10.18601/01229893.n51.07

En defensa de la potestad normativa de la Administración**

A Defense of Administrative Rule-making Powers

PÍA CHIRLE VILLADANGOS*

* Abogada de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Contacto: pia.chiblev@gmail.com ORCID ID: 0000-0002-9827-4370.

** Recibido el 11 de noviembre de 2019, aprobado el 15 de septiembre de 2021.

Para citar el artículo: Chible Villadangos, P. En defensa de la potestad normativa de la Administración. En Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia. N.° 51, enero-abril de 2022, 197-226. DOI: https://doi.org/10.18601/01229893.n51.07

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RESUMEN

El presente artículo pretende criticar la idea de que la creación normativa efectuada por la Administración es ilegítima. Se sugiere que existen cuatro "mitos" que se erigen sobre la base de tesis comúnmente aceptadas por parte relevante de la doctrina dedicada a la teoría del Estado (y, en cierta medida, la teoría del derecho), e incluso a veces respaldada en textos constitucionales vigentes. Los mitos son: 1. La separación de poderes del Estado exige separación de facultades; 2. La función de la Administración se limita a la ejecución de normas legales; 3. La potestad normativa de la Administración es contraria a principios morales del derecho, y 4. 'Ejecución de normas legales' y 'creación normativa' son mutuamente excluyentes. Estos mitos han impedido la construcción de una defensa sólida en favor de la potestad normativa de la Administración en el Estado moderno, razón por la cual se proponen elementos para su revisión.

PALABRAS CLAVE: Potestad normativa, Estado administrativo, separación de poderes, ejecución de normas legales, integridad.


ABSTRACT

This article seeks to offer a critique to the idea that rulemaking powers exercised by the Administration are illegitimate or somehow unlawful. I suggest that four "myths" are commonly accepted by a considerable group of scholars devoted to the research of the theory of the State (and, to some extent, jurisprudence), and are even sometimes supported by existing constitutional texts. The myths are: 1. Separation of powers requires separation of "types of powers"; 2. The role of the Administration is limited to the enforcement of legal rules; 3. Administrative rulemaking power contradicts moral principles of law, and 4. 'Enforcement of legal rules' and 'creation of rules' exclude each other. These myths have prevented the elaboration of a strong defense in favor of administrative rulemaking power in the modern State. This is why I present some arguments that allow for their review.

KEYWORDS: Rulemaking power, Administrative State, separation of powers, enforcement of legal rules, integrity.


SUMARIO

Introducción. 1. Primer mito: la separación de poderes del Estado exige separación de facultades. 2. Segundo mito: la función de la Administración se limita a la ejecución de normas legales. 3. Tercer mito: la potestad normativa de la Administración es contraria a principios morales del derecho. 4. Cuarto mito: 'ejecución de normas legales' y 'creación normativa' son mutuamente excluyentes. Conclusiones. Referencias.


INTRODUCCIÓN

El Estado Administrativo moderno nos produce cierta incomodidad. Siguiendo los postulados de Law and Leviathan, obra de Cass Sunstein y Adrian Vermeule, los críticos del Estado Administrativo moderno concentrarían sus críticas en tres argumentos que, en conjunto, darían cuenta de un crecimiento preocupante en los poderes y la competencia de actuación del aparato administrativo1. La primera crítica sostiene que existiría una gran concesión de poderes a las agencias administrativas, que supondría una transferencia inconstitucional de facultades propias del poder legislativo a la Administración del Estado. De acuerdo a la segunda, la autonomía de ciertas agencias administrativas se traduciría en una intrusión inaceptable en la estructura del poder ejecutivo. La tercera crítica, por su lado, indicaría que la deferencia judicial a decisiones administrativas (en cuestiones de derecho) significaría una intromisión en la función judicial o una abdicación de funciones por parte de los jueces, cuestión que constituiría, en cualquier caso, una violación a los principios constitucionales que estructuran la institucionalidad del Estado2.

El presente artículo pretende abordar aquello que es implícito en la primera de las críticas identificadas por Sunstein y Vermeule, a saber, la idea de que la creación normativa efectuada por la Administración es ilegítima. Esta discusión es especialmente relevante si se considera la manera en que el Estado ha evolucionado desviándose del paradigma ofrecido por las teorías liberal-democráticas, tradicionalmente recelosas del ejercicio de potestades discrecionales por parte de la Administración3. En efecto, para el liberalismo todo ejercicio de facultades estatales requeriría de una justificación normativa, en la medida en que esta es la manera en que dicha actuación podría encontrar legitimación democrática4. Esta comprensión restringiría particularmente al ejercicio de potestades normativas, en la medida en que dicha legitimación permitiría reconducir la norma al individuo (como destinatario y, a la vez, creador de la norma) por referencia a un órgano electo, específicamente encargado de la producción normativa: "Según ha sido entendida, la democracia liberal exige que el poder de creación sea ejercido solo por funcionarios que han sido electos -y que, por tanto, son responsables públicamente-. […] Los funcionarios no electos carecen de una responsabilidad democrática directa de esta naturaleza"5.

Esta comprensión del Estado, sin embargo, no es capaz de dar cuenta de cambios relevantes que se han generado a partir del siglo XX. El surgimiento del Estado de Bienestar en Europa, así como las reformas del New Deal en Estados Unidos6, fuerzan un alejamiento del paradigma liberal-democrático descrito7, en favor de un "modelo intervencionista de acuerdo al cual el gobierno busca organizar y estructurar la sociedad de un modo generalmente beneficioso"8. En este contexto, el Estado pasó de jugar un rol altamente restringido o incluso nulo en la vida de los ciudadanos, a estar caracterizado por la administración de tareas ilimitadas y técnicas de intervención extensas, manifestándose en la vida de los ciudadanos en múltiples instancias. De acuerdo a Martin Loughlin, un ejemplo de esta creciente intervención puede ser observado en los cambios relacionados con el manejo de la economía por parte del Estado moderno:

La Administración de hoy se encuentra involucrada en estas actividades [económicas] a un punto que sería inimaginable, incluso, en el siglo XIX. Considérese, por ejemplo, el cambio de rol sufrido por la Administración respecto de la moneda. La función de los gobernantes premodernos en relación con la moneda no era esencialmente el de crear valor en dinero. Al imprimir su sello en commodities valiosos como el oro o la plata, la función del rey consistía principalmente en confirmar la existencia del valor. Hacia el siglo XX, sin embargo, la Administración se había involucrado de manera central en el negocio de crear y destruir valor en dinero9.

Esta expansión temática es particularmente relevante a la hora de evaluar la amplitud de las potestades de la Administración moderna, en tanto sitúa el análisis en un contexto determinado de la historia contemporánea, a saber, la llamada "era del Estado Administrativo". La denominación pretende dar cuenta de la existencia de un Estado "moldeado por políticas explícitamente adoptadas y generalmente implementadas por una gran variedad de agencias administrativas"10; un Estado que opera sobre la base de un derecho responsivo que, en tanto tal, "se toma en serio y es sensible a las necesidades sociales y económicas que debe regular"11; un Estado que "ve en el derecho administrativo un vehículo para el progreso político"12. Consecuencia de lo anterior ha sido la proliferación de normas de distinta naturaleza: legislativa, por cierto (fijando directrices para el actuar de la Administración), pero, sobre todo, administrativa (como genuino ejercicio creativo de la Administración).

Al respecto, así se expresa Loughlin:

La formación del Estado Administrativo ha resultado en la explosión de actividad legislativa, en la medida en que los deberes son asignados por el derecho y nuevas agencias de la Administración son creadas para realizar nuevas tareas o para supervisar la implementación de nuevas responsabilidades. Desde la última parte del siglo XIX, los cuerpos normativos han crecido en extensión, cambiado en forma y aumentado en complejidad técnica. El volumen de legislación ejecutiva [executive legislation] hoy sobrepasa con creces la cantidad de legislación primaria, y la mayor parte de la legislación se encuentra dirigida, con toda probabilidad, a cuerpos específicos y generalmente altamente técnicos, antes que encontrarse destinada a fijar reglas generales de conducta. El auge del Estado Administrativo ha resultado, por tanto, en el surgimiento de un extenso cuerpo de normas administrativas [administrative law], en tanto las agencias son equipadas con competencias jurisdiccionales [jurisdictional competence], se les otorgan facultades y deberes, y se les somete a elaborados códigos de procedimiento13.

Siendo este el escenario, la pregunta es por qué la producción normativa radicada en la Administración del Estado sigue encontrando notoria oposición14. Lo que este artículo sugiere es que existen cuatro "mitos" que se erigen sobre la base de tesis comúnmente aceptadas por alguna parte relevante (si bien cada vez menos dominante) de la doctrina dedicada a la teoría del Estado, e incluso a veces respaldada en textos constitucionales vigentes. Los mitos son: 1. La separación de poderes del Estado exige separación de facultades; 2. La función de la Administración se limita a la ejecución de normas legales; 3. La potestad normativa de la Administración es contraria a principios morales del derecho, y 4. 'Ejecución de normas legales' y 'creación normativa' son mutuamente excluyentes. Estos mitos son los que han impedido la construcción de una defensa sólida en favor de la potestad normativa de la Administración en el Estado moderno. En lo que sigue, este artículo ofrece un intento por explicar y derribar cada uno de estos mitos.

