10.18601/01229893.n55.02

Comentario sobre Democracia sin atajos, de Cristina Lafont**-***

Commentary on, Cristina Lafont, Democracy without Shortcuts

Traducción: C. Ignacio Giuffré**** y M. Victoria Kristan*****

JÜRGEN HABERMAS*

* Profesor emérito, Universidad Goethe de Fráncfort (Alemania).

** Recibido el 3 de diciembre de 2022, aprobado el 30 de enero de 2023.

*** Este artículo se publicó originalmente como: Habermas, J. (2020). Commentary on, Cristina Lafont, "Democracy without Shortcuts". En Journal of Deliberative Democracy. 16, 2, 10-14. DOI: https://doi.org/10.16997/jdd.397. Los traductores agradecen los aportes de Cristina Lafont y Leonardo García Jaramillo.

**** Docente e Investigador Predoctoral (Universitat Pompeu Fabra). Contacto: ignacio.giuffre@upf.edu ORCID ID: 0000-0002-9641-4923.

***** University of Ljubljana, MSCA Fellow. Contacto: victoria.kristan@pf.uni-lj.si ORCID ID: 0000-0001-8014-8029.

Para citar el artículo: Habermas, J. Comentario sobre "Democracia sin atajos", de Cristina Lafont. En Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia. N.° 55, abril de 2023, 5-14. DOI: https://doi.org/10.18601/01229893.n55.02


RESUMEN

En este artículo se ofrece una reflexión crítica sobre el libro Democracia sin atajos, de Cristina Lafont, prestando especial atención a las dimensiones epistémica y socio-integradora de la democracia deliberativa.

PALABRAS CLAVE Autolegislación democrática, deliberación epistémica, realismo moral, formación de la opinión pública.


ABSTRACT

This article provides a critical reflection of Cristina Lafont's book Democracy without Shortcuts, with a specific eye on the epistemic and social-integrative dimensions in deliberative democracy.

KEYWORDS Democratic self-legislation, epistemic deliberation, moral realism, public opinion formation.


(1) Permítanme comenzar con una confesión: me siento muy orgulloso de ser la persona a quien se le dedica un libro tan brillante. La autora ofrece una poderosa reconstrucción del contenido sistemático de una concepción participativa de la democracia deliberativa, la cual justifica con argumentos metacríticos que exhiben igual agudeza analítica.

Uno de los puntos centrales de esta magnífica obra es su detallada y contundente crítica a dos concepciones rivales del proceso democrático que llegan, pese a que sus puntos de partida no son tan distintos, a resultados contrarios. La imagen pluralista profunda de un electorado dividido por un irreconciliable desacuerdo, similar a la opuesta imagen expertocrática de un electorado apático con una capacidad de atención limitada y sumido en la ignorancia, justifica una visión profundamente escéptica que concibe como irrazonable la exigencia de que el mayor número posible de ciudadanos participe en la deliberación política. Para ambas concepciones, aunque con fundamentos distintos, esperar que una esfera pública generada por los flujos de los medios de comunicación facilite la formación de opiniones públicas informadas y orientadas a la solución de problemas es exigir demasiado de la sociedad civil. La visión pluralista profunda justifica este escepticismo a partir de los grandes conflictos de intereses y valores, así como también de los irreconciliables desacuerdos en las sociedades marcadas por la desigualdad. En otras palabras, esta visión fundamenta sus conclusiones escépticas en las condiciones que, por un lado, impiden la formación tanto de opiniones orientadas al consenso como de decisiones mayoritarias racionalmente motivadas y, por otro lado, permiten una decisión mayoritaria procedimentalmente correcta. La visión expertocrática, en cambio, basa su crítica en la falta de información, el déficit de atención y la incompetencia de los votantes. Sostiene que estas carencias permiten, en el mejor de los casos, la toma de decisiones plebiscitarias sobre los candidatos y las plataformas, por cuanto el tratamiento y la solución de los problemas políticos exigen el conocimiento de los expertos.

