10.18601/01229893.n55.08
Por una democracia ciudadana sin "atajos". Sobre Democracia sin atajos, de Cristina Lafont**
For a Citizen Democracy without "Shortcuts". On Democracy without Shortcuts, by Cristina Lafont
ROBERTO GARGARELLA*
* Profesor de Teoría Constitucional y Filosofía Política en la Universidad Torcuato Di Tella (Argentina) y de Derecho Constitucional en la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Abogado y sociólogo de la Universidad de Buenos Aires y doctor en Derecho de la misma universidad y de la Universidad de Chicago (Estados Unidos), con estudios posdoctorales en el Balliol College de la Universidad de Oxford (Reino Unido). Investigador superior cünicet. Contacto: roberto.gargarella@gmail.com ORCID ID: 0000-0003-1579-5427.
** Recibido el 8 de mayo de 2022, aprobado el 9 de agosto de 2022.
Para citar el artículo: Gargarella, R. Por una democracia ciudadana sin "atajos". Sobre Democracia sin atajos, de Cristina Lafont. En Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia. N.° 55, abril de 2023, 125-139. DOI: https://doi.org/10.18601/01229893.n55.08
RESUMEN
Este trabajo realiza una revisión crítica sobre el libro de Cristina Lafont, Democracia sin atajos, abordando tres de los temas tratados allí por la autora: el valor de los "mini-públicos" en el contexto de una radical crisis de representación, como la que vivimos; el problema democrático que plantea la intervención de los tribunales en la decisión (final) de controvertidos asuntos de interés público (una intervención que Lafont alienta enfáticamente en su trabajo), y los límites propios de una visión que propone reducir el papel de la ciudadanía a una intervención destinada a presentar "desafíos" frente a las decisiones tomadas por las autoridades públicas.
PALABRAS CLAVE: Democracia, deliberación, asambleas ciudadanas, participación, epistocracia.
ABSTRACT
This is a critical review of Cristina Lafont's work, Democracy without Shortcuts. This paper deals with three of the issues addressed by Lafont in her book: the value of "mini-audiences" in the context of a radical crisis of representation, such as the one we are experiencing; the democratic problem posed by the intervention of the courts in the (final) decision of controversial matters of public interest (an intervention that the author emphatically encourages, in her work); and the limits of a vision that she proposes that reduces the role of citizens to an intervention aimed at presenting "challenges" against the decisions made by public authorities.
KEYWORDS: Democracy, deliberation, citizen assemblies, participation, epistocracy.
SUMARIO
Introducción. 1. Sobre el valor especial de los "mini-públicos" en contextos de crisis institucional. 2. Sobre el papel de los tribunales. 3. La intervención ciudadana como "desafío". Referencias.
INTRODUCCIÓN
En las páginas que siguen, comentaré brevemente algunos aspectos del último e importante libro publicado por la filósofa Cristina Lafont, en el año 2020. El trabajo se titula Democracy without Shortcuts. A Participatory Conception of Deliberative Democracy (Oxford University Press) y en él la autora presenta y desarrolla muchos de los temas e intereses teóricos que ha venido cultivando en los últimos años. En tal sentido, su última obra nos ofrece un buen panorama de los debates académicos que han atraído su atención durante su ya consolidada carrera académica, exponiendo a la vez el "estado de situación" de su propia concepción sobre tales cuestiones: la teoría democrática, la participación ciudadana, los enfoques dialógicos, el papel de los jueces y la judicial review, el derecho internacional de los derechos humanos, los tribunales internacionales, las propuestas renovadas de diseño institucional, etc.
De manera especial, el libro torna visible la particular concepción de la democracia, de raíz deliberativa y participativa, sobre la cual Lafont ha venido trabajando en los últimos tiempos. La autora se ha ido convirtiendo, a lo largo de décadas, en una de las mejores expositoras y continuadoras de la visión deliberativa de la democracia elaborada en su momento por su maestro, Jürgen Habermas. Una excelente expresión de este vínculo es la que se reconoce, por ejemplo, en el libro The Habermas Handbook1, que Lafont, recientemente, coeditara.
En la presente etapa -la que su último libro torna visible- Lafont aparece particularmente interesada en subrayar la importancia esencial de los componentes dialógicos e inclusivos de la teoría de la deliberación democrática. Ello así, de manera especial, frente al saliente riesgo que parece advertir en ciertos desarrollos recientes de dicha teoría. Lafont se muestra preocupada por la supuesta ligereza (o irresponsabilidad) con que antiguos defensores de aquella robusta concepción de la democracia han pasado a abrazar algunas "alternativas" en apariencia "realistas" del exigente ideal regulativo fijado por la teoría de la deliberación democrática. Por ello, una parte muy significativa y central de este nuevo libro se encuentra dedicada a criticar las alternativas "pluralista", "epistocrática" y "lotocrática" de la democracia. Según la autora, estas tres visiones compartirían una común ansiedad frente a los problemas propios de las democracias contemporáneas, que las llevaría a tomar -indebidamente, y de manera contradictoria con los propios compromisos fundamentales que les dan sentido- "atajos" destinados a resolverlos. En algunos casos, desde tales visiones se buscaría sobrepasar raudamente el problema de la "ignorancia política"; en otros, el de la "deliberación de baja calidad"; y en todos los casos se propondría actuar a través del recurso a herramientas que sacrifican el aspecto inclusivo/participativo/masivo de la democracia. Para Lafont, este tipo de sacrificios resultan impermisibles, y particularmente inaceptables en concepciones que pretenden -de alguna u otra manera- inscribirse dentro de los confines de las teorías democrático-deliberativas. La propuesta de la autora -como lo expresa el propio título de su obra- exhibe una orientación más bien opuesta a la sugerida: ella defiende "una democracia sin atajos".