1. PRIMER MITO: LA SEPARACIÓN DE PODERES DEL ESTADO EXIGE SEPARACIÓN DE FACULTADES

La comprensión más difundida de la noción de separación de poderes ha confundido ideas que debieran encontrarse en principios diferenciables, colapsando todas ellas en una única noción de "separación de poderes". Esto puede deberse, desde ya, a la oscuridad con que se utiliza la voz "poder" en estos contextos, que tiende a referirse indistintamente tanto a la facultad ejercida como a la institución y el oficial que la ejercen15. Sin embargo, una teoría destinada a desentrañar el sentido del principio de separación de poderes debe ser capaz de dar cuenta de cada uno de los elementos que pueden ser afectados por el mismo. En este sentido, Nicholas Barber ha entendido que bajo "la comprensión más común del principio [se] presenta[n] tres tipos de división entre tres ramas del Estado"16, con lo que se producen "tres divisiones entre instituciones, entre poderes y entre oficiales en dichas instituciones"17. De esta forma, sería posible identificar una matriz de nueve elementos, como se aprecia en la siguiente tabla.

La clasificación es útil, pues permite identificar la manera en que varía la interacción entre cada elemento de la matriz cuando se está frente a una teoría "pura", por oposición a una "parcial" de separación de poderes:

Una teoría pura exige la completa separación de los tres poderes del Estado; un estricto delineamiento entre el ejecutivo, la legislatura y las cortes. Las líneas [verticales] de nuestra tabla serían impermeables: ellas constituirían divisiones absolutas entre las instituciones, los poderes y las personas de las tres ramas. Deben existir tres instituciones diferenciadas, cada institución solo puede ejercer la facultad específicamente radicada en ella, y ningún funcionario de una institución puede servir en otra institución18.

En otras palabras, de acuerdo con esta comprensión, la separación de poderes debe ser entendida como una prohibición del ejercicio de potestades que no han sido especialmente asignadas a una institución (o "poder" del Estado). Se trata de una genuina proscripción de usurpación de potestades públicas19, dinámica que se encuentra ampliamente consagrada por distintos textos constitucionales modernos20. Tanto es así, que en ocasiones la doctrina ha debido justificar el ejercicio de facultades no tradicionalmente asociadas a un poder del Estado, forzando el reconocimiento de alguna legitimidad residual derivada del poder del Estado originalmente entendido como receptor del mandato o la potestad "usurpada". Este es precisamente el caso de la potestad normativa de la Administración, a partir de la cual se ha entendido que esta última opera como "correa de transmisión" para la implementación de directivas legislativas21. En palabras de Carolan:

Los cuerpos de la Administración obtienen una forma de legitimación parasitaria, encontrando justificación normativa en la autoridad de sus instituciones madre. Cualquier capacidad para tomar decisiones de manera independiente es negada. […] Los funcionarios [administrativos] son caracterizados como drones dirigidos antes que actores autónomos en el proceso de gobernar que implica la creación o implementación de políticas22.

Para Jeremy Waldron23, una correcta recepción del principio de separación tendría que ser capaz de distinguir entre los principios de: (i) división de poderes, "que aconseja en contra de la concentración de mucho poder político en las manos de cualquier única persona, grupo o agencia" (Division of Powers Principle); (ii) frenos y contrapesos, "que requiere la concurrencia ordinaria de una entidad estatal ante la acción de otra, permitiéndole revisar y vetar sus acciones" (Checks and Balances Principle); (iii) bicameralismo, "que requiere que las leyes sean creadas por votos en dos asambleas legislativas ordinarias" (Bicameralism Principle); (iv) federalismo, "que distingue entre poderes asignados al gobierno federal y poderes reservados a los estados o provincias" (Federalism Principle); y, finalmente, (v) separación de poderes en sentido estricto, que designa la "separación de las funciones del gobierno" (Separation of Powers Principle)24. Cada uno de estos principios representa rasgos analíticamente diferenciables, que pueden o no ser deseables desde el punto de vista de los requerimientos de un Estado moderno. Sin embargo, todos ellos son actualmente agrupados bajo el mismo gran paraguas que provee el llamado principio de separación de poderes del Estado. Así, de acuerdo a Waldron, el conflicto más relevante está dado por la confusión que se produce entre separación de funciones (v) y división de poderes (i). Desde este punto de vista, señala Waldron, "la separación de poderes puede ser considerada como un medio para lograr la división de poderes. Dado que queremos dividir el poder, ¿qué podría ser mejor que comenzar por dividir el poder de un juez, de aquel que detenta el legislador y del que tiene un funcionario del ejecutivo?"25.

Se trata, sin embargo, de dos principios que apuntan a objetivos distintos, de modo que al confundirse no son capaces de satisfacer correctamente ninguno de los fines a los que aspiran. Así, por ejemplo, el principio de división de poderes puede sugerir la necesidad de disgregar el poder más de lo que, en principio, la separación de funciones requiere (favoreciendo, por ejemplo, una división bicameral al interior del poder legislativo, o incluso rechazando la idea de un poder ejecutivo unificado)26. Y ello se debe a que ambos principios responden a necesidades distintas, admitiendo cada uno justificaciones que pueden no ser operativas para fundar el otro. En ese sentido, por ejemplo, una justificación comúnmente esgrimida para fundar la división de poderes del Estado ha sido la posibilidad de promover una competencia deseable y productiva entre los distintos centros de poder27. Sin embargo, como observa Waldron, se trata de una justificación que hace poco para iluminar el fundamento de una separación funcional entre poderes del Estado, los cuales en ningún caso se relacionan entre sí bajo una lógica que podamos describir como de "sana competencia"28.

En los términos de Barber, lo que tenemos aquí es una confusión de instituciones con poderes o facultades, en lo que él denomina una teoría "pura" de la separación de poderes, que daría origen al mito según el cual existen tres divisiones de poder en el Estado, a las que corresponde el ejercicio de una de tres funciones particulares. En lo que respecta al rol del Poder Ejecutivo, este habría de quedar relegado a la ejecución de la voluntad del legislador, debiendo llevar a la práctica lo prescrito en normas generales y abstractas. En términos del italiano Guido Zanobini, la posición del ejecutivo sería una de "completa sumisión […] a las normas establecidas por el poder legislativo"29.

El problema es que hoy en día la formación de políticas públicas ha desplazado a la legislación como el medio principal de regulación social, mientras que las agencias han desplazado a los tribunales como el medio principal a través del cual esa regulación es aplicada30. Aun así, la mayor parte de la regulación administrativa que representa la principal herramienta del Estado Administrativo moderno permanece oculta en "una suerte de espacio umbrío"31.

Volviendo a la matriz de Barber, una solución a la confusión puede encontrarse en la adopción de una teoría "parcial" de separación de poderes, que no exige ya la distinción radical entre instituciones sino solamente la delimitación clara entre algunos de sus aspectos:

La visión alternativa de la doctrina, la versión 'parcial', enfatiza la relevancia de balances y contrapesos dentro de la Constitución. En este caso, las líneas entre las columnas son permeables [véase la tabla transcrita precedentemente], y pueden ser traspasadas en ocasiones. Cada una de las instituciones del Estado recibe ciertos poderes sobre las otras, de modo que sus funciones están construidas deliberadamente para que se superpongan. Estas superposiciones pueden tener fines ofensivos o defensivos. De forma ofensiva, una rama puede detentar cierto control sobre la otra: la legislatura, por ejemplo, puede fiscalizar el rol del ejecutivo. […] De forma defensiva, algunas instituciones pueden tener poderes que están normalmente radicados en otra rama, para protegerlos de interferencia32.

Bajo esta comprensión, los casos de ejercicio de facultades más comúnmente asociadas a un poder del Estado no resultan contrarios al principio de separación de poderes, sino precisamente funcionales al mismo, cuestión que permite dar cuenta de potestades comúnmente pacíficas para el constitucionalismo moderno. Es claro, por ejemplo, que la actividad legislativa (entendida como actividad de creación de normas) supone, pero no se agota en la acción de legislar. Cuando el legislador concede una amnistía, ratifica la designación de un funcionario a propuesta del Presidente, o acusa constitucionalmente la conducta de un ministro de Estado, hace algo distinto de legislar. Sin embargo, nadie cuestiona que estas sean funciones radicadas en la potestad legislativa. En el mismo sentido, cuando la Corte de Apelaciones se constituye en visita de una notaría bajo su supervisión, genera un auto acordado para la tramitación de un recurso u ordena una nueva integración de salas para los tribunales superiores, no queda duda de que ejerce funciones legítimamente asignadas. Sin perjuicio de ello, ninguna de estas actividades representa una instancia de adjudicación.