En su estudio meticuloso y argumentado, Cristina Lafont pone de manifiesto lo que se pierde en ambos casos, esto es, la idea central de la autolegislación democrática. La lectura deliberativa del proceso democrático, por el contrario, combina la idea rousseauniana de que los ciudadanos solo obedecen las leyes que se han dado a sí mismos con el poder de persuasión de las opiniones políticas que se han filtrado a través del discurso. La diversidad de intereses y opiniones en una heterogénea sociedad civil, así como la limitada disponibilidad de tiempo y atención que los ciudadanos pueden dedicar a sus compromisos públicos, implica que solo las buenas razones pueden contribuir a la adopción de decisiones razonables y a la resolución de problemas, a la vez que a la generación de convicciones compartidas, es decir, a la integración política. Las objeciones contra los pluralistas profundos y los expertocráticos respaldan la conclusión de que ambos planteamientos rivales limitan la autonomía política de los ciudadanos y, por tanto, traicionan el núcleo de la idea democrática: "Una expectativa de deferencia ciega es esencialmente incompatible con el ideal democrático de autogobierno"1.

El modelo elitista de la democracia introducido originalmente por Joseph Schumpeter, que desde entonces, ha aparecido bajo numerosas variantes en la sociología política, pero que se sigue considerando descriptivamente adecuado, considera como algo obvio el sometimiento de los ciudadanos al conocimiento experto de los políticos profesionales. Al limitarse a la elección plebiscitaria entre las diversas ofertas de los candidatos y programas, los ciudadanos delegan su juicio a los expertos de su elección. Las cosas no están tan claras en el caso de la concepción pluralista profunda. La afirmación es que esto no permite ninguna contribución razonable a la solución de los problemas, independientemente de que los votantes subjetivamente se orienten o no hacia el objetivo de una opinión pública más o menos racional. Desde esta perspectiva, la legitimación del ejercicio del gobierno político no debe medirse por el apoyo a determinados eslóganes en las elecciones, sino por la justicia de un procedimiento democrático que garantice la inclusión de todos los afectados y la igual consideración de sus opiniones. De nuevo, la legitimidad democrática no depende de la presunción racionalmente fundada de que las decisiones se han tomado de forma racional. Sin embargo, la concepción pluralista hace que los participantes tengan una falsa percepción de lo que hacen y pueden lograr en la esfera pública. Más bien, desde la perspectiva del observador, se advierte que, independientemente de lo que ellos puedan pensar, de hecho se someten a un procedimiento democrático de votación mayoritaria que no se ve influenciado por la contundencia de las razones que circulan en la esfera pública. Aquí, la heteronomía de los ciudadanos que renuncian a su autonomía se plasma en la delegación de sus opiniones, pero no a políticos profesionales que emiten opiniones competentes e independientes, sino a un procedimiento meramente formal que es impermeable al tipo de razones que motivan las preferencias de los votantes. En efecto, según la visión pluralista profunda, las mayorías formadas estadísticamente no reflejan el rol que pueden haber desempeñado las razones en las discrepancias generalizadas. Sin embargo, los votantes difícilmente dejarán de notar que, una y otra vez, los resultados de las elecciones son independientes de las disputas sobre los hechos, los juicios normativos, las preferencias y las valoraciones. Pero entonces, como precisamente objeta Cristina Lafont, es difícil explicar por qué, a pesar de esta experiencia frustrante que se repite constantemente, ellos deberían persistir en la disputa, según se asume, de forma indefinida.

La convincente crítica del costo que pagan las dos concepciones rivales de la democracia en términos de la renuncia a la autonomía mediante la autolegislación democrática lleva a Lafont a hacer una interesante distinción entre los roles que desempeña la deliberación: el aspecto epistémico de la deliberación orientado a descubrir la verdad no coincide con el aspecto socialmente integrador de las convicciones compartidas que hacen posible el proyecto inclusivo de la autolegislación. Esto puede verse con especial claridad, como ella muestra, a partir de los límites del valor informativo representativo de los llamados mini-públicos. Los miembros de estos pequeños grupos experimentales se eligen al azar y se les proporciona información de antemano sobre los temas que van a discutirse. Los resultados de sus consultas demuestran el impacto epistémico del nivel deliberativo en la formación de la opinión y la voluntad. Por otro lado, si bien estos grupos vicarios pueden desempeñar un rol político pionero y pedagógico en virtud de la superioridad epistémica de sus puntos de vista convergentes y sus decisiones mayoritarias conformadas discursivamente, en tanto muestras, no pueden sustituir las decisiones de la población, es decir, del electorado en su conjunto. Lo que importa en el proceso democrático no es solo el proceso epistémico de la formación de las opiniones a través de la deliberación, sino también la función socialmente integradora de las convicciones compartidas. En efecto, el sujeto colectivo que se autolegisla está integrado por personas cuyas decisiones, por "sí" y por "no", deben contar por igual en el proceso de formación de la voluntad común: "Al reducir la función epistémica de la deliberación al objetivo de rastrear la verdad, se descuida otra función epistémica de la deliberación, a saber, el rastreo de la justificabilidad de las políticas en cuestión a quienes deben cumplirlas"2.

