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In memoriam

Apuntes sobre el Concordato*

Fernando Hinestrosa**

* Discurso pronunciado al ser recibido como miembro de la Academia Colombiana de jurisprudencia, el 9 de septiembre de 1974.
** Rector de la Universidad Externado de Colombia (1963-2012), Bogotá, Colombia. La Revista de Derecho Privado presenta, a partir del número 24, los trabajos referidos al derecho civil y romano de quien fuera su fundador y constante y decidido animador. La mayoría de los trabajos ya han sido publicados, pero el afán de facilitar su divulgación, en especial entre los estudiantes, nos lleva a volverlos a presentar, seguros no solo de su utilidad, sino también de su permanente actualidad.

Para citar el artículo: Hinestrosa, F., "Apuntes sobre el Concordato", Revista de Derecho Privado, Universidad Externado de Colombia, n.° 34, enero-junio de 2018, 5-16.


Señor Presidente de la Academia Colombiana de Jurisprudencia, Dr. Gonzalo Vargas Rubiano, señores Académicos, señoras, señores:

Comparezco ante ustedes, luego de cuatro años de requerimiento cordial e insistente, a aceptar una distinción honrosa y estimulante del colegio mayor de la investigación y el cultivo de la ciencia jurídica en nuestra patria, hoy y aquí, en afectuosa compañía, dentro de una conjunción señalada por aquella entidad que en esa forma se ha esmerado en vincularme generosamente a la conmemoración del octogésimo aniversario de la fundación, al centenario del nacimiento de mi padre y a su tierra de origen, dándome el privilegio de ocupar su silla vacía desde su muerte, recibido por amigo y maestro que al iniciarme en el cultivo de las ciencias sociales me despertó inquietudes y abrió horizontes inconmensurables, y que con gallardía y cariño me recibiera también en la máxima posición de mi vida: la Rectoría de nuestra universidad, y en la compañía confortante de los míos: colegas en la profesión, compañeros en el Externado, alumnos y ex alumnos, suegros, hijos y mi mujer.

Mi tardanza, lo aseguro, obedeció al respeto que me merecen la Academia y sus miembros, vertido en el imperativo de presentar un trabajo digno, siempre pospuesto por los apremios cotidianos de la profesión y la docencia. En el entretanto, la muerte impidió al presidente juan uribe Durán la satisfacción de su deseo manifestado con persistencia y cariño. Y la oportunidad me sobrecoge en la indigencia. Así he de echar mano de algo que ideológica y prácticamente me ha ocupado con intensidad y que hoy se debate agonísticamente, con emoción y temor entremezclados, quizá soslayando la importancia que tiene la actitud que se adopte y la decisión que tome al respecto el Congreso de la República.

De tiempo atrás he procurado madurar un criterio sobre el matrimonio y su condición dentro del Concordato entre la República y la Santa Sede y las relaciones entre las dos potestades, simplemente por un mandato de conciencia, el deber de opinión en un punto que define a plenitud la Weltanschauung del ciudadano.

Permítanme, pues, ustedes que, en lugar de una contribución científica y depurada, presente estas notas deshilvanadas, sin otro mérito que el de la convicción y la sinceridad.

*****

Avanzado 1885 se consumó la derrota de las tropas liberales insurgentes en La Humareda y, tan pronto como la noticia llegó a Santa Fe, el presidente Rafael Núñez se apresuró a la celebración de una victoria que le sería ajena, con esta declaración tajante: "La Constitución de Rionegro ha dejado de existir". Más tarde el dictado gubernamental se trocaría en una explicación soslayada. La cesación de la vigencia de la constitución es un hecho cumplido. El Consejo Nacional de Delegatarios convocado en seguida, acordó las bases de la nueva Constitución antes de que finalizara ese año (30 de noviembre), entre ellas las sexta a octava:

6.a La Nación reconoce que la Religión Católica es la de la casi totalidad de los colombianos, principalmente para los siguientes efectos: 1.° Estatuir que la Iglesia Católica gozará de personería jurídica; 2.° Organizar la educación pública en consonancia con el sentido religioso del país. 3.° Celebrar convenios con la Sede Apostólica, a fin de arreglar las cuestiones pendientes y definir y establecer relaciones entre la potestad civil y la eclesiástica.

