10.18601/01229893.n55.13

Defendiendo la democracia como diálogo inclusivo sin atajos. Algunas respuestas a mis críticos**

Defending Democracy as an Inclusive Dialogue without Shortcuts. Some Replies to my Critics

CRISTINA LAFONT*

* Catedrática de Filosofía de la Universidad de Northwestern (Estados Unidos). Contacto: clafont@northwestern.edu ORCID ID: 0000-0002-1029-9689.

** Recibido el 30 de diciembre de 2022, aprobado el 12 de enero de 2023.

Para citar el artículo: Lafont, C. Defendiendo la democracia como diálogo inclusivo sin atajos. Algunas respuestas a mis críticos. En Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia. N.° 55, abril de 2023, 241-274. DOI: https://doi.org/10.18601/01229893.n55.13


RESUMEN

En esta contribución analizo algunas de las cuestiones y objeciones centrales que plantean los participantes en este simposio sobre mi libro Democracia sin atajos. En primer lugar, clarifico algunas cuestiones relativas a mi crítica a las concepciones pluralistas profundas de la democracia. En segundo lugar, me centro en la difícil cuestión de la completitud de la razón pública, así como de las consecuencias prácticas en su ausencia. En tercer lugar, ofrezco algunos argumentos contra la objeción de que mi concepción de la deliberación pública es demasiado exigente mientras que mi concepción de la participación ciudadana es demasiado austera o insuficientemente exigente. En cuarto lugar, respondo a la cuestión de si la proliferación de mini-públicos empoderados podría estar justificada en circunstancias no ideales como lo es la ausencia de democracia global. Utilizo la distinción entre atajos complementarios y sustitutivos para mostrar que los primeros pueden servir funciones democráticas mientras que los segundos no lo pueden hacer ni en circunstancias ideales ni en no ideales. Por último, respondo a algunas de las objeciones a mi interpretación participativa de la legitimidad democrática de la revisión judicial.

PALABRAS CLAVE: Pluralismo, razón pública, democracia deliberativa, participación, mini-públicos, democracia global, revisión judicial, legitimidad democrática.


ABSTRACT

In this essay I address some questions and objections brought about by the contributors to this special issue on my book Democracy without Shortcuts. First, I clarify various questions related to my criticism of deep pluralist conceptions of democracy. Second, I address the difficult question of the completeness of public reason and the practical consequences in its absence. Third, I offer various arguments against the objection that my account of public deliberation is too demanding whereas my account of citizen participation is too austere or insufficiently demanding. Fourth, I address the question of whether the proliferation of empowered minipublics could be justified under non ideal circumstances such as the lack of global democracy. I use the distinction between complementing and sustitutive shortcuts in order to show why the first can serve democratic goals whereas the second cannot both in ideal and non-ideal circumstances. Finally, I address several objections to my participatory interpretation of the democratic legitimacy of judicial review.

KEYWORDS: Pluralism, public reason, deliberative democracy, participation, minipublics, global democracy, judicial review, democratic legitimacy.


SUMARIO

Introducción. 1. ¿Es posible el acuerdo político? Precisiones sobre mi crítica al pluralismo profundo. 2. ¿Qué tipo de acuerdo político es posible si la razón pública no es completa? 3. ¿Demasiada deliberación y poca participación? 4. ¿Atajos antidemocráticos para llegar a una democracia global? 5. Control de constitucionalidad y legitimidad democrática. Referencias.


INTRODUCCIÓN

Para un autor no puede haber mayor privilegio que recibir comentarios, críticas y objeciones a su obra, especialmente cuando proceden de autores con un conocimiento profundo de los asuntos en cuestión. Es la mejor forma de aprender a ver implicaciones que uno no había anticipado y de identificar lagunas y dificultades que requieren respuesta. Dada la densidad y complejidad de los comentarios incluidos aquí no puedo hacer justicia a todas y cada una de las cuestiones que se plantean. Pero voy a intentar dar algunas respuestas iniciales y tentativas con la esperanza de que sirvan de primer paso para un diálogo a continuar. He agrupado mis comentarios en torno a temas centrales que los trabajos compilados en este simposio discuten desde perspectivas diversas y siguiendo el orden en que aparecen en el libro.

1. ¿ES POSIBLE EL ACUERDO POLÍTICO? PRECISIONES SOBRE MI CRÍTICA AL PLURALISMO PROFUNDO1

En su comentario, Jürgen Habermas señala, con razón, que mi crítica a la concepción pluralista profunda de la democracia es incompleta. Para completarla habría que mostrar que los enunciados normativos pueden justificarse. Como él indica, "si los enunciados morales, que constituyen el núcleo de las controversias sobre las cuestiones políticas, no pudieran ser verdaderos, carecería de sentido todo intercambio deliberativo de razones a favor y en contra de los enunciados normativos en el debate político". Estoy de acuerdo. Una defensa completa de la tesis de que los desacuerdos políticos pueden superarse razonablemente requiere un análisis metaético que identifique con éxito los estándares que pueden utilizarse para justificar enunciados normativos en general. No ofrezco ese análisis en el libro. De haberlo hecho, habría defendido una interpretación no reduccionista de la ética del discurso que permite explicar la relación interna entre la corrección moral y el acuerdo discursivo, sin reducir la una a la otra. Como indica en sus comentarios, Habermas rechaza esta interpretación porque teme que equivalga a una forma de realismo moral que asimile el significado de las pretensiones de validez asertivas a las normativas.

En mi opinión, estos temores son infundados. Durante las últimas décadas hemos sostenido un debate en el que he intentado mostrar que solo la interpretación no reduccionista de la ética del discurso puede evitar las consecuencias antifalibilistas de la interpretación constructivista que Habermas defiende, según la cual el acuerdo discursivo no es solo indicativo, sino que es constitutivo de la corrección moral2. Sea esto como fuere, no he incluido ni este ni ningún otro debate metaético en el libro por una razón concreta. Tal inclusión podría inducir a error, al hacer creer a los lectores que mi crítica a la concepción pluralista profunda depende de una defensa exitosa de alguna posición metaética particular, cuando en mi opinión la concepción pluralista profunda colapsa bajo el peso de sus propias dificultades internas.

Como cualquier otra concepción de la democracia, los pluralistas profundos intentan dar una explicación plausible de prácticas democráticas cuyas características existen con independencia de las explicaciones rivales. En particular, ponen el acento en los desacuerdos políticos persistentes y profundos entre los ciudadanos. Deberían, por lo tanto, ofrecer una explicación plausible de esta práctica. Mi crítica trata de mostrar que no lo logran. Dado que un acuerdo de fondo es condición de posibilidad de cualquier desacuerdo particular, no puede ser que todo sea desacuerdo hasta el final, como sostienen los pluralistas profundos. De hecho, los desacuerdos continuos proveen la mejor evidencia de la existencia de un acuerdo político de base (que permite, por ejemplo, que dichos desacuerdos se limiten a un aspecto particular, que tengan un foco y una dirección concreta, que produzcan efectos dominó, etc.). El pluralismo profundo es reflexivamente inestable precisamente porque niega las precondiciones mismas de las prácticas que intenta explicar. Los ciudadanos no podrían aceptar el pluralismo profundo y mantener intactas sus prácticas de desacuerdo político al mismo tiempo. Por ello, mi crítica al pluralismo profundo no depende de asumir un ideal deliberativo que dicha concepción rechaza. Todo lo contrario. Analizo el pluralismo profundo precisamente desde la perspectiva interna a las prácticas de desacuerdo que dicha concepción intenta (pero que, si mis críticas son válidas, no logra) explicar.

Habermas también cuestiona la posibilidad de distinguir entre la tarea de justificar proposiciones en general y la tarea de justificar proposiciones ante otros individuos que pueden estar en desacuerdo. Esta es una cuestión importante que debo aclarar para evitar malentendidos. Si entiendo su objeción, está motivada por una importante idea hermenéutica que no discuto en el libro. En concreto, la idea de que no es posible adoptar una actitud de tercera persona frente a las razones. Las razones solo pueden identificarse como tales desde la perspectiva interna de alguien que evalúa su calidad como razones persuasivas o válidas. Pero, por ello mismo, una vez que logremos ofrecer razones que persuadan a los demás, ya será demasiado tarde para preguntar qué debemos creer nosotros mismos. Como dice Gadamer, lo que es plausible "pasa a formar parte de nuestras propias ideas sobre el tema en cuestión"3. Si esto es así, determinar lo que es correcto y justificarlo frente a otros no pueden ser dos procesos distintos; no hay primero un proceso en el que me convenzo a mí misma de qué es lo correcto y luego otro, totalmente distinto, en el que intento persuadir a los demás apelando a razones que ellos puedan aceptar (aunque yo no las considere convincentes). Eso es correcto y yo no pretendo cuestionar la conexión interna entre significado y validez, entre entender y evaluar. De hecho, en mi opinión esta conexión existe no solo respecto a las disputas normativas, sino también a las fácticas.

Por lo tanto, no creo que haya aquí una discrepancia entre mi posición y la de Habermas. Además, aunque no lo discuto explícitamente en el libro, de hecho, me apoyo en la conexión entre entender y evaluar para defender la tesis -contra los agonistas- de que la deliberación política puede empoderar. Permítanme indicar brevemente cómo encajan las piezas de ese argumento.

El objetivo de distinguir en el libro entre justificar algo en general y justificarlo frente a otros que pueden estar en desacuerdo es destacar los problemas relacionados con los atajos epistocráticos (y lotocráticos). Los defensores de estas propuestas consideran que la justificación política es una tarea puramente epistémica. Su objetivo es maximizar las posibilidades de descubrir las políticas "correctas" o las "mejores". Si se adopta esta perspectiva puramente epistémica, parece plausible suponer que cualquier mejora en las credenciales epistémicas de quienes participan en la deliberación y toma de decisiones ayudaría a identificar e implementar "mejores" políticas "más rápidamente", lo cual beneficiaría también a los ciudadanos ignorantes que no participan. Al fin y al cabo, en discursos puramente epistémicos lo que importa es la calidad de las razones y no la identidad de quienes las proponen. Si esto es así, ¿por qué no delegar la deliberación a aquellos que tienen las mejores credenciales epistémicas, como hacemos en los discursos científicos o jurídicos? ¿Por qué tenemos que justificar las leyes y políticas que preferimos ante nuestros conciudadanos, con independencia de sus cualificaciones epistémicas? O, para plantear la cuestión en términos habermasianos, ¿por qué hay que incluir en los debates políticos las opiniones de todos los afectados? ¿Y por qué deberían las mayorías tomar en serio los puntos de vista de las minorías desfavorecidas incluso si no les parecen plausibles en absoluto?

A diferencia de lo que ocurre en los discursos puramente epistémicos (científicos, morales o éticos), en los discursos políticos lo que está en cuestión no es simplemente qué opiniones o decisiones son correctas. Lo que está en cuestión, sobre todo, es la imposición de coerción a otros que tienen el mismo derecho a ser colegisladores. En los discursos científicos puede ser muy útil descartar las opiniones irrelevantes o que han sido refutadas hace tiempo con el objetivo de averiguar "más rápidamente" qué creencias son correctas. Sin embargo, en los discursos políticos la situación es diferente. No solo tenemos que averiguar cuáles son las políticas correctas, sino que también tenemos que garantizar que la imposición de dichas políticas a los demás sea legítima. Esto significa que los ciudadanos sometidos a tales políticas tienen que poder cerciorarse de que son correctas para poder obedecerlas motu proprio. Por esta razón, la deliberación pública ha de centrarse en las opiniones, intereses y objetivos políticos de nuestros conciudadanos, con independencia de lo descabellado que puedan parecerle a quienes no las comparten. En política, los ciudadanos no pueden elegir a sus interlocutores en función de sus credenciales epistémicas. Porque los ciudadanos no le deben justificaciones solo a (quienes consideran) sus pares epistémicos, sino a todos aquellos sobre los que ejercen coerción. El hecho de que una consideración sea importante para los ciudadanos -incluso si están en minoría- significa que ha de incluirse en la deliberación pública y evaluarse con argumentos y contraargumentos, en vez de ser simplemente ignorada por la mayoría.

