10.18601/01229893.n55.06

Múltiples velocidades. Sobre Democracia sin atajos, de Cristina Lafont**

Multiple Speeds. On Democracy without Shortcuts, by Cristina Lafont

JOSÉ LUIS MARTÍ*

* Profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universitat Pompeu Fabra (España). Licenciado en Derecho, doctor en Teoría Política y Social. Ha sido Laurance S. Rockefeller Fellow (Princeton University) y profesor visitante (University of Richmond). Contacto: joseplluis.marti@upf.edu ORCID ID: 0000-0001-5828-8746.

** Recibido el 13 de enero de 2022, aprobado el 30 de julio de 2022.

Para citar el artículo: Martí, J. L. Múltiples velocidades. Sobre "Democracia sin atajos", de Cristina Lafont. En Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia. N.° 55, abril de 2023, 87-104. DOI: https://doi.org/10.18601/01229893.n55.06


RESUMEN

En su último libro, Democracia sin atajos, Cristina Lafont nos propone un exigente ideal de democracia como autogobierno en el que los ciudadanos deben poder participar en los procesos de deliberación pública con el fin de poderse apropiar e identificar por igual con las instituciones y leyes a las que están sujetos. En el arduo camino de aproximación al ideal, Lafont rechaza los atajos mágicos que prometen la realización instantánea del ideal, como los mini-públicos, bajo algunas de sus interpretaciones. En este comentario defiendo que hay dos tipos de atajos de representación institucional, los de sustitución y los complementarios, y que los segundos son totalmente compatibles con el esquema de Lafont. Con respecto a los de sustitución, argumento que cualquier teoría no ideal plausible de la democracia debería también hacerles espacio, bajo ciertas condiciones democráticas sistémicas estrictas.

PALABRAS CLAVE: Democracia, democracia deliberativa, democracia participativa, autogobierno, deliberación pública, mini-públicos, teoría ideal y no-ideal.


ABSTRACT

In her last book, Democracy without Shortcuts, Cristina Lafont advocates a demanding ideal of democracy as self-government in which all citizens must be able to participate in processes of public deliberation and shape the policies they are subject to as well as to endorse them as their own. In the arduous path towards such ideal, Lafont argues, there is no place for magical shortcuts that, under some interpretations, promise its automatic realization. In this comment, I distinguish between replacement shortcuts and complementary shortcuts, and argue that the latter are fully compatible with Lafont's scheme. In regard to replacement shortcuts, I also argue that any plausible non-ideal theory of democracy must make room for them, even if under strict systemic democratic conditions.

KEYWORDS: Democracy, deliberative democracy, participatory democracy, self-government, public deliberation, minipublics, ideal and non-ideal theory.


SUMARIO

Introducción. 1. Democracia ideal y democracia real. 2. El sistema democrático y los "atajos" institucionales. Conclusiones. Referencias.


INTRODUCCIÓN

Cristina Lafont es una de las mejores filósofas políticas del mundo. Y su último libro, Democracia sin atajos. Una concepción participativa de la democracia deliberativa, publicado en inglés en 2020 y en castellano en 2021, es uno de los mejores 10 libros de teoría democrática publicados en los últimos 10 años (en cualquier idioma). Yo aprendo enormemente de Cristina, de cada conversación y seminario con ella, y de cada uno de sus trabajos, todos altamente recomendables. Su concepción de la democracia, síntesis de las ideas de Habermas y Rawls, pero llevadas más allá, puestas al servicio de una democracia fuerte y participativa, un ideal de democracia exigente y para el que no hay atajos posibles, magníficamente detallado en este libro, ha influido mucho mi propio pensamiento. No tengo grandes desacuerdos de principio con Lafont respecto a las tesis principales del libro. Incluso aquellos puntos que, de inicio, me llevaban a asumir una posición crítica, como con respecto a su defensa democrática del control judicial de constitucionalidad de las leyes, tras varias discusiones con la autora puedo afirmar que nuestras posiciones son más cercanas de lo que podría parecer.

La tesis principal del libro es fácil de resumir. En un contexto de crisis generalizada de la democracia, pero al mismo tiempo de resurgimiento masivo de la innovación democrática que ha conducido a la realización de múltiples experimentos institucionales con el claro objetivo de introducir reformas institucionales en la arquitectura tradicional moderna de la democracia, Lafont defiende "una interpretación participativa de la democracia deliberativa que pueda ayudar a evaluar el potencial democrático de propuestas recientes de reforma institucional, propuestas que son cada vez más populares entre los teóricos de la democracia"1. El problema principal que correctamente identifica Lafont es que a menudo estas propuestas experimentales e innovadoras se presentan "como atajos útiles para resolver los complejos problemas a los que se enfrentan los gobiernos democráticos", pero tomar este tipo de atajos "que pasen por alto la deliberación pública sobre decisiones políticas erosionaría aún más el compromiso fundamental del ideal democrático de autogobierno, a saber, el de garantizar que todos los ciudadanos puedan apropiarse e identificarse por igual con las instituciones, leyes y políticas a las que están sujetos"2.

Pensemos en una asamblea ciudadana, en una encuesta ciudadana o en cualquier otro tipo de mini-público. Cuando se constituyen pequeños grupos de ciudadanos elegidos al azar con el objetivo de representar al conjunto de la ciudadanía y se les asigna la función de tomar una decisión en nombre del pueblo entero, lo que parece una forma óptima de representación descriptiva y de deliberación institucionalmente controlada, podemos pensar que este tipo de innovaciones poseen un gran potencial para resolver nuestros déficits democráticos de representación y participación, y por ello es normal que generen gran entusiasmo. Pero los atajos no necesariamente nos llevan a alcanzar el ideal de autogobierno y hacer irrelevante o al menos innecesaria la participación y deliberación públicas del conjunto de la ciudadanía. Debemos examinar críticamente estas nuevas propuestas, que "deberían tener por objetivo aumentar, en lugar de disminuir, la capacidad de los ciudadanos de participar en procedimientos de toma de decisiones que influyan efectivamente en el proceso político, de manera que este vuelva a ser receptivo a sus intereses, opiniones y objetivos políticos"3.

