrático, ya que entonces son aquellos los que "gobiernan" y no los representantes del pueblo, subvirtiendo de ese modo la división de poderes. En ambos casos cabe encontrar una evidente debilidad teórica. Simplemente porque se basan en un defectuoso entendimiento de la democracia constitucional.

Como ya se dijo más atrás, la democracia constitucional no significa otra cosa que el establecimiento de reglas de Derecho que limitan el poder constituido, y ello, en una democracia, significa limitar el poder de la propia mayoría. Por eso, la capacidad de un órgano del Estado democrático, necesariamente judicial (como debe ser cualquier órgano que resuelva de manera definitiva las controversias en Derecho), de anular las decisiones adoptadas por la propia mayoría democrática no es una paradoja real, sino únicamente aparente, pues el Estado constitucional democrático no deja de serlo, democrático, por el hecho de que la mayoría no pueda ser soberana. Al contrario, esa es la condición de la democracia constitucional, en la que solo el pueblo (y no sus representantes) ostenta la soberanía. De ahí que el Estado constitucional democrático se base en una distinción sin la cual tal forma de Estado carecería de sentido: la diferencia entre el poder constituyente y el poder constituido.

En ambos planos se proyecta el principio democrático, aunque no de igual manera. En el plano constituyente (democracia "de" la Constitución), la democracia no puede sustentarse en la regla de la simple mayoría, sino en la regla del consenso, esto es, de exigencia de unas mayorías muy cualificadas; cosa obvia, puesto que la Constitución garantiza derechos y estructuras que no pueden estar a la disposición del poder constituido, es decir, de las mayorías cambiantes que en cada momento se sucedan como consecuencia de los procesos electorales. Si así no fuera, la Constitución desaparecería, dado que dejaría de ser una norma supralegal y, entonces, como se expresó en frase afortunada y bien conocida, sería "una página en blanco que el legislador puede escribir a su capricho", lo que significaría, simplemente, que no habría Constitución.

Una Constitución es democrática porque emana democráticamente. Pero una Constitución garantiza la democracia porque la preserva frente a la propia mayoría, en cuanto que establece unas prescripciones que la simple mayoría no puede cambiar. Unas prescripciones fundamentales (en su doble significado de superiores y de más importantes) que solo pueden ser acordadas por la democracia de consenso. Consenso que será obligatorio, en coherencia, para la reforma de la misma Constitución. Esa es la base democrática de la rigidez constitucional.

Distinta es la proyección del principio democrático en el poder constituido, que opera a través de la regla de la mayoría y no del consenso, salvedad hecha de que algunas medidas que la propia Constitución prevé deban adoptarse por mayorías superiores a la simple, así la emanación de determinadas leyes, pero siempre por una mayoría cualificada inferior a la que puede disponer de la Constitución, pues de lo contrario se confundirían poder constituyente y poder constituido. Ese, el que se proyecta en el poder constituido, es el plano de la democracia "en" la Constitución, esto es, el de la democracia que la Constitución establece para la adopción de las decisiones ordinarias del Estado. Y esta segunda forma de proyección de la democracia no puede superponerse sobre aquella primera, de manera que la democracia "en" la Constitución ha de atenerse a la democracia "de" la Constitución. Para que ello sea así está precisamente la justicia constitucional, que tiene como función garantizar que el poder constituido no vulnera lo decidido por el poder constituyente. En tal sentido no solo resulta incorrecto entender que hay una oposición entre democracia y justicia constitucional, sino que debe afirmarse que es la justicia constitucional la que hace posible la propia democracia, esto es, la que garantiza que la democracia de consenso, que produjo la Constitución y ha de regir sus reformas, no sea suplantada por la democracia de la mayoría, propia de las actuaciones del poder constituido.

En consecuencia, la democracia constitucional, en la que la democracia "en" la Constitución está subordinada a la democracia "de" la Constitución, exige que haya justicia constitucional. Justicia de jueces y no de políticos (lo que sería un contrasentido), pues es función "natural" de la jurisdicción resolver los conflictos entre normas (entre la Constitución y las que componen el resto del ordenamiento). Si así no fuera tendría todo el sentido la conocida frase de Rousseau, ya citada, de que "los ingleses se creen libres, pero solo lo son el momento de votar". En la democracia constitucional la libertad de los ciudadanos está garantizada en todo tiempo porque la Constitución limita el poder de la propia mayoría, es decir, porque el parlamento no es soberano, que solo lo es el pueblo, quien mediante la democracia de consenso estableció unas reglas que garantizan los derechos y limitan el poder, y por ello no están a la plena disposición de los poderes constituidos, existiendo una instancia objetiva, de aplicación de la Constitución, que tiene encomendada la custodia fiel de esas reglas.