Mi ejemplo de una conversación entre una madre y su hijo intenta ilustrar esta idea. La intención no es centrarme en un caso en el que una parte está en lo cierto respecto a los hechos mientras que la otra parte está equivocada. En realidad, lo que pretende mostrar el ejemplo es que, incluso si la parte con más poder en un debate político está convencida de que la parte más débil está equivocada, le debe igualmente una justificación que tome en serio sus opiniones y preocupaciones. Pues solo así es posible que la parte más débil pueda apoyar la política en cuestión motu proprio, en lugar de verse coaccionada a obedecer ciegamente. El ejemplo ilustra esta idea desde la perspectiva de la parte con más poder, pero esta idea se puede ilustrar igualmente desde la perspectiva de la parte más débil. Si cambiamos el ejemplo de "no mandar mensajes de texto mientras se conduce" por el de "no seguir una dieta vegana", verbigracia, es fácil imaginar a la madre empoderada teniendo inicialmente las mismas dudas sobre la plausibilidad de los argumentos veganos de su hijo y que, sin embargo, con el tiempo, la coacción sin coacciones del mejor argumento acabe imponiéndose a los argumentos de la madre. La deliberación puede empoderar a la parte más débil en las relaciones de poder, precisamente por la conexión interna entre entender y evaluar. Sin embargo, la deliberación solo puede empoderar si quienes están en el lado más fuerte cumplen su obligación democrática de justificar las políticas que desean a todos aquellos que estarán sometidos a ellas, lo cual requiere que tomen en serio sus puntos de vista, valores y argumentos y que, al hacerlo, expongan sus propios puntos de vista con el riesgo de resultar rebatidos por la fuerza del mejor argumento.

Mientras Habermas teme que mi crítica al pluralismo profundo se quede corta por no demostrar que el acuerdo deliberativo es posible, Andrea Greppi teme que mi crítica al pluralismo vaya demasiado lejos. En su opinión, lo que yo denomino pluralismo profundo es una forma "tosca" de pluralismo que resulta poco plausible, pero eso no significa que sea lícito echar en el mismo saco otras formas de pluralismo que son más razonables. Estoy totalmente de acuerdo con Greppi en que el pluralismo profundo ni es plausible, ni cubre todas las formas de pluralismo. Esto es algo que indico expresamente en el libro (DSA, 62, nota 4). Lo que no me queda claro es cuál es la diferencia específica entre el pluralismo razonable que reivindica Greppi y la concepción participativa de la democracia deliberativa que yo defiendo en el libro. Sin esa indicación fundamental me es difícil valorar los argumentos que ofrece Greppi.

Algunas de sus descripciones del pluralismo razonable parecen perfectamente compatibles con el planteamiento que yo defiendo. En particular, sostener que el recurso a la decisión por mayoría para resolver desacuerdos "no siempre se traduce en deferencia ciega", en la medida en que el entorno institucional también incluye "una amplia gama de instancias alternativas de decisión y control, con poderes y contrapoderes sociales diferenciados y amparados bajo un sistema de garantías orientadas a hacer posible el intercambio de argumentos y su efectiva contestación" (p. 44), parece describir exactamente el planteamiento que yo propongo en el libro. Así entendido, no tendría inconveniente alguno en decir que mi planteamiento defiende una forma de pluralismo razonable. Y, dada mi actitud ecuménica, estoy sin duda de acuerdo en que puede haber muchas variantes de pluralismo razonable además de la que yo propongo. Es decir, estoy de acuerdo en que una vez se excluye el "pluralismo tosco" de entre las opciones de pluralismo razonable, "encontramos más de una declinación sensata del ideal deliberativo" (p. 47).

Ahora bien, en otras partes de su contribución Greppi parece sugerir que el pluralismo razonable no es compatible con el planteamiento que yo defiendo, y que es más atractivo precisamente por lo que tiene de incompatible. En concreto la sugerencia, si la comprendo bien, es que el pluralismo razonable coincide con el tosco (o profundo) en defender un "procedimentalismo democrático" que entiende el método democrático "como un sistema de reglas que, bajo determinadas condiciones, permiten la adopción de decisiones colectivas con la participación de todos los afectados" (p. 38); y que, por ello, no necesita apelar a compromisos epistémicos con la deliberación, la búsqueda de la verdad, la justificación plena o el deber de civilidad para dar cuenta de la legitimidad de la toma de decisiones democráticas. Quizás la idea es que mientras que el pluralismo profundo niega la posibilidad de llegar a acuerdos razonables -es decir, basados en razones compartidas y siguiendo la coacción sin coacciones del mejor argumento- el pluralismo que Greppi defiende considera superfluo meterse en tales cuestiones epistémicas, pues en realidad solo necesita apelar al compromiso de los ciudadanos con los procedimientos y reglas democráticos. Si esta es la idea, entonces ese tipo de pluralismo es efectivamente incompatible con lo que yo defiendo en el libro. En contra de lo que sugiere Greppi, en mi opinión el procedimentalismo puro no es reflexivamente estable y, por tanto, todas sus versiones son a mi juicio tan implausibles en ese respecto como lo es el pluralismo profundo en particular4. Básicamente, veo dos problemas en la línea argumentativa que sugiere Greppi.

El primer problema es que el argumento al que apunta corre el peligro de ser viciosamente circular. Greppi indica que es superfluo apelar a responsabilidades epistémicas de la ciudadanía porque el elemento determinante está "en la práctica de aceptación de reglas" (p. 51). Pero eso es precisamente lo que hay que explicar, a saber, por qué aceptan los ciudadanos las reglas democráticas y qué reglas en concreto es razonable que acepten y cuáles no, en qué casos, etc. Dado que las reglas y procedimientos democráticos pueden adoptar multitud de formas diferentes, ese es un debate fundamental con el pluralismo profundo, el cual rechaza la legitimidad democrática del derecho a la contestación legal y la revisión judicial fuerte, por ejemplo. A diferencia de pluralistas profundos como Waldron o Bellamy, Greppi no parece rechazar dichos procedimientos, pero tampoco parece reconocer la necesidad de defenderlos frente a las críticas. Apela a las "reglas" y "procedimientos democráticos" como si estuviera claro cuáles son, como si no hubiera alternativas ni variaciones posibles, y como si estuvieran más allá de toda controversia. Afirmar que lo que importa no es por qué razones los ciudadanos aceptan los procedimientos, sino el hecho de que lo hagan, implica desconocer que los ciudadanos no solo tienen desacuerdos sustantivos, sino también procedimentales. No se puede apelar simplemente a la existencia de procedimientos sin defenderlos, dado que hay una gran variedad de procedimientos posibles y, según cuáles se utilicen, los resultados varían significativamente. Decir que se trata de procedimientos que permiten "producir resultados provisionales" y pueden hacer suyas "las virtudes de la iterabilidad" tampoco es suficiente. Tirar una moneda al aire es un procedimiento que también permitiría producir tales resultados. Pero si lo que hace falta es que se produzcan resultados que los afectados pueden además aceptar como legítimos, entonces hay que justificar cuáles procedimientos tienen la virtud de producir dichos resultados y cuáles no. Dado que tenemos opciones diferentes y mutualmente incompatibles, hay que explicar en virtud de qué unos procedimientos son legítimos y otros no. ¿Por qué es legítimo tomar algunas decisiones por mayoría y otras no? ¿Por qué y cuándo se debe decidir por mayoría simple en vez de requerir súpermayoría? ¿Es democráticamente legítimo que una minoría tenga el derecho a revocar decisiones mayoritarias? ¿Y cómo puede ser democráticamente legítimo supeditar decisiones mayoritarias a instituciones contra-mayoritarias y extranjeras como los tribunales internacionales? ¿Deberíamos apoyar su establecimiento y proliferación o deberíamos desmantelar tales instituciones por no ser democráticamente legítimas? Todas estas preguntas son las que los distintos planteamientos intentan contestar. Por ello, la crítica al pluralismo profundo es más complicada de lo que Greppi sugiere con su dilema. Afirmar que el pluralista profundo, o bien acepta la legitimidad de las decisiones colectivas, o bien difícilmente puede seguir siendo considerado demócrata (p. 41), parece olvidar que las decisiones colectivas se pueden tomar de muchas maneras diferentes. El pluralista profundo no acepta la legitimidad de decisiones colectivas en las que un tribunal revoca una decisión mayoritaria por razones sustantivas a pesar de ser procedimentalmente correcta y alega que los que las defienden "difícilmente pueden seguir siendo considerados demócratas" precisamente por esa razón. Yo no estoy de acuerdo con esa opinión, pero tengo claro que hacen falta argumentos convincentes para mostrar exactamente por qué.

El otro problema que veo en la línea argumentativa que esboza Greppi tiene que ver con el agnosticismo epistémico del pluralismo que él parece defender. Greppi cuestiona que la exigencia epistémica de justificación mutua a la que yo apelo aporte algo en realidad, tanto a la teoría como a la práctica democrática, dado que dicha exigencia está destinada a quedar incumplida cada vez que tomamos decisiones políticas a pesar de no haber llegado a acuerdos sustantivos. La sugerencia es que "la aceptación de las reglas del juego" es la solución que puede "volver superflua la búsqueda de un consenso más denso". Obviando aquí el primer punto sobre el problema de que hay demasiadas reglas del juego posibles, y asumiendo por mor del argumento que no hubiera ni alternativas ni desacuerdos al respecto, ¿cuál es el problema en aceptar que la legitimidad de decisiones en situaciones de desacuerdo deriva exclusivamente de dichos procedimientos? ¿Por qué y para qué suponer que los ciudadanos y sus instituciones tienen además una obligación de justificación basada en razones sustantivas? El problema con aceptar el procedimentalismo puro, es decir, con aceptar que el hecho de que una decisión sea incorrecta desde un punto de vista sustantivo no afecta a la legitimidad de imponerla aquí y ahora a todos los ciudadanos, es que de ello se sigue que la minoría disidente no tiene derecho a cuestionar la legitimidad de su imposición, por ejemplo, impugnándola en un tribunal o ejerciendo desobediencia civil o incivil. Sobre todo, no tienen derecho a hacer nada de todo ello si sus razones se deben exclusivamente a un desacuerdo sustantivo. Por el contrario, si los ciudadanos están de acuerdo en que razones sustantivas pueden socavar la legitimidad de decisiones políticas que se han tomado siguiendo correctamente los procedimientos pero que putativamente violan derechos y libertades fundamentales, entonces la mayoría sabe que no puede exigir su cumplimiento a la minoría disidente por el mero hecho de estar en mayoría, sino que la cuestión se ha de decidir en función de la calidad de las razones sustantivas. Eso es lo que aporta la obligación de justificación mutua sustantiva5. Todos los ciudadanos, tanto si están en la mayoría como en la minoría, están de acuerdo en la legitimidad de contestar legalmente decisiones que putativamente violan derechos y libertades fundamentales por razones exclusivamente sustantivas. Efectivamente, el derecho a contestar la legitimidad de una decisión mayoritaria por razones sustantivas y no solo de procedimiento, como es el caso en la revisión de constitucionalidad, no tiene sentido más que si los ciudadanos asumen que razones sustantivas pueden socavar la legitimad de tales decisiones. Y es porque los ciudadanos pueden hacer uso del derecho a la contestación sustantiva de decisiones mayoritarias cuando piensan que dichas decisiones violan sus derechos fundamentales por lo que "la búsqueda de un consenso más denso" no puede volverse superflua6. Esa es una de las claras diferencias que hace tanto en la teoría como en la práctica el hecho de que los ciudadanos no sean pluralistas profundos, es decir, que reconozcan que tienen que poder justificar la coerción que ejercen sobre sus conciudadanos con argumentos sustantivos convincentes para que dicha coerción sea legítima. Lejos de ser superflua, la búsqueda de un acuerdo sustantivo sobre derechos y libertades fundamentales es necesaria para la legitimidad democrática. Esto nos lleva directamente a la cuestión de los límites de dicho acuerdo sustantivo que José Juan Moreso plantea en su interesante contribución sobre la completitud de la razón pública.

2. ¿QUÉ TIPO DE ACUERDO POLÍTICO ES POSIBLE SI LA RAZÓN PÚBLICA NO ES COMPLETA?

