10.18601/01229893.n55.05

Democracia sin atajos: cognitivamente exigente pero participativamente austera***

Democracy without Shortcuts: Cognitively Demanding but Short in Participative Opportunities

SEBASTIÁN LINARES*-**

* Profesor investigador del CONICET (Argentina). Investiga sobre teoría de la democracia e innovación política. Autor de Democracia participativa epistémica (Marcial Pons, 2017). Contacto: slinares@usal.es ORCID ID: 0000-0002-0025-7629.

** El autor agradece a los dos evaluadores anónimos de la Revista por los valiosos y pertinentes comentarios.

*** Recibido el 17 de enero de 2022, aprobado el 12 de mayo de 2022.

Para citar el artículo: Linares, S. "Democracia sin atajos": cognitivamente exigente pero participativamente austera. En Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia. N.° 55, abril de 2023, 57-85. DOI: https://doi.org/10.18601/01229893.n55.05


RESUMEN

En este texto se desarrollan tres críticas a Democracia sin atajos (2020), de Cristina Lafont. En primer lugar, se argumenta que dicha obra formula un ideal de justificación doxástica de las leyes cognitivamente muy exigente para el ciudadano común, y que omite considerar aspectos virtuosos de la deferencia a las autoridades epistémicas y las suspensiones del juicio. En segundo lugar, al pedir que el ciudadano no solo "apoye" esclarecidamente, sino que además se "identifique" con las leyes que lo sujetan, introduce un vector de tensión en la práctica, ya que las motivaciones psicológicas para identificarse pueden diferir -y de hecho difieren- de las motivaciones para apoyar racionalmente una decisión política. Finalmente, se argumenta que la institución de la revisión judicial es incapaz de forjar los incentivos apropiados para lograr el apoyo esclarecido de la mayoría de la población sujeta a las leyes, y que otras instituciones participativas -como las iniciativas ciudadanas de referéndum- resultarían más eficientes en ese cometido.

PALABRAS CLAVE: Justificación doxástica, democracia participativa, democracia epistémica, control judicial de las leyes, innovación democrática.


ABSTRACT

In this text, three criticisms of Democracy without Shortcuts (2020), by Cristina Lafont, are developed. In the first place, it is argued that this work formulates an ideal of doxastic justification of laws that is cognitively very demanding for the common citizen and fails to consider the virtuous side of deference to epistemic authorities and suspensions of judgment. Second, by asking the citizen not only to (rationally) "endorse", but also to "identify" herself with the laws that bind her, introduces a vector of tension in practice, since the psychological motivations for identification may differ - and in fact differ - with the motivations to rationally support a political decision. Finally, it is argued that the institution of judicial review is incapable of forging the appropriate incentives to achieve the enlightened endorsement of the majority of the population subject to the laws, and that other participatory institutions - such as citizen referendum initiatives - would be more efficient in that goal.

KEYWORDS: Doxastic justification, participatory democracy, epistemic democracy, judicial review, democratic innovation.


SUMARIO

Introducción. 1. Una epistemología normativa demasiado exigente. 1.1. Obediencia y deferencia ciega. 1.2. Suspensión del juicio y consentimiento tácito. 1.3. ¿Por qué la identificación? 2. Un enfoque institucional participativamente austero. 2.1. ¿Otra vez el control judicial de constitucionalidad? 2.2. ¿Y por qué no las iniciativas ciudadanas de referéndum combinadas con mini-públicos? Conclusiones. Referencias.


INTRODUCCIÓN

Tengo una admiración profunda por la obra y el pensamiento de Cristina Lafont. Democracia sin atajos1 (en adelante, DSA) es un libro que llegó para quedarse en mi biblioteca en el anaquel de los libros importantes de teoría de la democracia. Y confieso que, tras haberlo leído, ha hecho honor a su cometido en lo que a mí respecta: ha cambiado mi corazón y mi mente en la manera de entender la democracia. Las críticas que voy a formular en estas páginas deben ser tomadas como una crítica interna a una teoría democrática cuyos fundamentos comparto.

William Hazlitt escribió: "Si las personas son capaces de conocer y juzgar el bien que se les intenta brindar, entonces tienen derecho a ser consultados [sobre las mejores decisiones]. Si, en cambio, son ignorantes e incompetentes, escupirán esas reformas en nuestra cara"2. Y agregó: "No basta con que [las reformas] sean buenas en sí mismas, se requiere del tiempo y de la costumbre para que sean deseables [por la población]". Sin el apoyo ilustrado y estable de los ciudadanos -dice Hazlitt- las reformas progresistas no prosperarán. Cito a Hazlitt porque creo que esta tesis resuena en el libro de Cristina Lafont, aunque con nuevo brío. Pero, a diferencia de aquel, esta considera que los ciudadanos no tienen derecho a ser consultados solo cuando son buenos jueces de las decisiones, como parecería desprenderse de la cita mencionada. En efecto, Lafont cree que los ciudadanos tienen derecho a participar de las decisiones relevantes con independencia de que sean o no buenos jueces. Simplemente, tienen derecho a participar porque son ellos los que van a acarrear y sufrir los costos de las decisiones. Sin embargo, aspiramos a que se tomen buenas decisiones, y es precisamente por ello -dice Lafont- que debemos procurar su apoyo ilustrado. Porque sin el apoyo y la identificación ciudadana con las políticas, las mejores reformas no prosperarán.

La teoría de la democracia de DSA puede ser considerada como una teoría participativa epistémica racional-persuasiva de la democracia. Lafont combina dos principios fundamentales: la idea rousseauniana de que los ciudadanos solo pueden ser libres si obedecen a las leyes que se han dado a sí mismos3 (co-legislar), y la idea habermasiana de que no basta con que las leyes estén justificadas sin más, sino que es importante aspirar a que los sujetos que sufren la coerción apoyen esas decisiones con base en razones válidas propias4. Esa justificación doxástica (más sobre esto abajo) extendida en la población se logra solo si los fundamentos de las decisiones políticas son filtrados a través de una conversación profunda y amplia en la esfera pública, organizada de tal manera que pueda presumirse que tiende a prevalecer la fuerza no coercitiva del mejor argumento. El objetivo es lograr el apoyo y la identificación de los sujetos a coerción5, y erradicar los atajos que dejan afuera a la ciudadanía en la empresa de darse justificaciones recíprocas. Y ese objetivo se traduce en un parámetro de legitimidad, anclado en el nivel institucional, que consagra el derecho a impugnar por razones de constitucionalidad las leyes y políticas, y de esa manera exigir a las autoridades una justificación razonable. Según Lafont, la institución del control judicial de constitucionalidad tiende, de manera recursiva y continua, a impulsar una conversación ciudadana extendida basada en derechos fundamentales destinada a "cambiar las mentes y los corazones" y así aproximarse al objetivo de apoyo e identificación6.

En este texto quiero avanzar dos líneas críticas a la teoría democrática de Cristina Lafont. En primer lugar, argumento que su teoría descansa sobre una epistemología normativa demasiado exigente con respecto a los deberes epistémicos que reclama al ciudadano común. Según diré, su perspectiva no ofrece un tratamiento adecuado de la deferencia esclarecida y de la suspensión del juicio, y otorga a la identificación un valor equivalente al del apoyo esclarecido que, según creo, hace tambalear la coherencia del cometido. En segundo lugar, argumento que su interpretación "institucional" del cometido de lograr el apoyo e identificación de los ciudadanos depende, al menos de manera indirecta, de evaluaciones de índole consecuencialista sobre cómo las instituciones consagradas logran efectivamente ese cometido. Diré que la revisión judicial -incluso cuando venga acompañada de resortes como el amicus curiae y las audiencias públicas- no logra sentar los incentivos para que aquellos ciudadanos que son meros espectadores del conflicto (on the fence) tengan motivaciones suficientes para entrar en la conversación, informarse y adoptar una posición o creencia esclarecida. Termino el artículo explicando por qué creo que instituciones como las iniciativas ciudadanas de referéndum -con formatos mixtos que incluyen el uso de mini-públicos para informar a los votantes- ofrecen mejores perspectivas para gestar los incentivos adecuados, y abundo en algunos detalles de diseño.

1. UNA EPISTEMOLOGÍA NORMATIVA DEMASIADO EXIGENTE

Hace algunos años, escribí un libro en español (Democracia participativa epistémica, 2017)7 que comparte los fundamentos y discurre sobre un terreno común al de Lafont. Al igual que DSA, yo defiendo una teoría epistémica participativa de la democracia que comparte una preocupación no solo por que se tomen buenas decisiones, sino por lograr que los ciudadanos suscriban creencias epistémicamente justificadas y sean colegisladores en pie de igualdad de las leyes que habrán de sujetarlos8. Me gustaría, sin embargo, concentrarme en los pocos desacuerdos que tengo con la obra de Lafont, desacuerdos que entiendo comprometen a los márgenes institucionales de la teoría más que a su núcleo. Por ello, espero que las consideraciones que siguen sean percibidas como un esfuerzo por encontrar respuestas institucionales a una preocupación y a unos valores que, en su núcleo, comparto con la autora.

La teoría de la democracia de Cristina Lafont descansa sobre un ideal democrático que es epistémico en dos sentidos: en primer lugar, el procedimiento democrático aspira a encontrar decisiones correctas y, en segundo lugar, el ideal contiene un compromiso racional-persuasivo, según el cual se debe aspirar a lograr que las decisiones cuenten con el apoyo y la identificación de quienes han de cumplirlas9.

