LO MORAL Y LO POLÍTICO EN LA LEGITIMIDAD DEL CASTIGO DEL EXCLUIDO SOCIAL: LA DISCUSIÓN EN CINCO PROBLEMAS*

THE MORAL AND THE POLITICAL IN THE LEGITIMACY OF THE PUNISHMENT OF THE SOCIALLY EXCLUDED: THE DISCUSSION ON FIVE PROBLEMS

Javier Cigüela Sola**

* El presente trabajo fue escrito con motivo de la invitación por parte de la Universidad Externado de Colombia a dar una conferencia en el marco de las 45 Jornadas Internacionales de Derecho penal: Legitimidad del Derecho penal en la sociedad moderna, entre el 16 y el 18 de agosto de 2023. Agradezco a todo el departamento del Externado la invitación, su cálida hospitalidad y las discusiones que al respecto mantuvimos. Fecha de recepción: 12 de noviembre de 2023. Fecha de aceptación: 5 de abril de 2024. Para citar el artículo: Cigüela Sola, Javier, "Lo moral y lo político en la legitimidad del castigo del excluido social: la discusión en cinco problemas", Revista Derecho Penal y Criminología, vol. 45, n.° 119 (julio-diciembre de 2024), pp. 219-238. DOI: https://doi.org/10.18601/01210483.v45n119.10

** Profesor de Derecho penal en la Universidad de Barcelona. Doctor por la Universitat Pompeu Fabra y exbecario de la Alexander von Humboldt Stiftung. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-3343-0176. Correo electrónico: jciguela@ub.edu.


Resumen:

El artículo ofrece un panorama de la discusión sobre el castigo del excluido social, ordenándola en torno a sus dos ejes principales -el moral y el político- y a cinco de sus dimensiones más debatidas por la doctrina. A su vez, se esgrime la hipótesis de que el teoría penal, sin ser un instrumento de cambio social, tampoco debe abstraerse del hecho de que buena parte de los castigos en las sociedades contemporáneas se imponen en condiciones muy diferentes de las que imaginan las teorías (políticas) de la pena; y que esa distancia debe ser objeto de crítica, en primer lugar, y fuente de consecuencias dogmáticas, en segundo.

Palabras clave: pena; exclusión social; legitimidad penal; filosofía moral; filosofía política; ciudadanía.


Abstract:

The article offers an overview of the discussion on the punishment of the socially excluded, arranging it around its two main axes - the moral and the political - and five of its most debated problems. At the same time, the hypothesis is put forward that penal theory, without being an instrument of social change, should not be abstracted from the fact that, to some extent, punishments in contemporary societies are imposed in conditions that differ from those imagined by the (political) theories of punishment; and that this distance should be the object of criticism, in the first place, and a source of legal consequences, in the second.

Keywords: punishment; social exclusion; legitimacy; moral and political philosophy; citizenship.


INTRODUCCIÓN

El debate sobre las implicaciones que la exclusión social proyecta sobre el derecho penal está probablemente en su momento más candente, al menos en el ámbito de la ciencia penal continental. Ello es cierto tanto en lo que respecta a los problemas de fundamento o filosófico-jurídicos1 como también respecto de sus aspectos más concretos2. Con ello doctrinas como la española y (en menor medida) la alemana3 estarían revirtiendo su tradicional desinterés por un problema que, en cambio, había sido ampliamente discutido tanto en el ámbito latinoamericano como en el anglosajón4. Si bien esta disparidad puede explicarse en cierta medida por la mayor desigualdad existente en los diferentes Estados del continente americano, el desinterés por parte de una ciencia tan avanzada como la germánico-continental resulta cuanto menos llamativo.

Sea como fuere, la problemática relación entre derecho penal y exclusión social puede ser analizada desde muchas perspectivas dentro del espectro de las ciencias penales. Desde el punto de vista dogmático, se puede distinguir -como ocurre con muchos otros temas- entre dos niveles de análisis: el que observa esa relación desde la óptica de la teoría de la pena, concretamente desde el análisis de los presupuestos que convierten la pena en legítima, y en qué medida esos presupuestos se ven cumplidos o no en el caso del excluido; el que la observa desde la perspectiva de la teoría del delito, nivel en el que la tarea sería ya cómo podemos enriquecer la caja de herramientas dogmáticas para dar al excluido social la respuesta jurídico-penal que merece, o que es necesaria en su caso concreto. El presente trabajo se ciñe a la primera dimensión, y tiene por objeto ordenar la discusión mediante la distinción entre dos niveles de problemas -el nivel político (I.A) y el moral (I.B)-, como también presentar los cinco puntos más debatidos por la doctrina en los últimos años, esbozando entre tanto mi propio punto de vista.

I. LO POLÍTICO Y LO MORAL EN LA (FALTA DE) LEGITIMIDAD DEL CASTIGO DEL EXCLUIDO

La discusión acerca de la legitimidad del castigo del excluido social tendió a quedar diluida mientras la legitimidad del derecho penal se confundió y restringió al debate sobre los fines o fundamentos de la pena; esto es, a la discusión entre retribución y prevención. Excepto en casos excepcionales como el hurto famélico, el castigo del excluido parecía no presentar especiales problemas en términos de merecimiento, ya que éste se medía en atención al acto aislado del sujeto qua persona a la que se le presuponen determinadas capacidades naturales; como tampoco en términos de necesidades preventivas, pues el castigo del excluido aparecía especialmente necesario dadas las perspectivas de reincidencia, los malos pronósticos de resocialización y la necesidad que hay de prevención general para casos similares5. Una de las razones por las que el problema de la exclusión se ha vuelto teóricamente relevante es que en las últimas dos décadas el debate sobre la legitimidad del castigo se ha enriquecido considerablemente. Se asume ya que el castigo no sólo se legitima por sus rendimientos retributivos o preventivos, ni siquiera por la culpabilidad del agente, sino que requiere argumentaciones adicionales: tanto en el plano de la filosofía política (A) como en el plano de la filosofía moral (B). La distinción que entre estos dos planos se realiza a continuación es, no obstante, tan sólo explicativa y por tanto artificial, pues toda teoría política del castigo lleva implícita una determinada moral pública; y viceversa, toda teoría moral del castigo tiene implicaciones en términos políticos e institucionales. El objetivo no es, por tanto, sostener que existen dos planos separados de discusión, sino que ésta se puede explicar en términos generales desde esos dos ángulos -para luego matizarlos6.