Lo anterior es evidente, pero sirve para iluminar un punto rápidamente obviado por la práctica jurídica difundida: y es que el principio de separación de funciones, entendido en sus propios términos, tiene que ver con la correcta manera de articular la gobernanza del Estado33, que exige para ello la separación cualitativa de funciones estatales34. En ese sentido, para Waldron, un buen punto de partida para comprender la manera en que operaría el principio de separación de funciones en la articulación de un buen gobierno viene dado por la explicación esgrimida por Locke al sostener la necesidad de una autoridad legislativa radicada en un cuerpo colectivo de hombres. Locke entendía que la idea esencial detrás de este arreglo institucional descansaba en que así esos hombres serían quienes tendrían que someterse a la aplicación de las leyes que crearan, garantizando con ello el mantenimiento de la libertad política de los ciudadanos sometidos a su regulación35. Se trataría, sin duda, de un mecanismo incapaz de inmunizar al Estado de la eventual opresión de un legislador. Sin embargo, un primer paso para hacer esa opresión más improbable se encontraría en la separación de funciones, para así alejar al legislador de "la enorme tentación para la fragilidad humana"36 que significaría la posibilidad de hacer un uso arbitrario del poder en él concentrado. En palabras de Waldron, "este es el punto: definitivamente no va a funcionar si los productores de ley pueden controlar la aplicación de la misma, esto es, si los productores de ley pueden tomar decisiones de persecución o participar en la adjudicación. Pues, en ese caso, tendrían el poder de dirigir las cargas de las leyes que crean, lejos de sí mismos"37.

Lo anterior no implica, necesariamente, que para Locke las funciones estatales deban ser repartidas en instituciones diferenciadas. Ello resulta evidente, si se considera la cuarta función del Estado que propone Locke, a saber, el "poder federativo", referido al poder de declarar la guerra o la paz, convenir alianzas o transacciones con cualquier otro país externo al Commonwealth. De acuerdo a Locke, sin embargo, este debía recaer en la misma persona que ejerce el poder de la Administración, sin perjuicio de que ambas funciones deban ser ejercidas de manera diferenciada38. El punto de la separación de poderes estaría, entonces, en reconocer que se trata de funciones analíticamente diferenciables, a pesar de que pueda ser sensato radicarlas en un mismo agente del Estado. Es la viabilidad de mantener esta distinción en la aplicación de cada función lo que sería deseable de un arreglo institucional conforme al principio de separación de poderes. Así, señala Waldron,

… incluso si los poderes son radicados en las mismas manos, será muy importante que las personas sean especialmente claras de alguna otra forma, en la manera en que opera la distinción [de poderes], para que así la ausencia de ley [lawlessness] que es inherente al poder federativo no infecte la naturaleza enfáticamente legal [law-governed] de las acciones ordinarias (por oposición a las acciones privilegiadas) del ejecutivo doméstico. La importancia de este tipo de separación, al menos en la idea, es usualmente descuidada en la tradición de separación de poderes39.

Si el punto de Waldron es correcto, lo relevante de la separación de poderes está en el mantenimiento de lo que es propio de cada función, propiedades que no se identifican con una rama u órgano determinado del Estado. De lo que se trata es, más bien, de respetar un proceso escalonado de interacciones de los distintos poderes del Estado, de modo de canalizar (y no necesariamente restringir) la manera en que el poder del Estado actúa sobre sus ciudadanos. Se trata, para Waldron, de un rol cercano al que desempeña el concepto de rule of law, en el sentido de que apunta a que la acción del gobierno se ejerza de manera articulada y organizada en línea con los requerimientos legales40.

De este modo, podría ser del todo razonable que el órgano detentador de la potestad administrativa ejerciera facultades de creación normativa, en la medida en que mantuviera estas facultades diferenciadas de aquellas que más propiamente caracterizan su rol como Administración. La tarea fundamental del principio de separación de poderes consiste, entonces, en garantizar que cada una de estas funciones sea desempeñada de acuerdo a lo que su propia integridad ordena, integridad que es contaminada cuando se introducen consideraciones que pertenecen a otra función41.

2. SEGUNDO MITO: LA FUNCIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN SE LIMITA A LA EJECUCIÓN DE NORMAS LEGALES

Una vez que se ha desechado la noción tradicional de separación de poderes y que la interacción entre ley y Administración ha sido visitada bajo una luz más caritativa, el panorama puede resultar particularmente hostil en la medida en que no arroja criterios delimitadores de cada una de las potestades públicas. En otras palabras, si los poderes del Estado no admiten ser identificados con el modo de actuación que caracteriza a cada poder público (a saber, producción de normas, solución de controversias y ejecución de prescripciones), tiene sentido preguntarse por la procedencia de la distinción entre potestades (i.e., legislativa, judicial y administrativa). Lo que a continuación se sostendrá, es que cada potestad pública mantiene una función determinada que exige de una estructura tendiente a hacer probable su correcto desempeño. Dicha estructura puede ser entendida, nuevamente, a la luz de la matriz de Barber.

Pues cuando hablamos de estructura, nos referimos esencialmente al mecanismo de legitimación que subyace a cada potestad pública:

Quizás el Estado requiere de tres tipos de funcionarios: aquellos que son electos y exhiben legitimidad democrática; aquellos que son expertos en resolver conflictos de derecho, y aquellos que poseen expertise técnica. Quizás sería un error que una persona que se encuentra en una columna [véase tabla transcrita precedentemente] actúe también en otra columna. Quizás los jueces nunca podrían actuar adecuadamente como legisladores, o quizás los miembros del ejecutivo nunca deberían sentarse en cortes -porque sus cualificaciones para actuar como un tipo de agente del Estado no los legitima para actuar en otra rama-42.

En ese sentido, en La forma del derecho, Fernando Atria desarrolla la idea de que los conceptos jurídicos son conceptos "funcionales", a partir de la tipología trabajada por Michael Moore, quien distingue entre categorías naturales, nominales y funcionales. A riesgo de simplificar el argumento, la reestructuración de estas categorías descansa en que, para Atria, por un lado, no existen categorías "meramente nominales", y, por otro, las categorías naturales tienden a identificarse con la estructura del concepto43. De este modo, al hablar de conceptos jurídicos (y, por cierto, de cualquier otro tipo de concepto), hablamos de conceptos que, en principio, admiten ser clasificados como funcionales o estructurales, alternativamente.

Lo anterior es relevante pues ofrece una primera manera de responder a la pregunta por cómo identificar qué es lo propio de cada potestad pública. Si Administración, legislación y adjudicación son conceptos estructurales, entonces lo propio de cada uno de ellos será la manera en que cada uno se desenvuelve fenomenológicamente (es decir, bastará con identificar qué caracteriza a la estructura de cada una para determinar con ello lo distintivo de aquella). Si, en cambio, estos resultan ser conceptos funcionales, entonces lo que es propio de cada potestad pública dirá relación con la función que estas desempeñan (es decir, entender qué queremos decir por Administración, legislación y adjudicación dependerá de que podamos dar cuenta de cuál es el rol distintivo que cado una desempeña).

La respuesta ofrecida por Atria es, en este sentido, clara: "No hay conceptos jurídicos puramente estructurales. Lo que parece ser un concepto estructural se revela, analizado con detención, un concepto nominal o funcional"44. Ello no tiene que ver con que la categoría de conceptos estructurales no pueda tener existencia independiente; tiene que ver con que, tratándose de conceptos jurídicos, estos no tienen existencia pre-institucional que los haga independientes de las teorías que los dotan de contenido. En palabras del autor, "no hay una cosa tal como 'juez' que aparezca ante el jurista como 'agua' aparece ante el físico"45.

Ahora bien, que los conceptos jurídicos sean conceptos funcionales no implica que la estructura no cumpla papel alguno. En este sentido, Atria entiende que mientras la función de un concepto jurídico permite dar cuenta de su ontología, la estructura del mismo ejerce un rol de individuación. De este modo, dado que la función del concepto jurídico es raramente identificable de manera inmediata (es decir, que de solo observar el concepto "Administración" no es posible identificar qué función le corresponde), sería su estructura lo que permite identificar cuándo nos encontramos frente a ella. Así, si bien difícilmente será posible determinar inequívocamente cuándo se está en frente de un concepto jurídico dado por referencia a su función (por ejemplo, cuándo se está frente a una expropiación), sí podrá este concepto identificarse con mayor facilidad por referencia a su estructura (por referencia a la ley expropiatoria dictada en conformidad con la regulación constitucional correspondiente). El concepto jurídico es, por tanto, funcional en la medida en que es su función lo que lo dota de una ontología determinada, pero se encuentra estructuralmente mediado en la medida en que es la estructura la que hace probable su correcto desempeño.

Si lo anterior es cierto y los conceptos jurídicos son conceptos funcionales estructuralmente mediados, entonces resulta aún más claro que "adjudicación", "legislación" y "administración" no puedan ser definidos por referencia a una determinada manera de desempeñarse en el mundo (aplicando normas, creando normas y ejecutando normas, según corresponde). Es por ello que, en lo que sigue, se intentará dar cuenta de la función y estructura que caracteriza a cada poder del Estado, a fin de comprender con mayor claridad cuáles son los límites que su rol supone.

La legislación es, probablemente, la potestad pública menos controvertida hoy en día, al menos en lo que a su función y estructura se refiere. De este modo, la función de la ley se encuentra entroncada con el sentido de su instauración a partir de las revoluciones del ideario racionalista, en tanto la ley tiene por objeto declarar la voluntad soberana del pueblo.