(2) Partiendo del significado intrínseco de la deliberación como búsqueda de la verdad, Cristina Lafont distingue entre el rol epistémico del procedimiento deliberativo y la función socialmente integradora del acuerdo de opiniones al que se llega mediante la deliberación. Las deliberaciones políticas conducen no solo a creencias verdaderas o correctas, sino también a la puesta en común de las convicciones compartidas intersubjetivamente. Esta es la fuente de la que derivan su legitimidad las políticas y leyes vinculantes y, en última instancia, el orden político en su conjunto. Al contrastar la lógica interna de esta dimensión de la justificación mutua con los aspectos epistémicos propiamente dichos, la autora apela a la lectura rawlsiana de la noción de "uso de la razón pública", que caracteriza como el compromiso de los ciudadanos con la persuasión respetuosa y sensible en sus interacciones deliberativas con los demás. Invoca el ejemplo pedagógico, no del todo convincente, de un intercambio entre una madre que sabe más a fortiori y su obstinado y recalcitrante hijo para ilustrar la distinción entre la justificación y el esfuerzo por justificar una política en el sentido de persuadir a otros de los méritos que se consideran correctos3. Esta distinción es evidente en cuanto a los desacuerdos sobre los hechos; pero, ¿es también aplicable a las disputas normativas? ¿Acaso puede disociarse por completo el efecto socialmente integrador que tiene un acuerdo sobre lo que debe hacerse del acto epistémico que supone comprender lo que es moralmente correcto hacer, habida cuenta de que esto significa por sí mismo: correcto para todos nosotros?

La amplia yuxtaposición de, por un lado, la búsqueda deliberativa de la verdad y la resolución de problemas, y, por otro lado, el acuerdo a través de la deliberación en el proceso de autolegislación ciudadana sugiere una interpretación demasiado generalizada de la verdad de los enunciados empírico-teóricos que se extiende hasta incluir la validez de los enunciados práctico-morales. Cuando Cristina Lafont habla de "rastrear la verdad", en realidad se refiere de manera amplia al examen de la verdad de todos los enunciados -excepto los conflictos de intereses, los cuales exigen compromisos- que pertenecen al ámbito de la deliberación política. Sin mayor distinción, asume que la búsqueda deliberativa de la verdad se aplica al amplio espectro de enunciados que aparecen en la deliberación política. En otras palabras, asume que se extiende no solo a los enunciados empíricos y teóricos sobre los hechos, sino también a los enunciados morales y jurídicos relativos a la justicia, a los enunciados éticos sobre la vida buena y a los enunciados ético-políticos que expresan una autocomprensión colectiva. Esto sugiere que, a pesar de las diferencias entre los tipos de cuestiones normativas, todas ellas son una cuestión de enunciados sobre los hechos, al menos en el caso de las cuestiones morales y jurídicas de la justicia. Sin embargo, con ello la autora toca cuestiones centrales de la razón práctica. La división disciplinaria del trabajo puede explicar por qué no tematiza estas cuestiones. No obstante, el hecho de que no lo haga es desafortunado, pues las objeciones pluralistas profundas a la concepción deliberativa se ven reforzadas por una línea de argumentación ampliamente anclada en la tradición empírica. El problema es que su elegante empleo del procedimiento metacrítico tiene un inconveniente: evalúa de forma sintética las concepciones rivales desde el ideal deliberativo que algunos críticos rechazan por inalcanzable, en tanto ponen en tela de juicio que los enunciados normativos sean capaces de justificarse. Pero si los enunciados morales, que constituyen el núcleo de las controversias de las cuestiones políticas, no fueran capaces de ser verdaderos en absoluto, todo intercambio deliberativo de razones a favor y en contra de los enunciados normativos en el debate político carecería de sentido.