Se podría decir que el primer sentido define un parámetro de justificación proposicional (las decisiones que el procedimiento arroja deben tender a estar epistémicamente justificadas, con independencia de que la decisión efectivamente se apoye en esas razones epistémicas válidas), mientras que el segundo sentido define un parámetro de justificación doxástica (quienes suscriben esas decisiones justificadas deben efectivamente apoyarlas con base en razones válidas)10. Desde otro punto de vista, también podría decirse que la epistemología de la democracia de Lafont no es veritística11, es decir, no aspira a alcanzar meramente decisiones correctas, sino a alcanzar decisiones correctas cuyas razones válidas sean percibidas como propias por parte de la mayoría de la población.

El parámetro que yo aquí llamo racional persuasivo o doxástico tiene, en la teoría de Lafont, dos caras: de un lado, se procura evitar la obediencia ciega (blind obedience) a las normas12 y la deferencia ciega (blind deference) a las autoridades13; del otro lado, el sistema debe procurar que "los ciudadanos apoyen (endorse), se apropien (own) y se identifiquen (identify)" con las decisiones a las que están sujetos14. La fórmula, por lo tanto, condena o critica todas aquellas concepciones de la democracia que introducen "atajos" que dejan afuera al grueso de la ciudadanía en la tarea de proveerse justificaciones mutuas. Es decir, las concepciones de la democracia que aspiran solo a lograr la justificación meramente proposicional de las normas, pero no a lograr la justificación doxástica por quienes están sujetos a ellas, resultan problemáticas.

1.1. OBEDIENCIA Y DEFERENCIA CIEGA

Analicemos con algún detalle ambas caras del compromiso racional-persuasivo o doxástico. Empecemos por la cara negativa, aquello que el compromiso busca evitar: la obediencia ciega o la deferencia ciega a las autoridades. La primera incomodidad o perplejidad que salta a la vista es que obedecer no es lo mismo que deferir. Yo puedo obedecer una decisión a pesar de que creo -y puedo tener razones epistémicamente justificadas para ello- que la decisión es equivocada. En ese caso, mi obediencia es el fruto de un compromiso o sacrificio entre valores que tienden en direcciones contrarias (por ejemplo, porque la decisión es fruto de un procedimiento que brindó participación equitativa a todos los afectados). Es, por decirlo así, una obediencia "pragmática", en el sentido de que decido "actuar" y cumplir con una decisión incómoda a pesar de que mis creencias epistémicas sobre la bondad de las decisiones permanecen intocadas.

El concepto de "obediencia ciega", ¿incluye a la obediencia por razones pragmáticas? Todo parece indicar que sí. Y la razón es clara: si el marco de referencia del concepto de "obediencia ciega" utilizado por Lafont no incluyera a quienes obedecen por compromiso pragmático, entonces esas personas estarían obedeciendo "esclarecidamente", y por tanto cabría inferir que Lafont aceptaría la posibilidad de suscribir creencias justificadas por razones pragmáticas o estratégicas. Pero, dado que la tesis de que las creencias puedan ser epistémicamente justificadas por razones pragmáticas carece de asidero epistemológico15, por razones que aquí sería largo de explicar, la obediencia ciega necesariamente incluye a quienes obedecen por razones de compromiso a pesar de que suscriben creencias contrarias a la decisión. Porque lo que a Lafont le importa, finalmente, no es solo que las decisiones estén justificadas en razones válidas, sino que los sujetos obedezcan a esas decisiones "convencidos" de las razones válidas que las sustentan. Las soluciones de compromiso no cimientan en ningún caso el apoyo esclarecido16. Si esta interpretación es correcta, la fórmula entonces intenta o procura erradicar, tanto como se pueda, la obediencia ciega manifestada en dos modalidades: la obediencia por compromiso y la obediencia pura (aquella cuya única y suficiente razón motivadora consiste en cumplir con el deber de obediencia).

Podría parecer que esta aspiración de erradicar la obediencia ciega milita en contra de las minorías que se ven en la penosa situación de acatar sistemáticamente las normas que vulneran sus derechos, pero lo cierto es que el espíritu de la fórmula se presta para extraer implicaciones que van en la dirección contraria. Con frecuencia, las mayorías que apoyan las normas lo hacen por razones inválidas -no estratégicas-, y son en cambio las minorías vulnerables que sufren la coerción las que suscriben creencias epistémicas válidas que las rechazan. No creo que sea necesario evocar la idea de la "tiranía de la mayoría" para reconocer que, así como puede haber obediencia ciega (por compromiso o por el deseo de obedecer simpliciter), también puede haber, como contracara, apoyo ciego (blind endorsement) de las mayorías. El apoyo ciego sería la contracara de la obediencia ciega: consistiría en cumplir con una norma porque quien la apoya cree sinceramente que es válida, pero resulta que no lo es a la luz de las evidencias o de los mejores argumentos (ejemplo: alguien que cree que es normativamente correcto apoyar una norma con el propósito de vengarse de una sola persona o un grupo étnico).

De todo este rodeo se deduce que la fórmula no busca lograr el apoyo sin más, sino el apoyo "esclarecido" (enlightened endorsement), o lo que es lo mismo, que los ciudadanos cumplan las normas no solo porque están de hecho convencidos de su bondad, sino que están convencidos por las razones correctas o, al menos, por las mejores razones disponibles17. El feedback o modelo de comunicación recursiva, de impronta habermasiana, procura orientar la producción de leyes no hacia la opinión pública existente en un determinado momento, sino hacia la opinión pública reflexiva, es decir, las opiniones consideradas18. Es necesario destacarlo: de un lado, el ideal de DSA aspira a desalentar o disminuir la obediencia ciega y la deferencia ciega y, del otro, aspira a alentar, tanto como sea posible, el apoyo esclarecido (y, por añadidura, la identificación, concepto sobre el que me explayo más abajo pero que por el momento conviene poner entre paréntesis).

El otro concepto que la fórmula de Lafont busca evitar o desalentar es la "deferencia ciega", un concepto que no es sinónimo de obediencia ciega. Si la obediencia está situada en el plano de las conductas, y no de las creencias, la deferencia es ya una actitud epistémica. Deferir significa "adherir" al juicio de otro, someter el juicio a otra persona o a un grupo. La definición que ofrece de "deferencia ciega" se entiende por contraposición a la deferencia "esclarecida"19. Por un lado, la deferencia "no ciega", o "esclarecida" (enlightened deference), se verifica cuando "los ciudadanos mantienen alguna capacidad de control sobre los actores" a los que defieren el juicio20. La deferencia es ciega, entonces, cuando los ciudadanos "carecen de esa capacidad de control". En esa línea, dice Lafont, "en el grado en que pueden ejercer control sobre los otros, no defieren ciegamente"21.

Sin embargo, en otros pasajes, Lafont explica que la deferencia esclarecida aparece "cuando se tiene alguna razón (derrotable) para asumir que las decisiones políticas respaldadas por el agente al cual se defiere el juicio son aquellas que uno habría respaldado si se hubiese podido pensar sobre la cuestión con acceso a la información relevante"22. Esta segunda acepción destacaría, entonces, que la deferencia es ciega cuando no habría razones para asumir esas condiciones hipotéticas de acceso a la información relevante y condiciones apropiadas de reflexión, análisis o deliberación.

Aunque no queda claro, todo parece indicar que sendas acepciones funcionan como condiciones necesarias de la deferencia esclarecida: a) que el o los agentes a los que se delega el juicio sean autoridades epistémicas (agentes con imparcialidad y acceso a la información relevante), y b) que aquel que delega el juicio se preserve un "control" sobre los resultados de la decisión. Porque si no fueran condiciones necesarias y conjuntamente suficientes, no se entendería cómo configuraría deferencia ciega la delegación del juicio a expertos en las visiones elitistas epistémicas de la democracia, o en las concepciones lotocráticas que procuran dotar de autoridad coercitiva a los mini-públicos. Si hay deferencia ciega en estas concepciones, solo puede deberse a que está ausente el requisito de "control" efectivo sobre el desempeño del agente.

Ahora bien, de esta distinción entre deferencia "ciega" y deferencia "esclarecida" se desprenden algunas complicaciones. La incomodidad aparece cuando Lafont propone procurar evitar la "deferencia ciega" pero contrapone, como contracara de la fórmula, la aspiración de procurar solo el "apoyo" o identificación esclarecida. Aquí hay una asimetría evidente: se busca evitar la deferencia ciega, pero solo se procura -en clave positiva- lograr el apoyo esclarecido. ¿Y qué sucede con la deferencia esclarecida? Recordemos que deferir es adherir al juicio de otro, y apoyar es suscribir una decisión con fundamento en razones que nosotros hemos considerado y que defendemos (con independencia de lo que otro diga o crea). Esto significa que la deferencia esclarecida, es decir, la delegación justificada de nuestro juicio a una autoridad epistémica, parece quedar marginada del cometido racional persuasivo de la teoría de la democracia de Lafont. Si esta lectura es correcta, la deferencia esclarecida pasaría a ser una actitud epistémica que quedaría flotando en una especie de limbo normativo.

Entiéndase bien: no estoy argumentando que Lafont rechace la deferencia esclarecida. De hecho, en un escrito posterior reconoce dos tipos razonables de deferencia: la política, que se da cuando el ciudadano delega el juicio en un representante por considerar que sus objetivos están alineados con los suyos, y la informacional, que consiste en delegar el juicio a expertos respecto de una cuestión técnica o científica23. Con todo, de su fórmula no surge que ambas actitudes tengan el mismo mérito moral que el apoyo esclarecido. Más aún: tampoco de su fórmula podemos saber qué hacer con actitudes epistémicas como la "suspensión del juicio". Quienes defieren su juicio a autoridades epistémicas, o lo suspenden por falta de tiempo de reflexión y análisis, ¿deben bajar la cabeza y pedir disculpas?, ¿o pueden mantener su dignidad como agentes morales, a pesar de que no han reflexionado por su propia cuenta sobre cuestiones muy relevantes que involucran derechos fundamentales de otras personas?

