Notas sobre la historia del derecho de familia*
Fernando Hinestrosa**
* Primer Encuentro Colombo-Italiano de Derecho Privado. Oración de instalación del encuentro. Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 1977.
** Rector de la Universidad Externado de Colombia y profesor en ella de Derecho Civil (1963-2012), Bogotá (Colombia). La Revista de Derecho Privado presenta, a partir del número 24, los trabajos referidos al derecho civil y romano de quien fue su fundador y constante y decidido animador. La mayoría de los trabajos ya han sido publicados, pero el afán de facilitar su divulgación, en especial entre los estudiantes, nos lleva a volverlos a presentar, seguros no solo de su utilidad, sino también de su permanente actualidad.
Para citar el artículo: Hinestrosa, F. "Notas sobre la historia del derecho de familia", Revista de Derecho Privado, Universidad Externado de Colombia, n.° 38, enero-junio 2020, 5-14, doi: 10.18601/01234366.n38.01.
Contamos de nuevo con la presencia estimulante y grata de connotados investigadores del Instituto Jurídico de la Universidad de Sassari, del Instituto de Derecho Privado de la Universidad de Pisa y de la Escuela de Especialización en Derecho Privado de la Universidad de Camerino, en empresa científica auspiciada por la Asociación de Estudios Sociales Latinoamericanos y el Consejo Nacional de la Investigación de la República Italiana, que dentro de una juiciosa preocupación por captar y sustentar los elementos de unidad del sistema jurídico de origen romanista han consagrado sus esfuerzos, en concurso con colegas suyos en varios países de América Latina, al análisis del derecho de familia y del derecho agrario relacionado con ella, con empeño paciente y laborioso, cuyos frutos comienzan ya a percibirse, y del que han querido hacernos partícipes, dándonos la oportunidad de enriquecernos con el aporte de sus disertaciones y comentarios, a la vez que con la reflexión conjunta sobre nuestras propias instituciones y su proceso evolutivo, con proyecciones sobre el futuro, con planes de trabajo concretos y decantados.
Para la Universidad Externado de Colombia es singularmente honroso el haber sido escogida como sede de este encuentro que confiamos habrá de repetirse con regularidad, y por ello deseo expresar nuestro reconocimiento a las autoridades de las instituciones vinculadas a esta iniciativa y, en particular, al profesor y amigo Pierangelo Catalano, cuya perseverancia y consagración han sido definitivas para la ejecución de ella, a la embajada de Italia en Colombia y al Instituto Cultural Colombo-Italiano por su apoyo, colaboración y hospitalidad.
Meditando en torno de las raíces de nuestras instituciones, y habiendo de responder al interrogante fundamental, puesto ahora delante de nosotros, acerca de la autenticidad de ellas y de las orientaciones que se palpan hacia el porvenir, es forzosa la distinción entre lo vernáculo y lo recibido sucesivamente, por razones y conductos varios. Como también es indispensable diferenciar en los cambios de mentalidad y de comportamiento, entre lo que corresponde a la penetración de culturas que en determinados momentos resultan mayormente influyentes en general o en una determinada zona geográfica, y lo que es producto natural dentro del proceso de desarrollo económico y social. Y, por último, examinar el grado de coincidencia o de disparidad entre la normatividad formal y el concepto real de las distintas figuras jurídicas y la manera como se las practica nacionalmente, lo cual de suyo impone el reconocimiento de diferencias profundas entre las varias regiones geográficas, étnicas y culturales del país.
Queda pendiente averiguar hasta qué punto la población vive ese derecho, es decir, se rige por sus dictados, con la necesidad de auscultar esos conceptos y experiencias en los varios estratos sociales y regiones del país. Tarea indispensable para evitar una visión formal y, por lo mismo, incompleta, cuando no deforme del derecho vivo, y, sobre todo, para que la legislación responda a la mentalidad y a las aspiraciones sentidas y ciertas de la Nación en su momento.
