Autonomía privada y tipicidad contractual*
Fernando Hinestrosa**
* Conferencia pronunciada en el Seminario sobre el Contrato, Universidad Católica de Valparaíso, 24 a 26 de mayo de 1999.
** Rector de la universidad externado de Colombia, 1963-2012. La Revista de Derecho Privado presenta, a partir de este número, los trabajos referidos al derecho civil y romano de quien fuera su fundador y constante y decidido animador. La mayoría de trabajos ya han sido publicados pero el afán de facilitar su divulgación, en especial, entre los estudiantes, nos lleva a volverlos a presentar, seguros no solo de su utilidad, sino también de su permanente actualidad.
Autonomía privada, poder de disposición de los propios intereses por iniciativa personal; con estas expresiones, podría decirse, se trasunta un patrimonio cultural, jurídico y político varias veces milenario1, denominado con distintos apelativos a lo largo del tiempo, y, como es apenas natural, concebido sucesivamente de conformidad con la ideología, no solo la imperante en la respectiva oportunidad, sino, más singularmente, la profesada por los redactores del respectivo ordenamiento, los jurisprudentes y el doctrinante que se quiera citar. Noción perteneciente a la teoría o doctrina general del derecho, que hace parte de la dinámica jurídica, fundamental en él y para el derecho privado, y en tal sentido comparable apenas con las nociones de derecho subjetivo y acto ilícito; en fin, motor del tráfico jurídico, sin cuya presencia no es imaginable el desarrollo de sociedad alguna.
Háblese de convención2, o de contrato3 o más genéricamente de acto jurídico4, o con mayor rigor y similar amplitud, de negocio jurídico5, o como tradicionalmente se solió hacer, de "declaración de voluntad"6, con empleo del giro con el cual se introdujo a la doctrina la locución "negocio jurídico"7, de lo que se trata y aquello que está en juego es la autonomía privada7, que ciertamente presupone un sistema político y económico que reconozca la iniciativa particular9, si que también el derecho subjetivo, dentro del cual sobresale el de propiedad10, independientemente del radio de acción de aquella iniciativa11 y del ámbito de los derechos12.
En algún momento de su devenir, cada pueblo "primitivo" debió inventar el "trato", es decir, el acto dispositivo de intereses, muy posiblemente para el intercambio de bienes con otro pueblo, con reconocimiento, o mejor, consciente de la firmeza y obligatoriedad de su comportamiento13. Confianza-desconfianza, fides, crédito, son conceptos y actitudes que están en la raíz del tráfico jurídico14. Si no hay un mínimo de confianza, no es posible imaginar trato alguno cuya ejecución no sea simultánea con su celebración (absolutamente real), por ejemplo, como fue, entre otros, la compositio, que implicaba dejar un rehén obligatus, en garantía de prestación del rescate. Las formas negociales arcaicas: las gesta per aes et libram y la in jure cessio, dan prueba de la exigencia de ejecución inmediata (dando y dando), y sus versiones fingidas posteriores (imaginaria solutio, mancipatio), dan testimonio de concreciones y expresiones palpables de la disposición, si se quiere de una "fetichización" de ella. ¿Cómo facilitar y asegurar aquella confianza en ciernes? La amenaza de vindicta del grupo ante el incumplimiento, concebido -como era natural- como un delito, si que también la de castigo de los poderes infernales (damnatio), no menos compulsiva o persuasiva, en la medida de la profundidad y el arraigo de las convicciones religiosas, ciertamente constituyen un punto de partida y un ejemplo del poder coercitivo de las reglas sociales, juntas culturalmente antes de la independización del derecho, y que de hecho siguieron ejerciendo juntamente con él presión para el cumplimiento de la palabra dada.
Bien se puede calcular el esfuerzo de imaginación creadora necesario para crear "mecanismos" cuyo empleo le diera al promisario seguridad de la firmeza y coercibilidad de la promesa otorgada a favor suyo por el promitente, y a este la garantía de que solo podía resultar vinculado al término de ese trámite y en razón del mismo, que ponía de presente lo que luego se concebiría y denominaría como serio et deliberato animo. Pero todo a partir de un ritual: oraciones, gestos, verbos sacramentales: gesta per aes et libram, in jure cessio, mancipatio, sponsio, stipulatio.
