10.18601/01234366.n36.01
Notas sobre la responsabilidad por incumplimiento de las obligaciones*
Fernando Hinestrosa**
* Publicado originalmente en la revista Externado, 3, 1984, 45-72.
** Rector de la Universidad Externado de Colombia y profesor en ella de Derecho Civil (1963-2012), Bogotá, Colombia. La Revista de Derecho Privado presenta, a partir del número 24, los trabajos referidos al derecho civil y romano de quien fuera su fundador y constante y decidido animador. La mayoría de los trabajos ya han sido publicados, pero el afán de facilitar su divulgación, en especial entre los estudiantes, nos lleva a volverlos a presentar, seguros no solo de su utilidad, sino también de su permanente actualidad.
Para citar el artículo: Hinestrosa, F., "Notas sobre la responsabilidad por incumplimiento de las obligaciones", Revista de Derecho Privado, Universidad Externado de Colombia, n.° 36, enero-junio 2019, pp. 5-25, DOI: https://doi.org/10.18601/01234366.n36.01
Pudiendo el deudor adecuar su comportamiento al mandamiento obligatorio o contrariarlo en la forma y medida que sea, el acreedor cuenta para su tranquilidad, primeramente, con el pundonor del deudor, seguidamente, con la presión social que lo invita a ser cumplido y lo retrae del incumplimiento y, en últimas, pero con una visión nítida de esa posibilidad desde un comienzo, con la acción ejecutiva específica o in natura de la prestación (débito primario - perpetuatio obligationis), en el caso de serle aún útil e interesante y, además, posible; o con la acción ejecutiva por el equivalente o subrogado pecuniario (aestimatio pecunia) de la prestación inicial (débito secundario), obviamente en el supuesto de que la prestación no hubiera sido pecuniaria desde el principio. Y en ambos casos con derecho a reclamar indemnización de los daños y perjuicios sufridos por él a causa del incumplimiento del deudor. Que es en su conjunto lo que se llama "responsabilidad".
Así, la definición funcional y dinámica de la obligación ha de comprender los dos momentos: débito y responsabilidad, siempre presentes, el segundo así solo sea virtualmente como un apremio real para que el cumplimiento se realice puntualmente.
La responsabilidad emerge de esa manera como una exposición del deudor a acciones enérgicas (a la agresión patrimonial) del acreedor, quien hace efectiva la juridicidad de la relación y de su interés, proveyendo con el concurso judicial (sustitución del deudor o expropiación por causa de utilidad particular) a su satisfacción: in natura o en el subrogado pecuniario de la presión inicial, y al restablecimiento de su estado patrimonial y aun personal, quebrantado por la conducta indebida del obligado.
El contrato tiene dos acepciones: la tradicional francesa, a la cual se acogió nuestro código civil en su artículo 1495, al definirlo cómo convención por la cual "una parte se obliga para con otra a dar, a hacer o no hacer alguna cosa", destacando la función práctico-social de la figura: fuente de obligaciones; y otra, la italiana, recogida en el código de comercio (1971), cuyo artículo 864, sin más, restringe la figura al terreno patrimonial, a la vez que amplía su función a toda clase de relaciones jurídicas: "acuerdo de dos o más partes para constituir, regular o extinguir entre ellas una relación jurídica patrimonial". Contraste que, lejos de haber resuelto o allanado las dificultades anotadas atrás, complicó más las cosas.
El contrato, con independencia de la innovación del ordenamiento mercantil, es fundamentalmente un medio de procurar y regular la colaboración intersubjetiva, rectius: crear obligaciones; y, dado que estadísticamente es la especie más desarrollada y abundante del género negocio jurídico, y la forma más usual de ejercicio de la autonomía privada, la cual a la vez se proyecta o tiende a proyectarse en un contenido que las partes ajustan a su guisa dentro de los límites del derecho imperativo, resulta del todo explicable la importancia de las obligaciones contractuales, susceptibles de mayor detalle y preciosismo de su administración.
Los contratos, según clasificación antigua y repetida, pueden ser formales, reales o consensuales (art. 1.500 c.c.), unilaterales o bilaterales (art. 1496 c.c.), gratuitos u onerosos (art. 1496 c.c.), y estos, conmutativos o aleatorios (art. 1498 c.c.). Clasificaciones de las cuales interesa retener aquellas que influyen en el funcionamiento de las obligaciones generadas por los contratos respectivos, agravando o mermando esos deberes y la responsabilidad consiguiente a su incumplimiento, o planteando una ligazón o dependencia mutua de las obligaciones, definitiva para determinar el cumplimiento, el incumplimiento, la mora y la posibilidad de demandar la resolución o la terminación del contrato.
En esa razón puede aceptarse tratar del incumplimiento de los contratos como algo que no es necesariamente sinónimo de incumplimiento de obligación contractual, para destacar el influjo que la fuente tiene en las obligaciones contractuales o en algunas de ellas, en sí y en su desenvolvimiento autónomo y en su nexo con las obligaciones correlativas del mismo origen.
En esta situación, a mi parecer, no se opone el tratamiento general del incumplimiento de las obligaciones al señalado para el de obligación emanada de contrato de prestaciones correlativas; simplemente, valga destacar que la alternativa de cumplimiento tiene las dos posibilidades ordinarias: ejecución específica y ejecución por el subrogado pecuniario, y que adicionalmente surge la solución resolutiva o de terminación, según el caso. También cabría agregar que la cohibición en que se encuentra el incumplido -o quien no ha estado presto a cumplir- para demandar con fundamento en el incumplimiento del contrario no solamente exige un análisis cuidadoso de la ordenación cronológica de las prestaciones, sino también de la importancia de atender la eventualidad de incumplimiento simultáneo de ambas partes, desentendidas las dos luego de sus obligaciones o enfrentadas por su actitud frente al contrato, queriendo la una perseverar en él y la otra deshacerlo.
Las obligaciones no están concebidas para perdurar indefinidamente; las obligaciones positivas, en los más de los casos, encarecen su valor cuanto más pronto hayan de ser satisfechas y, de todos modos, la forma ordinaria, propia, pudiera decirse, de extinguirse las obligaciones es el pago o solución, rectius: cumplimiento. "El pago efectivo de la prestación de lo que se debe", expresa el artículo 1626 c.c., y "el pago se hará bajo todos respectos en conformidad al tenor de la obligación", agrega el artículo 1627 ibídem.
Cumplimiento es, pues, el comportamiento del deudor concorde con el tenor de la obligación. Mas, ¿cuál puede decirse que es el tenor de esta? Cuando proviene de negocio jurídico, fácil queda la respuesta pensando en los accidentalia, los naturalia y los essentialia negotia (art. 1501 c.c.), en los efectos finales del negocio jurídico y en la integración del contenido negocial y el influjo de este en 'los efectos' del negocio (arts. 1603 c.c. y 871 [2.ª frase] c.co.). No así cuando la fuente es otra, hipótesis que hace pensar en las disposiciones de la sentencia o de la providencia judicial en general que provea o haya provisto al acercamiento de los hechos generadores de la obligación. Y, no importa cuál sea la fuente, de todas maneras la naturaleza de la prestación precisa el contenido de la conducta del deudor, o sea que, a semejanza de lo dicho a propósito del negocio jurídico, cuyos efectos resultan de lo estipulado expresamente, más aquello que a falta de estipulación se integra al contenido negocial por costumbre o por ley o por equidad (arts. 1603 c.c. y 871 c.co.), en el caso de las obligaciones puede sostenerse que la conducta exigida y exigible del deudor es la resultante del "tenor de la obligación" complementado con lo que corresponda a la naturaleza de la prestación en ley y en buen sentido.