En el amplio espacio que Lafont dedica en su libro a confrontar y desechar estas visiones "alternativas" -en la parte "negativa" de su nueva obra- ella deja en claro la particular incomodidad que le genera una propuesta como la de los mini-públicos, esto es, asambleas compuestas por participantes seleccionados al azar (normalmente un azar "corregido" para garantizar en la asamblea una diversidad que refleje a la que es propia de la comunidad mayor representada), que deliberan en torno a algún o algunos problemas de interés público. En lo personal, como habitual defensor de las concepciones deliberativas de la democracia, que aprendí a valorar a través de las enseñanzas del filósofo Carlos Nino (y también, debo agregar, como "simpatizante" de alternativas tales como la de los "mini-públicos"), me acerco al libro de Lafont con enorme empatía: encuentro allí excelentes fundamentos y críticas para sostener visiones como las que me interesa defender. Sin embargo, para continuar con mi conversación crítica con la autora, me concentraré en lo que sigue en tres de los temas abordados en su libro, en donde reconozco actuales o potenciales diferencias con los criterios que ella mantiene. Me refiero a: el valor que sigo encontrando en los "mini-públicos" en el contexto de una radical crisis de representación, como la que vivimos; el problema que sigo reconociendo en la intervención de los tribunales para la decisión (final) de controvertidos asuntos de interés público (una intervención que la autora alienta enfáticamente en su trabajo), y los límites que advierto en la idea de una intervención cívica de la comunidad fundamentalmente reducida a presentar "desafíos" frente a las decisiones tomadas por las autoridades públicas. Dado que, en los últimos meses, he tenido la oportunidad de discutir en más de una ocasión con la autora, acerca de estos temas y otras cuestiones de su libro, en la medida de lo posible introduciré mis observaciones aludiendo a las aclaraciones y respuestas que ella presentara, oportunamente, frente a mis comentarios.
1. SOBRE EL VALOR ESPECIAL DE LOS "MINI-PÚBLICOS" EN CONTEXTOS DE CRISIS INSTITUCIONAL
En los últimos trabajos producidos por Cristina Lafont y también, por consiguiente, en el libro que aquí comento, la autora ha dedicado una enorme atención a los "mini-públicos"2. Lafont -una crítica severa de los mismos- reconoce, en principio, el valor, y por tanto el atractivo que es propio de tales mecanismos institucionales. La idea es que, gracias a su carácter representativo, y a partir de su número de miembros reducido, estas asambleas podrían generar decisiones más "refinadas", a través del recurso a procesos deliberativos. En apariencia, este tipo de alternativas nos ofrecerían grandes beneficios, sin mayores pérdidas: conseguiríamos, a través de ellas, ver satisfechos los requerimientos de espejo (representación plena) y filtrado (deliberación profunda) que resultarían distintivos de los procesos (en apariencia inviables o imposibles) democrático deliberativos -es decir, de una diálogo democrático que abarque a toda la sociedad-. Ocurre que para Lafont, al mismo tiempo, y sobre todo, estos "mini-públicos" nos darían un ejemplo principal, y particularmente serio, de los "atajos" a los que aludiera más arriba, y en especial de los problemas propios de esos "atajos" (que aquí, arquetípicamente, implican "ahorrarse" o dejar de lado los más costosos procesos de participación y discusión de "todos los afectados"): la ciudadanía general se vería obligada entonces a "deferir ciegamente" a las decisiones tomadas por actores que no son ellos mismos, ni sujetos que estén bajo su control.
El ataque teórico que Lafont lanza sobre los "mini-públicos" es arduo y persistente a lo largo de muchas de las páginas centrales del libro (en momentos, pareciera residir allí la Bête Noire contra la cual la obra está escrita). Sin embargo, Lafont nos aclara que sus críticas al respecto no deben verse como dirigidas a negar el valor de los "mini-públicos", y ni siquiera como una forma de rechazar el empleo de los mismos para mejorar la deliberación política en la esfera pública (cfr., por ejemplo, las páginas 134-137 de su libro). Lo que explica la intensidad de su crítica se vincula -finalmente- con las virtudes que dan tanto atractivo a estas alternativas: los "mini-públicos" ofrecen una respuesta excepcional a los demócratas deliberativos, frente a sus críticos (me refiero a los deliberativistas habitualmente acusados por defender alternativas irrealizables, imposibles, utópicas o ridículas), y por ello mismo han tendido a generar un inmediato e intenso entusiasmo entre los teóricos de la deliberación democrática. Lafont, a través de su libro, quiere resistir dicho comprensible entusiasmo, no porque desconozca el aporte posible de los "mini-públicos", sino porque -razonablemente- no está dispuesta a abdicar del ideal participativo -una abdicación que estima común entre algunos de sus colegas-.