7.a Será permitido el ejercicio de todos los cultos que no sean contrarios a la moral cristiana y las leyes. Los actos que se ejecuten con ocasión o pretexto del ejercicio de los cultos, estarán sometidos al derecho común.

8.a Nadie será molestado por sus opiniones religiosas, ni obligado por autoridad alguna a profesar creencias, ni a observar prácticas contrarias a sus creencias.

El 4 de agosto de 1886 se expidió la nueva Carta, que dispuso a tales propósitos:

Artículo 38. La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la de la Nación: los poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada, como esencial elemento del orden social. Se entiende que la Iglesia Católica no es ni será oficial, y conservará su independencia.

Artículo 39. Nadie será molestado por razón de sus opiniones religiosas, ni compelido por las autoridades a profesar creencias ni a observar prácticas contrarias a su conciencia.

Artículo 40. Es permitido el ejercicio de todos los cultos que no sean contrarios a la moral cristiana ni a las leyes. Los actos contrarios a la moral cristiana o subversivos del orden público, que se ejecuten con ocasión o pretexto del ejercicio de un culto, quedan sometidos al derecho común.

Artículo 41. La educación pública será organizada y dirigida en concordancia con la Religión Católica. La instrucción primaria costeada con fondos públicos será gratuita y no obligatoria.

[...]

Artículo 53. La Iglesia Católica podrá libremente en Colombia administrar sus asuntos interiores, y ejercer actos de autoridad espiritual y de jurisdicción eclesiástica sin necesidad de autorización del poder civil; y como persona jurídica representada en cada diócesis por el respectivo legítimo Prelado, podrá igualmente ejercer actos civiles, por derecho propio que la presente Constitución le reconoce.

Artículo 54. El ministerio sacerdotal es incompatible con el desempeño de cargos públicos. Podrán, sin embargo, los sacerdotes católicos ser empleados en la instrucción o beneficencia públicas.

Artículo 55. Los edificios destinados al culto católico, los seminarios conciliares y las casas episcopales y curales no podrán ser gravados con contribuciones ni ocupados para aplicarlos a otros servicios.

Artículo 56. El Gobierno podrá celebrar convenios con la Santa Sede, a fin de arreglar las cuestiones pendientes y definir y establecer las relaciones entre la potestad civil y la eclesiástica.

El 31 de diciembre de 1887 se firmaba el convenio entre el presidente Rafael Núñez y S.S. León XIII, que el Consejo aprobó en seguida. Las leyes 57 y 153 de 1887 y 30 de 1888 reflejan un cambio restrictivo de mentalidad en las relaciones de familia.

Así se instauró la denominada Regeneración, como régimen absolutista y confesional en todos los dominios, cuya práctica de poder supremo de policía fue autorizada en las disposiciones transitorias de la Constitución y en la interpretación relajada de esta, de manera que su contendor ideológico no llegó a tener más de un representante por espacio de un cuarto de siglo en un Congreso que solo podría reunirse cada dos años, durante cuatro meses; sus personeros más autorizados fueron silenciados con la clausura de su prensa, el destierro y la exacción. Dos pronunciamientos bélicos heroicos y desesperados y la pérdida de Panamá movieron al militar civilista triunfador, al mando de tropas estatales, [...] a renunciar a la Presidencia en razón de un movimiento cívico que concluyó en reforma de la Constitución Política y la ortodoxia imperantes; la oposición consiguió la supervivencia y un principio de control de la legalidad de los actos oficiales.

Tras de un período de efusión patriótica, se retornó a la práctica ominosa [...], aceptando resignadamente la maniobra electoral como una especie de factum inevitable. La única inconformidad que se manifestó frente al Concordato fue la relacionada con la forma matrimonial canónica impuesta aun para quienes habían abandonado su religión de origen. Y por eso se saludó como un avance el texto dictado por la Secretaría de la Santa Sede que forzaba a la apostasía para el ejercicio de los derechos estatuidos por la ley civil. El país llegó a acostumbrarse a las cláusulas absolutistas de la Constitución y del Concordato y a considerar que la catolicidad general de los colombianos debía tener expresión normativa, como única garantía de los fueros de la Iglesia, del respeto al sentimiento religioso de la nación y de la paz política. Y la ortodoxia en la educación, sumada al espectro de la guerra fratricida, fue formando una mentalidad remitida a postulados indiscutibles de denostación del Radicalismo, culpable y único responsable de contiendas inútiles y de intentos de desfiguración del rumbo genuino de la patria.