En lo que a democracia se refiere, no existen las soluciones mágicas: "El único camino para obtener mejores resultados políticos es el largo camino participativo en el que los ciudadanos transforman sus opiniones y actitudes mutuamente para forjar una voluntad política colectiva. Ser demócrata es entender que no hay atajos"4. Lafont toma así un camino claramente rousseauniano (y también, diría, kantiano) a la hora de pensar la democracia. Ningún cuerpo representativo que se conforme por medio de unas elecciones libres o de manera aleatoria tras un sorteo puede arrogarse el poder de reemplazar al pueblo y hablar en su nombre exigiéndole deferencia ciega hacia sus decisiones. Los mini-públicos, igual que las cámaras representativas electas, pueden contribuir y estimular la deliberación pública ciudadana, pero no reemplazarla. Y aun las asambleas electas poseen una ventaja determinante sobre los cuerpos formados aleatoriamente, y es que se someten claramente al control último de la ciudadanía, por lo menos de forma retrospectiva en las siguientes elecciones. En realidad, Lafont empuja el viejo argumento habermasiano y rawlsiano en favor de la democracia deliberativa, que rescata la importancia esencial de la deliberación pública ciudadana contra una visión elitista de la representación parlamentaria, y lo extiende a los mini-públicos aleatorios para denunciar la falsa creencia de que estos, por sí solos, pueden acercarnos mejor a cumplir con dicho ideal de deliberación pública.

Con todo y con ello, en este trabajo voy a tratar de argumentar que los atajos que Lafont repudia son, en el mundo en el que vivimos, no solo inevitables, esto es, necesarios, cosa que ella podría aceptar, sino incluso deseables idealmente. En mi opinión, una buena comprensión del tránsito que media entre nuestros ideales normativos más puros y nuestras prácticas reales, siempre complejas e imperfectas, nos debe llevar a aceptar algunos de los atajos que Lafont en principio descarta. Trataré de explicar mi propio punto de vista después de intentar clarificar las nociones de democracia ideal y democracia real, así como la propia noción de "atajo" a la que Lafont se refiere a lo largo del libro. E intentaré mostrar algunos ejemplos de atajos normativamente virtuosos y por lo tanto legítimos, incluso cuando son evaluados desde una teoría democrática ideal tan exigente y ambiciosa como la de Lafont. Argumentaré que las mejores prácticas democráticas reales, las actuales o las posibles a corto plazo, deben funcionar bajo el esquema de un sistema democrático complejo en el que deben existir múltiples vías de representación y participación democrática y múltiples velocidades, algunas de ellas más rápidas que otras. Y que es esta visión sistémica la que nos permitirá garantizar la mejor aproximación al ideal democrático, con la ayuda de estas múltiples velocidades.

1. DEMOCRACIA IDEAL Y DEMOCRACIA REAL

El libro Democracia sin atajos delinea, como ya he dicho, algunos de los elementos centrales del ideal de democracia bajo una concepción participativa de la democracia deliberativa. En este sentido, Lafont se alinea con la teoría democrática actualmente dominante, pero propone una concepción fuertemente participativa de la misma, una en la que los ciudadanos deben implicarse personalmente en la deliberación pública permanente y en los procesos de control al gobierno y a las instituciones representativas. El ideal de autogobierno que Lafont defiende asume el compromiso con esta idea participativa y deliberativa basada en la idea habermasiana del poder comunicativo, según la cual todos los ciudadanos deben poder "participar como iguales en el proceso continuo de formación de una opinión pública considerada en apoyo de decisiones políticas que todos puedan hacer suyas y con las que puedan identificarse"5.

Esta concepción de la democracia es clara y abiertamente ideal. El autogobierno se presenta como un ideal regulativo que, aunque tal vez resulte inalcanzable de forma completa en nuestras democracias reales, marca un horizonte normativo hacia el que debemos tender. El camino, como dice Lafont, es arduo. Pero eso no es razón para abandonarlo. ¿Cómo podemos hacer para que todos los ciudadanos puedan participar directamente en el proceso de formación de opinión pública que, a su vez, sustente y controle las decisiones políticas tomadas en el seno del sistema institucional democrático, y que puedan así hacer suyas dichas decisiones? Alcanzar este objetivo de manera completa, como he dicho, es probablemente imposible o extremadamente difícil. Pero nuestro deber es aproximarnos a él tanto como sea posible. Debemos, por ejemplo, fortalecer los mecanismos de participación que construyen una deliberación pública de calidad, así como los mecanismos populares de control sobre las instituciones políticas. La delegación de poder por parte del pueblo a instancias representativas, como sabe Lafont, pero también Rousseau y Kant, es inevitable e incluso deseable, pues cualquier intento real de establecer un gobierno totalmente directo del pueblo sobre todos los poderes del Estado nos alejaría del verdadero ideal de autogobierno en lugar de acercarnos a él. Y esta, que es una idea casi unánimemente compartida por todos los teóricos modernos y contemporáneos de la democracia, es en realidad un buen precedente para el argumento que Lafont intenta desplegar en el libro en contra de una concepción excesivamente autocomplaciente de los mini-públicos.

Pensemos bien en cómo funcionan los ideales regulativos y lo que esto significa para nuestra teoría no ideal de la democracia6. Si el estado de cosas que nuestra teoría normativa identifica como ideal es inalcanzable, es necesario complementar la teoría ideal con una teoría no ideal de la democracia que nos ayude a identificar qué aproximaciones al ideal son realmente valiosas. Esta idea se encuentra presente en buena parte de la teoría democrática contemporánea. Un teórico tan influyente como Robert Dahl, por ejemplo, ya distinguió desde sus primeros trabajos entre el ideal de democracia, conformado sobre la base de valores, y el conjunto de instituciones reales que uno puede identificar como deseables para operar en condiciones no ideales, a las que él denominó poliarquía7. Lo más interesante de su idea, algo que muchos politólogos olvidan frecuentemente, es que, tal y como afirma Dahl, no es posible identificar ningún conjunto de instituciones reales concretas como democráticas a menos que partamos de un criterio normativo ideal desde el cual evaluarlas, tal y como también nos propone Lafont.

