NOTA EDITORIAL

EL DERECHO A UNA MUERTE DIGNA*

Hernán Darío Orozco López
Yesid Reyes Alvarado

* Para citar la nota editorial: Orozco López, Hernán Darío y Reyes Alvarado, Yesid. "Nota editorial. El derecho a una muerte digna", Revista Derecho Penal y Criminología, vol. 46, n.° 120 (enero-junio de 2025), pp. 9-12.

DOI: https://doi.org/10.18601/01210483.v46n120.01


Veinte años después de la polémica que desatara la película española Mar adentro, dirigida por Amenábar, acaba de estrenarse también en España otra sobre el mismo tema del derecho a una muerte digna, esta vez bajo la dirección de Almodóvar: La habitación de al lado.

El tema es especialmente sensible, porque admite debates desde por lo menos dos perspectivas distintas: la religiosa y la jurídico-penal. Aquella toca cuestiones centrales como el origen de la vida y -derivado de él- su disponibilidad, plagadas de dilemas y matices que, sin embargo, se resuelven en el ámbito de lo subjetivo-(interno)-personal. La penal también es profusa en complejidades que atañen a elementos estructurales de la teoría del delito pero, a diferencia de lo que ocurre con la faceta religiosa, necesita respuestas y soluciones en el ámbito objetivo-(externo)-público, dado que lo que está en discusión es la existencia y alcance de un derecho fundamental a la vida digna como elemento esencial de la convivencia en sociedad. Por eso, sin desconocer la trascendencia del debate espiritual, el jurídico merece especial atención en cuanto es su sistema normativo el que -correctamente interpretado- debe garantizar la coexistencia social; y en ese entramado legal, el derecho penal desempeña un papel importante cuando se trata de la protección de bienes jurídicos tan relevantes como la vida.

Si bien desde las dos perspectivas la cuestión es si una persona puede válidamente quitarse la vida y, en caso afirmativo, en qué condiciones, desde el punto de vista jurídico el dilema se contrae a decidir si ese comportamiento conduce a una responsabilidad penal y, por consiguiente, a la imposición de una sanción de esa naturaleza a quien lo despliegue. Por obvio que ahora parezca, el tema tiene que ver con la finalidad y necesidad de la pena, no tanto respecto de quien se suicida (en algunos ámbitos religiosos se le niega sepultura en los cementerios) o intenta hacerlo, como respecto de quien le ayuda a conseguir su propósito.

Este punto nos remite a una de las más antiguas discusiones en el ámbito de la teoría del delito: el concepto de acción. Cuando, por ejemplo, un cuadripléjico decide matarse y, ante la imposibilidad física de hacerlo solo, pide ayuda a alguien que le prepare el veneno y lo deje al alcance de su boca para beberlo por sí mismo, ¿quién desarrolla la acción? ¿Debe primar una noción ontológica que, al permitirnos separar los distintos movimientos corporales, nos lleva a decir que una fue la conducta de quien dispuso la sustancia letal y otra la de quien la ingirió? O, por el contrario, ¿deberíamos optar por una comprensión valorativa en la que se privilegie la naturaleza comunicativa de ese cúmulo de movimientos corporales que nos permite interpretar esa escena como una sola acción desplegada por quien se suicida? Como es evidente, mientras la primera alternativa (defendida por la doctrina mayoritaria) lleva a la punición de la ayuda al suicidio, la segunda conduciría a su impunidad.

Incluso si se admite la primera de las dos posturas, y se sigue también la opinión dominante en cuanto a que la participación se rige por el principio de accesoriedad (limitada), no resulta claro por qué si el suicidio y su tentativa son impunes, quien participa (como determinador o cómplice) en esa conducta debe responder penalmente. El que los códigos penales castiguen esos comportamientos como delitos autónomos, si bien formalmente resuelve el dilema sobre la razón de ser de la punibilidad de la ayuda al suicidio (está prohibida en un tipo penal), no lo soluciona desde el punto de vista material: ¿por qué debe responder penalmente quien contribuye a que otro desarrolle una acción lícita en ejercicio de su derecho fundamental a la libre autodeterminación?