Moreso caracteriza correctamente mi posición sobre la completitud de la razón pública en un aspecto, pero quizás no en otro que me gustaría, por tanto, resaltar. Los críticos de la idea de razón pública cuestionan que sea posible resolver todos los casos en conflicto apelando exclusivamente a razones públicas. Cuando nos encontramos en esta situación, los pluralistas profundos argumentan que los ciudadanos no tienen más remedio que apelar a razones derivadas de las doctrinas comprehensivas y concepciones del bien en las que creen y, por ello, la única forma legítima de resolver el conflicto es usando un procedimiento como la decisión por mayoría que permite tratar las doctrinas comprehensivas de todos los ciudadanos por igual. En contra de esta posición, yo defiendo que incluso en los casos en que el uso de razones públicas no parece ser suficiente para decidir el conflicto de modo satisfactorio ello no significa que la razón pública no sea operativa y que esté, por tanto, permitido apelar a doctrinas religiosas o comprehensivas en general. Moreso describe mi posición indicando que "la razón pública, aun en estos casos, veda el recurso a dichas doctrinas y siempre queda alguna vía de escape de carácter procedimental; es mejor buscar algún modo de acomodo o, incluso, remitirlo a una decisión aleatoria, dejada en manos del azar […] La vía del acomodo es la vía de Lafont" (p. 20). Moreso tiene razón en que la vía del acomodo es la que yo defiendo para ese tipo de situaciones. Sin embargo, a diferencia de otros autores, yo no argumento que un escape de carácter procedimental o una decisión al azar es preferible a permitir que las doctrinas comprehensivas de la mayoría se impongan al resto de ciudadanos que no las comparten. Esa no es mi posición. Yo defiendo una concepción mucho más ambiciosa de la razón pública.

En mi opinión, aun en situaciones en las que no se consigue articular una justificación basada exclusivamente en razones públicas que permita resolver casos difíciles de modo satisfactorio ello no significa que la razón pública no sea operativa o que no constriña en modo alguno qué acomodos son razonables y por tanto legítimos y cuáles no lo son. Claramente, en mi opinión, recurrir al acomodo procedimental de decisión por mayoría con base en las doctrinas comprehensivas de los ciudadanos es ilegítimo. Pero igualmente lo sería tirar una moneda al aire o cualquier otro procedimiento de decisión aleatoria. Como indico en la discusión de casos difíciles como el aborto, aun en los casos en que la razón pública resulte insuficiente, eso no significa que la razón pública no imponga constreñimientos y que, por tanto, cualquier acomodo sea tan razonable como cualquier otro. Mientras que acomodos como despenalizar el aborto en el primer trimestre o hasta la viabilidad del feto pueden ser razonables, despenalizar el aborto los martes y los jueves no lo sería, precisamente porque ambas partes en conflicto han mostrado, apelando a razones públicas, que hay derechos fundamentales en juego.

Esto me lleva a la crítica de Moreso tanto a mi discusión del aborto como ejemplo de caso difícil como al que yo acepte que la razón pública puede ser incompleta. Pero antes de entrar en ello quisiera primero aclarar qué entiendo yo por "casos difíciles". Moreso entiende el término como sinónimo de casos "muy controvertidos", es decir, casos en los que "la sociedad, y también los partidos políticos, están profundamente divididos" (p. 21). Yo no lo entiendo así. Para que un caso sea difícil en el sentido en que yo uso el término no basta con que sea controvertido y los ciudadanos no se pongan de acuerdo. Lo que hace falta es que, además, las partes en conflicto hayan logrado articular una defensa de los derechos fundamentales que están en juego en la decisión en cuestión respetando la prioridad de las razones públicas por encima de consideraciones comprehensivas y que dichas defensas, sin embargo, apoyen decisiones incompatibles. Por ejemplo, por muy controvertido que haya sido o siga siendo el derecho al matrimonio del mismo sexo, eso no significa que los que lo oponen hayan logrado mostrar que permitir dicho matrimonio viola algún derecho fundamental de alguien sin apelar para ello a razones religiosas o comprehensivas, es decir, respetando la prioridad de las razones públicas. Por otro lado, mi discusión del ejemplo del aborto solo pretende ilustrar esa idea. Es decir, uso el ejemplo para mostrar la aplicabilidad de la razón pública en casos difíciles, sean estos los que sean. Pero no estoy comprometida a defender que el aborto es, definitivamente, un caso difícil7.

Al que le parezca que el aborto no es un caso difícil en mi sentido puede sustituir el ejemplo por otro que le resulte más convincente.

Esto apunta a otra dificultad que está directamente relacionada con las complejidades que rodean la tesis de la completitud de la razón pública. Por lo que a mi posición se refiere, yo ni niego ni afirmo la completitud de la razón pública. Lamentablemente, esto dificulta la selección y la discusión de putativos casos difíciles. Porque si resulta que la razón pública es completa, entonces por definición no existen los casos difíciles y, a fortiori, el aborto tampoco lo es. Pero aquí es importante tener en cuenta que la crítica a la completitud de la razón pública no necesita negar que la razón pública sea completa. Basta con que nos encontremos en una situación epistémica en la que, de hecho, no se ha conseguido articular una defensa basada exclusivamente en razones públicas para resolver algún caso de modo satisfactorio. Porque, mientras nos encontremos en esa situación, tanto si la razón pública es completa como si no, tenemos que responder la cuestión de cómo legislar legítimamente. El hecho de que la razón pública sea completa, asumiendo que lo fuera, no garantiza que una comunidad política sea siempre capaz de articular justificaciones basadas en razones públicas para todos los casos que surjan y en el momento en que se necesitan. Basta, por tanto, con que una comunidad política se vea enfrentada a lo que parecen ser casos difíciles, tanto si de hecho lo son como si no, para que el desafío que plantean los pluralistas profundos se tenga que responder. Incluso si tuviéramos buenas razones para conjeturar que todos los casos supuestamente difíciles eventualmente acabaran resolviéndose porque la razón pública es, de hecho, completa, el desafío epistémico hay que responderlo.

Esto se puede ver incluso en la precavida formulación del propio Rawls a la que Moreso se refiere. Rawls afirma que las concepciones políticas basadas en la razón pública "deben de ser completas", de forma que den una respuesta razonable "a todas, o casi todas, las cuestiones" relevantes. Por un lado, se podría argumentar que, en la medida en que debe implica puede, la afirmación de Rawls presupone que la razón pública o es completa o, al menos, no está excluido de antemano que lo sea. Pero, por otro lado, añadir la salvedad de que el deber en cuestión puede que se limite a "casi todas" y no necesariamente a todas las cuestiones también indica que apelar a la completitud de la razón pública no ofrece una respuesta al desafío pluralista. Basta con que haya una cuestión sin resolver satisfactoriamente en un momento histórico dado para que necesitemos responder la pregunta de si, en esa situación, la razón pública aún así impone límites a la legitimidad de los acomodos temporales que es razonable adoptar, o si simplemente no tiene nada que decir y la cuestión de la legitimidad se puede resolver apelando a criterios que nada tienen que ver con la razón pública (como, por ejemplo, la equidad procedimental de la regla de la mayoría a la que apelan los pluralistas). En suma, lo que distingue a los defensores de la razón pública de los que la rechazan no es tanto la afirmación de su completitud como el compromiso a buscar justificaciones compatibles con la prioridad de las razones públicas siempre que sea posible. Este ideal regulativo parece perfectamente en línea con la afirmación del propio Moreso de que la razón pública "aspira a la completitud" (p. 29). Yo estoy totalmente de acuerdo con dicho ideal. Pero eso también implica reconocer que, en el mientras tanto, hemos de responder la cuestión de qué acomodos son compatibles con dicha aspiración y, por tanto, legítimos y cuáles no lo son.

3. ¿DEMASIADA DELIBERACIÓN Y POCA PARTICIPACIÓN?

Sebastián Linares pone presión en la dirección contraria. Cuestiona si el ideal deliberativo que yo defiendo no es en el fondo demasiado exigente desde un punto de vista cognitivo. A eso se añade el problema de no ser suficientemente participativo, además. Pero empecemos por la primera cuestión. Según Linares, el ideal deliberativo que defiendo en el libro es demasiado exigente desde un punto de vista cognitivo porque "no ofrece un tratamiento adecuado a la deferencia esclarecida y a la suspensión del juicio" (p. 60). Creo que aquí hay algunos malentendidos que sería bueno aclarar8. Según el ideal democrático que yo defiendo, los ciudadanos tienen que poder identificarse con las leyes y políticas a las que están sujetos y aceptarlas como propias. Ese ideal es perfectamente compatible con que muchos ciudadanos de hecho no lo hagan. Hay una diferencia fundamental entre que los ciudadanos puedan identificarse y que tengan que identificarse. Aquí creo que se origina un malentendido importante. Linares interpreta el ideal democrático que yo defiendo en términos teleológicos de maximización. La meta sería "maximizar" (p. 71) o "alentar, tanto como sea posible, el apoyo esclarecido" (p. 64). Pero yo no defiendo esa meta en absoluto9. Si en el libro apelo repetidamente a la objeción de Óscar Wilde al socialismo -"el problema con el socialismo es que tomaría demasiadas tardes"- es precisamente porque no comparto la idea de que los ciudadanos tienen que participar políticamente o que sería más deseable si todos lo hicieran. Como indico explícitamente, algunos ciudadanos pueden no estar interesados en formar una identidad política en absoluto (DSA, 42). Subrayar que los ciudadanos han de poder aceptar las leyes a las que están sujetos como propias implica que el apoyo esclarecido tiene que ser posible, aunque en muchas ocasiones los ciudadanos acepten dichas leyes por muchas otras razones (desde estratégicas hasta prudenciales, por costumbre o tradición, etc.).

Esto tiene implicaciones directas con respecto a la cuestión de la suspensión del juicio. En contra de lo que sospecha Linares, la suspensión del juicio es una postura epistémica perfectamente compatible con el ideal democrático que yo defiendo y a la que no tengo nada que objetar. Lo único que sería objetable es que un ciudadano suspenda el juicio sobre una determinada cuestión política y, a la vez, decida participar en una votación o en un referendo sobre dicha cuestión. Por eso, en contra de lo que proponen McKenzie y Warren, en el libro argumento que un ciudadano que suspende el juicio sobre una cuestión debería abstenerse de votar en lugar de deferir ciegamente a la mayoría de un mini-público deliberativo10. En este contexto, la diferencia entre deferencia políticamente ciega e informacionalmente ciega es importante. Yo solo rechazo la primera, no la segunda. Por eso, la deferencia esclarecida no queda en un limbo normativo, como teme Linares, sino que es perfectamente compatible con mi posición (DSA, 177). Deferir a expertos en cuestiones de información empírica me parece epistémicamente perfecto, y deferir a representantes políticos u otros actores que comparten nuestros valores, intereses y objetivos políticos me parece democráticamente perfecto. Lo que no me parece compatible con la democracia es que los ciudadanos no tengan más opción que deferir en cuestiones políticas a actores respecto a los cuales no tienen razón alguna para suponer que comparten sus valores, intereses y objetivos políticos. La deferencia políticamente ciega es lo que, en mi opinión, es incompatible con el ideal democrático de autogobierno. Pero aquí, de nuevo, mi argumento no se refiere a la situación de ciudadanos particulares, se refiere a lo que las instituciones posibilitan en general. Mi argumento muestra que tanto las concepciones pluralistas profundas como las epistocráticas y las lotocráticas no satisfacen ese criterio y en esa medida no son verdaderamente democráticas. Pero eso no es así porque no alienten lo bastante el apoyo esclarecido, sino porque lo imposibilitan por completo en la medida en que requieren o esperan deferencia ciega por parte de los ciudadanos. Por el contrario, la concepción participativa de la deliberación que yo defiendo permite el apoyo esclarecido de todos aquellos ciudadanos que lo busquen, dado que no requiere deferencia políticamente ciega de ellos. Pero los ciudadanos son perfectamente libres de buscar o no el apoyo esclarecido respecto a la infinidad de decisiones políticas a las que están sujetos en función de sus intereses, sus valores, etc. En esa medida, la concepción que articula DSA no es cognitivamente demasiado exigente, al menos en el sentido al que se refiere Linares. Pero, ¿es suficientemente participativa? Tanto Linares como Roberto Gargarella expresan dudas al respecto.