A. Ciudadanía y castigo: la dimensión política de la discusión

Un primer grupo de argumentaciones se produce en el nivel que vincula la teoría del castigo a la filosofía política, en una tradición de raigambre germánica, que se inicia en Hegel y que obtiene sus últimos desarrollos en las teorías sociales de Habermas y Honneth. Las teorías políticas del castigo tratan de poner fin a la pretensión de construir teorías "puras" del derecho penal, en el sentido de liberadas de la tarea de observar de qué modo tanto el discurso como las prácticas penales emergen y evolucionan en contextos social y políticamente determinados. En lo que aquí nos ocupa: en contextos desiguales en la distribución de oportunidades de acceso a los derechos y libertades, como también en relación con las probabilidades de ser seleccionado por las agencias penales. En cierto modo rectificando la pretendida separación (total) entre derecho penal y política, los desarrollos recientes asumen: (1) que el ius puniendi no es ejercido en el vacío, sino por un Estado cuya legitimidad es relevante también a efectos de valorar su uso del castigo; y (2) que el castigo no se dirige a "personas" en abstracto sino a individuos social y políticamente "situados", cuyo vínculo con la instancia de imputación -Estado- puede ser relevante a efectos de lo que ésta pueda o no hacer legítimamente.

En el ámbito continental el producto más visible de este giro son las llamadas "teorías de la ciudadanía". Estas parten de la premisa de que las normas penales de una comunidad política sólo son (plenamente) vinculantes frente a los miembros de dicha comunidad, y que el Estado no puede castigar legítimamente a cualquier persona que circula por su territorio, sino sólo a quienes ostentan el estatus de ciudadano, el cual funcionaría como vínculo entre instancia de imputación y sujeto imputado. Teorías de la ciudadanía hay, no obstante, de diversa naturaleza, y en los últimos años se ha discutido mucho acerca de cuál debe ser la faceta a la que se vincula la teoría de la legitimidad del castigo: es decir, si lo relevante es que el sujeto destinatario haya participado en los procesos democráticos de deliberación, hasta el punto de que las leyes resultantes puedan ser descritas como normas que el destinatario se ha dado a sí mismo -paradigma de la autolegislación-, o si lo relevante es más bien que el destinatario haya recibido la protección en sus derechos y libertades que es debida como ciudadano, la cual funcionaría como precondición política de su deber de obediencia -protejo, ergo obligo7.

B. Comunidad, hipocresía y complicidad: la dimensión moral de la discusión

Frente a la perspectiva política que se acaba de esbozar, el otro foco de problematización teórica del castigo del excluido se inserta en una tradición anglosajona, que parte de los artículos de Cohen (2006) y Tadros (2009)8. Esta tradición ha brindado al debate una concepción relacional de la responsabilidad, condensado formulación de Duff: "I am responsable for X, to S -to a person or a body who has the standing to call me answer for X […] I am also responsable for X to S as […]"9. La idea -muy intuitiva- es que no cualquier persona puede reprochar una mala acción a otra, sino sólo aquella que reúna determinadas "precondiciones", las cuales forman un "estatus moral". En lo que respecta al castigo del excluido por parte del Estado, dichas precondiciones suelen dotarse de contenido en forma de negación a través de las objeciones de comunidad, hipocresía y complicidad10.

(1) La objeción de la comunidad coincide a grandes rasgos con lo que acaba de analizarse en relación con las teorías de la ciudadanía, y desde la óptica de la filosofía moral ha sido el argumento central del gran dinamizador de la discusión, Anthony Duff11. Esta objeción condensa el requisito de que para que el Estado pueda reprochar algo a un individuo éste ha de haber sido incluido como miembro de la comunidad en cuyo nombre se realiza el reproche; de modo que cuando el Estado excluye a un individuo de los derechos y libertades que caracterizan a los miembros de esa comunidad, pierde legitimidad moral para llamarles a responder.

(2) La segunda gran objeción moral es la hipocresía. En el contexto que nos ocupa, la objeción vendría a decirle al Estado que estaría siendo hipócrita al censurar al excluido social el incumplimiento del derecho, derecho que él mismo incumple al no garantizar el tipo de prestaciones que caracterizan a todo miembro de la comunidad; "me censuras por no haber respetado los derechos de terceros [le podría decir el excluido] cuando tú no has respetado los míos". En una variante de especial interés, al Estado se le reprocha el carácter selectivo de su persecución penal: piénsese en el caso del tráfico de drogas en Estados Unidos, y la objeción que el ciudadano pobre, afroamericano y joven puede verbalizar frente a un Estado que persigue comparativamente menos a otros perfiles; "¿cómo me reprochas a mí lo que permites a otros?", podría objetarle. Sobre ello volveré en seguida, pues su inclusión o no en una teoría moral del castigo es una de las discusiones actuales principales.

(3) La tercera objeción es la de la complicidad: si el hipócrita pierde legitimidad por haber realizado él mismo conductas similares a la que reprocha, el cómplice la pierde por haber contribuido de algún modo a la conducta que pretende reprochar en un tercero. En términos positivos, la objeción de la complicidad implica, por tanto, que "S" puede reprochar "X" a "Y" siempre que "S" no haya participado en la perpetración de "X". "Cómo me vas a reprochar [dice quien objeta] lo que tú mismo has contribuido a hacer". Para nuestra discusión ello implica que el Estado se vería moralmente obstaculizado para castigar el comportamiento del excluido social que él mismo ha favorecido mediante políticas públicas criminógenas12; dicho en los términos en los que la objeción se formuló en los años sesenta y setenta, respecto de comportamientos de los que también el Estado es "corresponsable"13. En contraste con la objeción de la hipocresía, la de la complicidad es algo más restrictiva: no hay nada que comparar aquí, ni conductas ni valores; lo que hay que comprobar es que el delito en cuestión haya sido favorecido por el Estado, que "le sea imputable en alguna medida"14.

