10.18601/01229893.n51.12

La "conversación entre iguales" en contextos de desigualdad. Comentarios y réplicas de un autor agradecido**

ROBERTO GARGARELLA*

* Profesor de Teoría Constitucional y Filosofía Política en la Universidad Torcuato Di Tella y de Derecho Constitucional en la Universidad de Buenos Aires; investigador superior CONICET. Abogado y sociólogo de la Universidad de Buenos Aires y doctor en Derecho de la misma universidad y de la Universidad de Chicago (Estados Unidos), con estudios posdoctorales en el Balliol College de la Universidad de Oxford (Reino Unido). Contacto: roberto.gargarella@gmail.com

** Recibido el 8 de octubre 2021, aprobado el 25 de octubre de 2021.

Para citar el artículo: Gargarella, R. La "conversación entre iguales" en contextos de desigualdad. Comentarios y réplicas de un autor agradecido. En Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia. N.° 51, enero-abril de 2022, 389-436. DOI: https://doi.org/10.18601/01229893.n51.12

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INTRODUCCIÓN

En este -algo extenso- artículo intentaré responder a cada uno de los colegas que participaron del número monográfico 49 de la Revista Derecho del Estado, editada por la Universidad Externado de Colombia. Dicho número contó con la coordinación de Donald Bello Hutt, Francisca Pou Giménez y Jorge Ernesto Roa Roa; y con el entusiasta apoyo de Gonzalo Ramírez Cleves, editor en jefe de la Revista. Mis respuestas a los artículos incluidos en la Revista irán en orden, conforme aparecieron en el número 49, y estarán dirigidas a cada uno de los respectivos autores. Preferí esta modalidad de respuesta, con el objeto de poder entablar una conversación más directa, atenta y reposada con cada uno de los colegas.

Cierro esta brevísima introducción con lo único que realmente me interesaba incluir en ella: un infinito y emocionado agradecimiento a los cuatro editores nombrados, colegas extraordinarios y amigos personales; y a cada uno de los que se tomaron el trabajo de reflexionar sobre algunas de mis ideas y escritos. Me han alegrado en este difícil tiempo, con la tarea que han emprendido; con sus textos, más o menos críticos, pero siempre, inequívocamente, amistosos; con las palabras que me han dedicado; y con la generosidad de lo que tomo como un cariñoso homenaje, que les agradeceré por siempre: pueden estar seguros de ello.

ALON HAREL

Me siento muy honrado con, y agradecido por, las reflexiones del amigo Alon Harel en torno a mi libro The Legal Foundations of Inequality. Alon retoma mis estudios sobre los orígenes histórico-filosóficos del constitucionalismo latinoamericano, y deriva una conclusión que todo autor que examina un cierto fenómeno regional quisiera encontrar. Sostiene Alon que las "observaciones históricas" que presento en mi libro, en relación con América Latina, resultan de utilidad para pensar los debates constitucionales en otros ámbitos (él ilustra el punto, en particular, con el ejemplo de la política constitucional en Israel). Mucho más que eso, Alon afirma que mis estudios "no sólo proveen un entendimiento profundo acerca del pasado, sino que ofrecen también nuevos parámetros para analizar el presente y, potencialmente, para definir un camino acerca de cómo mejorar el futuro" (p. 13)1. Le estoy profundamente agradecido por esta lectura tan cordial hacia lo que he escrito.

En todo caso, a la luz de las claras coincidencias de análisis que tenemos, y como modo de continuar una conversación que hace algunos años tenemos sobre el constitucionalismo, quisiera focalizar mi atención, brevemente, en dos de los puntos que él menciona y destaca, a partir de The Legal Foundations… El primer punto es histórico, y se refiere al modo en que prolongar, en el siglo XXI, las discusiones que yo ejemplifico en mi libro, y que pertenecen al siglo XIX en América Latina. El segundo punto es filosófico, y tiene que ver con la reflexión acerca de cómo "refinar" la voluntad colectiva de la ciudadanía, dentro del marco de un sistema político democrático -un objetivo o ideal en el que ambos, en cierto modo, estamos interesados-.

La primera cuestión tiene que ver, entonces, con el modo en que Alon propone dar continuidad a la "clasificación" de concepciones políticas que en mi libro propongo, para el siglo XIX latinoamericano. En mi volumen distingo tres "tipos ideales" para pensar el constitucionalismo regional, a saber, el liberalismo (vinculado con la Revolución Independentista de los Estados Unidos); el radicalismo (vinculado con la Revolución Francesa), y el conservadurismo (vinculado con la tradición hispánica, remanente en la región). Alon sugiere que, en la actualidad, el "populismo" y el "nacionalismo", fundamentalmente, representan la continuidad natural de aquellas tradiciones. Sostiene entonces (aludiendo a la "coalición liberal-conservadora" que, en mi opinión, definió las bases del constitucionalismo latinoamericano) que, "en las sociedades contemporáneas, es una coalición diferente la que se forma […] también motivada por preocupaciones económicas: una coalición entre populistas (la expresión contemporánea del radicalismo) y nacionalistas (la expresión contemporánea del conservadurismo)" (p. 9).

Considero que la proposición de Alon, al respecto, es muy sugerente y digna de análisis, y creo además que hay bases para reconocer las continuidades a las que se refiere. Sin embargo, lo cierto es que no me siento en condiciones de suscribir, en primera instancia, dicha propuesta. Ello se debe, ante todo, a que, a pesar de mis reiterados intentos, no consigo desentrañar todavía qué tipo de "animal" es el "populismo". En general, tiendo a referirme al mismo como a una forma de organización política característica de la posguerra y un momento económico muy particular -que incluyó el auge exportador de productos primarios; la sustitución de importaciones, y el crecimiento de una industria mediana en los países periféricos- y que se expresó políticamente a través de liderazgos carismáticos, de políticos que apelaban al pueblo, favorecían una mejor distribución de la riqueza, avanzaban un discurso "social" y concentraban el poder de decisión en sus propias manos. Entiendo -a partir de una aproximación tal- que dicho fenómeno (localizado) tiene vínculos con aspectos de lo que he llamado el radicalismo (en el énfasis puesto sobre la inclusión política y la redistribución económica) y el conservadurismo (en la concentración del poder, particularmente). Pero, por lo dicho también, tiendo a criticar a dichos fenómenos políticos, precisamente, desde el punto de vista del radicalismo del siglo XIX. Más precisamente: no creo que resulte realmente apropiado, en la actualidad, vincular al radicalismo y a fenómenos como el que identificamos hoy con la idea de "populismo". Y es que -me he preguntado reiteradamente-, ¿cómo puede ser que políticos y teóricos que reivindicaban los ideales de aquel viejo radicalismo muestren entusiasmo por estas nuevas formas, que implican la negación de algunos puntos centralísimos en su credo? Pienso, en particular, en el común repudio y la habitual resistencia de los radicales frente a la propuesta conservadora de la concentración del poder (que llevó a algunos de ellos a defender el "tiranicidio" en el siglo XIX); y en su desconfianza persistente sobre la propuesta liberal de consagrar más "derechos" (que lleva, finalmente, a juridificar y despolitizar las demandas sociales de los más desaventajados). Por razones como las señaladas, entonces, no me animo, todavía, a suscribir la sugerente propuesta imaginada por Alon Harel, en este respecto (el vínculo entre conservadurismo y nacionalismo, que él también menciona, me resulta, mientras tanto, más comprensible y defendible).

Paso entonces al segundo de los puntos referidos, relacionados con sus interesantes reflexiones sobre los modos de "refinar" la voluntad colectiva. La idea en la que coincidimos, básicamente, Alon y yo, es la que dice que honrar el valor del autogobierno colectivo no implica, meramente, reflejar (en espejo) y satisfacer (crudamente) cada pretensión mayoritaria que aparezca en la comunidad. La idea -que James Madison expusiera pioneramente- nos dice que la voluntad colectiva, para ser honrada, requiere de procesos de "refinamiento" (más que de "aplicación bruta" o "no refinada"). Estamos completamente de acuerdo con ello.

Ahora bien, como siempre, "el diablo está en los detalles". Y lo que necesitamos ver -lo que necesitamos acordar- es qué tipos de "refinamientos" son deseables y aceptables, en el marco de una comunidad democrática. Aquí, otra vez, la referencia a Madison nos sirve -a Alon y a mí, al menos- para testear nuestras intuiciones. Madison decía -como Alon destaca (p. 11)- que los representantes iban a estar natural, si no necesariamente, mejor preparados y capacitados para entender el bien público que la propia ciudadanía. En tal sentido, Madison tomaba en cuenta una peculiar, y controvertida, idea de la representación, que Alon parece suscribir (y a la que yo me resisto). Él pensaba en la representación como "primera opción" y no (como muchos autores y políticos, desde Thomas Jefferson o Thomas Paine, en adelante, la entendemos), en cambio, como "segunda opción" o "mal necesario". Alon afirma una idea similar a la de Madison cuando sostiene que "precisamente porque los representantes deben honrar la voz del pueblo, ellos deben adoptar políticas con las cuales el público desacuerda" (p. 12). De este modo, él rechaza el reclamo (que califica como) "populista" de "meramente reflejar, en espejo", la voz del pueblo. Personalmente, concuerdo con lo último, pero rechazo lo primero, y diré por qué.

Concuerdo, en efecto, con la idea de que el objetivo es "refinar" la voz pública, pero -como alguna vez sostuviera Robert Goodin- entiendo que ello debe hacerse a través de un proceso de "lavaje" colectivo de nuestras preferencias2. Es decir: necesitamos involucrarnos en procesos de "conversación colectiva", a través de los cuales todos tengamos la posibilidad de corregir errores, ganar información, dejar de lado prejuicios, entender mejor las demandas y quejas de los demás. Pero ese proceso colectivo es muy distinto de otro, en donde el representante nos reemplaza, toma nuestro lugar y determina qué es lo que (según él o ella) es lo mejor para nosotros, sin consultarnos al respecto. Este es el modo en que muchos de nosotros -defensores de lo que Carlos Nino denominaba una aproximación "epistémica" a la democracia-entendíamos el diálogo colectivo3. Esta aproximación toma como punto de partida la idea "milleana" conforme a la cual cada individuo es el "mejor juez de sus propios intereses". Por tanto, y por partir de allí, se sigue que es "uno" -somos "todos y cada uno"- y no "el otro/el representante", el que debe determinar qué es lo que piensa sobre determinado asunto.

Ejemplifico lo que digo. Frente a un problema de inseguridad recurrente, que afecta a ciertas zonas de la ciudad, el gobierno puede decidir una política de (pongamos) "más poderes a las fuerzas del orden, más armas y libertad de acción a la policía". Este tipo de políticas pueden ser concebidas tomando especialmente en cuenta los intereses de los más afectados -tal vez, como en el ejemplo, miembros de grupos desaventajados que habitan en las zonas más inseguras de la ciudad-. Sin embargo, si no tenemos la posibilidad de escuchar efectivamente a tales grupos afectados -diría más, si ellos no intervienen de modo más protagónico y decisivo en el proceso de toma de decisiones- el riesgo es que, en su nombre, y tratando de proteger sus intereses, decidamos muy mal, y de forma contraria a lo que tales intereses pretenden realmente. Tal vez -digo, como hipótesis-, si escucháramos a los miembros de tales grupos, ellos nos hablarían de la práctica habitual de la policía de identificar, discriminar y aun detener a los "sospechosos", a los que selecciona en razón de su color de piel o forma de vestir -lo cual termina re-victimizando a los miembros de las poblaciones que se buscaba proteger-. En este sentido es que muchos reivindicamos la intervención protagónica de los "potencialmente afectados" en la decisión sobre sus propios asuntos (luego podemos discutir los detalles institucionales de esta intervención).

En definitiva, el punto es que, para quienes entendemos la democracia como un "diálogo entre iguales", la idea del "refinamiento" de las decisiones colectivas es muy interesante y defendible, pero si -y sólo si- dicho refinamiento se vincula con un proceso de toma de decisiones en donde los propios afectados juegan un papel decisivo (ellos mismos intervienen en el "refinamiento" de sus propias decisiones) -y no con un proceso en donde "otros" "refinan" las decisiones de "aquellos", en el nombre de (pero con la exclusión efectiva de) estos últimos-.

TOM GINSBURG

Una de las mayores y más agradables sorpresas que me deparó el número preparado por la Revista Derecho del Estado tuvo que ver con el artículo escrito por el legendario Tom Ginsburg. Tom es un querido colega y amigo, estrella rutilante del derecho comparado, a quien le agradezco enormemente el interés expuesto en comentar mi trabajo. Con Tom llevamos adelante, desde hace algunos años, varias polémicas y debates sobre asuntos constitucionales que -conviene reconocerlo también- se asientan sobre una base de acuerdos compartidos. No sé si los acuerdos son los mismos que Tom identifica en su texto (polemizaría también sobre ello), pero no hay dudas de que existen y que son importantes.

Respecto de la contribución que aquí comento, en todo caso, quisiera concentrarme en el análisis de tres puntos -solo tres entre los muchos que quisiera retomar- que pueden ilustrarnos, justamente, acerca de las diferencias y coincidencias que existen entre nuestras visiones sobre el derecho constitucional global: i) el papel y el contenido de la teoría democrática; ii) los derechos sociales y la revisión judicial de las leyes, y iii) el valor y relevancia de la participación política, como modo de promover cambios sociales.

En torno a la primera cuestión, relacionada con la democracia, debo comenzar por señalar un triste hecho: Tom Ginsburg inaugura su análisis sobre el tema declarando que "levanta una bandera blanca" y "se rinde" frente a mis críticas (pp. 18-19). Agradezco muchísimo esa satisfactoria deferencia. Sin embargo -siento decirlo-, no puedo considerarme ganador de esa contienda. Es cierto que -como él reconoce bien- yo le critico su concepción minimalista y schumpeteriana en la materia (p. 19). Por tanto, si Tom se "retira" un poco -da algún paso atrás- en cuanto a esa visión minimalista, y termina por abrazar una noción más robusta de democracia, me sentiré reconfortado, y tomaré algún crédito por ello. No obstante, el hecho es que la particular concepción de la democracia que defiendo no es la que -ahora- Tom parece dispuesto a afirmar, esto es, una capaz de incorporar en la definición del concepto de democracia la "cuestión económica" (ibíd.). Mi punto al respecto no consiste en abogar por una noción de la democracia apta para incorporar "algún grado de redistribución económica de modo tal de que las diferencias entre ricos y pobres no impidan la posibilidad de que los últimos participen en política" (ibíd.). Abogo, en cambio, por una noción robusta de democracia, de carácter esencialmente procedimental (aunque se trate, según diré, de procedimientos también robustos o exigentes). Pienso en una concepción dialógica o conversacional de la democracia, que pone el acento en los aspectos inclusivos (o no) y deliberativos (o no) del proceso de toma de decisiones. Se trata de un ideal regulativo destinado a ayudarnos a reflexionar críticamente sobre los alcances y limitaciones de los arreglos institucionales con los que contamos. Se trata de un modo de pensar la democracia que cuenta con fortísimos antecedentes en la filosofía política contemporánea, incluyendo a autores europeos como Jürgen Habermas, latinoamericanos como Carlos Nino, o norteamericanos como John Rawls y Joshua Cohen, solo para mencionar algunos nombres. Por lo tanto, sobre esta primera cuestión debo confesar que mi supuesta "victoria" no era tal, y no merece, entonces, ser así considerada.

Paso ahora a la segunda cuestión, relacionada con la desigualdad y los derechos sociales. Tom Ginsburg distingue aquí entre enfoques "directos" e "indirectos". Sostiene entonces que él y yo compartimos un enfoque que busca acercarse al problema de la desigualdad de manera "indirecta", esto es, sentando las bases de un proceso político transparente y equitativo. Esto implica rechazar los enfoques más "directos", que procurarían intervenciones más activas y dirigidas, con el objeto de reducir la desigualdad -típicamente, a través de la inclusión de derechos sociales en las Constituciones, acompañados de poderes que permiten a los tribunales poner en marcha (hacer el enforcement) de esos derechos-.

Tom Ginsburg tiende a identificar mi posición con la suya ("indirecta") aunque reconoce ciertas diferencias o ambigüedades en mi postura: afirma -con razón- que celebro (al menos en parte) la Constitución mexicana de 1917 (pionera en la introducción de derechos sociales) pero manteniendo, a la vez, una posición crítica al respecto, en razón de mis preocupaciones sobre la organización del poder -lo que denomina la "sala de máquinas" de la Constitución (p. 21)-. Agrega entonces (no sé si con acierto) que "no soy un marxista" (quién no lo es, diría) y que no defiendo (esto sí es cierto) el determinismo económico (p. 22), a la vez que me enfoco de modo muy especial sobre las fallas del sistema institucional (ibíd.).