Una primera respuesta a esta pregunta nos conduce a la justificación epistémica del testimonio de terceros. Existen dos grandes paradigmas opuestos para enmarcar ese problema: el reduccionismo de David Hume, o teorías basadas en la evidencia, y la concepción crédula de Thomas Reid24. La concepción reduccionista de Hume sostiene que la creencia en un testimonio de un tercero está epistémicamente justificada siempre y cuando lo aseverado por el testimonio pueda ser corroborado por el agente a la luz de las evidencias directas existentes. La concepción crédula de Thomas Reid, en cambio, sostiene que las creencias en los testimonios de terceros están justificadas porque tenemos una propensión innata a creer en lo que nos dicen los demás, aunque no podamos corroborarlo a la luz de las evidencias disponibles. Obsérvese que ambos enfoques son distintos: mientras Hume nos recomienda no creer en el testimonio de un tercero a menos que corroboremos por nuestra propia cuenta las bases de ese testimonio, Reid nos recomienda creer siempre, a menos que en algún momento se aporten o dispongamos de evidencias que contradigan esos testimonios.

Podría parecer que Lafont se sitúa en un punto intermedio de estos dos paradigmas: al permitir la deferencia "esclarecida" no le exige al ciudadano conocer de primera mano las evidencias directas y razones que justifican la validez de una decisión, sino simplemente juzgar (si se trata de deferencia informativa) si cree que el agente en quien confía estuvo en condiciones adecuadas (de libertad, igualdad y acceso a la información relevante), o si sus objetivos están alineados con los de él -si la deferencia es política-. Y su enfoque no es crédulo porque no confía ciegamente en lo que diga el agente: si es una autoridad epistémica, tiene razones válidas (derrotables) para deferir el juicio. Sin embargo, desde el momento en que el ideal de DSA procura solo el apoyo-identificación esclarecida, el ideal democrático de DSA no ofrece una respuesta clara respeto del carácter meritorio o loable de la deferencia esclarecida. No sabemos si se trata de un mero permiso o de una virtud equiparable al apoyo esclarecido. Si la deferencia esclarecida tiene el estatus de mero permiso, entonces la teoría de Lafont abraza una posición reduccionista humeana de la epistemología normativa del ciudadano.

Yo encuentro aquí, precisamente en esta piedra de toque, un primer desacuerdo con DSA. Mi argumento es que la deferencia a expertos putativos y la suspensión del juicio son actitudes normales y valiosas en una sociedad atravesada por profundos desacuerdos morales y de interpretación de derechos fundamentales reconocidos. Los ciudadanos estamos con frecuencia informativamente inermes para evaluar con la mesura y la imparcialidad requeridas los conflictos de derechos fundamentales que suelen emerger en las sociedades plurales y complejas en las que vivimos, además de que disponemos de un tiempo escaso (y esto sin perjuicio de considerar que muchos quieren legítimamente entregarse en plenitud a una vida privada con las cartas que la vida le tocó en suerte).

En estas condiciones precarias de falta de tiempo e información sucede que los ciudadanos observan que en ambos lados del desacuerdo asoman supuestos expertos, que se arrogan credenciales públicas de haber reflexionado y analizado con pericia la cuestión de derechos fundamentales en disputa. Y en condiciones de desacuerdo entre expertos putativos, la condición de "ciega" o "esclarecida" pasa a ser disputada, y el ciudadano no tiene elementos ni herramientas cognitivas para zanjar esa disputa. En un escenario así, y a falta de indicadores indirectos fiables, la suspensión del juicio pasa a ser una actitud epistémicamente justificada, e incluso podría estar epistémicamente obligada si resulta que las evidencias, de hecho, no son concluyentes de uno u otro lado y los agentes no tienen dónde apuntalar el juicio.

Incluso si no hubiera desacuerdo entre expertos sobre cuestiones fundamentales de derechos, y uno de los lados de la disputa abraza la visión correcta, ¿tendría permiso el ciudadano para suspender el juicio? Lafont, en una respuesta a sus críticos, distingue entre la deferencia informacional-mente ciega (deferir a un experto putativo sin reflexionar adecuadamente) y la políticamente ciega (deferir a un político sin saber si nuestros objetivos están alineados con lo que él dice representar)25. Lafont considera reprochables ambas clases de deferencia, aunque por distintas razones. Aun así, no queda claro qué es lo que ha de hacer el ciudadano: ¿debe buscar la mejor solución por su cuenta, o informarse sobre las credenciales de los expertos putativos, o puede suspender el juicio? En estas circunstancias, yo creo que el ciudadano tiene derecho a suspender el juicio si resulta que no dispone del tiempo y el acceso a la información para evaluar por cuenta propia la cuestión. Adviértase que no hablo del derecho moral a suspender el juicio: quienes abrazamos -como Lafont- la libertad de pensamiento y expresión defendemos enfáticamente que las personas tienen el soberano derecho a suscribir y expresar creencias equivocadas o no suscribir ninguna creencia. No se trata de un derecho moral, que nadie pone en cuestión, y mucho menos Lafont. Lo que digo, en cambio, es que yo creo que está epistémicamente justificado suspender el juicio a falta de tiempo y acceso a la información relevante, incluso cuando no hay desacuerdos de expertos sobre una cuestión moralmente relevante.

Aquí reside la piedra de toque entre DSA y mi manera de ver los deberes epistémicos de los ciudadanos. Yo encuentro que la suspensión del juicio podría estar epistémicamente justificada incluso a falta de desacuerdos entre expertos sobre cuestiones morales fundamentales de derechos, si resulta que el ciudadano no tiene tiempo para evaluar quién es el verdadero experto ni para evaluar la información relevante por su cuenta26. En cambio, intuyo que DSA le reclamaría un compromiso epistémico más robusto, ya que su fórmula procura el apoyo y la identificación esclarecida.

1.2. SUSPENSIÓN DEL JUICIO Y CONSENTIMIENTO TÁCITO

Resulta oportuno preguntarse, llegados a este punto, cuál es el tratamiento normativo que Lafont le otorga a las mayorías silenciosas, es decir, a la gente que está situada, según sus palabras, "en el cerco" (on the fence), es decir, los espectadores del cuadrilátero donde se produce la lucha discursiva. En la teoría política, el silencio o la actitud pasiva ante las decisiones políticas que despiertan desacuerdos han sido interpretados de muy diversas maneras. Philip Pettit alguna vez argumentó que, en un régimen democrático en el que la libertad de expresión y la disidencia crítica están ampliamente protegidas, tiene sentido derivar del silencio o la pasividad una presunción de consentimiento tácito a las decisiones políticas que son fruto del procedimiento democrático27. En una línea semejante, Helene Landemore hoy defiende el argumento histórico de que en la democracia ateniense se entendía que quienes participaban directamente en la Ekklesia o asamblea democrática, votando a mano alzada las propuestas planteadas por el Consejo de los Quinientos, estaban representando a los que no asistían al día de votación28. El argumento histórico de Landemore es que nunca hubo democracia directa plena en Atenas, ya que el sistema político operaba bajo el marco de un principio de representación compartido por todos: los participantes (que siempre conformaban un subgrupo minoritario de la ciudadanía, equivalente a 1/5 o un 1/4) representaban a los no participantes, y en consecuencia se presumía que los no participantes consentían lo decidido en la asamblea.

Con el advenimiento de las elecciones democráticas representativas, a través de las cuales los ciudadanos eligen a sus representantes para que tomen decisiones en nombre de ellos, la presunción del consentimiento tácito parece hacerse aún más fuerte: si resulta que una mayoría de ciudadanos ha elegido a un gobernante (o grupo de gobernantes) para tomar decisiones en su nombre sobre áreas que aún no se conocen, entonces esa elección es una autorización para gobernar en el marco de la incertidumbre, y ello significa que pasa a presumirse que las decisiones que el gobernante tome en el futuro cuentan con el consentimiento tácito de los ciudadanos, aunque ellos desconozcan los pormenores de las mismas y no pueda presumirse que las apoyen con convicción y razones propias. La autorización a gobernar encauzada por las elecciones supone que los ciudadanos que no expresan el desacuerdo consienten tácitamente las decisiones que los gobernantes toman. Landemore lo resume en una frase: "los atenienses presentes en la asamblea tomaban decisiones en nombre de los no presentes, así como los representantes electos toman decisiones en nombre de sus electores en nuestras democracias modernas". El principio representativo es el mismo, la única diferencia es cómo se elige a los representantes: "en Atenas los representantes eran auto-seleccionados, en nuestras democracias son electos"29.

Esta presunción de consentimiento tácito, sin embargo, se resquebraja cuando lo confrontamos con la teoría de Lafont. Si el objetivo del ideal democrático es el de lograr el apoyo considerado o esclarecido de la población sujeta a coerción, entonces ni las elecciones a representantes, ni la atribución de poderes a mini-públicos, permiten derivar el consentimiento tácito de los ciudadanos que se mantienen en silencio. Porque, recordemos, se trata de lograr que sean conscientes del apoyo considerado. La autorización a gobernar, en Lafont, es una autorización para tomar decisiones que cuenten con el apoyo considerado de la población. Si no cuentan con el apoyo considerado de la mayoría de la población (ya que el apoyo considerado pleno -full endorsement- es inalcanzable en cualquier mundo posible), las decisiones no tienen legitimidad. La única manera es "aceptar el largo camino democrático de cambiar los corazones y las mentes de los conciudadanos para que acepten las decisiones políticas que nos parecen mejores de forma que hagan su parte y se consigan resultados que todos pueden considerar al menos razonables"30.