Más tarde ese coro educado en el Syllabus de Pío IX se vería robustecido por aquellos que con supuestas exigencias de realismo vendrían a reprochar a los radicales su idealismo, su verticalidad ética, su falta de ductilidad o, mejor, de oportunismo, dentro de un juicio histórico no de valor, sino de éxito.

Por eso no es de sorprender la dificultad y la lentitud con que el partido liberal, que había concluido dentro de su programa la reforma de la Constitución y del Concordato, enmendó las cláusulas de aquella y pudo adelantar las negociaciones para una actualización del convenio.

Su ascenso al poder había sido factible merced a una división en el seno de la clerecía y los prelados, y a oscilaciones en la preferencia del nuncio entre los candidatos del conservatismo, dentro de una intervención usual desde antaño y que se mantuvo a pesar del descalabro. Y de ahí también que buena parte de su esfuerzo renovador se satisficiera con el mero cambio constitucional, sin que fuera posible la ejecución de muchas medidas inherentes a él.

La supremacía del Concordato sobre la Constitución había sido tesis expuesta por el señor Caro en 1894 para contener un intento de reforma de la Carta sin la anuencia de la Santa Sede, en materia que había sido definida concordatariamente, que la Corte Suprema de justicia vino a acoger para los convenios internacionales ordinarios veinte años más tarde: la jerarquía normativa y la adscripción del manejo de las relaciones exteriores al Presidente de la República, con la aprobación ulterior del Congreso, han sido desde entonces los argumentos para la intangibilidad de lo acordado en 1887, sin preocupación alguna por la salvaguardia de los principios fundamentales que definen la organización y el comportamiento del Estado.

Cuatro lustros luego, después de consagradas la libertad de enseñanza, con la inspección suprema del Estado, y la libertad religiosa, con la posibilidad de regulación deferente y respetuosa de las relaciones entre las potestades católica y civil, en la enmienda constitucional de 1936, el gobierno solicitó la reforma del Concordato fundado en el cambio introducido en la Carta. A lo cual respondió la Santa Sede con el argumento mencionado de la primacía del Concordato sobre la Constitución y de la autoridad espiritual y moral de la Iglesia, para acceder a la iniciación de las negociaciones solo sobre la base de la conveniencia de ajustar los términos del pacto a los cambios universales producidos y a las necesidades de la época.

Con tales antecedentes, la materia se vino a circunscribir a aquella parte del derecho eclesiástico, dentro de la vastedad del Concordato de 1887, en la cual las dos partes pudieron ponerse de acuerdo: designación y posesión de obispos, erección de nuevas diócesis y delimitación de las existentes, forma y jurisdicción matrimonial, administración de cementerios, prueba del estado civil. El resto se dejó tal cual, siendo de recordar a propósito el pensamiento del presidente Santos en el sentido de que las cláusulas de 1887, por su propia demasía inicial y su superación práctica con el correr de los tiempos, habían caído en desuetud de la que nadie osaría ni podría rescatarlas, de modo de ser preferible su conservación nominal a concertar términos que no satisficieran la soberanía de un Estado de derecho, agnóstico y aconfesional, ellos sí con vigencia y exigibilidad ineludibles.