Llegados a este punto, permítanme clarificar y precisar mejor, por mí mismo, mi propia postura en el tema, ya que creo que Tom no termina por presentar adecuadamente qué es lo que pienso en la materia. Diría entonces: si es que (en efecto) rechazo lo que él caracteriza como "posición directa", ello no es porque me parezca mal la introducción de derechos sociales en las Constituciones, que de modo habitual celebro. Y "celebro" ese hecho porque entiendo que, en culturas jurídicas formalistas y textualistas como las nuestras -en América Latina- es importante que los jueces y los legisladores no encuentren excusas en las omisiones de la Constitución para declarar que se "abstienen" de tomar medidas de activismo social y redistribución económica: no queremos que pase aquí en la región lo que es la regla en los Estados Unidos (con jueces que regularmente señalan, de modo acusatorio, a la Constitución como responsable de una lectura "negativa" de la misma). Celebro los derechos sociales y mucho más -incluyendo formas diversas del intervencionismo económico y el igualitarismo constitucional- como modo que tiene una sociedad para manifestar los compromisos sociales básicos que afirma en torno a la igualdad. Lo que rechazo, en todo caso, es la noción de que son los jueces, fundamentalmente, los encargados de llevar adelante la política social de enforcement de las generosas declaraciones de derechos con las que contamos. Defiendo, por el contrario, que dicha tarea le corresponde a la política democrática, a la vez que afirmo que dicha posibilidad está desincentivada -si es que no, directamente, bloqueada- por la Constitución, que preserva formas de organización del poder que reproducen los viejos esquemas elitistas que eran propios de hace dos siglos atrás -aquí, entonces, el problema de la "sala de máquinas"-.

Sugiero entonces, desde mi trabajo, la adopción de una renovada "sala de máquinas" que dé más cabida a los grupos más postergados, y que los ayude a jugar un papel más protagónico en la decisión de los asuntos que más les angustian (por supuesto, es mucho lo que habría que decir y aclarar sobre cómo llevar adelante estos cambios -algo que no puedo abordar en el marco de este texto-). Por lo demás, aunque es totalmente cierto que tengo un acercamiento procedimental a la democracia, también lo es que -como ya ocurría en los viejos trabajos de John Ely- considero que existen ciertas precondiciones que deben ser satisfechas, de modo de hacer posible que "el partido pueda jugarse". Ely, en su momento, destacaba la importancia de que los jueces garantizaran la participación política de todos los diversos grupos sociales -incluyendo, de modo especial, a las minorías discrete and insular-. En este sentido, entre otros, Ely demostraba tener una concepción de los procedimientos robusta, y no meramente limitada a ciertas "reglas de juego" (i.e., reglas electorales, reglas sobre las mayorías necesarias para aprobar una ley, etc.). De mi parte, en la actualidad, y junto con muchos otros, insistiría en que es necesario seguir pensando sobre cómo entender la idea de "reglas de juego básicas", y reflexionando acerca de cuáles son las precondiciones sociales y económicas de una democracia dialógica, como la que defiendo4. En América Latina, el acuerdo constitucional parece ser que dichas precondiciones incluyen ciertas consideraciones sobre la salud, la educación y la vivienda de los "jugadores del partido democrático" (volveré sobre esta cuestión más adelante).

Finalmente, voy a concentrarme en el punto que considero más relevante, dentro de este intercambio, cual es el relacionado con el valor de la participación democrática dentro de un esquema constitucional como el que propongo. Entiendo que es el punto más importante de esta discusión porque creo que aquí, más que en los considerandos anteriores, se advierte una interpretación indebida, por parte de Tom, respecto de la que es mi postura en la materia.

Es cierto, en efecto, que simpatizo con, y favorecería la difusión, en la medida en que ello sea posible, de ciertas formas de participación política que han ido apareciendo, ocasional o fugazmente, en las latitudes más diversas: asambleas ciudadanas como las de Irlanda, cabildos constitucionales como los de Chile, etc. (p. 22). Sin embargo, de ningún modo pienso que la participación sea, como dice Tom, la "panacea" o, mucho menos, la solución principal o excluyente de todos nuestros problemas. Más bien, lo que pienso sobre la participación es a veces muy distinto y, en general, mucho más matizado de lo que se sugiere en el texto de mi colega.

Para ir por partes sobre un tema complejo. Primero, defiendo modos particulares de la participación política, compatibles con la "conversación democrática". Por ello mismo, rechazaría muchas formas habituales de la participación, como las que normalmente se asocian con las formas plebiscitarias (así, por caso, consultas populares del tipo de las que se organizan en California). Ello así porque, conforme a la teoría de la democracia que defiendo, valoro los esquemas institucionales que contribuyan a la "deliberación inclusiva" (en las alternativas plebiscitarias, mientras tanto, se enfatiza el valor de la inclusión, pero habitualmente al costo de dejar de lado el requisito de la deliberación colectiva, construyendo así una fórmula de "inclusión sin deliberación"). De manera simétrica, me resistiría a los esquemas deliberativos (como los que defendiera en 1774 Edmund Burke, en Bristol), si es que los mismos restringen la discusión política a una élite selecta ("deliberación con exclusión").

Segundo, entiendo que las alternativas más democráticas que hoy se exploran, en todo el mundo, deben ser evaluadas críticamente, una a una, conforme al modo en que ellas nos acercan o alejan del ideal de la "conversación entre iguales". En tal sentido, pudiera ocurrir que algunas de esas alternativas son susceptibles de ser desarrolladas a nivel nacional, mientras que otras no. Pero ello no constituiría una razón para censurar o no alentar las asambleas democráticas a niveles más reducidos. En todo caso, la buena noticia es que conocemos experiencias nacionales interesantes de debate inclusivo (como el que se dio, incipientemente, en Francia, en torno a las cuestiones ambientales y climáticas; o como los que tuvieron lugar, en Irlanda, en torno al aborto y el matrimonio igualitario).

Tercero, quisiera decir que me resisto a sugerencias como las que realiza Tom, acerca del riesgo inminente de que, a partir de la apertura a formas de deliberación inclusiva, las sociedades tiendan a exacerbarse o descontrolarse, para comenzar a adoptar medidas aberrantes como las que él enuncia (i.e., la pena de muerte, p. 23). No concuerdo con ese tipo de "amenazas" que el liberalismo suele presentar, con la mejor buena fe, pero a la vez sin mayor respaldo empírico. La verdad, creo yo, se encuentra más bien del lado contrario: los procedimientos bien articulados, orientados a la información y deliberación de las partes, tienden a mejorar la racionalidad de las decisiones, y a favorecer la parsimonia en la toma de decisiones. Uno de los mejores experimentos empíricos con los que contamos, en todo el mundo, en esta materia, es el del jurado. Los jurados, como sabemos, tienden a tomar decisiones más o menos similares a -si es que no caracterizadas por el hecho de ser más moderadas que- las de los jueces profesionales (podemos disentir sobre este tipo de datos empíricos, pero algo es muy claro: los jurados no son, habitualmente, una fuente de condenas atroces, ni han representado históricamente un camino al hiper-punitivismo).

Finalmente, defiendo la "conversación democrática" no por su conexión con la reforma social o la redistribución económica, sino como un principio relacionado con nuestra igual dignidad moral. Por ello, los ejemplos que examina Tom en su extenso acápite sobre las "soluciones asiáticas" (pp. 24-30) no me resultan, en ningún caso, especialmente atractivos. Si Japón se convirtió en una democracia más "rica y exitosa" a través del modelo de la "democracia liberal", mientras que Filipinas se mantuvo como un país pobre y desigual luego de implementar reformas política más "participativas", es algo que no me interesa particularmente. Y ello porque -más allá de si corresponde aceptar o no las correlaciones que propone Tom Ginsburg (liberalismo-crecimiento, participación-pobreza), lo cual me genera ciertas dudas- la defensa que hago de la "deliberación inclusiva" no depende exclusiva ni primariamente de la obtención de ciertos resultados, sino de ciertos principios -como dije, ante todo, nuestra igual dignidad-. Defendería, del mismo modo, la "libertad de expresión", en China o en los Estados Unidos, con independencia de los "resultados" y correlaciones que podamos trazar en la materia (aun si se demostrase, por ejemplo, que China creció económicamente, en parte, gracias a un sistema de censura a la prensa, ello no nos daría un argumento a favor de la misma, dado que la libertad de expresión debe defenderse por razones de principio, y no por su impacto, digamos, sobre el bienestar económico).

JORGE ERNESTO ROA ROA

Don Jorge Roa debe ser el jurista latinoamericano con quien más y más intensamente he discutido acerca de los asuntos constitucionales de nuestra región. Y además, por esos milagros de la amistad, y gracias a su extraordinario don de gentes, se da el caso de que discutimos siempre, y además disentimos mucho, y siempre lo hacemos desde el entusiasmo y la alegría de conversar: nos da placer dialogar sobre estas cosas, y encontramos, ambos, nuestros debates como un modo de aprender cada uno del otro.

Para el número monográfico en cuestión, Jorge eligió centrarse en dos libros míos, La sala de máquinas de la Constitución y La justicia frente al gobierno. Aquí voy a concentrarme, sobre todo, en sus comentarios relacionados con el primer libro, y en su defensa del "constitucionalismo transformador", y apenas haré algún comentario en torno a la otra obra. Comienzo entonces por La justicia frente al gobierno.

La justicia frente al gobierno fue el resultado de mi (primera) tesis doctoral, la que escribí desde la Argentina, y me gratifica mucho que Jorge lo haya tomado, a esta altura, como objeto de análisis. Se trata de un trabajo que redacté siendo casi un niño (bueno, no tanto), y que significó muchísimo en mi vida académica. Por un lado, se trató de la primera investigación larga y profunda que hice, sobre un tema constitucional; y fue la primera vez que me puse a pensar sobre la cuestión de la revisión judicial de las leyes y la "objeción democrática" (tema que, por entonces, se encontraba prácticamente ausente -a pesar de su tremenda importancia- en los debates argentinos, y diría también latinoamericanos, sobre el derecho constitucional). Mucho más que eso, a través de esa investigación senté las bases de (llamémoslo así) una incipiente teoría, que me sirvió, desde entonces, y por muchos años, como respaldo y trasfondo de los escritos que siguieron al libro. El libro, por lo demás, jugó un papel central en el concurso en el cual gané mi plaza como profesor titular en la universidad pública de mi país, la Argentina. Es decir, se trata de un libro y un trabajo que ocupa un lugar decisivo en mi formación académica. Lo mejor que puedo decir de aquella obra es que, a pesar de que fue publicada a mediados de los años noventa, y escrita mucho antes, sigo identificándome profundamente con todo o casi todo lo que allí está escrito (con modestia, debo confesar que me enorgullece, un poco, verme imaginando y defendiendo, ya entonces, formas que ahora identificamos con el "constitucionalismo dialógico", como el "reenvío", o la cláusula canadiense del "no-obstante", apenas nacida, y recién conocida por mí, gracias a las enseñanzas de Carlos Nino).

En todo caso -y retorno así a mi debate con Jorge- considero aquella obra, en un sentido relevante, como una obra vieja, en cuanto a que me he ido alejando un poco de lo que decía en ella (aunque, insisto, sigo suscribiendo todas sus ideas principales). Ocurre que el libro fue escrito cuando todavía no se habían desarrollado en el mundo académico algunas "ideas fuerza" que, desde los años noventa, se convirtieron en centrales dentro del debate constitucional, y en buena medida nos ayudaron a precisarlo y re-orientarlo. En lo que a mí respecta mencionaría, en particular, tres ideas principales que me permitieron mejorar en algo mis estudios constitucionales: i) la difusión del análisis propuesto por Jeremy Waldron en torno al denominado "hecho del desacuerdo"; ii) las propuestas, avanzadas por Larry Kramer y el denominado "constitucionalismo popular", en torno al sentido de distinguir entre "control judicial" y "última palabra" (que pasó a ocupar así el lugar central del problema, desplazando entonces al "control judicial" como primera dificultad), y iii) el creciente auge del denominado "constitucionalismo dialógico", desarrollado alrededor de numerosas y novedosas prácticas, antes desconocidas o subutilizadas dentro de la vida constitucional de nuestros países. Agradeciendo a Jorge la oportunidad que me dio de volver a reflexionar sobre los alcances y límites de mi trabajo La justicia frente al gobierno, paso a concentrarme ahora en algunos de los comentarios críticos que él realiza sobre La sala de máquinas de la Constitución.

En la sección de su trabajo dedicada a esta obra, Jorge presiona sobre un punto que es muy importante. Aunque La sala de máquinas de la Constitución es un libro en líneas generales crítico del (viejo y nuevo) constitucionalismo latinoamericano, una pequeña sección del mismo se encuentra dedicada a resaltar algunas innovaciones "modestas pero significativas". Me refería entonces a pequeñas reformas sobre la organización del poder, llevadas a cabo en América Latina, y que pueden considerarse como intentos bien dirigidos para "abrir la sala de máquinas". En la sección que escribiera al respecto, destacaba en particular dos experiencias recientes -las ofrecidas por Colombia y Costa Rica- a través de cambios destinados a favorecer un mayor y mejor acceso de los ciudadanos al sistema judicial. Jorge, digámoslo así, me regaña por haber puesto indebida atención en la "tutela" colombiana, pero no así en la "acción pública de constitucionalidad", existente en Colombia desde mucho antes de la Constitución de 1991, pero que terminó de ganar nueva vida una vez aprobada la nueva Constitución y su generoso catálogo de derechos socio-económicos. Le doy toda la razón a Jorge, en ese reclamo formal, porque con mi elección dejé de lado el análisis del instrumento que más se ajustaba al argumento que en la sección del caso pretendía avanzar: la acción pública de constitucionalidad vino a favorecer de modo significativo y valioso "la apertura de las puertas de los tribunales" a los ciudadanos más desaventajados. Repito: Jorge lleva la razón al marcarme este análisis omitido en mi trabajo.

Hecho este reconocimiento formal, sin embargo, debo señalar que mi punto sustantivo se mantiene (ahora mejor respaldado): en países como Colombia nos encontramos con la puesta en marcha de mecanismos que pueden ser considerados "modestos pero significativos" intentos de operar sobre la "sala de máquinas". Y lo sustantivo de mi juicio se preserva, según entiendo, tanto en lo que señalaba respecto de la importancia y significación de estas iniciativas como en lo relacionado con su modestia. Intentos como el señalado pueden ser considerados "significativos", sobre todo, a la luz de la inaceptable y conservadora inercia que muestran nuestras instituciones constitucionales; pero al mismo tiempo muy "modestos", porque se trata de esfuerzos que, dado su carácter limitado, no se han mostrado capaces -tal como podía preverse- de "desestabilizar" las viejas estructuras de reproducción de la desigualdad socio-económica. Quiero decir, no es que, en su momento, hayamos esperado mucho de tales instrumentos, sino que ellos nunca tuvieron la fuerza suficiente -lo confirmamos hoy- para quebrar los núcleos duros de las viejas estructuras de la desigualdad.

Nada nuevo, en este respecto, ni nada que Jorge no supiera. De hecho, en la página 55 de su artículo, Jorge anticipa exactamente lo que querría decirle ahora frente a sus comentarios de defensa en torno al "potencial significativo" de aquellas iniciativas. Dice Jorge (mejor de lo que yo mismo podría haberlo dicho): "Gargarella podría señalar que ninguno de los argumentos a favor de abrir la puerta de los tribunales a la ciudadanía o de las ventajas democráticas de ese diseño institucional será suficiente para superar 'el hecho de que un grupo selecto de individuos siga tomando decisiones fundamentales en el nombre de la mayoría de la población […] [U]nos pocos siguen decidiendo acerca de cuestiones constitucionales fundamentales en lugar de la mayoría". En efecto, agregaría simplemente, de eso se trata.

Concluyo con algunas breves consideraciones en torno a su defensa del "constitucionalismo transformador", que se encuentran íntimamente ligadas con las reflexiones hechas en los párrafos anteriores. Sostiene Jorge que "la propuesta del constitucionalismo transformador es que los jueces intervengan para avanzar -dentro de sus competencias y con todas sus limitaciones- en un proyecto que acerque la vida diaria de las personas al mundo que les ha sido prometido en sus constituciones. Eso solo es posible mediante las incursiones significativas de la ciudadanía dentro de la sala de máquinas del constitucionalismo transformador latinoamericano" (p. 47). Añade luego que el constitucionalismo transformador pone el énfasis "en la forma como la ciudadanía ha irrumpido dentro de la sala de máquinas de la Constitución por medio de la apertura de la justicia constitucional" (p. 50), y señala que, para dicho constitucionalismo, también es crucial que la ciudadanía acceda a la justicia internacional. Por ello, subraya, "el constitucionalismo transformador destaca las sesiones itinerantes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, las audiencias públicas y apuesta por un tribunal interamericano permanente que pueda atender las demandas de justicia de toda la región", y asimismo alienta la implementación, al nivel local, de los "estándares internacionales sobre derechos humanos" (ibíd.).