A partir de este entendimiento, que considero correcto, la llamada "objeción democrática"19 a la justicia constitucional carece de legitimidad teórica. No es que no haya oposición entre justicia constitucional y democracia, es que la una requiere necesariamente de la otra. Ahora bien, precisamente porque la justicia constitucional no puede dejar de estar sometida a la propia Constitución es por lo que su función de custodia de ella ha de ser "fiel", esto es, limitarse a fundar en razones jurídicas sus decisiones de preservación de la Constitución frente a los actos del poder constituido. Por ello, el problema de la relación entre democracia y justicia constitucional no puede residenciarse en la existencia misma de esa justicia, existencia que es necesaria, sino en el modo de actuación de la jurisdicción constitucional, en su modo de aplicación "fiel" de la Constitución. De donde se desprende que el problema de la relación entre democracia y justicia constitucional, que es un problema cierto, donde se sitúa, exactamente, es en la interpretación constitucional, de manera que, para evitar la contradicción entre los dos términos de esa relación, aquella interpretación habrá de producirse de modo jurídicamente razonable, y por ello objetivable, y no a través de decisiones fundadas en un mero ejercicio de voluntad política de la que, por principio, la justicia constitucional carece, pues su única legitimidad reside en el Derecho y no en la política y por ello en el razonamiento jurídico que sirve de base a sus decisiones. Lo que nos lleva a examinar, aunque sea brevemente, el específico carácter de la interpretación constitucional.

4.3. La interpretación constitucional

Ya, al hilo del activismo judicial, se apuntó que la interpretación constitucional es una de las claves para determinar con propiedad lo que tiene de genuina la función de la suprema interpretación y aplicación de la Constitución y de la suprema interpretación y aplicación constitucional de las leyes. Ahora conviene extenderse sobre este asunto verdaderamente nuclear. Como también ya se dijo atrás, los tribunales constitucionales, o los supremos tribunales en los modelos de jurisdicción difusa, son los supremos intérpretes de la Constitución, además de los supremos intérpretes de la constitucionalidad de la ley. De ahí que su doctrina, derivada del ejercicio de ambas funciones, sea vinculante para todos los poderes públicos y, en especial, para todos los jueces y tribunales ordinarios, que deberán interpretar la Constitución y las leyes de acuerdo con lo establecido en dicha doctrina.

Recordado esto, la cuestión principal, entonces, es la de los límites de la interpretación constitucional, pues mediante ella, ni el supremo intérprete constitucional puede suplantar al poder constituyente ni sustituir al legislador, cuyos actos puede anular por inconstitucionales, por supuesto, pero no desvirtuarlos o sustituirlos. Por ello, ni puede hacer decir a la Constitución lo contrario de lo que ella dice, pues para modificarla está el poder de reforma constitucional, no el poder jurisdiccional, ni, para salvar su constitucionalidad, hacerle decir a la ley lo que objetivamente ella no dice, pues si bien puede hacer de legislador negativo, no le cabe comportarse como legislador positivo suplantando el legítimo papel del legislador democrático. Esas reglas generales de los límites de la interpretación constitucional han de seguirse, desde luego, pero solo con enunciarlas no se resuelven los complejos problemas que la interpretación constitucional plantea.

Y tales problemas radican en la peculiaridad que, frente a la interpretación de las leyes, tiene la interpretación de la Constitución, debida a la diferente naturaleza de que gozan la Constitución y la ley. La Constitución es norma bien distinta de la ley no solo por razones de forma, en cuanto que la Constitución es la norma suprema, a la que la ley está subordinada, sino también por razón de su contenido, en cuanto que la Constitución está integrada, además de por reglas, por una amplia variedad de principios que, como tales, están enunciados con una alta dosis de generalidad y abstracción. Ello es consecuencia de la función que cumplen las constituciones modernas, que no solo determinan el funcionamiento del Estado, sino que proclaman valores y principios que han de regir en la totalidad de la vida social, más exactamente, en los diversos sectores del ordenamiento jurídico público y privado. Por eso se ha dicho en frase gráfica, como ya se recordó, que hoy "por la Constitución pasan todos los hilos del Derecho". Una norma así, tan omnicomprensiva y al mismo tiempo tan sintética (pues de lo contrario se convertiría en un cuerpo legal de dimensiones incalculables, aparte de dejar sin espacio suficiente al desarrollo constitucional y de correr el riesgo cierto de la obsolescencia), requiere de una interpretación muy especialmente cualificada.