En lo atinente a esta cuestión fundamental quisiera aclarar que DSA ni pretende ofrecer ni ofrece un listado de instituciones participativas que podrían o deberían establecerse en toda sociedad democrática. La razón fundamental es que yo no creo que exista semejante listado. Las instituciones están sujetas a cambios y renovación constante y no hay un límite en el tipo de instituciones que se pueden crear en el futuro. Por eso mismo, tampoco tiene sentido, a mi modo de ver, plantearse cuál es la institución "fundamental" para la legitimidad democrática, como sugiere Linares (p. 76). Muchas lo son y, dado que lo son, no veo qué finalidad tendría establecer una jerarquía de importancia o una competición entre ellas11. Sin duda, el parlamento, las elecciones, los partidos políticos, los referéndums, las iniciativas ciudadanas y muchas otras instituciones del Estado de derecho son fundamentales para la democracia, a pesar de que no las discuto en DSA. El libro no pretende ofrecer propuestas institucionales. Lo que pretende ofrecer es criterios normativos que permitan a los ciudadanos juzgar el potencial democrático de diferentes propuestas institucionales, es decir, que les permitan evaluar si las instituciones en cuestión cumplirían fines participativos y, en esa medida, podrían contribuir a la democratización o si, por el contrario, aunque puedan parecer participativas, en realidad exacerbarían los déficits democráticos todavía más.

Como ejemplo de ese tipo de evaluación, en el libro analizo dos instituciones diferentes: los mini-públicos deliberativos y la revisión judicial. Respecto a la segunda, argumento que, aunque las instituciones judiciales no son ellas mismas participativas, en el conjunto holista de instituciones democráticas la revisión judicial puede facilitar la igualdad participativa y, en la medida en que lo haga, pueden contribuir a la democratización12. Por el contrario, los mini-públicos empoderados, aunque pueden parecer instituciones participativas, en realidad no lo son, y, debido a que requerirían deferencia políticamente ciega de la ciudadanía, exacerbarían los déficits democráticos. Por otro lado, tomando como guía los criterios normativos defendidos en el libro, en el capítulo 5 muestro cómo los mini-públicos deliberativos podrían cumplir funciones genuinamente democráticas si no se diseñan con la finalidad de que sus miembros deliberen y decidan en lugar de la ciudadanía, sino con la finalidad contraria de empoderar a la ciudadanía y permitirle influir en la toma de decisiones políticas. Desde esa perspectiva, la propuesta que discute Linares de combinar iniciativas ciudadanas de referéndum con mini-públicos es una opción interesante que, según como se institucionalizara, podría estar perfectamente en línea con los criterios participativos y deliberativos defendidos en DSA. También se podrían organizar mini-públicos para que revisen y organicen en orden de importancia iniciativas ciudadanas que consigan un número determinado de firmas y hacer recomendaciones al respecto al parlamento o a los órganos oficiales relevantes en cada caso. Ese modelo permitiría disminuir el número de firmas necesarias y, con ello, daría acceso a la participación política de ciudadanos y organizaciones con pocos recursos. Además, tendría la ventaja de no requerir un referéndum para cada iniciativa ciudadana, evitando así la tensión entre el derecho a la suspensión de juicio y la exigencia de voto obligatorio que la propuesta de Linares, desafortunadamente, genera. Pero, en general, hay muchísimas opciones institucionales que pueden satisfacer los criterios participativos y deliberativos defendidos en DSA y, en mi opinión, mientras más de ellas se establezcan, mejor13.

4. ¿ATAJOS ANTIDEMOCRÁTICOS PARA LLEGAR A UNA DEMOCRACIA GLOBAL?

Con su agudeza característica, José Luis Martí clarifica en su contribución una distinción esencial para el argumento del libro que, infortunadamente, yo no aclaré lo suficiente, a saber, el tipo de atajos que son antidemocráticos y los que no lo son, de acuerdo con los criterios normativos que DSA defiende. Efectivamente, la distinción clave es entre atajos complementarios y atajos sustitutivos. Mientras que los primeros son perfectamente compatibles con la democracia, tanto ideal como no-ideal, pues facilitan la división del trabajo político, los segundos usurpan la soberanía de la ciudadanía y, con ello, eliminan la posibilidad de que los ciudadanos puedan verse como colegisladores, es decir, como participantes en pie de igualdad en un proyecto político democrático. Estoy totalmente de acuerdo con su clarificación y también le agradezco la terminología, que pienso adoptar de aquí en adelante. Solo quisiera aclarar un punto menor para evitar posibles malentendidos.

Martí sugiere que adopto una perspectiva rousseauniana cuando argumento que ni un mini-público ni ningún mecanismo alternativo puede pretender sustituir al pueblo en su totalidad. Victoria Kristan también comparte esa impresión (p. 114). Quiero puntualizar que, aunque es cierto que ese es mi argumento, mi perspectiva no es rousseauniana. Porque, en mi opinión, cuando nuestros representantes políticos toman decisiones, por ejemplo, en el parlamento, no nos están sustituyendo en absoluto. Lo que están haciendo es cumplir la función que les hemos encomendado, y esto no se conseguiría mejor ni sería más ideal si la ciudadanía tomara las decisiones directamente. Es decir, yo no tengo nada en contra de la democracia representativa y, por tanto, no comparto la sospecha rousseauniana de que toda representación es usurpación14. Es más, en mi opinión la usurpación -es decir, el que una parte sustituya a la totalidad- es perfectamente posible aunque no haya representación. La democracia directa no garantiza la ausencia de atajos sustitutivos. Si en una democracia directa todos los desacuerdos se resuelven mediante la regla de mayoría, minorías persistentes no tendrían más opción que deferir ciegamente a la mayoría y, en esa medida, tampoco podrían verse como colegisladores, es decir, como participantes en pie de igual en un proyecto democrático de autogobierno. Por el contrario, en una democracia representativa en la que los ciudadanos pueden elegir a sus representantes en función de sus propios intereses, valores y objetivos políticos los ciudadanos no están obligados a deferir ciegamente a actores sobre los que no pueden ejercer control democrático. Sin embargo, en el caso de los mini-públicos empoderados la situación es muy diferente. El problema que tenemos en ese caso es que los ciudadanos ni eligen a sus miembros ni pueden ejercer control democrático alguno sobre ellos. Esto se debe a que los miembros de los mini-públicos no participan como representantes de otros sino como ciudadanos mismos; es decir, en tanto que miembros de la ciudadanía participan con total libertad de tomar decisiones como les parezca más oportuno y sin tener que rendir cuentas a nadie. Por eso, los mini-públicos empoderados crearían un atajo sustitutivo en el que una parte tendría el derecho a tomar decisiones como si fuera la totalidad. Esto me lleva directamente a la cuestión que plantean Martí y Kristan.

Empezando por el contexto doméstico, Martí se plantea si desde la perspectiva de teoría democrática no-ideal no podría ser una buena idea permitir mini-públicos empoderados aunque funcionen como atajos sustitutivos, "aunque tenga[n] capacidad decisoria y no permita[n] la revisión, y aunque no fomente[n] especialmente la deliberación pública informal entre la ciudadanía" (p. 100), al menos cuando se trata de decidir cuestiones meramente administrativas en el ámbito municipal, como, por ejemplo, una propuesta de rediseño urbano de un determinado barrio. Martí señala que esto podría tener ventajas epistémicas (por la calidad de la información y deliberación) y pragmáticas (por el coste de oportunidad). Mi respuesta es clara: si asumimos que se trata de una cuestión prácticamente técnica sobre la que no es de esperar que afecte diferencialmente a los que estarán sujetos a ella ni, por tanto, que surjan cuestiones de justicia y equidad o valorativas en general, es decir, si razones puramente epistémicas y pragmáticas son suficientes para decidir ese tipo de cuestión, entonces podrían usarse mini-públicos empoderados igual que se podrían usar paneles de expertos o cualquier otro grupo capaz de deliberar adecuadamente para encontrar soluciones técnicas apropiadas. Pues si la contribución necesaria no está justificada por razones democráticas sino solo epistémicas y pragmáticas, entonces no está claro que la mejor opción sea organizar mini-públicos en particular (que son altamente costosos, donde los participantes solo tienen un par de días para adquirir competencia en el tema, etc.). Pero el problema aquí es: ¿cómo sabemos de antemano que un rediseño urbano no afectará diferencialmente a la población del barrio y no requerirá que los afectados acepten los compromisos y las consecuencias potencialmente negativas de la decisión? Y, si lo hace, ¿quién tiene que rendirle cuentas a quién? Un ejemplo que cito en el libro es relevante aquí. John Parkinson ilustra el problema con un caso real de un mini-público convocado para considerar la reestructuración de un hospital en Leicester, Inglaterra. En ese caso, las autoridades se vieron confrontadas con el mini-público recomendando un curso de acción y una petición de ciento cincuenta mil firmantes exigiendo otro. Si en un caso así el mini-público tuviera poder de decisión, se generaría un conflicto de usurpación de la ciudadanía. Martí reconoce que a nuestros representantes políticos les podemos pedir cuentas por las decisiones con las que no estamos de acuerdo. Efectivamente, podemos protestar, mandar cartas, pedir audiencias, e incluso podemos votar en su contra y quitarles su puesto en las próximas elecciones. Desgraciadamente, frente a las decisiones de un mini-público empoderado no podríamos hacer nada de todo eso pues sus miembros participan en calidad de ciudadanos, es decir, con total libertad de decidir según les parezca más conveniente y ni pueden ni tienen que rendir cuentas a otros ciudadanos que ni los han elegido ni ellos los representan. Es decir, lo que hace especiales a los mini-públicos y los distingue de otro tipo de instituciones (comités de expertos, delegados, etc.) es precisamente la pretensión democrática que se deriva de seleccionar ciudadanos en vez de representantes (o expertos que asesoran o rinden cuentas a representantes). Pero es precisamente por esa pretensión democrática por la que si se les otorga capacidad de decisión se genera inevitablemente un conflicto de usurpación de la ciudadanía. Dado que ese es un conflicto de legitimidad, no se puede resolver simplemente apelando a ventajas epistémicas o pragmáticas.

En su contribución, Kristan se centra también en los atajos sustitutivos, pero cuestiona si estos no podrían tener una función positiva en contextos más deficientes aún, como es el contexto global. En situaciones menos ideales que las que apunta Martí, como la ausencia de democracia global, mini-públicos podrían servir para resolver problemas prácticos globales. Creo que la distinción que destaca Martí entre atajos de sustitución y de complementación es útil para clarificar mi posición respecto a la crítica de Kristan. Pues tengo la impresión de que, si se tiene en cuenta esta distinción, lo que ella propone sería perfectamente compatible con lo que yo defiendo.

La reconstrucción que ofrece Kristan de mi análisis de posibles usos de mini-públicos deliberativos no tiene en cuenta la distinción fundamental que establezco en el libro entre "mini-públicos empoderados", es decir, con autoridad para la toma de decisiones, y los que no tienen dicha autoridad. Mientras que los primeros representan atajos de sustitución, los segundos son simplemente atajos complementarios que pueden contribuir enormemente a la democratización, insisto, no solo en condiciones no-ideales sino también en condiciones ideales. Creo que Roberto Gargarella tampoco tiene en cuenta esta distinción fundamental y, por eso, no le resulta claro a qué se debe o qué motiva exactamente mi crítica de algunos usos de mini-públicos. Voy a explicarla brevemente. En el libro critico a los que proponen que los mini-públicos deliberativos deberían tener el poder de tomar decisiones políticas y no simplemente ser consultativos o hacer recomendaciones al público o a las instituciones políticas que los organizan15. La razón de mi crítica es que permitir que unos pocos individuos elegidos al azar tomen decisiones políticas por el resto de la ciudadanía, sin haber sido elegidos y sin que la ciudadanía pueda ejercer control democrático sobre su toma de decisiones, es crear un atajo sustitutivo y, por tanto, antidemocrático. Por el contrario, usar mini-públicos deliberativos con fines contestatarios, anticipativos o vigilantes, que permitan aumentar la visibilidad de las decisiones políticas transnacionales y diseminar información fundamental, es crear atajos complementarios que permiten empoderar a la ciudadanía para que pueda ejercer más control sobre la toma de decisiones a las que está sujeta y, en la medida en que lo hacen, son democráticos. Es decir, para mí hay dos maneras fundamentalmente diferentes de conceptualizar los mini-públicos deliberativos: como atajos sustitutivos o como atajos complementarios. La primera opción es una forma más de "gobierno de los pocos" y, por tanto, es antidemocrática, mientras que la segunda opción es democrática y participativa y es, por ello, la que defiendo con entusiasmo en el capítulo 5 del libro.