Las citas anteriores representan una buena base para retomar, desde allí, un diálogo que todavía tenemos pendientes con Jorge, en torno al significado, alcances y posibilidades del constitucionalismo transformador, en América Latina. A sabiendas de que se trata de un artículo (el de Jorge) no dedicado al tema, señalaría al respecto algunos primeros puntos de dudas que me genera su enfoque. Primero, ni a partir de lo que dice en este texto, ni a partir de lo que se conoce del tema, desde otros trabajos a los que he accedido, me queda claro qué es el constitucionalismo transformador, más allá de una expresión de deseos ("ojalá el constitucionalismo sirva para transformar las estructuras sociales"). Y es muy importante que ayudemos a precisar nuestras ideas en relación con concepciones como la señalada, porque en la región, sin dudas, hay avidez por encontrarse con ideas de cambio y renovación jurídicas -de allí el entusiasmo y la adhesión que de inmediato manifestamos cuando escuchamos, por primera vez, las referencias al "constitucionalismo popular", el "constitucionalismo democrático" u, hoy, el "constitucionalismo transformador"-. Necesitamos salir de las declaraciones entusiastas, y ponernos a clarificar con detalle lo que implicamos con los conceptos que sostenemos.

En segundo lugar, si el constitucionalismo transformador significa, como sugiere Jorge en este texto, el activismo social de los jueces, el reclamo me genera algunas dudas adicionales. Ello así porque, como diré más adelante (por ejemplo, al comentar el trabajo de Chiara Valentini), y en razón del tipo de concepción que defiendo sobre el control constitucional, considero que el papel de los jueces debe ser "activista" en algunos casos, y "deferente" en otros. Quisiera conocer mejor, por tanto, los detalles de la concepción teórica que defiende el constitucionalismo transformador. Quisiera preguntar, entonces: ¿los jueces deberían ser activistas en todo tipo de casos? ¿De qué modo y por qué? ¿Cómo deberían comportarse frente al legislador que implementa políticas sociales (¿también de modo activo?), y de qué modo deberían actuar frente al legislador que no las implementa?: ¿deberían forzarlo a adoptarlas (cuáles, ¿las que los jueces prefieren?), ayudarlo a hacerlo, sustituirlo, para implementarlas por sí mismos?

En tercer lugar, quisiera reflexionar sobre el constitucionalismo transformador, a la luz del ejemplo de Colombia que propone Jorge, y tomando en cuenta el hecho que él destaca, y que celebramos todos, que nos refiere "al ingreso de la ciudadanía en la sala de máquinas del constitucionalismo" (sobre todo, gracias a instrumentos como la acción pública de constitucionalidad). Sabemos, por supuesto, que las capacidades del constitucionalismo, y en particular las posibilidades de los jueces para transformar la realidad social que los rodea, son limitadas. Pero, aun conscientes de este tipo de limitaciones -es decir, munidos de módicas esperanzas jurídicas-, quisiera mencionar el siguiente problema. Cuando prestamos atención a la evolución de los indicadores socio-económicos en Colombia, desde la adopción de la Constitución de 1991, observamos algunos datos comunes en casi todos ellos. No advertimos, entonces, que gracias a esos ciudadanos que entraron en masa a la "sala de máquinas", y a la labor de algunos jueces comprometidos con los valores del constitucionalismo transformador, las cosas hayan mejorado demasiado, y ni siquiera mejorado mucho. Más bien lo contrario: los indicadores de desigualdad, distribución de la riqueza, pobreza, desempleo, número de desplazados parecieran -en su mayoría- haber empeorado. Mucho peor que ello: parece que, en materia socio-económica, todo empeoró mucho -muchísimo tal vez-. Según las cifras de que dispongo (sin dudas, discutibles), el número de pobres se incrementó en más de 4 millones en el período 1991-2000; el número de desplazados pasó de 89.000 en 1995 a más de 400.000 en el año 2002; la desigualdad de ingresos se agravó, también, de modo exponencial (en 1991, el 10% más rico percibía un ingreso 30 veces superior que el 10% más pobre, pero la brecha se aumentó a 77 veces en el año 2000)5. Por supuesto, y desde ya, no considero que este brutal deterioro producido en Colombia, en términos de igualdad, sea responsabilidad de los jueces o del constitucionalismo transformador. Pero sí, en cambio, subrayo el hecho de que esa tremenda crisis social ocurrió, justamente, en el momento en que, supuestamente, la ciudadanía entraba masivamente en la "sala de máquinas", para ser recibida por una buena cantidad de jueces comprometidos con los valores del constitucionalismo transformador.

A tal tipo de situaciones -previsibles, según entiendo- aludía con mis referencias a los cambios "modestos pero significativos". Finalmente, mientras el Poder Judicial siga estando compuesto, sobre todo, por la élite socio-económica de nuestros países; mientras el poder político siga estando tan concentrado como lo está; mientras las posibilidades de la intervención política de la ciudadanía sigan siendo, en los hechos, tan limitadas; mientras los recursos para el acceso (aun directo) de los más desaventajados a los tribunales no vengan acompañados de mecanismos que permitan que los desfavorecidos jueguen un rol más protagónico en la construcción de las decisiones que van a afectarlos; etc., etc., entonces no será dable esperar que el constitucionalismo sirva a propósitos transformadores. Tal vez, mientras todo aquello siga ocurriendo (i.e., la concentración del poder se mantenga, etc.), debamos considerar al constitucionalismo (y aun a aquello que podríamos identificar como el constitucionalismo transformador), más que como medio de solución, como parte del problema.

MARCOS ANDRADE MORENO

De todos los comentarios incluidos en este volumen, el que más difícil me resulta para responder es el del profesor de la Universidad Austral de Chile, Marcos Andrade Moreno. Marcos presenta un estudio detalladísimo, y muy bien fundado, sobre mi postura en torno al liberalismo político. Y lo hace a partir de un conocimiento profundo de los principales debates de la filosofía política contemporánea. La respuesta a su escrito me resulta particularmente difícil, en primer lugar, porque es el único que se concentra en un análisis de filosofía política pura, que me resulta por demás atractivo pero que, en los últimos años, ha estado, si bien cerca de mi interés cotidiano, lejos de mi trabajo diario. Desde que publiqué mi libro Las teorías de la justicia después de Rawls he seguido leyendo regularmente sobre la filosofía política contemporánea, pero he escrito mucho menos al respecto. Por otro lado, la respuesta me resulta compleja porque el trabajo de Marcos parte de, y se concentra de modo muy especial en, el análisis de un autor y de un tema -Isaiah Berlin y el "pluralismo de valores"- sobre los que he trabajado muy poco. Es decir, me resulta difícil explicar por qué, en mis reflexiones sobre filosofía política, no he otorgado mayor centralidad al estudio de un autor que he estudiado poco. Pidiéndole entonces excusas a Marcos por no poder honrar debidamente su erudito estudio, me limitaré a señalar tres puntos que vinculan nuestros respectivos intereses en el área.

En primer lugar, y en relación con el trabajo de Isaiah Berlin y su "pluralismo de valores", quisiera admitir que, lamentablemente, si bien conozco al trabajo de Berlin, y he leído con cierta fascinación, en su momento, sus escritos sobre la inconmensurabilidad valorativa, o sobre los modos de pensar la libertad, no me siento particularmente atraído por sus ideas -me siento lejos de adherir a ellas-. Tal vez esa postura (que espero no sea prejuicio) explique que no piense la filosofía política en sus términos, y no le asigne la centralidad que Marcos le asigna, en el mapa teórico que dibuja. Peor todavía: confieso que mis reflexiones más actuales sobre el trabajo de Berlin resultan más bien críticas. Me preocupa, en particular, el modo en que Berlin ha desconsiderado la importancia de la filosofía política, hasta hacerla colapsar en la filosofía moral. En este sentido, mi postura se acerca al análisis propuesto por Jeremy Waldron, al respecto, en su libro Political Political Theory. En dicha obra, y desde el mismo comienzo, Waldron critica la postura de Berlin por encontrarse ella "absolutamente desinteresada del análisis de las instituciones políticas propias de la sociedad liberal", y por el hecho de que -a pesar de su discurso referido a las libertades- la misma "se muestra simplemente despreocupada de los modos en que las instituciones políticas liberales o democráticas pueden acomodar el pluralismo" de valores (así en las páginas 4 y 5 de su libro).

El segundo punto que quería aclarar sobre mis posiciones en materia de filosofía política tiene que ver con el lugar que les asigno a los renovados, influyentes y notables aportes realizados, contemporáneamente, por Philip Pettit y Quentin Skinner, en relación con el liberalismo y la tradición republicana. En su momento, me interesó criticar dicha línea de reflexión (que tuve la oportunidad de discutir varias veces, personalmente, con el propio Pettit), por considerar que implicaba una lectura impropia y algo injusta de la tradición republicana. Por supuesto, como he dicho muchas veces, las concepciones en disputa en torno a lo que efectivamente caracteriza al republicanismo (o al liberalismo) son, si no infinitas, numerosísimas. Pero siempre he pensado que la caracterización de Pettit (en trabajos firmados a veces junto con Skinner) sobre el republicanismo implicaba privilegiar, dentro de dicha tradición, una versión algo extraña y -en mi opinión- marginal en la misma, sintetizada en la idea de "libertad como no-dominación". Creo que se trata de una reconstrucción algo forzosa de lo que "dice" el republicanismo, reconstrucción que, finalmente, termina transformando a este en una corriente liberal, revestida con otros ropajes, y dueña (básica, si no únicamente) de un lenguaje y una retórica diferente del liberalismo. Se trataría, sin embargo, y en definitiva, de una concepción básicamente indistinguible del liberalismo: una que habla el lenguaje de la "virtud cívica", pero que se muestra indispuesta a dar ningún paso para comprometerse con el "cultivo" de la misma; y que habla el lenguaje del "auto-gobierno", a la vez que se muestra incapaz de trascender los estrechos límites de la tradicional democracia representativa, y su aparato de checks and balances. Entiendo que las cuestiones referidas -mi posición sobre el trabajo de Berlin; mis críticas al republicanismo de la "no-dominación"- pueden ayudar a entender algunas diferencias que podemos tener Marcos y yo en cuanto a cómo caracterizar al liberalismo, dentro del mapa de la filosofía política contemporánea.

Finalmente, el tercer punto que quería mencionar se relaciona con el tipo de socialismo que defiendo en mis trabajos. Según Marcos, el mismo tendría como "rasgos constitutivos" los siguientes: "la idea de la democracia deliberativa, la cual, como vimos, se sustenta en la tesis de la respuesta correcta; y la defensa de los derechos fundamentales, tanto los derechos individuales como los derechos colectivos" (p. 87). Disiento completamente con esa caracterización. En primer lugar, ello es así en razón de algo que espero que haya quedado ya en claro a partir de mis trabajos y mis respuestas en este volumen: no asocio la democracia deliberativa con la tesis de la "respuesta correcta". No creo en ella, ni pienso en la democracia como un medio para acceder a ninguna "verdad absoluta": simplemente, entiendo que el debate inclusivo es el mejor instrumento institucional de que disponemos para decidir, como dijera Nino, de un modo más "imparcial" o respetuoso de los intereses diferentes de cada persona. En segundo lugar, tampoco entiendo la idea de derechos como pudo entenderla la tradición liberal, esto es, como vinculada con "verdades autoevidentes", según el lenguaje de John Locke. Pienso los derechos, en cambio, como construcciones colectivas, que resultan de nuestra reflexión en torno a las atrocidades que cometimos históricamente, y que -a la luz de ellas- buscan afirmar públicamente nuestro compromiso de no volver a cometerlas.

MARISA IGLESIAS VILA

Marisa Iglesias es una querida amiga, a quien conozco desde 1994, cuando comencé a dar clases en la Universidad Pompeu Fabra. Además de una persona excepcional, es una excelente académica, de quien siempre tengo cosas para aprender, y este caso no ha faltado a la regla. El artículo que voy a examinar, como el de Micaela Alterio, que examinaré después, se focaliza en mis estudios sobre la justicia internacional y los derechos humanos, sobre los que Marisa reflexiona a partir de los análisis que he avanzado en torno a un caso particular, el caso Gelman vs. Uruguay. En dicho caso, se examinó la validez convencional de la amnistía que se aprobara en Uruguay, frente a los horrendos crímenes cometidos por la última dictadura, y luego de un largo debate colectivo -aún no cerrado- sobre la materia. Me refiero, específicamente, a la decisión que tomó la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso, y que (me) resultó particularmente controversial, dados los modos en que la Corte desconsideró y minusvaloró el enorme esfuerzo democrático que la comunidad uruguaya realizó y sigue realizando, para enfrentar un trágico pasado político, que incluye la violación masiva de derechos humanos.

El artículo de Marisa, como era esperable, se muestra pleno de reflexiones importantes e iluminadoras. De allí rescataré, en particular, tres muy buenos "puntos" que ella marca, en torno a mis estudios respectivos. Y lo haré, obviamente, y en parte, para discutirlos, pero también para subrayar que he aprendido a partir de ellos, y para decirle a Marisa que le agradezco sus iluminadoras observaciones. Sobre esos tres puntos aludidos apenas comentaré los primeros dos, para concentrarme luego en el tercero -el más importante-, referido a la necesidad de examinar con más detalle la noción de debate democrático "profundo".

La primera observación que mencionaría, de su texto, es una que aparece en la página 98, en donde me señala -críticamente- que "una decisión de tanta trascendencia para una sociedad" (la de amnistiar los crímenes de la dictadura), que en mis trabajos se "asimila a un momento constitucional ackermaniano" (dado que fue una decisión, o, más bien, una serie de decisiones, tomadas a partir de un remarcable debate público, que incluyó dos consultas populares), debió haber sido tomada a través de un acuerdo mayor. El resultado mereció ser mucho más amplio -destaca Marisa-, sobre todo cuando el mismo "puede forzar a todos a convivir con un pasado de crímenes masivos que queden impunes, requiere un porcentaje mucho más alto de apoyo popular para poder predicar su fortaleza democrática" (las "aprobaciones" dadas por la sociedad, en las respectivas consultas, estuvieron entre el 57,6 y el 52,3%). Es un buen punto el de Marisa, y lo tomo.

Matizaría su afirmación, de todos modos, en ciertos aspectos. Por ejemplo, no hablaría de "forzar a todos a convivir con un pasado de crímenes masivos que queden impunes", cuando nos encontramos con una decisión que ha obtenido muchísimo más respaldo ciudadano que el que obtienen, cotidianamente, la enormísima mayoría de las normas legislativas que el Congreso uruguayo (o cualquier otro legislativo regional) aprueba. El uso del concepto de "fuerza" ("forzar"), en dicho marco, resulta por tanto demasiado fuerte -algo injusto, dadas las circunstancias-. Por otro lado -aunque este matiz saldrá más claramente a la luz en mis próximos comentarios-, diría que el respaldo democrático a la amnistía uruguaya no se deriva de (exclusiva ni primariamente de) esas dos consultas democráticas, sino de un proceso de discusión que lleva décadas, y que todavía se mantiene abierto.

El segundo punto que destacaría del análisis de Marisa es uno que aparece en la página 100 de su texto. La crítica que me hace Marisa, en esta ocasión, dice básicamente lo siguiente: "incluso si Gargarella tuviera razón en su consideración de que el castigo penal no tiene por qué ser la mejor respuesta a los crímenes masivos, ello no implica que la amnistía general sea la única alternativa que cabe barajar frente a un castigo penal al uso. Entre el todo y el nada en cuanto a reacción, habría opciones intermedias que podrían haber sido examinadas con detalle". El punto, nuevamente, está muy bien, y lo tomo. Sin embargo, una vez más, quisiera matizarlo un poco, como lo he hecho otras veces: no es completamente cierto que Uruguay haya optado, en el marco de la Ley de Caducidad aprobada, por consagrar una amnistía general como "única alternativa" (la opción por "el nada" en lugar de "el todo"). La verdad es que las respuestas que se diseñaron en su momento, y que tuvieron en su centro a la Ley de Caducidad, incluyeron varias otras, también relevantes, como las políticas de memoria; los informes de verdad y la recopilación de información, y las condenas políticas, que el propio Presidente se encargara de hacer en público -y desde ese lugar tan prominente- en su momento. Para quienes valoramos de modo especial la aproximación "comunicativa" al derecho penal, este tipo de respuestas están muy lejos de constituir la "nada". Por el contrario, es extraordinariamente significativo, para el pasado, presente y futuro de una comunidad como la uruguaya, que -por caso- sus principales autoridades políticas dejen muy en claro, y de manera sincera, que repudian ciertos crímenes cometidos por sus fuerzas armadas, y que se comprometan a trabajar para que tales hechos no vuelvan jamás a cometerse.

El tercer punto que quiero destacar, como adelantara, tiene que ver con las preguntas que me hiciera Marisa en torno al significado preciso de la idea de debate democrático "profundo". Su cuestionamiento se origina en el tipo sostén "democrático" que le reconozco a la Ley de Caducidad: según entiendo, dicha ley fue el producto de un debate "amplio y profundo" (y así lo declaro, más de una vez, en consonancia con la teoría dialógica de la democracia, que defiendo). Marisa me reconoce, en tal respecto, que el debate en cuestión fue "amplio", pero no así que el mismo fuera "profundo" -un punto que yo, al menos, no fui capaz de demostrar o respaldar empíricamente en mi texto-. La amplitud del debate -cito a Marisa- aparecería respaldada por el hecho de que la amnistía fue objeto de "debates cíclicos sobre su validez y legitimidad, intentos de anulación y derogación, consultas populares y fallos dispares de la Corte Suprema de Justicia sobre su constitucionalidad", etc. (p. 100). Pero, la "profundidad" del debate -me pregunta Marisa- ¿en qué se vería? ¿Qué datos respaldarían mi juicio?