De esa manera el vestitum, de suyo indispensable, se identifica con la misma disposición de intereses, a la vez que se proyecta sobre determinadas funciones o, dicho en otros términos, acoge y convierte en fuente de obligaciones determinadas operaciones que son medio para el intercambio de bienes o de servicios o simplemente para la obtención de unos u otros. Fue así como surgieron el mutuo, el comodato, el depósito y el pignus, para dar luego pie a la categoría del contrato real (obligationes re contractae), y la sponsio y posteriormente la stipulatio, como figuras abstractas que podían albergar promesas de variados orígenes y funciones, que dieron paso a la categoría del contrato verbis (obligationes verbis contractae), y la compraventa, el arrendamiento, la sociedad y el mandato, de cuyo seno emergió la categoría de los contratos consensuales (obligationes consensu contractae) y, en fin, más tarde, la de los contratos innominados, con origen en los nuda pacta, caracterizados por la reciprocidad del compromiso (el synallagma): do ut des, do ut facias, facio ut facias, facio ut des, en esa correlatividad, y más porque la ejecución ya realizada de una de las prestaciones no solo implicaba la seriedad y firmeza del compromiso mutuo, sino que autorizaba a quien la había satisfecho para demandar la contrapartida o la restitución.
Bien sabido se tiene que el derecho romano fue ajeno a la teoría y a las reglas generales, que se ocupó con esmero y agudeza de resolver caso por caso y de disciplinar figura por figura, y que no concedió tutela jurisdiccional sino a aquellas reconocidas pretorianamente. Sin embargo, no por ello dejó de emplear la analogía y, por ende, de aplicar principios y reglas generales15 comunes a categorías y figuras similares entre sí. Las propias clasificación y regulación gayanas de las obligationes contractae ponen de presente esas dos tendencias.
No es dable pasar de largo frente al tránsito de las figuras singulares de operaciones (tipos): mutuo, comodato, etc., compraventa, arrendamiento, mandato, etc., sponsio, stipulatio, a las respectivas categorías: contratos reales, contratos verbales, contratos consensuales, y, luego, a la categoría de contrato y, por último, a la de negocio jurídico, similarmente abstracta y más amplia.
Acá habré de formular algunas reflexiones, inquietudes, hipótesis, menos en el ánimo de volver gratamente, pero también neciamente, al desarrollo histórico de la disciplina de la autonomía privada, y más en el deseo de indagar hasta dónde esas abstracciones y conceptualizaciones decantadas, no digo, llegaron a constituir explicación satisfactoria del problema básico del derecho privado: ¿cuál la razón de ser de los efectos de la disposición particular de intereses?, sino, conservan o tienen hoy justificación lógica, y prestan utilidad cierta ("una permanencia útil", diría G. B. FERRI16) para la disciplina del tráfico jurídico del presente y del futuro, con todas sus complejidades y exigencias tecnológicas, económicas, culturales, y, por supuesto, éticas.
En el decurso de nuestro siglo XX -y resalto el pronombre "nuestro", imprimiéndole un giro de adjetivación, por cuanto muchos de los acá presentes, los más de ustedes, creo que no se sienten pertenecer a ese de cuius, cuya herencia bien quisieran repudiar- digo, en el siglo XX -al lado de las peores expresiones del totalitarismo- asistimos, y en ellas participamos, a elaciones románticas, idealistas, de solidarismo, en el perfecto entendido de la imperatividad de una afirmación, que parece estar llamada a volverse axioma: sin igualdad no puede haber libertad. En todas esas manifestaciones estuvo presente la idea de justicia social, sin que acá importe identificar la raíz o la vertiente de esa inquietud, o en razón de qué ideología adhirió cada cual a esa fe. Civilistas y administrativistas, sintiendo en carne propia el dolor de las víctimas de accidentes de trabajo, o de vehículos en el transporte o en la circulación callejera, o en la conducción y el empleo de gas o energía eléctrica, hicieron causa común con legisladores y jurisprudentes para lograr tanto intervenciones legislativas como creaciones pretorianas que, aligerando la carga probatoria en los respectivos procesos o trasladando el fundamento de la responsabilidad de la culpa a la mera causación del daño en el ejercicio de actividad peligrosa, permitieran a las víctimas obtener algún reconocimiento y, luego, una indemnización plena. A tiempo que civilistas de avanzada, enfrentados a la asimilación del contrato a paradigma de paridad y sinónimo de equidad, exhibiendo las desigualdades económicas y culturales, reales y dramáticas, de las partes, iguales ante la ley, exigieron y obtuvieron intervención del Estado, ora para tutelar grupos, sectores, capas sociales deprimidos, mediante una cláusula general de prevención y prohibición de estipulaciones abusivas, exorbitantes, leoninas, estuviera consagrada en la ley o fuera producto de una jurisprudencia alerta y sensible; ora para encauzar o dirigir la economía, con fines de una mejor distribución del ingreso, o de desarrollo que a la postre habría de redundar en una elevación general del nivel de vida.