Una crítica habitual a las concepciones ideales de la democracia consiste precisamente en mostrar que algunas aparentes aproximaciones al ideal nos pueden llevar a situaciones muy poco deseables8. Un ejemplo sencillo bastará para mostrar cómo funciona ese aparente problema. El ideal de deliberación pública democrática requiere que la discusión entre ciudadanos sea una discusión libre llevada a cabo entre agentes libres e iguales. Por ello, uno de los derechos fundamentales más esenciales para la democracia es la libertad de expresión. De ahí podríamos inferir que cuantas menos restricciones existan a la discusión pública, más cerca nos encontraremos del ideal. Sin embargo, por lo menos desde John Stuart Mill sabemos que esto no es así, como las redes sociales nos han mostrado con especial intensidad. En determinados contextos, la ausencia de restricciones y de cierta moderación socava las propias bases del debate libre. Si una red social es capturada por hordas de trolls que insultan, hostigan, amedrentan e incluso amenazan a los que piensan diferente, el debate dejará de ser libre. De hecho, no habrá debate alguno. Lo mismo ocurre en una asamblea popular, donde una buena deliberación requiere de reglas de debate (turnos consecutivos, tiempos limitados de intervención, ciertos límites respecto a lo que se puede decir, etc.). Por lo tanto, en algunos contextos serán necesarias ciertas restricciones a la aparente libertad de discusión justamente para promover dicha libertad y evitar que se erosione.

Lo que nos muestra el ejemplo anterior es que una buena aproximación a un ideal regulativo es aquella que permite preservar, promover y alcanzar parcialmente los valores que constituyen el ideal, como el debate libre entre agentes libres e iguales, en mayor medida que otras alternativas accesibles. Y por ello el paso de una teoría normativa ideal a una teoría no-ideal sobre nuestras instituciones reales, una que nos permita identificar cuáles son nuestros deberes deónticos concretos en cada contexto y momento determinados derivados del ideal regulativo, resulta menos automático o directo de lo que pueda parecer. Requiere un análisis pormenorizado, riguroso y necesariamente contextual y comparativo identificar cuáles son dichos deberes actuales9, teniendo en cuenta que lo que aparenta ser una buena aproximación al ideal, como un debate sin reglas o un mini-público, puede realmente no serlo. Lejos de suponer una crítica a las concepciones ideales de la democracia, lo que estos ejemplos enseñan es que no podemos tener una concepción ingenua o simplista de cómo funcionan dichos ideales en nuestras democracias reales, sobre de qué manera nos deben guiar realmente a la hora de diseñar o reformar nuestras instituciones.

Pensemos, una vez más, en el ejemplo de la representación política. Uno puede caracterizar el ideal de democracia de manera que ya incluya la dimensión representativa como la mejor forma de organizar los valores asociados a la idea de autogobierno. Pero, aunque lo hagamos así, debemos comprender bien, primero, cómo funcionaría una cámara representativa ideal, qué poderes debería tener, cómo debería ser elegida, con qué reglas debería operar y, sobre todo, cómo debe rendir cuentas a la ciudadanía y someterse a su control último. Una vez identificados todos esos rasgos ideales, seremos capaces de examinar cómo funcionan nuestras cámaras representativas reales, y realizar todos los ajustes que sean necesarios para que estas se acerquen realmente al ideal de autogobierno, en lugar de alejarse de él. Así puede entenderse cómo la corriente principal de la democracia deliberativa, por lo menos desde las primeras contribuciones decisivas de Jürgen Habermas a fines de los años sesenta10, con pleno espíritu rousseauniano y kantiano y también deweyniano, ponía el acento en mostrar que reducir nuestra idea de democracia a la representación y deliberación que tiene lugar dentro de las cámaras representativas, o, aún peor, a la dimensión competitiva entre las élites políticas, a la manera de Schumpeter, era un grave error. Comprender bien el rol que cumple la participación de la ciudadanía en las elecciones periódicas, un rol no solo puramente electivo ejercido ex ante, sino también un rol de control necesariamente ex post, nos lleva a identificar la importancia radical de la formación de sólidos juicios políticos por parte de los ciudadanos, así como de su transformación o refinado a través de complejos procesos de deliberación pública que ocurren necesariamente fuera de la esfera estrictamente institucional de la democracia. Y este argumento de Habermas en favor de una esfera pública democrática no institucional rica, compleja y deliberativa se aplica no solo a la organización de las cámaras representativas, sino a la de cualquier otra institución del sistema democrático, y entre ellas, eventualmente, los mini-públicos.

Por expresarlo en términos de Lafont, lo opuesto al ideal de autogobierno democrático no es la delegación de poder, sino la deferencia ciega hacia las instituciones a las que se ha delegado ese poder. Y lo que a primera vista podría parecer una buena aproximación a ese ideal puede, en realidad, terminar socavándolo si sus efectos son la erosión de la capacidad ciudadana para formarse juicios políticos sólidos y ejercer su función de control último sobre la base de los mismos. La deferencia ciega hacia cualquier institución del sistema democrático, sea una cámara representativa ordinaria o un mini-público (o cualquier otra institución del Estado), implica una abdicación del poder de autogobierno o de soberanía popular, y por esa razón nos aleja del ideal, en lugar de aproximarnos a él. Es por ello que Lafont no tiene tanto una objeción de teoría ideal contra los mini-públicos, como una reserva sana respecto a algunas de las interpretaciones que han promovido algunos de sus defensores en relación con algunas de sus aplicaciones desde la teoría no-ideal. Y lo que defiende a lo largo del libro no es más que la idea sencilla y obvia, pero a menudo olvidada, de que cada propuesta de diseño o reforma institucional debe ser escrupulosamente evaluada desde la teoría ideal general de la democracia y su consiguiente teoría no ideal contextual y comparativa.

2. EL SISTEMA DEMOCRÁTICO Y LOS "ATAJOS" INSTITUCIONALES

Nuestros sistemas democráticos, al menos bajo el prisma de la democracia deliberativa, son una combinación de arquitectura institucional que debe estar bien imbricada en una esfera pública no institucional plural, rica y gobernada por una deliberación pública informal sólida y activa. Con respecto a la arquitectura institucional, los sistemas democráticos se conforman por un conjunto de instituciones diversas que ejercen funciones también distintas y que obedecen a lógicas y reglas diferentes. Esta diversidad institucional no es problemática. Más bien es la garantía de que el funcionamiento del sistema en su conjunto alcanzará una buena aproximación al ideal democrático, si no la mejor posible. La doctrina moderna de la separación de poderes, por ejemplo, distinguía entre tres poderes fundamentales, el legislativo, el ejecutivo y el judicial, cada uno de los cuales debía tener encomendada una función o funciones propias, así como un rol específico en el control de los demás poderes. Esa doctrina resulta hoy excesivamente simplista, no porque la distinción entre los tres poderes fundamentales no siga siendo válida, sino porque nuestros sistemas han evolucionado desde la época de Montesquieu hacia diseños mucho más complejos con una pluralidad mucho mayor de instituciones con muchas más funciones y roles concretos. Pero la idea básica sigue siendo en buena medida la misma.