Las mayorías silenciosas que suspenden el juicio, o defieren (esclarecida o ciegamente) el juicio a sus representantes electos, no consienten -en la teoría de Lafont- tácitamente a las decisiones políticas que estos últimos toman. Y es que si el consentimiento tácito se presumiera (como sostienen los enfoques de Pettit o Landemore), ello equivaldría a instaurar "atajos" que dejan fuera a la ciudadanía en la empresa común de encontrar justificaciones razonables compartidas, atajos que Lafont aspira a exorcizar. No hay consentimiento tácito en la teoría democrática de Lafont. Y si lo hubiere, ese consentimiento no sería moralmente relevante para fundar la legitimidad, porque "consentir la deferencia ciega, aunque no sea un oxímoron, no equivale a participar en el autogobierno democrático", que es lo que importa31.

Lafont debería llegar a esa conclusión, porque cualquier otra sería contradictoria con sus premisas. Y yo estaría de acuerdo: el consentimiento tácito no puede presumirse. Y la razón es clara: el silencio tiene, de hecho, múltiples intenciones. Para algunos puede significar la aprobación tácita; para otros, la suspensión del juicio; para otros más, el rechazo. No existe, en realidad, una creencia universalmente compartida sobre los efectos del silencio respecto de las decisiones políticas. En Democracia participativa epistémica argumenté que el silencio puede significar, algunas veces, la suspensión del juicio. Y quien se mantiene en silencio porque suspende el juicio no apoya ni rechaza: sencillamente, suspende el juicio. Añadí que la suspensión del juicio tiene un valor epistémico de segundo orden: quienes antes suscribían una determinada creencia -con base en ciertas evidencias o testimonios-, ahora pasan a suspender el juicio tras evaluar nuevas evidencias o testimonios, luego ese escepticismo reflexivo puede convertirse en fuente de validez epistémica para que otros también suspendan el juicio. Y esto es de un valor epistémico innegable. No encuentro ninguna razón para dar preeminencia epistémica, en abstracto, a la suscripción de creencias antes que a la suspensión del juicio, porque ello dependerá de la fuerza de las evidencias y de la fuerza de los mejores argumentos.

Ni las reglas jurídicas ni la cultura imperante de presunciones compartidas permiten inferir nada concreto del silencio. Primero, no sabemos qué significa el silencio para cada cual, y cada quien siente que tiene derecho a darle un significado distinto. Uno de esos significados es la suspensión del juicio, pero otras personas le atribuyen otros, como el rechazo, o la aprobación tácita. Segundo, no existen reglas jurídicas ni presunciones culturales compartidas que nos digan qué efectos políticos tiene la suspensión del juicio: ¿se debe derivar el consentimiento tácito, se debe presumir en cambio el rechazo a la decisión, o no habría de presumirse nada?

Lafont debería aceptar que el consentimiento tácito no se presume, y que de la suspensión del juicio no debería presumirse la aceptación tácita a las decisiones. Y es que presumir el consentimiento tácito arbitraría un atajo, lo que sería contradictorio con sus premisas. Sin embargo, no estoy seguro de que Lafont considere la suspensión del juicio como una actitud elogiable. Yo, sin embargo, creo que el sistema político democrático debería incentivar la suspensión del juicio de suerte que tenga una especie de representación dentro del sistema32. Y me preocupa tanto que el silencio tenga, de hecho, múltiples significados (y ninguno compartido), que promuevo la posibilidad de emitir un voto de suspensión del juicio y la instauración de una regla jurídica de presunción iure et de iure según la cual se presume que quienes no van a votar consienten con los resultados de las votaciones.

Para resumir todo este rodeo: concuerdo con las implicaciones de la fórmula de Lafont, según la cual el consentimiento tácito nunca puede presumirse, pero no estoy seguro de que la solución sea la de intentar involucrar a todos (o la mayoría) en cada batalla discursiva para que se decidan a tomar partido a la luz de los mejores argumentos. Sin mecanismos de participación efectivos que permitan canalizar institucionalmente las actitudes de suspensión del juicio (junto con las creencias sustantivas de aprobación o rechazo), y sin una regla jurídica que permita interpretar unívocamente la abstención, me temo que la propuesta de Lafont se traduciría, en la práctica, en un llamado a los ciudadanos militantes a persuadir puerta por puerta a las mayorías silenciosas (que suspenden el juicio o no quieren participar porque se quieren dedicar a sus asuntos privados). Detrás del perímetro no están los ciudadanos ávidos de conocer sobre todos los asuntos moralmente relevantes o a la espera de alguien que los convenza. La vida humana es selectiva en sus fines, incluso los fines epistémicos, y cada persona tiene el soberano derecho de decidir dónde colocar sus energías cognitivas en el escaso tiempo que le toca en suerte vivir.

1.3. ¿POR QUÉ LA IDENTIFICACIÓN?

DSA procura maximizar el apoyo "esclarecido" de la ciudadanía a las decisiones políticas o, lo que es igual, formula un principio estructural que puede ser concebido como un mandato de optimizar tanto como se pueda la justificación doxástica de las decisiones políticas por parte de la ciudadanía. Sin embargo, la obra de Lafont refiere a términos que pueden tener significados diversos: apoyar (to endorse), apropiarse (to own), identificarse (to identify oneself with). Si nos atenemos al significado que nos suministra el lenguaje cotidiano, no es lo mismo apoyar que identificarse con algo, o, dicho en otras palabras, no es lo mismo suscribir una creencia en apoyo a una decisión que hacer de esa creencia parte constitutiva de nuestra identidad. Y la razón es que nuestra identidad, aquello que creemos que somos, nunca es el haz completo de nuestras creencias, e incluso es dudoso que pueda ser definida solo por referencia a creencias y no por referencia a apegos o sentimientos que no tienen un correlato epistémico. Yo, por ejemplo, creo en la teoría de la selección natural de Darwin (y lo hago porque defiero esclarecidamente al juicio experto de la biología moderna), pero esa creencia no constituye mi identidad ni forma parte importante de los rasgos que, según creo, me definen y constituyen como persona, y que determinan mi conducta en relación con otros. En alguna situación podría llegar a decir "soy darwiniano", pero esa locución no sería más que un eufemismo o metáfora para decir que simplemente "creo en la teoría de Darwin", y en ningún caso significaría que define mi identidad.

Sin embargo, la teoría de la democracia de Lafont pide que se procure, tanto como se pueda, que los ciudadanos no solo apoyen (esclarecidamente), sino que se identifiquen con las decisiones políticas o, más bien, con las razones que sustentan la validez de esas decisiones33. Es importante recordar, aquí, que las creencias no contribuyen uniformemente a las identidades de las personas, y algunas creencias pueden contribuir muy poco a la auto-percepción de quiénes somos. Las creencias más prominentes en la conformación de la identidad son las creencias religiosas, morales y políticas. Pero también las creencias sobre cómo las personas entienden e interpretan el pasado ostentan gravitación identitaria. No es fácil discernir qué es, en términos psicológicos, lo que hace que una creencia sea más gravitante que otra, pero parece sensato pensar que un factor importante es cómo impactan esas creencias sobre cómo una persona vive su vida y cómo se relaciona con los demás. Es decir, las creencias gravitantes son aquellas que ofrecen una clave u orientación para actuar en qué planes de vida perseguir y cómo nos relacionamos con otros.

Ahora bien, existe un segundo factor significativo en la gravitación de una creencia sobre la identidad: la pertenencia a un grupo. Aquellas creencias que son suscritas por una persona pero que van acompañadas del sentimiento consciente de que son compartidas por otros tienen mayor gravitación identitaria -en términos psicológicos- que aquellas creencias que o bien no son compartidas por un grupo cercano, o bien no van acompañadas por la conciencia de que lo son. La clase de creencia significativa para la identidad de una persona es más probable que sea una que es compartida por otros, y su importancia es explicada por referencia a ese sentimiento compartido con otros. Por esa razón, una identidad basada en una creencia es mucho más gravitante cuando asume la forma de una creencia grupal, que define la pertenencia a un grupo.

Cuando Lafont plantea, entonces, como parte del principio estructural democrático el de procurar tanto como se pueda, además del apoyo (esclarecido), también la identificación (esclarecida) de los sujetos a las decisiones, introduce dos objetivos que, en los hechos, podrían tender en direcciones contrarias. Y es que el apoyo esclarecido puede requerir el desprenderse de creencias identitarias que definen nuestra identidad compartida con otros. La búsqueda de la verdad con frecuencia implica correr el riesgo de quedar aislado de la sociedad a la que uno pertenece (como experimentan las personas que, habiendo crecido en una comunidad de fe religiosa muy cerrada, aspiran a salirse de ella para vivir una vida secular o atea). Lafont podría responder que su teoría busca el apoyo esclarecido y la identificación esclarecida al mismo tiempo, y ello descartaría, por definición, la posibilidad de que ambos objetivos se orienten en direcciones contrarias. Asimismo, ella respondería que la identificación a la que aspira su teoría es -en línea con el patriotismo constitucional habermasiano- con los derechos fundamentales, y no con cualquier rasgo cultural compartido. Y serían respuestas adecuadas. Con todo, si esta fuese la respuesta, todavía me quedaría la duda de si vale la pena, a fin de cuentas, consignar el objetivo de identificación. Porque si resulta que la identificación solo es encomiable si va de la mano con el apoyo esclarecido, ¿qué diferencia haría consignarla como un objetivo complementario del apoyo? Si es un objetivo separado, entonces debe aceptarse que tiene la potencialidad de tender hacia direcciones contrarias a las del apoyo esclarecido. Si es un objetivo necesario pero accesorio al del apoyo esclarecido, entonces uno debería preguntarse si no resulta irrelevante su consignación en la fórmula. Yo creo que es mejor dejar librada la configuración de la identidad al libre desenvolvimiento de la libertad creativa y el libre discurso orientado por la búsqueda de la verdad.