Sin embargo, esta voluntad no resulta inmediatamente identificable, ya que la voluntad soberana no se presenta en primera persona y con claridad suficiente como para ser reconocida sin mediar forma alguna. En otras palabras, dado que aquello que cuenta como voluntad soberana puede y es objeto de constante debate, no es posible identificarla de manera inequívoca como se identifica un objeto de la naturaleza. La única manera en que la voluntad soberana se hace reconocible es a través de una determinada estructura. En ese sentido, estructuralmente una ley es toda norma producida por el Congreso en conformidad con el procedimiento constitucionalmente consagrado para ello, y sancionado y promulgado por el Presidente. Es esta la estructura que hace posible identificar lo que cuenta como legislación en la vida del Estado, diferenciándola de cualquier otra manifestación de voluntad46.

Ahora bien, es importante notar que lo anterior no significa que 'ley' sea un concepto estructural, y no uno funcional. Lo que la estructura de la ley permite es hacer más probable la identificación de la voluntad soberana, al establecer un mecanismo democrático de deliberación política, capaz de contener la disputa política y transformar los conceptos polémicos en conceptos no-polémicos. Sin embargo, lo único que hace posible evaluar el desempeño de esta estructura (i.e., evaluar si ella sirve para lo que se busca) es, precisamente, la función que inspira su institucionalización. Ya que solo podría decirse que esta no cumple con su objetivo si es que se entiende que dicho objetivo es distinto del mero procedimiento utilizado (y que, por tanto, una ley manifestada en la forma que prescribe la Constitución, pero carente de espacios de deliberación política libre y democrática, no contaría como declaración de la voluntad soberana).

Ahora bien, allí donde la ley tiene por finalidad "la identificación de lo que va en el interés de todos", es posible decir que la jurisdicción tiene por objeto "que los casos que le son sometidos sean decididos dando a cada uno lo suyo"47. Lo que la estructura permite es, nuevamente, hacer probable que la función perseguida sea alcanzada. Y en este caso, dada la función que la jurisdicción ha de cumplir, la estructura que hace más probable su desempeño se manifiesta más claramente en el principio de independencia48.

Para Atria (y siguiendo aquí a Ernst Böckenförde), esto tiene que ver con la manera en que la actuación de los tribunales de justicia los legitiman materialmente: y es que estos "están vinculados a la ley de un modo mucho más intenso que la Administración"49, ya que la esencia de su tarea se encuentra en la aplicación de la ley al caso concreto50. Dicho de otro modo, en el ejercicio de la adjudicación, el rol del juez debe ser desempeñado procurando una correcta aplicación del derecho, pues dar a cada uno lo suyo no es en realidad otra cosa que dar a cada uno lo que le corresponde según ley. Es por ello que la independencia de los tribunales resulta tan relevante: pues, en la medida en que los tribunales desempeñen su labor con independencia de consideraciones distintas de aquellas que determina el derecho, se hace más probable que el proceso de adjudicación redunde, efectivamente, en dar a cada uno lo suyo.

Lo anterior permite, adicionalmente, dar cuenta de la esencial diferencia que cabe reconocer entre la discrecionalidad administrativa y la discreción judicial. La distinción descansa en la estructura de legitimación que opera para cada una. Si, por un lado, el poder judicial se encuentra necesaria y esencialmente vinculado a la ley, entonces la discreción judicial solo puede operar de modo que permita completar una expresión indeterminada o corregir una impropia. No se trata de una discreción que permita al juez operar al margen de la ley: muy por el contrario, su discreción es solo discreción "en sentido débil", en la medida en que esta debe operar delimitada por los constreñimientos que la misma norma interpretada otorga. En términos de Atria, en este caso, la tarea del juez es la de suplir el déficit identificado en la norma, "determinando cuál es la interpretación de la expresión legislativa que corresponde de modo más pleno al sentido de la ley, que avanza de manera más eficaz los fines de esa ley"51.

La discrecionalidad administrativa, en cambio, opera de manera diversa, en la medida en que la estructura de legitimación de la Administración no admite ser entendida como una de estricta aplicación del derecho. En este caso, dice el autor,

… la situación es distinta. Aquí la ley reconoce a la Administración un ámbito dentro del cual ella debe desplegar sus facultades del modo más eficaz y eficiente posible. La discrecionalidad administrativa no es el resultado de un déficit legislativo [i.e., no es un caso de expresión indeterminada], sino precisamente el modo en que la ley deja a la Administración un espacio para actuar eficazmente en procura de sus fines52.

El punto está, entonces, en que, a diferencia de lo que ocurre cuando hablamos de una estructura "comisarial" (donde las decisiones del comisario son "siempre instrumentales, en el sentido de que son correctas sólo si resultan ser un medio adecuado para llevar adelante su encargo"53), una estructura de independencia hace probable que, al decidir un caso en concreto, la decisión del agente (el juez) no intente "avanzar alguna finalidad distinta de dar a cada uno lo suyo"54.

Es este el sentido en el cual la función judicial es, a diferencia de la legislativa y la administrativa, un poder "inexistente y nulo"55. Pues, si bien el juez existe y es visible a la hora de pronunciar su decisión respecto de cada caso que conoce, la estructura de lo que se conoce como "Poder Judicial" hace imposible hablar de los jueces como funcionarios de una organización56. El juez adquiere su poder en tanto adjudicador cuya independencia legitima sus actuaciones. De este modo, la decisión de cada caso debe ser entendida como la decisión de cada juez y no así como la decisión del Poder Judicial como un todo. Entenderlo como la decisión de un órgano superior y, asimismo, como la ejecución de un mandato que fluye jerárquicamente (con la Corte Suprema como órgano a la cabeza) es entender la jurisdicción como ejercida bajo una estructura comisarial, haciendo improbable el correcto desempeño de su función.

Ahora bien, si la función de la legislación es la declaración de la voluntad soberana, y la función de la adjudicación es dar a cada uno lo suyo, corresponde en este punto preguntarse por la función de la Administración en tanto potestad pública. En ese sentido, puede entenderse que la tarea de la Administración debe ser comprendida en términos amplios, como el salus populi o bienestar del pueblo. De esta forma, la estructura de la Administración debe ser una que haga más probable el cumplimiento de ese fin, facilitando la labor de la Administración en la promoción del bien común.

Siguiendo a Atria, la estructura que hace más probable esa función es, en este caso, la opuesta al principio de independencia: la estructura "comisarial". Esto se debe a que el criterio de legitimación de las actuaciones de la Administración descansa en que esta forme parte de un programa políticamente legitimado57. En otras palabras, depende de que sea posible reconducir el acto administrativo determinado a una decisión política del Presidente o alguno de los órganos que de él derivan, que encuentran sus actuaciones y políticas legitimadas democráticamente. La ley, en ese sentido, fija fines que debe perseguir la Administración, a la vez que los medios a través de los cuales estos deben ser alcanzados. Pero no fija prescripciones concretas que deben ser aplicadas, al modo de una adjudicación.

Es esto lo que permite distinguir entre el ejercicio de una facultad jurisdiccional y el ejercicio de una facultad administrativa: y es que mientras el primero supone la aplicación concreta de la ley, el segundo supone un ejercicio de prudencia en torno a los mejores medios disponibles para alcanzar el fin fijado por ella.

Lo anterior es consistente con la jerarquía que inspira la estructuración de la Administración, tanto en lo que respecta al entramado de órganos administrativos como al arreglo jerárquico que es interno a cada uno de ellos. Si, por un lado, el principio de independencia (judicial) se hace operativo institucionalizando la inamovilidad de cada uno de los jueces, el principio comisarial opera, por otro lado, descansando en que la Administración funciona jerárquicamente. Ello supone que el arreglo jerárquico permite que la decisión fluya desde el Presidente hacia cada uno de los órganos de la Administración y que, en sentido contrario, la responsabilidad fluya desde cada órgano inferior hacia el organismo más próximo al Presidente58.

Lo que todo esto muestra, es que la estructura que ordena a la Administración debe ser siempre entendida a la luz de la función que esta pretende cumplir. Y si la función de la Administración es la persecución del bien común o el bienestar del pueblo, entonces la ley deberá identificar los fines concretos en los que esto redunda y los medios que la Administración tendrá disponibles para alcanzarlos. Lo que no puede hacer la ley es pretender anticipar las acciones concretas que la Administración tendrá que desplegar en el cumplimiento de sus funciones. Por eso la Administración no puede operar como mero ejecutor de la ley. La Administración es, en ese sentido, "una potestad ordenada de modo finalista: debe hacer lo que en las circunstancias convenga al interés general"59. Y lo que convenga al interés general debe ser determinado por la misma Administración. En otras palabras, lo que la Administración debe hacer en cumplimiento de su función es "realizar su comprensión del interés general, incorporada en planes y programas que pueden ser reconducidos al pueblo"60. Así las cosas, la ley y la Administración se vinculan positivamente (prescribiendo el fin de la Administración) y negativamente (prescribiendo sus limitaciones)61, mas nunca determinando la primera el contenido específico de las actuaciones de la segunda.