Básicamente, tenemos dos posibilidades: podemos empoderar a los miembros de los mini-públicos para que deliberen y decidan por los ciudadanos, o podemos usar mini-públicos para empoderar a la ciudadanía, es decir, para aumentar el control que puede ejercer sobre las decisiones políticas, especialmente las que se toman más allá de las fronteras nacionales. Sería una verdadera pena si los ciudadanos perdiéramos la oportunidad de utilizar una innovación institucional con un potencial democratizante tan interesante como los mini-públicos, dejando que se conviertan en otro atajo más para excluir a la ciudadanía de la toma de decisiones. En cualquier caso, mi defensa del uso participativo de mini-públicos en el capítulo 5 del libro debería despejar la impresión de Gargarella de que mi propuesta "reduce el papel de la ciudadanía a una intervención destinada a presentar 'desafíos' legales frente a las decisiones tomadas por las autoridades públicas" (p. 125)16. Yo rechazo las propuestas de crear mini-públicos empoderados pero apoyo entusiásticamente los usos participativos de mini-públicos -lo cual incluye la inmensa mayoría de casos que se han organizado hasta el momento-. Por otro lado, con respecto a Kristan, dado que ella tampoco discute esa diferencia explícitamente y habla de todo uso de mini-públicos deliberativos como "uso sustitutivo", no tengo claro si estamos de acuerdo en este punto o no. Para mí, un uso sustitutivo, por definición, ni puede ser democrático ni permite que aquellos a los que excluye -la ciudadanía en su conjunto- se aproximen a una situación más democrática. Por otro lado, un uso complementario de mini-públicos, en la medida en que hace la deferencia de la ciudadanía "menos ciega", es, por definición, democrático. Es más, en contra de lo que afirma Kristan (p. 115), para mí los usos complementarios de mini-públicos, como ya he indicado, son perfectamente democráticos, no solo en circunstancias no ideales, sino igualmente en circunstancias ideales. En mi opinión, la democracia ideal no es una democracia directa sin división del trabajo político y sin atajos institucionales. En el libro ofrezco muchos argumentos para justificar por qué esa no es una visión atractiva de la democracia en sociedades complejas y pluralistas.

Por otro lado, aunque la distinción entre teoría ideal y no ideal no me parece fructífera, estoy totalmente de acuerdo en que necesitamos propuestas institucionales para mejorar déficits democráticos en circunstancias no ideales, y en que al evaluar dichas propuestas debemos evitar que lo perfecto se vuelva el enemigo de lo bueno. En ese espíritu, Kristan parece argumentar que en "las circunstancias de la globalización" en las que nos encontramos, usar los mini-públicos como atajos sustitutivos -es decir, empoderar a los mini-públicos para que tomen decisiones políticas al margen de la ciudadanía, como defienden los lotócratas- podría ser la segunda mejor opción para aproximarnos a la meta de una democracia global, dado que de momento carecemos de instituciones que permitan la participación democrática de toda la ciudadanía. Como mostraré más adelante, no estoy segura de si esa es la propuesta de Kristan. Pero, si lo fuera (como sugieren algunas de sus afirmaciones) creo que se enfrentaría a un problema central en toda teoría de transición, a saber, el problema de "la segunda mejor opción"17.

Expresado sucintamente, el problema es el que sigue. Cuando no es factible implementar la mejor opción para alcanzar un determinado objetivo, no hay ninguna razón para suponer que implementar algunos elementos de esa opción que sí son factibles nos acercará más a la meta en cuestión. Por el contrario, puede que nos aleje más todavía. El problema se puede ilustrar con una simple analogía18. Imaginemos que me han recetado tres medicamentos contra una enfermedad, pero solo dispongo de dos de ellos. En esa situación no hay ninguna razón para suponer que la segunda mejor opción sería tomar los dos medicamentos disponibles en vez de hacer algo totalmente diferente (tomar uno, no tomar ninguno, tomar otros medicamentos, etc.). Pues podría ocurrir que si se toman esos dos medicamentos en la ausencia del tercero no solo no se cura la enfermedad, sino que es contraproducente o incluso letal. Traduciendo el problema a nuestro caso concreto, creo que no hay ninguna razón para suponer que, dado que la mejor opción para alcanzar la democracia global no es factible de momento -a saber, la participación en la toma de decisiones de todos aquellos que están sujetos a las mismas-, la segunda mejor opción sería que participen en dicha toma de decisiones unos pocos ciudadanos elegidos al azar. No podemos aproximar metas democráticas con medios que excluyen a la ciudadanía. Podemos usar atajos complementarios para ayudar a la ciudadanía a participar en la toma de decisiones. Pero usar atajos que sustituyen a la ciudadanía por unos pocos individuos elegidos al azar no nos acerca en modo alguno a la meta democrática de permitir que los ciudadanos formen su opinión y voluntad política de modo que puedan aceptar las decisiones a las que están sujetos. ¿En qué sentido sería más "democrático" si entre los pocos que toman decisiones políticas al margen de la ciudadanía y sin debate público incluyéramos además unos cuantos ciudadanos elegidos al azar? ¿Cómo contribuye eso a la meta democrática de que los ciudadanos que van a estar sujetos a las decisiones en cuestión puedan formar su opinión y su voluntad política respecto a dichas decisiones de modo que puedan aceptarlas como propias y estén dispuestos a hacer su parte para que los objetivos de estas decisiones se cumplan? Los ejemplos de problemas globales que menciona Kristan, como el cambio climático o la pandemia, ilustran perfectamente el problema de los atajos sustitutivos. El éxito de las políticas necesarias para atajar el cambio climático o la pandemia depende fundamentalmente de que los ciudadanos estén dispuestos a hacer su parte, es decir, que estén dispuestos a llevar mascarillas, confinarse, vacunarse, etc., o que estén dispuestos a hacer sacrificios para cambiar de estilo de vida, de nivel de consumo, de medios de transporte, de alimentación, etc. Pero los ciudadanos no van a hacer esto si no están convencidos de que los riesgos, los sacrificios y las repercusiones negativas de dichas políticas en su vida diaria se hallan justificados, no son injustos, o al menos son razonables. El atajo de informar y convencer solo a los pocos miembros de las asambleas ciudadanas no va a ser suficiente para alcanzar los objetivos de las políticas en cuestión.

Por otro lado, como mencioné antes, no tengo claro si esto es realmente lo que propone Kristan. Y ello por dos razones. Por un lado, si nos fijamos en los ejemplos de asambleas ciudadanas que Kristan menciona y que propone como modelo para incrementar la participación ciudadana, ninguna de ellas representa un atajo de sustitución como los que proponen los lotócratas19.

Todos los ejemplos que ella menciona corresponden a usos de mini-públicos como atajos complementarios que yo apoyo entusiásticamente. Es más, Kristan tampoco parece estar abogando por que se empodere a los mini-públicos para que piensen y decidan por el resto de la ciudadanía, como proponen los lotócratas, sino que parece defender exactamente la meta participativa de promover el debate público entre los ciudadanos que yo defiendo en DSA. Como ella misma indica: "Desde una perspectiva participativa, la función de los mini-públicos no sería la de modelar las políticas en cuestión, sino la de mejorar la visibilidad de aquello que está en juego para así promover un debate público entre ciudadanos" (p. 119). No puedo estar más de acuerdo con esta caracterización de la función democrática que pueden cumplir los mini-públicos.

5. CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD Y LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA

Pasando por último al tema de la interpretación participativa de la legitimidad democrática del control judicial que ofrezco al final del libro, quisiera antes que nada agradecer a todos los contribuyentes a esta discusión por los comentarios, los desafíos y las críticas tan interesantes que plantean a dicha interpretación. Aunque creo que el hecho de no ser un jurista tiene algunas ventajas -como la de poder mirar a las instituciones legales desde fuera, con otros ojos que los que las miran desde dentro-, no tengo ninguna duda de que la plausibilidad de la interpretación que yo propongo depende de que pueda dar respuesta a las objeciones de los que conocen bien el funcionamiento interno de dichas instituciones. No puedo responder a todos los comentarios y objeciones de modo exhaustivo, pero voy a intentar, primero, clarificar algunas ambigüedades que pueden llevar a malentendidos, para luego enfocarme en los desacuerdos más sustantivos.

Lo primero que quisiera clarificar y que lamento no haber hecho suficientemente explícito es que la interpretación de la revisión judicial (o del control de constitucionalidad) que ofrezco en el libro no pretende ser descriptiva sino prescriptiva. Lo segundo que quisiera aclarar es que yo ni propongo ni acabo decantándome por la revisión judicial fuerte -como sugiere Ignacio Giuffré-. Aunque esto sí lo subrayo repetidamente en el libro, sin duda no lo hago con suficiente claridad puesto que son muchos los lectores del libro que llegan a esa conclusión. Agradezco que Giuffré ofrezca las razones que generan esa impresión, porque me permiten ver dónde se origina la confusión y hacer algunas clarificaciones al respecto. Pero empecemos por el primer punto.

En el libro intento articular un argumento normativo a favor de la revisión judicial que se apoya en consideraciones democráticas. Por ello, el análisis en el que se basa mi argumento no puede ser empírico ni descriptivo, sino que es normativo. Intenta responder la cuestión de qué funciones tendría que cumplir la revisión judicial o el control constitucional para poder contribuir a la legitimidad democrática del sistema político al que pertenece. Como indica acertadamente Leonardo García Jaramillo, la pregunta es "para qué lo tenemos, para qué lo queremos y qué razones tenemos para conservarlo como parte del sistema político" (p. 213). La utilidad de un análisis normativo, aunque limitada, es clara. Si el análisis muestra, por ejemplo, que las funciones de la institución en cuestión son necesariamente incompatibles con la legitimidad democrática, eso justificaría la conclusión de que no tenemos buenas razones para mantener dicha institución y, por tanto, deberíamos desmantelarla. Por el contrario, si existen funciones genuinamente democráticas que dicha institución puede cumplir, su análisis puede proporcionar criterios normativos con los que evaluar la institución en cuestión, tanto para criticarla si no logra satisfacer dichos criterios como para ofrecer propuestas de reforma que le permitirían satisfacerlos mejor. De hecho, no se pueden abordar cuestiones de diseño y reforma institucional sin tener claridad primero sobre las metas u objetivos que queremos alcanzar con ayuda de las instituciones en cuestión.

Me temo que la mayoría de las contribuciones que se enfocan en la revisión judicial asumen, por el contrario, que mi análisis es descriptivo. Como indica Marisa Iglesias explícitamente, la presuposición es que el análisis ofrece generalizaciones sobre cómo funcionan típicamente estas instituciones (p. 180). Por ello, muchas de las críticas se dirigen a mostrar mediante ejemplos que las instituciones de revisión judicial, especialmente la revisión judicial fuerte, de hecho, no funcionan o no tienden a funcionar tal y como mi análisis predice20. Mi primera reacción es, por supuesto, puntualizar que mi análisis no pretende explicar o predecir cómo funciona esta o aquella institución de este o aquel país particular. No porque tales análisis empíricos no sean relevantes -que por supuesto lo son-, sino por la sencilla razón de que no se pueden hacer las dos cosas a la vez: articular criterios normativos de cómo debería funcionar una institución y describir al mismo tiempo el funcionamiento que de hecho tiene esta o aquella instanciación particular. Tratándose de instituciones humanas difícilmente encontraremos alguna que invariablemente cumpla todos sus objetivos y satisfaga todas nuestras expectativas normativas21. Y es precisamente por ello que un análisis que pretende articular criterios normativos solo puede operar a un nivel abstracto y general, como indica Giuffré, porque no existen instancias particulares de instituciones que exhiban todos y cada uno de los criterios normativos relevantes. Pero, como argumenta Waldron, el análisis de las funciones de una determinada institución solo tiene sentido bajo el supuesto de que es, en principio, capaz de llevarlas a cabo. Ahora bien, eso no implica adoptar un idealismo fútil. Porque el hecho de que muchas instituciones existentes no sean capaces de cumplir bien sus funciones no suele ser razón suficiente para desmantelarlas, sino que suele motivarnos a criticarlas y a ofrecer propuestas de reforma con vistas a que satisfagan mejor nuestras expectativas normativas.