Desde mi punto de vista, y tal como adelantara, los "mini-públicos" representan una novedad institucional que los demócratas deliberativos debemos recibir con buen ánimo (sin que dicha actitud nos lleve a considerarlos, en sentido alguno, como una panacea, o -mucho menos- como la realización efectiva del "ideal regulativo" de la democracia deliberativa). Ello así, en particular, en contextos como el actual, distinguidos por una radical crisis de representación3. Según entiendo, la presente crisis de representación -que tomo como un supuesto en mi análisis- se origina en factores múltiples, de los que destacaría uno, en particular: el hecho de que nuestros arreglos institucionales derivan (no solo de una filosofía política elitista, de la que ahora no me ocuparé, sino también) de una sociología política -de una lectura sobre la sociedad circundante- que ha quedado por completo caduca. La consecuencia es que el entramado constitucional que se construyó, a partir de dicha lectura de la realidad, ha quedado irreparablemente incapacitado para cumplir con los propósitos principales -en este caso, el propósito de "representación social plena"- que se pretendía alcanzar, a través del mismo4: la sociedad sobre la que pretenden actuar las instituciones constitucionales creadas, tiene poco o nada que ver con la existente o imaginada en el momento de su diseño.
En efecto, según entiendo, los "padres fundadores" del constitucionalismo (y muy claramente, los responsables del constitucionalismo en las Américas) pretendieron diseñar un sistema institucional capaz de dar cabida a todos los sectores de la sociedad. Y lo hicieron, obviamente, conforme a una serie de supuestos que, en el mejor de los casos, pudieron tener algún sentido (algún componente de "realidad") 200 años atrás. Entre ellos: que la sociedad a ser representada era relativamente pequeña en número; que ella se encontraba dividida en pocos grupos (propietarios y no propietarios; acreedores y deudores; minorías y mayorías; ricos y pobres); que tales grupos tenían intereses homogéneos, y que cada uno de ellos estaba compuesto por individuos auto-interesados. A partir de supuestos tales era posible concluir que, con poco esfuerzo institucional, el sistema de gobierno iba a ser capaz de cumplir su promesa de "representación plena". Finalmente, con que el sistema asegurara, dentro del esquema de gobierno, la presencia de algunos pocos miembros de cada uno de los grupos sociales principales, "toda la sociedad" quedaría representada, y sus intereses bien defendidos: algunos (pocos) propietarios defenderían bien el interés de (todos) los propietarios; como algunos (pocos) endeudados se ocuparían de resguardar bien el interés de (todos) los endeudados. La(s) minoría(s) y la mayoría quedarían debidamente integradas en el gobierno, y sus intereses adecuadamente protegidos5. Pues bien, luego de más de dos siglos nos resulta hoy claro que aquella pintura de la sociedad, aquellos supuestos y aquellas recomendaciones institucionales tienen actualmente poco sentido: en la actualidad nos movemos en el marco de sociedades muy numerosas, plurales/multiculturales en su composición, fragmentadas en millares de grupos con intereses heterogéneos, etc. En el contexto de este radical multiculturalismo, las instituciones diseñadas (pensadas para sociedades pequeñas y homogéneas) se muestran radicalmente incapacitadas para cumplir con sus prometidos propósitos (resulta inconcebible pensar, en la actualidad, por ejemplo, que algunos obreros que lleguen al Congreso van a poder representar los intereses de toda la clase obrera, y por tanto asegurar la defensa de los intereses de buena parte de la sociedad). A través de los arreglos todavía vigentes no hay manera de que las instituciones políticas den cabida a la diversidad social existente por fuera de ellas.
Es allí donde alternativas como la de los "mini-públicos" se convierten en interesantes y atractivas, especialmente para quienes -como yo- defendemos el ideal de la "conversación entre iguales"6. Tales alternativas prometen ayudarnos a conocer voces y miradas (y así, aportes y objeciones frente a las políticas públicas) que, de otro modo, ignoraríamos por completo. En tal sentido, los "mini-públicos" pueden contribuir a dotar de "oxígeno" democrático a instituciones en todo sentido corroídas (y "erosionadas"), que -conforme a su actual estado- se muestran como completamente irrecuperables. Se trata de lo que -con sus peculiaridades y diferencias- nos ofrecieron (entre muchas otras) las asambleas ciudadanas de Irlanda, sobre el aborto y el matrimonio igualitario (2012, 2016); o las desarrolladas en Canadá, en torno a los sistemas electorales -en la Columbia Británica, en 2005; y poco después en Ontario, en 2006-; o las que se llevaron a cabo en Islandia, en materia de reforma constitucional (2009-2013). Conocimos allí el enorme potencial -representativo y deliberativo- de estas pequeñas asambleas ciudadanas, que volvieron a darnos algo importante -en el sentido de la "inclusión" y la "discusión" que reclamamos los demócratas deliberativos- que nuestras instituciones "oficiales" se mostraban completa e insalvablemente inaptas para darnos. Por eso el interés que muchos demostramos hacia tales experimentos democráticos.