3. TERCER MITO: LA POTESTAD NORMATIVA DE LA ADMINISTRACIÓN ES CONTRARIA A PRINCIPIOS MORALES DEL DERECHO

El tercer mito que aquí se revisa no encuentra su origen, como los dos primeros, en una teoría del Estado, sino más bien en la teoría (o filosofía) del derecho. La teoría moderna del derecho descansa, por cierto, en la comprensión tradicional del principio de separación de poderes del Estado, conforme a la cual la Administración debe limitarse a la mera ejecución de normas legales, asentando una visión degradada de la misma. Esto no es sino la expresión de una estrategia determinada de reconstrucción del sistema jurídico, y no así una caracterización necesaria e inescapable del poder público. Si bien es posible imputarle cierta responsabilidad a los positivistas jurídicos que, en su búsqueda de una "teoría pura" del derecho, desplazaron del mapa teórico el elemento político (que constituye, en gran parte, el quehacer de la Administración), lo cierto es que esta comprensión responde a una visión más generalizada del derecho, que encuentra, probablemente, a su mayor exponente en el anti-positivista Ronald Dworkin y la idea del 'imperio del derecho'.

Una caracterización unívoca del derecho, según Dworkin, no resulta sencilla. Es posible reconocer una cierta evolución en el pensamiento del autor, sobre la base de lo expuesto en tres de sus obras: Taking Rights Seriously de 1977, Law's Empire de 1986 y Freedom's Law de 1996. En ese sentido, su proyecto fue esencialmente interpretativista, desechando una comprensión semántica, convencionalista y pragmatista del derecho, y fijando a los jueces en el centro de la dilucidación del sentido y alcance del mismo.

Así, por ejemplo, ya en Taking Rights Seriously es posible identificar a un Dworkin que entiende que honrar el rule of law en un sentido material supone, muchas veces, la necesidad de ignorar el tenor literal de la ley con el objeto de adjudicar derechos institucionalmente exigibles62. En este sentido, la sujeción al derecho no puede ser entendida como sujeción a las palabras de la ley, sino más bien como sujeción a la interpretación del derecho que es alcanzada por los jueces.

Law's Empire introduciría, posteriormente, la idea de 'integridad' en el derecho, dando cuenta de la necesidad de interpretar la legislación, pero, sobre todo, la adjudicación de un modo moralmente coherente. Se trata de un principio que demanda de los jueces (en lo que a su teoría de la adjudicación se refiere), la identificación de derechos y deberes, partiendo de la base de que las normas son creadas por la comunidad como un todo (la comunidad "personificada"). Y así, entonces, en palabras del autor:

[D]e acuerdo al derecho como integridad, las proposiciones jurídicas son ciertas si ellas muestran o se siguen de los principios de justicia, equidad y debido proceso que proveen las mejores interpretaciones constructivas de las prácticas jurídicas de la comunidad. […] El derecho como integridad […] es tanto el producto como la inspiración para una interpretación comprehensiva de la práctica jurídica. El programa que le presenta a los jueces que deciden casos difíciles es esencialmente, y no solo contingentemente, interpretativa63.

Freedom's Law, por su lado, añadiría a la teoría de la adjudicación dworkiniana una forma determinada de interpretar y ejecutar preceptos constitucionales, en la forma de su 'lectura moral de la Constitución'. Ella propondría que jueces, abogados y ciudadanos interpretaran y aplicaran las normas constitucionales abstractas directamente, bajo el entendido de que ellas invocaban principios morales de decencia y justicia64.

Cada una de estas obras presentó variaciones o inconsistencias que merecen ser examinadas en sus propios términos y con dedicada atención. En lo que aquí interesa, lo que es común a las tres contribuciones se encuentra decididamente en el rol preponderante de la adjudicación y, por tanto, la construcción de una teoría del derecho a partir de la misma. Dworkin ve, fundamentalmente, solo al juez como figura decisiva en la determinación del derecho, haciendo que el rol del legislador se torne irrelevante y el de la Administración, incluso, inexistente. Pues, en último término, lo que importa a la teoría del derecho dworkiniana sería solo la manera en que el juez interpreta las normas que ante él se presentan. En términos de Atria, para Dworkin la voluntad de la ley (o, lo que es lo mismo, la voluntad soberana) era inmediatamente identificable por parte del juez, haciendo a su estructura (= la ley) innecesaria.

Pero, ¿qué es lo que explica la ausencia de desarrollo en lo que respecta al rol de la Administración en el trabajo de Dworkin? Como sostiene Adrian Vermeule en Law's Abnegation, ello no puede deberse a la escasa relevancia de las actuaciones jurídicas de las agencias administrativas en su medio, que para la época en que Dworkin escribía ya alcanzaban a constituir "el objeto inescapable de la teoría del derecho contemporánea"65. En ese sentido, el silencio de Dworkin resulta tan llamativo que sugiere una "ceguera voluntaria"66 del autor, quien simplemente reflexionó en términos del clásico arreglo institucional estructurado sobre la base del mito de la separación de poderes del Estado, obviando el creciente fenómeno del Estado Administrativo y las agencias reguladoras norteamericanas. Después de todo, la existencia de órganos de la Administración capaces de decidir y dar forma al derecho representaba una evidente amenaza para la noción de Imperio del derecho, que descansaba importantemente en la idea de que "[l]as Cortes son las capitales del Imperio del Derecho, y los jueces son sus príncipes"67-68.

Esto es algo que es muy claramente explicado por David Dyzenhaus quien, al tratar el problema de la legalidad del derecho administrativo, sostiene que existen importantes coincidencias entre el pensamiento de Dworkin y el de ciertos libertarios. En ese sentido, señala Dyzenhaus que el común denominador para ambos se encontraría en una preferencia por la "supremacía judicial"69 ya que para ellos existiría rule of law solo cuando fuera posible reconocer la existencia de jueces que protejan un cierto núcleo de principios de los vaivenes de la mayoría70. Y, en ese sentido, "Dworkin entiende que los […] jueces [tienen] un monopolio sobre [la] interpretación [del derecho]. No existe espacio en su descripción para las agencias administrativas que tienen autoridad para crear o interpretar el derecho en el sentido de decisiones administrativas a las que las Cortes deben deferencia"71.

En un sentido similar se manifiesta Atria, quien al dar cuenta de las consecuencias de la tesis dworkiniana sostiene que, sin quererlo, Dworkin, "inesperadamente, concurre con los autores positivistas que ataca en entender que la legislación es teóricamente irrelevante"72. Y lo que explica el desenlace del proyecto no es sino esta "supremacía judicial" que descansa en las bases de su teoría. Pues lo que la tesis de Dworkin supone es la capacidad de los jueces (o, al menos, del ideal del juez Hércules) de dar inmediatamente con el sentido de la ley o, en otras palabras, de reconocer, con independencia del texto legislativo, aquello que corresponde a la voluntad del pueblo (= de la comunidad de principios). El "imperio" no es sino el imperio de los jueces, en el sentido de que ellos son los llamados a descubrir el derecho, dando cuenta de la mejor manera de entender su contenido. El problema, siguiendo a Atria, está en que la voluntad del pueblo no es inmediatamente identificable, sino que requiere de una estructura capaz de hacer probable su identificación (esto es, requiere de un procedimiento objetivo de formación de ley). Es por medio de la identificación de la forma (la ley, en tanto estructura) que es posible reconocer lo que cuenta como la voluntad de la comunidad política. Y es, precisamente, la minimización de las formas lo que destierra la relevancia de la legislación en la tesis dworkiniana.

El silencio de Dworkin redunda en el mantenimiento de un modelo institucional que tiene poco que decir sobre la actividad administrativa como hoy se presenta73. Cabe preguntarse, entonces, si su teoría del derecho puede aportar algo a una mejor comprensión del rol de las potestades públicas en el mundo contemporáneo. Ante esta interrogante, Vermeule sostiene que existe un valor a ser reconocido en la idea de integridad del derecho según Dworkin, que leída consistentemente sería capaz de dar cuenta del fenómeno del Estado Administrativo. Así las cosas, y a pesar de que no haya sido evidente para Dworkin y sus discípulos74, la teoría dworkiniana del derecho no supone, necesariamente, relegar a la Administración hacia los márgenes de lo jurídico. Muy por el contrario, es por medio de la integridad que el derecho se habría depurado a sí mismo, dando paso al Estado Administrativo moderno.

En efecto, Vermeule apunta a lo que él ha caracterizado como un proceso de abdicación del derecho, esto es, un proceso en el que el derecho (según es creado por el Congreso y adjudicado por los jueces) se ha contraído para dejar mayor espacio de actuación a la Administración y, consistentemente, mayor deferencia a sus decisiones. Para el autor, este proceso (evidenciado en decisiones legislativas y judiciales) no es sino la consecuencia de una aplicación consistente y dedicada del principio de integridad dworkiniano. Las agencias administrativas son, finalmente, verdaderos foros de principios75 a partir de los cuales sería posible dar con la interpretación que mejor sentido hace de las reglas que constituyen a una comunidad política (o, en términos de Dworkin, a una "comunidad de principios").