De ahí surgen los conceptos y las realidades de cumplimiento y de incumplimiento: el primero, ya se dijo, consistente en la conducta conforme a derecho; el segundo, en la inversa: la conducta contraria a derecho, la insatisfacción del acreedor por hecho o culpa del deudor o por acontecimiento extraño o propio aunque no culposo, mas sí asumido por el deudor dentro de sus riesgos, ya por mandamiento legal, ya por estipulación negocial (art. 1616 c.c. [inc. final]).
Al margen de las dos instituciones contrapuestas está la insatisfacción del acreedor por el no cumplimiento del deudor: este no cumplió, pero no incumplió. Su conducta diferente de la exigida en el título acarreó ese resultado nocivo para el acreedor, sin embargo de lo cual no se le deduce responsabilidad o esta se atempera, e inclusive en oportunidades resulta liberado de la propia obligación, como también de la aneja indemnizatoria, ora por haberse debido aquellas conductas y situaciones a un elemento extraño, ora, simplemente, por no haber sido culposa (arts. 1616 [inc. 2.°] y arts. 1729 ss. c.c.).
Cuando la cosa o cosas con que se hace el pago son fungibles y se han consumido de buena fe por el accipiens, dispone el ordenamiento que, así quien las dio no fuera su dueño o no tuviera el asentimiento de este, o careciera actualmente de disponibilidad sobre ellas, el pago se considera válido (art. 1633 [3] c.c.). Acá se advierte la confusión o, mejor, la asimilación legal de cosas fungibles y cosas consumibles, dada la definición de las primeras como aquellas "de que no puede hacerse el uso conveniente a su naturaleza sin que se destruyan" (art. 663 c.c.) y la inclusión dentro de estas de "las especies monetarias en cuanto perecen para el que las emplea como tales" (art. 663 [2] c.c.). E, igualmente se percibe una aplicación del principio de error communis facit ius o de la apariencia + negocio jurídico + buena fe cualificada = creación de derecho.
Análogamente a como, siendo requisito de validez del pago el que sea hecho al acreedor o a quien haga sus veces o tenga poder de él, el pago que se hace de buena fe a un acreedor aparente o putativo ("a la persona que estaba entonces en posesión del crédito"), sobre la base de que el deudor incurrió en un error communis (en el que cualquiera persona medianamente cuidadosa y advertida habría caído hallándose en las mismas circunstancias y condiciones, o sea no obstante su providencia, advertencia y diligencia), aquí la buena fe del accipiens, también cualificada -y sobra recalcar el requisito-, hace válido el pago, a pesar de la ausencia de poder dispositivo actual de quien lo hizo. Buena fe al recibir (ignorando que la cosa era ajena o que estaba actualmente prohibida su enajenación) y al consumir (ignorancia prolongada de aquellos factores). De modo que el verdadero dueño o la persona en cuyo favor se tomó la medida cautelar que puso fuera de comercio la cosa objeto del pago están expuestos a que el accipiens les oponga a su acción reivindicatoría (directa en el primer caso y consecuencial de la de nulidad en el segundo) la excepción de haber recibido y consumido la cosa pagada, de buena fe en ambas oportunidades.
De otra parte, "la obligación de dar -tradición- contiene la de entregar la cosa; y si esta es una especie o cuerpo cierto, contiene, además, la de conservarla hasta la entrega", cual lo estatuye el artículo 1605 c.c.; y "la obligación de conservar la cosa exige que se emplee en su custodia el debido cuidado", según lo prescribe el artículo 1606 ibídem.
Obligación de entregar que puede ser consecuencia de la de dar o fundirse con ella o ser autónoma.
Nuestro ordenamiento, a la manera del derecho romano y de los estatutos que conservaron tal sistema, diferencia entre título y modo: para él, el negocio jurídico encaminado a la enajenación no transfiere por sí solo el dominio, o no constituye por sí mismo el derecho real (títulos traslaticios: los que por naturaleza sirven para transferir el dominio, como la venta, la permuta, la donación entre vivos -art. 764 [3] c.c.-). Por consiguiente, el acto dispositivo o atributivo, rectius, el contrato, genera la obligación de dar, mas no transfiere el dominio ni constituye el derecho real; el enajenante está obligado a hacer la tradición, acto de cumplimiento de la obligación de dar (dare rem).
Esa tradición se efectúa por medio de la inscripción del título en el registro competente (matrícula inmobiliaria para los bienes raíces, oficina de tránsito para los vehículos automotores, oficina de aeronáutica para las aeronaves, dirección marítima y portuaria para las naves, oficina de propiedad intelectual u oficina de propiedad industrial para los derechos de autor o inventor), independientemente de la entrega física de la cosa corporal, que bien pudo haberse hecho con anterioridad incluso al otorgamiento del título (v. gr., con oportunidad y en razón de un contrato preparatorio) o al tiempo con este, o hacerse luego, antes o después del registro.
En materia de inmuebles objeto de acto de enajenación que constituya acto de comercio (v. gr., los contratos con empresas de obras o construcciones -art. 20 [15] c.co. -), el código del ramo (Dcto. 410 de 1917) introdujo una agregación, cuyos fundamentos no parecen sólidos y cuyos efectos se muestran nocivos, a más de que introduce una disparidad de regímenes en puntos en donde es difícil determinar qué contrato es civil y cuál es mercantil: dispuso, a propósito de la compraventa mercantil, con ocasión de la regulación de las obligaciones del vendedor, que "la tradición de los bienes raíces requerirá, además de la inscripción del título en la correspondiente oficina de registro de instrumentos públicos, la entrega material de la cosa" (art. 922, que en su 'parágrafo' extiende lo dispuesto a los vehículos automotores).
En fin, relativamente a las cosas corporales muebles, cuya enajenación no está sometida a inscripción del título en registro público, la tradición se hace mediante la entrega con los requisitos de capacidad, poder dispositivo, consentimiento y título traslaticio que la fundamente y exija (arts. 740 ss. c.c.), con posibilidad de empleo de las distintas formas conocidas de antiguo (arts. 754 y 755 c.c.).
La obligación bien puede ser de mera entrega, cuando lo que debe el deudor no es el dare rem, sino la sola entrega de la cosa.