Infortunadamente, y el hecho sin duda corresponde al poco conocimiento que tenemos de nosotros mismos y a la exigua confianza en nuestros propios recursos, producto y reflejo de nuestro estadio de desarrollo, la normatividad nos ha llegado de fuera, con mínimas adaptaciones, ora impuesta por la autoridad colonial, ora adoptada por la autoridad propia, dentro de su afán de ajustar el paso de la Nación a los modelos internacionales de turno y sin que, incluso en épocas recientes, haya privado la consideración de cómo piensan las gentes de Colombia y cuáles son sus aspiraciones en cada materia. Y lo que se dice de la legislación es predicable, a veces con mayores pruebas, de la jurisprudencia, para no hablar de la doctrina.
No creo aventurado sostener que, si pudieran encontrarse escuelas o tendencias entre nosotros, su clasificación habría de hacerse según el predominio del influjo de determinado país, siendo esta una falta imputable a todos por igual.
Recientemente se ha incrementado el conocimiento y, por ende, la influencia de la legislación y la doctrina italianas en el campo del derecho privado, a veces declarada francamente, otras no confesa, favorecida sin duda por la profundidad y modernidad de muchas de sus expresiones, y en algunos aspectos por la presencia de factores de emparentamiento y comunidad de problemas, cual ocurre en el derecho de familia y en algunas instituciones agrarias. Todo ello hace más importante y beneficioso este contacto personal.
Habiéndonos de desenvolver dentro de las lindes del cuestionario planteado para la investigación, surgen, sin duda, inquietudes nuevas sobre los elementos de unidad y resistencia de nuestro sistema jurídico y posibilidades de aporte de otras culturas o de contaminación de ellas y, en algunos casos, la necesidad de reflexionar a propósito de ciertos cambios palpables, con el mayor rigor investigativo, a fin de no tomar como penetración del common law muchas actitudes que se enraízan en nuestra tradición genuina, o que responden a un esfuerzo elemental por alcanzar una mayor igualdad de las personas ante la ley y la sociedad, o que son producto de la evolución del sistema económico.
América Latina, al parecer unificada jurídicamente por la aculturización hispano-lusitana durante los tres siglos del período virreinal, no dejó de conservar la disparidad propia de su variedad geopolítica, que llevó a la Corona española a expedir un derecho propiamente indiano, a su turno dispar, acompasado a las necesidades ineludibles de las distintas regiones. Y, cuando los países que sucedieron a los virreinatos y capitanías generales, en su propósito de afirmarse independientemente, con innegable enfrentamiento a la concepción peninsular, se dieron a la tarea de expedir códigos, buscaron como fuentes, al igual que varias naciones de Europa y Asia en su día, con mayor tradición y conciencia de sus valores propios, los ordenamientos de Francia y de Alemania. De modo que lo que en un comienzo resultó una recepción directa, en muchos aspectos integral, vino con el tiempo a ser apropiado y a adquirir ciertos visos de autenticidad a posteriori, dentro del efecto docente anejo a toda legislación.
En nuestro caso tuvimos la suerte de que el señor Bello, redactor del código civil de Chile, conjugara en sí un conocimiento vasto y profundo del derecho, que logró por su propio esfuerzo volcado sobre las instituciones francesas y germánicas, a la par que sobre las españolas civiles y canónicas y las indianas, con la vivencia de las costumbres de distintas comarcas del continente, y de que su preocupación fuera la de lograr una normatividad apropiada a ellas, antes que la de una perfeccionismo conceptual o de una aparente novedad. De ello es muestra sobresaliente la regulación de la familia en sus diferentes contornos.
Acogido el código de Bello en tiempos de la Federación, los diferentes estados le introdujeron algunas reformas, según la orientación prevaleciente en ellos, entre las cuales es un deber destacar aquí las del Estado Soberano de Santander relativas al tratamiento del concubinato y de los hijos naturales, que, fundadas quizá a la vez en una tradición humanista española, que se vertió normativamente en el ordenamiento de Partidas y en las Leyes de Toro, y en una formación ideológica igualitarista, no sobrevivieron al cambio político conservadurista y ortodoxo católico que a poco sobrevino, y que mantuvo clasificaciones y discriminaciones, imperantes por cierto en países a todas luces más avanzados que el nuestro hasta nuestros días, por espacio de cincuenta años, para cuando, al expedirse una reforma de avance fundamental, ni siquiera se mencionó aquel antecedente, sino que, dentro de la usanza aludida atrás, se tomó el texto de leyes centro europeas y la orientación escandinava para modificar el régimen patrimonial del matrimonio, y el de la ley francesa de 1912 para el de investigación judicial de la paternidad.