El proyecto de Vermeule es, en ese sentido, comprometidamente interpretativista76. Su tesis es una que daría cuenta de cómo los distintos operadores jurídicos fueron dando con la interpretación más razonable del entramado institucional vigente (esto es, con la interpretación que mejor calzaba con el derecho vigente -fit, en términos de Dworkin-), generando a su vez lo que estimaron era la interpretación que mejor realizaba los principios de la comunidad (esto es, justificando su interpretación en armonía con los principios que fluyen de la comunidad y su derecho -justification-). En este contexto, sostiene Vermeule, las necesidades contemporáneas, caracterizadas por la alta complejidad de los problemas planteados, los altos costos de información y la importante incertidumbre en los procesos de decisión, habrían llevado a que legisladores notaran las eficiencias de un Estado Administrativo dotado de agencias que exhiben mayor legitimidad técnica, e incluso, a veces, democrática, para generar regulaciones efectivas77. En el mismo sentido, el advenimiento del Estado Administrativo significó que las cortes abandonaran sus pretensiones de injerencia sobre regulaciones de carácter social y económico, dejándolas en manos del aparato administrativo capacitado para el efecto78.

Ahora bien, lo anterior no puede querer decir que entonces corresponde a la Administración la identificación de lo que cuenta como voluntad de la comunidad política. De otro modo, lo único que se habría logrado con este ejercicio sería el reemplazo de una "supremacía judicial" por otra "supremacía administrativa", que pecaría (como la tesis dworkiniana) de hacer irrelevante el ejercicio de potestad legislativa. A lo que debe apuntar una ' teoría de la abdicación del derecho' para evitar esta consecuencia es a una integridad del derecho que se pregunte por la mejor interpretación contextual y trascendente del derecho que da forma a la comunidad de principios, en el marco que provee para ello la voluntad legislativa.

4. CUARTO MITO: 'EJECUCIÓN DE NORMAS LEGALES' Y 'CREACIÓN NORMATIVA' SON MUTUAMENTE EXCLUYENTES

El correcto desenvolvimiento del Estado moderno requiere de una adecuada comprensión de la potestad judicial, pero hoy -y, con más urgencia- necesita de una acabada comprensión de la potestad administrativa y la potestad legislativa. En ese sentido, si bien de la mano de Atria ha sido posible dilucidar la función de la ley (identificación de la voluntad del pueblo) junto con su correspondiente estructura (procedimiento de formación de ley), es preciso determinar qué es lo que, en concreto, exhibe la legislación, que llega a ser ejecutado por los órganos de la Administración, o adjudicado por los tribunales de justicia.

En ese sentido, para Edward Rubin, la legislación moderna consistiría de directivas dirigidas a los distintos órganos del Estado que operarían como verdaderos mecanismos de implementación79 de la política o medida allí indicada. Así las cosas, para el autor la legislación constituye, por un lado, el acto jurídico por medio del cual se pone en movimiento el aparato estatal en orden a alcanzar un resultado determinado, y, por otro, la manifestación verbal de cuál es ese objetivo deseado. No supone la legislación su propia implementación. Pues en esta última cabría reconocer una práctica distinta de la actividad legislativa, desarrollada por los órganos de la Administración del Estado y los tribunales de justicia, en tanto mecanismos de implementación de la directiva enunciada80. En este contexto, Rubin señala que una directiva determinada puede estar sujeta a un mecanismo primario de implementación, generalmente conformado por la agencia u órgano administrativo encargado de llevar a efecto la prescripción normativa81. Sin embargo, la directiva podría también sujetarse a un mecanismo secundario de implementación, conformado por un tribunal encargado de adjudicar un caso referido a la implementación efectuada por el mecanismo primario. En ambos niveles el resultado es el mismo: la implementación de la directiva; ya sea por la vía del establecimiento de las condiciones necesarias para su ejecución por parte de los órganos de la Administración, o bien por la vía de la corrección de esa implementación en sede judicial.

Así las cosas, y contrario a lo que parecería seguirse de un paradigma más bien centrado en la estructura de normas de conducta de naturaleza penal, para Rubin el sistema de directivas legislativas se encontraría dirigido a mecanismos de implementación, no así al ciudadano mismo. La idea, por cierto, no es nueva. Ya Jeremy Bentham entendía que toda ley era conformada, en realidad, por dos reglas: una regla principal, destinada a imponer una obligación a un grupo determinado de personas, y una regla "punitiva" (punitive law), dirigida a una agencia administrativa para la imposición de un castigo82. Similarmente, para Kelsen la ley consistía en una instrucción o norma dirigida a un agente (administrativo) destinado a ejecutar un castigo bajo ciertos supuestos definidos83. La tesis de Rubin, por cierto, no sugiere que esta sea la estructura típica de todo precepto normativo. A lo que apunta, más bien, es a la idea de que estos puedan estar dirigidos a agencias de implementación para la ejecución de una acción o un plan determinado, y no siempre a un ciudadano para guiar su comportamiento. En ese sentido, la legislación invita a la adjudicación y la Administración del Estado, haciéndolos parte de su propia actividad.

Ahora bien, como fuera notado por H. L. A. Hart, el problema de esta comprensión de la ley como directivas dirigidas a mecanismos de implementación es que invisibiliza una finalidad específica de la legislación como "mecanismo de control social"84, en tanto no permite dar cuenta de la manera en que el derecho establece parámetros de conducta para los ciudadanos. Sin embargo, según observa Rubin, lo que Hart no advierte es que lo que está definiendo como "derecho" no es capaz de contener todo lo que hoy puede ser identificado como "legislación moderna"85.

En ese sentido, no toda norma -ni siquiera la mayoría de ellas- puede hoy ser catalogada como una norma primaria (i.e., como una norma de comportamiento) o como una norma secundaria en sentido hartiano (i.e., como una regla de reconocimiento, como una regla de cambio o como una regla de adjudicación). Y si bien en algún sentido trivial las normas podrían cumplir un rol tangencial en el sentido de modificar una regla o resolver la aplicación del derecho para un caso concreto, lo cierto es que la comprensión del sistema hartiano depende de que se entienda que, en cualquier caso, estas reglas son parasitarias de las reglas primarias de comportamiento. Y es esta la comprensión que no es capaz de dar cuenta de la gran mayoría de normas legisladas por el Congreso, que más frecuentemente se dedican a distribuir recursos, fijar lineamientos generales para políticas y programas, adecuar el funcionamiento de órganos administrativos, entre múltiples otras funciones86.

Lo que esto significa es, entonces, que el legislador solo pone en movimiento un complejo mecanismo que involucra a la actividad administrativa y judicial como medios para la implementación de las directivas legisladas. Y en esa implementación el derecho se expande y da origen a otras formas jurídicas, como es el caso de las normas administrativas que se dictan en cumplimiento de este primer mandato. En ese sentido, derecho no equivale a legislación, y es este el descubrimiento que resulta tan relevante para Max Weber, como parte del proceso de desantificación de las prácticas sociales. Pues, en la medida en que las normas no obligan porque posean una fuerza normativa que es intrínseca a ellas (i.e., porque son directivas legisladas que obligan al ciudadano directamente), sino que obligan sobre la base de razones instrumentales (al gobierno de la comunidad política), el derecho puede operar como mecanismo de control social87.

Sin embargo, esta no es la única posibilidad detrás de la racionalidad instrumental de la legislación. Como Jürgen Habermas observa, el reconocimiento de que la legislación consiste en directivas instrumentales "provee de una manera para tomar el control del proceso legislativo, y usarlo para los propósitos que se elijan"88-89. Y es la de-santificación de la legislación, en este sentido específico, lo que abre el camino hacia el reconocimiento de que la legislación puede ser utilizada de la manera más efectiva posible; incluso si eso implica su abdicación.

Bajo el entendido de que la legislación tiene un sentido instrumental, es posible observar que las directivas legisladas se encuentran dirigidas a mecanismos de implementación por medio de distintas formas. Se trata, según Rubin, de distintos "modos discursivos" (modes of discourse), destinados a generar la acción de los órganos de la Administración y/o los tribunales de justicia. Utilizando la terminología trabajada por Colin Diver, Rubin distingue entre legislación 'interna' y 'externa', entendiendo que la primera se encuentra dirigida al mecanismo de implementación para que opere allí su realización efectiva, mientras que la segunda se dirige a mecanismos de implementación para lograr un determinado comportamiento del ciudadano. Así, por ejemplo, habría legislación interna allí donde una ley adjudica un presupuesto a ser utilizado por un órgano determinado (por ejemplo, una agencia que vele por la libre competencia), mientras que habría legislación externa allí donde la ley declara un fin público a ser perseguido por ese mismo órgano (por ejemplo, la 'libre competencia' como bien protegido). Y es en este segundo grupo de prescripciones normativas donde Rubin introduce una nueva clasificación, distinguiendo según el grado de transitividad que exhibe la legislación. Así, una ley que detalla exactamente la manera en que pretende que la directiva legislativa sea implementada, es una ley altamente transitiva. Pero una ley que ordena al mecanismo de implementación la dictación de nuevas normas para el cumplimiento de una finalidad determinada es altamente intransitiva, pues no será claro el comportamiento que de esta se espera sino hasta que ello haya ocurrido90.