Sea que se deba dar, sea que se deba simplemente entregar, en ambas oportunidades se debe la entrega de lo debido. Y para determinar el contenido de la obligación del deudor entonces se distingue entre especie o cuerpo cierto y género. Especie, cuerpo cierto o simplemente cosa debida, cuya entrega implica conversación o, más propiamente, custodia, con exigencias cuya intensidad y profundidad se acentúan en la medida en que el contrato significa mayor provecho para el deudor, de acuerdo con la conocida graduación de culpas (art. 1604 [1] c.c.), conforme se examinará posteriormente con ocasión del estudio de la culpa.
Por manera que la obligación de entregar, complementaria de la de dar o autónoma, independientemente de si implica tradición o apenas la constitución de un derecho precario o de tenencia, es una misma en lo que hace al bien que habrá de ser objeto de la entrega y a la actitud del deudor respecto de él, y varía fundamentalmente según que ese bien sea un cuerpo cierto, por el deber de conservación (custodia) inherente a la obligación de entregar y la asignación de los riesgos al acreedor (arts. 1729 ss. c.c.), o sea género, comoquiera que el deudor de géneros puede enajenar o destruir los que tenga mientras subsistan otros para el cumplimiento de lo que se debe (art. 1567 c.c.), toda vez que el riesgo del género es de cuenta del deudor.
Por último ha de contemplarse el caso en que, aun cuando no se previene una conducta personalísima del deudor como prestación, sí se plantea una cierta circunscripción por especialidad en cuanto se refiere al desempeño de aquel (piénsese, p. ej., en las obligaciones de hacer consistentes en mantenimiento, revisión, reparación de maquinaria y equipo por parte del fabricante o de firmas o talleres especializados, que en oportunidades son los únicos que disponen de herramienta, repuestos y personal apropiados).
El incumplimiento consiste aquí lisa y llanamente en la ejecución del acto prohibido, y de suyo tiene significación, independientemente de si cabe la reincidencia o la posibilidad de incumplimiento se agota en una sola acción.
En las obligaciones de medios, el deudor tiene el deber de ajustar su conducta de modo de propiciar la obtención de un logro por parte del acreedor, benéfico para este, sin comprometerse a él; o sea que, como la denominación lo indica, ha de poner al servicio del acreedor los medios, pero sin asumir el resultado apetecido. Aquí la carga de la prueba del cumplimiento y el incumplimiento se distribuye, de modo que, no pudiéndose partir del supuesto de que el deudor incumplió por la mera circunstancia de que el acreedor no obtuvo el resultado deseable y deseado, el incumplimiento solo es predicable cuando aparece que el deudor no dispuso los medios adecuados, de conformidad con lo que le era exigible, dados los antecedentes del título y las condiciones de hecho dentro de las cuales se desenvuelve la relación. No puede, tampoco, el deudor considerarse a salvo de responsabilidad en tanto el acreedor no le demuestre la inidoneidad de su conducta, y ha de tomar la iniciativa de acreditar la corrección de aquella.
En las obligaciones de resultado el deudor asume el deber de un logro determinado, que, naturalmente, presupone el empleo de medios apropiados, pero que agrega la finalidad misma. De ahí la posibilidad de que el acreedor objete la calidad, procedencia o pertinencia de los medios, preventivamente, sin que el deudor pueda replicarle que mientras no se frustre el resultado en nada se afecta (tal el caso del transporte de mercancías especialmente sensibles a la humedad o al calor, que exige un medio de transporte apropiado).
Acá basta la afirmación del acreedor de no haber sido satisfecho para imponerle al deudor la carga de probar su cumplimiento o de justificar su no cumplimiento, so pena de responder por la indemnización de los perjuicios sufridos por tal motivo por el acreedor. La aseveración de incumplimiento permite respuesta de inocencia, por ausencia de culpa, o de no participación, por la presencia de un elemento extraño, en todos aquellos casos en los cuales el riesgo es de cuenta del acreedor, y excluye cualquiera justificación o explicación cuando el riesgo es de cuenta del deudor.
Obligaciones de garantía son aquellas en las cuales el deudor no solamente se compromete a la obtención de un resultado concreto favorable o benéfico para el acreedor, constitutivo del interés de este, sino que asume toda clase de riesgos o algunos determinados, ora por disposición legal, ora por estipulación particular. Son, pues, una variedad de las obligaciones de resultado, en la cual el deber del deudor es más estricto y el campo de su responsabilidad se amplía hasta abarcar el riesgo. Ejemplos típicos de obligaciones de garantía son las derivadas del contrato de transporte, tanto de personas como de mercancías, pero especialmente el de las primeras: el transportador está obligado a llevar al pasajero sano y salvo a su destino, y solo se exonera de responsabilidad probando que los daños ocurrieron por causa de terceras personas, o por caso de fuerza mayor, o por culpa del pasajero, en el transporte aéreo (art. 1880 c.co.).
Las obligaciones de dar-entregar y las obligaciones de no hacer son de resultado; las obligaciones de hacer pueden ser tanto de resultado -y aun de garantía- como de medios, con la agregación de que en oportunidades el hacer impone la obligación de poner los materiales, circunstancia determinante del régimen y tratamiento de la relación con aplicación de las normas sobre obligaciones de dar (art. 2053 c.c.).
Obligaciones de seguridad son aquellas en las cuales el interés del acreedor consiste en una tranquilidad o seguridad, que el deudor le presta asumiendo determinados riesgos o, mejor, en todo o en parte determinadas consecuencias adversas de determinados riesgos. Obligación esta que puede estar señalada en la ley, como en los eventos de saneamiento por evicción o por vicios redhibitorios en la compraventa y demás contratos que se rigen por sus normas: permuta, dación de pago (arts. 1880, 1893 ss. y 1914 ss. c.c.), o resultar de un contrato a propósito: el seguro.
En estas obligaciones la prestación es nítida y presenta caracteres claramente definidos: seguridad, tranquilidad del asegurado por el hecho de saber que, realizado el riesgo, recibirá una prestación pecuniaria, dentro de los términos de ley o las cláusulas del contrato y el contenido adicional del mismo. Empero, las figuras de cumplimiento e incumplimiento no presentan la misma precisión. Quizá la sola anotación importante a propósito consiste en que el comprador demandado por un tercero puede, no solo denunciar el pleito a su vendedor, sino definir con él, dentro del mismo proceso, todo lo relacionado con el saneamiento de su evicción eventual, con empleo del llamamiento de garantía (art. 57 c.p.c.), y que la seguridad virtual que otorga el seguro y debe prestar el asegurador justifica y respalda la intervención vigilante del Estado y la exigencia de reservas técnicas e inversiones adecuadas a dicho asegurador.
Sutil y, ciertamente, nada fácil de puntualizar es la diferencia entre exigibilidad de la obligación y mora, indispensable desde el punto de vista de la responsabilidad y, particularmente, del derecho a indemnización.