No obstante esa circunscripción y la concordancia plena de los dos poderes en torno de la reforma, el Concordato nuevo no llegó a regir. Su discusión en el Congreso sirvió para enarbolar otra vez el estandarte religioso y reanimar la participación activa y sectaria del clero en la política partidista. [.] Prelados, clérigos y seglares no acertaban a entender una ortodoxia político-religiosa más estricta que la del Papa, que hacía recordar el Índice y la censura establecidos por los Austrias en el Reino de las Indias para las comunicaciones de la Sede Apostólica, y la actitud pasiva de esta, frente a ese repudio de su conducta reciente. El hecho es que, no obstante la expedición de la ley aprobatoria, el Gobierno Nacional prefirió no ratificar el Concordato, ante el temor suyo de perturbación de la paz religiosa, y hubieron de pasar cerca de treinta años antes de que se pudiera mencionar el deseo de modificación de los términos de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

En el entretanto, en 1953, en desarrollo de una delegación ad libitum [...] el Gobierno celebró con la Santa Sede una nueva Convención de Misiones, que pese a su contrariedad manifiesta y reconocida con el espíritu y los términos de la Constitución se ha mantenido y aplicado.

En 1957, plebiscitariamente, la Nación acogió las cláusulas de la Reforma de 1936, combatidas por la ortodoxia al tiempo de su expedición, que luego vino a ser una de las altas partes contratantes en el acuerdo político del Frente Nacional. Mientras que, de otra parte, por convocatoria del pontífice Juan XXIII, entre fines de 1962 y los últimos días de 1965 se reunió el Concilio Vaticano II, cuyos decretos y declaraciones conmovieron al mundo y marcaron un cambio de actitud de la Iglesia en su funcionamiento interno y en sus relaciones con las autoridades civiles y los miembros de otras comunidades religiosas y no creyentes en general.

De allí surgió la vocación de modificar los concordatos vigentes para ponerlos a tono con la postura posconciliar, en condiciones similares al llamado de Benedicto XV al finalizar la Primera Guerra Mundial. De manera que fue menester el cambio de la Iglesia y, a la postre, la iniciativa de esta enderezada a suprimir todo rezago del patronato, para que el Estado colombiano se moviera en pos de una enmienda. En el tiempo anterior, aquella mentalidad absolutista e intimidadora no permitió ni la ratificación de la reforma parcial, ni la actualización de las leyes civiles en materias reservadas a la competencia del Estado dentro de la norma concordataria. El temor de un enfrentamiento religioso, fomentado por algunos recalcitrantes, sumado a la mentalidad de compromiso y transacción para la supervivencia, entronizada desde los albores de este siglo, ha hecho que las innovaciones al Concordato ahora en trámite de aprobación en el Congreso solo sean factibles por iniciativa religiosa, la cual decide acerca de sus alcances.

El Concordato de 1973 fue saludado con alborozo por quienes lo suscribieron. Vino en seguida la elaboración y la sustentación del proyecto de ley de aprobación. Contrasta entonces la circunspección del representante de la Santa Sede con la abundancia de razones en pro que se han esgrimido desde el sector contrario, fundadas no solo en la doctrina a que responde la orientación del Estado desde 1936, solo ahora recordada y hecha valer, sino en los pronunciamientos del Concilio Vaticano II, en la urgencia de que el pacto se acomode a ellos, con la afirmación de su estricta conformidad.

Como es apenas natural, el Concordato ha suscitado un debate intenso en varios sectores de opinión nacional y es tema de discusión cotidiana, con impugnadores y defensores en los distintos ámbitos políticos y religiosos, que en los más de los casos se han limitado a generalidades y al punto del matrimonio y el divorcio.

Quizá no sea arbitraria la afirmación de que pocos son quienes lo prohíjan convencidos de su bondad propia. Muchos, con mayor discreción que antaño, cierran filas en rededor del designio religioso, ya por convicción, ya con ilusión de ventaja personal. Los más de sus sostenedores aducen el argumento del mal menor, ahora transitorio dentro del límite cronológico de diez años introducido a manera de codicilo cuando el Concordato ya había hecho tránsito en el Senado. Sin que falten expresiones acerca de la poca monta de este problema delante de las urgencias económicas y sociales de la Nación, que deben ocupar íntegra la energía creadora y crítica de los colombianos. Y como ingrediente adicional, debido a que la campaña para elección de Presidente y Congreso se adelantó luego de firmado el Convenio y hubo de referirse a él, ha surgido la tesis del compromiso político adquirido para su aprobación, ratificado por votación mayoritaria y copiosa.