II. RADIOGRAFÍA DE LA DISCUSIÓN EN CINCO PROBLEMAS

Tras este sintético y descriptivo panorama de las bases de la discusión, a continuación presentaré lo que considero los cinco aspectos más importantes, algunos de los cuales afectan a una de las dimensiones, mientras que otros constituyen problemas transversales.

A. Primer problema: ¿Qué hace de un individuo un ciudadano penal?

El primer problema tiene que ver con la concreción de qué es lo que queremos decir con derecho penal del ciudadano -o en la versión moral: con miembro de una comunidad-. Al respecto los propios referentes de la discusión han sido más bien parcos en detalles. En el caso de las teorías deliberativas, en las obras de Günther o Kindhäuser no está claro qué funciona como delimitación del círculo de destinatarios legítimos de la pena, si la ostentación de derechos políticos -es decir, lo formal- o la capacidad real de influencia en el discurso público -lo material-; lo primero sería poco decir, ya que incluso sujetos gravemente marginados ostentan ese derecho en abstracto15, y lo segundo sería demasiado exigente, pues de ese modo se dejaría fuera a todo un espectro de "ciudadanos medios" cuya voz apenas tiene resonancia en la esfera pública. Tampoco es del todo clara la teoría de la ciudadanía como protección tal y como aparece desarrollada en las obras de Pawlik: pues si bien deja meridianamente clara su oposición al punto de vista de Günther16, ocurre que en obras posteriores ha puesto mucho más énfasis en la democracia participativa de lo que sería previsible atendiendo al énfasis inicial en esa oposición17. Ello parece, en todo caso, un movimiento consecuente con la propia teoría del derecho penal de Pawlik: si para él el derecho penal debe reflejar las representaciones sociales y culturales de la sociedad en la que se inserta, lo cierto es que, al menos en Europa Occidental y particularmente en Alemania, ir a votar resulta tanto o más importante que la seguridad rutinaria; quizás no lo sea desde el punto de vista cognitivo, pero sí desde la autocomprensión valorativa de la sociedad.

Sea como fuere, otros autores estarían tratando de superar el problema de elegir qué dimensión es más importante mediante aproximaciones multidimensionales de la ciudadanía, cuya respuesta es: todo es importante a efectos de la legitimación del castigo frente al infractor, tanto la participación política como la protección social y los derechos civiles. Ese es explícitamente el planteamiento de Coca e Irrarázaval, para quienes la legitimidad de la pena estaría vinculada a una concepción multidimensional y gradual de la ciudadanía, según exponen, mayoritaria en la ciencia política contemporánea. En ese sentido, la ciudadanía integraría dimensiones diversas -política, civil, social y de nacionalidad-, y los déficits del Estado en la garantía de cualquiera de ellas disminuirá su legitimidad a efectos de fundamentar un deber penal frente a ellos18. También la distinción tipológica entre formas de vinculación entre individuo y Estado, que sirve a Silva Sánchez de base para establecer graduaciones en el castigo, expresa una teoría multidimensional de la ciudadanía: no sólo la falta de protección en la que el autor pone tanto énfasis es considerada relevante a efectos deslegitimadores, también la carencia de derechos de participación política encuentra su lugar en la determinación del grado de vinculación y, por ende, en la legitimidad del castigo19.

La discusión está avanzando, por tanto, hacia la adopción de teorías de la ciudadanía complejas, integradoras de los diversos derechos que la componen, y por ello más graduales de lo que los planteamientos aparentemente unilaterales reflejaron20. ¿Dónde está, ahora, la discusión? Pues bien, integrados los diferentes elementos o dimensiones, la discusión radica en si todos los derechos valen lo mismo -esa es la posición de Coca e Irrarázaval21- o si debe establecerse algún tipo de prelación, y particularmente, si deben considerarse más importantes -como argumenta Orozco López- las prestaciones de protección negativa (garantía de la paz y la seguridad) que las oportunidades de participación política22. Mi forma de ver el problema es fundamentalmente la siguiente: creo, como sostuve en su día23, que una teoría multidimensional es preferible a una unidimensional de la ciudadanía, pues lo cierto es que la propia vigencia de las diferentes dimensiones depende en gran medida de la interrelación entre ellas -así, por ejemplo, buena parte de la inseguridad rutinaria que hay en los barrios pobres tiene que ver con la poca presencia de los intereses de sus habitantes en la discusión pública, y por tanto con déficits formales o materiales de participación-. En segundo lugar, considero que la pregunta por la prelación puede responderse en un nivel menos general de discusión, pues es razonable adaptar las exigencias de legitimidad a la realidad institucional de cada sociedad: seguramente las exigencias de inclusión en un país como Alemania deban ser distintas de las que podrían regir en Colombia, lo cual no quiere decir que la exclusión formal o material de la participación política de determinados ciudadanos colombianos sea irrelevante a efectos de imposición de pena; no lo debería ser en ningún Estado que se diga a sí mismo democrático.

Lo que aquí nos encontramos es, en fin, una paradoja de la que no se puede salir con los medios del derecho penal: los ciudadanos de los Estados donde rige de modo general la paz tenderán a valorar sus derechos de participación en la misma medida que sus derechos existenciales básicos, y en esa medida será más fácil proyectar sobre su derecho penal una teoría de la ciudadanía que no jerarquice entre ellos; pero en Estados que no tienen la paz garantizada, seguramente sea esa paz y no la participación lo que más se valore, y en esa medida en ellos lo razonable será que todo cuente, pero que la exigencia fundamental al Estado sea más bien la garantía de la seguridad existencial.