En las constituciones de Weimar y de la República española están contenidos esos principios y esos preceptos, que muchos de los países de América Latina tomaron para sí y trataron de aplicar en su legislación. Y a partir de la segunda posguerra, la doctrina y la jurisprudencia francesas e italianas, tan próximas a nuestro continente y que tanto han influido y siguen influyendo en nuestra formación jurídica, comenzando por la propia legislación, abundan en pronunciamientos de índole solidarista e intervencionista, que nuestros doctrinantes y jueces tomaron y acogieron como lemas.
Hasta en el propio common law se llegó a preguntar si el contrato podría mantener su vigencia, o había llegado la hora de prescindir de él, para un retorno al estatuto. ¿Cuántas obras no se escribieron, dramatizando el problema desde el propio título, sobre la decadencia, el ocaso17, hasta la muerte del contrato18? Para, llegada la última década del milenio, dar la impresión de un redescubrimiento de la autonomía, de la libertad contractual, por el camino de la libre empresa y la economía de mercado. ¿Conversiones? ¿Arrepentimientos? ¿Tozudeces? ¿Estarán mandadas a recoger todas esas lucubraciones doctrinarias y jurisprudenciales vibrantes de sensibilidad social? La ley del péndulo, el corsi e ricorsi de Vico, impone a los "operadores jurídicos", como se suele llamar hoy a lo que antes denominábamos pomposamente "juristas" y la gente señalaba como "abogados", el deber de preguntarse: ¿dónde estamos, para dónde vamos? Pero, ante todo, establecer si el derecho y su ejercicio podrán liberarse de esa tendencia de los distintos factores de poder a considerarlo mero instrumento, auxiliar, por lo demás oportunista, marioneta de intereses contingentes y turbios.
¿Es que algún día hubo, y podrá imaginarse que algún día habrá, libertad alguna absoluta? ¿Será sensato y justo concebir la libertad como un poder que va hasta donde se tropiece con otro similar o superior? O, por el contrario, ¿de suyo, al margen de la redacción constitucional, el Estado está llamado, no simplemente a evitar la confrontación y la contienda, sino a prevenirlas y conjurarlas, y más aún a actuar como poder tutelar y nivelador, y hacerlo, mediante la regulación del contenido de las figuras negociales, precisamente para que haya igualdad y, por ende, libertad?.
Se habla de tipicidad para indicar la manera como la sociedad y, tras de ella, el ordenamiento, responde a las exigencias de crear instrumentos o herramientas que los particulares puedan emplear para impulsar su actividad, ante todo la económica, y alcanzar los bienes y los servicios que apetecen y que cada vez más han de solicitar del prójimo, comoquiera que la autosatisfacción y la economía natural resultan ya, por así decirlo, piezas arqueológicas. ¿Cómo han surgido y siguen surgiendo sucesiva y paulatinamente las distintas figuras y cómo el intérprete las relaciona entre ellas y va buscando y determinando la formación de distintos círculos, tangentes unos, secantes otros, los más de ellos concéntricos, hasta llegar a una reductio ad unitatem? Pero, sobre todo, ¿qué utilidad podrá tener en el futuro esa obsesión, dejando aparte lo que haya de inclinación propia de la mente humana a comparar, relacionar, clasificar, y así entender y dominar mejor la realidad? O, en otras palabras, alcanzar una disciplina fundamentalmente unitaria, a la vez que homogénea, de los distintos actos de disposición de intereses, sean estos personales, familiares o patrimoniales, y dentro de estos, cualesquiera que sean el título o la oportunidad de la atribución, y sin perder de vista las particularidades y menos las especificidades de las distintas categorías, que, por el contrario, así sobresalen y se vuelven más comprensibles. ¿Utilidad teórica, utilidad práctica, las dos a la vez?.