Posteriormente se han producido varios ajustes, muchos de los cuales tienen el valor de haber consolidado los aportes jurisprudenciales e incorporado la experiencia nacional en la aplicación de los textos precedentes, dentro de un espíritu de responsabilidad individual, a la vez que solidarista, menos ansioso de respaldos foráneos. Sin que falten ocurrencias de nuevas recepciones integrales e inopinadas, dentro de la mejor intención, como en el caso de la reciente ley de adopción, tomada del último texto francés. De todas maneras y contando apenas con escasas tentativas de aplicación del método sociológico, cierta es la afirmación de que, como compete a un país joven, y por lo mismo menos estratificado y dependiente de tradiciones forjadas a lo largo de siglos y contingencias múltiples, la communis opinio es más permeable al cambio fundado en el anhelo de una tutela mayor a las personas y comunidades débiles, y de mayor responsabilidad individual, que en otras naciones de las cuales vivimos tomando pautas. Panorama este que se ofrece semejante en varios países latinoamericanos en distintos campos de la legislación, particularmente en el derecho constitucional, en el laboral y en el agrario, y que hace pensar en un canon de la profundidad, elegancia y vigor del artículo 3.° de la Constitución de la República Italiana, cuyas cláusulas, trascendiendo las fronteras de la propia nacionalidad, adquieren el valor de universales al declarar que "todos los ciudadanos tienen igual dignidad social y son iguales ante la ley", al paso que el Estado tiene la función de "remover los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impiden el pleno desarrollo de la persona humana y la participación de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país".
Pasando revista rápida al cuestionario formulado para este encuentro y los semejantes que se han sucedido y han de tener lugar en otros países del continente, preocupa ciertamente un sesgo manifiesto en la investigación, orientado a detectar, al parecer con prevención adversa, el influjo del liberalismo europeo en el sistema jurídico latinoamericano, y a hallar rastros de neoliberalismo norteamericano en disposiciones recientes, producto de aquellos principios solidaristas y de las nuevas relaciones económicas. Actitud que fácilmente podría distorsionar el criterio y conducir a conclusiones erróneas, inclusive por una clasificación a priori y en veces simplista de las figuras jurídicas. En efecto, la regulación de la familia de hecho, por ejemplo, ausente aún en los más de los ordenamientos latinoamericanos, no podría atribuirse al "common law marriage", que sinceramente hemos de reconocer desconocemos incluso teóricamente, dentro de nuestra insularidad, sino que contaría con un antecedente en la legislación castellana, a partir de la figura de la "barraganía", sucesora del concubinato romano, e influida, muy probablemente, por el humanismo de los canonistas, y por las dinámicas en ciertas regiones y capas sociales, como es el de la presencia de uniones estables no matrimoniales, auspiciada en no pocas ocasiones por la prohibición social, y hasta hace un año también legal, del divorcio, y que la legislación laboral acoge para la protección de quienes dependen del trabajador, sin reservas del supuesto orden moral.
De otra parte, en lo que hace a Colombia, el hecho religioso católico no solo ha tenido la influencia socio-cultural común a todo el llamado Occidente, sino que ha sido un factor político-institucional de grande importancia, al punto de que desde la colonización hispánica, adelantada bajo los auspicios pontificales con la visión de convertir infieles, hasta el presente, solo desde 1853 hasta 1856 hubo matrimonio civil único productor de efectos civiles en toda la Nación, y de 1859 hasta 1886, en algunos de los Estados de la Unión, al paso que en el tiempo restante, para los bautizados, o sea para la práctica unanimidad de la población, se exigió la forma canónica para el reconocimiento civil del matrimonio, hasta 1975, cuando entró en vigor el nuevo Concordato que formalmente permite la elección entre el matrimonio civil y el religioso a aquellos súbditos.