Si interpretar la ley ya supone una actividad intelectual muy alejada de la vieja idea de que el intérprete ha de limitarse a ser la boca que pronuncia las palabras de la ley, dado que hoy (y creo que siempre) en las leyes existen enunciados que requieren de un proceso hermenéutico que encierra una dosis de actividad recreadora (aunque siempre limitada por las exigencias de la seguridad jurídica), interpretar la Constitución eleva esa actividad recreadora de manera exponencial. En ambos casos, interpretación de la Constitución e interpretación de la ley, no debe perderse de vista que si la interpretación de una norma es, en muchos supuestos, recreación de ella, lo que no cabe admitir (salvo en los sistemas de common law) es que, mediante la actividad interpretadora, el juez cree, ex nihilo, normas antes inexistentes. Mediante la interpretación de los enunciados normativos, las normas que cabe deducir de ellos se "descubren", pero no se "inventan".

Sin embargo, no es esta distinción de cantidad (más principios y más abstracción en la Constitución que en la ley), sino una distinción de cualidad la principal diferencia entre ambos textos normativos, derivada del hecho de que las indefiniciones de la ley pueden ser concretadas a la luz de su interpretación constitucional, mientras que las indefiniciones de la Constitución no pueden serlo apelando a una norma superior a ella. Y en todo caso, cuando cabe, en alguna materia constitucional, apelar a una norma más alta desde el punto de vista de la jerarquía hermenéutica (no exactamente de la jerarquía normativa), como sucede en los supuestos de sumisión estatal a los tratados o convenios sobre derechos humanos (y a la doctrina de las jurisdicciones internacionales o supranacionales que tienen encomendada su protección), los problemas interpretativos que tales normas planteen tampoco pueden resolverse apelando a otra norma más alta, que no la hay.

De manera que, en el estrato ordinamental superior, las indefiniciones normativas que no puedan resolverse en el interior del texto de la disposición de que forman parte utilizando los métodos habituales de la interpretación jurídica, únicamente cabe concretarlas elevándose del plano dogmático normativo y apelando a la teoría, esto es, a la teoría general de la Constitución (de la que forma parte la teoría general de los derechos humanos). Solo intérpretes muy cualificados, capaces de poseer los suficientes conocimientos teóricos, pueden, en los casos difíciles, realizar una interpretación constitucional objetivada. Es decir, una interpretación fundada en el Derecho y no en el arbitrio. Una interpretación razonada y razonable, capaz de ser contrastada en el seno de la comunidad jurídica.

A estas razones que explican la singularidad de la Constitución y, por lo mismo, de la interpretación constitucional se añade otra, también derivada de una última distinción entre Constitución y ley: la que se sustenta en la garantía del pluralismo político como valor constitucional. La Constitución, además de contener determinadas reglas cerradas, sin las cuales difícilmente podría servir de límite al legislador, ha de contener otras reglas abiertas, susceptibles de desarrollos legislativos distintos en función del propio pluralismo. De ahí que la interpretación de la Constitución sea, también por este motivo, una interpretación distinta de la de la ley. En la Constitución democrática (lo que significa democrática-pluralista) la ley no es ejecución de la Constitución, como el reglamento sí lo es de la ley, pues la Constitución ampara que bajo su vigencia pueda haber políticas legislativas distintas en función de la mayoría que en cada momento gana las elecciones. Mayoría que no goza de una completa libertad, por supuesto, pues si así fuera no habría Constitución, pero sí que ha de tener una esfera de discrecionalidad, siempre dentro de los límites sustantivos que la propia Constitución ha marcado. Incluso en unas normas materiales tan significativas como las que enuncian los derechos fundamentales, la sumisión del legislador no lo es a la totalidad del ámbito en el que el derecho puede desarrollarse, sino al contenido esencial de ese derecho, que es el límite que, necesariamente, el legislador ha de respetar.

Ello convierte a la interpretación constitucional en una tarea delicada y de suma prudencia, pues no le compete cerrar aquello que el constituyente dejó abierto. Solo una cuidadosa exégesis del texto constitucional, capaz de discernir entre reglas cerradas y abiertas, capaz de combinar, en la teoría y en la práctica, los principios y valores que la Constitución impone, sea cual sea la mayoría parlamentaria, y las cláusulas facultativas, que no obligatorias, que la Constitución también contiene para garantizar la capacidad de acción de esa misma mayoría, puede realizar con éxito aquella tarea. Y hacerlo de manera que la interpretación constitucional resultante no pierda su ineludible condición de objetividad mediante una argumentación razonable capaz de ser compartida, o criticada, a partir de los argumentos que el Derecho, y no la política, proporciona.