Entiendo, en todo caso (y luego de haber conversado con Cristina Lafont al respecto), que la autora comparte mucho de lo que arriba afirmo. Ella centra sus críticas, finalmente, en una cierta mirada sobre los "mini-públicos", desarrollada por (digámoslo así) una peculiar categoría, dentro del grupo de académicos que defienden la democracia deliberativa: un grupo elitista o "epistócrata", que resiste la apertura de los "mini-públicos" hacia el resto de la ciudadanía, a la que en definitiva considera (como "populacho", es decir,) como indigna de llevar adelante el tipo de deliberaciones que los "mini-públicos" están llamados a desarrollar. Una aclaración de este tipo nos permite entender la crítica que realiza Lafont, en su libro, frente a tales asambleas, como una crítica profunda, a la vez que estrecha y acotada. Sin embargo, mi impresión es que el conjunto de las personas a las que, en definitiva, ella aparece dirigiendo su fuerte crítica resulta extraordinariamente reducido: tal vez (es lo que creo) se trate de un muy pequeño puñado de autores reconocidos. Ello explica también, entonces, por qué es que algunos (demócratas deliberativos) pensamos que su crítica hacia la citada práctica resulta, en algún sentido, desproporcionada: son muchos los aportes que pueden ofrecernos los "mini-públicos", en términos de deliberación e inclusión democráticas; y, en razón de los mismos, somos muchos (ciudadanos en general, académicos, activistas) los que nos acercamos a estas alternativas con moderadas expectativas, particularmente en vista de la catástrofe institucional en la que nos encontramos atrapados, y de la cual no vemos fácil salida.
2. SOBRE EL PAPEL DE LOS TRIBUNALES
El segundo comentario que quiero presentar, frente al reciente libro de Lafont, se relaciona con la parte más "positiva" o propositiva de su obra. Al respecto, y en primer lugar, quiero hacer referencia al lugar que su renovada teoría les reserva a los tribunales, en general (más específicamente, a la judicial review), y a los tribunales internacionales, en particular. En el capítulo 8, en especial, la autora defiende el "caso democrático" de la revisión judicial de las leyes, y lo hace de un modo que busca ser plenamente consistente con su concepción deliberativa de la democracia; y capaz, a la vez, de reconciliar los ideales del constitucionalismo con el ideal democrático del autogobierno colectivo. Para ella, las críticas habituales que tantos hacen (hacemos, hemos hecho) sobre la revisión judicial se derivan de una visión "sincrónica", que es "estrecha en términos temporales", y por tanto incapaz de reconocer el papel que los ciudadanos juegan y pueden jugar en el proceso de control constitucional de la legislación7.
A Lafont le interesa destacar, entonces y en primer lugar, el papel que los ciudadanos del común pueden jugar como "iniciadores" del proceso de discusión e interpretación constitucional. La idea es que, cuando un ciudadano afectado por una determinada política o norma legislativa la impugna en sede judicial -desafiando, de ese modo, el valor de la misma-, dicho ciudadano ayuda a "constitucionalizar" apropiadamente el debate político. Se trata de algo que es muy distinto y mucho más interesante que lo que otros defensores de la revisión judicial enaltecen de dicho proceso, esto es, el hecho de que, a través de la intervención de los jueces, el debate sobre la validez del derecho gana "insularidad", y da entonces la espalda al debate político. Lafont no defiende (sino que objeta) esa potencial "despolitización" del debate: lo que ella sostiene es la "constitucionalización" de la discusión política, que tiene su inicio en las quejas del ciudadano común. La "contestación" o "desafío" legal aparece entonces como una expresión valiosa del compromiso ciudadano con la política (por más que desafíos tales aparezcan motivados a partir de cuestiones fundamentalmente personales), que de ese modo "activa" la intervención de los tribunales. Aquí -cuando los jueces comienzan a examinar la validez de las normas- es donde, para Lafont, el proceso de interpretación constitucional termina de ganar sentido: se pone de esta forma en marcha la conversación colectiva sobre temas constitucionales. Así es como la autora describe, entonces, lo que el derecho al "desafío legal" le asegura al ciudadano que interviene en el proceso político constitucional. Esa intervención -afirma Lafont- "le da al ciudadano el derecho a ser escuchado, a abrir o reabrir la conversación sobre la constitucionalidad de una ley o una política, con base en argumentos, de forma tal que ahora las justificaciones razonadas y explícitas a favor o en contra de la norma van a tornarse disponibles en la deliberación pública"8. Esta discusión razonada -agrega la autora- es algo que las legislaturas, típicamente, pueden ofrecer, pero no nos garantizan, dada la dificultad que existe para anticipar el impacto que normas aún en apariencia modestas pueden ejercer en la vida común. De allí el gran papel que la teoría de Lafont quiere reservar para los tribunales: el de "iniciadores de la conversación" sobre la constitucionalidad de cualquier ley o política9. Esto explica, por lo demás, que ella se anime a terminar su libro (me refiero, de hecho, al último párrafo del mismo) con un abierto y enfático llamado a "crear y sostener instituciones internacionales fuertes" -típicamente, tribunales internacionales al estilo de la Corte Europea de Derechos Humanos- como el mejor antídoto contra las "amenazas populistas" que se ciernen sobre nuestras democracias nacionales10.