B. Segundo problema: ¿deslegitimación tout court, o solo respecto de los mala prohibita?

La segunda discusión que ha surgido en la doctrina tiene que ver con la pregunta de si un Estado excluyente que pierde legitimidad moral o política por las razones expuestas mantiene sin embargo alguna dosis de legitimidad para castigar los delitos graves, los llamados mala in se como violaciones, homicidios y otros de similar entidad. Aquí la conocida posición de Silva Sánchez sería la de admitir que, en efecto, la pregunta por la legitimidad política sólo se abre para los casos de mala qua prohibita, mientras que en el castigo del núcleo de los mala in se, al tratarse de injustos naturales y no la infracción de deberes de cooperación, el Estado estaría actuando no "en nombre propio" sino por delegación implícita de la comunidad moral universal24. Como consecuencia, el Estado excluyente podría legítimamente castigar dichos delitos.

A diferencia de algunos autores críticos con la distinción25, comparto la premisa pero no la consecuencia. Creo que, en efecto, el homicidio o la violación no pueden describirse como infracciones de deberes de ciudadanía, que son algo más. En su día lo expresé en los siguientes términos: a nadie se le ocurriría decir que Juan es un mal ciudadano porque mató a Pedro, y lo que decimos es que es una "mala persona"; del mismo modo que no decimos que Pedro es una mala persona por haberse saltado una señal de tráfico, y lo que decimos es que es un mal ciudadano. Hay algo intuitivo en la distinción entre deberes prepolíticos y deberes políticos o adquiridos que hace que los intentos de soslayarla choquen con nuestro sentido común; la distinción es borrosa, como todas las distinciones en el campo jurídico, pero ello no quiere decir que sea implausible, lo que quiere decir es que es necesario un arduo trabajo de delimitación y que en algunas zonas no va a estar claro si estamos ante un mal intrínseco, frente a uno puramente convencional, o frente a algo mixto.

No comparto, en cambio, la conclusión de que en relación con los mala in se la pregunta por la autoridad moral o política del Estado deba de ser excluida ex ante: creo que si el Estado injusto o excluyente tiene dificultades para castigar en nombre de la comunidad política, también las tendrá para castigar en representación de la comunidad moral universal -quien no puede lo menos tampoco puede lo más-. Al fin y al cabo, el sujeto excluido podría decirle: quién eres tú, que me has tratado injustamente, para representar aquí nada menos que a la comunidad moral universal. Ello no implica, de todos modos, negar al Estado la legitimidad tot court, es decir, frente a todos los mala in se en los que su vínculo con el ciudadano ha sido injustamente dañado por su parte. La razón es que, como en seguida se explicará, la legitimidad política no sólo depende de ese vínculo, sino también de las necesidades de estabilización de la norma infringida por el propio sujeto excluido y por los deberes del Estado hacia las propias víctimas. Ello nos lleva al siguiente problema.

C. Tercer problema: legitimidad política como juicio complejo, no restringido al vínculo entre Estado y ciudadano

Un tercer problema pertenece al núcleo mismo de la cuestión, y es la pregunta por los criterios que vamos a tomar en consideración a efectos de valorar si el castigo del excluido es o no legítimo. Y aquí hay fundamentalmente dos opciones: o bien considerar que esa pregunta se responde en atención únicamente a la naturaleza del vínculo entre el Estado y el sujeto en cuestión -si éste existe o no, cuán dañado está, en cuáles de sus dimensiones-, o bien considerar que a ese extremo hay que añadir otros factores de ponderación. Mi propia postura pertenece a la segunda clase de planteamientos, en línea de la expresada en su día por Green26. La legitimidad política del castigo pone en juego, en mi opinión, tres niveles o relaciones de reconocimiento diferentes, necesarias todas ellas para dar respuesta al problema que para el derecho penal presenta la exclusión social:

(1) En primer lugar, el castigo constituye un reconocimiento del autor del delito como sujeto moral y jurídicamente responsable frente a sus conciudadanos. Lo relevante para nuestro tema es que este reconocimiento no puede aparecer novedosamente en el momento del castigo, sino que ha de preexistir: el Estado que ha menospreciado la persona del excluido social colocándole en una situación de infraciudadanía no puede, de repente, "descubrir" que la persona en cuestión es miembro de la comunidad a efectos de castigarla; ello supondría una instrumentalización de la idea de reconocimiento27. Como he expuesto anteriormente, las exigencias relativas a este nivel pueden variar en función de la propia comunidad política, partiendo de la base de que -al menos en Estados democráticos- todas las dimensiones merecen una importancia relativa.

(2) En segundo lugar, el castigo supone un reconocimiento de las normas vigentes en una determinada comunidad política, en el sentido de reafirmarlas no sólo como expresión de los valores en ella imperantes, sino además como pautas de conducta resistentes a una infracción que de ese modo es visualizada como fenómeno puntual -lo que ha venido teorizándose como prevención general positiva-. Se trata de una tarea política fundamental que atribuimos a la pena, a menudo pasada por alto por planteamientos que proponen soluciones que sólo toman en consideración el vínculo de ciudadanía28.