En el campo, pues, de la interpretación constitucional, realizada por los órganos de la justicia constitucional, es donde hoy se sitúan, verdaderamente, los problemas atinentes a la relación entre justicia constitucional y democracia. Y esos problemas no son otros que los derivados de los límites de la interpretación constitucional y, por ello, de los límites que la justicia constitucional no debe traspasar. La discusión hay que centrarla entonces en el "activismo judicial" y en el "exceso de jurisdicción" a que ese activismo tiende, que sí pueden poner en peligro el necesario equilibrio entre justicia constitucional y democracia, asuntos de los que ya se ha tratado en el segundo capítulo de este trabajo.

4.4. Los significados procedimental y sustantivo de la democracia. Justicia constitucional y reforma de la Constitución

Si desechamos, por su patente inconsistencia teórica y su innegable falsedad práctica, la vieja contraposición entre democracia formal y democracia real, pues sin normas que la garanticen la democracia no es posible, solo cabe discutir en serio otra distinción relevante para el asunto de que se está tratando: la que pudiera existir entre democracia procedimental y democracia sustantiva. La primera se sostiene en el aserto de que la democracia "es procedimiento y solo procedimiento" (frase bien conocida de Kelsen, aunque en cierto modo corregida en su obra Esencia y valor de la democracia), y la segunda está basada en la idea de que la democracia se identifica con un conjunto de valores sustantivos que los procesos de decisión no pueden cambiar.

Una y otra versión de la democracia parten de un presupuesto común: no hay democracia fuera del Derecho. Pero se distinguen en cuanto a las reglas que el Derecho impone a la democracia. Para unos, el Derecho solo impone la exigencia de que, para adoptar decisiones políticas, el poder público ha de someterse a los procedimientos democráticos. Para otros, lo que el Derecho exige no es solo que se sigan tales procedimientos, sino que se acaten también unos valores (dignidad de la persona, derechos inviolables que le son inherentes) que quedan sustraídos a la capacidad de decidir mediante procedimientos democráticos. Y así se ha dicho, en frase gráfica y muy repetida, que "la democracia no puede ser destruida mediante procedimientos democráticos".

Este problema, como es obvio, no se plantea en el ámbito de la democracia "en" la Constitución (esto es, de la democracia en el poder constituido), puesto que toda Constitución exige el acatamiento no solo de unas reglas procedimentales, sino también materiales, que limitan la acción del poder del Estado. En tal sentido, la democracia "en" la Constitución es procedimental y sustantiva al mismo tiempo y de manera inseparable. Donde el problema se plantea es en el ámbito de la democracia "de" la Constitución (esto es, de la democracia en el poder constituyente). Para Kelsen, toda ley inconstitucional lo sería por razones formales, es decir, por no haber seguido el legislador el procedimiento de reforma de la Constitución. Lo que significa que, si ese procedimiento se siguiera, la Constitución podría cambiarse sin límite material alguno. No habría, en consecuencia, valores vedados a la capacidad de acción del soberano popular siempre que actúe a través de los procedimientos de reforma constitucional. En cambio, para los defensores de la democracia en sentido sustantivo, el poder constituyente democrático está también limitado, pues la Constitución, y su reforma, no podrían ser democráticas si el texto constitucional resultante no garantiza la existencia de los valores y derechos inherentes a la dignidad de la persona que son presupuesto de la democracia misma.

Dicho con otras palabras, para los defensores de la democracia procedimental, en el plano de la democracia "de" la Constitución (que es una democracia de consenso) no existen límites al pluralismo político (sí, claro está, en el plano de la democracia "en" la Constitución, que es democracia de mayoría), mientras que para los defensores de la democracia sustantiva el pluralismo político se encuentra limitado, no solo en el plano de la democracia "en" la Constitución, sino también en el de la democracia "de" la Constitución. Este y no otro es el problema que plantean los límites materiales, explícitos o implícitos, a la reforma constitucional. Y este es, en consecuencia, el problema último con que se enfrenta la justicia constitucional, en su relación con la democracia, al controlar las reformas constitucionales.

En un Estado democrático de Derecho me parece claro que la justicia constitucional tiene legitimidad para controlar la constitucionalidad de las reformas constitucionales en cuanto a comprobar si han seguido o no el procedimiento que la Constitución ha establecido para su propia reforma. Si así no fuera, las normas constitucionales sobre la reforma, al carecer de la garantía jurídica de su cumplimiento, no serían Constitución, aunque formaran parte de su texto. La rigidez constitucional sería, simplemente, un mandato político cuya eficacia dependería exclusivamente de la libre voluntad del poder constituyente-constituido. Es obvio que ello no puede aceptarse teóricamente, aparte de que prácticamente haría que la Constitución, pese a presentarse como rígida, fuera, en realidad, flexible. La supralegalidad constitucional desaparecería y, con ello, la propia Constitución en su sentido moderno, "racional-normativo" (tan bien descrito por García-Pelayo). De ahí la necesidad de admitir que la justicia constitucional posee legitimidad para controlar las reformas constitucionales por razones de procedimiento. Esa exigencia teórica (cuya plasmación práctica no puede ocultarse que ha de resolver algunos problemas hermenéuticos cuando dicho control no está normativamente atribuido a la jurisdicción constitucional) alcanza coherencia dogmática (y por tanto no depende de una complicada operación hermenéutica) cuando, como sucede en Colombia, dicha competencia de control está constitucionalmente reconocida.