Quizá lo más importante en esta idea del sistema democrático sea la perspectiva propiamente sistémica a la hora de analizar las propuestas de diseño y reforma institucionales, si bien ha sido frecuentemente soslayada o no suficientemente apreciada. Son muchos los teóricos democráticos contemporáneos que están tratando de recuperar esta mirada sistémica, esta visión de conjunto sobre las diferentes piezas del sistema democrático11. La ventaja más importante de ver las instituciones del Estado como piezas de un sistema es precisamente la posibilidad de entender que cada una de ellas está llamada a cumplir con un rol y una función distintos para los cuales serán necesarias formas de composición, reglas constitutivas y de funcionamiento así como principios diferentes. Y en relación con esto es fundamental darse cuenta de que principios como el de control popular último, que viene exigido por el ideal de autogobierno, se aplican sin duda al sistema en su conjunto, y tal vez también a algunas de las piezas clave de ese sistema, pero no necesariamente a cada uno de sus elementos individuales, muchos de los cuales no pasan de ser meros engranajes de menor importancia.

Bajo esta mirada sistémica, las instituciones no pueden verse y analizarse ya aisladamente, sino que la evaluación que hagamos de ellas desde nuestra teoría ideal de la democracia debe tener especialmente en cuenta el rol y la posición que cada institución tenga dentro del marco de ese sistema determinado. Por ello, ciertas reglas de elección o composición de una institución, por ejemplo, pueden ser aceptables o incluso necesarias para dicha institución y, en cambio, resultar totalmente objetables si se aplican a otra institución. Tal vez nuestro ideal de autogobierno exige que el parlamento sea elegido democráticamente por parte de la ciudadanía en unas elecciones periódicas, libres y plurales, pero ese mismo esquema puede resultar poco o para nada adecuado para seleccionar a los jueces o a los altos cargos de la administración pública. Del mismo modo, nuestra teoría democrática no-ideal nos debe permitir evaluar las instituciones, reales o potenciales, en un contexto determinado y de forma comparativa con las alternativas realmente existentes en dicho contexto. Una institución puede ser aceptable o incluso necesaria en un país y un momento histórico determinados, y en cambio ser objetable en el país vecino o en un momento histórico distinto, dependiendo de las condiciones de contexto.

Aunque Lafont no dedica demasiado espacio en el libro a desarrollar una visión sistémica de la democracia deliberativa, nada de lo dicho hasta aquí resulta ajeno y menos aún incompatible con su visión. De hecho, tanto su articulación del ideal de autogobierno como buena parte de los argumentos desarrollados en su capítulo más institucional, el 8, dedicado a la justicia constitucional, presuponen esta mirada sistémica con diferenciación clara de roles y funciones. También es importante comprender que todas las instituciones del sistema democrático deben ser diseñadas para acercarse al ideal de autogobierno, pero suponen en sí mismas, y necesariamente, caminos distintos y complementarios de acercamiento a ese ideal. Es aquí donde la noción de atajo adquiere la máxima relevancia. En un sentido literal, si el atajo es el camino más rápido para llegar a nuestro destino, en realidad deberíamos dar la bienvenida a cualquier atajo que nos permita acerarnos más rápidamente al ideal. Como es evidente, no es esta noción la que Lafont rechaza.

Volvamos al ejemplo de las cámaras representativas. Si encontramos formas de mejorar la representación parlamentaria, por ejemplo, fortaleciendo la rendición de cuentas de los representantes, favoreciendo la deliberación intra-parlamentaria y buscando mecanismos que conecten esta deliberación con la deliberación pública informal por parte de la ciudadanía, sin duda esto nos acercará, caeteris paribus, al ideal de autogobierno, y se trata de un camino que debemos tomar. Si ese camino es además relativamente fácil e incluso económico pues utiliza las ventajas de las nuevas tecnologías, aún mejor. Y ese camino bien podría consistir en, o al menos incluir, la constitución de un mini-público, a la manera de los jurados ciudadanos instaurados por Ned Crosby en el estado de Oregon. No es la facilidad, sencillez o rapidez lo que convierte un camino hacia el ideal de autogobierno en atajo. Lo que, en opinión de Lafont, constituye un atajo es el hecho de pensar que ese nuevo proceso o esa reforma institucional pueda venir a reemplazar el más arduo camino de la deliberación pública y a los mecanismos de control último. Lo que hace que un camino sea un atajo es, de nuevo, la deferencia ciega.

Tal vez puede resultar de utilidad, en este punto, introducir una distinción entre dos tipos de atajos: los "atajos de sustitución" y los "atajos complementarios". Un determinado atajo institucional es de sustitución cuando lo que pretende es sustituir al pueblo en la toma de decisiones políticas, con deferencia ciega por parte de este, sin posibilidad de control democrático último. En cambio, un atajo institucional es complementario cuando el arreglo institucional en el que se basa solo pretende complementar el funcionamiento normal de las instituciones democráticas y fortalecer el autogobierno por parte de la ciudadanía. Si se organiza un mini-público como los jurados ciudadanos de Oregon o las asambleas ciudadanas de British Columbia o de Irlanda, todos ellos ejemplos clásicos de innovaciones democráticas basadas en mini-públicos, la lógica que gobierna esa innovación institucional es la de la complementariedad. Y es muy posible, aunque no hay que dar nada por garantizado, que la introducción de dicho mini-público pueda quedar justificada al amparo del ideal de autogobierno. Si, por el contrario, se organiza un mini-público y se le atribuye poder de decisión final, cosa que hace imposible o muy difícil el control democrático último, el ideal de autogobierno difícilmente puede ser honrado. Por el contrario, la deferencia ciega que ese mini-público exigirá por parte de la ciudadanía no puede sino erosionar el ideal de autogobierno. Lafont no tiene ninguna objeción contra los mini-públicos complementarios. Su línea de ataque central en el libro está dirigida a los mini-públicos de sustitución.