Todo lo cual, unido a los factores emocionales y de prestigio, autoridad y cálculo, ineludibles en estos problemas, ha distorsionado y esquematizado la deliberación, que en oportunidades da la impresión de que se reduce a la ratificación de un voto ya emitido, más que a la exposición de tesis o postulación de aclaraciones.

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Lo primero que ocurre en el análisis de la materia es preguntar si es necesario que las relaciones entre el Estado y la Iglesia hayan de estar reguladas por convenio o concordato.

Y a este propósito, materia de convivencia y de intuición y decisión políticas, quienes responden afirmativamente aducen la historia antigua del país, en su versión confesional, y la exigencia de que haya un texto de validez superior a la Constitución que consagre la libertas ecclesiae, para que pueda confiarse en que el Estado respetará las convicciones y la práctica católicas de sus súbditos creyentes. Debo anotar aquí, por temperamento y modo de ser, antes que por posición ideológica, que no creo que el temor y la desconfianza sean los mejores consejeros, y que, sin pecar de audacia, quienes orientan y dirigen la Nación han de creer en ella, en su sensatez y en su madurez, como ha ocurrido en la política reciente, con resultados que pudieron sorprender, no obstante ser esperados y deseados.

Sin duda la conciencia pública actual no permite abrigar recelo alguno acerca de la actitud del Estado en cuanto se refiere a la libertad teórica y práctica de la Iglesia y sus fieles en Colombia. La preocupación no puede ser la de mengua de los derechos religiosos, sino la de continuidad en el ejercicio de la religión oficial, así la Constitución la haya excluido formalmente.

¿Que conviene un desmonte gradual? La contestación depende acá del cotejo entre lo existente y lo propuesto, como también del término recientemente introducido, si es resolutorio o simplemente se consagra como un buen propósito de reanudar negociaciones al cabo de él o continuarlas, sin certeza del trámite ni de sus logros, con desempleo de una oportunidad singular por la actitud de las partes, la obsolescencia del articulado actual y la urgencia de reformas a la ley civil que real o presuntivamente están pendientes de los patrones concordatarios.

Sin que en manera alguna sea admisible el cuestionamiento de las seguridad y corrección de las autoridades civiles en el cumplimiento de la Constitución, como para exigir una garantía más sólida a su palabra o a la vigencia de las libertades religiosas. Si "la religión católica es la de la Nación y como tal, los poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como esencial elemento del orden social", según reza el preámbulo plebiscitario de 1957, o es "elemento fundamental del bien común y del desarrollo integral de la comunidad", como lo anuncia el artículo i.° del Concordato de 1973, y si tales declaraciones no crean una situación nueva, sino que recogen o reconocen el "hecho católico", no se explica el temor de que esa realidad pueda ser desconocida o suprimida por la ausencia de régimen concordatario para la regulación de las relaciones Iglesia-Estado, que en cuanto se refiere a las garantías ciudadanas tiene el respaldo adicional de los convenios y pactos universales sobre los derechos humanos, que en muchos lugares y tiempos, por desgracia, son conculcados, sin que el dictado constitucional, sumado al supraestatal, puedan conjurar o remediar ese siniestro.

Pero, delante de un Concordato en curso, luego de aquella interrogación preliminar es pertinente precisar cuál la diferencia del de 1973 con el de 1887, no solo en su redacción, sino en su contenido y en cuanto atañe a la vigencia efectiva del tratado obsoleto frente a la que tendría el nuevo.

Ciertamente el lenguaje ha cambiado, no solo la terminología técnica jurídica, sino el vocabulario usual, en el transcurso de cerca de un siglo, y el Convenio de 1973 refleja esas alteraciones nominales.