Cuestión distinta es si la justicia constitucional puede también controlar las reformas constitucionales por razones de fondo, esto es, porque tales reformas alteren el sistema de valores materiales sin los cuales no cabría hablar de Constitución democrática. Y aquí se abren dos perspectivas, según que la Constitución haya fijado o no, de manera expresa, límites materiales a su reforma. Si lo ha hecho, la legitimidad de la justicia constitucional para efectuar ese control de fondo es clara, por ser coherente con lo dispuesto en el mismo texto constitucional. Si no lo ha hecho, entonces la cuestión es mucho más compleja, pues nos encontraríamos con el problema de los límites materiales implícitos, cuya deducción no es siempre fácil y cuya aceptación (y por ello aplicación) depende, a mi juicio, del modo de participación del soberano popular en la propia reforma constitucional.

En ausencia, pues, de límites materiales explícitos a la reforma, si es el pueblo soberano el que al final del procedimiento de reforma se pronuncia definitivamente sobre la misma, aprobándola, resulta muy cuestionable que la justicia constitucional pueda controlar la reforma por razones de fondo, pues el cambio constitucional lo ha sancionado el propio poder constituyente, juridificado por la Constitución como poder de reforma, pero solo juridificado en cuando al procedimiento, no en cuanto a la materia. En cambio, si, ante el mismo supuesto de ausencia de límites materiales expresos a la reforma constitucional, esa participación popular directa no se da, es plausible que la justicia constitucional haya de velar por que el cambio constitucional, aprobado no por el poder constituyente juridificado, sino por el poder constituido reformador, se atenga (como poder constituido, aunque de reforma) a unos límites que, como poder delegado y no originario, tiene impedido traspasar, que operarían, interpretativamente, como límites materiales implícitos a la reforma constitucional. Ahora bien, si toda interpretación de la Constitución es tarea compleja y delicada, esta de la obtención interpretativa de límites materiales implícitos a la reforma lo es mucho más, de manera que solo en supuestos de clara obtención interpretativa de tales límites y de indudable transgresión de ellos la justicia constitucional estaría legitimada para controlar la validez de la reforma constitucional por razones de fondo.

Nuevamente, en el tema de los límites implícitos, y especialmente en los casos en que no coinciden subjetivamente el poder constituyente y el poder de reforma, nos encontramos, pues, en el mismo terreno donde cabe situar la relación entre justicia constitucional y democracia: el de la capacidad y alcance de la interpretación constitucional. Si esa capacidad es libre, entonces sí que cabría sostener que la justicia constitucional se ha sobrepuesto a la democracia. Si, por el contrario, esa capacidad está subordinada a una fundamentación jurídicamente razonable, lo que habría hecho la justicia constitucional es realizar su función, legítima, de preservar la Constitución y, por ello, la democracia constitucional, haciendo prevalecer la democracia "de" la Constitución sobre la democracia "en" la Constitución.

No puede obviarse, sin embargo, un problema, de naturaleza teórica y no dogmática, y por eso más propia del plano de la legitimidad que del de la validez, como es el de si una reforma constitucional aprobada por el poder constituyente juridificado puede dar lugar a una eliminación de la democracia (o incluso de la integridad territorial de la nación). Si así fuera, el resultado de esa reforma ya no sería una nueva Constitución, sino un abandono de la concepción misma de Constitución, pues en sentido propio no cabe hablar de Constitución si esta no es democrática (nación soberana y, por ello, única, y ciudadanos libres e iguales en su libertad) no solo en su origen, sino también en su contenido. En tales casos, el control de esa reforma, que más que reforma sería ruptura (ruptura del texto y ruptura del tipo), realizada, en ausencia de límites materiales explícitos, por el poder constituyente juridificado en cuanto al procedimiento, pero no en cuanto a la materia, me parece que sería una tarea que excedería de la capacidad de actuación de la justicia constitucional.