Háblese de ámbito y dimensión de la autonomía privada o, más habitual y sencillamente, de expresiones de la libertad contractual, la inquietud al respecto y el reconocimiento de los poderes inherentes a aquella autonomía se vierten en estos planos: libertad de disponer o no (contratar o no), de escoger la contraparte o el destinatario de la disposición, escoger la figura iuris, obrar personalmente o valiéndose de un intermediario, escoger el medio (forma) de expresión, y por último, determinar el contenido de la disposición.
De todas esas expresiones de la libertad, interesa destacar acá las relativas al escogimiento de la figura o tipo y a la determinación del contenido.
En cuanto al primer tema, se aprecia un contraste entre la tendencia a afirmar la facultad de los particulares de disponer a su arbitrio de sus intereses, sin otra cortapisa que las prohibiciones legales, orden público y buenas costumbres, interpretadas restrictivamente, su contraria, que lleva a no aceptar sino lo que el legislador "crea" o prohija, y cuando más, a acoger novedades solamente en la medida en que son asimilables a uno o varios de los tipos legalmente reconocidos, y, en fin, aquella otra, que, sin desconocer la autonomía-libertad creadora del particular, como tampoco los poderes normativos del Estado, observa cómo proceden las gentes, cómo responde el ordenamiento, los caracteres habituales del desenvolvimiento jurídico, y, de modo más adherente a la realidad, anota que ni las figuras son creación improvisada de la sociedad y menos imposición del legislador19, ni tampoco su reconocimiento jurisdiccional puede girar exclusivamente en torno del acatamiento o la transgresión de las normas imperativas.
Empleando el método antropológico de seguirle el rastro a la ontogénesis para descifrar la filogénesis, vale la observación de cómo proceden los infantes y preguntarse de dónde extrajeron su conocimiento: el niño, deseoso de utilizar un juguete que no tiene consigo, dirá a quien lo detenta: préstemelo, regálemelo, se lo cambio, se lo compro. Y es evidente que esa actitud es producto de su anhelo vertido en el molde de una experiencia (de lo que han visto hacer y decir a otros en circunstancias análogas). En otro contexto, es fácil advertir cómo los bancos, igual que otras entidades financieras y cuantas empresas de servicios tienen centros de investigación de mercados, consagrados a la ideación de nuevos "productos", a semejanza de los laboratorios farmacéuticos, por citar un ejemplo, y que habitualmente los están sacando al mercado: nuevos tipos de depósito de dinero a interés, de garantías crediticias, de cubrimiento de riesgos, con agregación de servicios, la tarjeta de crédito, la tarjeta de débito, el manejo electrónico del dinero, la venta de tiempo compartido, el paquete turístico, ocupan hoy el lugar del contrato de suministro de energía o de agua, del de trabajo o de mantenimiento, de estacionamiento, de espectáculo, o de gimnasio o de deporte o recreación activos, anteriormente, como recién llegados. Ninguno de ellos ha recibido -y dijérase que por fortuna- nombre y disciplina por parte del legislador, como tampoco aquellas figuras mencionadas habitualmente para ejemplificar las creaciones modernas: leasing, franchising, factoring, engineering, o la "titularización".
Resulta difícil, a más de ser de escaso interés, determinar cuándo "sale al mercado" un "producto"20, y más importante es establecer qué acogimiento ha tenido, y más precisamente su aceptación jurisdiccional, sea como dato histórico o como vaticinio. El hecho es que antaño aparecieron, como ahora, quizá hoy en número más abundante y con mayor frecuencia, siguen surgiendo nuevas figuras, o tipos21 negociales, de los cuales no se tiene o no se hace memoria sino en cuanto han arraigado.