Mas, en lo que hace al contenido y a la coercibilidad de los preceptos, la doble columna, aquí triple en razón de ese último factor, permite establecer con nitidez la diferencia: se suavizan las expresiones; se elimina el saldo de patronato, cambiado por consultas corteses para la erección de nuevas diócesis, la variación de límites de las existentes y el nombramiento de prelados; se introduce la vicaría castrense; se declara la libertad de establecer cementerios, y se ofrece un trabajo conjunto para la preservación del patrimonio histórico nacional en lo relativo al arte religioso; se suprime la obligatoriedad del matrimonio canónico para todos los bautizados católicamente y se adscribe el conocimiento de los procesos de separación personal de los cónyuges casados por la forma canónica a determinadas autoridades civiles; y se suprime la obligatoriedad de que la educación sea organizada y dirigida en concordancia con la religión católica, sus dogmas y su moral, para en su lugar disponer la inclusión forzosa de la enseñanza y formación religiosa en los niveles de primaria y secundaria de los establecimientos oficiales, según el magisterio de la Iglesia.

Las lindes propias de la oportunidad impiden la comparación pormenorizada de los textos para demostrar gráficamente el cuadro anterior, que resume una evidencia insoslayable. La diferencia entre los dos convenios, en cuanto a restauración de los fueros, no de la autoridad civil, sino de los ciudadanos, se circunscribe a la permisión del matrimonio civil de católicos por parte del Estado, sin el requisito de la apostasía y sus efectos canónicos y sociales; a la atribución del conocimiento de la separación de cuerpos a determinadas autoridades civiles, y al cambio de la enseñanza ortodoxa en todo el sistema educativo por la instrucción y la educación según el magisterio de la Iglesia en los planteles primarios y secundarios del Estado.

En lo demás, las disposiciones concordatarias se mantienen en su integridad, a veces conservan inclusive el léxico, otras lo modernizan; ora el poder dispositivo es sustraído al Congreso a favor del gobierno en comisiones oficiales con participación de voceros religiosos, ora se suaviza o mimetiza el mandamiento.

Cabe entonces indagar si estas son las modificaciones que corresponden al espíritu de la Carta Política del Estado colombiano y a las orientaciones del Concilio Vaticano II. Sin que la respuesta pueda limitarse a mencionar el hecho de que la jerarquía eclesiástica y la jerarquía oficial suscribieron y sustentan el Convenio en ese entendido.

Se ha replicado que acá la disputa se plantea entre lo óptimo y lo bueno, y que el Concordato es aceptable, provisional y transitoriamente, mientras la evolución de las mentalidades en ambos campos permite variaciones más hondas, y que a ello contribuirá el término de la última agenda. Desde el punto de vista de la Iglesia, que se ha distinguido por la parquedad y discreción de sus pronunciamientos sobre el Convenio, a la vez que se niega la presencia de privilegios o prerrogativas distintos de los inherentes a su libertad y a la de sus fieles, cuando llega a admitirlos, limita la posibilidad de su aceptación y ejercicio a la admisión transaccional por parte del Concilio. En tanto que de parte del Estado, partiendo del reconocimiento de esas ventajas, solo se aporta la reflexión de que es un avance y se plantea el dilema entre el Concordato de 1887 y el de 1973, habiéndose llegado a prohijar este como un mal menor, en términos tácticos, con prescindencia de toda consideración ideológica.

Infortunadamente la posición de la Corte Suprema de Justicia, como guardiana de la integridad de la Constitución Nacional, no solamente es la de afirmar su incompetencia formal para el juzgamiento de la constitucionalidad de un tratado o concordato y de la ley que lo apruebe, como no sea por vicios de forma o falta de plenitud de los trámites (por donde llega a sostener derechamente la posibilidad de reforma constitucional por medio de una simple ley, sin límite alguno de ese poder, que en argumento ad absurdum podría llegar hasta la desfiguración de las bases políticas del Estado colombiano), sino que en su reverencia extrema al ordenamiento supranacional o supraestatal lo considera automáticamente integrado a la normatividad interna, en la categoría de regla suprema, de modo que toda ley o precepto inferior, incluso la propia Constitución, sería nulo en caso de enfrentamiento con el Tratado.

En razón de esa jurisprudencia reiterada, el Convenio internacional no tendría limitación alguna, ni podría ser calificado previa o posteriormente de conforme o disconforme con las reglas superiores del Estado, y la soberanía resultaría limitada a perpetuidad a los términos del Tratado, antes que por los medios propios de efectividad de este en el ámbito de las relaciones internacionales, por la autoridad jurisdiccional interna.