2. UN ENFOQUE INSTITUCIONAL PARTICIPATIVAMENTE AUSTERO

El parámetro o fórmula que aspira a lograr el apoyo considerado y la identificación con las normas coercitivas, ¿cómo es verificado en la práctica? La pregunta no es trivial, porque de su respuesta depende la legitimidad, es decir, si existen razones para obedecer o no. Si el parámetro fuera concebido en términos consecuencialistas de resultados, entonces el sistema debería maximizar, tanto como se pueda, la justificación doxástica en el seno de la ciudadanía. Demandaría determinar la extensión del grado de aceptación "considerada" de cada decisión política en la opinión pública, para verificar si la decisión es legítima. No bastaría solo el apoyo mayoritario, sino que se requeriría el apoyo considerado. Si, en cambio, el parámetro fuera concebido en términos hipotéticos, entonces simplemente exigiría determinar si las personas habrían aceptado las decisiones bajo ciertas condiciones ideales de acceso a la información y deliberación en condiciones de igualdad. Si, por el contrario, fuera concebido en términos puramente institucionales, entonces simplemente cabría observar si hay instituciones consagradas que efectivamente logren, o permitan lograr, el apoyo y la identificación de los ciudadanos con las políticas a las que están sujetos, sin necesidad de auscultar -para valorar la legitimidad- el grado de aceptación considerada de los ciudadanos en cada decisión.

El problema de adoptar un enfoque consecuencialista de resultados salta a la luz inmediatamente: si resulta que las decisiones son legítimas solo en tanto y en cuanto tienen el apoyo "considerado" de las personas, entonces el parámetro sería incapaz de exigir obediencia a quien está en minoría por las razones correctas. Ello llevaría a DSA a colapsar en una teoría puramente sustantivista de la legitimidad. Porque si lo que confiere legitimidad a las decisiones es que sean aceptadas por las razones correctas, entonces quienes no las aceptan y las impugnan por las razones correctas no tienen el deber de obedecer. Y una teoría que aspira a ser realista no puede erigir como un parámetro el apoyo considerado pleno (full considered endorsement), si debe implica puede, entonces un parámetro inalcanzable no genera ningún deber34. Tal vez un parámetro consecuencialista de resultados de cumplimiento gradual (que Lafont llama "aspiracional") podría valer. Este parámetro diría que las mayorías deben intentar encontrar justificaciones que las minorías puedan aceptar, pero si de hecho no las aceptan, entonces las mayorías pueden retrotraerse a la equidad procedimental para exigir obediencia. El problema de este enfoque aspiracional es que equivale a exigir obediencia "ciega" a los sujetos a coerción que no aceptan las normas, lo cual es esencialmente incompatible con el ideal democrático de Lafont35, y equivale a renunciar a cualquier posibilidad de lograr que algunas cuestiones importantes de derechos se zanjen definitivamente con una respuesta correcta.

El enfoque "hipotético", en cambio, tiene otros problemas. Este enfoque interpretaría el parámetro de tal suerte que no requiere que todos los ciudadanos acepten reflexivamente de hecho las decisiones a las cuales están sujetos, sino que procura evaluar si los ciudadanos habrían aceptado las razones que justifican las políticas bajo ciertas condiciones ideales (acceso a la información relevante, razonamiento apropiado, igualdad de condiciones). Concebido de esta manera hipotética, el parámetro no exigiría en ningún caso la deliberación interpersonal real con otros, y sería suficiente que cada cual en la soledad de su habitación reflexione si habría consentimiento hipotético ante cada decisión. Por supuesto, este ejercicio podría hacerlo el grupo selecto de gobernantes, sin involucrar de hecho a ningún ciudadano. Pero esta implicación es contradictoria con el cometido central de suprimir atajos. Supondría retrotraer el principio a la justificación proposicional y abandonar la aspiración de lograr la justificación doxástica.

La solución a estos problemas por parte de Lafont -y coincido- descansa en un enfoque "institucional". Sin embargo, el tipo de instituciones que DSA recomienda no son las que yo recomendaría para lograr tanto como se pueda el apoyo esclarecido. DSA no exige que cada persona acepte de hecho las razones válidas de cada política a la que está sujeta, sino que requiere que existan instituciones consagradas que habiliten a cualquier persona a impugnar leyes y políticas que encuentra sin justificación razonable, exigiendo a las autoridades que se le suministren las razones que apoyan esas políticas, incluso si las personas que las impugnan están en la minoría36. Ahora bien, enseguida surge la duda, resulta que el parámetro aspiraba a lograr el apoyo considerado y la identificación considerada de los sujetos a coerción, y ahora DSA parece conformarse con una operacionalización del mismo que solo exige que existan instituciones para que las personas puedan impugnar las decisiones y exigir a las autoridades que ofrezcan justificaciones razonables.

Al parecer, a Lafont le interesa apuntalar su enfoque en el nivel de las instituciones, con independencia de los resultados, para no eliminar la posibilidad de que el apoyo considerado pleno pueda de hecho ser logrado. Y en parte tiene razón, lo ejemplifica con muchos conflictos históricos que involucraban cuestiones de derechos fundamentales que en efecto han sido correctamente zanjados por las sociedades democráticas. Sin embargo, su teoría no es una teoría de la legitimidad para cuestiones moralmente relevantes de derechos fundamentales, a menos que se nos haya perdido algo importante en la lectura37. Y es que, si fuera una teoría de la legitimidad solo para cuestiones de derechos fundamentales, colapsaría en una teoría sustantivista más, y quedaría anclada en la justificación proposicional de las creencias y no en la justificación doxástica a las mismas.

Que una persona (o un grupo de personas) pueda impugnar una decisión y exigir una justificación razonable de la autoridad parece quedarse muy corto respecto de lo que se suponía que era el parámetro racional-persuasivo a alcanzar del ideal democrático. Porque si se trata de saber cuáles son las instituciones que mejor se acercan al cometido de lograr el apoyo considerado en la sociedad civil, entonces las comparaciones empíricas son inevitables. Y aunque el grado de aceptación considerada no sea determinante para decidir si una decisión es legítima o no, sí resulta imprescindible saber cuáles son las instituciones que mejor efectivizan en el largo plazo el apoyo esclarecido o considerado. Dicho de otro modo, una decisión mayoritaria puede no tener el apoyo considerado de la población y aun así ser legítima si resulta que es el fruto de un conjunto de instituciones que maximiza el apoyo considerado en el largo plazo. Entonces, habrá algunas instituciones que sienten mejores incentivos que otras para lograr el apoyo considerado. Y, puesto que las minorías vulnerables con visiones correctas buscan convencer a quienes son meros espectadores del conflicto, en condiciones en las que el empleo de la fuerza racional del mejor argumento es más plausible, entonces las mejores instituciones serán aquellas que tengan éxito en convencer a los que están fuera de la cerca. Y mi punto es que consagrar instituciones que habiliten a las personas en minoría a impugnar constitucionalmente las decisiones y exigir una justificación razonable no parece ser el resorte más eficiente para involucrar y convencer a los espectadores fuera del cuadrilátero (on the fence).

En definitiva, estoy de acuerdo con Lafont en que el parámetro no puede ser interpretado en clave consecuencialista de resultados, ni en clave hipotética, y solo un enfoque institucionalista resulta plausible. Sin embargo, desde el momento en que se aspira a lograr el apoyo considerado de la población, y no se renuncia a la posibilidad de alcanzar el apoyo pleno, las consecuencias empíricas de cada institución consagrada resultan cruciales, no tanto para determinar la legitimidad de cada decisión en concreto, sino para evaluar la legitimidad del sistema en su conjunto. Es verdad que el parámetro no es directamente consecuencialista, sino que está apuntalado en el nivel institucional; pero la decisión de qué instituciones consagrar depende de una evaluación previa de las consecuencias que ellas traigan aparejadas en la extensión del apoyo considerado en la población. Y el punto central es que poder impugnar y tener derecho a exigir una justificación razonable no sienta los incentivos más poderosos imaginables para lograr persuadir a quienes son meros espectadores del conflicto (la mayoría de los cuales es ignorante o suspende el juicio acerca de la cuestión debatida). Antes bien, creo que existen otras instituciones mucho más eficaces que la revisión judicial para alcanzar ese cometido, a lo que dedicaré el último apartado.

2.1. ¿OTRA VEZ EL CONTROL JUDICIAL DE CONSTITUCIONALIDAD?