Una vez más, me enfrento a un "buen punto", y a una crítica que tiene sentido: es efectivamente cierto que uno no puede, simplemente, "declarar", de modo dogmático o infundado, que un cierto hecho, que no se demuestra empíricamente, se ha concretado -muchísimo menos cuando uno deriva o quiere derivar del mismo las consecuencias normativas que yo tiendo a derivar de allí-. Sin embargo, de nuevo -una vez reconocido el valor de la observación de Marisa-, quisiera discutir en parte su pertinencia, aunque una reflexión detallada sobre el tema me llevaría demasiado lejos, y aquí no tengo espacio ni tiempo para entrar en todos los detalles que quisiera.

El tema de la profundidad del debate es uno con el que me encuentro de manera habitual en mis clases y discusiones académicas, y que he tratado en alguno de mis escritos. Me he hecho ese tipo de preguntas ("¿podemos sostener que ha habido un debate apropiado?") muchas veces, particularmente (como en esta oportunidad) con el objeto de reflexionar respecto de la posibilidad de una impugnación judicial sobre la norma del caso (tal vez, una invalidación constitucional hecha en nombre de la ausencia de un debate adecuado). Frente a ese tipo de preguntas, mi primera línea de respuesta sería la siguiente. Es cierto que en mi entendimiento sobre la democracia tiendo a atar la validez de la norma al tipo de debate que precedió y rodeó a la misma. Me inclino a sostener, al respecto, que la norma tiende a perder total o casi total validez, en muchos casos comunes en nuestra vida política. Me refiero, por ejemplo, a casos en donde nos encontramos con la total ausencia de debate público; o nos enfrentamos a la "elusión" del debate (una categoría tan usada en el derecho colombiano); o encontramos una "ficción de debate" (como ocurrió muchas veces en mi país, con legislativos dominados por el partido oficial con amplia mayoría: se invita a la oposición a "discutir", y cuando ella termina de dar sus razones y ofrecer sus críticas -tal vez después de horas- se aprueba la norma en cuestión, conforme a su redacción original, y "sin cambiarle una coma", a partir de la pura imposición de la fuerza del número). Se trata, según entiendo, de casos "claros" (como en la regla thayeriana del "error claro") que pueden autorizar la impugnación (judicial) de la norma. En esos casos claros, nos encontramos con que el debate no se ha dado en absoluto (más que haber sido "poco amplio", ha estado ausente), y que las razones de apoyo a la norma (capaces de darle "profundidad" a la decisión) no han aparecido para nada (o no han sido tomadas en cuenta, en absoluto, las razones en contra de la decisión del caso).

Ahora bien, cómo pensar los casos mucho menos claros o directamente "oscuros"? Aquí, según entiendo, mi posición difiere de la de Marisa. Marisa habla repetidamente, en su texto, de la noción de "calidad deliberativa", que parece asimilar con la de "debate profundo" (pp. 105-106). Impugna, entonces, la amnistía uruguaya, en mis términos: por haber estado apoyada en un debate en apariencia amplio, pero nada profundo. Marisa se pregunta, entonces, y por ejemplo: "¿En qué medida los argumentos aportados por la jurisprudencia de la Corte IDH sobre amnistías generales fueron tenidos en cuenta al discutir posibles opciones?" (p. 106). Para ella, el órgano judicial (en este caso, la Corte Interamericana) debe "garantizar una calidad deliberativa mínima en el proceso que ha conducido a la medida impugnada" (p. 99), y añade enseguida que esa "calidad deliberativa" está atada a una "exigencia mínima de profundidad" que "debe medirse en términos de racionalidad y no de voluntad democrática". Lo importante -aclara- es ver si la norma "fue fruto de un largo debate en el que se valoraron seriamente las razones a favor y en contra de adoptar una amnistía general, tratando de alcanzar una solución al conflicto que todos pudieran razonablemente aceptar" (ibíd.).

De manera interesante y provocativa, hacia el final de su texto, Marisa declara encontrar dicha profundidad/calidad requerida (y no encontrada en los debates de Uruguay) en los debates colombianos vinculados con la aprobación del "Acuerdo de Paz" en Colombia (aprobación que yo he impugnado por la ausencia de debate público que rodeó al plebiscito que se convocó para el caso). Para ella, el proceso que llevó a la aprobación del tratado tuvo mayor "profundidad argumentativa" que la que pudo observarse en el caso de Uruguay, dado que el mismo mostró "mayor deferencia ante una hipotética impugnación en sede internacional" -mostró mayor cuidado y respeto frente a la jurisprudencia interamericana existente en la materia- (p. 108). Declara entonces encontrar al acuerdo colombiano como "mejor" que el uruguayo, en los términos (que define como) de "legitimad ecológica" (ibíd.)6.

Discrepo por muchas razones con este análisis. Básicamente, rechazaría la idea de que la profundidad del debate deba medirse en términos de "racionalidad" (p. 99), si es que dicho análisis de "racionalidad", a su vez, va a desconectarse por completo del proceso de la discusión pública; o si va a tomarse a dicho proceso deliberativo como ajeno a la construcción de la racionalidad de la decisión. Por supuesto que -como decía Carlos Nino- es dable llegar a decisiones "imparciales", a través de procesos de reflexión individual y aislada. Sin embargo, quienes defendemos la democracia (deliberativa) en términos epistémicos, lo hacemos bajo el supuesto de que la discusión pública maximiza nuestras chances de decidir imparcialmente (por las conocidas razones: dicho procedimiento, medianamente bien organizado, incrementa las posibilidades de que corrijamos mutuamente nuestros errores, eliminemos fallas de nuestro razonamiento, ganemos en información, etc.). En segundo lugar, no comparto la idea de que la (principal o fundamental) función de la justicia sea la de "garantizar" la calidad del debate. Más bien, y según entiendo, ella debe elaborar el contenido de su decisión tomando en cuenta la existencia, o no, del debate legislativo y público en torno a la norma. La ausencia o virtual ausencia del mismo debe aumentar la "sospecha" sobre la norma, y en tal sentido, también, la presunción de invalidez de la misma; del mismo modo en que la presencia de un debate amplio y profundo, detrás de la ley, debe incrementar la presunción de validez de la normativa en cuestión. En tercer lugar, impugnaría, en el análisis que ofrece Marisa, lo que constituye un presupuesto central -a mi modo de ver muy equivocado- de su razonamiento. Me refiero a la idea de que, en el caso uruguayo, la aprobación de la amnistía se hizo sin tomar en cuenta la jurisprudencia de la Corte IDH sobre amnistías generales. Al respecto recordaría, por un lado, que la Convención Americana (contra lo sostenido por la Corte IDH) no exige en ningún momento (ni menos en su artículo 1.1, que cita la Corte IDH) que no se dicten amnistías: lo que el derecho convencional pide es procedimientos de justicia y no que "no se dicten amnistías" (i.e., las formas de la justicia anti-punitivistas de la justicia restaurativa deben considerarse como una perfecta manera de "hacer justicia")7. Por otro lado, señalaría que si Marisa se refiere como antecedente a tener en cuenta casos como (muy en particular) Barrios Altos, en donde la Corte IDH invalidó una auto-amnistía promovida por el fujimorismo, en Perú, frente a los crímenes ordenados desde el propio gobierno, ella se encuentra -a mi criterio- en un error. Ello así porque no es en absoluto obvio que un caso como el de Perú resulte relevante a la hora de evaluar el caso uruguayo. Hay, al menos, dos enormes y cruciales diferencias que separan los dos casos. Primero, mientras que en Perú encontramos una repudiable auto-amnistía, donde los perpetradores de los crímenes se perdonan a sí mismos, en Uruguay encontramos el caso más bien opuesto, en donde los perpetradores son perdonados por iniciativa de algunas de sus principales víctimas. Segundo -lo que es más crucial para mí-, mientras en Perú la decisión de la amnistía fue tomada por el partido de Alberto Fujimori, poco después de que dicho autoritario líder cerrara, directamente, el Congreso Nacional (es decir, a través de un modo procedimentalmente anti-democrático), en Uruguay, la decisión de amnistiar fue el resultado de un procedimiento ejemplarmente democrático.

Finalmente, rechazaría la sugerencia -central en la reflexión de Marisa- de que la justicia examine la "calidad deliberativa" en que se apoya la norma. Por supuesto, el nivel de mi desacuerdo con Marisa, en este respecto, depende del modo en que entendamos esa idea de "calidad deliberativa". Afortunadamente, Marisa nos habla de "calidad deliberativa mínima" (p. 99). Sin embargo, por lo dicho más arriba (cuando citamos el pensamiento de Marisa en la materia), sabemos que ese escrutinio implica, para la autora, autorizar a que la justicia ingrese en cuestiones que, en mi opinión, no les conciernen a los tribunales, en el marco de una sociedad democrática.

Me detengo solo un instante en este punto importante. A mi juicio, la idea de "profundidad" nos refiere a algo mucho más básico de lo que sugiere Marisa. Esto es, "profundidad" no puede implicar que se hayan dado, en el debate, todos los argumentos posibles; ni que hayan aparecido en el mismo los mejores argumentos disponibles; ni -mucho menos- que se hayan citado, en la discusión, las razones que nosotros, individualmente, como jueces o doctrinarios, hubiéramos querido encontrar en ellos. De lo que se trata es, por un lado, de que el debate haya sido ampliamente inclusivo, y por otro, de que el mismo haya tenido profundidad en el sentido elemental de que haya sido "sustantivo" -es decir, "no meramente superficial" o "vacuo"-. Requerimos que hayan aparecido "razones públicas" básicas -más allá de que hayan sido las "mejores" razones, o "todas" las razones, o las que consideramos más necesarias-. Claramente, resultaría absurdo para todos (sin dudas, también para Marisa) que un juez impugnara una decisión de política económica porque en los debates respectivos no fueron citados los argumentos de John Rawls o Robert Nozick; o porque no se consultó el derecho comparado de manera más exhaustiva; o porque no fueron en absoluto consideradas las últimas doctrinas en boga (el pensamiento de Thomas Piketty, por ejemplo). La labor del juez debe limitarse, en todo caso, a reconocer que se ha satisfecho un umbral elemental, razonable, de razones públicas (que el legislativo, o el partido dominante en la legislatura, haya hecho un razonable esfuerzo por ofrecer razones públicas en respaldo de sus propuestas). Todo lo que vaya más allá de ese umbral es invitar al juez a que asuma una tarea que no le compete, revitalizando, de ese modo, indebida e innecesariamente, la objeción democrática a la justicia.

MICAELA ALTERIO

Conocí a Micaela Alterio hace muchos años, y he tenido la oportunidad de conversar y discutir con ella desde roles muy diferentes: desde mi participación en su tesis doctoral, a mi papel como docente, y ahora como colega y amigo. El crecimiento de Micaela como persona, como intelectual y como académica ha sido formidable. Como diríamos en la Argentina sobre el cantante de tangos Carlos Gardel: "Cada día canta mejor".

Para discutir mis trabajos, Micaela toma como punto de mira un área dentro de los mismos: una que para mí es muy importante, dado que cruza mis intereses en teoría constitucional, teoría penal y teoría democrática. Me refiero al caso Gelman vs. Uruguay, sobre el que he escrito y hablado en muchas ocasiones, y del que me ocupé en mi respuesta anterior al artículo de Marisa Iglesias. Como era de esperar, el comentario de Micaela es excelente, y está brillantemente apoyado en la literatura más actual y en las lecturas más minuciosas de sus fuentes -incluyendo, de modo muy relevante, muchos de mis trabajos, de los que ella se ha convertido en experta conocedora-. Le agradezco enormemente, entonces, por su aporte. En buena medida, y sobre su escrito, podría decir, otra vez, y simplemente: "tomo nota".

En todo caso, y como forma de continuar nuestro diálogo sobre estos temas, en lo que sigue voy a concentrarme, fundamentalmente, en el análisis de dos cuestiones: por un lado, su sugerente punto respecto de la necesidad de pensar con más precisión sobre el principio de "discutir con todos los potencialmente afectados", que ocupa un lugar tan central en mi visión de la democracia. Por otro lado, reflexionaré sobre el modo de implementar institucionalmente ese tipo de indicaciones -muy en particular, teniendo en mira la labor del Poder Judicial-.

El acápite central del trabajo de Micaela, según entiendo, es el número 2 (sobre 3), y se refiere al "principio de participación de todas las posibles afectadas en la teoría de la democracia" que presento (p. 118). La sola mención del problema que cita Micaela me resulta, desde ya, fundamental: necesitamos pensar mucho más, y mucho más cuidadosamente, sobre este tipo de cuestiones, de lo que lo hacemos. Lo que está en juego aquí, finalmente, es el fundamental y decisivo problema de "cómo delimitar al demos", respecto del cual mi "teoría de la democracia" -como (punto importante) cualquier otra teoría de la democracia- debiera decir mucho más de lo que habitualmente dice.

Micaela ingresa después en una cantidad de disquisiciones relevantes, referidas al tipo de precisiones que, de modo más urgente, sería necesario hacer. Ella se pregunta entonces -y me pregunta, con toda razón- cómo "trazar las fronteras" entre quienes deben ser consultados y quienes no; y pregunta también acerca de cómo definir la idea de "afectación"; y cómo pensar la idea de "más afectados"; o sobre el significado del término "potencial" o "posiblemente" (afectados); al igual que sobre cómo tratar a los que no son afectados de "igual manera"; etc. (pp. 120-122). Examina, luego, los riesgos de sub-inclusión (no incluir entre los afectados a grupos que lo son, o lo son de modo muy particular), y también los riesgos de sobre-inclusión (que pueden implicar, por ejemplo, situar en el mismo plano a individuos o grupos que han padecido un determinado problema de modo muy diferente, pp. 123-124).

Al término de su indagación, el principal interrogante que ella me plantea es el siguiente: ¿no habría que matizar la gradación democrática de la decisión ("gradación" o "matización" que yo propongo, en relación con las decisiones judiciales que critico por no hacerlo, como la de Gelman)? Más específicamente (e ingresando de lleno en casos como el citado): ¿no deberíamos evaluar, por ejemplo, si decisiones como la de validar la Ley de Caducidad o Amnistía (en Uruguay), fueron tomadas efectivamente por todas las personas posiblemente afectadas por la decisión? Sobre este tipo de interrogantes, mi respuesta no puede ser más clara y enfática: "Claro que sí" -le respondería a Micaela-. La pregunta siguiente, de todos modos, es todavía más crucial, y tiene que ver con el "cómo hacerlo".

Al respecto, Micaela tiene algunas intuiciones relevantes. Ella señala, por ejemplo, que "difícilmente podremos afirmar que las víctimas (directas o indirectas) y los victimarios de los delitos amnistiados son afectados por la Ley de Caducidad de igual manera que el resto de la ciudadanía uruguaya que, o bien no vivió (ni vivirá nunca) la dictadura, o bien la transcurrió sin que tuviera mayores consecuencias en su vida" (p. 122). Y es que aquí apenas damos -y, en este caso, Micaela apenas da- los primeros pasos en la dirección aconsejada, en donde empieza a advertirse con mayor claridad el abismo de problemas en el que nos introducimos. En este caso concreto, es aquí cuando vemos algunas de las serias dificultades que afectan a la postura de Micaela, dejándola prisionera de sus propias recomendaciones.

En efecto, para que Micaela pueda llegar a una conclusión (que presenta como obvia) como la citada ("difícilmente podremos afirmar…"), ella debe haber definido ya, de un modo absolutamente controversial, aquello mismo que está en discusión: qué es lo que está en juego cuando se plantean leyes como la Ley de Caducidad. Ofrezco una respuesta de la que no estoy totalmente convencido, pero en la que creo, y que contradice el camino de respuestas seguido por Micaela: lo que se pone en juego en casos como el examinado, tiene que ver con preguntas muy básicas, dirigidas a todos los uruguayos, acerca de en qué modo quieren procesar la terrible tragedia de la dictadura que, desde distintos lugares, habían sufrido todos, como miembros del pueblo que habitaba en Uruguay, o que había comenzado a habitar en ese país. ¿Quieren tratar de "dejar atrás lo ocurrido", para intentar "dar vuelta a la página" y "seguir adelante"? ¿Quieren hacer el esfuerzo por recordar persistentemente, tal vez cada día, lo que ha ocurrido, para no repetirlo? ¿Quieren consagrar, ante todo, el valor del principio de igualdad ante la ley? ¿Quieren, en cambio (como en Sudáfrica), privilegiar el valor del "conocimiento" (saber la verdad) en lugar del valor del castigo, haciendo responsable de sus actos a cada uno de los culpables? ¿Quieren entender el reproche penal kantianamente (para hacer pagar de modo muy alto a cada uno de los involucrados)? ¿O prefieren, en cambio, entender el reproche del modo benthamiano o utilitarista, para "ahorrar" tanto poder punitivo como sea posible (i.e., concentrando el castigo, como en la Argentina, en los principales responsables políticos de la dictadura)? La Ley de Caducidad ofrece, entonces, un tipo de respuesta posible a preguntas tan fundamentales como las señaladas. Si esto es así, entonces no puede decirse -sin una ardua tarea argumentativa previa- que solo o principalmente debe consultarse a las "víctimas" y "victimarios" de la dictadura: en mi (controversial, pero posible) opinión, el joven que quiere "dar vuelta a la página de una vez, para no cargar con los dramas de los mayores" merece ser consultado como "afectado" directo, aunque no sea víctima ni victimario (aunque ni siquiera haya vivido, tal vez, en los años de la dictadura); del mismo modo que los que callaron frente a los crímenes, muertos de miedo; o los que, abrumados, tal vez, por otros problemas personales, atravesaron la dictadura con distancia, pero están interesados en seguir formando parte de una comunidad respetuosa y decente: ellos también son, a su modo, "afectados directos", en cuanto a que tienen el derecho de intervenir en la discusión sobre el tipo de sociedad en que van a vivir en los próximos años. Quiero decir: justamente porque estamos en desacuerdo sobre cómo entender el problema de la afectación, no podemos, fácilmente, hacer o aceptar "recortes" como los propuestos por Micaela, en nombre de la "igual manera" en que tales o cuales fueron o no afectados (por más que Micaela reconozca bien, y en principio, la tremenda dificultad del problema que aborda).