Es respecto de estos asuntos -respecto de la justificación del papel de los tribunales, y su contribución al debate público- que mis diferencias con lo que señala Cristina Lafont son mayores, y más difíciles de saldar. Son muchas las cuestiones que mencionaría a propósito de ello, pero en lo que sigue limitaré mis objeciones a su postura a solo tres cuestiones, que presentaré muy brevemente.
En primer lugar, señalaría que, en la mayoría de nuestros países, resultan mínimas las posibilidades con que cuenta un ciudadano común para impugnar una norma en los tribunales, y limitadas entonces las chances de estos para convertirse en promotores del debate público. Para comenzar, las condiciones que establecen nuestros sistemas jurídicos, en términos de standing (quiénes están autorizados legalmente para iniciar el litigio por un caso) son extremas, y tienden a dejar afuera (excluida) a la vasta mayoría de la población (i.e., de manera habitual, un ciudadano común no puede presentar una demanda en tribunales cuando conoce una situación de injusticia y explotación, por ejemplo en una fábrica o en una mina: solo los que se encuentran directa y seriamente afectados por dicha injusticia pueden hacerlo). Peor que eso, los costos económicos que suele implicar la presentación de una demanda judicial, el pago de los abogados, etc. tornan a tales litigios virtualmente imposibles o inalcanzables para el ciudadano común (que hará todo lo posible por resolver su dificultad por "fuera" de los tribunales). Y a ello se agregan obstáculos de todo tipo: desde geográficos (la distancia física de una mayoría de la población en relación con los tribunales) a formales (las absurdas exigencias de forma que suelen requerirse para la presentación de una demanda ante los tribunales). Ni hablar, por supuesto, del acceso del ciudadano común a los tribunales internacionales -una posibilidad reservada para personas y situaciones absolutamente excepcionales (típicamente, bajo el auspicio de poderosos abogados u organizaciones no gubernamentales)-.
En segundo lugar, diría que es difícil de aceptar la sugerencia de Lafont conforme a la cual los tribunales son o pueden convertirse en "iniciadores de la conversación pública". Más bien -diría- lo que tiende a ocurrir es lo contrario: los tribunales acostumbran a "cerrar" el debate público sobre los temas que abordan. Por ello es que hablamos de -y nos quejamos sobre- la capacidad que tienen los tribunales de pronunciar la "última palabra" sobre los asuntos constitucionales más importantes. Si un tribunal dice que la homosexualidad no puede criminalizarse, la homosexualidad no puede criminalizarse, y punto: se terminó la conversación política al respecto. Y si dice también que un presidente puede presentarse a su tercera reelección (porque el derecho a ser elegido es un derecho humano, como sostuvo el Tribunal Plurinacional de Bolivia, en 2017, en defensa de Evo Morales), a pesar de que dicha posibilidad se encuentra explícitamente negada por la letra de la Constitución del país, ese presidente tiene derecho a ser reelegido, y punto (ello a pesar de que -como en el caso de Bolivia citado- un plebiscito convocado por el propio presidente, buscando sortear la Constitución, le hubiera negado, también -del mismo modo que el texto explícito de la Constitución- esa posibilidad). Entiendo y conozco que Lafont no simpatiza con la idea (y con la descripción de la noción) de "última palabra". Desde una visión como la suya puede afirmarse que, más allá de cualquier sentencia judicial, la conversación pública "iniciada" por la ciudadanía que litiga, prosigue, como puede decirse que la decisión tomada en un momento por un tribunal puede, eventualmente, volver a cambiar años después, a resultas del modo en que esa conversación social va progresando y cambiando, con el paso del tiempo. Sin embargo, lo cierto es que esta réplica también merece relativizarse: es dable esperar, en efecto, que una decisión tomada por el máximo tribunal, en torno a un tema muy controvertido -aborto, consumo de estupefacientes- cambie, después de algunos años. Pero es cierto también que, típicamente, la decisión de un tribunal superior, una vez producida, tiende a convertirse en una pesada lápida, que cae sobre la conversación colectiva hasta aplastarla: puede enervarla, en especial al inicio; todavía puede ser cambiada, eventualmente, pero para esto pasarán, normalmente, demasiados años, y será colosal la energía cívica que se tornará necesaria, entonces, para revertir lo decidido ya por los tribunales. Conviene notarlo, todo esto es algo que no ocurriría, obviamente, si estuviéramos hablando de la decisión de un órgano político (por eso, en términos de Bruce Ackerman, en la historia de nuestros países encontramos "momentos constitucionales" solo de manera muy excepcional).