Cuando el particular se apresta a conseguir un bien o un servicio que le interesa -e igual le ocurre trátese de operaciones de valor reducido y de ocurrencia frecuente, que con aquellas de gran trascendencia y que se presentan muy de cuando en cuando-, lo primero que piensa es en dónde y de quién puede obtenerlo, y en el mecanismo o instrumento por cuyo medio puede acordar con ese otro el intercambio. Esto es, la figura o tipo, cuya individualización depende de las condiciones en que se encuentren ellos y sus propósitos. Pero, la exigencia de la mayor seguridad y la prudencia consiguiente pueden no coincidir con los apremios de las circunstancias, de manera que siendo lo más sencillo y seguro acudir a una de las figuras que cuentan con nombre y disciplina legales y larga experiencia jurisprudencial, por distintas razones, comenzando por la posibilidad de que ninguna de ellas satisfaga el designio de los candidatos a contratar, porque no se presta a ajustarla a la medida de él, pero también teniendo presente que bien puede suceder que en el mercado esos servicios o bienes solo sean asequibles mediante el empleo de determinado instrumento o tipo que un empresario o grupo de empresarios indican o imponen. Así, por distintos conductos y razones se llega a la celebración de contratos o negocios legalmente atípicos.
¿Qué hacer entonces?, ¿qué actitud tomar frente a ellos?, ¿cómo tratarlos? Porque, a más del reconocimiento mismo está el problema de qué efectos reconocerles, y cómo determinar su naturaleza, cuáles sus essentialia negotia, cuáles sus naturalia y, en últimas, a la vez que en primer término, cuál el ámbito de los accidentalia, o de la estipulación particular libre, y cuál el de las normas imperativas, en términos generales y en concreto según el género próximo y la especie.
Así se refunden o confluyen el tema de la libertad individual de escoger instrumento, tipo o figura para la disposición de los intereses propios, y el de determinar el contenido de dicha disposición.
El artículo 1322 del codice civile italiano de 1942 prevé: "Las partes pueden determinar libremente el contenido del contrato dentro de los límites impuestos por la ley. Las partes también pueden celebrar contratos que no pertenezcan a los tipos que tienen una disciplina particular, con tal que estén dirigidos a realizar intereses merecedores de tutela según el ordenamiento jurídico". Y la doctrina italiana abunda en el afán de precisar la exigencia de tipicidad del negocio jurídico, así como en la distinción entre "tipicidad legal", "tipicidad social" y atipicidad.
Ninguna promesa, rectius, ninguna disposición particular de intereses es, ni puede considerarse de suyo vinculante, compromisoria, ejecutable22; para ese resultado es menester -siempre lo ha sido- que se vierta en una de las figuras que el ordenamiento ha acogido con nombre y disciplina propios (legalmente típicas), o que se vierta en un crisol, extralegal o paralegal, pero ya conocido, reconocido, trajinado socialmente (socialmente típica), o, en fin, que, siendo del todo nueva, dijérase que a pesar de ello, responda a un interés "merecedor de tutela". Cabe hacer el parangón de este aserto con la experiencia romana en lo que atañe al surgimiento de nuevas figuras, partiendo del numerus clausus, actiones stricti iuris [iudicia stricta] (rígida tipicidad legal), y a su aceptación por medio del otorgamiento de una actio, especialmente en lo que respecta al desempeño del pretor en los iudicia bona fidei y las actiones in bonum et aequum conceptae23. ¿En razón de qué ha de aceptarse la figura nueva? ¿Simplemente porque hay que acoger la novelería o el capricho de los sujetos disponentes? ¿Bastará con que no se vulneren las pautas ético-políticas de orden público y buenas costumbres? el hecho de que para cuando la demanda de definición jurisdiccional se presente a propósito de la figura novedosa, ya esta se haya abierto camino, invita a la autoridad (pretor, juez) a aceptarla, a despecho de las dificultades de determinar su naturaleza y, de acuerdo con ella, revisar las cláusulas y asignar los naturalia negotia, para, en últimas, precisar los efectos. Pero si, por el contrario, se trata de una verdadera novedad, dando por descontada la prevención adversa al forastero o advenedizo, ¿necesitará un "pasaporte" o "credencial" y en razón de qué circunstancias o caracteres suyos habrá de otorgárselo el juzgador?
La fórmula del inciso segundo del artículo 1322 C.C. italiano: "siempre que sea merecedora de tutela", ha sido objeto de variados entendimientos y empleos, como también de distintas reacciones, favorables o adversas, entusiastas o desconfiadas, pensando en la injerencia mayúscula de Estado y en una justicia interventora y aun política, y hasta para descalificarla en razón de su inutilidad o futilidad24.