Desde mi punto de vista, una comunidad democrática tiene el derecho -toda ella, es decir, todos sus miembros- de reflexionar, colectivamente, sobre el modo de organizar la propia vida, el modo de seguir viviendo juntos, y el modo de afrontar los dramas y tragedias que han atravesado, en su condición de miembros de la misma comunidad. Ello, con independencia de que algunos hayan sido afectados por el problema en juego más o menos que otros. Todos los mexicanos, por ejemplo, tienen el derecho de intervenir en decisiones sobre cómo pensar las políticas penales, ya sea que hayan sido víctimas de delitos graves o no; ya sea que se preocupen más o menos del tema penal; ya sea que sean pobres o ricos; ya sea que vivan en barrios más o menos seguros.

Lo dicho nos llama la atención sobre algunos problemas relacionados con el modo en que se piensa (y Micaela piensa) el problema de la sobre-inclusión. Y lo mismo podemos decir en relación con los problemas de la sub-inclusión. Es cierto, por ejemplo, que Inglaterra y España (entre otros países) reclamaron o pudieron reclamar algún derecho a intervenir, frente al llamado caso de Pinochet (arrestado en Inglaterra por orden del juez español Garzón). Sin embargo, parece claro que, ante todo, Chile y los chilenos tienen un derecho muy especial a intervenir -y a intervenir primera y decisivamente- en la gestión del caso. Y ello, no solo por razones de principio (lo que pareció estar en juego, allí, ante todo, fue un tipo de preguntas como las examinadas, esto es, preguntas en relación con cómo transitar en común los dramas que afectaron a toda la comunidad), sino también por razones de consecuencias. Sería injusto que España, Inglaterra o, mucho peor, "la humanidad entera" reclamase por su derecho a intervenir en la discusión de la tragedia chilena con la dictadura pinochetista, muchísimo más cuando "el resto del mundo" va a estar demasiado lejos de sufrir las consecuencias de una "mala respuesta". Quiero decir, si la respuesta dada por la humanidad completa fuera: "castigo severo a cada uno de los responsables", y ello pudiera causar (como se pensaba en mi país, la Argentina, en momentos en que comenzaba la transición democrática) un nuevo golpe de estado, y nuevas muertes, y nuevas torturas, el padecimiento del problema entero quedaría sobre las espaldas de los locales, mientras que el resto del mundo miraría tranquilo, desde su privilegiado balcón, las pintorescas atrocidades que ocurren "allá lejos".

Obviamente, lo dicho no implica sugerir siquiera que el problema de "delimitar al demos" esté resuelto; ni considerar que dicho problema tenga respuestas obvias; o aventurar que el trazado de las fronteras nacionales se encuentra justificado; etc. Se trata de problemas teóricos urgentes y cruciales que hoy respondemos con "trazos gruesos", ayudados tal vez por la tremenda dificultad que nos plantean las respuestas alternativas que tenemos a mano.

Al respecto, quisiera señalar alguna cosa más. Ante todo, quisiera reafirmar algo que sugiriera al principio: preguntas como las que aquí estamos abriendo no deben verse como exclusivas de problemas como los originados por los "crímenes de lesa humanidad". Quiero decir: el problema acerca de "quiénes son los afectados", o el de "quién debe decidir", es un problema propio de la teoría de la democracia, y no uno que afecta en particular a los casos sobre "crímenes de lesa humanidad" o a enfoques como el mío (en este sentido, agregaría, la pregunta que hace Micaela es totalmente relevante respecto de mi enfoque, pero también de cualquier otro enfoque alternativo). Tenemos, sin dudas, un acercamiento muy implausible a la idea de "crímenes de lesa humanidad" (no está claro por qué puede decirse que "ofende a toda la humanidad" una dictadura que busca eliminar o desaparecer a todo un grupo, mientras que no parecen "ofender a toda la humanidad" otros actos igualmente atroces, como los asesinatos de niños, o la pedofilia, o los abusos sexuales cometidos por los curas sobre sus fieles). Pero, más allá de eso, cualquier problema público relevante representa, hoy, en algún sentido, un problema "de la humanidad toda", susceptible por tanto de dificultades de sub-inclusión y sobre-inclusión. Pongamos: la desigualdad económica extrema, que hoy existe en Etiopía, puede plantearnos la pregunta de si ella debe ser abordada, primaria o privilegiadamente, por los más pobres; o por quienes la causan y la sufren más directamente; o por los países que van a recibir la emigración que va a generarse en el país, frente a la crisis extrema; o por la humanidad toda, que no quiere volver a encontrarse con situaciones de hambruna y muerte masivas.

En definitiva: Micaela nos dice desde el comienzo de su artículo que pretende explorar "las consecuencias de tomarse en serio el principio de la inclusión y los problemas prácticos que este apareja" (p. 112). Su intención es perfecta y está bien dirigida. La conclusión a la que provisionalmente llego, sin embargo, y luego del mapa de problemas examinados en los párrafos anteriores, es la que sigue: efectivamente, necesitamos todos (y yo en primer lugar) repensar el significado de la idea de "tomarnos en serio" el principio de inclusión, pero no resulta nada claro que los caminos sugeridos resulten, en efecto, plausibles y atractivos como alternativas.

Termino con una breve reflexión sobre las implicaciones institucionales de la cuestión, especialmente en lo relacionado con la intervención judicial, y en particular desde una óptica procedimentalista, como la que sostengo desde hace años. En relación con ella, en la última parte del artículo, Micaela "propone una alternativa de solución mediante la justicia constitucional/convencional, de acuerdo con un entendimiento procedimental" como el propuesto por Ely (p. 112). Sobre dicha "alternativa" me focalizaré en los próximos párrafos.

De los muchos puntos que podríamos discutir al respecto, aquí solo voy a señalar uno de ellos. Micaela realiza ciertas propuestas sobre cómo repensar el papel de los jueces, y aun el de la Corte Interamericana. Lo que llama su "solución" se vincula en este caso, entre otras cuestiones, con formas de "representación virtual" que permitirían a los jueces -típicamente, los de la Corte IDH- actuar en consecuencia frente a los "intereses de aquellas personas excluidas del demos nacional" (p. 127).

Entiendo su punto, y considero que tiene interés, pero frente al mismo me limitaré a plantear un interrogante, que se relaciona íntimamente con los modos en que, desde hace algunos años, vengo pensando la función judicial, y los problemas institucionales en general. Mi interrogante se relaciona, ante todo, con el problema de las "motivaciones" de los funcionarios públicos -en este caso de los jueces-. Mi inquietud se origina en (lo que me animaría a denominar) un "error" que afecta a propuestas que típica y comúnmente se hacen sobre la función judicial, y que aquí afectan a la propuesta de Micaela.

Tales propuestas -y aquí la de Micaela- "agregan" y "quitan" tareas que corresponderían a los jueces (aplicar los derechos sociales; cuidar a las minorías discrete and insular; bregar por los derechos de los grupos más desaventajados; actuar de manera dialógica; etc.), pero que no tenemos ninguna razón para pensar que ellos vayan a asumir. Ello, porque tales propuestas se realizan con completo desinterés respecto de -o de espaldas a- las preguntas motivacionales. Frente a tal modo de acercarse a estos problemas institucionales recordaría a El Federalista 51, y las enseñanzas que nos dejara James Madison, acerca de cómo corresponde pensar sobre el funcionamiento de las instituciones. Él nos diría -y le diría a Micaela- en este caso: "si la propuesta que me hacen (acerca de cómo debería funcionar el gobierno, o cómo deberían accionar ciertos funcionarios -en este caso los jueces-) no es capaz de mostrarnos de qué modo articula los medios constitucionales de los que disponen tales funcionarios con las motivaciones personales que ellos -esperablemente-poseen, entonces hablamos de una mala propuesta, o una propuesta que no nos interesa examinar". No se trata de señalar, simplemente, lo que "debería hacerse" ("el juez debería proteger a las minorías", "el juez debería activar los derechos sociales", "el juez debería representar virtualmente los intereses de los que viven fuera"), desentendiéndose del principio de realidad. Más bien, nuestra pregunta debería ser una como la siguiente: "dados los jueces con los que contamos; los poderes que les asignamos y los que se han arrogado; los incentivos que tienen; los controles que existen; los niveles de desigualdad que caracterizan a la sociedad, ¿tenemos razones para esperar que ellos asuman las tareas que aquí señalamos que deberían comenzar a asumir, de aquí en más?". Si la respuesta es "no tenemos esas razones, en absoluto", entonces es que no hemos realizado una buena propuesta, en términos institucionales.

LUISA FERNANDA CANO BLANDÓN

Luisa Fernanda Cano Blandón, de la Universidad de Antioquia, ha escrito un artículo muy interesante, relacionado con los "límites de la justicia dialógica en la protección de los derechos sociales en Colombia". Dicho artículo, digamos así, dialoga muy bien con mis escritos en la materia -mis críticas al sistema de los "frenos y contrapesos"; mi defensa del "diálogo constitucional" y la "conversación democrática"; las propuestas que he tratado de presentar en relación con los modos de la intervención judicial en casos vinculados con los derechos sociales; etc.-. Y lo hace, por lo demás, de un modo muy atractivo, a través del análisis de los modos de respuesta -dialógica, digamos- de la Corte Constitucional colombiana.

Sobre lo que constituye el centro de su presentación, esto es, el examen de las limitaciones del "constitucionalismo dialógico", debo decir que el mismo es muy interesante, y que mi primer impulso, frente a su escrito en la materia, es el de aceptarlo "a libro cerrado". Me refiero, en particular, al punto 4 de su trabajo, que se extiende entre las páginas 143 y 150, y en donde Luisa muestra problemas del "diálogo judicial", incluyendo cuestiones como las relacionadas con el hecho de que "el contenido de los derechos es contingente y provisional" (p. 143); la cuestión relativa a que "la decisión judicial no define claramente la obligación, ni los obligados" (p. 145); la "asimetría entre las partes que dialogan" (ibíd.); el tema de la "falta de representación de quienes dialogan" (p. 147), o la "eficacia limitada de las soluciones experimentales" (p. 149). Entiendo dicho análisis como pertinente, impecable e iluminador, y le agradezco por el mismo; creo que representa una gran contribución a nuestras reflexiones en la materia.

Ahora bien, sería más prudente en cuanto a algunos de los compromisos y conclusiones normativas a las que arriba Luisa. Ella sostiene, por caso -en la conclusión de su trabajo-, que "devolver" el problema "a los afectados y a las autoridades responsables" puede "dejar desprotegidos a los titulares de los derechos amenazados"; afirma también (a partir de conclusiones tales) que "no se trata de abandonar […] las soluciones dialógicas" ni de "retornar a las decisiones comando y control", sino de "asumir que el experimentalismo en la adjudicación de derechos sociales no es una receta completa para el cambio social" (pp. 155-156); y sugiere, verbigracia, que los tribunales que ordenan el diálogo, por ejemplo, procuren conocer mejor el contexto dentro del que deciden, etc. (p. 156).

En relación con juicios y conclusiones como las anteriores, también tengo acuerdos sustantivos con Luisa. Sin embargo, en algún punto, se trata de acuerdos, finalmente, triviales. Porque: ¿quién podría negar que los jueces deben hacer esfuerzos para "contextualizar" sus decisiones, o conocer mejor las realidades dentro de las cuales deciden? O, ¿quién podría afirmar (contra lo que ella sugiere) que la receta del diálogo es una "receta completa para el cambio social"?

En todo caso, lo dicho me sirve como excusa para precisar algo sobre mi acercamiento al diálogo constitucional. En lo personal, me resisto a -en lugar de suscribir- la idea del "diálogo constitucional" entendida, meramente, como "diálogo entre poderes", como principio, y mucho más teniendo en cuenta las formas habituales en que dicha propuesta tiende a ser llevada a la práctica. Y ello así por las razones que he mencionado siempre (y de allí mi habitual pregunta acerca de "por qué nos interesa el diálogo"). En efecto, desde la peculiar perspectiva democrática que defiendo, el diálogo tiene que ver, muy especialmente, con formas institucionales que favorezcan una "conversación inclusiva". Y esto es lo que pretendo subrayar: dicha conversación se ve deshonrada, en lugar de realizada, cuando quienes "conversan" son, sola o exclusivamente, los tradicionales órganos de poder ("hijos del pacto elitista de nuestro siglo XIX"); o cuando la "conversación" se reduce, en verdad, a alguna réplica que se le autoriza dar al Congreso; o cuando la "inclusión" consiste en la apertura de los tribunales (a través de audiencias o consultas) a las "voces ciudadanas", en procesos de "escucha" que se disuelven apenas comienzan, porque (como resulta habitual) los órganos de decisión tradicional mantienen completo y discrecional poder de acción u omisión sobre todo lo que se diga en semejantes audiencias. Quiero decir: los que defendemos la "conversación entre iguales" nos resistimos (diría, cada día más) a denominar "dialógicas" a formas innovadoras de la decisión judicial que, sin embargo, reafirman simplemente los viejos modos (la discrecionalidad, el abuso y concentración de poder, el elitismo), a través de nuevos ropajes (las audiencias públicas, las consultas a la ciudanía, el "reenvío" al Congreso). Si los mecanismos del caso no colocan en un lugar protagónico a los propios afectados, dentro del proceso de toma de decisiones; o las aperturas al diálogo se refieren, exclusivamente, a "nuevos intercambios entre los viejos poderes"; o quienes convocan a las "voces no escuchadas" preservan el poder discrecional de hacer lo que ellos deseen, con aquellas voces ahora recogidas, entonces no hemos avanzado nada en la dirección que nos interesa (tal vez peor, porque ahora se nos señala acusatoriamente diciéndonos "ya les dimos el diálogo que pretendían"). No se trata de ello: la "conversación entre iguales" no admite como aceptable o válida cualquier alternativa institucional hecha en su nombre. Valga lo dicho, en todo caso, para reafirmar mis acuerdos con el valioso trabajo de Luisa Fernanda Cano Blandón, y precisar, frente al mismo, cuál es el tipo de diálogo al que me refiero cuando pienso en la "conversación entre iguales".

ROBERTO NIEMBRO ORTEGA

Roberto Niembro es un constitucionalista mexicano que, en los últimos años, y con justeza, se ha consolidado como una de las voces más lúcidas y mejor articuladas dentro de la joven academia jurídica latinoamericana. El texto que presenta en esta discusión vuelve sobre un tema en torno al cual venimos discutiendo desde hace tiempo, a través de ya numerosos encuentros (¡virtuales!): el significado de la teoría procedimentalista sobre el control de constitucionalidad, y el sentido de adherirse a ella en un contexto como el latinoamericano.

En su artículo, Roberto distingue dos modos posibles de entender mi posición en materia de control de constitucionalidad: uno, que vincula a la misma con una lectura "transformadora" del constitucionalismo; y otro, que aparece más claramente apegado al esquema propuesto por Ely a comienzos de los años ochenta. Como ya he tenido la oportunidad de decir algo, en este trabajo, sobre el "constitucionalismo transformador" (discutiendo el escrito de Jorge Roa), me voy a concentrar en lo que sigue, de modo especial, en una reflexión acerca del significado y sentido de adherir a una postura como (o, más bien, influida por) la de Ely, en materia de revisión judicial.

Dejo en claro, desde un comienzo, que Roberto se muestra muy escéptico (si no desconfiado) frente a mi inclinación a tomar el esquema de Ely como punto de partida en cuanto a mis reflexiones sobre el control de constitucionalidad. Sin embargo, al respecto, y antes de profundizar mi análisis sobre la cuestión, quisiera señalar que mi tocayo muestra esa actitud escéptica por tomar en cuenta una caracterización -según creo- parcialmente errada de lo que la teoría de Ely dice, y lo que Ely pretendió decir con ella.