Después de ese abandono de la forma Constitución (y por ello de la democracia constitucional), su recuperación únicamente podría estar en manos de los políticos y de los propios ciudadanos, que en un determinado momento contribuyeron a su desaparición y que, si cambiaran de idea, solo podrían hacerla valer fuera de los cauces que el Derecho positivo ofrece, bien mediante acuerdos que diesen paso a un proceso pacífico de transición hacia la democracia, bien incluso resucitando los viejos derechos naturales "de resistencia" e incluso "de rebelión, frente al poder injusto". En tal situación la justicia constitucional no tendría nada que hacer, entre otras cosas porque, con el cambio constitucional, esa justicia habría desaparecido, al menos en su significado auténtico: el aseguramiento jurídico de la Constitución, que es, y no puede ser otra cosa que el aseguramiento jurídico de la democracia.

En resumen, incluso en este supuesto límite, se hace patente, una vez más, que justicia y democracia constitucionales no son realidades contradictorias, sino inseparables. No puede ser la una sin la otra.

4.5. El problema de las relaciones entre justicia constitucional y democracia no radica tanto en la existencia de la primera, sino en su modo de actuar

Como he intentado explicar a lo largo de estas reflexiones finales, carece de sentido plantearse la relación entre justicia constitucional y democracia en términos de contradicción insalvable, puesto que, en la democracia constitucional, la justicia constitucional es requisito de la misma democracia.

El auténtico problema de esa relación, y no importa reiterarlo una vez más, ya no se sitúa en la existencia de la justicia constitucional, sino en su modo de actuar. Si ese modo se realiza sin caer en el activismo judicial, sometiéndose a los límites jurídicos que la interpretación de la Constitución impone y sin excederse de la función jurisdiccional, que permite controlar a los poderes públicos, pero no sustituirlos, no cabe hablar de contraposición entre democracia y justicia constitucional. Si, por el contrario, ambas condiciones no se observan, entonces sí que podría tacharse a la justicia constitucional de actuar de manera poco respetuosa con la democracia.

Ese es el desafío que ha de afrontar la justicia constitucional, y solo si lo gana, esto es, si no pierde la única legitimidad que la sostiene, que no es otra que la fundamentación en Derecho de sus decisiones, podrá mantenerse como lo que es y debe ser: la institución imprescindible para garantizar la efectiva vigencia de la Constitución; que es un marco, además, en que los valores y principios constitucionales trascienden hoy el ámbito de las jurisdicciones nacionales como consecuencia del proceso de internacionalización de los derechos humanos, de manera que, en nuestros días, el constitucionalismo ha adquirido una dimensión global, convirtiéndose en una especie de ius commune de los países civilizados. Por cierto, ese fenómeno es lo que permite también dotar de objetividad, no solo teórica sino también práctica, a la teoría general de la Constitución.

El constitucionalismo global de nuestro tiempo se sustenta, precisamente, en el entendimiento más correcto de la democracia constitucional, que consiste no solo en la existencia de procesos electorales libres, competitivos y transparentes, sino también en la garantía de que tales procesos no pueden conducir a la erradicación de unos valores sustantivos que, por fortuna, no pertenecen al mundo discutible de las ideas políticas, sino que han sido concretados en reglas jurídicas compartidas por las constituciones nacionales y los tratados y convenios sobre derechos humanos, las cuales están protegidas, en los ámbitos internos y en los internacionales o supranacionales, por auténticos tribunales. La garantía jurisdiccional de los derechos humanos y de la forma de Estado democrática se ha supraestatalizado, al menos en determinados ámbitos geográficos. Esa es la nueva realidad.

La justicia constitucional de los Estados ha de acomodarse, pues, a esa nueva realidad, que ha conformado una justicia constitucional global o "multinivel" y que obliga a una leal cooperación y un continuo diálogo entre los órganos internos y los órganos internacionales o supranacionales que tienen encomendada esa común tarea. Esta globalización no puede verse como un debilitamiento de la justicia constitucional estatal, sino como un refuerzo de su eficacia, en cuanto que la cooperación recíproca ya aludida (que se sustenta en una comunidad de reglas, principios y valores) enriquece (y permite objetivar) la función que unos y otros tribunales desempeñan.

Que en el futuro se mantenga esta fértil conjunción de garantías de la democracia constitucional como sistema depende, en primer lugar, de la resistencia de la democracia constitucional frente a los peligros que le acechan, representados hoy por los movimientos fundamentalistas y populistas cuyo objetivo no es otro que destruirla; en segundo lugar, del cuidado que se ponga en la designación de los miembros de los órganos jurisdiccionales de garantía, de manera que se seleccione a juristas de reconocida competencia y se evite cualquier apariencia de parcialidad; y por último, del funcionamiento adecuado de esos órganos, tanto los nacionales como los internacionales o supranacionales, que no deben adoptar sus decisiones mediante un acto de voluntad, sino de razón, de razón jurídica. Porque no se olvide que tan dañino como el activismo judicial es otro riesgo, que se solapa con él: el de la politización de la justicia. Solo la independencia de los jueces constitucionales y la rigurosa fundamentación de sus resoluciones hacen aceptable el ejercicio de unas facultades de tan alto relieve como las que tales órganos tienen atribuidas, entre ellas las del control de las decisiones de la representación popular residenciada en el parlamento (e incluso en el poder de reforma constitucional).