Indudablemente el separatismo como actitud ideológica y política propia del segundo cuarto del siglo pasado, surgió de las doctrinas liberales iniciadas en el seno de la propia Iglesia y luego adoptadas por el Risorgimento, y no por casualidad, sino por imposición de la necesidad de afirmar la posibilidad de pensar libremente en tiempos en los cuales el Pontificado se declaró autoridad única e infalible para determinar las creencias y la conducta de la humanidad, y cuando prelados y sacerdotes y el legado pontificio intervenían iure proprio en las luchas políticas que frecuentemente desembocaron en guerras civiles.
Aquel radicalismo se ha atemperado, a una debido a la educación ortodoxa universal de varias generaciones y de las modificaciones recientes en la actitud de la Iglesia frente a otras religiones y cultos, y aun a la incredulidad, que la llevaron a tomar la iniciativa de atenuar los rigores del Concordato de 1886, especialmente en su lenguaje.
De modo que lo que resta de separatismo o de aspiración a la regulación estatal del matrimonio, como fenómeno jurídico, dejando a la conciencia individual el cumplimiento de los deberes religiosos, no es atribuible en manera alguna a importación de modelos y tendencias norteamericanas. Por el contrario, se apoya, en su vertiente laicizante, en el lema "libera Chiesa in libero Stato" de Cavour, y en la religiosa, en los católicos liberales franceses de la primera mitad del siglo XIX, y más cerca, en concepciones manifestadas en el seno del Concilio Vaticano II. Con la precisión de que en estos tiempos la Iglesia ha guardado una gran discreción, de modo que la sustentación de sus privilegios ha corrido de cuenta de sectores de los partidos políticos, comprometidos en lo que consideraron un gran avance, así no hubiera llegado a la apertura del Segundo Tratado de Letrán, y mucho menos al Concordato con Portugal de 1975, deslizando la posibilidad de un régimen más tolerante y equilibrado al cabo de diez años.
En ese mismo orden de ideas, es preciso mencionar la política antinatalista, anotando que si hoy se palpa en Colombia, como en tantos otros países, incluso muchos de los socialistas, preocupación por el aumento de la población en forma desbocada y las estadísticas muestran algún descenso en el índice de natalidad, ello, más que a la penetración ideológica norteamericana por la que se pregunta en el cuestionario, se debe a un ambiente cultural en el que han de incluirse el proceso de urbanismo de la población y la propia doctrina actual de la Iglesia católica.
Por lo demás, en una época en que los peligros y amenazas para la supervivencia de la especie no son los de las guerras, las epidemias y las hambrunas propias de todos los tiempos precedentes, y en que el centro de la preocupación universal ha pasado de la mera supervivencia a una vida concorde con la dignidad de la persona, es obvio que no se presenten ya en torno de la definición del matrimonio las contiendas ético-religiosas sobre su fin primario y sus propiedades esenciales constantes del medioevo en adelante, y que la propia Iglesia haya pensado en el amor y el mutuum adiutorium como base fundamental del concierto conyugal, sin desconocer el carácter de regulación de las relaciones heterosexuales, base de la procreación, que tiene de suyo el matrimonio.
A propósito de la lealtad o fidelidad como deber recíproco de los cónyuges, cierta es su afirmación en el ordenamiento, no solo de manera indirecta, como lo destaca, al consagrar como causal de separación de cuerpos, y aun de divorcio, la violación de tal mandamiento. Sino derechamente, al expresar que "los cónyuges están obligados a guardarse fe y a vivir en común".