Las obligaciones positivas, cualquiera que sea su fuente: emerjan de un negocio jurídico o surjan de daño resarcible, enriquecimiento injusto a expensa ajena o de un hecho jurídico vario con esa relevancia, que implican su concreción en una sentencia judicial o en un acuerdo, transaccional o de reconocimiento, suelen contener un día ad quem, un término para que sean ejecutadas, dispuesto en el negocio jurídico, en la ley o en la sentencia: día cierto, determinado o indeterminado, o resultar sometidas a un plazo o debiendo ejecutarse en determinada época o antes de tal o cual tiempo, según la naturaleza de la prestación y el interés de ambas partes (art. 1551 c.c.), y así, no solamente resultan exigibles una vez transcurrido ese tiempo o pasada la oportunidad dentro de la cual debió darse el cumplimiento sin que se haya producido, sino que el deudor se coloca en mora por esa sola circunstancia (dies interpellat pro homine: art. 1610 [1 y 2] c.c.).
Excepcionalmente el solo transcurso del tiempo señalado para el cumplimiento no basta para la constitución del deudor en mora: si la obligación es exigible inmediatamente, o es condicional, o cuando la ley así lo estatuye, la mora presupone requerimiento judicial (intimación), diligencia para la cual es competente cualquier juez, que se surte con la notificación del deudor y la exhibición del título y previene para que el cumplimiento se realice dentro de los tres días siguientes (arts. 1608 [3.°] c.c. y 326 c.p.c.).
Del deudor moroso cabe esperar un cumplimiento tardío o, quizá con mayor propiedad: estando el deudor en mora, pueden subsistir el interés del acreedor en la prestación específica y la posibilidad de esta, y así vendría la ejecución espontánea o forzada in natura, como también la indemnización de perjuicios, que no podrían ser otros que los moratorios (art. 1615 c.c.).
Es claro el derecho del acreedor de rehusar una prestación tardía y reclamar su equivalente pecuniario y la indemnización de perjuicios recibidos por el incumplimiento del deudor, siempre y cuando su interés haya desaparecido. Es decir, el deudor, valga la expresión, tiene derecho a cumplir tardíamente, a condición de que subsista el interés del acreedor en la prestación in natura. Es este uno de los casos en que se ha de apreciar el interés legítimo de cada una de las partes de la relación jurídica temperadamente, teniendo en cuenta la sanción del abuso del derecho (art. 830 c.co.).
A dicho propósito es conveniente tener en cuenta que cuando el plazo es esencial, o sea, cuando el interés del acreedor se inserta en un determinado tiempo, transcurrido el cual ya no le sirve o no le es útil la prestación (decae su interés), mal podría el deudor pretender un pago válido extemporáneo. Situación que también se presenta cuando la mora del deudor le otorga poderes extraordinarios o pretensiones adicionales al acreedor: tales los casos de la acción resolutoria en los llamados contratos bilaterales o de prestaciones correlativas, especialmente en el de venta (arts. 1546 y 1930 c.c. y 870 c.co.), y del pacto comisorio (art. 1937 c.c.), en donde no puede el deudor pretender válidamente que el acreedor le reciba a deshoras o intentar en esa misma forma un pago por consignación, alegando mora creditoris (arts. 1656 ss. c.c. y 437 c.p.c.).
El acreedor, por su parte, no solamente puede exigir coactivamente el cumplimiento de la obligación, sino, lo que es más importante, no tiene que esperar el vencimiento del término para que se considere al deudor en mora y tomar las providencias que presupone esa situación, cuandoquiera que, siendo indispensable un tiempo mínimo para la ejecución de una obra, se observa que no es factible ya su realización oportuna, dado el tiempo transcurrido, o que el deudor, antes de la llegada del día señalado para el cumplimiento, declara su disposición de no cumplir.
Por último, es preciso anotar que al deudor no se le puede censurar, achacándole mora y haciéndole efectivas las consecuencias adversas de esta, en el supuesto de que para poder realizar la prestación le fuera indispensable una determinada colaboración del acreedor, como tampoco en el caso de que el acreedor haya rehusado recibir sin motivo valedero, o simplemente no se encuentre para hacerle entrega de la prestación, en su eventualidad.
La obligación, entendida como deber de colaboración intersubjetiva, exige para su desenvolvimiento natural el allanamiento, la disposición, más propiamente, la prestación del deudor; pero, en oportunidades una determinada colaboración del acreedor, considerado meramente como tal (v. gr., que ponga a disposición el objeto que ha de ser revisado o reparado por el artífice u operario, o que entregue las mercancías al transportador), o una verdadera prestación del acreedor-deudor (p. ej., la entrega de los planos o de los materiales, a que tiene derecho el constructor considerado como acreedor) son indispensables, de manera que o bien el deudor está dispensado de cumplimiento en la oportunidad señalada -diríase mejor, que se ha visto imposibilitado para ello por culpa o simplemente a causa del acreedor-, con eventuales alteraciones de la obligación original y sin responsabilidad de su parte (art. 1616 [2] c.c.), o se atenúan sus deberes, pues responde solo por culpa grave o dolo de su parte (art. 1739 c.c.) o, inclusive, tomándolo a la vez como acreedor. En los contratos de prestaciones correlativas justifica su abstención y puede enervar la acción de la contraparte morosa de antemano (art. 1609 c.c.).
En las obligaciones positivas, partiendo del incumplimiento consistente en la mora, la insatisfacción del acreedor puede cobrar caracteres definitivos, cuando se trata de un plazo esencial o de término ineludible o de la declaración preventiva del deudor, o cuando el deudor se coloca en imposibilidad de satisfacer in natura al acreedor o cuando este perdió interés en dicha prestación luego de la mora debitoris.
En las obligaciones negativas el incumplimiento, consistente en la ejecución del acto prohibido, puede estar contemplado como único o como una acción que puede repetirse durante el tiempo prevenido para la abstención; consideraciones importantes para la tutela del derecho al acreedor que, a más de a la incolumidad de su situación, puede aspirar a que se conjure el riesgo de una nueva infracción.
En fin, en las obligaciones positivas, como también en las obligaciones negativas, independientemente del deber del deudor de hacer el pago completo (art. 1649 c.c.), puede darse el incumplimiento total, como también el incumplimiento parcial, entendiéndose por total no solo el que físicamente tenga esa magnitud, sino aquel de proporciones inferiores, pero que afecte íntegro el interés del acreedor (arts. 1648 y 1543 c.c.). Y en las obligaciones de hacer se tiene la variedad en las formas de incumplimiento consistente en la no ejecución en la forma debida (non rite adimpleti contractus), a partir de la inconformidad del acreedor con el comportamiento del deudor que no actuó como debía: no ejecutó la conducta adecuada.
Así, cuando se habla de daño no se piensa en la lesión en sí, sino en su relevancia jurídica o, dicho en otras palabras, en la responsabilidad, que no es nada distinto de la obligación indemnizatoria. Sin que ello puede implicar o, siquiera, invitar a confundir la responsabilidad con sus supuestos de hecho o elementos o factores que la integran. Por el contrario, el empeño aquí es el de deslindar el daño de la autoría y de la culpabilidad, con la mayor nitidez posible.
Clasificación del daño.- En esta materia abundan las clasificaciones y se dan nomenclaturas variadas, algunas de ellas no por antiguas y usuales menos frágiles e imprecisas.