De las resoluciones que dicten podrá discreparse, por supuesto (incluso en el interior del órgano mediante votos particulares, allí donde estén admitidos), pero siempre ha de exigirse que la argumentación que el órgano jurisdiccional emplee para fundamentarlas esté suficientemente razonada en términos de Derecho, de manera que también, razonablemente, pueda ser criticada por la comunidad jurídica, pues tal crítica supone el contrapeso más eficaz al ejercicio de la ingente potestad que la justicia constitucional ejerce. Al fin y al cabo, la justicia constitucional (como el Estado constitucional democrático a cuya conservación sirve) solo puede funcionar allí donde existe una auténtica cultura política y jurídica constitucional, lo que presupone una sociedad mayoritariamente convencida de que democracia y Estado de Derecho son realidades indisociables. Por ello, la efectividad de los derechos de los ciudadanos y el correcto funcionamiento de las instituciones deben buscarse siempre dentro y no fuera de las reglas que la propia Constitución proporciona y de aquellas otras que cabe deducir de su texto mediante una rigurosa interpretación. Si ello no fuera suficiente, la alternativa es reformar la Constitución, pero de ninguna manera tergiversarla o destruirla.


NOTAS

1 Roa Roa, J. E. Control de constitucionalidad deliberativo. El ciudadano ante la justicia constitucional, la acción pública de inconstitucionalidad y la legitimidad democrática del control judicial al legislador. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2019.
2 Anteriormente, la Constitución de 1886 sólo atribuía a la Corte Suprema de Justicia la competencia para decidir sobre la constitucionalidad de los proyectos de ley objetados por el Gobierno (art. 151.4). La Ley 153 de 1887 incluso dotaba de eficacia (art. 6) a las leyes posteriores a la Constitución que la contradijeren (regla sorprendente no sólo porque la ley disponga de la eficacia de la Constitución, sino también porque establezca unas relaciones dentro del sistema de fuentes que sólo correspondería hacerlo a la norma constitucional). Por eso cabe sostener que el control difuso de constitucionalidad cuando realmente nace es con la reforma constitucional de 1910, que en su artículo 40 disponía que: "En todo caso de incompatibilidad entre la Constitución y la ley se aplicarán de preferencia las disposiciones constitucionales".
3 Kelsen, H. La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia constitucional). R. Tamayo y Salmorán (trad.). En Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. N.° 15, 2011, 249-300.
4 Para no incurrir en una complejidad que creo innecesaria a los efectos de este trabajo, no incluiré en estas reflexiones a las jurisdicciones especiales (autoridades judiciales de los pueblos indígenas y jueces de paz) reconocidas en los arts. 246 a 248 de la Constitución.
5 A mi juicio, todos los órganos jurisdiccionales en todos los procesos, y no sólo en los referidos a la acción de tutela.
6 Bajo ese apelativo incluyo aquí también, a estos solos efectos, a la jurisdicción contencioso-administrativa colombiana.
7 Saiz Arnaiz, A. y Ferrer Mac-Gregor, E. Control de convencionalidad, interpretación conforme y diálogo jurisprudencial. Una visión desde América Latina y Europa. México, D. F.: Porrúa-UNAM, 2012.
8 Roa Roa, J. E. La acción pública de constitucionalidad a debate. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2015.
9 Ragone, S. El control judicial de la reforma constitucional. Aspectos teóricos y comparativos. R. Brito (trad.). México, D. F.: Porrúa, 2012.
10 Véase Gutiérrez Beltrán, A. M. El amparo estructural de los derechos. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2018; y también Rodríguez Garavito, C. y Rodríguez Franco, D. Un giro en los estudios sobre derechos sociales: el impacto de los fallos judiciales y el caso del desplazamiento forzado en Colombia. En Derechos sociales: justicia, política y economía en América Latina. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2010, 83-154.
11 Entre otras, las sentencias T-595 de 2002, T-025 de 2004, T-760 de 2008 y T-1258 de 2008.
12 Por señalar una, la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Caso Hutten-Czapska v. Polonia, n.° 35014/97. Sentencia del 19 de junio de 2006.
13 Así, por ejemplo, la sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Caso 347 U.S. 483. Asunto Brown vs. Board of Education of Topeka. 17 de mayo de 1954; y la sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Caso 349 U.S. 294. Asunto Brown II vs. Board of Education of Topeka. 31 de mayo de 1955. De todos modos, el Tribunal Supremo ha limitado extraordinariamente ese tipo de resoluciones, rechazando que se concreten o detallen en exceso tales estándares, pues ello conduciría a una "desmedida intervención de los jueces" en los otros poderes del Estado (Corte Suprema de los Estados Unidos. Caso 441 U.S. 520. Asunto Bell vs. Wolfish. Sentencia del 14 de mayo de 1979).
14 Así la pionera sentencia del Tribunal Constitucional de Sudáfrica. Caso CCT 11/00. Asunto Irene Grootboom and Others vs. The Government of the Republic of South Africa and Others. 4 de octubre de 2000.
15 Debo señalar que en las páginas que siguen tomo en parte lo que ya, de manera más amplia, he tratado en varios trabajos, el último de ellos: Aragón Reyes, M. El futuro de la justicia constitucional. En Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. N.° 23(1), 2019, 11-41.
16 Torres Pérez, A. Conflicts of Rights in the European Union. A Theory of Supranational Adjudication. Oxford: Oxford University Press, 2009.
17 Schmitt, C. La defensa de la Constitución. M. Sánchez Sarto (trad.). Madrid: Tecnos, 1998.
18 Kelsen, H. ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución? R. Brie (trad.). Madrid: Tecnos, 1995.
19 Cfr. Waldron, J. The Core of the Case against Judicial Review. En Yale Law Journal. N.° 115, 2005 y Bickel, A. The Least Dangerous Branch. The Supreme Court at the Bar of Politics. 2.ª ed. New Haven: Yale University Press, 1962.