En efecto, según Roberto, la teoría de Ely está preocupada -meramente, diría- por responder a la "objeción contramayoritaria", en nombre del autogobierno, y por tanto por "definir los limitados supuestos en que el control judicial está justificado" (p. 162). Lo que, en su opinión, tornaría "todavía menos interesante" (son mis términos) la postura en cuestión es que (ahora cito a Roberto Niembro) "la teoría del proceso político de Ely" se inscribió en un contexto, el de los Estados Unidos, en el que "la competencia política y la representación funcionaban relativamente bien" (p. 167). Si esto es realmente así, entonces, ¿por qué traer a dicha visión hacia América Latina, en donde la situación contextual es tan radicalmente otra, y en donde todo parece funcionar, digamos, relativamente mal?

Seguramente, si la descripción presentada por Roberto fuera cierta, él tendría algo de razón en cuanto a la mirada escéptica con la que contempla el tema. Sin embargo, entiendo que su postura parte de un malentendido o, al menos, no resalta de manera suficiente ciertos rasgos que dan particular interés a la propuesta procedimental de Ely. Tal vez mi aproximación sea, simplemente, más caritativa al respecto, pero tiendo a leer al trabajo de Ely muy de otra manera, esto es, como una "teoría del control de constitucionalidad destinada a justificar la Corte Warren", esto es, la Corte -por lejos- más progresista y de avanzada en la historia constitucional de los Estados Unidos -la de los derechos civiles; la de la igualdad racial; la que empezó a mirar los derechos de welfare; la de los grupos desaventajados-. Me animaría a decir todavía más: la teoría de Ely vino a demostrar que, al mismo tiempo, era posible defender el activismo judicial de la Corte Warren y la restricción judicial que debió haber caracterizado al tribunal en los años del New Deal. El activismo de la primera se justificaba, procedimentalmente, como un modo de asegurar que "todos los jugadores democráticos pudieran jugar el juego, sin exclusiones"; mientras que la restricción del tribunal de la era del New Deal podía haberse exigido en nombre del requerimiento de que los tribunales no se inmiscuyan en cuestiones sustantivas (como las leyes relacionadas con la reconstrucción económica, luego de la crisis de 1930), que debían reservarse a la política democrática. Puro Ely.

Dicha aclaración, por un lado, nos ayuda a mirar con mejores y más apropiados anteojos a la teoría de Ely: se trata de una teoría que no está pensada para acomodarse a una organización del poder que funciona "relativamente bien", sino para combatir a un esquema discriminador, que excluye sistemática y bárbaramente a una porción significativa de la ciudadanía. Por otro lado, y lo que es más interesante para esta discusión, lo dicho más arriba nos permite reconocer un dato clave en la teoría de Ely: se trata de una teoría sobre el control de constitucionalidad que toma como punto de arranque la pregunta correcta (que además responde bien), esto es, la de cuáles son los grandes dramas que desafían al constitucionalismo, en estos tiempos, y cuál el papel que, entonces, le corresponde asumir al Poder Judicial, en el marco de una sociedad democrática. Quiero decir, Ely partía, con toda la razón, de una aproximación localizada y contextualizada al constitucionalismo. La pregunta que él nos invitaría a responder, entonces -a nosotros, los que reconocemos el valor del procedimentalismo dentro de una sociedad democrática- es: ¿cuál es el contexto dentro del cual va a desarrollarse el control judicial? ¿Cuáles son los "grandes dramas" que, en nuestro peculiar contexto -tiempo y lugar-, ponen en jaque a la democracia constitucional? Tales son las preguntas que -como Roberto sabe bien, ya que lo hemos conversado muchas veces- he estado formulándome y tratando de contestar, en los últimos años.

Mis respuestas, provisionales, sobre tales cuestionamientos, van recorriendo las siguientes líneas, que pueden ayudar a entender lo que caracterizaría como (llamémoslo así) la impronta "transformadora" de mi visión sobre el constitucionalismo. En primer lugar, entiendo que la "marca" o "drama" fundamental de la vida constitucional de la región (como he sostenido en mis dos libros principales sobre el constitucionalismo latinoamericano) es la desigualdad injustificada -desigualdad histórica, estructural, persistente, creciente- que se reconoce en cada esfera de la vida social (económica, social, política, jurídica).

En segundo lugar, esta aproximación contextual también me permite reconocer que el principal instrumento jurídico con el que contamos para acercarnos a la cuestión de la desigualdad es una Constitución que muestra rasgos definitorios -obviamente, bastante distintos que los que priman en los Estados Unidos-. En tal sentido, considero que la larga y generosa lista de derechos sociales, económicos y culturales que caracterizan a nuestras Constituciones deben leerse como la manifestación de un claro compromiso colectivo que pretende decir algo así: en nuestros países hemos reconocido que una porción significativa de la población (digamos, una mayoría de la población, antes que una minoría discrete and insular, como en el esquema de Ely) encuentra problemas muy serios para tomar parte efectiva del proceso político. Por ello, a través de la consagración de estos derechos, queremos dejar en claro nuestro compromiso en la materia, y proclamar que, a la luz de ese contexto desigual, entendemos que aquí debe reconocerse, dentro de las (pre)condiciones exigidas para poder participar del proceso democrático, el resguardo de ciertos requerimientos en materia de alimentación, vivienda, salud, educación, etc.

En tercer lugar, aparece la cuestión acerca del papel específico que corresponde asumir a los tribunales, dentro del señalado marco social y constitucional. He dicho algo, y diré más adelante bastante más, sobre dicho rol, pero, dentro de esta conversación que desarrollo con Roberto Niembro, agregaría simplemente esto: en América Latina, la exigencia de que los jueces "lean" su función procedimental tomando en cuenta, de modo especial, aquellos "dramas" y estas "generosas" Constituciones no resulta un modo de "forzar" una teoría (procedimental), de forma tal de hacerle decir lo que ella no dice pero que queremos que diga, sino un desarrollo "natural" de su (llamémosle así) "esencia". La "esencia" es la que nos refiere a la pregunta inicial del procedimentalismo judicial, sobre cómo es que los jueces pueden desempeñar bien el papel de "árbitros", sin interferir indebidamente con el "juego democrático", a la luz del peculiar "reglamento" que hemos consolidado (una Constitución social), y las particulares dificultades que afectan regular y distintivamente al juego del caso (las desigualdades estructurales que padecemos desde hace siglos).

CHIARA VALENTINI

Disfruté muchísimo la lectura del texto presentado por la colega italiana Chiara Valentini. Me alegró saber que ella había decidido tomar parte de estos debates, y me sentí muy honrado por el minucioso análisis que presenta sobre mis escritos referidos al papel de los jueces en relación con los derechos sociales, en el marco de un entendimiento dialógico de la democracia. Su conocimiento sobre mis trabajos en la materia es tal que, a esta altura, me animaría a decir que ella entiende mejor que yo mismo lo que pienso en la materia. Por tanto, agregaría, me encuentro obligado a leerla para clarificar mis propias ideas sobre el control de constitucionalidad.

En todo caso, tomaré como excusa el trabajo de Chiara, como modo de precisar y profundizar algunas intuiciones que mantengo en el área. En primer lugar, quisiera someter a examen una de las pocas afirmaciones que Chiara repite en su trabajo, describiendo el mío, y sobre las que no estoy del todo de acuerdo. La colega peninsular mantiene que defiendo una "tercera vía" acerca del papel que les corresponde a los jueces, en relación con la adjudicación de los derechos sociales, conforme con la cual ellos deberían "evitar tanto el activismo como la inercia", situándose "en el medio", y construyendo sus decisiones de un modo particular, esto es, "calibrando el impacto de sus intervenciones sobre las elecciones y acciones políticas" (pp. 190, 193).

Según entiendo, dicho párrafo sugiere algunas cuestiones a las que me resistiría o que, bajo cierta descripción, directamente rechazaría. Comienzo por la cuestión del "activismo" frente a la "restricción judicial". Lo cierto es que, al respecto, y desde hace un tiempo, tengo claro que la opción "activismo o restricción judicial" resulta errada desde su planteo, constituyendo un falso dilema. Ello así, en particular, si uno toma en cuenta una postura marcada por el procedimentalismo democrático, como aquella con la que me acerco al análisis del control judicial. Desde tal perspectiva, resulta errado señalar que los jueces deben ser "activistas", o decir en cambio que deben inclinarse por el self-restraint, o afirmar aun que ellos deben asumir una postura "intermedia". Más bien, diría, los jueces deben ser activistas (tal vez, ultra-activistas) en algunos casos -típicamente, los relacionados con minorías o grupos a los que, de un modo u otro, se quiere obstaculizar en su participación en el procedimiento democrático-; y deben auto-restringirse, en cambio -deben ser deferentes frente a la política-, en aquellas otras ocasiones en donde lo que está en juego son decisiones "sustantivas" que ha tomado el cuerpo político acerca de cómo quiere definir la política económica, ambiental, etc. Este resultado aconsejado -activismo en algunos casos, deferencia en otros- no debiera ser descrito como una posición "intermedia" entre aquellos dos extremos.

En sentido similar, no estoy seguro de adherir a la descripción según la cual propondría que los jueces "procedan en un nivel intermedio y ajusten el alcance e intensidad de su escrutinio a partir de lo que se exige, de tiempo en tiempo, para alentar la deliberación democrática" (p. 193). En verdad, me siento cómodo con la última parte de la afirmación (referida al acercamiento contextual, y la preocupación por la promoción del debate democrático), pero me siento menos confortable con la idea de "nivel intermedio" que Chiara menciona, sobre todo si ella, como parece deducirse de su análisis, remite a "principios de nivel medio" como los que aparecen en la argumentación que hace Cass Sunstein en sus escritos sobre los acuerdos "teóricamente incompletos" (p. 194). Por supuesto, sigo de cerca la vastísima obra de Sunstein (quien fuera el supervisor de mi tesis doctoral, en la Universidad de Chicago), a quien todavía leo con cierta admiración y devoción (a pesar de la dificultad creciente que tenemos para leer todo lo que él produce). Aunque, con el tiempo, he ido coincidiendo menos con sus propuestas y tesis, los escritos que cita Chiara, referidos a los trabajos que el profesor de Harvard hiciera hace algunos años en favor de un control judicial "minimalista", resultaban de mi interés y agrado. En dicha etapa, Sunstein se mostraba todavía como un entusiasta defensor de las teorías deliberativas de la democracia (y aclaro esto porque el pensamiento de Sunstein puede ser clasificado en diversas etapas, bastante disímiles entre sí, en las que llega a sostener ideas muchas veces en tensión con las que sostenía tiempo atrás). Por tanto, él defendía el "minimalismo judicial" y las decisiones judiciales "estrechas y superficiales", como un modo de dejarle a la política democrática el centro del terreno de juego. Concuerdo, todavía, con el ánimo (dialógico) que movía a Sunstein en esos años, pero creo que su postura de entonces difería y sigue difiriendo de modo importante de lo que pienso en la materia. No se trata de que los jueces opten por "modos de argumentación" diferentes (digamos, "poco teorizados"), y en el marco de decisiones "minimalistas", sino de que intervengan, como decía, muy activamente en algunos casos -y así, de forma que podría describirse como "maximalista"- y de modo, sí, deferente, en otros casos.

De cara a los generosos derechos sociales reconocidos, por caso, por el constitucionalismo latinoamericano, y enfrentados también a necesidades sociales acuciantes, los jueces tienen mucho por hacer, y lo interesante es que -hoy lo sabemos- pueden hacerlo de un modo completamente respetuoso de la autoridad democrática. Ello así, por un lado, asegurando ciertas precondiciones sociales de la participación política (precondiciones que aparecen expresadas en forma de derechos, en el constitucionalismo latinoamericano), y por otro, a través del uso de técnicas y remedios capaces de favorecer el diálogo democrático (i.e., mesas de diálogo, audiencias públicas, principios de meaningful engagement, etc.).

Una de las cuestiones que nos queda entonces pendiente, a Chiara y a mí, es la de cómo incentivar institucionalmente este tipo de comportamientos judiciales, y cómo hacer para motivar personalmente a los jueces a adoptar tales criterios como propios (criterios que les exigen "atarse las propias manos", en algunos casos, e intervenir activamente, en otros). La buena noticia es que hoy sabemos, por ensayos y experiencias prácticas que vamos conociendo, de aquí y de allá, que el tipo de decisiones y remedios que aconsejamos son posibles, y están al uso y al alcance de la mano. La mala noticia es que todavía contamos con una organización constitucional que, desde su núcleo más duro, no solo no ayuda, sino que más bien desalienta u obstaculiza el desarrollo de un constitucionalismo dialógico. Ello así, por ejemplo, a través de la concentración de poderes que favorece; o como resultado de un sistema de checks and balances a partir del cual se organiza y que, desde sus orígenes, se muestra mucho más apto para "canalizar la guerra civil" que para "promover un diálogo inclusivo y democrático".

HÉCTOR DAVID ROJAS

El colega Héctor David Rojas, de la Universidad del Rosario, de Colombia, ha escrito un comentario que me interesa mucho, concentrado en un punto pequeño y a la vez relevante para mis trabajos: la forma predominante, y a mi modo de ver implausible, que ha caracterizado a la creación constitucional en América Latina. De su valioso análisis, me concentraré en dos puntos muy centrales. Por un lado, prestaré atención al examen que él realiza sobre mi "doble" crítica hacia la estrategia de redacción constitucional más común en América Latina (Héctor se pregunta -conforme veremos- cuál es mi crítica principal en la materia, y sugiere que mi estudio tal vez no esté enfocando el problema más básico que aparece en el área). Por otro lado, estudiaré su propuesta de vincular mi análisis con la noción rousseauniana de la "voluntad general", como modo de entender mejor el problema que estudio -una propuesta con la que, adelanto aquí, no estaría de acuerdo-. En todo caso, paso a continuación a clarificar cuál es el problema que Héctor selecciona, dentro de mi trabajo: el de la redacción constitucional en sociedades multiculturales ("¿cómo escribir un único texto constitucional, entre grupos o facciones de orientación diversa u opuesta?").

En varios trabajos, he considerado que la forma prevaleciente de la redacción constitucional, en América Latina, ha sido la "acumulación" constitucional. La estrategia de "acumulación" es la que, de forma habitual, han adoptado las fuerzas principales dentro de nuestras Convenciones Constituyentes, en el siglo XIX -básicamente, liberales y conservadores-, para "saldar" sus diferencias y desencuentros, a la hora de redactar en común un único texto constitucional8. Dicha estrategia consistiría, fundamentalmente, en la (mera) superposición o agregación -unas sobre otras- de sus demandas constitucionales, muy comúnmente contradictorias o en tensión entre sí. Por dar algún ejemplo importante y real: liberales y conservadores desacordaban muy fuertemente en cuanto a cómo lidiar constitucionalmente con la cuestión religiosa. De manera típica, los liberales pretendían consagrar la tolerancia religiosa, mientras que los conservadores preferían y demandaban, en cambio, el compromiso constitucional con una particular concepción (del bien) religiosa. Como resultado de tal desencuentro, y ante la dificultad que enfrentaban para encontrar una fórmula común -por ejemplo, una capaz de sintetizar sus diferencias, marcando algún "mínimo compartido" (lo que he denominado una estrategia de "síntesis")- y la decisión de no dejar irresuelta o intocada la cuestión (lo que he denominado una estrategia de "silencio"), tales fuerzas optaban por incorporar ambas pretensiones encontradas (las exigidas por los liberales y las exigidas por los conservadores) en el mismo texto. La Constitución argentina de 1853 (todavía idéntica en la materia, luego de la reforma de 1994) ofrece un claro y dramático ejemplo en la materia: el artículo 2, todavía hoy, otorga un estatus especial a la religión católica ("El Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano… "), mientras que el artículo 14, aún hoy, consagra el derecho de cada uno de "profesar libremente su culto".

Héctor dice, con razón, que en mi trabajo presento dos críticas paralelas y diferentes sobre el problema de la "acumulación": por un lado, critico la "ambigüedad" que de ese modo genera la Constitución (Héctor denomina a esta la "tesis de la ambigüedad"); y por otro, critico el hecho de que, en la práctica, el sistema constitucional tiende a incluir también formas de resolución de esas tensiones y contradicciones (i.e., a través del control judicial), que no es imparcial frente al conflicto. Este segundo punto se advierte mejor con el ejemplo que a Héctor más le interesa subrayar, de los que menciono: el de una Constitución como la de Colombia que (en una nueva muestra de un acuerdo "acumulativo") se compromete a la vez con fuertes proclamas sociales (una larga lista de derechos sociales, económicos y culturales) y con cláusulas de "libre mercado". La organización general de la Constitución -sugiero yo, y Héctor subraya- mostraría "una inclinación a favorecer las interpretaciones en favor del mercado" (p. 202).

Héctor sugiere que, de entre esa dos "tesis", es la segunda (que asocia con lo que Bentham denominara una falla intencionada en el "arte de hacer las normas"), "la tesis de la adjudicación", "la que tiene un mayor peso explicativo" (p. 203). A la vez -agrega-, la "tesis de la ambigüedad" no representa un "defecto fatal", dado que puede resolverse bien a través de la interpretación judicial y el desarrollo legal.