Ahora bien, a las normas que, entre protectoras y desconfiadas, atribuían al marido la dirección del hogar, tanto en lo personal como en lo patrimonial, obsoletas no solo desde el punto de vista ideológico, sino también en el terreno práctico, con la participación creciente de la mujer en las distintas actividades, a partir de la laboral, sucedieron primero las que le reconocieron capacidad civil plena e independencia en la administración y disposición de sus bienes, y luego las que declaran su plena igualdad en cuanto a autoridad paterna y patria potestad se refiere, y las que parifican el deber de lealtad y las consecuencias de su violación, aboliendo la diferencia entre adulterio femenino y amancebamiento viril como motivo de divorcio-separación sanción. Todo ello en términos que reflejan la mentalidad prevaleciente en la actualidad explicable por el predominio de la orientación igualitarista y la mengua de las posibilidades de la turbatio sanguinis. Sin que se pueda perder de vista que por corrientes aborígenes y peninsulares muy profundas se mantiene, a pesar de la evolución normativa, una discriminación, bien marcada en cuanto a la censura social, entre la infidelidad masculina y la femenina. Tampoco puede ignorarse lo que pudiera denominarse "liberación sexual" en capas sociales que se habían mantenido dentro de principios éticos más rígidos y exigentes, cual ocurre, por variados motivos, en todos los países en donde no prevalece un puritanismo religioso o político, cualquiera que sea el juicio de valor que una y otra actitud merezcan al criterio del observador.
De un régimen patrimonial de comunidad de muebles y de ganancias, con cargo de restitución del valor de aporte de aquellos, bajo la administración única del marido, en 1932 se pasó a la independencia y autonomía administrativas y dispositivas de parte de ambos cónyuges con repartos de gananciales al término de la denominada sociedad conyugal. Para, recientemente, permitir la disolución y liquidación de esta, no solo cuando termina el matrimonio o la vida en común, o se presentan serias amenazas para los intereses latentes de cualquiera de los cónyuges por las actividades negociales del otro, sino también por acto autónomo y formal conjunto. Y si bien tales factores y, posiblemente, un empleo más abundante de esta fórmula pudieran hacer pensar en una tendencia al régimen de separación, del que se hallan de regreso los países que tradicionalmente lo practicaron, el hecho es que la generalidad de las gentes asocia la idea de comunidad patrimonial con la de matrimonio que insistentemente se propende a la aceptación de la sociedad de hecho entre concubinos. Cosa diferente es que ante el fracaso del matrimonio suela hoy acudirse a la liquidación amigable del patrimonio común, antes solo viable mediante proceso, y que factores, cada día más relevantes en la consideración de las gentes, como el sistema tributario, que no va al mismo ritmo de la legislación civil, lleven a separaciones de bienes, en ocasiones prematuras y precipitadas, para atenuar la carga impositiva que pesa sobre los cónyuges con haber desequilibrado.
En tal sentido, es oportuno agregar que así mismo la separación garantiza al cónyuge sobreviviente, especialmente a la mujer, su inmunidad frente a las dilaciones y problemas inherentes al proceso de liquidación de la sociedad conyugal en la sucesión.
Sea el momento de realzar el hecho de que las capitulaciones matrimoniales son una institución del todo teórica, pues su celebración es inusitada en nuestro medio, y de apuntar que, al paso que se conserva intacto el régimen de asignaciones forzosas en ventaja del cónyuge, de los descendientes y ascendientes, con reconocimiento de los derechos de los hijos extramatrimoniales y de los adoptivos, colocados estos en ventaja sobre aquellos1, el cónyuge sobreviviente puede optar, a su mayor conveniencia, entre los gananciales que le correspondan en la sociedad conyugal y la porción conyugal, que lo sitúa a la par de un hijo legítimo, en los derechos de este como legitimario del difunto. Figura esta que sustituye, a todas luces con ventaja, a los derechos de usufructo que otras legislaciones conceden al cónyuge sobre todos o parte de los bienes del difunto.
Sin embargo, instituciones como la del patrimonio de familia, que asegura la continuidad de la vivienda común para cónyuges e hijos, inembargable y no sometido a las reglas y trámites de la sucesión, no ha tenido acogida entre nosotros, pese a la necesidad social sentida y evidente que atiende tal figura, próxima, por cierto, al derecho de habitación prevenido en el derecho argentino reciente2.