Finalmente, en tercer lugar, haría referencia a los viejos criterios para el diseño institucional que propusiera, en su momento, James Madison (en El Federalista n.° 51), aplicados ahora a la organización del poder judicial. Madison, como recordamos, sostuvo entonces que para organizar de modo adecuado una institución debían combinarse apropiadamente las "motivaciones personales" esperables en los funcionarios públicos con los "medios constitucionales" que se asignaban a dichos cargos. Resultaba absurdo diseñar una institución (como, según él, hacían muchos de sus adversarios) esperando que los cargos en cuestión fueran a ser ocupados por seres "angelicales". Si los funcionarios fueran ángeles, luego -concluía Madison- las instituciones perdían todo sentido. Retomo estos criterios madisonianos para sostener -contra Cristina Lafont- que ella parece esperar de los tribunales el desarrollo de algunas tareas y propósitos (inclusivos y deliberativos, por ejemplo) que no es esperable, bajo las condiciones e incentivos institucionales presentes, que ellos desarrollen. Más bien lo contrario: en las condiciones presentes, esperablemente, los jueces tenderán a actuar de una forma tal que les permita expandir su poder, afirmarse en su vanidad, ganar influencia y poder de decisión, imponer sus propios criterios sobre los de la política, etc.11.
3. LA INTERVENCIÓN CIUDADANA COMO "DESAFÍO"
En relación con lo afirmado en el punto anterior (sobre el papel de ciudadanos y tribunales como "disparadores" de la conversación), quisiera agregar aquí otra cuestión, que procura poner en foco el papel que la teoría de Lafont reserva para la ciudadanía democrática. Me refiero, de modo particular, a su énfasis en el rol "contestatario" o "desafiante" que tiene o puede tener el ciudadano común en una democracia deliberativa. Según el "enfoque institucional de la justificación pública" que defiende Lafont, una sociedad democrática debe asegurarles a los ciudadanos "el derecho efectivo al desafío legal y político, que los empodere, permitiéndoles disparar un proceso de justificación pública, relacionado con la razonabilidad de las políticas que ellos consideren inaceptables"12. De allí el vínculo que la autora encuentra entre este tipo de intervención ciudadana y la revisión judicial de las leyes, y de allí también el especial valor que le asigna a dicha tarea en el marco de una democracia deliberativa. A resultas de tales consideraciones es que Lafont puede sostener (hablando del poder de "desafío" ciudadano), con rotunda contundencia, algo como lo siguiente: "Es en virtud de este poder comunicativo que todos los ciudadanos, religiosos o seculares, pueden participar como iguales en el proceso abierto (ongoing) de moldear y dar forma a la opinión pública considerada, en apoyo a las decisiones políticas con las que ellos pueden identificarse. Así es como debe lucir una democracia sin atajos"13.
Frente a este tipo de afirmaciones es que quisiera presentar una última línea de (preliminares y provisionales) críticas al libro de Lafont. Ello así, en particular, en consideración de algunas de las observaciones que ya realizara sobre su trabajo. En efecto: i) en el marco de sistemas políticos extremamente deficitarios, en términos de representación política; sistemas que, por lo demás, ii) hacen muy difícil, para el ciudadano común, el "ingreso" al proceso de toma de decisiones (i.e., a través del inicio de una demanda legal); y en donde, asimismo, los tribunales tienen una fuerte (y difícilmente reversible) capacidad de "cierre", la idea del "desafío" ciudadano pierde mucho de su atractivo. Dentro de un contexto institucional semejante, el papel efectivo que puede jugar un ciudadano en el "moldeo" de la legislación que se le va a aplicar, es en extremo modesto y excepcional. Las ocasiones reales en que dicho sujeto, esperablemente, va a convertirse en "protagonista" (aun parcial) de la política son marginales, si es que no directamente insignificantes (muy probablemente "nunca", en su vida como ciudadano, o eventualmente en alguna que otra ocasión excepcional). Todo parece jugar en contra de la posibilidad de que la ciudadanía ocupe un papel efectivo en la vida pública, hasta hacer realidad el sueño del "autogobierno colectivo". Esto porque la política profesional le bloquea las puertas de ingreso (se muestra virtualmente impermeable a las demandas ciudadanas); mientras que la justicia formal le "cierra" las puertas de salida (afirmando, en los hechos, la "última palabra", o al menos una "palabra" destinada a "estabilizarse" por años o décadas); y todo ello, en el marco de un sistema de toma de decisiones que, en su conjunto, se muestra como inaccesible, laberíntico y altamente burocratizado. Claramente, todo parece hecho para que un solo lobista, en condiciones de "golpear las puertas" de los principales tomadores de decisiones, cuente con mayores chances de "triunfar" con sus reclamos que millones de personas en la calle, reclamando por lo contrario. Todos los incentivos institucionales parecen orientados en la dirección opuesta a la esperada o reclamada por los demócratas deliberativos.