En ese sentido, es interesante que muchas de las críticas a mi interpretación de la revisión judicial que apelan a las numerosas deficiencias de las instituciones judiciales existentes asumen como válidos precisamente los criterios normativos que mi interpretación ofrece. Apuntar, como hace acertadamente Gargarella, que "los costos económicos que suele implicar la presentación de una demanda judicial, el pago de los abogados, etc., tornan a tales litigios virtualmente imposibles o inalcanzables para el ciudadano común" (p. 133) solo tiene sentido si asumimos que todos los ciudadanos deberían poder hacer uso de las instituciones judiciales en pie de igualdad con independencia de sus recursos materiales. Mi interpretación participativa de la revisión judicial suscribe sin duda ese supuesto normativo. ¿Pero entonces cuál es la crítica a mi interpretación? De ella se sigue efectivamente que para tener legitimidad democrática las instituciones judiciales deben reformarse a fin de permitir el acceso equitativo a todos los ciudadanos. A no ser que defendamos el statu quo y aceptemos que está bien que solo los ricos y poderosos tengan acceso a la justicia, entiendo que mis críticos están de acuerdo tanto con la crítica que se deriva de mi interpretación como con la conclusión práctica de que debemos luchar por reformar las instituciones judiciales para que los ciudadanos puedan hacer uso de ellas del modo más equitativo posible. El mismo problema surge, en mi opinión, con la mayoría de las deficiencias señaladas en varias contribuciones sobre cómo funcionan de hecho determinados tribunales en distintos países. Por ejemplo, Ana Cannilla y Silvia Suteu apelan a muchas decisiones controvertidas de la Corte Suprema de Estados Unidos y argumentan que no se puede suponer que los tribunales sean infalibles o no cometan equivocaciones: "los tribunales de justicia pueden errar y tumbar o impedir anticipadamente una decisión legislativa deseable" (p. 200). Estoy totalmente de acuerdo. Pero veo varios problemas con ese argumento. Primero, si ese fuera un criterio valido para aceptar o rechazar instituciones, nos quedaríamos rápidamente sin ninguna. No conozco ninguna institución que sea inmune a las equivocaciones o que infaliblemente lleve siempre a tomar decisiones correctas o deseables (¿deseables, según quién?). El segundo problema se deriva del primero. Una vez se acepta un criterio normativo tan exigente, tampoco es posible defender ninguna de las alternativas institucionales por las que abogan los críticos de mi posición. Como ilustra García Jaramillo con multitud de ejemplos, los parlamentos también toman muchas veces decisiones desastrosamente ilegítimas, tampoco permiten a las minorías persistentes desafiar o cambiar las leyes que violan sus derechos, etc. Entiendo que no por ello vamos a desmantelar los parlamentos democráticos, sino que debemos abogar es precisamente por una mejora de los incentivos institucionales que nos parecen "orientados en la dirección opuesta a la esperada o reclamada por los demócratas deliberativos" (p. 136), por usar la expresión de Gargarella. Como indico al final del libro centrándome en el ejemplo de la Corte Suprema de Estados Unidos, uno de los elementos clave en mi interpretación participativa de la legitimidad democrática de la revisión judicial es que, para permitir que las minorías participen en pie de igual con sus conciudadanos en la tarea colectiva de delimitar mutuamente los derechos y libertades que deben reconocerse los unos a los otros, las instituciones judiciales, a diferencia de instituciones mayoritarias como los parlamentos, tienen que ser políticamente impredecibles. Pues es precisamente ese hecho el que permite a las minorías abrir o reabrir una discusión con sus conciudadanos sobre sus derechos y libertades fundamentales. Esta interpretación ofrece apoyo normativo a los críticos de la composición actual de la Corte Suprema de Estados Unidos (con una supermayoría conservadora) que abogan por múltiples reformas tanto del proceso de selección de jueces, como de su duración en el cargo, como la posible ampliación para incluir jueces elegidos por lotería, así como la posibilidad de complementar dicha institución con mini-públicos deliberativos. El hecho de que estas reformas persigan el objetivo expreso de evitar que la institución se torne políticamente predecible debido a su composición es un ejemplo de la posible utilidad normativa de la interpretación participativa que yo defiendo. El tercer problema que veo con los argumentos que apuntan a las decisiones indeseables de instituciones judiciales es quizás el más importante. Porque lo que esos argumentos delatan es el supuesto de que son los jueces, es decir, sus deliberaciones, sus argumentos y sus decisiones, los que deberían determinar el alcance y contenido de nuestros derechos y libertades fundamentales. Pero ese supuesto es precisamente lo que mi interpretación participativa de la legitimidad de la revisión judicial rechaza. Si mi defensa de la revisión judicial consistiera en afirmar que son los jueces los que deben determinar y definir nuestros derechos, la objeción basada en la multitud de ejemplos de decisiones jurídicas controvertidas o directamente indefendibles representaría un desafío importante. Pero, por supuesto, ese mismo desafío lo tendrían los que defienden que debería ser el poder legislativo el que determina nuestros derechos, y ello debido a la infinidad de ejemplos de decisiones parlamentarias controvertidas o claramente indefendibles. Mi interpretación rechaza ambas perspectivas.

Sin duda, las decisiones judiciales son un elemento importante del funcionamiento de esa institución, pero en mi opinión es un grave error centrarse exclusivamente en las decisiones de los jueces para entender cómo se van definiendo, saturando y transformando a lo largo del tiempo los derechos y libertades que los ciudadanos se reconocen mutuamente en las sociedades democráticas. En mi opinión, para entender ese proceso hay que adoptar una perspectiva holista o sistémica que tenga en cuenta todos los actores y todas las instituciones involucradas en el proceso, así como el efecto de estas en el debate público entre ciudadanos a lo largo del tiempo. Creo que muchas de las críticas a mi interpretación continúan ancladas en la perspectiva juricéntrica que yo rechazo y critico expresamente en el libro, y eso produce distorsiones que habría que clarificar punto por punto. Por limitaciones de espacio voy a ilustrar el problema centrándome en un ejemplo particularmente claro. Linares critica mi afirmación de que el derecho a impugnar judicialmente decisiones legislativas que afectan a los derechos fundamentales de los ciudadanos "tiene capacidad para impulsar un debate profundo en la esfera pública informal, que tendería en el largo plazo, y de manera recursiva, a lograr el apoyo considerado de la población" (p. 78). En contra de esta afirmación, argumenta lo siguiente:

La flaqueza de esta aseveración es evidente: si la clave para lograr el apoyo considerado consistía en involucrar a los ciudadanos que "están fuera del cerco" -porque solo en condiciones de igualdad y ausencia de intereses se despliega la fuerza racional del mejor argumento-, resulta misterioso cómo es que una decisión judicial vaya a involucrar a esos espectadores desinteresados del conflicto. Ella [Lafont] invoca el caso Obergefell v. Hodges (2015) de la Corte Suprema de Estados Unidos -que protegió el derecho al matrimonio homosexual en todo el territorio- y aporta datos de encuestas sobre cómo dicha decisión judicial aparentemente "cambió" las mentes de los ciudadanos en un plazo breve de tiempo. Pero utiliza una encuesta de 2001 para comparar los datos de opinión de 2014, ¡y la decisión fue tomada en 2015! Concluir, con base en esta comparación tan endeble, que el cambio de las mentes obedeció a la decisión judicial -y no a otras instituciones u otros factores de la cultura societal-, me parece una inferencia inválida (p. 78; cursiva mía).

En el libro abogo por adoptar una perspectiva participativa para evaluar las instituciones democráticas. En el caso de las instituciones judiciales ello implica abandonar la perspectiva juricéntrica habitual y explicar sus funciones y objetivos desde la perspectiva de qué les permiten hacer y conseguir a los ciudadanos que hacen uso de ellas. Desde esa perspectiva, mi explicación es que el objetivo fundamental de las instituciones de revisión judicial es implementar el derecho a la contestación legal de todos los ciudadanos. Eso implica que, según esta interpretación, lo que tiene poder explicativo en los procesos de transformación de derechos fundamentales es, sobre todo, el uso del derecho a la contestación por parte de los ciudadanos y no las decisiones judiciales a las que dicho uso da lugar. Puesto que las decisiones judiciales son el resultado del proceso de contestación, necesariamente lo presuponen y, por tanto, no lo pueden explicar.

En el ejemplo que discuto en el libro sobre el derecho al matrimonio homosexual en Estados Unidos, el primer caso exitoso de contestación legal fue Baehr v. Lewin (1993), en el que la Corte Suprema del estado de Hawái declaró la prohibición del matrimonio homosexual discriminatoria y por tanto inconstitucional. Aunque desde los años cincuenta muchas parejas homosexuales habían puesto recursos en múltiples instancias judiciales de todo el país sin éxito, este primer caso de contestación legal exitosa marca, en mi opinión, el inicio de la constitucionalización del discurso político sobre dicho derecho en Estados Unidos22. Y, como explico en el libro, la primera reacción fue previsiblemente en contra. Ante el peligro de que se permitieran los matrimonios homosexuales en Hawái y tuvieran que ser reconocidos por todos los otros estados, en 1996 el Congreso aprobó la Ley de Defensa del Matrimonio (DOMA), que definía el matrimonio como exclusivamente entre un hombre y una mujer, y muchos estados fueron aprobando enmiendas constitucionales para prohibir los matrimonios entre personas del mismo sexo. Un punto álgido de ese proceso fue cuando, en 2008, los ciudadanos de California tuvieron la oportunidad de votar en referéndum por la llamada Proposición 8, que enmendaba la Constitución del estado de California prohibiendo explícitamente el matrimonio homosexual. Al tener que votar en ese tipo de iniciativas de enmienda constitucional, los ciudadanos californianos tuvieron que formarse una opinión al respecto y el debate público en todo el país se tornó cada vez más intenso, pues cada decisión de este tipo tenía implicaciones directas para todos los otros estados. La consecuencia fue que el rechazo al matrimonio homosexual aumentó considerablemente. La Proposición 8 fue aprobada por un 52.5%, contra el 47.5%, por lo que la Constitución de California invalidó los matrimonios entre personas del mismo sexo celebrados hasta ese momento. Dada la estructura federal de ese país, era obvio que más pronto o más tarde el proceso llegaría a la Corte Suprema de Estados Unidos. Pero, precisamente por eso, en las dos décadas que duró este proceso el debate sobre tal derecho pasó paulatinamente, de ser un debate sobre el significado del matrimonio (claramente reflejado en DOMA), a ser un debate sobre derechos constitucionales (claramente reflejado en las iniciativas de enmienda constitucional). Para cuando la cuestión llegó finalmente a la Corte Suprema de Estados Unidos, en el caso Obergefell v. Hodges (2015), la opinión pública, efectivamente, ya había cambiado con una mayoría de americanos a favor de reconocer el derecho legal al matrimonio homosexual, incluso entre muchos de los que continuaban rechazando la homosexualidad por razones religiosas. Es difícil imaginar que alguien que haya seguido este proceso de dos décadas de litigios ganados y perdidos, movilizaciones y protestas, referéndums, actos legislativos, debates políticos, etc. pudiera opinar que lo que llevó a la ciudadanía americana a cambiar de opinión fue la decisión de la Corte Suprema. ¡Pero que lo opinara yo sería el colmo! Pues esa opinión es directamente incompatible con la interpretación participativa de la revisión judicial que defiendo en el libro.