Lo espinoso del tema también involucra el concepto y alcance del bien jurídico, otro elemento esencial de la legitimidad del derecho penal. El primer problema que debe ser encarado es el de si la vida es un derecho que tiene el individuo, o si es un deber frente a la sociedad. Si se opta por la primera alternativa, queda despejado el camino para sostener que en cuanto derecho individual es susceptible de renuncia; si, por el contrario, se toma el segundo camino, no solo se le prohíbe al individuo suicidarse, sino que también se le termina imponiendo al Estado la obligación de prohibir todas las conductas susceptibles de conducir a la muerte de quien las lleva a cabo, como la ingesta de comida chatarra o bebidas alcohólicas, el consumo de tabaco o la inactividad física. Incluso en el improbable escenario de considerar la existencia de un deber de vivir, quedaría por dilucidar si debe estar referido a la simple preservación de las funciones vitales básicas o si, como lo ha dicho de manera reiterada nuestra Corte Constitucional, debe estar referido a una vida en condiciones dignas.

Un segundo ámbito de debate en lo atinente al bien jurídico es el de si el derecho a la vida incluye el derecho a la muerte. En la medida en que se acepte que se trata de un derecho renunciable (sobre lo cual sigue habiendo voces discrepantes), debería admitirse que la decisión de suicidarse no es más que la manifestación de voluntad en el sentido de no querer seguir ejerciendo el derecho a la vida. Esta conclusión permite extender la noción de dignidad (que se refiere a otro derecho fundamental) a la muerte, para concluir que el derecho a una vida digna comprende el derecho a una muerte digna.

Pese a que doctrina y jurisprudencia están de acuerdo en que la ayuda al suicidio sólo puede ser lícita cuando media el consentimiento libre del sujeto pasivo, ese consenso se resquebraja cuando se abordan las particularidades de esta figura. Así ocurre en lo atinente a su ubicación en la teoría del delito -de la que se derivan consecuencias jurídicas importantes-, pues mientras algunos lo sitúan en la tipicidad (o en la imputación objetiva), otros lo tratan como una causa de justificación y otros más lo dividen en dos para dejar una parte en el ámbito de la tipicidad y la otra en el de la antijuridicidad.

En cuanto a los casos en los que el sujeto pasivo no puede otorgar su consentimiento (por ser menor de edad, o por imposibilidad de comunicarse) tampoco parece haber discrepancias en cuanto a que -en general- la persona a cargo de su cuidado puede otorgarlo. Sin embargo, ese consenso se resquebraja cuando aquello sobre lo que se debe consentir es la vida de aquel a quien se le está brindado apoyo, y llega a ser objeto de una polémica aún mayor en escenarios más complejos como los relacionados con accidentes cerebrovasculares que dejan como secuela manifestaciones neuropsiquiátricas, algunas de las cuales hacen evidente que las capacidades de razonamiento y de decisión de la persona han cambiado de manera sustancial frente a aquellas de las que disponía antes del accidente (por ejemplo, depresiones, manías, delirios, psicosis, desorden de expresión emocional involuntaria). En casos como esos, cuando además el afectado no dejó previamente instrucciones sobre cómo proceder en caso de llegar a encontrarse en dicha situación, el consentimiento presenta una nueva y compleja faceta: ¿su validez debe ser determinada conforme a los parámetros de los que la persona disponía antes del accidente cerebrovascular, o debe atenderse a aquellos de los que dispone con posterioridad a él?

El problema es especialmente importante cuando se está frente a casos en los que judicialmente se ha determinado que la persona requiere de apoyo (lo que antes se conocía como "declaración de incapacidad") para tomar decisiones referentes a su vida cotidiana. En situaciones como esta, y siempre sobre el supuesto de que no existiera una declaración previa de voluntad sobre la forma como debería procederse en escenarios como estos, ¿el consentimiento que debe otorgar quien está a cargo del cuidado y apoyo de la persona debe ser con base en los parámetros mentales que la persona tenía antes de su accidente o a partir de aquellos con los que quedó luego de él?

¿Qué ocurriría si se presentara una discrepancia entre la visión que de la vida y la muerte tenía la persona antes de su accidente cerebrovascular y la que posee después de él? ¿A cuál de las dos perspectivas debería ceñirse la persona encargada de apoyarla para decidir por ella sobre si es preferible prolongar su existencia en esas condiciones o dejar de vivir?

Aun cuando la Corte Constitucional se ha ocupado en varias ocasiones del tratamiento penal que debe darse a la ayuda al suicidio y la muerte asistida, sus funciones como guardián de los derechos fundamentales no le permiten abordar en detalle todos los problemas dogmáticos que esas figuras plantean. En estricto sentido, su desarrollo le compete al Congreso de la República, que, con ayuda de la academia, la jurisprudencia y la literatura disponible dentro y fuera de nuestro país, debería ocuparse de elaborar una reglamentación más amplia y precisa del derecho a morir dignamente.