En un orden de prioridades y de consideración de los intereses en juego, y según el interés lesionado, se tienen: el daño a un bien de la personalidad, el daño a la vida de relación, el daño moral, los efectos patrimoniales de un daño a un bien de la personalidad, y el daño patrimonial propiamente dicho.
Los bienes de la personalidad deben ser colocados delanteramente dentro de los derechos e intereses de cada quien, presentes a parte de cualquiera consideración patrimonial y a pesar de cualesquiera limitaciones de los derechos patrimoniales: los derechos a la vida, a la integridad sicofísica, al honor, a la intimidad, al nombre, a la imagen, al cadáver, al estado civil, a alimentos, el derecho moral de autor figuran en primer término dentro del elenco de los derechos de la personalidad. De ordinario solamente se les considera desde el punto de vista político y su tutela ha solido ser ante todo penal o policiva. Empero, desde el punto de vista del derecho privado esos bienes son parejamente ciertos e importantes y su lesión, aparte de si llega a constituir infracción penal sancionable, es resarcible, o sea, da derecho a la víctima a pedir resarcimiento, a sabiendas de la dificultad de apreciación y, por ende, de reparación de ese daño en muchos casos.
El bien de la personalidad puede ser herido en un encuentro social ocasional, y esto es lo más frecuente: la llamada responsabilidad extracontractual -expresión tan impropia como inevitable-, como también por incumplimiento de una obligación -la denominada responsabilidad contractual-, y en uno y otro caso, concurriendo los supuestos normativos correspondientes, hay lugar al resarcimiento.
Lo que ocurre es que para que pueda hablarse de daño a bien de la personalidad, con sus diversas consecuencias, en materia de incumplimiento de obligación, es menester que la prestación debida implique un cuidado, una custodia de bien de la personalidad del acreedor o, lo que es igual, que la lesión personal constituya de por sí un incumplimiento de la obligación respectiva por parte del deudor.
Ejemplos que se ofrecen al respecto son los del transportador de personas, el patrono, el mandante, en torno de la integridad personal del pasajero en un caso y del trabajador en el otro, y de la incolumidad del honor y la reputación del mandatario en el último. Por algún tiempo, cortamente y sin razón, se negó al pasajero o, eventualmente, a sus deudos acción resarcitoria del daño moral padecido por lesiones personales o muerte de aquel, con el mero argumento de que no había daño moral en la responsabilidad contractual, pese al razonamiento contrario en lógica y en equidad. En lo que hace al transporte de personas, la propia ley se encargó de consagrarlo (art. 1006 [2] c.co. de 1971), y doctrinaria y jurisprudencialmente se ha venido reconociendo ese derecho en las otras figuras. Lo fundamental es que aparezca evidente la lesión a bien de la personalidad del acreedor y que esa lesión se produzca no simplemente con ocasión sino a causa del incumplimiento, y, si se quiere, que no pueda pensarse en esa lesión como producida por actuación del deudor sino como un incumplimiento de su obligación (contractual o no).
El daño o bien de la personalidad, a partir de la propia vida, en sí es el punto de partida: determinante de una alteración de la vida de relación, productor de una aflicción, pesar, congoja, rectius, daño moral.
Harto difícil es la apreciación de estos daños, dificultad que llevó por mucho tiempo, junto con un falso "pudor", a negar el resarcimiento del daño moral y a que aún se hable del pretium doloris o Schmerzengeld, y a que las jurisdicciones oscilen entre una continencia excesiva, casi repugnancia a tasar el sentimiento íntimo de las gentes, y una largueza inmensa, aplicada a título de pena o, mejor, de restauración de la venganza en forma económica o patrimonial, y que se trate de acudir a tablas y a estandarizaciones de la reparación, con tarifas que contradicen la individualización del prejuicio y, sobre todo, la individualidad o singularidad del dolor o daño moral.
También valga notar que en algunos ordenamientos se da la tendencia a confundir el daño a los bienes de la personalidad con las consecuencias patrimoniales del mismo, que es otro aspecto del problema. En efecto, no es igual señalar la muerte, la lesión física o síquica, la difamación, etc. (atentado contra un bien de la personalidad) que indicar, como atrás se hizo, su impacto para alterar la vida de relación o en la aflicción de la víctima, o sus repercusiones patrimoniales: en forma de daño emergente: gastos de curación y de readaptación, o de lucro cesante: lo que con toda probabilidad ha dejado y dejará de percibir en ingresos a causa del daño al bien de la personalidad.
Así, patrimonial es el desembolso para el restablecimiento o la contracción de deudas con ese fin, y la merma o la cesación de ingresos a causa de la lesión de un bien de la personalidad; tan patrimoniales como la pérdida de un bien económico y el lucro cesante por esa pérdida. Solo que en el primer caso ese daño patrimonial es resultante de un golpe a un bien de la personalidad, y en el segundo es redondamente un daño patrimonial, por quebranto de un bien patrimonial y con efectos exclusivamente patrimoniales.
De paso conviene reprochar la figura así llamada del "daño moral objetivado", consistente en lo que una persona deja de percibir como ingresos de su actividad: rentas de trabajo en todo o parte, a consecuencia de la depresión que un daño a un bien de la personalidad le ha ocasionado: su estado personal valetudinario o lamentable, la pérdida o la ruina, física y mental, de un ser querido, que la sumergen en un estado depresivo que mengua o suprime, así sea transitoriamente, su capacidad laboral y, por ende, su producción. Aquí, ciertamente, no hay ningún daño moral: lo que se da es, sin más, un daño patrimonial: un lucro cesante, a consecuencia de un daño o bien de la personalidad, igual a cualquier otro lucro cesante. En ese sentido valga comparar la incapacidad física por inmovilización con la incapacidad por depresión. La diversidad de causa próxima no importa, toda vez que la razón de ser última es la misma, a lo que se agrega que en ambos casos se trata de un daño patrimonial.
También tangencialmente se ha de observar que se rechaza la idea de que la pérdida de un bien patrimonial pueda ser aducida como causante de una aflicción constitutiva de daño moral resarcible, aun en el caso de animales de compañía, objeto de afectos entrañables de su dueño; y que, en cuanto a la titularidad de la pretensión indemnizatoria, se ha ido ampliando el cuadro o, mejor, ha ido teniendo en consideración más la realidad afectiva de la víctima que las pautas morales o el patrón ordinario de los sentimientos: una cosa es que de ordinario un cónyuge, un hijo, un padre, un hermano sufran daño moral por la muerte o las heridas padecidas por su cónyuge, su progenitor, su hijo o su hermano, y otra cosa es que necesariamente hayan de darse por supuestos estos efectos y su conversión en daño moral, y otra aún, que se pueda o se pretenda señalar un porcentaje o una tarifa según el grado de proximidad, cual si se tratara de derecho sucesoral. Así mismo, una cosa es el juicio moral que se emita respecto del concubinato, otra el derecho del concubinario a reclamar por el daño moral experimentado con motivo de lesión causada al otro concubinario. Y así debe procederse caso por caso, teniendo en cuenta, más que modelos o paradigmas de sentimientos, la realidad concreta: si hubo o no lesión esta es atendible dentro de las valoraciones y principios de la sociedad.