(3) en tercer lugar, el castigo constituye un reconocimiento de la víctima -allá donde la hay- como persona cuyo estatus e integridad han sido deteriorados por el delito, y que amerita restitución tanto en el plano simbólico como en el material29;

Las razones políticas del castigo se vehiculan, por tanto, en ese triple nivel: el castigo puede ser algo legítimo en tanto debido al propio delincuente, a la comunidad política y a las víctimas. Pues bien, creo que el problema de qué hacer con el delito del excluido social no se puede resolver sin comprender esa triple dimensión; y que la razón por la que algunos planteamientos dan respuestas a mi juicio insatisfactorias es por su unilateralidad, es decir, porque sólo consideran uno o dos de los niveles y desprecian el resto30. La situación es, efectivamente, dilemática31, de modo que no hay que esperar soluciones "limpias"32, sino más bien algunos criterios a concretar en cada caso y sociedad en cuestión. Una mirada al conjunto de dimensiones permite encontrar algunos de esos criterios: en primer lugar, la legitimidad del castigo del excluido se ve especialmente comprometida en casos en que la norma infringida tiene un rango secundario -afectando a lo que denominé deberes de ciudadanía33-; también en casos en que la norma se cumple de modo generalizado y su vigencia no está amenazada, esto es, en los que el castigo no añade prácticamente nada a su reafirmación como pauta de conducta, pues de hecho es seguida con habitualidad; y por supuesto cuando estamos ante delitos sin víctimas individualizables que reclamen reconocimiento, especialmente cuando son bienes públicos o colectivos los que están en juego. Aquí los niveles 2 y 3 de reconocimiento aportan razones más bien débiles para el castigo (ya lo hacen, por cierto, cuando el sujeto castigado es un ciudadano incluido), de modo que la ausencia de reconocimiento del sujeto implicado hace decaer casi por completo la legitimidad: piénsese en el caso del sujeto gravemente excluido que comete delitos leves contra el orden público o daños contra el patrimonio histórico; en ellos el Estado tendrá razones (y legitimidad) para proteger esos intereses, pero no podrá hacerlo mediante el reproche penal.

Algo diferente ocurre en casos en que las razones situadas en esos niveles mantienen su fuerza, es decir: cuando la norma infringida por el sujeto excluido es de rango primario, por afectar a la dignidad o el núcleo de personalidad de terceros -de nuevo los mala in se-; cuando la norma se incumple de modo demasiado generalizado y hay especiales razones sociopolíticas para reafirmar su vigencia -lo cual nos lleva a la discusión del hurto, el robo o la ocupación-; como también cuando el delito ha afectado a víctimas concretas, cuyo legítimo interés no puede ser soslayado por el Estado sin cometer una nueva injusticia social y política, esto es, sin trasladar el problema de la desprotección del autor a la víctima34. De modo que, por lo general, en casos de homicidio, violencia física, sexual y otros delitos semejantes el Estado mantiene un residuo de legitimidad (política) para castigar a quien no ha sido debidamente reconocido35, y el déficit de reconocimiento en el nivel i tiene que ser compensado de un modo diferente de la renuncia al castigo. Ese "por lo general" remite a una excepción, que es la siguiente: el Estado que lleva al límite su ruptura del vínculo con el ciudadano, lo cual ocurre, por ejemplo, en el caso de la esclavitud formal o material, la discriminación grave (piénsese en el caso del Apartheid) o el no reconocimiento de las garantías jurídicas y procesales básicas, no puede castigar a los sujetos que sufren esa ruptura ni siquiera respecto de los delitos graves que cometan36. Por mucho que en estos casos haya necesidades preventivas (nivel 2) y que las víctimas pidan reconocimiento (3), el vínculo del nivel 1 está demasiado dañado como para que pueda compensarse con otros intereses. A diferencia, por tanto, del planteamiento de Silva Sánchez, en el mío propio la distinción entre mala in se y mala qua prohibita no ejerce de límite ex ante a la pregunta por la legitimidad de la pena, sino que se filtra en la propia ponderación y condiciona -llegando a resultados no demasiado disímiles, pero no siempre coincidentes- la respuesta que se vaya a dar ex post.

D. Cuarto problema: la inoperatividad de la hipocresía

Respecto de las objeciones morales expuestas supra (I.B), la situación actual es sintéticamente la siguiente. Respecto de la objeción de la comunidad se discute lo mismo que ya hemos referido en relación con el problema de la ciudadanía -en el fondo, y con algunos matices, son dos formas diferentes de enmarcar el mismo problema-. Respecto de la objeción de la complicidad, es común su consideración como la más relevante para una teoría moral del castigo, precisamente porque es más que razonable exigir que los Estados no contribuyan de modo injustificado a los delitos de sus ciudadanos, y si lo hacen se considera también razonable que admitan su cuota de co-responsabilidad. Para hacer la objeción operativa, la discusión ha avanzado en los intentos de concretar grados de contribución del Estado a los delitos cometidos por individuos socialmente excluidos. Grosso modo puede advertirse que la objeción será más fuerte cuanto más pueda imputarse el delito a las políticas criminógenas del Estado, cuanto menos justificadas estén dichas políticas y cuanto más previsibles fuesen sus efectos criminógenos; y a la inversa, conexiones leves, remotas o imprevisibles, o políticas públicas criminógenas pero justificadas no pasarán el test de la complicidad, y por lo tanto no afectarán a la legitimidad del Estado para castigar37. La objeción fuerte sería, por ejemplo, la que dirigimos a un Estado que no garantiza la seguridad en un barrio marginal de la ciudad, y que pretende castigar a uno de sus habitantes por portar armas peligrosas con el objetivo de autoprotegerse.

Algo distinto ocurre con la hipocresía. La discusión más reciente en este punto radica en el grado de correspondencia que se ha de exigir entre las conductas que se censuran y aquellas en que había incurrido el censor hipócrita. Podemos distinguir al menos tres niveles de correspondencia: (1) identidad entre conductas: por ejemplo, la hipocresía del padre fumador que pretende censurar que su hijo fume (nivel de correspondencia fuerte); (2) identidad del valor afectado: por ejemplo, la del padre que evade impuestos que pretende censurar al hijo por hurtar en el supermercado (nivel de correspondencia medio, aquí en torno al valor honestidad); (3) inidentidad o hipocresía genérica: por ejemplo, la del padre que se saltó el semáforo una vez y que pretende censurar al hijo por no visitar a su amigo enfermo (falta total de correspondencia, más allá de una falta de integridad por haber hecho "algo reprochable"). En relación con el Estado excluyente, sin embargo, la doctrina ha venido admitiendo que la objeción de hipocresía formulada en términos genéricos lleva a resultados inasumibles: tomar en serio un estándar de moralidad tan alto no sólo no se corresponde con nuestras prácticas morales habituales, sino que además conduciría a la implausible afirmación de que no hay reproches posibles en el ámbito de la moralidad, sea pública o interpersonal, ya que no hay Estado ni ser humano libre de culpas. Como ha sostenido agudamente Garvey parafraseando la parábola de la mujer adúltera:

"if the only one to cast a stone is someone without sin then good luck finding someone who can cast a stone"38. En el otro extremo, el estándar de identidad entre conductas tampoco presenta mucho recorrido para nuestra discusión, en la medida en que la conducta injusta que el Estado realiza frente al sujeto excluido difícilmente será la misma que pretenda reprocharle: en fin, lo reprochable del Estado será no haber garantizado sus derechos y libertades ciudadanas, mientras que lo reprochable en el sujeto excluido será la realización de cualquiera de los delitos de la parte especial. Una es demasiado amplia, la otra demasiado estrecha39.