La distinción entre la tarea epistémica de la justificación y el efecto socialmente integrador de la justificación mutua suscita una reflexión sobre el realismo moral que extiende un concepto semántico de verdad a los enunciados normativos. Esto no solo es contraintuitivo, sino que tampoco hace justicia a la diferencia de significado entre las pretensiones de validez asertiva y normativa. Los participantes en los discursos prácticos toman prestado, a partir del significado de la validez de las normas morales y jurídicas que prescriben modos de acción social, el significado de la pretensión de validez que plantean respecto a los enunciados sobre la justicia. Las normas mismas ya están, en cierto sentido, compuestas por el material simbólico de los enunciados lingüísticos; sin embargo, existen no solo como la encarnación simbólica de significados, sino también como realidad social. Para ser más precisos, existen bajo la forma en que son reconocidas como válidas o legítimas por sus destinatarios, quienes por lo tanto también las cumplen de común acuerdo. Las normas válidas son preceptos vinculantes, afirmaciones que deben su carácter socialmente vinculante a la convicción intersubjetivamente compartida por los destinatarios de que tales normas merecen reconocimiento. Este modo de validez no solo es, por su propia naturaleza, un hecho social, sino que al mismo tiempo tiene el significado epistémico de una obligación social justificada. En caso de duda, las normas válidas deben poder apelar a explicaciones o narrativas plausibles, es decir, a razones narrativas o de otro tipo. En la medida en que tales justificaciones normativas dejan de encapsularse en tradiciones autorizadas y pierden su carácter de dogmas rígidos, pueden someterse a un examen discursivo desde el punto de vista moral que constituye el núcleo racional de toda pretensión de legitimidad y convierte la igual satisfacción de los intereses de cada persona potencialmente afectada en un deber.

Aunque el procedimiento del examen discursivo de las afirmaciones de verdad sirve de modelo para esta operación, hay diferencias obvias. Dado que la verdad como modo de validez es una propiedad semántica de los enunciados, las pretensiones de verdad planteadas en el discurso se examinan con referencia a los estados naturales del mundo, donde por "natural" se entiende que estos objetos de la experiencia -a diferencia de los componentes sociales del mundo de la vida estructurado simbólicamente- no poseen validez de antemano. Por el contrario, el significado obligatorio de las pretensiones de validez normativa que han devenido problemáticas es, en cierto sentido, importado primero desde la sociedad al discurso práctico con las correspondientes afirmaciones normativas. En esta transferencia, las pretensiones normativas de validez son tratadas como pretensiones de verdad binarias bajo el aspecto hipotético de susceptibilidad de verdad o falsedad.

Como resultado, pierden el carácter esencialista del hecho de que deben a la sociedad el poder de la fuerza social vinculante que dirige las interacciones. No obstante, a partir de este origen, conservan el significado inherentemente epistémico de merecer el reconocimiento intersubjetivo, incluso desde el punto de vista de los participantes en el discurso que ponen a prueba esa afirmación como hipótesis. Por tanto, podemos afirmar que, contra la concepción realista moral, las pretensiones normativas de validez solo pueden entenderse como análogas a la verdad porque, en comparación con el significado realista de la verdad, tienen un significado inherentemente epistémico. Sin embargo, pueden entenderse como análogas a la verdad porque, a diferencia de la concepción no cognitivista, están abiertas a la justificación discursiva.

Otra consecuencia se deriva de la diferencia entre el significado realista de dos lugares de la verdad de los enunciados que expresan hechos, por un lado, y el significado epistémico de tres lugares de la validez de una norma, por otro. Dado que las normas morales y sociales no solo exigen un determinado comportamiento, sino que también se dirigen hacia los destinatarios a los que exigen el comportamiento en cuestión, la validez vinculante de dicha obligación normativa tiene un significado pragmático, y no solo semántico, como los enunciados fácticos. Y este es, para mí, el punto clave cuando se trata del concepto deliberativo de la autolegislación democrática. El éxito de la justificación deliberativa de una norma culmina precisamente en la convicción compartida por todos los implicados de que la norma en cuestión es igual de valiosa para cada uno de ellos. Pero entonces la controversia deliberativa sobre cuestiones normativas -a diferencia de las disputas sobre cuestiones de hecho- no puede separarse como un asunto puramente epistémico de la cuestión atinente a la convicción recíproca.