El daño patrimonial es el propio del incumplimiento de las obligaciones, en el sentido de que acá solo excepcionalmente se presenta daño a bien de la personalidad y daño moral, y de que de suyo, frente al incumplimiento, se piensa en las formas de daño habitualmente tenidas en cuenta: el patrimonial, en sus proyecciones de daño emergente y lucro cesante, "ya provenga de no haberse cumplido la obligación, o de haberse cumplido imperfectamente o de haberse retardado el cumplimiento" (art. 1613 [1] c.c.).
La posibilidad de reclamar indemnización por ambos respectos está, en principio, subordinada tan solo a la ocurrencia de cada cual, salvo cuando la ley excluye, excepcionalmente, la posibilidad de resarcimiento del lucro cesante, como en el caso del vicio de la cosa arrendada, anterior al contrato, no conocido ni debido conocer por el arrendador (arts. 2991 y 1613 [2] c.c.).
De todas formas, en materia de incumplimiento de obligaciones contractuales o, más ampliamente, negociales, a diferencia de lo que ocurre en materia de responsabilidad común, por encuentro social ocasional, la conducta del deudor y la calificación ético-política de ella influyen definitivamente en el alcance de la indemnización, comoquiera que "[s]i no se puede imputar dolo al deudor, solo es responsable de los perjuicios que se previeron o pudieron preverse al tiempo del contrato", en tanto que si hubo dolo de su parte "es responsable de todos los perjuicios que fueron consecuencia inmediata o directa de no haberse cumplido la obligación o de haberse demorado su cumplimiento" (art. 1616 [1] c.c.).
Ni la existencia, ni la cuantía de los daños se presumen; el acreedor tiene sobre sí la carga de la prueba del daño -con puntualización de los distintos conceptos y efectos o repercusiones- y de su cuantía pormenorizada (arts. 177 y 303 c.p.c.). Esta regla únicamente encuentra salvedad en el caso de las obligaciones pecuniarias, donde, por cuanto se parte de la base económica real de que "el dinero fructifica de suyo", el deudor incumplido -moroso- debe de por sí intereses moratorios: los que se hayan estipulado a dicho propósito; en defecto de estipulación para la mora, la tasa fijada como interés remuneratorio -siempre que sea superior al interés legal- y, en últimas, el interés legal moratorio, que se prevenga, ora en el código civil, para las obligaciones ordinarias o de derecho común (art. 1617), ora en el código de comercio para las obligaciones por él reguladas (art. 884). Y ello sin perjuicio de que el acreedor deseche los intereses y emprenda el cobro de indemnización que cubra todos sus quebrantos, caso en el que sí tendrá a su cargo el deber de probar el daño y su cuantía.
Salvo la excepción indicada, siempre el acreedor tiene la doble carga que expreso. Con la precisión de que en la figura de la cláusula penal, la que en nuestro ordenamiento exige la mora del deudor -en las obligaciones positivas o la contravención de las negativas- (arts. 1594 y 1595 c.c.) y no constituye un tope máximo de lo que el acreedor puede cobrar por incumplimiento, pues siempre puede optar por la indemnización ordinaria de perjuicios (art. 1600 c.c.), contrariamente a lo que se sostiene usual y primariamente, no es que se presuma el perjuicio, sino que se ha conminado al deudor con una pena o multa, de modo que al incumplir (mora) se causa la sanción, de plano, y sin admitirle prueba de que no causó todo ese daño o no causó ninguno o aun de que su incumplimiento fue benéfico para el acreedor (art. 1599 c.c.), sino que la indemnización de perjuicios resulta incompatible con la cláusula penal, salvo que expresamente se haya estipulado así y que se trate de la denominada cláusula penal moratoria o que cubre el mero retardo (art. 1594 c.c.). En el pacto de arras, menos se puede pensar en perjuicios prefijados a los que se extendería siempre la indemnización por incumplimiento y de los que no podría exceder: en las arras penitenciales lo que se acuerda en el derecho de desistimiento, al que se le señala un precio fijo en el contrato -preparatorio o definitivo- (arts. 1859 c.c. y 866 c.co.), derecho incompatible con el concepto de incumplimiento, que es la fuente de la responsabilidad del deudor; y en las arras pars pretii o señal de haber quedado convenidos, simplemente funciona como cláusula penal en el evento de falta de pago del precio por parte del comprador (arts. 1961 y 1932 c.c.).
En tales circunstancias, delante de la insatisfacción de acreedor, que hace pensar en incumplimiento del deudor, todo confluye a imputarle el daño sufrido por el acreedor y cargarle la responsabilidad consiguiente.
Ahora bien, mientras que en la responsabilidad por encuentro social ocasional no se sabe inicialmente quién causó el daño y no hay, en principio, nadie en quien se deba pensar directamente como autor, precisamente por la falta de antecedentes y nexos entre víctima y victimario, en la responsabilidad por incumplimiento de obligación, dado dicho incumplimiento, el daño se achaca al deudor en su integridad, y es a él a quien le corresponde demostrar el elemento extraño como causa única, en busca de su exoneración, o como causal concurrente, para una atenuación.
La absolución del deudor demandado en acción indemnizatoria puede derivar de la prueba de su ausencia de culpa o de la de la presencia de un elemento extraño. En otros casos el deudor apenas podrá librarse de indemnización moratoria por este concepto. Dependiendo todo de la naturaleza de la prestación y de las estipulaciones agravantes o atenuantes de la responsabilidad, dentro de las limitaciones del efecto de tales cláusulas (art. 1616 [3] c.c.).
En las obligaciones de dar-entregar cuerpo cierto, el deudor puede exonerarse de toda responsabilidad por el deterioro o la pérdida de la cosa debida, estando en su poder, con la demostración de que ese resultado se debió a un caso de fuerza mayor o fortuito (art. 1.° de la Ley 95 de 1890), verdaderamente tal, o sea imprevisto a que no le fue posible resistir, o previsto pero inatajable dentro de las precauciones y providencia debidas, irresistible en su presentación y en su desarrollo y efectos (art. 1733 c.c.); o a la intervención de un tercero: persona ajena a él y, ante todo, que no estaba entonces bajo su dependencia y cuidado o que no actuó en razón de esa relación, y por la cual no está llamado a responder (art. 1738 c.c.); o a la culpa del acreedor o de las personas bajo la custodia o guarda de él (arts. 2357 y 1739 c.c.).
Pero si el deterioro o la pérdida de la cosa debida ocurrieron estando el deudor en mora o aún en tiempo, pero habiendo el deudor prometido la cosa a varias personas por distintos conceptos, su responsabilidad se agrava, al punto de que solamente se exonerará probando el caso fortuito o de fuerza mayor que así mismo habrían producido ese daño, aun estando ya la cosa en poder del acreedor (arts. 1607, 1648, 1731 y 1733 [2] c.c.). En el primer evento la responsabilidad del deudor se reduce a los prejuicios moratorios.