Finalmente, iría un paso más allá del señalado, para llamar la atención sobre los límites propios de una concepción como la del "desafío", presentada en su libro por Cristina Lafont (o, de manera similar, por otros autores como Philip Pettit, en sus trabajos sobre el republicanismo cívico)14. A mi entender, el papel que dicha concepción les reserva a los ciudadanos del común, en el marco de una teoría comprometida con la deliberación democrática, es demasiado exiguo: nada relevante, en los hechos. Esto no solo a la luz de las "limitaciones realmente existentes", examinadas en los párrafos anteriores. Sino también, y sobre todo, porque una democracia participativa y deliberativa necesita de ciudadanos que puedan (y quieran) ser protagonistas de sus propias vidas en común, "todo a lo largo". Quiero decir: en una democracia deliberativa, los ciudadanos deben contar (obviamente) con fáciles modos de iniciar una conversación pública, pero también con buenas posibilidades de continuar esa conversación, desarrollarla en sus detalles, y finalmente decidirla, en cuanto a los modos efectivos de su aplicación. En otros términos: no se trata de que (como parece derivarse del esquema propuesto por Lafont) los ciudadanos (en el mejor de los casos) queden en condiciones de iniciar una conversación constitucional, que los legisladores luego desarrollarán (reemplazando a los ciudadanos) y los jueces finalmente decidirán (más allá o en contra de lo que se decida políticamente) en caso de controversias y "desacuerdos".
Para autores como Lafont, que rechazan la "epistocracia" y repudian los "atajos", debería resultar claro que una "pintura" institucional como la planteada termina por incorporar los males ("epistocracia", "atajos") que venía a denunciar. Lafont parece consciente de estos problemas (puntos 8.1 y 8.2 de su libro), pero no termina de resolverlos, o concluye desviando la vista frente a los mismos. Para la autora, en efecto (y según viéramos) los jueces no "despolitizan" la discusión constitucional, sino que "constitucionalizan" la discusión política; mientras que los magistrados se limitan a "estructurar de modo apropiado el discurso político sobre derechos y libertades fundamentales", lo cual serviría a una función "genuinamente democrática"15. Estas consideraciones resuenan bien, pero -lo cierto es que, finalmente- agregan poco de interés a nuestra discusión. Cuando pienso, por ejemplo, en la discusión ciudadana que se diera -espontáneamente- en mi país, Argentina, en torno al aborto, en el año 2018 (una discusión, como sabemos, tremendamente difícil en el terreno legal, filosófico, moral, político, etc.), no visualizo, en modo alguno, una discusión "mal estructurada", necesitada de la intervención judicial para ser puesta en o redirigida hacia los carriles legales apropiados (Jeremy Waldron afirma algo similar, en relación con las discusiones sobre el aborto que siguió en el parlamento inglés, vis-à-vis el tipo de discusiones judiciales que conoció en Estados Unidos, también en torno al aborto). Más aún, considero que la negación de dicha idea (la que expresa un ejemplo como el citado -en este caso, un ejemplo que alude a la riqueza de la discusión llevada adelante por la ciudadanía en torno al difícil tema del aborto) merece ser descrita como "epistocrática": otra vez, nos quedamos frente a una propuesta que, en definitiva, propone mejorar la (en apariencia descarrilada) discusión popular recurriendo a "atajos" epistémicos.
Entiendo que Cristina Lafont puede retroceder un poco, al menos en relación con la "versión más fuerte" de dicha postura anti-mayoritaria, para aclarar (como lo hiciera en las conversaciones que mantuvimos al respecto) que ella se encuentra pensando, fundamentalmente, en los derechos de minorías que de ningún otro modo, esperablemente, tendrían acceso al proceso de toma de decisiones. Es decir, no es que ella considere que el único o exclusivo rol de la ciudadanía, en la vida política, sea el de "desafiar", eventualmente, lo decidido y hecho por el funcionariado público. Lo que ella reivindica es el papel de "desafío" que debe asegurarse -a todos, y de modo particular- a las minorías desapoderadas. Así expuesta -creo yo- su postura gana interés, pero no resuelve los problemas del caso. Por ejemplo, la minoría afroamericana, en Estados Unidos, no solo tiene el derecho (que se ha ganado por sí misma) de salir a manifestarse contra la represión policial que como conjunto sufre (Black Lives Matter), o el de protestar en contra de y desafiar judicialmente todo tipo de discriminación legal y/o estructural que padezca, sino también el derecho de intervenir de modo activo y protagónico en la discusión y decisión de sus propios asuntos, todo a lo largo y en todos sus detalles. No puede ser que -por seguir con el ejemplo- terminen siendo cinco aristócratas en toga los que determinen si, finalmente, la comunidad afroamericana está sufriendo discriminación legal o no; o que sea un pequeño grupo de legisladores al servicio de un grupo todavía menor de lobistas el que finalmente determine el modo en que hacer frente a la eventual discriminación que padece dicha minoría (discriminación de la que la élite dirigente, tal vez, se aprovecha o toma ventajas).
Como se advierte, los temas y controversias que el libro de Cristina Lafont (me) genera son numerosos y riquísimos. La conversación (nuestra conversación) merece (y va a) seguir, mucho más allá de estas pocas páginas de comentarios. En definitiva, y a la luz de todo lo sostenido hasta aquí, quisiera concluir afirmando que Democracia sin atajos constituye una obra rigurosa, compleja y excepcional, con independencia de los matices y reservas que uno pueda señalar frente al libro. A través de su obra, Lafont nos ha dado una nueva prueba del valor de sus escritos, y ha demostrado -una vez más- el admirable compromiso político que distingue a toda su ejemplar carrera académica.