Ante lo insatisfactorio de ambos extremos, algunos autores vienen proponiendo formas restringidas de vinculación, donde los injustos sean semejantes en relación con el valor o bien afectado. Sin embargo, incluso con esta restricción la hipocresía sigue siendo una objeción demasiado amplia e inoperativa, no sólo porque abarque demasiado, sino porque no sólo los sujetos excluidos, sino cualquiera podría esgrimirla frente a la instancia de imputación: también el sujeto privilegiado al que sí persigue el Estado podría reprochar que éste permite a unos lo que reprocha a otros40. La objeción de la hipocresía parecería apuntar, incluso en las versiones restringidas, a un tipo de estándar demasiado alto, más aún frente a un sujeto -el Estado- por definición cambiante en sus políticas públicas y, por tanto, en su comportamiento moralmente relevante. Incluirla en una teoría de la legitimidad del castigo implicaría, por ello, colocar el ideal demasiado lejos de lo que incluso Estados razonablemente organizados y justos pueden cumplir. Ese es el motivo por el que la gran parte de autores le dan una importancia relativa -o nula41- y ponen el foco en la objeción, más operativa, de la complicidad.

E. Quinto problema: derecho penal, ¿reflejo de la sociedad o motor de cambio social?

A quienes defendemos posturas más o menos abiertas a sensibilizar al derecho penal frente a situaciones de injusticia social se nos suelen oponer dos objeciones o dudas que beben de la misma preocupación, a saber: si el derecho penal puede absorber problemas de justicia social y política, o si eso excede sus capacidades como mero instrumento de una sociedad determinada42. La primera objeción viene a sostener que el derecho penal no es más que un reflejo normativo de la sociedad de la que trae causa, y en esa medida no puede tratar de rectificar lo que en ella se hace mal -para nuestro tema: excluir a determinados sujetos, no prestarles el reconocimiento debido-43. En pocas palabras, que no puede utilizarse el derecho penal como herramienta de cambio sociopolítico44. Entiendo -hasta que se argumente lo contrario- que el corolario es que la justicia penal tiene que abstraerse de toda consideración que dé cuenta del estatus político y social de sus destinatarios, tratándoles a todos conforme algo así como una ficción general de igualdad (para ello: el concepto de persona), y que sólo en aquellos casos en que la injusticia afecte a los presupuestos de imputación podrá servir como razón excepcional para disminuir la pena -en suma: estado de necesidad, error de prohibición-. Creo que asiste la razón a los críticos cuando rechazan la utilización del derecho penal como motor de cambio social, político o económico: cualquiera que observe lo que hace el derecho penal (privar de libertad y de derechos) tendrá que mirar esa aspiración con recelo, si no con alarma. Pero es difícil encontrar esa aspiración entre quienes hemos defendido tomar en consideración los déficits del Estado injusto para castigar. Por un lado, y hablo ya en primera persona, la creación de un aparato conceptual que permita mitigar la pena en casos de falta de legitimidad moral o política no implica convertir la justicia penal en un arma de batalla política, sino tan sólo traducir a lenguaje normativo una serie de premisas filosófico-políticas o morales cuya validez ni siquiera los críticos niegan45. En otras palabras: ello se plantea como una mejor realización de los valores sociales propios de Estados sociales, democráticos y de derecho, y lo que se declara contranormativo es precisamente el estado de cosas imperante (castigo desproporcionado sobre los desaventajados, con instrumentalización de una teoría del delito concebida de modo técnico-positivista). A la anterior postura se le puede objetar al menos un segundo extremo, y es que al aislar la teoría del castigo de cuestiones morales o políticas la vacía tanto que se vuelve indistintamente aplicable a cualquier Estado, pues todo Estado, también los autoritarios, necesita confirmar sus normas frente a injustos culpables. Si en la última década se ha producido un giro político en la teoría del castigo legítimo es, creo, para evitar precisamente ese extremo.

Lo anterior nos lleva a una segunda preocupación. Ésta vendría a advertir la dificultad para aplicar una teoría de la legitimidad penal tan exigente a contextos tan radicalmente desiguales e injustos como los latinoamericanos, tanto en las posiciones de partida como en el desigual sufrimiento de las medidas punitivas. ¿No sería preferible entonces olvidar estos problemas y exigir al Estado (penal) nada más que necesidad preventiva y/o merecimiento, y esperar que las cosas se arreglen? Dicho en términos de teoría normativa: ¿No está demasiado lejos el ideal normativo como para ser operativo en la realidad social concreta de muchos de estos países? Mi forma de ver las cosas en este punto es que la gracia de los ideales normativos radica precisamente en que no coinciden con la realidad social, y en esa medida nos permiten extrañarla por comparación. Pero esa distancia ha de ser relativa. Para nuestro tema, las teorías de la ciudadanía han de adaptarse a cada momento y contexto sociopolítico, y tienen que situarse lo suficientemente lejos del estado de cosas como para permitir que determinadas injusticias sean desnaturalizadas, pero lo suficientemente cerca como para que en la práctica social aquellas funcionen como un horizonte válido de acción y no como un mero fetiche teórico46. Ello vale, por cierto, como explicación de la limitación de la objeción de la hipocresía, o del estándar de legitimación deliberativo en su versión material: lo que los convierte en problemáticos no es su viabilidad teórica, sino que con ellos se estaría apostando por un ideal inalcanzable incluso para Estados razonablemente incluyentes47.