Se entiende por pérdida la destrucción, el desaparecimiento, la salida del comercio, y un deterioro tal que inhabilite la cosa para su función prístina o para aquella que las partes le señalaron o una de ellas con el conocimiento de la otra (arts. 1729, 1648 y 1643 c.c.).
La pérdida de los géneros, en cambio, no libera al deudor, se aplica en toda su extensión la regla genera non perunt, y el deudor simplemente puede alegar el caso fortuito o, más ampliamente, el elemento extraño para justificar su tardanza y exonerarse de la indemnización moratoria (art. 1616 [2] c.c.), pero quedando obligado a la prestación, exigible en cuanto cesen los efectos del obstáculo.
En las obligaciones de hacer es preciso diferenciar las de índole personalísima, prestaciones intuitus personae, en donde el acreedor no está en el deber de aceptar obra de nadie distinto del deudor (art. 1630 [2] c.c.), de las prestaciones fungibles, donde lo que interesa es el hacer mismo, no su autor. En el primer supuesto, la intervención de un tercero que ocasione un impedimento definitivo en sí o en atención a las circunstancias de la relación plantea una imposibilidad para el deudor con consecuencias liberatorias y, de todos modos, exoneratorias de responsabilidad (la obra se liquidará entonces: art. 2062 c.c.); y en la segunda hipótesis -como también en la primera cuando el obstáculo no es definitivo, sino transitorio-, la intervención de un elemento extraño explica y justifica la tardanza, con exoneración del deber indemnizatorio por dicho concepto, pero deja en pie la obligación, que habrá de satisfacerse en cuanto desaparezca el impedimento (art. 1616 [2] c.c.).
En fin, en las obligaciones negativas es también concebible una infracción por causa de elemento extraño: el forzamiento ajeno a la realización del acto prohibido. Aquí se tendrá en cuenta cada acto y se le analizará autónomamente, para llegar a su justificación o no justificación y, por ende, a la puntualización de si hubo o no incumplimiento, porque el resultado adverso al acreedor derivó de la intervención de elemento extraño.
Elemento extraño que, repítese, puede ser un caso fortuito o de fuerza mayor, conceptos que en nuestro ordenamiento son sinónimos (art. 1.° de la Ley 95 de 1890), por lo cual no han prosperado los intentos de diferenciar los acontecimientos inopinados de origen totalmente externo a la actividad del deudor (fuerza mayor) de aquellos que se originan en el seno de dicha actividad (caso fortuito), con el propósito de hacer más estricta la responsabilidad del deudor o del empresario de actividades peligrosas o del guardián de cosas o animales de natural más peligroso. Los conceptos están unificados; sin embargo, doctrina y jurisprudencia mantienen la distinción, así sea simplemente para un tratamiento más riguroso en la aceptación de la prueba del caso fortuito y una mayor exigencia de la ausencia de culpa del demandado antes de que se presentara y durante su acción.
La intervención de tercero está completada como factor de exoneración del deudor, con poder liberatorio: "pérdida de la cosa debida" como uno de los modos extintivos de las obligaciones (arts. 1625 [7.°] y 1729 ss. c.c.), al prevenirse que "aunque por haber parecido la cosa se extinga la obligación del deudor, el acreedor podrá exigir que se le cedan los derechos contra aquellos por cuyo hecho o culpa haya perecido la cosa" (art. 1736 c.c.), o sea dentro de la figura de la llamada cessio legis. Acá, dejando aparte el punto de si el acreedor perjudicado por la imposibilidad liberatoria de su satisfacción a causa de la conducta de un tercero tiene acción directa contra este o debe acudir a la cessio legis de los derechos del deudor contra tal tercero, se destaca que el obstáculo transitorio o definitivo, total o parcial, al cumplimiento del deudor, ocasionado por un tercero, exonera al deudor de responsabilidad, en la medida en que es causante, y dentro de las modalidades de la prestación en sí y del contenido negocial.
La participación de la víctima, culposamente, es uno de los factores de atenuación de la responsabilidad del deudor, que puede llegar a su completa exoneración, también según los antecedentes y circunstancias (art. 2357 c.c.).
Igualmente acá puede darse la concurrencia de causas y la necesidad de adoptar un criterio nítido para la apreciación de lo que es relación de causalidad. ¿Con arreglo a qué criterio va a sostenerse que tal o cual circunstancia y, especialmente, una determinada conducta es causa o concausa de un daño? En este punto la confusión entre autoría y culpabilidad, entre participación y descalificación de la conducta, es enorme y nociva. Teóricamente, es estricta doctrina, es muy sencillo diferenciar las preguntas: '¿quién fue?' y '¿cómo obró?', y las respuestas correspondientes: 'el deudor' y 'obró con o sin culpa'. Pero en la práctica se asimila la relación de causalidad o autoría a la culpabilidad.
¿Basta cualquiera participación del deudor para que resulte condenado a resarcir todo el daño sufrido por el acreedor con su insatisfacción? ¿Es necesaria una participación suya adecuada? La denominada teoría de la condición o de la equivalencia de condiciones o de la conditio sine qua non tiende a cargar a quien ha tenido alguna participación en el resultado nocivo, sobre todo si ha incurrido en culpa, íntegra la indemnización, con una evidente demasía. En tanto que la teoría de la causalidad adecuada o participación ordinaria y natural no vincula como autor de un daño a quien apenas ha sido ocasión o condición de los hechos que lo generaron, o sea que considera autor apenas a aquel cuya conducta normalmente puede ser estimada como determinante. Planteamiento este que, indudablemente, conjuga la relación material con una consideración social de temperamento ineludible.
En el supuesto de que la conducta del deudor haya concurrido con algún elemento extraño en la causación o agravación del daño habrá de determinarse en qué medida influyó, y solo en ella se podrá cobrarle el resarcimiento. En la responsabilidad por incumplimiento de obligaciones no impera el principio de la solidaridad entre las varias personas que 'hayan cometido un delito o culpa' que rige en la responsabilidad por encuentro social ocasional (art. 2344 c.c.) y, por lo mismo, la intervención de tercero, individualizado o anónimo, así no excluya la participación del deudor demandado, sí puede ser motivo de atenuación de la obligación indemnizatoria a cargo de este.
Valen aquí varias de las anotaciones hechas atrás a propósito de las clases de obligaciones y del alcance de los deberes del deudor. El punto estriba en distinguir cuándo el deudor responde solo de su culpa (en la que se incluye la de sus dependientes), o también de su mero hecho, o de la simple circunstancia de no haber obtenido la satisfacción del acreedor.
La culpa, cualquiera que sea la definición que se adopte, consiste siempre en "un error de la conducta en el que no habría incurrido una personas medianamente diligente y cuidadosa colocada en las mismas circunstancias en que obró la persona demandada"1. Falta de diligencia, de cuidado, de pericia, de advertencia, imprudencia, temeridad, o varias de esas circunstancias o todas ellas juntas. Es la exigibilidad de otra conducta, de una conducta mejor o más apropiada, obviamente en el mismo ámbito en que obró la persona cuyo comportamiento es objeto del juicio.