Dicha doctrina, no obstante su presentación como paradigma de respetuosidad a los acuerdos internacionales, coloca al Estado en condiciones de inferioridad total, en principio, comoquiera que sus autoridades ocasionales podrían, como aconteció con el Convenio de Misiones de 1953, disponer, indefinidamente o a término fijo, de la soberanía, sin posibilidad de recuperación antes de la expiración del término o por medio distinto de un acuerdo con la otra parte, sujeto a la benevolencia de esta y al límite de su retroceso voluntario; y luego, en cuanto a la regulación de la materia por el Estado según sus propios dictados, significaría necesariamente un acto ilícito, contrario a derecho. Problema que resulta de caracteres más inquietantes y graves cuando la materia del convenio o tratado es la actividad de los súbditos del Estado dentro de su ámbito territorial, y no la conducta de sus autoridades frente a otro u otros Estados. Lo cual hace pensar en la naturaleza sui generis del Concordato por la universalidad del ordenamiento religioso y el ámbito personal de aquel, dirigido a quienes a la vez son súbditos del Estado y personas de la Iglesia.

Posiblemente algunos de los reparos que se han formulado al Concordato de 1973 podrían disiparse con una aclaración de sus cláusulas, que no ha de considerarse satisfecha con las solas explicaciones de quienes intervinieron en su redacción o ahora lo interpretan en función del debate parlamentario, toda vez que, obra de dos autoridades, es a ellas a quienes concierne esa tarea para que sea vinculante. De ahí que en tales casos parezca conveniente, cuando menos, que los textos se precisen formalmente en su oportunidad, de suyo, y más teniendo memoria de lo acontecido con el artículo 17 del Concordato de 1887, su traducción y aclaración de 1924. Y que se den a conocer los alcances que ambas autoridades les hayan fijado a ciertos preceptos en su correspondencia privada, especialmente en materias como la del matrimonio, a fin de saber a ciencia cierta, y de antemano, hasta dónde puede ir el Estado en su legislación, sin riesgo de inconstitucionalidad ulterior o de sorpresas para la opinión y el propio Congreso.

¿Por qué se ha solicitado ahincadamente la aprobación del Convenio de 1973 con el dilema: o este o el de 1887? ¿Es que acaso el Congreso ha de aceptar el texto propuesto necesariamente en su integridad, sin poder alguno de rechazo parcial o de solicitud de modificaciones o precisiones de uno o varios de los artículos? El examen detallado de cada precepto es indispensable para todos, y más para el organismo políticamente competente para tomar la decisión. De donde no se entiende por qué no quepa alternativa distinta de la aprobación o la improbación de la totalidad ofrecida aparentemente como una unidad inseparable.

¿Y por qué la no aprobación inmediata del tratado ha de significar el retorno a la oscuridad de 1887, en la cual ha vivido el país prácticamente hace un siglo y cuyos caracteres descalificables algunos solo han venido a observar ahora, con ocasión y en razón del nuevo Concordato? En cuanto se refiere a la educación, como lo insinuara el presidente Santos en su época, y hoy con más veras, la regla concordataria está vigente pero no se practica y es del todo impracticable. Hiere su texto, pero no su ejecución imposible. En cambio la variante adoptada ahora, muy próxima al cauce original, pero en redacción menos impositiva, sería exigible íntegra amparada por el halo de modernidad y adhesión plena de la Nación a ella. Y en lo que concierne al matrimonio, tomado como el tema más urgente desde el punto de vista emocional y de la legislación civil, ¿qué se opondría a que, así como en 1924 autorizó o dictó la ley civil, la Iglesia declarara su conformidad con la supresión del artículo 17 del Concordato de 1887, el reconocimiento oficial de efectos civiles al matrimonio religioso católico y la atribución de los procesos de separación de cuerpos a la justicia civil? Esa aceptación viene, por lo demás, en el derecho concordatario desde 1929 en el Tratado de Letrán, y ha sido reiterada en los más de los concordatos posteriores, incluyendo el Echandía-Maglioni. Así, ese punto de apremio, que puede mover a una aceptación rápida de reglas sobre otras materias, que no están siendo examinadas singularmente, sería resuelto independientemente, y así se despejaría el cambio para la reforma civil, y cabría el estudio de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en los campos que le son propios de por sí, sin apresuramiento alguno, midiendo no solo el sentido de las palabras, sino la situación real presente y la conveniencia mutua.