REFERENCIAS

Aragón Reyes, M. El futuro de la justicia constitucional. En Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. N.° 23(1), 2019, 11-41.

Bickel, A. The Least Dangerous Branch. The Supreme Court at the Bar of Politics. 2.ª ed. New Haven: Yale University Press, 1962.

Kelsen, H. ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución? R. Brie (trad.). Madrid: Tecnos, 1995.

Kelsen, H. La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia constitucional). R. Tamayo y Salmorán (trad.). En Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. N.° 15, 2011, 249-300.

Gutiérrez Beltrán, A. M. El amparo estructural de los derechos. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2018.

Ragone, S. El control judicial de la reforma constitucional. Aspectos teóricos y comparativos. R. Brito (trad.). México, D. F.: Porrúa, 2012.

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Roa Roa, J. E. La acción pública de constitucionalidad a debate. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2015.

Rodríguez Garavito, C. y Rodríguez Franco, D. Un giro en los estudios sobre derechos sociales: el impacto de los fallos judiciales y el caso del desplazamiento forzado en Colombia. En Derechos sociales: justicia, política y economía en América Latina. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2010, 83-154.

Saiz Arnaiz, A. y Ferrer Mac-Gregor, E. Control de convencionalidad, interpretación conforme y diálogo jurisprudencial. Una visión desde América Latina y Europa. México, D. F.: Porrúa-UNAM, 2012.

Schmitt, C. La defensa de la Constitución. M. Sánchez Sarto (trad.). Madrid: Tecnos, 1998.

Torres Pérez, A. Conflicts of Rights in the European Union. A Theory of Supranational Adjudication. Oxford: Oxford University Press, 2009.

Waldron, J. The Core of the Case against Judicial Review. En Yale Law Journal. N.° 115, 2005.

JURISPRUDENCIA

Colombia

Corte Constitucional. Sentencia T-595 de 2002

Corte Constitucional. Sentencia T-025 de 2004.

Corte Constitucional. Sentencia T-760 de 2008.

Corte Constitucional. Sentencia T-1258 de 2008.

Estados Unidos

Corte Suprema de los Estados Unidos. Caso 347 U.S. 483. Asunto Brown vs. Board of Education of Topeka. Sentencia del 17 de mayo de 1954.

Corte Suprema de los Estados Unidos. Caso 349 U. S. 294. Asunto Brown II vs. Board of Education of Topeka. Sentencia del 31 de mayo de 1955.

Corte Suprema de los Estados Unidos. Caso 441 U.S. 520. Asunto Bell vs. Wolfish. Sentencia del 14 de mayo de 1979.

Sudáfrica

Tribunal Constitucional de Sudáfrica. Caso CCT 11/00. Asunto Irene Grootboom and Others vs. The Government of the Republic of South Africa and Others. Sentencia del 4 de octubre de 2000.

Tribunal Europeo de Derechos Humanos

Hutten-Czapska v. Polonia, n.° 35014/97. Sentencia del 19 de junio de 2006.

NORMATIVIDAD

Tribunal Constitucional de España. Ley Orgánica 2/1979, del 3 de octubre.