DSA apela a la impactante imagen o metáfora de "los ciudadanos con toga" para sugerir que impugnar u objetar decisiones políticas en el nivel de las cortes supremas o constitucionales no sustrae esas cuestiones de la esfera pública y las confina a la esfera jurídica, sino que el efecto es justo el opuesto, trae las cuestiones de derechos fundamentales a la esfera pública política38. La posibilidad institucional de desafiar en los estrados judiciales la constitucionalidad de cualquier política o pieza de derecho y lanzar un debate público de constitucionalidad, que demanda justificaciones y razones válidas a las autoridades, es la propuesta institucional que DSA viene a plantear como apropiada para alcanzar el parámetro de legitimidad. DSA no se pronuncia sobre cuál de todos los sistemas de control judicial de constitucionalidad es mejor, ni se atreve a tomar partido en el debate entre los detractores y los defensores de los modelos robustos de revisión judicial (concentrado o difuso), pero sin embargo sostiene que cualquier modalidad de control judicial podría ser interpretada como un canal adecuado a través del cual las personas -y en particular las minorías vulnerables- pueden pedir explicaciones y justificaciones razonables, basadas en derechos. En la medida en que esa posibilidad esté abierta, la institución de la revisión judicial no solo se condice con el parámetro de legitimidad, sino que es la institución aplicada fundamental de la legitimidad.

Debo decir que encuentro injustificado su último capítulo. Y lo encuentro injustificado en todas las tesis que avanza. Según creo, esas tesis son tres: primero, que el control judicial de constitucionalidad no confina el debate a un debate jurídico, sino que arroja a la esfera pública informal argumentos de derechos; segundo, que la cuestión de quién tiene autoridad final para decidir cuestiones de derechos no es moralmente tan relevante como que se espolee un debate profundo y recursivo (ongoing) en torno a cuestiones constitucionales en toda la sociedad; y tercero, que la institución de la revisión judicial tiene capacidad para involucrar e impulsar un debate profundo y extendido en toda la sociedad que tiende a ampliar el apoyo considerado de la población.

La primera tesis es, como mínimo, descriptivamente discutible. Quienes conciben -en la línea del positivismo normativo- que el derecho (también el derecho constitucional) reemplaza las razones morales subyacentes para actuar39, no lograrán nunca entender cómo es que una institución -el derecho- creada para canalizar la acción colectiva en el marco del desacuerdo sustantivo en torno a qué derechos tenemos, puede estar interesada en seguir impulsando el debate sustantivo subyacente en el seno de la sociedad. Para esta concepción del derecho, el derecho no existe para impulsar un debate moral sustantivo, sino para decir quién tiene la razón jurídica y permitir que los agentes del conflicto puedan actuar en consecuencia sin recurrir a la violencia. Un juez que concibe el derecho de este modo nunca estará interesado ni tendrá motivaciones para "arrojar un argumento de derechos fundamentales al debate público extendido en la sociedad", y considerará que su decisión sí está confinada a la esfera jurídica.

Es verdad que, en la medida en que existan muchos jueces y juristas que -en la línea del no positivismo- entiendan que el derecho no reemplaza simplemente las razones morales subyacentes (sino que la relación es más complicada), el núcleo de esta crítica perdería todo filo. Pero entonces el argumento de Lafont pasa a ser meramente dependiente del contexto y de la cultura jurídica de un país, y deja de ser un argumento genérico acerca de los méritos estructurales de la institución de la revisión judicial para asegurar la legitimidad democrática.

La segunda tesis es normativamente controvertible. Quién adjudica la razón entre las partes de un conflicto es tan o más importante que el hecho de que los argumentos correctos que zanjan ese conflicto sean propagados por toda la sociedad. Y la razón es simple, en el marco del desacuerdo moral y de interpretación jurídica en torno a qué derechos tenemos, y ante el carácter impredecible de los conflictos sociales, nos vemos obligados a decidir ex ante quién va a zanjar los conflictos de derechos en aras de dar curso a la acción colectiva. Y tenemos que hacerlo no para prever cómo se decide "este" conflicto en particular, sino cualquier conflicto futuro, porque no podemos darnos el lujo de dejar la autoridad final en suspenso. Y esa pregunta solo puede recibir una respuesta democrática. Que un grupo de jueces no elegidos por la ciudadanía dirima con carácter final y general -o cuasi general- un determinado conflicto de derechos, esgrimiendo como argumento que el título para hacerlo es que su decisión impulsará un debate difundido en toda la sociedad, no es un buen argumento. Y no es un buen argumento porque al momento de dirimir el conflicto con carácter final ese debate aún no se produjo. No parece sensato arrogarse la autoridad para decidir quién tiene derechos trayendo a la palestra la promesa de que los fundamentos de esa decisión servirán para intentar convencer a otros, porque dicha promesa va implícita en el poder de agencia moral, y eso es algo que todos los ciudadanos reclaman en pie de igualdad. Entonces, no es para nada trivial responder a la pregunta de cuál modelo de control judicial de constitucionalidad encuentra justificación a la luz del ideal de DSA. Yo creo que Lafont está equivocada en pensar que un modelo robusto de control judicial de constitucionalidad podría ser congruente con el ideal democrático de DSA, y he defendido que solo un modelo débil es legítimo40.

Pero la tercera tesis es el corazón del problema. Ella sostiene que el derecho a impugnar judicialmente decisiones con el propósito de exigir justificaciones constitucionales razonables a las autoridades tiene capacidad para impulsar un debate profundo en la esfera pública informal, que tendería en el largo plazo, y de manera recursiva, a lograr el apoyo considerado de la población. La flaqueza de esta aseveración es evidente, si la clave para lograr el apoyo considerado consistía en involucrar a los ciudadanos que "están fuera del cerco" -porque solo en condiciones de igualdad y ausencia de intereses se despliega la fuerza racional del mejor argumento-, resulta misterioso cómo es que una decisión judicial vaya a involucrar a esos espectadores desinteresados del conflicto. Ella invoca el caso Obergefell v. Hodges (2015)41 de la Corte Suprema de Estados Unidos -que protegió el derecho al matrimonio homosexual en todo el territorio- y aporta datos de encuestas sobre cómo dicha decisión judicial aparentemente "cambió" las mentes de los ciudadanos en un plazo breve de tiempo42. Pero utiliza una encuesta de 2001 para comparar los datos de opinión de 2014, ¡y la decisión fue tomada en 2015! Concluir, con base en esta comparación tan endeble, que el cambio de las mentes obedeció a la decisión judicial -y no a otras instituciones u otros factores de la cultura societal- me parece una inferencia inválida.

2.2. ¿Y POR QUÉ NO LAS INICIATIVAS CIUDADANAS DE REFERÉNDUM COMBINADAS CON MINI-PÚBLICOS?

Si se quiere verdaderamente involucrar a los espectadores que están fuera del cerco, entonces la revisión judicial no sirve. Tiene garras para decidir y zanjar conflictos, pero no tiene garras persuasivas para convencer a los que están fuera del círculo o perímetro de fuego del conflicto de intereses. Y ni la institución del amicus curiae, ni las audiencias públicas, remediarían el problema, porque estos siguen siendo canales empleados por agentes interesados e inmersos en el conflicto. Mi argumento es que la única institución con capacidad para involucrar, de verdad, a las personas no interesadas en cada conflicto sería la iniciativa ciudadana de referéndum (ICR) con voto obligatorio y quizá con un quórum de participación, antecedida por una asamblea de ciudadanos sorteados que, después de recibir adecuada publicidad en los medios de comunicación, emitiera una recomendación al votante basada en argumentos. Esta sería la mejor manera, a mi modo de ver, de alentar a los espectadores "fuera del cerco" a esforzarse por conocer mínimamente los fundamentos de una decisión o propuesta de política, y votar en consecuencia. Sin la posibilidad efectiva de hacer alguna diferencia en el resultado, a través del ejercicio del derecho al voto en pie de igualdad, no existen motivaciones para esforzarse en conocer y apoyar a alguna de las partes de un conflicto de derechos fundamentales.

Lafont debería abrir su corazón a las ICR, y darles un lugar en su teoría, tal vez bajo formatos innovadores, en vez de seguir insistiendo con una institución que no tiene el fuste comunicativo que pretende -y todo ello sin siquiera mencionar el aura conservadora que suele achacársele-43. Curiosamente, Lafont cita el ejemplo del matrimonio homosexual en Irlanda44 para hacer una interpretación controvertible. Según ella, la decisión judicial en el caso Zappone v. Revenue Commisioners (2006)45, que rechaza la consti-tucionalidad del matrimonio homosexual, desató una conversación profunda que fue zanjada en 2015 en un referéndum constitucional (a favor de su constitucionalidad). Sin embargo, se olvida de apuntar que dicho referéndum constitucional fue antecedido por una asamblea de ciudadanos sorteados que deliberó sobre esa y otras cuestiones importantes durante un año entero, y que dicha asamblea involucró políticos y recibió una difusión prolongada en los medios de comunicación46. Es decir, no es para nada indiscutible que haya sido la decisión judicial desfavorable, en vez de la asamblea de ciudadanos sorteados acompañada de un referéndum, el disparador de la conversación extendida y el gestor del cambio "en las mentes y los corazones".

En DSA se dice que el ideal democrático no requiere la activa participación de toda la ciudadanía, en el sentido de que se espera que los ciudadanos "sean literalmente los autores de todas las leyes y políticas a las que quedan sujetos"47. Pero las ICR tampoco son una institución que aspira a que los ciudadanos sean participantes activos en todas las decisiones, sino en las pocas más relevantes. ¿Y cómo se determina esa relevancia? Sencillo: fijando un umbral de firmas, que varía dependiendo de cada régimen pero que puede ir desde un extremo muy permisivo (como el de Suiza, que requiere de 50.000 a 100.000 firmas), hasta el otro extremo de convertir la institución en papel mojado, por la dificultad de reunir un umbral muy elevado de firmas.