NOTAS
1 Brunkhorst, H.; Kreide, R. y Lafont, C. (eds.). The Habermas Handbook. New York: Columbia University Press, 2018.
2 Véase, por ejemplo, Lafont, C. Deliberation, Participation, and Democratic Legitimacy: Should Deliberative Mini-publics Shape Public Policy? En Journal of Political Philosophy. 23(1), 2015, 40-63; Lafont, C. Can Democracy be Deliberative & Participatory? The Democratic Case for Political Uses of Mini-Publics. En Daedalus. 146(3), 2017, 85-105.
3 Me ocupo de tal cuestión, dejando por ahora solo anotado que tampoco coincido con la autora en la sugerencia que hace, conforme a la cual la defensa de los "mini-públicos" tendería a acompañarse con una actitud de "deferencia ciega" hacia lo decidido por sus miembros: no distingo una tal "ceguera" como predominante, entre académicos, activistas y participantes de tales experiencias.
4 El ideal de la "representación plena" forma parte esencial del constitucionalismo moderno, y encuentra arraigo en la vieja idea de la "constitución mixta" -vigente desde la Antigüedad hasta el temprano constitucionalismo inglés- que asumía como propósito el de hacer un lugar institucional a cada uno de los diferentes "órdenes" sociales (i.e., a la plebe, a la nobleza, a la realeza, etc.).
5 Como sostuviera Alexander Hamilton al respecto, en uno de sus discursos fundamentales dentro de la Convención Federal: "In every community where industry is encouraged, there will be a division of it into the few & the many. Hence separate interests will arise. There will be debtors & creditors &c. Give all power to the many, they will oppress the few. Give all power to the few, they will oppress the many. Both therefore ought to have power, that each may defend itself against the other". En Farrand, M. (ed.). The Records of the Federal Convention of 1787. New Haven, Conn.: Yale University Press, 1937, vol. 1, 431.
6 Así en mi libro The Law as a Conversation among Equals. Cambridge: Cambridge University Press, 2022.
7 Lafont, C. Democracy without Shortcuts: A Participatory Conception of Deliberative Democracy. Oxford: Oxford University Press, 2020, 225.
8 Ibid., 230.
9 Ibid., 236.
10 Ibid., 242.
11 Alguno de los evaluadores del texto me preguntaba por las dis-analogías con que evaluaba, de mi parte, a mini-públicos y tribunales. Fundamentalmente: ¿por qué sería dable esperar, de parte de los primeros, ciertas virtudes o contribuciones (i.e., como iniciadores de la conversación pública), y no de los segundos? Entiendo que he ido aclarando ya los posibles "por qué", pero subrayaría aquí, sobre todo, dos aspectos. Por un lado, por la composición: los mini-públicos se componen de ciudadanos del común que, esperablemente, compartirán con la ciudadanía ciertas demandas, quejas y expectativas, algo que no es esperable, en principio, de los tribunales, cuyos miembros -por el solo hecho de ocupar los cargos que ocupan- pasan a vivir en condiciones económicas objetivas de privilegio. Por otro lado, por los incentivos institucionales y las herramientas de que disponen: los tribunales tienen los poderes de "iniciar" una conversación, pero también el de avanzarla poco, o sesgarla, o bloquearla, o sepultarla por años. Entonces, no es dable esperar que, como regla, se auto-sujeten las manos, para actuar de formas respetuosas del debate democrático (cuando, por ejemplo, pueden simplemente imponer su visión y hacer "triunfar", simplemente, la posición que prefieren). ¿Por qué, pudiendo "lo más", van a optar, esperablemente, por hacer "lo menos"?
12 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 186.
13 Ibid., 240.
14 Pettit, P. Republicanism: A Theory of Freedom and Government. Oxford: Oxford University Press, 2001. De todos modos, Lafont distingue su visión del enfoque más "apolítico" o "despolitizado" que propone Pettit. Véase, por ejemplo, 227.
15 Lafont. Democracy without Shortcuts, cit., 228.
REFERENCIAS
Ackerman, B. We the People: Foundations. Vol. I. Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1991.
Brunkhorst, H.; Kreide, R., y Lafont, C. (eds.). The Habermas Handbook. New York: Columbia University Press, 2018.
Farrand, M. (ed.) The Records of the Federal Convention of 1787. Vol. 1. New Haven: Yale University Press, 1937.
Gargarella, R. The Law as a Conversation Among Equals. Cambridge: Cambridge University Press, 2022.
Hamilton, A.; Madison, J. y Jay, J. El Federalista, 2.ª ed. México: Fondo de Cultura Económica, 2010.
Lafont, C. Can Democracy be Deliberative & Participatory? The Democratic Case for Political Uses of Mini-Publics. En Daedalus. 146(3), 2017, 85-105.
Lafont, C. Deliberation, Participation, and Democratic Legitimacy: Should Deliberative Mini-publics Shape Public Policy? En Journal of Political Philosophy. 23(1), 2015, 40-63.
Lafont, C. Democracy without Shortcuts: A Participatory Conception of Deliberative Democracy. Oxford: Oxford University Press, 2020.
Pettit, P. Republicanism: A Theory of Freedom and Government. Oxford: Oxford University Press, 2001.