Pero aquí es donde comienza el problema. En la arquitectura de un sistema democrático es evidente que necesitamos muchos procesos e instituciones que funcionen de manera operativa y para los cuales no puede haber control posterior por parte de la ciudadanía. No se trata únicamente de procesos administrativos poco importantes. Pongamos un ejemplo del ámbito judicial. La institución del jurado popular ha venido operando en los tribunales de justicia de muchos países con total normalidad. Aunque tiene sus detractores, el argumento principal para defenderla es un argumento democrático12. Los jurados operan como mini-públicos que de algún modo representan al conjunto de la ciudadanía participando directamente en la toma de decisiones judiciales, y lo hacen adoptando decisiones que no son meramente consultivas y que, en muchos casos, tampoco permiten control posterior. Esas decisiones se toman en nombre del pueblo, aunque este carece de la posibilidad de anularlas, y en ese sentido parecen un caso claro de deferencia ciega. Todos deferimos a los 9 o 12 ciudadanos que han sido elegidos por sorteo para que decidan si el acusado es culpable o no y, en su caso, impongan una pena. Y lo hacemos de un modo que no permite por nuestra parte ningún tipo de control concreto.

Lafont puede responder fácilmente a este ejemplo. Los jurados populares que intervienen en los sistemas de justicia no toman decisiones de naturaleza política, mientras que el ideal de autogobierno democrático concierne a las decisiones que sí tienen naturaleza política. Esta respuesta, sin embargo, no parece funcionar tan bien con respecto a otros procesos o instituciones, además de que la diferencia entre las decisiones políticas y las no-políticas no siempre resulta obvia. Los propios tribunales, en especial los de más alto rango, toman a menudo decisiones jurisdiccionales con una clara dimensión política, por ejemplo, las relativas a la interpretación y alcance de los derechos fundamentales recogidos en la Constitución. Los bancos centrales toman decisiones de la máxima importancia económica. Las agencias del gobierno regulan cuestiones de la máxima importancia política, económica y social, en muchas ocasiones de manera bastante independiente. Múltiples instituciones de la Unión Europea establecen regulaciones o imponen condiciones políticas y socio-económicas a los Estados miembros, sin que en la mayoría de las ocasiones ellos o sus ciudadanos puedan participar o mantener un control último. Las organizaciones internacionales, como la OMS, a pesar de su poco poder efectivo, sus problemas presupuestarios y sus competencias tan acotadas, también toman decisiones que afectan a los ciudadanos de los países miembros de una forma que a menudo escapa al control posterior de dichos ciudadanos. Los ejemplos abundan en nuestros sistemas democráticos.

Es claro que muchos de estos ejemplos han sido descritos por algunos teóricos de la democracia como problemáticos desde el punto de vista de la legitimidad democrática. Pensemos en el caso del control judicial de constitucionalidad, en los bancos centrales o en el déficit democrático de la Unión Europea. Y esto parecería dar la razón, al menos en parte, a Lafont. Ella también puede responder, respecto a los demás ejemplos menos problemáticos, lo mismo que de hecho responde respecto al control judicial de constitucionalidad por parte de las cortes supremas y tribunales constitucionales: que el objetivo debe ser el de rediseñar estas instituciones para que generen más oportunidades de participación para la ciudadanía y un mayor y mejor control democrático último. De un modo u otro los ciudadanos mantienen la posibilidad de ejercer dicho control último, pues siempre pueden modificar las leyes que constituyen y regulan el funcionamiento de estas instituciones o, si fuera necesario, incluso la propia Constitución. Y teniendo esto en cuenta, Lafont puede argumentar que el reto sigue siendo el de mantener la capacidad de los ciudadanos de formarse juicios políticos sólidos que permitan ejercer este escrutinio y control y, en su caso, iniciar la reforma legal o constitucional que se estime necesaria. En este sentido, no contarían como ejemplos de deferencia ciega.

Pero, ¿es esto realmente así? Lo cierto es que, aunque el concepto de deferencia ciega pueda parecer claro y categórico, dista mucho de serlo. Pensemos en el tan manido ejemplo de una visita al médico. Acudo a la consulta del médico porque tengo determinados síntomas que me hacen pensar que puedo estar enfermo. Yo no sé nada de medicina y necesito un experto. No cabe duda de que debo tener hacia el médico deferencia epistémica con carácter general. Es cierto que esa deferencia es limitada a los temas médicos, o, aún más, a la disciplina médica en la que el doctor es especialista. El médico puede darme su diagnóstico y recomendarme un tratamiento de entre todos los posibles. Yo debería poder ser libre de decidir si sigo el tratamiento recomendado o si, por el contrario, prefiero alguno de los alternativos que podrían ser menos invasivos, a sabiendas de que pueden ser menos efectivos, o simplemente rechazar cualquier tratamiento. Y mi decisión debe fundarse en razones, digamos, extra-médicas. Lo que no estoy en condiciones de hacer, dada mi ignorancia sobre temas médicos, es discutir su diagnóstico y recomendación de tratamiento sobre la base de razones médicas. Y en la realidad no siempre es posible o fácil delimitar el campo de las consideraciones médicas de las extra-médicas. ¿Significa esto que la deferencia epistémica que le debo al médico es ciega? No totalmente, claro. Primero, puedo contar con indicios más o menos objetivos que me permitan desconfiar o poner en cuestión su dictamen. Segundo, puedo pedir la opinión de otros médicos. Y tercero, siempre puedo pedirle a él explicaciones y razones de su diagnóstico y sus recomendaciones para tratar de evaluarlas por mí mismo. Está claro, sin embargo, que mi juicio sobre su actuación estrictamente médica no podrá ser nunca un juicio fundado y sólido como el que podría formular un médico.