En DSA se dedica un capítulo entero a cuestionar las propuestas que empoderan con poder coercitivo a las asambleas de sorteados o mini-públicos. Lafont cree que los mini-públicos empoderados suponen un atajo, cuyo correlato es la "deferencia ciega" de la población a sus decisiones. Y los mini-públicos empoderados despliegan deferencia ciega no tanto porque no configuren una autoridad epistémica a la que estaría justificado deferir el juicio, sino porque, a diferencia de lo que sucede con las elecciones a representantes, los ciudadanos no pueden controlar ni hacer responsable a nadie de las decisiones que el mini-público toma48. Estoy de acuerdo con esta crítica. Sin embargo, creo que Lafont no logra vislumbrar la posibilidad de combinar los mini-públicos con las ICR con el fin de remediar varios de los problemas que ambas instituciones tienen y con ello lograr un equilibrio virtuoso.

Si es cierto que los mini-públicos aislados están blindados contra la responsabilidad electoral y no garantizan la alineación de objetivos con los ciudadanos, un mini-público empleado como una fase previa de una ICR dejaría de tener esa falencia, porque la mayoría de los votantes tendría el control final de la decisión. Si es cierto que las ICR promueven una participación desinformada, o anclada en atajos heurísticos (básicamente, la confianza en los testimonios de líderes políticos) de dudosa validez epistémica, las ICR que suceden a un mini-público que emite una recomendación a los votantes (como la initiative review de Oregon, desde 2009) remediarían o tenderían a remediar ese problema, porque los votantes ahora tendrían el testimonio de una autoridad epistémica que deliberó en condiciones adecuadas de imparcialidad -suponiendo que ello haya sido efectivamente así-. Y esto no puede ser un atajo inválido ni siquiera bajo el ideal de DSA. Un mini-público informativo, previo a un referéndum iniciado desde abajo, no canalizaría ni la deferencia políticamente ciega ni la deferencia informacionalmente ciega49.

Un ideal democrático participativo robusto debe ir acompañado de un formato mixto que combine ICR con mini-públicos. Con todo, no estoy seguro de que ello demande un sistema de voto obligatorio. Y no estoy seguro del voto obligatorio en los referéndums activados por las ICR porque no considero éticamente justificado exigir a los ciudadanos un compromiso epistémico con todas las políticas públicas que se someten a votación pública. Esto es coherente con afirmar un ideal epistémico participativo que, a diferencia del de DSA, es cognitivamente más indulgente. Sin embargo, desde un punto de vista institucional, un formato mixto brindaría oportunidades más amplias de participación ciudadana, que irían acompañadas con oportunidades adecuadas para informarse.

El ideal de DSA, en cambio, es participativamente austero y cognitivamente más exigente. No tiene un compromiso con la posibilidad institucional de que los ciudadanos, desde abajo, decidan qué cuestiones y propuestas políticas vayan a ser colocadas en la agenda, y decidan con carácter final las cuestiones más relevantes. Solo aspira a que los ciudadanos afectados en sus derechos espoleen un debate en la esfera pública informal a través del control judicial, de suerte que en el mediano plazo se pueda lograr el apoyo considerado de la población, en un marco institucional en el que los que deciden la agenda y los que tienen la autoridad final son unos pocos representantes políticos o jueces electos. En definitiva, exige un esfuerzo cognitivo muy grande sin ofrecer nada de autoridad política a cambio.

CONCLUSIONES

El ideal democrático de DSA aspira a lograr el apoyo e identificación esclarecido o considerado de la población sujeta a coerción, y en aras de no renunciar a lograr el apoyo considerado pleno apuntala la legitimidad en las instituciones más eficaces para lograr ese cometido. Y considera que el control judicial de constitucionalidad es un mecanismo institucional para impulsar una conversación extendida en la población que, de manera recursiva y en el largo plazo, tiende al apoyo y la identificación esclarecida.

Dije que comparto esa aspiración de lograr el apoyo considerado (lo que yo llamo "preferencias basadas en juicios informados, autónomos y orientados al bien común"), pero no estoy seguro de que la "identificación" sea un objetivo valioso que tenga que acompañar necesariamente a dicho objetivo. No creo que se gane nada pretendiendo, además de la verdad, que las personas se identifiquen con la verdad moral. Porque intuyo que, cuando esos dos cometidos apuntan en direcciones contrarias, o bien la teoría deja de ser coherente, o bien el cometido de identificación resulta irrelevante.

Sostuve que el ideal democrático de DSA es cognitivamente muy exigente pero avaro en oportunidades e instituciones para la participación. DSA no ofrece oportunidades para que los ciudadanos sujetos a coerción puedan hacer valer sus ideas y propuestas, tomar parte en la decisión de qué asuntos deberán tratarse, y tener autoridad final sobre los mismos. A falta de instituciones como las iniciativas ciudadanas de referéndum, el ideal de colegislación queda diluido, en la práctica, en la mera posibilidad de ofrecerse justificaciones recíprocas recursivas siempre a la sombra de lo que decidan los representantes políticos o las cortes.

DSA establece un ideal cognitivamente exigente porque no ofrece un tratamiento adecuado a la deferencia esclarecida y a la suspensión del juicio. Del ideal democrático de DSA parecería deducirse que el consentimiento tácito no se presume; y estaría de acuerdo con ello, pero la deferencia esclarecida (la delegación del juicio a autoridades epistémicas o a políticos alineados con nuestros objetivos) y la suspensión del juicio son actitudes epistémicas valiosas en un mundo atiborrado de información compleja, de expertos putativos y charlatanes, un mundo ruidoso en el que no disponemos del tiempo suficiente ni del interés para valorar todas las cuestiones importantes por nuestra propia cuenta. Quizá me equivoque en la manera de interpretar las implicaciones de su teoría, pero mi impresión es que DSA parece colapsar en una posición reduccionista humeana del testimonio de terceros (al no incluir la deferencia esclarecida como actitud virtuosa), además de que no justifica la suspensión del juicio cuando no hay desacuerdos entre expertos. Es decir, no solo aspira a convencer a los que están fuera de la cerca, sino que formula además un reproche implícito a los que suspenden el juicio en esas condiciones. Yo, en cambio, creo que la deferencia esclarecida y la suspensión del juicio son actitudes valiosas, y que la suspensión del juicio debería ser reconocida institucionalmente y tener efectos políticos. Y creo que, incluso a falta de desacuerdo de expertos sobre una cuestión moralmente relevante que involucra derechos fundamentales, el ciudadano que no dispone de tiempo tiene derecho a suspender el juicio.

La demanda cognitiva en DSA no se traduce en una propuesta institucional participativamente robusta. Participar, en la teoría de Lafont, equivale a participar en la argumentación colectiva, no en las esferas en las que se define la agenda y se ejerce la autoridad. Pero esto tiene un peligro evidente, y es que corroe los incentivos más poderosos para argumentar: que nuestras razones cuenten, de hecho, en la decisión, y que cuenten como una voluntad razonada con igual dignidad. Si yo sé de antemano que mi opinión no cuenta, porque no tengo ni voz ni voto en ninguna esfera de decisión con autoridad final, mis incentivos para dar mi opinión esclarecida languidecen. Existe, por lo tanto, una conexión motivacional importante que Lafont pierde de vista, entre las motivaciones para argumentar y convencer de nuestras opiniones consideradas, y el hecho de contar con oportunidades equitativas para definir la agenda y votar en pie de igualdad. Y la institución del control judicial de las leyes no solo no honra esa aspiración participativa institucional, sino que tampoco tiene virtualidad para lograr lo que se pretende de ella: convencer a los espectadores desinteresados que miran desde afuera los conflictos.

El resultado es curioso: por un lado, DSA no considera que instituciones como las ICR sean necesarias para la legitimidad, pero sin embargo reclama a los ciudadanos -que, insisto no tienen oportunidades para que sus juicios se agreguen y hagan una diferencia- un compromiso epistémico robusto. La democracia de DSA no es para flojos que puedan retirarse a la duda a la mínima complicación cognitiva, pero esa exigencia cognitiva no viene acompañada de ninguna puerta para que el juicio de cada cual valga efectivamente en condiciones de igualdad con el de otros. Yo, en cambio, creo que es un peligro que una ciudadanía tome partido en todas las batallas discursivas que se disputan. Sencillamente no podemos jugar todos los partidos ni participar en todas las batallas, y tenemos que ahorrar esfuerzos para dar lo mejor de nosotros allí donde podamos hacer una diferencia. Pero, a diferencia de Lafont, creo que las compuertas del control democrático de la agenda y la participación ciudadana deben estar siempre abiertas. DSA vertebra una democracia cognitivamente exigente pero austera en materia de control democrático de la agenda y de oportunidades de participación directa.