Efectivamente, si los ciudadanos cambiaran de opinión en función de lo que deciden los jueces, la sospecha de deferencia ciega estaría justificada. Si acaso, esa hipótesis daría apoyo a la interpretación de la revisión judicial como "atajo expertocrático" que yo rechazo, según la cual los jueces tienen más sabiduría y competencia y, por ello, los ciudadanos deberían aceptar sus decisiones ciegamente, cambiando de opinión en caso necesario. La confusión de Linares respecto a mi discusión de este caso me parece sintomática de lo difícil que resulta abandonar la perspectiva juricéntrica por más argumentos y evidencia en contra que uno intente aducir, como hago explícitamente en el libro. Una excepción notoria es la caracterización que ofrece Giuffré de mi perspectiva respecto a esta cuestión. Me permito citarla tal cual, pues es mucho más clara y concisa de lo que yo la presento en el libro: "La mirada de Lafont resulta atractiva porque se aparta de las teorías del diálogo intrajudicial -según la cual el diálogo debe desarrollarse al interior de los tribunales-, del diálogo judicial -según la cual el diálogo debe desarrollarse entre los tribunales- y del diálogo institucional -según la cual el diálogo debe desarrollarse entre las instituciones públicas. De esta forma, Lafont se inclina por una promisoria teoría del diálogo inclusivo -según la cual el diálogo debe desarrollarse entre las instituciones públicas y la sociedad-" (p. 151). A esto solo añadiría que el diálogo entre las instituciones judiciales y la sociedad lo impulsan los ciudadanos en el uso que hacen de las mismas y, por tanto, en el fondo se trata de un diálogo entre los ciudadanos, aunque mediado por instituciones y extendido en el tiempo. El hecho de que tengamos instituciones a nuestra disposición no significa que estas nos permitan ahorrarnos el arduo proceso de cambiar los corazones y las mentes de nuestros conciudadanos. Eso es algo que solo pueden hacer los ciudadanos, no las instituciones. Y, efectivamente, son ellos los que lo hacen. Ellos son quienes llevan los casos a los tribunales, ellos son los que presentan y articulan los argumentos legales relevantes, ellos son quienes crean movimientos sociales y los que mantienen las protestas, la contestación y el debate público vivo, etc. Las instituciones pueden facilitar o entorpecer esa tarea, pero no hacen magia. Tampoco garantizan nada. A veces funcionan y a veces fracasan estrepitosamente.

Quisiera añadir, sin embargo, un par de clarificaciones para evitar dar la sensación de que con mis respuestas estoy inmunizando mi interpretación frente a toda crítica. Mi argumento sobre la revisión judicial incluye tesis y argumentos de distinto alcance. Cada uno de ellos puede generar desacuerdos por diversas razones, y también se pueden cuestionar independientemente unos de otros. En el nivel más general, se pueden aceptar o rechazar los criterios normativos propuestos por la interpretación participativa de la revisión judicial que yo defiendo. Ahora bien, para cuestionar dichos criterios no se puede apelar al tipo de deficiencias que impiden a las instituciones satisfacer precisamente dichos criterios. Eso presupone que los criterios son válidos y relevantes. Lo que se necesita es argumentar que (1) hay otros criterios más importantes que la institución debe satisfacer y que (2) son incompatibles con los criterios que se derivan de la interpretación participativa que yo propongo, por lo que toda reforma que intentara incentivar el cumplimiento de los criterios participativos necesariamente desincentivaría o haría imposible que la institución cumpliera los otros criterios aún más importantes. Iglesias apunta a un argumento de este tipo en su contribución, al indicar que la legitimidad democrática no es la única función ni la más importante de la revisión judicial. Estoy totalmente de acuerdo. Precisamente porque los tribunales tienen que cumplir muchas otras funciones que yo no analizo (garantizar coherencia e integridad legal, asegurar continuidad respecto a precedentes, etc.), en el libro no me pronuncio a favor de un determinado diseño institucional sobre otros. Sin embargo, para que ese tipo de consideración constituyera una objeción a mi interpretación habría que mostrar, además, que las otras funciones, sean las que sean, no solo son más importantes, sino que su cumplimiento es incompatible con los requisitos de la interpretación participativa que yo defiendo. Si entiendo su argumento correctamente, Iglesias no da ese paso. Es más, mi impresión es que lo que ella defiende en el último párrafo de su contribución (p. 188) es compatible con la interpretación participativa que yo propongo, aunque está basado en consideraciones mucho más detalladas sobre las funciones de los tribunales internacionales. Evidentemente, eso no significa que mi interpretación no se pueda revocar con éxito mediante un argumento de incompatibilidad. Espero que esto no suceda, pero, sin duda, sería una de las formas en que su viabilidad quedaría cuestionada.

A un segundo nivel, se puede estar en desacuerdo con una tesis particular, mucho más controvertida, que también defiendo en el último capítulo, a saber, que la revisión judicial fuerte puede ser legítima desde un punto de vista democrático bajo determinadas condiciones. Ahora bien, es importante tener en cuenta que esta tesis es lógicamente independiente de la interpretación participativa de la revisión judicial que ofrezco en el libro. Es decir, cuestionar con éxito esa tesis no sería suficiente para cuestionar la validez de la interpretación participativa que yo defiendo. Y eso no solo porque esa interpretación es perfectamente compatible con la revisión judicial débil que muchos defienden, sino también porque es perfectamente compatible con muchos otros diseños institucionales posibles. Por ejemplo, yo tengo mis dudas sobre la viabilidad de las propuestas que abogan por encomendar la revisión judicial a mini-públicos deliberativos como los jurados de ciudadanos, pero estas dudas son de naturaleza empírica, es decir, no estoy segura de qué diseños institucionales satisfarían mejor los criterios normativos que mi interpretación participativa defiende (sin sacrificar otras funciones importantes) en diferentes países con tradiciones jurídicas diferentes y en condiciones cambiantes. Pero si se mostrara que complementar la revisión judicial con jurados de ciudadanos, o incluso que encomendársela exclusivamente a dichas instituciones, permitiría que se cumplieran los criterios participativos que yo defiendo mejor que con la revisión judicial débil (y sin detrimento para el cumplimiento de las otras funciones), entonces mi interpretación apoyaría a los primeros frente a la segunda.

Esto me lleva a la cuestión que plantea Giuffré en su contribución sobre si mi interpretación de hecho se decanta por la revisión judicial fuerte. No, no lo hace. Insisto en que para mí la cuestión de cuál es la mejor constelación de instituciones para implementar el derecho de los ciudadanos a la contestación legal es una pregunta empírica para la que no tiene sentido esperar que haya una respuesta única al margen de las circunstancias, tradiciones y condiciones en las que se encuentran los diferentes países. Lo que es cierto es que en el libro defiendo, en contra de autores como Waldron, que la revisión judicial fuerte puede contribuir a la legitimidad democrática de las instituciones políticas de un país en determinadas condiciones. Para desarrollar ese argumento tengo obviamente que discutir los rasgos distintivos de ese modelo de revisión judicial. Pero eso no lo hago porque en el fondo sea la opción institucional que prefiero o porque sea escéptica o ignorante de la alternativa que representa la revisión judicial débil. Precisamente porque, como indica correctamente Giuffré, prácticamente nadie propone eliminar la revisión judicial, no tendría mucho sentido montar una defensa de algo que no está en cuestión. Lo que críticos como Waldron cuestionan es la legitimidad democrática de la revisión judicial fuerte, no de la revisión judicial débil que ellos mismos aceptan. La razón por la que defiendo la tesis de que mi interpretación participativa de la legitimidad democrática de la revisión judicial se puede aplicar incluso al caso de la revisión judicial fuerte es porque permite ver con mucha mayor claridad lo que yo considero la tesis fundamental de dicha interpretación, a saber, que es el uso que los ciudadanos hacen de las instituciones lo que ha de justificar su funcionamiento y, por tanto, lo que nos debe indicar cómo diseñar los incentivos de las mismas para que su funcionamiento sea compatible con la legitimidad democrática.

Mi argumento pretende mostrar que los criterios normativos que articula la interpretación participativa también tienen aplicación y consecuencias para democracias con instituciones de revisión judicial fuerte. Si dejamos la explicación y defensa de dicha institución en las manos de los epistócratas, entonces es de esperar que el diseño y reforma de dicha institución se aleje cada vez más de la ciudadanía. Mi interpretación ofrece una alternativa democrática desde la que evaluar, diseñar y transformar dicha institución. Eso es importante, por ejemplo, en cualquier contexto en el que sea más factible transformar las instituciones judiciales que las legislativas. Como argumenta convincentemente García Jaramillo, aportando multitud de ejemplos, en muchos contextos las instituciones judiciales han empoderado a minorías que durante décadas no han tenido posibilidad alguna de hacer valer sus derechos por la vía legislativa. Pero aquí me parece importante señalar que, en contra de lo que sugieren Cannilla y Suteu, los ejemplos no se limitan en modo alguno a democracias deficientes o en transición (pp. 195-196). Pese a que, en teoría, la ventaja de la revisión judicial débil es que las decisiones legislativas se cambian fácilmente y, por ello, las minorías tienen más poder de hacer valer sus derechos, el caso es que en Estados Unidos esa ventaja jamás se tradujo en oportunidad real alguna por parte de la comunidad LGTBQIA de revindicar por vía legislativa ni el derecho al matrimonio equitativo ni muchos otros. La revisión judicial indudablemente ofreció esa oportunidad en este caso. Por supuesto, en otros casos no ha funcionado o incluso ha sido contraproducente. Pero eso es verdadero de todas las instituciones y, a fortiori, del poder legislativo, los partidos políticos, etc. Si el hecho de que las otras instituciones políticas fallen estrepitosamente en multitud de ocasiones no es una razón para rechazarlas, sino solo para persistir en el intento de mejorarlas, entonces esa no puede ser la razón para rechazar la revisión judicial fuerte en particular. El hecho de que dicha institución pueda funcionar -y haya de hecho funcionado- mejor que las instituciones alternativas en muchas ocasiones habla a favor de que se la considere a la par con las otras instituciones y, por tanto, que se propongan criterios para poder, en este caso también, persistir en el intento de mejorarlas de modo que cumplan objetivos participativos. Valorar si es mejor, en general, tener instituciones de revisión judicial fuerte o débil u otro modelo innovativo totalmente distinto, es una cuestión contextual y empírica que yo no me siento capaz de responder satisfactoriamente pues requeriría tener en cuenta muchísimos más factores de los que mi interpretación toma en consideración. Lo que sí ofrece mi interpretación son claros criterios normativos para asegurar que, sea cual sea la institución de revisión judicial existente en las diferentes sociedades democráticas, los ciudadanos puedan exigir que sirva objetivos participativos y pueda así aspirar a tener legitimidad democrática.