Qué quepa exigir de las prácticas punitivas colombianas tendrá que ser discutido a la vista de la compleja realidad sociopolítica del país, pero también de su autodescripción como Estado social, democrático y de derecho (art. 1 CC). Más allá de lo que algunas de sus mejores firmas puedan decir con mayor conocimiento de causa que yo48, mi impresión es que también aquí una teoría de la legitimidad penal que sólo exija la existencia de un injusto culpable peca de indulgente. Más aún: contribuye a la naturalización de un estado de cosas que no responde al modelo de sociedad normativamente configurado, sino a un curso sociohistórico condicionado por patologías económicas, sociales y políticas a las que la teoría penal no debe tributo alguno.


NOTAS

1 Silva Sánchez (2018); Cigüela Sola (2019); Puente Rodríguez (2022); Castellví (2023); también desde perspectivas político-criminales: Terradillos Basoco (2020); Paredes Castañón (2021); Gómez Lanz/Benito Sánchez, eds. (2020); Benito Sánchez/Gil Nobajas, eds. (2022), estas últimas con contribuciones variadas al problema.
2 Así, Martínez Escamilla (2006); Robles Planas (2011); Cámara Arrollo (2015); Dafauce (2016); entre otros.
3 También en la doctrina alemana se ha despertado un cierto -aunque tímido- interés, hasta el punto de incluirse en un Algemeiner Teil, hasta donde yo sé por primera vez, un apartado dedicado a la cuestión -me refiero al Roxin/Greco (2020)-. Además de la mencionada contribución, encontramos la discusión sobre las implicaciones de las teorías de la ciudadanía (vid. infra II.A).
4 Ampliamente, sobre las obras de Zaffaroni, Gargarella, Beade o Lorca: Cigüela Sola (2019). Las obras más recientes: Lorca (2021); Beade (2019); desde una perspectiva dogmática: Palermo (2019) y Yacobucci (2021).
5 Sobre ello: Cigüela Sola (2020), pp. 390 y ss.; Kelly (2018), pp. 159, 174.
6 Agradezco al revisor/la revisora que llamara mi atención sobre la necesidad de aclarar este punto.
7 Se acogen al paradigma de autolegislación: Günther (2005); Kindhäuser (2011); Martín Lorenzo (2009); Mañalich (2019); abogan por el paradigma de la protección, cada uno con matices: Pawlik (2004; 2016; 2020); Silva Sánchez (2013; 2018); Buonicore (2019); Orozco López (2022). Al respecto de estas diferentes aproximaciones: Cigüela Sola (2019).
8 Habría que remontarse, en realidad, un poco más atrás, a las contribuciones que siguieron al famoso caso United states v. Alexander, 471 F.2d 923, 926, n. 1 (D.C. Cir. 1973), a partir del cual emergió la discusión, de la mano del voto particular del juez Bazelon y de los comentarios de Richard Delgado (1976; 1985), acerca del posible carácter exculpante o atenuante de los contextos de exclusión social o, en la expresión que entonces se popularizó, "Rotten Social Background". Al respecto, Ewing (2018), pp. 4 y ss. No está de más observar que la discusión moral tiene un marcado marchamo anglosajón si nos ceñimos a la discusión contemporánea, pero que el origen de la concepción moral del castigo es muy anterior y se sitúa probablemente en los teólogos morales medievales y de la primera modernidad.
9 Duff (2009), p. 23.
10 La aproximación más completa entre nosotros: Castellví (2020), pp. 363 y ss.; el mismo (2023).
11 Así, Duff (2001; 2015). Su obra ha sido extensamente discutida en este aspecto: Cfr. Matravers (2006); Holroyd (2010); Chau (2012); Mañalich (2016).
12 Tadros (2009), p. 405.
13 Vid. Roxin/Greco (2020), pp. 1003 y ss.; Klesczewski (1997), pp. 151 y ss.; Seelmann (2012), pp. 17 y ss.
14 Castellví (2023), pp. 540 y ss.
15 Silva Sánchez (2018), p. 74.
16 Pawlik (2016), pp. 41 y ss. "Aunque a los demócratas radicales no les guste oír esto: para el individuo, la perspectiva de poder vivir seguro y en paz en el día a día entre unas elecciones y otras tiene mucha más relevancia, en lo que se refiere a la libertad, que el derecho a la participación democrática."
17 Pawlik (2017), p. 42.
18 Coca Vila/Irarrázaval (2022).
19 Silva Sánchez (2018), pp. 82 y ss.
20 Así, la distinción entre diferentes formas de vinculación de Silva Sánchez (2018), pp. 84 y ss.; sobre el carácter gradual y multidimensional, Cigüela Sola (2019), pp. 254 y ss.; con detallado desarrollo en especial en relación con su carácter gradual y tipológico, Coca Vila/Irarrázaval (2022), pp. 60 y ss.
21 Coca Vila/Irarrázaval (2022), pp. 60 y ss., para quienes no existiría una prelación entre las diferentes dimensiones, de modo que un sujeto excluido de un derecho político (p. ej. un turista) podría recibir el mismo tipo de atenuación que uno excluido del sistema sanitario (p. ej. un inmigrante irregular donde ello se contemple). Sobre ello volveré en el cuerpo del texto.
22 Así, p. ej. Silva Sánchez (2018), pp. 82 y ss., quien, siendo crítico con el paradigma deliberativo, admite que también déficits de ciudadanía que afectan la dimensión político-deliberativa afectan la legitimidad del castigo; también Shelby (2016), p. 231; Orozco López (2022).
23 Cigüela Sola (2019), pp. 254 y ss.
24 Silva Sánchez (2018), pp. 68 y ss.; también, El mismo (2021), pp. 714 y ss.
25 Puente Rodríguez (2022), pp. 375 y ss.; Irarrázaval Zaldívar (2021), p. 243 y ss.; Castellví (2023), pp. 549 y ss.; Orozco López (2022), pp. 178 y ss., quien, en sintonía con Pawlik, critica el planteamiento de Silva Sánchez en su recurso a la noción de "deberes naturales".