Al respecto, debo señalar que no estoy muy conforme con estas consideraciones. Reconozco que, a los fines de la claridad expositiva, habría tenido sentido concentrar mis críticas a la "acumulación" en un problema principal (qué es, en definitiva, lo que me parece mal de dicha estrategia: ¿la ambigüedad o toma de partido que se favorece, por debajo?). Sin embargo, creo que, a pesar de haber dividido, tal vez innecesariamente, mis fuerzas de ataque (digámoslo así) a la "acumulación", es claro que para mí el problema central -el que me interesa marcar, y el que he intentado siempre destacar- se relaciona con lo que Héctor denomina "la tesis de la ambigüedad". El compromiso con la "ambigüedad" constituye, según entiendo, una mala estrategia de redacción constitucional, que además es -como era entonces- innecesaria. En efecto, otros países americanos han enfrentado problemas similares (por ejemplo, en materia religiosa), y los han resuelto de un modo mucho más interesante (verbigracia, buscando una fórmula constitucional de "síntesis", que todas las fuerzas opuestas estuvieran dispuestas a suscribir de manera entusiasta -y no, como diría John Rawls, como un mero modus vivendi-). El ejemplo de la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana es un buen caso al respecto.

En relación con lo dicho en primer lugar -que se trató de una mala estrategia de redacción constitucional-, a las pruebas me remito: desde el siglo XIX hasta hoy, nos encontramos con gravísimos problemas de interpretación constitucional, generados por (o favorecidos, o, peor, exacerbados) por un constituyente que dejó respaldo textual para que los jueces lean la Constitución de una manera, o de la contraria. Para el ejemplo argentino señalado, los casos son numerosísimos e importantísimos: liberales y conservadores -todavía hoy- siguen señalando al texto de la Constitución para apoyar lecturas completamente antitéticas acerca de lo que el derecho argentino "afirma", por ejemplo, en materia de matrimonio igualitario, aborto, consumo personal de estupefacientes, etc. Este resultado es, según entiendo, gravísimo, inaceptable e innecesario. Esto es lo que me preocupa principalmente de la estrategia de la "acumulación". Mientras tanto, el hecho de que la Constitución tienda a favorecer ciertos resultados interpretativos sobre otros me resulta también muy grave pero, a la vez, un problema -menos generalizado y más difícil de probar-.

Me detengo ahora, brevemente, en el segundo punto que quería examinar, en relación con el texto de Héctor. En la última parte de su escrito, Héctor realiza un sugerente excurso por la teoría de Jean-Jacques Rousseau, en lo atinente a su distinción entre la "voluntad de todos" y la "voluntad general". Dicho excurso muestra que Héctor maneja con comodidad una teoría compleja, como la de Rousseau, y sabe sacar provecho de ella. Sin embargo, me resultan mucho más controvertidos, y más difíciles de aceptar, los vínculos que él establece entre dicha teoría -y, en particular, aquella distinción- y mi trabajo. Para Héctor, en cambio, al "encuadrar el argumento de Gargarella en los conceptos de voluntad formulados por Rousseau" se torna posible "hacer una interpretación según la cual las constituciones de la región adolecen del compromiso de un sometimiento general a un bien común" (p. 208). Para él, el concepto de voluntad general rousseauniano permite "reconciliar el ejercicio del poder público con la autonomía individual" (ibíd.). Y para él, con esta perspectiva en mente, podría sugerirse que, según mi trabajo, "el gran déficit del constitucionalismo latinoamericano está en no haber logrado concretar un modelo de Estado y un sistema jurídico fundamentados en una idea de bien común" (p. 211).

Creo entender la propuesta de Héctor, y detectar el interés de la misma. Sin embargo, me parece que su examen, en este punto, se aleja indebidamente de lo que afirmo o afirmaría. Una prueba, tal vez no menor, de ello es que toda esta última parte del texto de Héctor no incluye citas de mi trabajo, que permitan reconocer los puentes que él establece entre lo que yo digo, o podría decir, y lo que sostiene Rousseau. Posiblemente, esas ausencias o dificultades para encontrar respaldo, en mis textos, para el paralelismo que tiende Héctor tengan que ver con que, en verdad, el modo en el que pienso la democracia, desde hace casi 40 años, se encuentra en tensión o directa oposición con la postura de Rousseau. En efecto, influido, en particular, por el trabajo de Bernard Manin (quien fuera uno de mis supervisores, en mi trabajo doctoral en la Universidad de Chicago), siempre consideré a Rousseau como un "enemigo" de la deliberación colectiva -idea esta, la de la deliberación, obviamente central en mi defensa de una concepción "deliberativa" o "dialógica" de la democracia-9.

En los hechos, siempre he caracterizado la concepción deliberativa de la democracia a partir de dos rasgos: la inclusión y la deliberación. Como forma de explicar el significado y fundamentar el valor de la idea de "inclusión", siempre he contrastado la concepción deliberativa con propuestas "elitistas" o excluyentes de deliberación, como las avanzadas célebremente por Edmund Burke en 1776, en los famosos debates de Bristol. A la vez, y como forma de explicar el significado y fundamentar el valor de la "deliberación", siempre he contrastado la concepción deliberativa con propuestas "populistas" o "enemigas de la deliberación" como las avanzadas por Rousseau, a través de su noción de la "voluntad general". En Rousseau -como sabemos, y como Manin nos enseñó a ver-, la "deliberación" era vista como perjudicial para la formación de la "voluntad general". Ello así porque el aumento de la deliberación solía venir de la mano del incremento de las diferencias entre personas y grupos, y por tanto de la constitución de nuevas "parcialidades" sociales (que socavan, obviamente, la posibilidad de formar una "voluntad general"). En definitiva, no solo que no creo que corresponda alinear mi enfoque democrático con la propuesta de Rousseau sobre la "voluntad general" sino que, en buena medida -agregaría-, he construido el mismo en contra de -en contraste con- el enfoque rousseauniano.

CAROLINA OVARES SÁNCHEZ

Comentaré, a continuación, el trabajo de Carolina Ovares. Carolina es una distinguida colega, a quien conozco desde hace años, a partir de que ella comenzara a frecuentar, con persistencia y disciplina, mi seminario anual. Siempre me ha resultado de enorme utilidad discutir con ella, no solo por su excelente formación en la filosofía del derecho y la teoría constitucional, sino también por su particular origen: Costa Rica. Y es que, como sabemos todos los que trabajamos en relación con el tema de la revisión judicial, Costa Rica es sede no solo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sino también -y de modo aún más interesante para los propósitos de este texto- de la afamada Sala IV o Sala Constitucional, creada a partir de la reforma constitucional de 1989. La Sala IV ha sido y sigue siendo objeto de cuidada atención por parte de la doctrina constitucional contemporánea, dado que -junto con la Corte Constitucional de Colombia- ha devenido en uno de los tribunales constitucionales más innovadores, originales y promisorios de la región.

Un buen ejemplo de lo dicho -el interés que despierta la Sala IV costarricense- lo ofrece, precisamente, el artículo de Carolina, que aquí comento. Ella toma, con buen tino, una particular innovación vinculada con el tribunal -la consulta legislativa previa- como eje de reflexión, y modo de diálogo con mi trabajo. Digo que la elección de la "consulta legislativa" representa una buena elección dado que, prima facie, al menos, la misma aparece como una excelente ilustración de lo que podríamos esperar del constitucionalismo dialógico, cuando menos en alguna de sus manifestaciones: un modo de "conversación" y cooperación entre poderes, destinado a asegurar la validez de la norma y el respeto de las reglas democráticas; en donde la legislatura "toma la palabra" frente al Poder Judicial, al que interroga; y el Poder Judicial "abre el juego" hacia los poderes políticos, sin pretender ni dogmática ni necesariamente "imponer" su propia voluntad sobre la de la política (el legislador, digamos).

Solo para volver a clarificar de qué estamos hablando: el tribunal costarricense tiene, entre varias de sus facultades, la competencia de resolver "consultas previas de constitucionalidad sobre proyectos de reforma constitucional, aprobación de convenios o tratados internacionales, y otros proyectos de ley que se le consulten" (p. 232). Para Carolina, esta facultad, sumada a las restantes que corresponden a la Sala Constitucional, integra "un combo ganador" para que la misma "tenga un alto grado de alcance de autoridad o poder de iure" (ibíd.). La consulta es obligatoria para algunas materias (reforma constitucional); y es facultativa en otras (proyectos de ley), cuando así lo requiere un grupo de al menos diez diputados. Los dictámenes de la Sala, mientras tanto, son vinculantes cuando tratan sobre vicios de forma de procedimiento del proyecto de ley, pero no en las cuestiones de fondo (p. 233).

Carolina desarrolla, en su análisis de la institución, la discusión apropiada (¡al menos, la que yo, en su lugar, hubiera querido desarrollar!), haciéndose las preguntas, a mi juicio, correctas. Finalmente: ¿podemos describir a la institución en cuestión como una opción que se ajusta a los principios del constitucionalismo dialógico? ¿Se trata de una institución que merece ser defendida, una vez que dejamos en claro "por qué es que nos interesa el diálogo"? Insisto: dada su buena formación y -según mi particular aproximación al tema- su preciso entendimiento de "por qué nos interesa el diálogo", Carolina examina de manera adecuada la "consulta legislativa previa" y llega, como era de esperar, a conclusiones algo escépticas. Nos dice entonces que, "al menos en la práctica costarricense, sus atestados democráticos compatibles con los requerimientos del constitucionalismo dialógico son dudosos" (p. 237). A Carolina le preocupa, en particular, el hecho de que iniciativas tales "no confieren la última palabra al proceso e institución que respeta la participación en pie de igualdad, el cual es, teóricamente hablando, el congreso" (ibíd.).

Quisiera, en este punto, hacer un pequeño comentario crítico sobre estas conclusiones, y tomar la excusa de esta reflexión para aclarar a la vez algunos puntos que ya he mencionado en este artículo, pero que aquí quisiera volver a subrayar. En primer lugar, y como Carolina comprende bien, el diálogo que propiciamos los defensores de la "conversación entre iguales" es un diálogo que tiene como protagonista habitual, y central, a la ciudadanía. Decir esto no descarta, ni tampoco implica, criticar necesariamente otras formas del diálogo constitucional, como la que aquí examinamos, en la medida en que se organice de ciertos modos afines a los principios que orientan la "conversación entre iguales". En segundo lugar, el diálogo (ahora sí, particularmente) entre poderes debe orientarse a la cooperación y mutua asistencia, con el propósito de entender y aplicar del mejor modo la Constitución. Este vínculo entre poderes no merece ser descrito como "dialógico" -obviamente, diría- si el mismo solo refuerza o expande los mecanismos tradicionales (no dialógicos), relacionados con un intento de imponer como propia la "última palabra" (lo que llamaría "un nuevo golpe sobre la mesa"). Mecanismos -en su momento, en apariencia- tan innovadores como los vinculados con la notwithstanding clause, en Canadá, no resultan de especial interés, desde una perspectiva dialógica, si solo implican trasladar al Congreso el poder efectivo de "golpear por último la mesa" -si no nos refieren a procesos de ayuda mutua entre los poderes-. Quiero decir que, por distintas razones -alguna muy importante, como la de procurar responder a la famosa "objeción democrática"-, puede justificarse el intento de asegurar que sea el legislativo el "último poder en hablar" (asegurar que el mismo sea la "autoridad final" a cargo de la "última palabra"). Otra cosa, sin embargo, es decir que dicho "traslado de autoridad" (de la Suprema Corte al Congreso) implica favorecer el "diálogo entre poderes". Esta precisión me parece importante, porque ayuda a distinguir entre objetivos tal vez concurrentes, pero diferentes: "última palabra" para el legislativo no es sinónimo de "diálogo entre poderes". Carolina parece caer presa, en ocasiones, de esta confusión, cuando insiste en su crítica a la práctica de la consulta previa, por no dejar la "última palabra" en el Congreso (p. 237). Repito: la última palabra en el Congreso puede justificarse, en el intento de dejar atrás la "dificultad contramayoritaria", pero ello no es lo que el diálogo constitucional necesariamente exige.

La última reflexión que quisiera hacer es, tal vez, la más relevante frente al texto de Carolina. La misma amenaza con llevarme demasiado lejos pero, lamentablemente, y por razones de espacio… no puedo alejarme demasiado para discutir todo lo que querría. El punto que quiero hacer se refiere, específicamente, al tema del control de constitucionalidad (más que al del diálogo constitucional), y tiene que ver con mi acercamiento procedimentalista a la revisión judicial, del que ya me he ocupado varias veces a lo largo de este artículo. Desde hace tiempo -y como Carolina reconoce bien, por ejemplo, a partir de su referencia a mi trabajo "Cinco movimientos de un debate inacabado" (p. 235)- vengo haciendo esfuerzos por dar contorno y razones a una limitada y contextual forma de la revisión judicial, a la que asocio, finalmente, con la presencia de motivaciones, incentivos y remedios "dialógicos". Pero me quedo aquí en la cuestión procedimental.

Inspirado, finalmente (pero ya a lo lejos) en el trabajo de John Ely, y la revisión que Carlos Nino hiciera de la teoría de Ely sobre la revisión judicial, he venido defendiendo un acercamiento procedimental al control de constitucionalidad. El mismo tiene como centro una intuición que puede verse claramente en el ejemplo del partido de fútbol, que habitualmente uso como ilustración: en el partido de fútbol, todos podemos distinguir sin mayores problemas las cuestiones sustantivas (fundamentalmente, el resultado del partido: empate 0 a 0; triunfo de un equipo por 1 a 0, o 5 a 3, o lo que sea), de las cuestiones procedimentales, relacionadas con el "reglamento del fútbol". Y todos entendemos perfectamente la división del trabajo entre "jugadores" y "árbitro": los jugadores son los que quedan a cargo, entonces, de lo sustantivo (los que van a decidir cómo termina el partido), mientras que el árbitro se encarga de lo procedimental, esto es -reglamento en mano-, de permitir que los jugadores jueguen el juego, y no se cometan faltas indebidas, o se quieran convertir goles de modo ilegítimo (como en el célebre caso de "la mano de Dios"). El ejemplo -que el propio Ely echara a rodar- ayuda a pensar bien la que podría ser una "división de tareas" justificada, entre "justicia y política", en una democracia constitucional: a los jugadores democráticos (ciudadanos, políticos, funcionarios) les corresponde decidir los partidos (el contenido de la política económica, ambiental, penal, etc.); mientras que a los jueces les corresponde asegurar que el juego pueda jugarse, de manera ajustada a los procedimientos que el reglamento del juego (la Constitución) establece.

Señalo todo lo anterior para sugerir que -contra lo que Carolina parece afirmar- la perspectiva que defiendo no necesita que la política conserve la "última palabra" en todos los temas, y mucho menos en los temas procedimentales. En relación con estas cuestiones -y si seguimos el ejemplo de Ely-, la "última palabra" bien puede corresponderle al "árbitro del partido" -digamos, la justicia constitucional-. Afirmar esto es compatible con decir que los ciudadanos, y, eventualmente, sus representantes, tienen el derecho de discutir, cuando lo encuentren necesario, acerca de la reforma de las reglas de juego, para mejorarlo hacia el futuro (por ejemplo, como cuando en el fútbol se crea el var, o se cambian las reglas del "fuera de juego"), y de ciertos modos (con Ely, impugnaría las reformas hechas por el actor dominante de la política, sobre las reglas de juego, mientras el juego se juega, y con el objeto de cambiar el resultado de la partida en juego). Sin embargo, la regla general es que la justicia, en lugar de la política, es la que debe decidir si la ley se aprobó o no válidamente (i.e., a través de las mayorías exigidas constitucionalmente), o si se violentaron, en el camino, requerimientos procedimentales básicos (i.e., no se le permitió discutir a la oposición, o se imposibilitaron las críticas a la política mayoritaria); o si se tomaron medidas destinadas a socavar, hacia el futuro, la posibilidad de "seguir jugando el juego" (i.e., se cambiaron las reglas electorales, para tornar más difíciles la participación de los opositores; o se modificaron las reglas de organización de la justicia, para aliviar los controles sobre lo que el poder político está haciendo).

La discusión y precisión de los detalles de esta postura procedimental en torno al control de constitucionalidad promete -conforme había anunciado- llevarnos demasiado lejos, pero puede bastar lo dicho, sin embargo, para clarificar el punto que quería hacer: un control de constitucionalidad justificado, en el marco de una democracia robusta, puede no solo ser compatible con, sino también requerir que sea la justicia la que guarde la "última" (aunque finalmente provisional) "palabra" en ciertos temas (procedimentales). Y en este sentido, agregaría, refiriéndome específicamente al tipo de control de constitucionalidad vigente en Costa Rica, que el mismo es, seguramente, demasiado robusto; que -tengo pocas dudas- el mismo puede ir más allá de lo que una concepción fuerte de la democracia autorice; pero que, en algunos de los aspectos aquí bajo examen -pienso, muy en particular, en la "última palabra" de la Sala Constitucional en casos de "consulta legislativa" sobre cuestiones relacionadas con "vicios de forma de procedimiento del proyecto ley" (p. 233)-, puede encontrarse justificada.