Las leyes pueden, a su vez, exhibir un mayor o menor grado de transitividad en cuanto a su aplicación o a su elaboración. Así, señala Rubin, serán intransitivas en cuanto a su aplicación si no contienen norma alguna dirigida a la agencia, sino solo la orden de desarrollar más normas (porque no traspasa con ello la directiva al particular, en la aplicación de la norma), mientras que serán transitivas si expresan, directamente, la norma que debe ser aplicada o ejecutada por la misma (pues traspasa la directiva al particular, al aplicar la norma). En ese sentido, la transitividad parece relacionarse a la idea de claridad de Lon Fuller, que dice relación con la capacidad de comprensión de la norma. Sin embargo, se trata de conceptos que atienden a fines distintos. Para Fuller la norma es clara cuando se entiende su contenido, con independencia del destinatario de la norma. No obstante, la transitividad puede ir asociada a una norma perfectamente clara, sin que ello prejuzgue la manera en que la norma, siendo menos transitiva, otorga a la agencia potestades normativas. Así mismo, una norma puede ser altamente transitiva y, por lo tanto, entregar a la agencia reguladora todas las herramientas que requiere para aplicarla directamente, careciendo sin embargo de un estándar mínimo de claridad que haga de la norma una que se encuentre dentro de los estándares fullerianos.

La transitividad en la elaboración, en cambio, se plantea en un segundo nivel donde, existiendo una regla a ser aplicada directamente sobre el particular, la norma otorga un espacio de interpretación suficientemente amplio como para que la agencia tenga que elaborar un segundo orden de normas para hacerla aplicable. En ese sentido, la transitividad se va perdiendo en la medida en que las normas estén planteadas de manera más vaga o más amplia.

El grado de transitividad que muestra una ley resulta relevante si se observa que ello es lo que determina la actividad del órgano. Así, por ejemplo, si la ley que rige a una agencia determinada es enteramente transitiva, entonces esta solo debe destinar sus esfuerzos a la correcta aplicación de las prescripciones normativas. Si la ley, en cambio, es intransitiva, sus esfuerzos deberán centrarse, más bien, en la generación de un cuerpo normativo suficientemente robusto para la implementación de la directiva legal91. En ese sentido, a mayor nivel de intransitividad, mayor es la necesidad de creación de normas administrativas. En otras palabras, a mayor falta de transitividad en la aplicación o, incluso, en la elaboración de la ley, mayor es la potestad normativa que la directiva legislativa supone. De este modo, es el legislador el llamado a determinar el grado de control que desea mantener sobre el derecho que genera a partir de su directiva, cuestión que puede depender, para Rubin, de la complejidad técnica de la materia que debe ser regulada, la estabilidad de la norma en el tiempo, la habilidad del legislador de llegar a consenso, el número y la habilidad o capacidad del cuerpo legislativo, y la confianza del legislador en un mecanismo de implementación en particular92-93.

Ahora bien, la legislatura se enfrenta con una serie de problemas al momento de generar una norma que será luego dirigida a un mecanismo de implementación. Por un lado, como órgano, el Congreso debe asegurar el cumplimiento efectivo del mandato dictado, alcanzando el resultado deseado en la mejor forma y tiempo posibles. Y es en ese contexto que el legislador puede, dice Rubin, adoptar dos metodologías posibles. Por un lado, puede este optar por regular un objetivo, instruyendo al órgano de la Administración su cometido. Esta estrategia, por cierto, supone que el órgano cuenta con los medios necesarios para lograrlo, por lo que es de carga del legislador reconocer cuánto desea guiar la actuación del mecanismo de implementación. Y es allí donde surge la segunda metodología, pues puede el legislador regular, aparte del objetivo, los fines específicamente disponibles para alcanzarlos94.

Nada de ello obsta, por cierto, a la dictación de cuerpos legislados adicionales, que en un esfuerzo por regular los procedimientos de creación de normas de naturaleza administrativa podrían incorporar un principio de debido proceso en el quehacer de los órganos de la Administración. En ese sentido, las agencias norteamericanas cuentan con el American Procedure Act (APA), que resulta lo suficientemente extenso como para incorporar consideraciones de debido proceso a la creación de normas en sede administrativa. En ese sentido, señala Vermeule, los tribunales de justicia han desarrollado dos variantes de constricciones procedimentales para aumentar la exigencia en la creación de normas por parte de agencias. Por un lado, la doctrina de hybrid rule-making exige de los órganos la creación previa de procedimientos para la dictación de sus propias normas con aún más detalle que el exigido por la APA. Por otro lado, bajo la doctrina de reason-giving los tribunales han desarrollado "una forma intrusiva de revisión llamada 'hard look review'", en virtud de la cual -a partir de lo dispuesto en una de las provisiones del apa que proscribe la existencia de reglamentos "arbitrarios y caprichosos"- se admite la revisión judicial del cuerpo normativo dictado95.

Las propuestas existentes para la configuración de un sistema capaz de regular con sensatez un marco de colaboración efectivo entre legislación y norma administrativa son, en ese sentido, múltiples y muy diversas, y es el legislador quien guarda las potestades suficientes para optar por uno u otro camino.

CONCLUSIONES

Cuatro "mitos" (al menos) se erigen sobre la base de tesis comúnmente aceptadas por parte relevante de la doctrina dedicada a la teoría del Estado (y la teoría del derecho). Los mitos son: 1. La separación de poderes del Estado exige separación de facultades; 2. La función de la Administración se limita a la ejecución de normas legales; 3. La potestad normativa de la Administración es contraria a principios morales del derecho, y 4. 'Ejecución de normas legales' y 'creación normativa' son mutuamente excluyentes.

En orden a defender la potestad normativa de la Administración ha sido necesario entender y reconstruir en su mejor versión los principios e instituciones en torno a los cuales se construyeron y asentaron estos mitos. En ese sentido, una primera aproximación fuerza una relectura de la comprensión más difundida del principio de "separación de poderes", con el objeto de configurar una reconstrucción teórica capaz de dar cuenta de las inconsistencias que se plantean en su origen y, especialmente, en su aplicación práctica bajo los requerimientos del Estado moderno. Pues, en la medida en que se plantea el auge del Estado Administrativo, a partir del cual la Administración pasa a formar parte central de la vida de los ciudadanos, el principio de separación de poderes parece no adecuarse a la clásica comprensión en virtud de la cual cada potestad pública debe desempeñar una función exclusiva y determinada. De la mano de Nicholas Barber y Jeremy Waldron es posible dar con esta reconstrucción reflexiva del principio de separación de poderes, que pasa a ser mejor entendido como un principio de separación de funciones "en la idea", o un principio de separación "relativo".

Ello no excluiría, por cierto, la relevancia de diferenciar institucionalmente entre Administración, legislación y adjudicación. Si bien no se podría identificar a cada potestad pública con una tarea determinada, es posible desentrañar su contenido a partir de su función última y la estructura que la articula. Este ejercicio permitiría mostrar que la función de la Administración no se limita a la ejecución de normas legales. Su fin se encuentra en la persecución del bien común o el bienestar del pueblo, por lo que debe contar con latitud suficiente como para hacer todo aquello que convenga al interés general, encontrando su única limitación en la estructura comisarial que ordena su actuación.

Sin embargo, resulta atingente preguntarse por las herramientas teóricas con las que, para estos efectos, cuenta la cultura jurídica para hacer sentido de esas funciones. En ese sentido, es notable el silencio de la teoría del derecho en lo que respecta a las facultades de la Administración del Estado. Centrada en la labor del juez y la manera en que este debe adjudicar cada caso, esta ha obviado el espacio que cabe reconocer a una teoría de la legislación y, especialmente, a una teoría de la Administración. Pues, en la medida en que legislación y Administración son analizados bajo el lente de la adjudicación, posicionando a los jueces en el centro de la creación del derecho, tanto positivistas como anti-positivistas quedan mudos a la hora de dar cuenta de la función de cada uno de estos poderes públicos, en sus propios términos. Con todo, la fuerza de la realidad ha obligado a la doctrina extranjera a dar cuenta de este déficit. En un esfuerzo por reconstruir en términos útiles el movimiento de la jurisprudencia norteamericana, Adrian Vermeule ha permitido reconstruir el auge de la Administración estadounidense como un ejercicio de depuración efectuado por el derecho mismo, en cumplimiento de los principios morales que inspiraron a la teoría del derecho de Ronald Dworkin en torno al rol de la adjudicación.

Su lectura resulta especialmente consistente con los trabajos de Edward Rubin, quien ya en 1989 daba cuenta de la necesidad de construir, desde una teoría de la legislación, una mejor teoría de la función de creación normativa de la Administración. Ello resulta esclarecedor, en la medida en que permite entender la actividad de los órganos administrativos a la luz de las directivas legales, reconciliando la potestad legislativa con la potestad normativa-administrativa. Así las cosas, sería la propia ley la que otorgaría una potestad creadora de normas a la Administración para llevar a cabo su labor de ejecución (o, más propiamente, implementación), trabajando con una mayor o menor transitividad en la legislación, según los requerimientos de la regulación particular.