26 Green (2010).
27 Duff (2018), p. 111: "a relationship that might be deepened (or destroyed) by the calling (and answering), but that cannot be created ex nihilo by the calling". Habría que añadir, con Mañalich (2011), pp. 135 y ss., que el vínculo de reconocimiento tiene que conservarse también después de la propia pena.
28 Me refiero a los planteamientos que concluyen -de modo más o menos explícito- que el castigo del excluido social no es legítimo en ningún caso, ni siquiera frente a delitos graves, y que todo castigo impuesto sobre los excluidos sería mero ejercicio de poder, violencia u hostilidad; véase, por. ej.. Lorca (2021); similar, en su desarrollo de la concepción de Pawlk: Orozco López (2022), p. 186 (si bien en el curso de la argumentación relativiza mucho su postura).
29 Por todos: Hörnle (2019); al respecto, en relación con nuestro tema: Silva Sánchez (2018), p. 105.
30 Queda más claramente aliviado así -si no lo estaba en mis obras anteriores (p. ej. 2019, p. 262)- el temor de Puente Rodríguez (2021, p. 25, nota al pie 73) de que en mi planteamiento se analice el problema "como si sólo hubiera dos partes implicadas: Estado y autor del delito […]", de modo que "se contempla el conflicto de la atribución del castigo desde una perspectiva estrictamente bilateral", sin reconocer a "terceros que reclaman legítimamente protección".
31 Tadros (2009), p. 393; Kelly (2018), p. 175; Matravers (2006), p. 238 ("I am not sure how could one go about answering this question in a systematic and consistent way").
32 En ese sentido, Pawlik (2020), p. 154.
33 Cigüela Sola (2019), pp. 199 y ss.
34 Algo de lo que alerta acertadamente Roxin/Greco (2020), pp. 1003 y ss.
35 Ya Klesczewski (1997), p. 152, hace una distinción entre delitos graves y leves a efectos de la legitimidad del castigo en contextos de pobreza; Silva Sánchez (2018), pp. 68 y ss.; el propio Cohen (2006), p. 96, nota al pie 9, admite lo siguiente: "Podría estar de acuerdo con una persona que dijera: 'Realmente no estaba en posición de condenarlo, pero emitir una condena tan brutal era la única forma de conseguir que parase y/o que otros lo pararan, y eso era más importante que asegurarme que mis actos de habla fueran conformes a mi 'posición' "; Kelly (2018), pp. 174 y ss., alude también a esa distinción, si bien afirma que la legitimidad del Estado para castigar estos delitos cometidos por excluidos sociales radica en su deber de proteger a terceros y reducir los daños; similar, Shelby (2016), pp. 234 y ss., viene a sostener que el Estado pierde su autoridad legítima ("legitimate authority") en delitos de excluidos sociales, sin bien en relación a los mala in se retiene legitimidad para imponer lo que denomina "enforcement". En estos dos últimos casos, no queda claro si el fundamento de ese residuo de legitimidad es la naturaleza intrínsecamente reprochable de estos delitos o las necesidades preventivas que surgen en relación con ellos.
36 Al respecto, ya: Cigüela Sola (2019), pp. 261, 266, 337.
37 En ese sentido, de modo convincente: Castellví (2023).
38 Garvey (2015), p. 53; Lorca, en Beade/Lorca (2017), p. 152: "Juzgar y condenar serían prácticas divinas y no humanas".
39 Ewing (2018), p. 19.
40 Castellví (2023); Ewing (2018), p. 20.
41 Es el caso de Castellví (2020; 2023); si bien menciona la objeción de la hipocresía, también Silva Sánchez (2018, p. 94) parece apuntar a que la única hipocresía relevante es la del cómplice. Confieso que al respecto albergo todavía algunas dudas. Mi impresión es que, por sí misma, la hipocresía apenas puede -en un modelo mínimamente realista- hacer tambalear la legitimidad del Estado para castigar. A lo sumo puede añadir algo a la deslegitimación de un Estado que se apoye en otros argumentos más fuertes (objeción de la ciudadanía o la complicidad). Eso sí, debería ser una versión muy restrictiva, referida a comportamientos sistemáticos y no puntuales del Estado: no vale con la objeción "tú, Estado, una vez permitiste esto que me reprochas", sino acaso la de "tú, Estado, permites sistemática e injustamente esto que me reprochas". Podríamos afirmar, por tanto, que la única hipocresía relevante sería aquella injusta y sistemáticamente discriminatoria.
42 La preocupación, todo hay que decirlo, está muy presente en aquellos que directa o indirectamente se han visto influenciados por la obra de Jakobs (1996), particularmente prolífica en este punto.
43 Claro al respecto: Puente Rodríguez (2023), pp. 390 y ss.
44 Se trata de una discusión clásica: al respecto, Robles Planas (2010).
45 Es el caso de Puente Rodríguez (2023), pp. 377 y ss., quien defiende una teoría de la legitimidad política de corte deliberativo, y sin embargo niega de modo general -y paradójicamente- que ello pueda tener consecuencias mitigadoras allá donde el sujeto castigado no cumple el estándar, admitiendo no obstante algo de espacio para el error de prohibición.
46 Shelby (2016), p. 11: "ideal theory and nonideal theory are complementary components of an endeavor to devise a systematic account of social justice. In fact, non-ideal theory logically depends on ideal theory"; también Duff (2001), pp. 176 y ss.
47 Así, en relación con la teoría deliberativa: Vogelmann (2014), p. 422.
48 Particularmente: Orozco López (2022).


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