TOMÁS FERNÁNDEZ FIKS

Tomás Fernández Fiks es un muy estimado académico marplatense, especializado en Teoría Penal, y uno de los jóvenes que mejor conoce, en la Argentina, las discusiones que se dan en el ámbito internacional en torno a las cuestiones penales. Lo conocí a través de las redes sociales, y me sorprendió desde un primer momento por su exquisita formación y su enorme sentido común, que le permiten siempre expresar sus opiniones de un modo que llama la atención: por su sensatez (en un medio polarizado), y por sus buenos, bien argumentados y bien apoyados fundamentos.

En el trabajo que aquí comento, Tomás analiza, de modo muy particular -y como era obviamente esperable-, los (no abundantes, pero sí "intensos") textos que he escrito en el área de la Teoría Penal, vinculando reflexiones sobre democracia y teoría del castigo. En particular, él pone su dedo crítico en una "llaga" de importancia, en mi trabajo, que tiene que ver con mi adhesión al "principio del daño" propuesto por John Stuart Mill (la idea de que el Estado no debe entrometerse con las conductas personales de los ciudadanos, salvo que ellas impliquen daños relevantes sobre terceros). En su amable, lúcida y bien informada crítica (que además demuestra una cuidadosa lectura de todos mis trabajos en el área, que agradezco), Tomás me señala en particular una tensión que ve presente en mis escritos, relacionada con ese "principio del daño" -cuestión sobre la que aquí centraré mi respuesta-. El colega presenta su comentario, además, de un modo muy interesante, dado que encuentra en mi trabajo el mismo tipo de tensión que yo señalo, en mis escritos, en relación con la obra de Antony Duff -el extraordinario (y tan generoso) penalista escocés-.

En efecto, en mi libro Castigar al prójimo critiqué a Duff por lo que denomino "las dos almas" que se advierten en su trabajo: un "alma" liberal, que lo lleva a preocuparse por los derechos individuales y las libertades personales, y un "alma" comunitaria, que lo conduce, en ocasiones, a atribuir prioridad a los valores propios de comunidades particulares. En el caso de Duff, la tensión que señalo no resulta de un descubrimiento personal, sino de la "confesión" propia del autor, quien, abiertamente y muy satisfecho, se describe a sí mismo como alguien que adhiere, al mismo tiempo, al "liberalismo" y al "comunitarismo". Corresponde señalar, en este respecto, que dicha doble pertenencia resulta, para la filosofía política, curiosa, dado que se trata de dos doctrinas que nacieron criticándose la una a la otra (el afamado debate "Kant-Hegel", por ejemplo, trataba fundamentalmente de ello). En relación con "mi" caso, señala Tomás lo siguiente: "mi desacuerdo con Gargarella tiene una estructura similar" a mi propio desacuerdo con Duff (p. 256). Y continúa diciendo: "creo que Gargarella asume -subrepticiamente- ciertos valores universales que resultan inconsistentes con algunas afirmaciones de índole comunal que realiza. Por lo tanto, algunas de las tensiones que él identifica correctamente en la obra de Duff también se encuentran presentes en su propia concepción del derecho penal" (pp. 256-257).

Como manera de comenzar a responder a su importante preocupación, clarificaría algunos puntos, con la intención de, al menos, librarnos de malentendidos. Ante todo, una cuestión sobre sus afirmaciones relacionadas con el "arribar a la verdad" (p. 242) y los "valores correctos" (p. 260). Al respecto, subrayaría algo que he subrayado ya, más arriba: la particular versión de la concepción epistémica de la democracia que defiendo -en parte junto con Carlos Nino, en parte distanciándome de él- nunca alude a la "verdad" ni pretende llegar a las decisiones "correctas". Pienso, en cambio, en la discusión pública como modo de tomar decisiones más "imparciales" -decisiones más susceptibles de balancear e integrar apropiadamente las diversas demandas existentes en una sociedad-. El punto no es menor, sobre todo cuando pasamos a hablar del "relativismo moral". Como "el último Rawls" (el de Liberalismo político), diría que la teoría que sostengo no necesita abrir la discusión sobre lo "verdadero" y "correcto" -cuestiones que podemos poner entre paréntesis, a los fines de continuar nuestra conversación-. En este sentido, simplemente, y por el momento, diría que es posible, a la vez, rechazar la idea de la "verdad moral" y criticar asimismo al "relativismo moral". Ello, a través de la defensa de una idea de la democracia que parte del supuesto de que cada individuo, como decía Mill, es el "mejor conocedor de sus propios intereses".

La segunda aclaración que quería hacer tiene que ver con mi postura en torno al "comunitarismo" y el "republicanismo". Sin entrar en detalles técnicos y explicaciones que puedan ser demasiado extensas y aburridas (discutí muchísimo sobre estos temas de filosofía política, años atrás), diría -de modo muy esquemático- lo siguiente. Como sostuve en mi libro Las teorías de la justicia después de Rawls, publicado hace más de 20 años, mi defensa especial de "las decisiones que toma, deliberadamente, una comunidad" no me hacen "comunitarista" sino que, en todo caso, revelan mi adhesión a un cierto tipo de "republicanismo". La diferencia es relevante para el tipo de crítica que realiza Tomás a mi postura al respecto. Marcaría esa diferencia -otra vez, de modo muy resumido- como sigue. El comunitarista tiene algo de "conservador", que lo lleva a valorar lo que ha sido distintivo o "propio" de la comunidad, por serlo: puede haber razones para que el hijo del artesano siga siendo artesano, como lo han sido todos sus antecesores, porque en esa actividad se advierte la "identidad" que los define como familia, o se reconoce la marca de una "tradición" que les es común. Muy lejos de esa postura, el republicano (al menos, conforme al tipo de republicanismo democrático que sostengo) defiende los acuerdos democráticos y deliberados originados en una comunidad, pero no por cuestiones de "identidad" o "tradición", sino por resultar de sus convicciones deliberadas. En este sentido, el republicanismo democrático que favorezco se distingue radicalmente de lo que es propio de la tradición de pensamiento comunitarista. Por ello mismo, son erradas, según entiendo, las afirmaciones que realiza Tomás cuando sostiene, por ejemplo, que mis afirmaciones sobre el principio del daño no son compatibles con mis "compromisos comunitaristas" -compromisos de los que carezco, según intenté demostrar (p. 261)-.

Finalmente, quisiera decir algo en relación con el punto acerca de qué significa o hasta dónde llega mi compromiso con una idea que sostengo de modo fuerte, como el "principio del daño" (cuestión crucial para mi debate con Tomás, por ejemplo, a la luz de las afirmaciones que realiza en páginas como las 260 a 262). Al respecto, reproduciría en parte la postura que adoptara alguna vez Bruce Ackerman, en discusión con el liberalismo político de John Rawls. Rawls sostuvo, en su momento, que si una sociedad democrática renunciara, alguna vez, a algún derecho fundamental como el de la tolerancia religiosa, recogido en la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana, dicha situación debería ser considerada un "quiebre constitucional" -un constitutional breakdown-10. Frente a dicho juicio, Ackerman sostuvo (muy "jeffersonianamente"), en primer lugar, que no creía que una situación tal se produjera (agregaría yo: no por "magia", sino por la misma cuestión de "racionalidad democrática" que llevara a Amartya Sen a afirmar que "en democracia no hay hambrunas"). Y luego, y lo que es más importante, Ackerman afirmó que, en el eventual y muy improbable caso en que, a través de (lo que él, genialmente, denominó) un "momento constitucional", una comunidad democrática rechazara la Primera Enmienda, él lo aceptaría como "hecho político" (no lo declararía un "quiebre constitucional"), y se pondría inmediatamente a pelear políticamente por el restablecimiento del principio de la tolerancia religiosa. Como Ackerman, yo defendería el derecho que tiene una comunidad democrática de re-escribir su Constitución como quiere, en la medida en que ello se haga a través de un largo y profundo proceso de discusión inclusiva: confío en los resultados de la deliberación colectiva basada en procedimientos bien organizados -confío en que las sociedades democráticas no se suicidan-.

ANDRÉS CERVANTES VALAREZO

El profesor Andrés Cervantes Valarezo presenta un trabajo en el que analiza, principalmente, los escritos que se incluyen en mi libro Castigar al prójimo. Me interesa comenzar agradeciendo de manera muy especial su esfuerzo, porque, como modo de entender de forma apropiada mi libro, Andrés se ha tomado el trabajo de leer exhaustivamente buena parte de mi obra: tanto mis limitados escritos penales, como muchos de mis numerosos trabajos de teoría constitucional (en particular, los relacionados con el control de constitucionalidad). Me honra que alguien se haya tomado tan en serio su tarea, y a la vez se haya acercado tan comprometidamente a mis escritos.

Sobre el escrito de Andrés, quisiera mencionar solamente tres cuestiones, sobre las que concentraré mi análisis. Ellas tienen que ver, finalmente, y según entiendo, con interpretaciones distintas que tenemos sobre los autores que hemos leído con interés -los penalistas Raúl Zaffaroni, Luigi Ferrajoli- y sobre los modos de entender el control judicial. Sin embargo, como puede estar en juego, también, una mala comprensión de lo que he escrito al respecto, quisiera reiterar mis posturas sobre el tema.

En relación con los dos penalistas citados, Andrés considera que hago una lectura poco caritativa, o, tal vez, simplemente equivocada, de lo que ellos dicen. En apariencia, mi lectura no sería la correcta por desconocer, fundamentalmente, la aproximación (digámoslo así) más cercana a la realidad, que ellos tendrían, y que contrastaría con el enfoque más "ideal" que sería propio de mi trabajo -por ejemplo, en mi habitual apelación a "ideales regulativos"-. Como dice Andrés, en "defensa" de la postura de Zaffaroni, y recurriendo a una cita del propio Raúl, en su conocida polémica con Carlos Nino: "me parece que en el fondo lo que prima es un grave error de percepción del poder" (p. 277).

Basándose en tal criterio, Andrés insiste, por caso, en que Zaffaroni lleva la razón cuando les pide a los jueces que -actuando como "la Cruz Roja"- busquen "minimizar daños" -cito a Andrés- "ingeniándoselas para aplicar categorías jurídicas (mínima intervención penal, causas de justificación, estado de necesidad, fin de aplicación de la norma, entre otras) que sirven para paliar ese problema que no pueden controlar por sí solos y que pertenece al ámbito de la legislación" (p. 278). Frente a tal postura, reitero simplemente mi interpretación en la materia: tomar en serio la dimensión del "poder", y reconocer el "ámbito propio" de la tarea legislativa (con las dificultades que ello conlleva), no tiene, en mi opinión, nada que ver con la justificación de ese tipo de actuación judicial. Porque, en primer lugar -y como suelo sostener en mis intervenciones públicas-, si lo que los jueces identifican en el aparato represivo estatal es un estado de cosas que (para graficar, diría) es "símil a la tortura" (y esto es algo que puede derivarse sin mayor esfuerzo de las consideraciones que hace Zaffaroni sobre la cárcel y los poderes de coerción que se ejercen desde el Estado), entonces su misión no puede ser la de minimizar la tortura, sino la de eliminarla o, al menos, no aplicarla nunca, siquiera en "dosis moderadas" o "mínimas".

En segundo lugar, reconocer que "el juez no puede legislar" no nos lleva a justificar respuestas judiciales como las que Andrés retoma de autores como Zaffaroni. Ello así, entre otras razones, porque el juez tiene muchas otras respuestas disponibles -por ejemplo, en clave dialógica- que le permitirían un desempeño mucho más interesante y justificado, que no implican "torcer" el derecho o "trampearlo", ni les exige a los jueces "ingeniárselas" para no sancionar, o no sancionar gravemente, a quien ha cometido una falta grave. El juez podría, perfectamente, en contacto con el legislador, y sin legislar o tomar su lugar, discutir con él sobre la validez de la norma o los modos apropiados de su aplicación, o iniciar una conversación en la materia. (¿Cómo? Hay muchas formas, solo excepcionalmente empleadas, como -para dar solo un ejemplo- el iniciar un proceso de debate sobre las condiciones del encierro carcelario o la sobrepoblación en las prisiones). O, sin necesidad de asumir el papel de "legislador", el juez podría decirles a los legisladores, y a la sociedad en general, que en tales condiciones, tal tipo de penalidades son inaplicables por inconstitucionales (en lugar de "inventar" alguna forma para librar al culpable de la responsabilidad que tiene, y de la que debe hacerse cargo).

Diría algo similar en relación con el modo en que Andrés examina mi aproximación a ciertas ideas de Ferrajoli. El hecho de que el profesor italiano piense en los "poderes salvajes" o en los malos modos en que funcionan las "democracias realmente existentes" (p. 275) no invalida en absoluto mi crítica al respecto. Andrés (citando a mi amigo Marcelo Alegre) repite que Ferrajoli no es un "enemigo" de la regla mayoritaria, sino del pésimo funcionamiento de las democracias actuales (a las que califica como kakistocráticas11). Frente a tales consideraciones, simplemente mantendría mi postura: entiendo que la posición de Ferrajoli en la materia falla en todos los aspectos empíricos que invoca. Ello así porque, por un lado, la misma se asienta -injustificadamente- en la "irracionalidad" (habitual, actual, presente) de las mayorías, y por otro, asume -injustificadamente también- que dichos defectos no se encuentran presentes en la judicatura.

Dice Andrés, en balance, que "el control judicial aparece como herramienta idónea, al menos en Latinoamérica, para garantizar condiciones mínimas de debate e inclusión", y no así "el solo ideal regulativo de la democracia deliberativa" (p. 276). Creo que la afirmación es errada, en lo empírico y en lo teórico. Por un lado, porque el juicio de Andrés no aparece apoyado por datos empíricos apropiados, que permitan dar verosimilitud a una afirmación que, a muchos, nos resulta intuitivamente muy inexacta. Aunque haya "casos para todos los gustos", parece difícil decir que en una mayoría de países de la región -como Argentina, Brasil, Chile, Guatemala, El Salvador, Haití, Nicaragua, Honduras, Uruguay, Paraguay, Venezuela, por citar solo algunos- el Poder Judicial actúa, regularmente, como agente al servicio de la justicia social. Por otro lado, porque la comparación entre el accionar judicial y "el solo ideal regulativo de la democracia deliberativa" parece completamente inapropiada.

Finalmente, tengo que cuestionar (a mi pesar) el principal "elogio" que Andrés hace a mis escritos penales, que se encontraría en mis referencias a la justicia internacional. Dice Andrés que "el aporte más significativo" de mi teoría en materia penal se encuentra en la propuesta de "un principio de subsidiariedad basado en el principio democrático". Sin embargo, como espero haya quedado claro de mis respuestas anteriores (i.e., mis respuestas a Marisa Iglesias y a Micaela Alterio), no defiendo, sino que rechazo dicho principio de subsidiariedad, y lo que requiero, en todo caso, a los tribunales internacionales -como la Corte IDH- es que sean sensibles a los niveles de acuerdo democrático que rodean a las normas en cuestión, en lugar de, simplemente, y de modo automático, asumir un principio de "deferencia" o, por el contrario, de "interferencia" respecto del legislador nacional (es lo que denomino un principio de "gradación democrática").


NOTAS

1 De aquí en adelante, cuando haga alguna referencia directa a alguna afirmación hecha por un determinado participante de este número, citaré entre paréntesis, y de modo exclusivo, la página en donde dicha cita aparece.
2 Goodin, R. Laundering preferences. En Jon Elster y Aanud Hylland (eds.), Foundations of Social Choice Theory. Cambridge: Cambridge University Press, 1986, 75-101.
3 Nino, C. La Constitución de la democracia deliberativa. Buenos Aires: Gedisa, 1997.
4 Gargarella, R. From "democracy and distrust" to a contextually situated dialogic theory. En International Journal of Constitutional Law. Vol. 18, n.° 4, 2020, 1466-1473.
5 Echavarría, J. J. (2001). Colombia en la década de los noventa: neoliberalismo y reformas estructurales en el trópico. En Cuadernos de Economía. 20 (34), 57-102. Consultado el 20 de agosto de 2021.
6 Si dispusiera del tiempo y el espacio que aquí no tengo, procuraría desafiar, con algún detalle, la visión que ofrece Marisa sobre la "legitimidad ecológica", desde la óptica "conversacional" que defiendo. En mi opinión, la legitimidad democrática del proceso de toma de decisiones, como la validez de las normas que se adoptan, depende de la presencia de un debate público igualitario, inclusivo, que idealmente debe ir "de abajo arriba", y no de la presencia de una diversidad de "puntos de veto"; o de la intervención de una pluralidad de órganos burocráticos, elitistas o poco democráticos en la construcción de la norma o decisión del caso.
7 Dice el artículo 1.1 de la Convención: "Los Estados Partes en esta Convención se comprometen a respetar los derechos y libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción, sin discriminación alguna por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social".
8 Examinaré, en particular, el texto que Héctor Rojas ha seleccionado, que es uno de los más recientes que he escrito en la materia. Véase Gargarella, R. Constitution Making in the Context of Plural Societies. En Elster, J., Gargarella, R., Naresh, V. y Rasch B. (eds.), Constituent Assemblies. Cambridge: Cambridge University Press, 2018.
9 Manin, B. (2002). The Principles of Representative Government. Cambridge: Cambridge University Press.
10 Rawls, J. Political Liberalism. New York: Columbia University Press, 1991, 328.
11 En referencia al gobierno de los peores (nota editorial).