NOTAS

1 Lafont, C. Democracy without Shortcuts: A Participatory Conception of Deliberative Democracy. Oxford: Oxford University Press, 2020.
2 Hazzlit, W. Life of Napoleon. Philadelphia: J.B. Lippincott and Co., 1875, 398.
3 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 102.
4 Ibid., 184.
5 Ibid., 2, 4, 11, 19, 30.
6 Ibid., cap. 8.
7 Linares, S. Democracia participativa epistémica. Madrid: Marcial Pons, 2017.
8 Allí defendí un ideal democrático epistémico que tiene un compromiso estructural con la generación autónoma de preferencias ciudadanas informadas y orientadas al bien común. Procurar la generación de preferencias informadas, autónomas y orientadas al bien común es equivalente, según creo, a decir que las preferencias estén respaldadas en juicios epistémicamente válidos, lo que es igual a procurar no el apoyo, sino el apoyo considerado de la población. Argumenté además que ese ideal se operacionalizaba, en la práctica, en un sistema que garantiza el control ciudadano de la agenda (a través de las iniciativas ciudadanas de referéndum), que ofrece oportunidades equitativas para informarse adecuadamente antes de la toma de decisiones (a través de mini-públicos informativos), y que reconoce y dota de efectos políticos a la suspensión del juicio. Cfr. Ibid., 99.
9 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 2, 4 y 30.
10 "El punto de dar razones para justificar las decisiones políticas a aquellos que están sujetos a ellos no es simplemente el de asegurar que la decisión tiene alguna justificación. El punto es, en cambio, asegurar que los sujetos a coerción también puedan aceptarlas como razonables de suerte de que puedan verse como participantes iguales en el proyecto de autogobierno". Ibid., 182; trad. libre.
11 Goldman, A. Knowledge in a Social World. Oxford: Oxford University Press, 1999.
12 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 18 y 102.
13 Ibid., 111 y 119.
14 "Todos los ciudadanos deben igualmente apropiarse e identificarse con las instituciones, leyes y políticas a las que están sujetos". Ibid., 3; cursivas mías.
15 Russell, B. Pragmatism. En Edinburgh Review. Abril, 1909; reimp. En Philosophical Essays. Cambridge: Cambridge University Press, 1910, 87-126. Citado según la edición de Routledge, 1994, 87-126; Russell, B. An Inquiry into Meaning and Truth. London: Allen and Unwin, 1941; Thayer, H. S. Two Theories of Truth: The Relation between the Theories of John Dewey and Bertrand Russell. En The Journal of Philosophy. 44(19), 1947, 516; Haack, S. The Pragmatist Theory of Truth. En The British Journal for the Philosophy of Science. 27(3), 1976, 231-249.
16 Lafont objeta la concepción mayoritaria que acompaña a la concepción que ella denomina "pluralismo profundo", ya que no existe ninguna seguridad de que las mayorías ganadoras vayan a incorporar los puntos de vista de las minorías vulnerables perdedoras; cfr. Lafont, Democracy without Shortcuts, cit., 46-51. El pluralismo profundo no puede reconciliar la equidad sustantiva de los compromisos con la equidad procedimental de la regla de la mayoría. Lafont, entonces, defiende dos tesis: no solo no es esperable que -bajo el pluralismo profundo- se llegue a compromisos sustantivos sobre cuestiones fundamentales; sucede además que la obediencia minoritaria por compromiso con la equidad procedimental es "ciega", porque no sería epistémicamente válido sacrificar derechos fundamentales en aras de otros logros o beneficios parciales contingentes. Sobre la diferencia entre la justificación proposicional y doxástica cfr. Turri, J. On the Relationship between Propositional and Doxastic Justification. En Philosophy and Phenomenological Research. 80(2), 2010, 312-326; Silva, P. y Oliveira, L. Propositional and Doxastic Justification: New Perspectives in Epistemology. New York: Routledge, 2021.
17 Ella condena la alienación o extrañamiento, que se verifica cuando "las personas deben obedecer leyes que no pueden apoyar tras una reflexión". Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 19.
18 Ibid., 24.
19 Mansbridge, J. A Citizen-Centered Theory. En Journal of Deliberative Democracy. 16(2), 2020, 15-24.
20 Lafont, Democracy without Shortcuts, cit., 8.
21 Ibid., 219.
22 Ibid., 219; cursivas mías.
23 Lafont, C. Against Anti-Democratic Shortcuts: A Few Replies to Critics. En Journal of Deliberative Democracy. 16(2), 2020, 96-109.
24 Coady, C. A. J. Testimony: A Philosophical Study. Oxford: Clarendon Press, 1992; Gelfert, A. Hume on Testimony Revisited. En History of Philosophy and Logical Analysis. 13(1), 2010, 60-75; Goldman, A. Experts: Which Ones Should You Trust? En Philosophy and Phenomenological Research. 63(1), 2001, 85-110; Lackey, J. Learning from Words: Testimony as a Source of Knowledge. Oxford: Oxford University Press, 2008; Lackey, J. Experts and Peer Disagreement. En Benton, M.; Hawthorne, J. y Rabinowitz, D. (eds.), Knowledge, Belief, and God: New Insights in Religious Epistemology. Oxford: Oxford University Press, 2018, 228-245; Lackey, J. y Sosa, E. (eds.). The Epistemology of Testimony. Oxford: Oxford University Press, 2006.
25 Lafont. Against Anti-Democratic Shortcuts, cit., 98.
26 Conocemos cuando tenemos buenas razones para creer (entendida la creencia como una actitud proposicional), pero mucho de lo que sabemos o creemos no es el resultado de haber comprobado por nosotros mismos la evidencia disponible para sostener la verdad de una proposición. Las teorías modernas de la epistemología social se preguntan cuándo y bajo qué condiciones está epistémicamente justificado creer en el testimonio de un tercero respecto de una proposición cuyas evidencias no podemos contrastar por nuestra propia cuenta. Si suscribimos una tesis fuerte de la epistemología normativa humeana, nunca estaría epistémicamente justificado confiar en el testimonio de un tercero si no evaluamos directamente las evidencias que sustentan el testimonio, razón por la cual estaría epistémicamente justificado suspender el juicio incluso cuando no hubiere desacuerdo entre expertos sobre cierta materia. Pero no hace falta suscribir una tesis fuerte, también las tesis débiles de la epistemología humeana conducen a conclusiones similares. Si, por ejemplo, defendemos -en la línea de Jennifer Lackey- que la deferencia al testimonio de un tercero en torno a una proposición compleja puede prescindir de evaluar las evidencias directas que sustentan los contenidos asertivos de los testimonios, pero necesariamente debe procurar hallar evidencias directas: sobre el tipo de hablante (si es epistémicamente competente o no, si es generalmente confiable), el tipo de reporte (si es coherente, riguroso, completo), o el contexto en el que se difunde el testimonio (si es apropiado o no para ser confiable). Entonces, si no hubiésemos tenido tiempo para evaluar estos elementos, también estaría epistémicamente justificado suspender el juicio incluso a falta de desacuerdo entre expertos.
27 Pettit, P Enfranchising Silence: An Argument for Freedom of Speech. En Campbell, T. y Sadurski, W. (eds.), Freedom of Communication. Aldershot: Dartmouth, 1994, 45-55.
28 Landemore, H. Open Democracy: Reinventing Popular Rule for the Twenty-First Century. Princeton: Princeton University Press, 2020, 67-69.
29 Ibid., 69.
30 Cursivas mías.
31 Lafont. Against Anti-Democratic Shortcuts, cit., 99.
32 Linares. Democracia participativa epistémica, cit., cap. 8.
33 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 2, 4, 137, 162.
34 Goodin, R. Between Full Endorsement and Blind Deference. En Journal of Deliberative Democracy. 16(2), 2020, 25-32.
35 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 184-185.
36 Lafont, Democracy without Shortcuts, cit., 186.
37 Chambers, S. Citizens without Robes: On the Deliberative Potential of Everyday Politics. En Journal of Deliberative Democracy. 16(2), 2020, 73-80.
38 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 219-242.
39 Raz, J. Ethics in the Public Domain: Essays in the Morality of Law and Politics. Oxford University Press.
40 Linares. Democracia participativa epistémica, cit., 337-352.
41 Obergefell v. Hodges, 576 U.S. 644 (2015).
42 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 214, nota 48.
43 Gargarella, R. La justicia contra el gobierno: sobre el carácter contramayoritario del control judicial de las leyes. Barcelona, Ariel, 1997.
44 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 220.
45 Zappone & Gilligan v. Revenue Commissioners & Ors [2006] IEHC 404.
46 Elkink, J.; Farrell, D. M.; Reidy, T. y Suiter, J. Understanding the 2015 Marriage Referendum in Ireland: Context, Campaign, and Conservative Ireland. En Irish Political Studies. 32(3), 2017, 361-381; Suiter, J.; Farrell, D. M.; Harris, C. y O'Malley, E. La première Convention Constitutionnelle Irlandaise (2013-2014): un dispositif délibératif à forte légitimité? En Participations. Vol. 20, 2019, 2.
47 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 180.
48 Bächtiger, A. y Goldberg, S. Towards a More Robust, but Limited and Contingent Defence of the Political Uses of Deliberative Minipublics. En Journal of Deliberative Democracy. 16(2), 2020, 35.
49 Bächtiger y Goldberg sostienen que la confiabilidad del testimonio exhortativo del mini-público depende de cuatro aspectos: la naturaleza de la cuestión, la fuerza argumental, la dirección de la recomendación (confirmatoria o no de una opinión previa) y el nivel de consenso. A mi juicio, el testimonio exhortativo del mini-público, ofrecido a los votantes, debería distinguir: los argumentos breves de la mayoría y la minoría, la fuerza numérica de la mayoría y la minoría, la dirección de la recomendación mayoritaria (confirmatoria o revocatoria del statu quo). Y esto debería no solo difundirse a través de medios de comunicación y panfletos, sino en la parte de atrás de la papeleta, tal vez con los argumentos de la mayoría del Congreso (asumiendo, como creo que sería aconsejable, que se trata de una Iniciativa Ciudadana de Referéndum indirecta). Véase ibid., 33-42.


REFERENCIAS

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