En fin, como tratado que es, el Concordato está sometido a la decisión conjunta de las partes, que en este caso han dicho a las claras y enfáticamente que el texto anterior cayó en desuso, es obsoleto, caducó. Pues bien, ¿a qué título y con qué autoridad podría cualquiera de ellas, o ambas, disponer la ejecución de dicho Convenio objeto de reproche y obsolescencia, tan solo porque el proyecto de acuerdo reformatorio no ha sido o no fue aprobado? Por ello, no es necesario pensar para esa hipótesis en la denuncia unilateral del Tratado por el advenimiento de circunstancias del todo nuevas, incompatibles con su perduración, en ejercicio de la cláusula rebus sic stantibus inherente a todo contrato de ejecución sucesiva y prolongada según la doctrina canónica antigua, como conducta jurídicamente legítima.

Basta reflexionar sobre los solos argumentos de las partes para la celebración del nuevo convenio, y en que la subsistencia formal o nominal de un ordenamiento que riñe con los principios fundamentales de ambas no puede fundarse apenas en la inercia a falta de un convenio novatorio que satisfaga a ambas o mientras se llega a él. ¿No podría entonces el Estado, dentro de las limitaciones propias de su normatividad, y sin que ello implique hostilidad alguna y menos ruptura de sus compromisos internacionales, precisamente para el cumplimiento de ellos, ante todo de los que consagran los derechos universales de la persona humana, reconocer y garantizar las libertades primarias a sus súbditos. El Concordato de 1887 riñe por igual con la Constitución Nacional y con las enseñanzas del Conciliado Vaticano II, y oficialmente las dos partes así lo aceptan en el proemio del Convenio nuevo, en declaración que no se pueden juzgar condicionada a la aprobación de este. ¿Qué puede sustentar al Pacto de 1887 y qué puede limitar a la autoridad civil a la derogación de las leyes inconstitucionales, soportadas tan solo por dicho Concordato?

¿Cuál, pues, la urgencia de aprobación total del Convenio de 1973? Como dato histórico subsiste el de 1887 y ha de permanecer, a manera de enjuiciamiento político. Puede continuar nominalmente, pero sin posibilidad de vigencia; ilegítimo de suyo en su día, hoy es repudiado conjuntamente. Y nadie ignora por qué, para qué y por quiénes se suscribió. ¿A quién perjudica entonces su conservación dentro del catálogo de normas religioso-estatales? La paz y la libertad no tienen por qué ser incompatibles entre sí.

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En 1894, dentro del clima de pugnacidad y persecución del último cuarto de siglo pasado, un puñado de juristas colombianos decidieron fundar la Academia de Jurisprudencia. No estuvo en su mente considerarse doctos al punto de poder cerrar el número de los eruditos en la ciencia del derecho. Ansiosos de un foro libre y serio, se dieron cita para exponer sus ideas, debatirlas, controvertirlas y prestar su concurso al restablecimiento y la preservación de las instituciones republicanas y democráticas, con hondura, seriedad y respeto recíproco. Sus sucesores recuerdan hoy esa fecha con admiración y similares convicciones y fervor. La hospitalidad de las figuras consagradas entonces permitió que mi abuelo y mi padre suscribieran el acta constitutiva y que el segundo pudiera consagrar después lo mejor de su inteligencia y devoción al servicio de la Academia, que lo ungió con sus mayores galardones y ahora evoca su memoria para descubrir, en el centenario de su nacimiento, placa recordatoria en su casa natal, por mano de eximio coterráneo suyo, quien afectuosa y galantemente reafirma, con aporte propio, los sentimientos de la ciudad acogedora y munífica.

Conmovido y abrumado por la generosidad desbordada de tantos, reitero mi gratitud imperecedera y prometo militancia en esta institución aprestigiada por antiguos y presentes, dirigida con decoro, acierto y empuje por su digno Presidente.