Ahora bien, partiendo de la definición de alimentos, como lo necesario para la subsistencia, hoy congrua en general y no en unos casos necesaria y en otros atendiendo a la posición social del alimentario, es evidente que allí se incluye no solamente la alimentación, sino también la habitación, el vestido y, en su caso, la educación y los gastos propios de la conservación de la salud. Y así, a primera vista, el derecho a conservar la habitación de la familia podría concebirse como un derecho alimentario; en tanto que la definición de la porción conyugal como 'lo necesario para la congrua subsistencia del cónyuge supérstite" favorecería ese mismo pensamiento en lo concerniente a tal derecho. Sin embargo, la regulación de la porción conyugal y la distinción nítida entre el patrimonio familiar y, en su caso, el derecho de habitación y el derecho a alimentos, como derecho de la personalidad, persuaden de que todas estas son instituciones con acento propio, ajenas por completo a cualquier vocación a una libertad testamentaria por fuera de los linderos actuales, que por cierto incluyen, dentro de las cortapisas a la autonomía del testador, los alimentos debidos por ley, que en rigor constituyen un pasivo privilegiado.
Las relaciones entre padres e hijos se transformaron en la práctica antes de que el legislador se ocupara de iniciar el régimen tradicional. Valga a este propósito poner de relieve el sistema del código civil, por su diferencia con el derecho común, no siempre advertida aun por los expertos, que concibe la patria potestad como el derecho de representación, administración y usufructo del hijo de familia y sus bienes ordinarios, distintos de los habidos por trabajo o en circunstancias que impiden la injerencia paterna, y que separadamente, a propósito de deberes recíprocos entre padres e hijos, regula la autoridad paterna y, por ende, el cuidado personal de la descendencia menor.
Tal el sistema genuino del código, que se ha modificado apenas para atribuir unos y otros poderes también a la madre legítima a falta del padre, y en principio a la madre natural, y por último, a ambos progenitores, en términos paritarios, como conviene a una realidad social, antes que a un simple lema político.
Ahora bien, la profundidad y extensión de la potestas viril, como de la potestas marital, mayúsculas antaño, y su atenuación creciente, hasta la eliminación de la conyugal, obedecen, sin vacilación, a una realidad y una exigencia sociales. Conceptualmente esa potestad, como cualquier otra, está concebida, filosóficamente, como poderes que se otorgan para el cumplimiento de deberes y en función de ellos, o sea con prioridad lógica de estos sobre aquellos. Y, por lo mismo, como un poder en función de los hijos y, más ampliamente, de la familia, en lo relacionado con el aspecto personal y con la representación y la administración de los bienes. En lo que hace al usufructo, es cierta su calidad de ayuda a los progenitores para los gastos comunes, a partir de los propios del titular de los bienes.
Respecto de la educación, y más ampliamente de la formación moral de los hijos, como deber conjunto, pero con poder último de definición por parte del padre, en la actualidad se conserva como poder-deber de los progenitores, pero con decisión conjunta.
Más aún, el estatuto de 1968, que propicia la determinación (accertamento) temprana de la doble ascendencia e insiste en ella como un deber público, a la vez que en la responsabilidad inherente a la procreación, con sanciones penales para el abandono de la familia, muestra cómo, si bien la asistencia social es deber del Estado, dicho deber es subsidiario del primario de los padres y, más latamente, de los ascendientes.
Cosa distinta es que, por razones de trabajo, ante todo, cuando en los varios sistemas políticos imperantes cada vez la familia requiere más ingresos y, por lo mismo, se va imponiendo el trabajo económicamente productivo de ambos progenitores, haya de acudirse en distinta medida a las salas-cunas, guarderías y jardines infantiles, para la atención de los infantes mientras la madre asiste a su trabajo. Medida esta remedial de una necesidad incuestionable, que ha suscitado numerosos estudios de variada índole, conclusivos, en todas las latitudes y regímenes, de la insustituibilidad del calor humano maternal en las edades tempranas de la persona.