NOTAS

1 Sunstein, C. y Vermeule, A. Law and Leviathan: Redeeming the Administrative State. Cambridge (Mass.): Harvard University Press, 2020, 1. Mostrando la incomodidad que genera, de modo universal, el Estado Administrativo moderno, los autores señalan: "Para los originalistas, el Estado Administrativo constituye una traición evidente a los compromisos del esquema constitucional original y el sistema de separación y división de poderes. Para los libertarios, las agencias [administrativas] poseen potestades discrecionales que, en su mayor parte, no admiten control alguno, permitiéndoles ejercer poder arbitrariamente, entrometerse con libertades y propiedad privada, y actuar contraviniendo los valores esenciales del rule-of-law. Para los demócratas, la cadena de responsabilidad desde 'Nosotros, el pueblo' ['We, the People'] hasta los funcionarios que ejercen el poder estatal es, simplemente, demasiado frágil; se ve debilitada por el otorgamiento de discrecionalidad excesiva a agencias, que permite a los legisladores evadir su responsabilidad política por decisiones políticas fundamentales" (todas las traducciones son de esta autora). Ibíd., 2.
2 Ibíd., 1-2.
3 Carolan, E. The New Separation of Powers: A Theory for the Modern State. Oxford: Oxford University Press, 2009, 48.
4 Ibíd., 48-49.
5 Ibíd., 49 (todas las cursivas son de esta autora).
6 Para el caso de Estados Unidos, Gary Lawson está de acuerdo con Eoin Carolan en que son las reformas introducidas por medio del New Deal las que generan este nuevo paradigma. Él, sin embargo, disiente con firmeza sobre la legitimidad de los resultados de dicho tránsito. Señala: "El Estado Administrativo post-New Deal es inconstitucional, y su validación por parte del sistema legal no constituye otra cosa que una revolución constitucional no-sangrienta". Lawson, G. The Rise and Fall of the Administrative State. En Harvard Law Review. Vol. 107, 1994, 1231.
7 Carolan, E. The New Separation of Powers: A Theory for the Modern State, cit., 56.
8 Ibíd., 56.
9 Loughlin, M. The Idea of Public Law. Oxford: Oxford University Press, 2004, 9.
10 Rubin, E. Law and Legislation in the Administrative State. En Columbia Law Review. Vol. 89, n.° 3, 1989, 368.
11 Montt, S. Autonomía y responsividad: dos expresiones de la vocación juridificadora del derecho administrativo y sus principios fundamentales. Centro de Regulación y Competencia, Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, 2010, 10.
12 Harlow, C. y Rawlings, R. Law and Administration. Cambridge University Press, 2009, 31.
13 Loughlin, M. The Idea of Public Law, cit., 26.
14 En este sentido, véase Lawson, G. The Rise and Fall of the Administrative State, cit., 1231-1254, y, especialmente, Hamburger, P. Is Administrative Law Unlawful? Chicago: The University of Chicago Press, 2015, 111-128. "[L]a potestad normativa de la Administración no supone el ejercicio de una potestad por medio de la ley, sino el ejercicio del poder fuera de la ley. […] [S]e trata de un poder que se encuentra por sobre la ley. Pero aun si se considera simplemente como un poder ejercido fuera de la ley, este régimen extralegal revive lo que alguna vez fue considerado 'poder absoluto'. El derecho administrativo regresa, por tanto, al mismo tipo de poder que la instauración de Constituciones pretendía proscribir". Ibíd., 128.
15 Möllers, C. The Three Branches: A Comparative Model of Separation of Powers. Oxford: Oxford University Press, 2013, 47.
16 Barber, N. The Separation of Powers and the British Constitution. University of Oxford Legal Research Paper Series, Paper 3, 2012, 2.
17 Ibíd., 2.
18 Ibíd., 5.
19 Möllers, C. The Three Branches: A Comparative Model of Separation of Powers, cit., 48.
20 Ibíd., 47.
21 "Esta aproximación ha sido aplicada, especialmente, para los cuerpos que ejercen potestades evidentemente creativas. […] Los administradores ejecutan las instrucciones que reciben de otros órganos legítimos, sin tener facultades para dar su aporte personal o tomar decisiones. La imagen de la correa de transmisión enfatiza la irreflexiva naturaleza de su rol, que se asemeja al de una máquina. La imagen espectral de administradores ejerciendo poderes discrecionales es exorcizada con la promesa de directrices legales específicas o controles ministeriales". Carolan, E. The New Separation of Powers: A Theory for the Modern State, cit., 50.
22 Ibíd., 50.
23 Waldron, J. Separation of Powers in Thought and Practice. En Boston College Review. Vol. 54, n.° 2, 2013, 433-468.
24 Ibíd., 438.
25 Ibíd., 440.
26 Ibíd., 440.
27 Véase, por ejemplo, Levinson, D. y Pildes, R. Separation of Parties, Not Powers. En Harvard Law Review. Vol. 119, 2016.
28 Waldron, J. Separation of Powers, cit., 441.
29 Zanobini, G. Curso de derecho administrativo. Vol. I. Buenos Aires: Arayú, 1954, 56.
30 Rubin, E. Law and Legislation in the Administrative State, cit., 369.
31 Cordero, E. Las normas administrativas y el sistema de fuentes. En Revista de Derecho de la Universidad Católica del Norte. Vol. 17, n.° 1, 2010, 307.
32 Barber, N. The Separation of Powers and the British Constitution, cit., 5.
33 Waldron, J. Separation of Powers in Thought and Practice, cit., 433.
34 Ibíd., 434.
35 Ibíd., 446.
36 Ibíd., 446.
37 Ibíd., 446.
38 Ibíd., 447.
39 Ibíd., 448.
40 Ibíd., 457.
41 Ibíd., 466.
42 Barber, N. The Separation of Powers and the British Constitution, cit., 4-5.
43 Atria, F. La forma del derecho. Madrid: Marcial Pons, 2016. Sin perjuicio de cada una de las referencias específicamente efectuadas a La forma del derecho, esta sección del trabajo descansa ampliamente en las ideas desarrolladas en su capítulo 7.
44 Ibíd., 42.
45 Ibíd., 42.
46 Ibíd., 147.
47 Ibíd., 154.
48 Ibíd., 199
49 Ibíd., 200.
50 En un sentido similar, para Cristoph Möllers es claro que la judicatura debe contar con una independencia más intensa que aquella que se observa en la Administración o el poder legislativo. "En cualquier caso, la cooperación entre parlamento y gobierno parece ser necesaria incluso en sistemas presidenciales. Sin embargo, la historia es bastante distinta para las cortes. […] [E]l rasgo definitivo para un funcionamiento legítimo de las cortes parece ser su actuación independiente de todas las demás instituciones del Estado. Una corte que depende de otros poderes pierde sus virtudes institucionales y comienza a tomar la forma de una subdivisión de la Administración". Möllers, C. The Three Branches: A Comparative Model of Separation of Powers, cit., 45.
51 Atria, F. La forma del derecho, cit., 200-201.
52 Ibíd., 201.
53 Ibíd., 213.
54 Ibíd., 214.
55 Ibíd., 215.
56 Ibíd., 216.
57 Ibíd., 200.
58 Ibíd., 198.
59 Ibíd., 192 (énfasis añadido).
60 Ibíd., 194.
61 Ibíd., 197.
62 Dworkin, R. Taking Rights Seriously, Cambridge (Mass.): Harvard University Press, 1977, XI-XII.
63 Dworkin, R. Law's Empire, Cambridge (Mass.): Harvard University Press, 1986, 226.
64 Dworkin, R. Freedom's Law, Cambridge (Mass.): Harvard University Press, 1996, 2.
65 Vermeule, A. Law's Abnegation. From Law's Empire to the Administrative State. Cambridge (Mass.): Harvard University Press, 2016, 3.
66 Ibíd., 3.
67 Dworkin, R. Law's Empire, cit., 407.
68 Edward Rubin se suma a la crítica de quienes mantienen a la judicatura en el centro del estudio del derecho. Véase Rubin, E. The Concept of Law and the New Public Law Scholarship. En Michigan Law Review. Vol. 89, n.° 4, 1991, 803.
69 Dyzenhaus, D. The Rule of Law as the Rule of Liberal Principle. En Ripstein, A. (ed.), Ronald Dworkin. Cambridge University Press, 2007, 71.
70 Ibíd., 70-71.
71 Ibíd., 71.
72 Atria, F. La forma del derecho, cit., 317.
73 Vermeule, A. Law's Abnegation, cit., 59.
74 Para Vermeule esto responde a la romantización de las cortes y el common law que tanto Dworkin como sus seguidores fomentaron: ibíd., 9.
75 Ibíd., 4.
76 Ibíd., 8.
77 Ibíd., 10.
78 Ibíd., 11.
79 Rubin, E. Law and legislation in the Administrative State, cit., 372.
80 Ibíd., 373.
81 De manera alternativa, la implementación primaria podría recaer directamente en tribunales de justicia. Sin embargo, este no suele ser el caso de la generalidad de prescripciones legislativas.
82 Rubin, E. Law and Legislation in the Administrative State, cit., 374.
83 Ibíd., 374.
84 Ibíd., 375.
85 Ibíd., 376.
86 Ibíd., 376-377.
87 Ibíd., 377-378.
88 Ibíd., 379.
89 Véase, también, Rubin, E. The Concept of Law and the New Public Law Scholarship, cit., 804.
90 Rubin, E. Law and Legislation in the Administrative State, cit., 380-381.
91 Ibíd., 383.
92 Ibíd., 384.
93 En contra de la tesis propuesta por Rubin, véase Strauss, P. L., Legislative Theory and the Rule of Law: Some Comments on Rubin. En Columbia Law Review. Vol. 89, n.° 3, 1989, 427-451.
94 Rubin, E. Law and Legislation in the Administrative State, cit., 411-426.
95 Vermeule, A. Law's Abnegation, cit., 33.


REFERENCIAS

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