(3) Esta reflexión crítica de un reseñista tiene, en realidad, poco peso porque todo lo que tiene que criticar de esta rigurosa y brillante argumentación metacrítica es que no aborda las cuestiones adicionales de la cognición moral que, en cualquier caso, habrían requerido otro libro. Algo parecido puede decirse del hecho de que el capítulo final plantea cuestiones que desplazan el foco de atención del proceso democrático de formación de la opinión y la voluntad de los ciudadanos a la estructura de la Constitución. Por ejemplo, la noción de "ciudadanos en toga" hace referencia a los derechos subjetivos a los que los ciudadanos activos pueden acudir legalmente para perseguir objetivos políticos generales por medio de una acción de inconstitucionalidad, una vía a la que, de todos modos, se le da una excesiva importancia por la inclinación estadounidense del libro. Se puede perdonar que una teoría normativa de la democracia no aborde los prerrequisitos socioestructurales, legales y organizativos de una esfera pública que funciona gobernada por los medios de comunicación de masas, ni tampoco la erosión de la capacidad política de los Estados por un capitalismo financiero global sin restricciones, incluso si admitimos que el grado de desintegración posdemocrática de estas estructuras de la esfera pública pone en peligro la viabilidad de las democracias occidentales. Pero sin una consideración sistemática de la Constitución, que institucionaliza el principio de soberanía popular con los medios del derecho moderno y, de este modo, lo concilia de antemano con el principio del Estado de derecho, queda incompleta una lectura democrática radical de la democracia deliberativa. Desde el punto de vista de la autolegislación, recurrir a los derechos fundamentales y a un tribunal constitucional que supervise su aplicación hace indispensable un análisis sistemático de la etapa reflexiva de la fundación constitucional democrática. La incorporación de la idea democrática al proceso de elaboración y promulgación de una Constitución democrática fue, después de todo, el aspecto más innovador de las dos revoluciones constitucionales de finales del siglo XVIII: la forma constitucional que asume la autolegislación democrática en la Modernidad debe ser, al menos y a su vez, concebible como resultado de un proceso democrático. Pues el momento histórico de la fundación constitucional se perpetúa en la Constitución con el proceso de dos niveles de regulación, a saber, la legislativa y la constitucional; se vuelve permanente a través del proceso continuo en el que se desarrolla progresivamente el potencial irrestricto de los derechos humanos. Esta dinámica del proceso fundacional es, por así decirlo, el fuego que se enciende en todos los actos de autolegislación.

El significado fundacional de la autolegislación democrática de la ciudadanía permanece no obstante latente en la vida cotidiana de la comunidad política y solo sale a la luz en situaciones excepcionales de revisión constitucional o de agitación revolucionaria. Sin embargo, normalmente se reduce a la supervisión informal de los poderes legislativo y ejecutivo que operan sobre la base de una división del trabajo a través del proceso de formación de la opinión del público votante dotado con el poder sancionador de las elecciones, por lo tanto, con el poder de desplazar a las mayorías gobernantes. Debemos examinar la parte orgánica de la Constitución y la estructura del sistema político, junto con la división del trabajo subyacente, como un todo y leerlo como un diagrama de flujo. Solo así se hace inteligible cómo el flujo democrático de la formación de la opinión y la voluntad de los ciudadanos en la esfera pública se extiende más allá del umbral de sus decisiones electorales y -asediada por el lobby- se dirige a los canales de la política de los partidos políticos, la legislación, la jurisdicción, la administración y el gobierno. En última instancia, desemboca en las decisiones resultantes de los compromisos entre las necesidades funcionales y las votaciones formadas deliberativamente en el marco del derecho. A su vez, estos resultados son evaluados y criticados en la opinión pública política, y de ahí surgen las nuevas preferencias de los votantes. Solo desde esta perspectiva sistémica se pueden captar las proporciones de la contribución limitada que la formación de la opinión pública y la voluntad de los ciudadanos democráticos normalmente pueden y normativamente deben hacer al ejercicio legítimo del gobierno político. Contra el trasfondo de un vago consenso constitucional, esta contribución consiste únicamente en la producción de un disenso lo más informado y justificado posible sobre un tema concreto que se refleja en los resultados electorales. El público político debe formarse opiniones públicas rivales sobre temas relevantes y programas razonables basados en contribuciones debidamente informadas, de modo que cada ciudadano pueda tomar la decisión electoral más racionalmente motivada posible. Luego, el resultado de las elecciones determina la integración de los parlamentos, es decir, de los integrantes de una asamblea que deliberan y deciden entre ellos. En estos órganos representativos las normas de procedimiento se adaptan a un formato deliberativo de formación de la opinión y la voluntad que justifica la presunción de que las decisiones mayoritarias son más o menos aceptables racionalmente.