Y más diferente aún es la imposición de deberes de formación moral y política o religiosa de las nuevas generaciones, por parte de los padres o de escuelas a propósito, o de unos y otras, como forma de reproducción y mantenimiento de una postura ideológica, consciente, practicada de antaño por la humanidad y que simplemente varía en el contenido de la doctrina que se transmite.
Al margen de tales fenómenos, las relaciones entre padres e hijos tienden a ser más humanas, naturales y lógicas, llámese o no a este proceso de democratización o de participación o con otro apelativo, y la ley, en su versión última, al variar el lenguaje autoritario precedente, apenas vertió en su texto lo que la sicología infantil y de la adolescencia había venido predicando de vieja data.
En fin, la presencia de la hacienda, el taller y la empresa familiares, con inclusión de personas vinculadas no solo por consanguinidad o afinidad sino por "familiaridad", corresponde a un sistema económico que, no obstante la predicción de su relevo por formas de producción mecanizada y, por tanto, necesitadas de un capital más amplio, se mantiene e inclusive recibe estímulo por su productividad mayor o por otros factores, y que por su arraigo a tradiciones derivadas de la necesidad, antes que a cualquier otra motivación, son objeto de regulación y aun de favor en los ordenamientos laboral y agrario.
A la vera de tales establecimientos van surgiendo las sociedades de capital o de personas no vinculadas entre sí por nexos de familia o de familiaridad, también como respuesta a apremios insuperables en otra forma dentro del sistema político-social. Y sin que aquí tampoco pueda imputarse a la presencia del modelo norteamericano lo que es un paso natural en el desarrollo económico y social en la evolución de las relaciones de producción.
Con una anotación, quizá no superflua: América Latina no conoció el régimen del vasallaje y de las corporaciones de artes y oficios en todo su recorrido histórico, desde cuando los impuso la propia vida hasta cuando hubo de ser quebrantado para dar paso a formas al parecer de mayor libertad, pero generadoras de otros tipos de opresión.
Y, por lo tanto, tampoco vivió la familia amplia o extensa en sus tipos medioevales: mesnada, linaje y paraje. Posiblemente los sistemas feudal y aborigen experimentaron un sincretismo que se refleja en ciertas regiones del país, predominantemente campesinas, que practican una familiaridad extensa, indiferente a las sucesivas legislaciones que circunscriben la relación a un núcleo más estrecho en forma patente, como aparece en las normas sobre alimentos, prestaciones sociales laborales y vocación legal hereditaria.
Dispensen ustedes que, en vez de reducirme a la oración formal de inauguración, me haya anticipado a opinar sobre puntos que han de ser materia de exposición por parte de los especialistas y de discusión ulterior entre todos los participantes. Pero mi afición por estos temas y el creer provechosa una visión global introductoria al estado de la cuestión en Colombia me han conducido a exponer mi pensamiento, juntamente con el recuento que prevenía el temario de este simposio.
A los ilustres visitantes, como también a los profesores, investigadores y magistrados nacionales, la gratitud de la Universidad por su presencia aquí, prenda de la altura y éxito del certamen, que nos permitirá departir cordialmente y reflexionar con intensidad sobre una materia que reúne en sí las convicciones, los sentimientos y aun las pasiones y los prejuicios más arraigados del hombre, y en cuya regulación, más que en ninguna otra, ha de estar presente el alma de la Nación, una y plural, vinculada por tradición y por convicción a la latinidad, es decir, a los valores humanos más puros y perdurables, representados con propiedad por ustedes, queridos colegas italianos.
Notas
1 Nota del editor: esta distinción desapareció con la Ley 29 de 1982, que otorgó "igualdad de derechos herenciales a los hijos legítimos, extramatrimoniales y adoptivos".
2 Nota del editor: el patrimonio de familia inembargable fue creado por la Ley 70 de 1931, modificada por la Ley 495 de 1999, reglamentada por el Decreto 2817 de 2006, que está compilado en el Decreto 1069 de 2015, Decreto Único Reglamentario del Sector Justicia y del Derecho.