En verdad, de lo que se trata es de resaltar algo que es elemental e inherente a la autonomía privada y al desenvolvimiento del particular en sus relaciones iusprivatistas: todo individuo es producto de su ambiente, de la cultura en la que está inmerso, tiene un "código" cultural y, por así decirlo, es prisionero de él, de modo que cuando va a disponer de sus intereses, su margen de creatividad, de innovación, es de suyo reducido. Y así el particular al abrir trocha y quizá más el juez al calificar la aceptabilidad y corrección del invento es mucho lo que toman de los instrumentos conocidos, y lo que de ellos echan mano para tratar de justificarla o para determinar su función y asignarle efectos, o simplemente para articular e interpretar sus cláusulas.
Tipicidad de la figura, que corresponde a una o unas funciones: la individual, como también la del o los géneros próximos, cuya identificación facilita y precisa el determinar sus alcances y radio de acción: la singular, pero además aquella o aquellas más amplias: de cambio, de cosas, de bienes, paga de precio, dación o entrega de cuerpo cierto, exigencia de garantía de titularidad o de sanidad, obligaciones de medio, de resultado, de garantía. Por esa vía se llega a hablar de tipicidad de los efectos, en la medida en que al practicarse la calificación jurídica de la conducta desplegada por los particulares no solo para reconocerla como negocio jurídico -lo cual de suyo implica una identificación singular- sino para, de acuerdo con esa calificación y clasificación, depurar su contenido al cotejar aquel que muestra con los essentialia negotia que no se pueden tomar solo como conditiones sine qua non para la existencia de una figura determinada, sino también como patrones lógicos, que a la manera de plantillas denuncian la presencia de eventuales estipulaciones lógicamente incompatibles con la función de la figura y que en esa razón han de ser podadas; para en seguida proceder a su integración, echando mano de los naturalia negotia: las normas dispositivas o supletorias de la ley o de la costumbre o de los usos particulares o singulares y, también, de la equidad, sin que se pueda establecer un orden fijo de prelación en el empleo de esas vetas, comoquiera que son las circunstancias propias del caso las que dirán las primacías a que haya lugar.
Llégase así a la conclusión de que la tipicidad no solamente es un modo de ser de la autonomía privada, sino también la pauta para el reconocimiento de las estipulaciones particulares y la asignación de los naturalia negotia, o sea para la determinación de los efectos de la disposición, toda vez que estos son el producto de lo que "en ella se expresa", combinado con "las cosas que emanen precisamente de la naturaleza de la obligación, o que por la ley pertenecen a ella", junto con "la buena fe con que debe ejecutarse" (arts. 1602 C.C. col., y 1546 C.C. chil., 1374
C.C. it. y 871 C.Co. col.). En otras palabras, allí campea el reconocimiento por parte de la sociedad y, tras de ella, del Estado, de la autonomía privada, que se afirma y opera por su propio peso social y no por concesión graciosa de la autoridad, a la vez que el poder soberano del ordenamiento para orientarla y encauzarla, pero sin llegar a sustituirla o a desconocerla. En fin, también en este núcleo encuentra la explicación teórica y práctica la diferencia entre el hecho jurídico y el negocio jurídico, basada en la forma diferente como opera el ordenamiento frente a los meros hechos jurídicos o supuestos de hecho normativos y delante de los negocios jurídicos, pues mientras que a aquellos les impone unos efectos ciertos y precisos en la sola razón de su acaecimiento, respecto de los negocios jurídicos, que por consistir en una regulación de intereses y relaciones demandan patrocinio del derecho, este la otorga, en cuanto la disposición es merecedora de tutela y satisface las cargas de legalidad y corrección, que de no ser así, en la primera hipótesis permanecerá indiferente, con lo cual la disposición no trasciende del plano social al jurídico, y en la segunda hipótesis será nula o anulable por falta de los requisitos de rigor o por conculcación de los dictados ético-políticos, correpondiente al talante del Estado.
Notas
1 "En verdad, las categorías no son sino el fruto de una elaboración imponente de generaciones, en gran parte anónima, de una tradición más que milenaria que tiene sus raíces en el estudio del derecho romano, tal como vino siendo entendido por varias generaciones de juristas que se fueron sucediendo hasta llegar a nosotros": E. BETTI. Istituzioni di diritto romano, Padova, 1942, Prefazione, XIII.