La consideración de la estructura de la Constitución como un todo explica la contundencia de la crítica al escepticismo de los pluralistas radicales que Cristina Lafont desarrolla bajo el título "Trivialidades hermenéuticas: el desacuerdo presupone el acuerdo"4. Es necesario, al menos, un consenso implícito de fondo entre los ciudadanos sobre el simple significado de la autolegislación democrática, si se quiere dejar la dinámica del proceso legislativo enteramente en manos de la disputa discursiva regulada y del sometimiento temporal de las minorías a las decisiones mayoritarias motivadas racionalmente, lo que es aceptable en la medida en que el proceso decisorio deliberativo tiene el poder de legitimación. Después de todo, la Constitución no hace más que explicitar la voluntad de los ciudadanos de obedecer solo las leyes que ellos mismos se dan. Con el trasfondo de tal consenso constitucional, el proceso político mismo puede consistir entonces en un flujo de desacuerdos que se agita una y otra vez por la búsqueda de decisiones aceptables racionalmente orientadas a la verdad. El carácter deliberativo de la formación de la opinión y de la voluntad políticas de los votantes en la esfera pública no se mide, en cualquier caso, por el consenso alcanzado sino por la orientación de los participantes a la verdad y por el nivel discursivo de un conflicto de opiniones abierto del que surgen opiniones públicas rivales. La dinámica de un desacuerdo permanente en la esfera pública también da forma a la competencia entre los partidos políticos y al antagonismo entre el gobierno y la oposición, aun cuando estos conducen a decisiones vinculantes en el parlamento. Todo lo que se necesita para la institucionalización del poder anárquico ilimitado de decir "no" en los debates y las campañas electorales públicas, en el conflicto entre los partidos políticos, y en las negociaciones del parlamento y sus comisiones, es simplemente la integración política previa de los ciudadanos en el consenso sobre la intención básica de su Constitución. Pero no hay que olvidar la otra cara de la moneda: este consenso debe a su vez ser capaz de reafirmarse y regenerarse en la experiencia del poder racionalizador de un conflicto de opiniones que sigue siendo reconocible como una disputa sobre las mejores razones. El retroceso político actual de las democracias occidentales puede medirse por el declive y, en algunos países, prácticamente por la desaparición de este poder racionalizador de los debates públicos.

Este libro tiene el mérito de elaborar de forma convincente este propósito de la Constitución frente a las lecturas selectivas del proceso democrático. El sentido de la democracia liberal es, por cierto, garantizar a todos los ciudadanos las mismas libertades privadas y públicas. Pero el "igual valor" que estos derechos subjetivos deben ser capaces de generar para todos, como subraya Rawls, exige el uso efectivo de los derechos de participación política, porque solo los derechos que surgen de la autolegislación democrática pueden adquirir un igual valor para todos. Lo que Cristina Lafont quiere señalar es que la democracia debe entenderse como el proyecto compartido de los ciudadanos para lograr un continuo autoempoderamiento político, el cual consiste en la participación activa en el proceso deliberativo de autolegislación colectiva.


NOTAS

1 Lafont, C. Democracy without Shortcuts: A Participatory Conception of Deliberative Democracy. Oxford: Oxford University Press, 2020, 8.
2 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 98.
3 Ibid., 165 ss.
4 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 60 ss.