Afortunadamente, el caso del médico no es plenamente extrapolable al ámbito político del que se ocupa Lafont. Si bien es cierto que en las decisiones políticas es siempre muy importante acudir a la opinión de los expertos sobre las cuestiones técnicas involucradas -sobre las cuestiones, por ejemplo, económicas, jurídicas, médicas o, en un sentido amplio, científicas-, también lo es que la decisión estrictamente política se parece más a la decisión última y libre del paciente de seguir o no las recomendaciones de su médico que a la actuación del propio médico. Nuestros representantes deben legislar y tomar decisiones sobre la base de evidencia científica y tras escuchar los juicios de los expertos, pero deben integrar otras dimensiones, digamos, extra-científicas en la toma de decisión. ¿Significa esto que, igual que el paciente en el ejemplo anterior, los ciudadanos no pueden deferir nunca sobre estas cuestiones no estrictamente técnicas, por ejemplo, sobre las cuestiones de valores últimos? ¿No le está dando la razón el ejemplo del médico a Lafont en su rechazo de la deferencia ciega? Sí y no. Lo que el ejemplo del médico sí muestra claramente son dos cosas. Primero, que la deferencia epistémica, en caso de ser requerida, es una cuestión de grado y no de todo o nada. Y, segundo, que incluso en casos simplificados como en el del médico, la distinción entre consideraciones médicas y no médicas no es siempre clara y precisa, y la ponderación entre unas y otras es una tarea compleja para la cual ni el paciente ni el propio médico se hallan en una situación óptima para decidir unilateralmente.

¿Dónde nos deja esto en el caso de los atajos democráticos? Respecto a la cuestión de principio estoy plenamente de acuerdo con Lafont en que los ciudadanos no deberían tener deferencia ciega por ninguna institución del sistema democrático, por ningún atajo de sustitución, a riesgo de sacrificar su capacidad de autogobierno. Esto es particularmente importante con respecto a las decisiones políticas de mayor importancia, como las constitucionales, las de diseño institucional del sistema y las relativas al despliegue legislativo de la protección de los derechos fundamentales. Dicho esto, y dadas las múltiples limitaciones que tenemos en nuestros sistemas democráticos reales que nos impiden alcanzar de modo completo el ideal de autogobierno democrático, resulta evidente que, para la mayoría de decisiones políticas que se toman habitualmente en nuestros sistemas, nuestra capacidad de control estará muy mermada, porque nuestra capacidad de juicio crítico y sólido no nos permitirá llegar más lejos. Esto, es cierto, no implica que la deferencia hacia las decisiones tomadas por esas instituciones deba ser una deferencia ciega. Pero es importante comprender que la noción de deferencia es gradual, y que los grados de, digamos, ceguera pueden variar mucho de un caso a otro, de un contexto a otro. Esto puede ocurrir en el caso de instituciones cuyas decisiones poseen una dimensión técnica muy considerable, como las de un banco central o un tribunal de justicia, o en el caso de decisiones de poca importancia política, como la mayoría de las decisiones que toman las instituciones de nuestro Estado de manera cotidiana. Dadas, insisto, las limitaciones existentes en nuestra realidad no-ideal, puede ser perfectamente aceptable que para determinadas decisiones y en determinados contextos debamos aceptar grados de deferencia fuerte, si no ciega, que convivan con instancias que sí queden sujetas a un mayor control democrático último. Los atajos mágicos no existen. Pero algunos atajos pueden ser necesarios e incluso deseables, y nos pueden llevar a trazar caminos por los que transitemos a distintas velocidades.

Hay un último aspecto que debemos todavía tomar en consideración. Cuando nos movemos en el terreno de la teoría democrática no-ideal, que, como he mostrado más arriba, es necesariamente contextual y además comparativa, nuestras evaluaciones sobre las propuestas de diseño y reforma institucionales deben ser correspondientemente contextuales y comparativas. Y bien podría ser el caso que la introducción de un mecanismo de innovación democrática como un mini-público, aunque funcione como atajo, aunque tenga capacidad decisoria y no permita la revisión, y aunque no fomente especialmente la deliberación pública informal entre la ciudadanía, resulte todavía justificable e incluso deseable. Imaginemos una decisión administrativa en el ámbito municipal, como podría ser una propuesta de rediseño urbano de un determinado barrio. Supongamos que las decisiones de ese tipo las viene tomando el gobierno municipal, con la ayuda de los técnicos en urbanismo, y sin consulta alguna a la ciudadanía, salvo conversaciones relativamente informales con asociaciones de vecinos y asociaciones de comerciantes que pueden estar representados en algún consejo de urbanismo del barrio o del distrito, y en el fondo con una considerable opacidad y poca capacidad de control democrático último. Es cierto que los ciudadanos descontentos siempre podrán castigar electoralmente al alcalde o al partido que tiene el gobierno municipal en las siguientes elecciones si la decisión tomada les parece suficientemente importante y lesiva. Pero no nos engañemos. En unas elecciones los votantes deciden sus votos sobre la base de una miríada de consideraciones entre las que una decisión de rediseño urbano de un determinado barrio probablemente ocupará un espacio muy reducido.

¿De qué manera podríamos fortalecer el autogobierno democrático en un caso así? Idealmente, tal vez el gobierno municipal podría iniciar una campaña de información pública que estimule el debate ciudadano, podría crear espacios locales de deliberación, e incluso intervenir en los medios de comunicación generando una discusión abierta y plural que, eventualmente, podría desencadenar en una consulta ciudadana, una vez haya decidido si los ciudadanos que deberían ser llamados a esa consulta son únicamente los residentes del barrio, o también los que trabajan o transitan por las vías públicas que van a ser rediseñadas. No es que una opción como esta esté exenta de problemas, pero si se hace bien, se diseña adecuadamente y se invierten suficientes recursos y esfuerzos -cosa que, tampoco nos engañemos, no suele ser el caso-, un proyecto de participación ciudadana como este podría tener efectivamente un impacto notable en el fortalecimiento de la capacidad de juicio político crítico y sólido por parte de los ciudadanos y, por ende, de su autogobierno democrático. El problema es que, de nuevo, dadas las limitaciones de todo tipo que pesan sobre nuestros sistemas democráticos, limitaciones de tiempo, de recursos económicos y humanos, y de coste de oportunidad, un proyecto, digamos, maximalista de participación deliberativa no siempre es posible o incluso deseable. De nuevo aparece la necesidad de abrir caminos que funcionen con velocidades múltiples. Si el rediseño urbano en cuestión no tiene, supongamos, una gran trascendencia política general, tal vez resulte más adecuado crear un mini-público, una asamblea ciudadana relativamente pequeña y elegida aleatoriamente, que escuche a los técnicos, que escuche la propuesta del ayuntamiento, que discuta y evalúe las propuestas alternativas de decisión y, finalmente, que tome la decisión en nombre del conjunto de la ciudadanía. Ese puede ser un buen atajo por el que transitar a alta velocidad, reservándonos las vías lentas para aquellas cuestiones que resultan más importantes y centrales en nuestro complejo sistema democrático. Y, en última instancia, los votantes pueden seguir castigando electoralmente al alcalde por haber implementado ese mecanismo si no están satisfechos con su resultado.