Cuando se trata de responsabilidad por encuentro social ocasional, se toman las circunstancias globalmente; no hay ningún antecedente específico y, aparentemente, no hay ningún patrón de conducta. Sin embargo, cuando el daño se causa en el desempeño de una determinada actividad, las exigencias naturales de su desarrollo constituyen una pauta, y cada cual, como miembro social, corriendo a una el riesgo de dañar y el de ser dañado, resulta más exigido y calificado con mayor severidad -o, si se quiere, más expuesto- que si fuera deudor. Porque siendo tal, en los casos en que la culpa interviene o es indispensable para que se le tenga como responsable, lo que a él se le exige o, lo que es igual, por lo que él responde varía según la naturaleza de la prestación y el balance entre el interés de las dos partes en la relación crediticia o, más ampliamente, en la relación contractual. Es la graduación de culpas: "El deudor no es responsable sino de la culpa lata en los contratos que por su naturaleza sólo son útiles al acreedor; es responsable de la leve en los contratos que se hacen para beneficio recíproco de las partes; y de la levísima en los contratos en que el deudor es el único que reporta beneficio" (art. 1604 [1] c.c.), y "las estipulaciones de los contratantes podrán modificar las reglas ordinarias" (art. 1616 [3] c.c.).
Esa proporción entre la severidad de la exigencia y el provecho que el deudor reciba de la relación de donde surgió su obligación, que a primera vista pareciera sutil y caprichosa, no deja en el fondo de reflejar un sentimiento de equidad profundo y necesario. No es una invitación al descuido; simplemente es un miramiento natural.
En las obligaciones de dar-entregar cuerpo cierto, así como en las de hacer personalísimo y en las de no hacer, o dicho a la inversa, salvas las obligaciones de dar géneros y obras fungibles, el deudor puede excepcionar, en principio, tanto alegando su inocencia: ausencia de culpa, como el caso de fuerza mayor o fortuito. En ambas eventualidades suya es la carga probatoria (art. 1604 [3] c.c.), y con cualquiera de las dos circunstancias que acredite será absuelto. Empero, es indispensable no confundir la extraneidad al resultado nocivo para el acreedor con la simple ausencia de culpa. Ello se muestra nítido en especial cuandoquiera que el deudor solamente se exonera de responsabilidad, por disposición legal o por estipulación negocial, en presencia del caso.
Quiere lo anterior decir que en materia de responsabilidad por incumplimiento de obligaciones es frecuente la presunción de culpa, como también la responsabilidad objetiva.
En el caso de muerte del acreedor en el contrato de transporte, sus herederos podrán optar entre demandar como herederos suyos (iure hereditario), alegando el incumplimiento de la obligación de garantía por parte del transportador, dentro del régimen de la responsabilidad contractual, y demandar como terceros perjudicados (iure proprio), como mejor les convenga. Lo que no pueden es ejercitar simultáneamente ambas clases de responsabilidades y derechos (art. 1006 c.co.).
Para el ejercicio de la acción es menester la prueba de la obligación, lo que equivale a la prueba del hecho generador de ella; y cuando se trata de obligaciones de resultado basta la afirmación del incumplimiento del deudor para trasladar la carga de la prueba del cumplimiento o de la justificación del no cumplimiento del deudor. Como lo señala el artículo 1757 c.c., al inicio del título de la prueba de las obligaciones: "Incumbe probar las obligaciones o su extinción al que alega aquéllas o ésta". En las obligaciones de medios, ya se anotó, la carga probatoria es compartida, es más evidente el llamado "Mitwirkungspflicht".
Esa acción se endereza contra el deudor, y siendo varios, contra cada cual por su cuota, siendo la obligación divisible o de actividad conjunta, o contra cualquiera habiendo solidaridad pasiva o siendo indivisible la prestación o habiendo indivisibilidad solutione tantum, en lo que se refiere al equivalente pecuniario de la prestación; y en lo que hace a los perjuicios propiamente dichos: contra el incumplido, en general, o contra cualquiera de los deudores, incumplido o no, en la indivisibilidad solutione tantum y en la solidaridad pasiva en las obligaciones pecuniarias, o contra cualquiera de los incumplidos, que responden solidariamente (arts. 1568, 1578, 1583 [4.°] 1590 y 1591 c.c.).
Los deudores responden ilimitadamente con todos sus clientes actuales y futuros (responsabilidad personal ilimitada) y los temperamentos del pago con cesión de bienes y el beneficio de competencia (arts. 2488, 1672 ss. y 1684 ss. c.c.), y los garantes: los personales, en principio ilimitadamente: con todos sus bienes y por íntegra la obligación, con posibilidad de limitar el monto de su responsabilidad (arts. 2369 s.), y los reales, solo hasta el valor de la cosa gravada (arts. 2450 y 2454 c.c.).
Demandar que se libre mandamiento de pago a su favor para la dación o entrega de las cosas debidas o la ejecución del acto debido o para la destrucción de los rastros dejados por la contravención de la obligación negativa, y los perjuicios mo-ratorios, estimados en una cantidad mensual, bajo juramento (arts. 493 y 494 c.p.c.).
Pedir desde un principio, o en subsidio de la satisfacción específica y para el caso de no lograrse oportunamente esta, el equivalente pecuniario de la prestación, establecido bajo juramento, y los perjuicios, tasados en igual forma (arts. 495 y 504 c.p.c.).
Solicitar la colaboración jurisdiccional para la aprehensión y entrega de las cosas debidas, o para la sustitución del deudor por el juez o la providencia judicial, en las obligaciones de hacer consistentes en la celebración de un negocio jurídico (contratos preparatorios), o para la aprobación de contrato con un tercero para la ejecución de la obra debida o la destrucción de la realizada por el infractor (arts. 499 a 502 c.p.c.).
Esa estimulación preventiva de los perjuicios puede ser objetada por el deudor, caso en el cual al acreedor demandante le incumbe demostrar la existencia del perjuicio y su cuantía, y de no lograr hacerlo en el proceso de ejecución habrá de acudir a uno ordinario (art. 506 c.p.c.).
Análogamente se procede cuando en el proceso de conocimiento se demostró sí la existencia del perjuicio, pero no su cuantía, para la fijación de esta: el acreedor debe presentar oportunamente una liquidación motivada y especificada de la cuantía de la respectiva prestación. Y, salvo que el deudor demandado la acepte expresamente, se seguirá el trámite incidental, al término del cual decidirá el juez, y lo que no se haya logrado demostrar quedará extinguido (art. 308 c.p.c.).
De nuevo se aprecia la necesidad imperiosa de demostrar el daño y su cuantía, y de hacer presente que una condena in genere por deficiencia de la prueba del monto del daño o automática por abuso del derecho de litigar (art. 687 [inc. final] c.p.c.) no dispensa de la carga de probar la cuantía, en el primer caso, y de probar ambos respectos, en el segundo.
NOTA
1 Mazeaud, H. y L. y Tunc, A., Traité théorique et pratique de la responsabilité civile, Paris, Montchrestien, 1957, n.° 439.