NOTAS

1 La traducción de esta sección se debe a C. Ignacio Giuffré (Universitat Pompeu Fabra) y Sebastián Linares (CONICET-Universidad Nacional del Sur). La respuesta de esta sección se publicó originalmente en: Lafont, C. Against Anti-Democratic Shortcuts: A Few Replies to Critics. En Journal of Deliberative Democracy. 16, 2, 2020, 96-109. DOI: 10.16997/jdd.367. Las demás secciones fueron escritas por la autora directamente en español con destino a este número de la Revista Derecho del Estado.
2 Para seguir este debate véase Habermas, J. Truth and Justification. MIT Press, 2003, 237-276; y Lafont, C. The Linguistic Turn in Hermeneutic Philosophy. MIT Press, 1999, 315-360; Procedural Justice? Implications of the Rawls-Habermas Debate for Discourse Ethics. En Philosophy and Social Criticism 29/2 (2003), 167-185; Moral Objectivity and Reasonable Agreement: Can Realism Be Reconciled with Kantian Constructivism? En Ratio Juris. 17/1, 2004, 27-51; Agreement and Consent in Kant and Habermas: Can Kantian Constructivism Be Fruitful for Democratic Theory? En Philosophical Forum. 43/3, 2012, 277-295.
3 Gadamer, H.-G. Truth and Method. New York: Continuum, 1994, 375.
4 Analizo esta cuestión en detalle en Deliberation and Voting: An Institutional Account of the Legitimacy of Democratic Decision-Making Procedures. En Res Publica, de próxima publicación.
5 A lo largo del libro defiendo el deber de justificación mutua de las decisiones políticas, pero en el capítulo 7, donde articulo mi concepción de la razón pública, lo equiparo a lo que Rawls denomina el "deber de civilidad". Para mí, ambas expresiones son sinónimas y la diferencia es meramente terminológica. Greppi cuestiona la necesidad o la conveniencia de apelar al "deber de civilidad" de Rawls. Al respecto señalaría dos cosas. La primera es que la idea de que la legitimidad de las decisiones políticas depende de su justificación mutua en la esfera pública es la presuposición fundamental de la democracia deliberativa en todas sus variantes y, por tanto, ni es algo opcional ni es una idiosincrasia del planteamiento específicamente rawlsiano de la misma, algo que podría eliminarse sin pérdida y continuar defendiendo la democracia deliberativa. Por otro lado, Greppi afirma que yo anclo "el derecho constitucional a reclamar y el deber de atender a los reclamos en una disposición de carácter cívico" (p. 39). Esto es incorrecto. Yo crítico expresamente que la concepción de la razón pública de Rawls se limite a apelar al "deber de civilidad" para justificar la legitimidad democrática y argumento que, para ello, no basta con apelar a un deber (o disposición) moral. Lo que hace falta es un derecho legal a la contestación. Si este derecho legal está anclado en alguna parte, diría que lo está en el compromiso democrático de tratarnos los unos a los otros como libres e iguales.
6 Tengo la impresión de que Greppi puede haber malentendido los límites del deber de justificación mutua que yo defiendo. A veces lo describe como si requiriera una "justificación plena" que apela a las "razones últimas de la conciencia" y que llevaría a un "consenso denso" entre los ciudadanos, es decir, como si requiriera un acuerdo de fondo en "doctrinas comprehensivas" entre todos los ciudadanos. Yo rechazo expresamente ese tipo de posición. En el capítulo 7 defiendo un modelo de razón pública que permite priorizar cuestiones de derechos fundamentales frente a cuestiones comprehensivas sobre el bien, justamente para explicar por qué los ciudadanos no tienen que aspirar a una "justificación plena" ni a ponerse de acuerdo en las "razones últimas de la conciencia" para tomar decisiones colectivas legítimas. Basta con que se pongan de acuerdo en si dichas decisiones son o no compatibles con la protección equitativa de los derechos y libertades fundamentales de todos. Greppi objeta que la búsqueda de este tipo de acuerdo sustantivo puede ser una carga demasiado pesada para el ciudadano corriente. Esto puede ser cierto en el caso de ciudadanos cuyos derechos fundamentales están suficientemente protegidos, pero en el caso de ciudadanos cuyos derechos están siendo violados la carga más pesada se deriva, sin duda, de esa desprotección. Es por eso que los que sufren las injusticias son normalmente los que tienen que tomar las riendas de exigir a sus conciudadanos, por la vía de la contestación política y legal, que ofrezcan razones públicas para justificar las decisiones políticas en cuestión o que, en su ausencia, se deroguen dichas decisiones.
7 Con todo y ello quisiera ilustrar brevemente por qué el aborto suele considerarse un ejemplo paradigmático de "caso difícil" en mi sentido del término, haciendo referencia al argumento de Thomson que discute Moreso. En mi opinión, el aborto es un caso difícil porque ninguna de las posiciones puede evitar reconocer parte de lo que argumenta la posición contraria. Los defensores de la prohibición del aborto apelan al derecho fundamental a la vida del feto. Pero, por eso mismo, tienen que reconocer que, cuando la vida de la madre está en juego, no se puede apelar a ese derecho para defender que se priorice salvar al feto a costa de dejar morir a la madre. Si el derecho a la vida es fundamental, sin duda también lo es para la madre. Por tanto, esta posición no puede negar que los derechos fundamentales de la madre son relevantes para resolver satisfactoriamente la legislación del aborto. Por otro lado, los defensores de la liberación del aborto tampoco pueden mantener que los únicos derechos fundamentales que están en cuestión son los de la madre. Porque su posición se enfrenta de modo inevitable a la paradoja de Sorites. Si está permitido el aborto en la semana 14, pongamos, entonces también debería está permitido en la semana 14 más un minuto, pues nada ha cambiado. Pero entonces también lo está un minuto después, y así sucesivamente, hasta… dos minutos antes del nacimiento y un minuto después, y otro, y así hasta el infanticidio. Al margen de en qué segundo exacto sea correcto hablar de infanticidio, lo que muestra el problema de Sorites es que no se puede mantener tampoco que los únicos derechos fundamentales que están en juego en la regulación del aborto son los de la madre. De hecho, el que haya que fijar límites temporales en los que permitir el aborto en distintos casos (14 semanas, viabilidad del feto, tercer trimestre si peligra la vida de la madre, etc.) es una clara indicación de que las creencias comprehensivas sobre la naturaleza del feto, la concepción de la persona, etc. también son operativas en dicha legislación. En mi opinión, el problema de Sorites afecta igualmente a la analogía del violinista de Thomson que discute Moreso. Mientras más minutos (o segundos) nos acercamos a la situación de viabilidad en la que el violinista no moriría al ser desconectado de la otra persona, más difícil resulta defender que esa persona continúa teniendo pleno derecho a que desconecten al violista en ese instante también y, por tanto, que sus derechos son los únicos relevantes para resolver satisfactoriamente el caso. Si es legítimo poner un límite temporal de hasta cuándo está permitida la desconexión (un día, un minuto, un segundo, o lo que sea) solo puede ser por mor de los derechos del violinista.
8 Otro malentendido potencial que quisiera aclarar -y que debería haber aclarado en el libro- se refiere a mi uso de dos expresiones en tándem, a saber, "identificarse con las leyes y políticas" y "aceptarlas como propias". Linares objeta, con razón, que si estas dos condiciones se entienden como dos objetivos separados que han de cumplirse conjuntamente, la teoría podría acabar siendo incoherente porque dichos objetivos pueden tender en direcciones contrarias. Además, Linares añade, en caso de conflicto, no está claro que sea deseable insistir en la identificación con leyes y políticas si son incompatibles con la búsqueda de la verdad. El apoyo esclarecido debería prevalecer sobre las cuestiones de identidad. Estoy de acuerdo en esto último. Mi uso de la doble expresión no pretende indicar dos objetivos separados, sino que pretende dar cuenta de los distintos tipos de decisiones políticas posibles. Hay decisiones políticas que son moralmente correctas o incorrectas, justas o injustas. Prohibir la violación, el rapto o el asesinato es moralmente correcto o justo, mientras que prohibir la libertad religiosa o el acceso a la educación de las niñas es moralmente incorrecto o injusto. Sin embargo, entre las decisiones políticas que están moralmente permitidas, hay muchas cuya legitimidad depende de qué es lo que valora una determinada comunidad política. Decisiones políticas dirigidas a preservar el lenguaje de una comunidad, o a erigir museos sobre su historia, o a fomentar determinados deportes o tradiciones, etc. son legítimas en la medida en que los que están sujetos a ellas se identifican con los valores subyacentes a dichas decisiones y los reconocen como propios; mientras que sería ilegitimo imponer esas mismas decisiones a comunidades políticas que no comparten la identidad colectiva en cuestión. Esa es una dimensión muy importante del ideal democrático de autogobierno frente a la colonización y el imperialismo. Uso la doble expresión para evitar dar la impresión de que, en mi opinión, todas las decisiones políticas tienen una única respuesta correcta. Por el contrario, a mi juicio la legitimidad de muchas decisiones políticas depende de si los que están sujetos a ellas pueden identificarlas como propias o no. Pero, por otro lado, la concepción de la razón pública que yo defiendo requiere dar prioridad a cuestiones de justicia por encima de las diversas concepciones del bien con las que se identifican los ciudadanos.
9 Si la defendiera sería difícil argumentar, como hace Linares, que mi propuesta es demasiado austera respecto a la participación. Como él mismo indica, tal propuesta "se traduciría en la práctica en un llamado a los ciudadanos militantes a persuadir puerta por puerta a las mayorías silenciosas" (p. 71). Este tipo de participación, sin duda, ¡tomaría demasiadas tardes! En este contexto, la interpretación teleológica desfigura el argumento ofrecido en el libro. Para cambiar la opinión pública en su favor, los ciudadanos militantes pueden intentar convencer a las mayorías silenciosas, pero eso no requiere conseguir que no quede ciudadano alguno que esté en desacuerdo o que suspenda el juicio al respecto.
10 Véase MacKenzie, M. K. y Warren, M. E. Two Trust-Based Uses of Minipublics in Democratic Systems. En Parkinson y Mansbridge (eds.), Deliberative Systems. 95-124.
11 Por eso no entiendo la disyuntiva que plantea Linares entre apoyar las iniciativas ciudadanas con referéndum o la revisión judicial. Para mí, esas instituciones no están en competición. Si acaso, la disyuntiva estaría entre revisión judicial fuerte o débil o supremacía parlamentaria absoluta, etc. Esa disyuntiva hay que resolverla de un modo u otro, al margen de si, además, se organizan mini-públicos conectados a iniciativas ciudadanas.
12 Discuto las objeciones de Linares a este argumento en la sección final sobre la revisión judicial.
13 Analizo en detalle una variedad de propuestas en Which Decision-Making Authority for Citizens' Assemblies? En Reuchamps, M.; Vrydach, J. y Welp, Y. (eds.), Handbook of Citizens' Assemblies. De Gruyter, de próxima publicación.
14 No pretendo tomar partido aquí sobre la cuestión exegética de cuál es la mejor interpretación de la concepción rousseauniana de la democracia. Pero, en cualquier caso, mi concepción participativa de la democracia rechaza la famosa afirmación de Rousseau en El contrato social de que "[e]l pueblo inglés cree ser libre: se equivoca mucho: no lo es sino durante la elección de los miembros del Parlamento; pero tan pronto como son elegidos es esclavo, no es nada" (p. 81).
15 Contrario a lo que conjetura Gargarella, estas propuestas no se limitan a académicos, sino que provienen igualmente de profesionales y organizaciones civiles directamente envueltas en la organización de mini-públicos.
16 Defender la importancia participativa del derecho al "desafío" legal en ningún modo implica reducir la participación ciudadana al ejercicio de dicho derecho. Además de defender el uso participativo de mini-públicos, también considero esencial que los ciudadanos puedan ejercer su derecho a votar en elecciones, organizarse en partidos políticos, sindicatos y otras asociaciones, participar en activismo deliberativo, ejercer desobediencia civil e incivil, etc.
17 Discuto este problema en relación con los mini-públicos deliberativos en Deliberative Democracy and the Problem of the Second Best. En The Good Society, Symposium on James Fishkin's Democracy when the People Are Thinking. 27/1-2, 2018, 130-145.
18 Tomo este ejemplo de Estlund, D. Approximation, Deviation, and the Use of Political Ideals. Manuscrito no publicado, 2.
19 Esto no es por casualidad. Hasta el momento, los mini-públicos se utilizan con fines consultativos y no tienen autoridad para la toma de decisiones. Por eso, en el libro yo no critico los mini-públicos que se han organizado hasta el momento. Lo que critico son las propuestas lotócratas a favor de empoderar a los mini-públicos para que puedan tomar decisiones al margen de la ciudadanía.
20 Véase, por ejemplo, 57, 60, 77, 134, 135, 152, 172, 173, 176, nota 16 en 177, 181, 183, 191, 193, 204.
21 Es verdad que en el libro utilizo ejemplos empíricos, como la contestación legal del derecho al matrimonio del mismo sexo en varios países y, con especial detalle, en Estados Unidos. Pero, obviamente, la intención al apelar a esos pocos ejemplos no es ofrecer un análisis explicativo del funcionamiento de dichas instituciones judiciales en general, ni mucho menos un análisis que ofrezca generalizaciones sobre instituciones judiciales de diferentes países. La intención es mucho más modesta, pero, a mi modo de ver, importante. Analizo esos ejemplos como una "prueba de concepto", es decir, para demostrar que la interpretación participativa de la revisión judicial que yo defiendo es plausible en la medida en que puede dar cuenta de casos reales de revisión judicial de derechos fundamentales. Pero eso es todo. Si las instituciones judiciales pueden funcionar de hecho tal y como la interpretación participativa prescribe, en algunos casos y bajo condiciones favorables, de ello no se sigue que haya ninguna garantía de que lo hagan siempre o en todos los casos. Lo único que se sigue es que podemos y debemos intentar diseñarlas o reformarlas para que funcionen así en tantos casos como sea posible. Como indica acertadamente García Jaramillo, "los casos de éxito son ejemplos válidos […] porque nos permiten comprender el potencial de una institución para satisfacer las expectativas institucionales que depositamos sobre ella" (p. 220).
22 Por los motivos que explico a continuación, yo no opino, como sugiere Iglesias, que la decisión del caso Obergefell v. Hodges (2015) de la Corte Suprema de Estados Unidos es la que constitucionalizó el discurso político sobre el matrimonio homosexual. En la medida en que es plausible ligar la constitucionalización del discurso político a la contribución de las instituciones judiciales, yo situaría ese momento en la decisión Baehr v. Lewin (1993) de la Corte Suprema de Hawái.