Esta asamblea actuaría, si lo pensamos bien, como un jurado popular en un tribunal de justicia -y esa es la razón por la que comencé mencionando ese caso-. Idealmente, sería mejor que esa asamblea ciudadana sirviera de estímulo a un debate ciudadano generalizado y continuado. Pero aquí no estamos en circunstancias ideales. Nos movemos en el terreno siempre más pantanoso y difícil de las circunstancias no-ideales. Tal vez, una vez tomemos en consideración todas las razones relevantes, por ejemplo, en términos de coste económico y de coste de oportunidad, concluyamos que la asamblea ciudadana es una opción mejor para el conjunto del sistema democrático, aun cuando no sirva realmente para promover la deliberación pública informal. Tal vez no sea tan importante mantener una deliberación pública informal, rica y continuada sobre este tema de menor importancia. Y, aun así, dado que la evaluación de la propuesta de reforma institucional debe ser siempre comparativa, tal vez concluyamos que celebrar una asamblea ciudadana con poder decisorio sea la mejor forma, en este contexto, de promover el ideal de autogobierno, abriendo la toma de decisiones municipales a un conjunto de ciudadanos de forma que se impida o reduzca la opacidad anterior y que permitan tomar en consideración puntos de vista más plurales y más cercanos a los de la ciudadanía común, haciéndolo de forma rápida y con un coste relativo bajo. En definitiva, la introducción de un mini-público con capacidad decisoria final podría ser vista como la mejor opción para promover el ideal de autogobierno democrático que defiende Lafont, la opción más deseable en ese contexto.

Lafont podría responder dos cosas sobre mi ejemplo. Primero, que al poner un ejemplo en el que, de forma explícita, la dimensión política general es menos central e importante, estoy cambiando el terreno central de juego de su argumento. Y, segundo, que, aunque el mini-público al que se le encomienda decidir sobre la propuesta de rediseño urbano en el barrio tenga la capacidad de decisión última, eso no implica que la ciudadanía haya quedado completamente sustituida y que deba actuar con deferencia ciega respecto a su decisión. Las dos respuestas serían correctas. Pero deben ser matizadas. En primer lugar, porque el ejemplo tan solo muestra que en el contexto de un sistema democrático como el que aspiramos a alcanzar en nuestras sociedades reales hay muchos espacios abiertos para introducir procesos e instituciones que, como los mini-públicos, operen con considerable independencia respecto al juicio político del conjunto de la ciudadanía. Tal vez estos espacios no deban ser los más centrales, pero son probablemente los más numerosos dentro del conjunto del sistema. En segundo lugar, la distinción entre decisiones que resultan centrales e importantes políticamente y las que no lo son no siempre es clara, y en cualquier caso es por supuesto de grado. Una decisión aparentemente intrascendente puede cobrar, de pronto, y por circunstancias varias, una trascendencia política insospechada y, en todo caso, no parece haber una distinción categórica de principio para excluir el tipo de consideraciones a las que he apelado en el ejemplo del rediseño urbano en casos de mayor trascendencia política. Finalmente, tal vez la ciudadanía no esté condenada a tener deferencia ciega respecto a la decisión de la asamblea ciudadana del caso del rediseño urbano. Pero dadas las condiciones de contexto, la deferencia que será aconsejable tener podría ser muy probablemente asaz elevada. Si no completamente ciega, sí casi-ciega. Y ello tanto por motivos epistémicos -por confiar en que los ciudadanos sorteados que se han tomado su tiempo analizando la información y debatiendo rigurosamente sobre las alternativas- como, sobre todo pragmáticos -por el coste de oportunidad-. Como ya he dicho, la deferencia no es una cuestión de todo o nada, sino de grado, y en muchos casos y contextos la ciudadanía puede tener buenas razones para mostrar una deferencia fuerte. Lo que me lleva a pensar que también la distinción entre atajos de sustitución y atajos complementarios debe verse como una distinción de grado.

CONCLUSIONES

Una de las principales conclusiones que podemos extraer de la discusión anterior es que en la tesitura de evaluar las propuestas de reforma institucional democrática es necesario examinar caso por caso, y que no podemos excluir de entrada ningún tipo de mecanismo institucional. Para decirlo con mayor claridad, cuando evaluamos propuestas de diseño o reforma institucionales para el mundo real debemos hacerlo de forma contextual y comparativa, tomando en cuenta el lugar que esa reforma ocupará en el sistema democrático más amplio, y puede que en muchas ocasiones lleguemos a concluir que, dadas las muchas limitaciones a las que nos enfrentamos, determinadas instituciones como los mini-públicos pueden ser una buena opción, un buen atajo, una vía rápida, incluso cuando la deferencia que nos exijan sea elevada, incluso cuando el grado de sustitución con el que operan sea muy alto. Los atajos, tanto si son básicamente complementarios como si tienen un efecto de sustitución importante, deben encontrar un espacio en el siempre complejo diseño de la arquitectura institucional de un sistema democrático, un sistema que debe habilitar vías que nos permitan transitar a distintas velocidades. No cabe, en mi opinión, y por las razones aquí expresadas, una objeción de principio generalizada contra ellos. Especialmente si garantizamos la aplicación del principio de control popular último sobre el conjunto del sistema democrático y sobre sus elementos centrales.

Los mini-públicos y otras innovaciones democráticas, como acepta Lafont, poseen un gran potencial para fortalecer nuestros precarios y frágiles sistemas democráticos y acercarlos aún más al ideal de autogobierno, especialmente cuando cumplen una función complementaria. Con carácter general, es cierto que no deberíamos actuar con respecto a ellos de forma completa o ciegamente deferente. Pero eso es cierto con respecto a cualquier otra institución del sistema democrático, incluyendo aquellas que son vistas como centrales en nuestras democracias modernas, como los parlamentos. Ni más, ni menos. Por otra parte, la prudencia nos debe llevar a admitir que las posibilidades de ejercer control último democrático sobre la base de un juicio político crítico y sólido por parte de los ciudadanos, formado y transformado a través de una deliberación pública informal, son en general limitadas, y que debemos escoger bien las batallas que vamos a disputar para preservar dichas posibilidades de control, reservándolas para los asuntos de mayor calado político, como las constitucionales. E incluso en ese ámbito, el de la reforma constitucional, los mini-públicos se han mostrado como una herramienta interesante, capaz de fortalecer el debate público, antes que socavarlo, como muestra el ejemplo de las asambleas ciudadanas en Irlanda, especialmente si, como también reconoce Lafont, no se les otorga a dichas asambleas una capacidad de decisión final que escape al control democrático último. Dicho esto, es necesario reiterar que la deferencia exigible hacia instituciones y procesos concretos puede ser variable, mayor o menor, y en algunos casos puede ser muy elevada, como ya he dicho, por razones epistémicas tanto como pragmáticas. El sistema, una vez más, debe funcionar con múltiples velocidades.

Todo esto es perfectamente compatible con la visión principal defendida por Lafont en el libro: que no debemos partir de apriorismos ni de simplificaciones y que cada propuesta concreta de diseño institucional debe ser cuidadosamente examinada a la luz del ideal regulativo del autogobierno democrático, y más concretamente de una concepción participativa y deliberativa del mismo. El argumento que he desarrollado en este breve comentario puede verse únicamente como un intento de refinar y explicar mejor los problemas que nos vamos a encontrar a la hora de llevar a cabo dicha evaluación. Y, para ello, en mi opinión, Lafont debería sacar más partido en su libro a las implicaciones de la distinción entre teoría ideal y no-ideal, así como desarrollar más ampliamente una visión sistémica de la arquitectura institucional de un Estado democrático. En la democracia, como en la vida, siempre es mejor disponer de diversos caminos abiertos, y es cierto que no siempre será mejor tomar el más corto ni el más rápido, pero también lo es que el camino más arduo y lento no es tampoco necesariamente el mejor en todos los casos. Habilitemos vías de múltiples velocidades para acercarnos mejor a nuestro ideal.


NOTAS

1 Lafont, C. Democracia sin atajos. Una concepción participativa de la democracia deliberativa. Madrid: Trotta, 2021, 20.
2 Ibid., 20.
3 Ibid., 19.
4 Ibid., 21.
5 Ibid., 33.
6 Sobre la noción de ideal regulativo véase Martí, J. L. La república deliberativa: una teoría de la democracia. Madrid: Marcial Pons, 2006, 24-31; Martí, J. L. La nozione di ideali regolativi: note preliminariper una teoria degli ideali regolativi nel diritto. En Ragion pratica. 2, 2005.
7 Véase Dahl, R. La democracia y sus críticos. Barcelona: Paidós, 1992; Dahl, R. La democracia. Una guía para los ciudadanos. Madrid: Taurus, 1999.
8 A modo de ejemplo, defendí una concepción fuertemente ideal de la democracia deliberativa en mi libro Martí. La república deliberativa, cit. Fueron varios los autores que me formularon una crítica parecida. Véase, por ejemplo, Ovejero, F. ¿Deliberación en dosis? En Diritto e questioni pubbliche. N.° 9, 2009, 323-332; Bayón, J. C. ¿Necesita la democracia deliberativa una justificación epistémica? En Diritto e questioni pubbliche. N.° 9, 2009, 189-228; o Linares, S. Democracia participativa epistémica. Madrid: Marcial Pons, 2017, cap. IV, 101-138.
9 Nótese que las nociones de teoría ideal y teoría no-ideal que estoy utilizando aquí son mucho más amplias que las que utilizó y popularizó John Rawls, muy influyentes en la filosofía política posterior, pero limitadas a algunos presupuestos ideales concretos, como la obediencia generalizada a las reglas. Véase Rawls, J. A Theory of Justice. Cambridge: Harvard University Press, 1971.
10 Véanse, por ejemplo, Habermas, J. Historia y crítica de la opinión pública. A. Domènech (trad.). Barcelona: Gustavo Gili, 1981 [1962]; Habermas, J. Problemas de legitimación del capitalismo tardío. J. L. Etcheverri (trad.). Madrid: Cátedra, 1999 [1973]; Habermas, J. Facticidady validez. M. Jiménez Redondo (trad.). Madrid: Trotta, 2010 [1992].
11 Véanse, por ejemplo, Parkinson, J. y Mansbridge, J. Deliberative Systems: Deliberative Democracy at the Large Scale. Cambridge: Cambridge University Press, 2012; Rey, F. The Representative System. En Critical Review of International Social and Political Philosophy. 2020; entre otros.
12 Véase, por ejemplo, Dzur, A. Punishment, Participatory Democracy, and the Jury. Oxford: Oxford University Press, 2012.


REFERENCIAS

Bayón, J. C. ¿Necesita la democracia deliberativa una justificación epistémica? En Diritto e questioni pubbliche. N.° 9, 2009, 189-228.

Dahl, R. La democracia y sus críticos. Barcelona: Paidós, 1992.

Dahl, R. La democracia. Una guía para los ciudadanos. Madrid: Taurus, 1999.

Dzur, A. Punishment, Participatory Democracy, and the Jury. Oxford: Oxford University Press, 2012.

Habermas, J. Facticidady validez. M. Jiménez Redondo (trad.). Madrid: Trotta, 2010 [1992].

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Linares, S. Democracia participativa epistémica. Madrid: Marcial Pons, 2017.

Martí, J. L. La nozione di ideali regolativi: note preliminari per una teoria degli ideali regolativi nel diritto. En Ragion pratica. 2, 2005.

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Rawls, J. A Theory of Justice. Cambridge: Harvard University Press, 1971.

Rey, F. The Representative System. Critical Review of International Social and Political Philosophy, 2020. DOI: 10.1080/13698230.2020.1808761.