10.18601/01234366.n41.01

El desarrollo doctrinario del derecho civil*-**

Fernando Hinestrosa***

* Para citar el artículo: Hinestrosa, F., "El desarrollo doctrinario del derecho civil", Revista de Derecho Privado, Universidad Externado de Colombia, n.° 41, julio-diciembre 2021, 7-17, DOI: https://doi.org/10.18601/01234366.n41.01.

** Ponencia presentada en Bogotá en agosto de 1987.

*** Rector de la Universidad Externado de Colombia y profesor en ella de Derecho Civil (1963-2012) (Bogotá). La Revista de Derecho Privado presenta, a partir del número 24, los trabajos referidos al derecho civil y romano de quien fue su fundador y constante y decidido animador. La mayoría de los trabajos ya ha sido publicada, pero el afán de facilitar su divulgación, en especial entre los estudiantes, nos lleva a presentarlos de nuevo, seguros no solo de su utilidad, sino también de su permanente actualidad.

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Cuando asumí la tarea de desarrollar este tema, a tiempo que me entusiasmé por su globalidad, sentí, a más de los temores naturales por lo vasto y ambicioso del panorama, inquietud y cohibición graves, ante la necesidad de envasar en una exposición de treinta minutos una visión universal del derecho civil, compaginando y superponiendo conocimientos, recuerdos, experiencias, anhelos, sentimientos, personales y colectivos, y tratando de observar con alguna objetividad el presente y de presentir el futuro del derecho en general, pero, en particular, de lo que aún, y hoy con más fuerza, se denomina derecho civil.

Recordé al punto aquel lema que todos hemos oído y leído en el umbral de los estudios jurídicos: "por el código civil, más allá del código civil, hacia el derecho civil". Desconcertante y fascinador, no solo para el neófito, sino, quizá más, para quien se considere adulto en estas materias.

Y con oportunidad de la mención de que hace un siglo, en razón del establecimiento de régimen unitario y centralista en el país, fue adoptado como código civil de la República el código civil de la Unión sancionado el 26 de mayo de 1873, que a su turno correspondía al del estado de Cundinamarca, adoptado en 1859, similar al del estado de Santander de 1858 y al de ocho de los nueve Estados Unidos de Colombia, es decir, el código civil de Chile de diciembre de 1855 o, en términos más familiares, el código de Bello, evoqué también mi primer encuentro, cuarenta años atrás, con el código civil, que habría de ser el guía que me introduciría en ese piélago insondable, seductor y grato del derecho privado.

Muchas veces repasé entonces su índice sin entenderlo, como tampoco el sinnúmero de leyes que habían adicionado y reformado aquel ordenamiento. Luego vendría el pasmo ante la facilidad con que los mayores manejaban su articulado, tanto para la localización de cada precepto como en cuanto a las relaciones recónditas del sistema, e inclusive para poder citarlo de memoria.

Buen tiempo me llevaría examinar, entender e incorporar el sistema de la codificación, y establecer sus relaciones con el sistema de las Instituciones, comenzando por las de Gayo, sin perder de vista las más próximas a la formación de nuestros predecesores: los Elementos del derecho romano y las Recitaciones del derecho civil, según el orden de las Instituciones, ambos de Johann Gottlieb Heineccio, y las Instituciones del derecho real de España del guatemalteco Álvarez, catedrático de Instituciones de Justiniano.

Para aquel entonces estaba fresco aún el impulso formidable en pro de la modernización del Estado y la sociedad colombianos, emprendido por la segunda República liberal, dentro del espíritu de la que el presidente Alfonso López llamó "La Revolución en Marcha". La expedición de leyes anheladas por largo tiempo y resultado de verdaderas batallas campales en el Congreso (nada de facultades extraordinarias): el nuevo código judicial, el reconocimiento de la capacidad civil de la mujer casada y el cambio del régimen de bienes en el matrimonio, la posibilidad de investigación judicial de la paternidad natural y el reconocimiento de derechos alimentarios y hereditarios al hijo natural, el cambio del régimen de nulidades y la reducción del tiempo de prescripción, el nuevo régimen de tierras, el intento fallido de reforma del concordato con la Santa Sede, la protección del menor. En otros campos: los códigos penal y de procedimiento penal y los estatutos laborales. Y, en primera línea, la reforma de la Constitución de 1936, con un cambio profundo de orientación y de posición ideológica, en el empeño de convertir a Colombia en una nación moderna, como Estado social de derecho, laico, con espíritu solidarista, en donde fuese realidad aquello de que los derechos subjetivos, comenzando por el de propiedad, son una función social, y que tanto el Estado como los particulares tienen deberes sociales que cumplir.

Sin embargo, lo que quizá tuvo mayores significado y repercusiones fue la renovación personal, conceptual y práctica de la Corte Suprema de Justicia, en fuerza de la cual se introdujeron en la mentalidad y el comportamiento de los juristas las más modernas doctrinas universales, y una nueva concepción de la función del juez y del abogado, espíritu que se proyectó en las distintas dependencias judiciales, pero, por sobre todo, en las universidades.

La Corte Suprema de Justicia había comenzado a desempeñar su función altísima de tribunal de casación, con la responsabilidad de unificar la jurisprudencia, cabalmente hace un siglo, conforme a lo dispuesto por el artículo 151 de la Constitución y la ley 61 de 1886, mas a partir de 1935, por su propia iniciativa, con valentía y fervor, asumió la función de hacer avanzar el derecho mediante la interpretación de la ley y la incorporación vital al ordenamiento de los principios generales del derecho.

La sanción del abuso del derecho, del fraude a la ley, del enriquecimiento sin causa, la restauración de la responsabilidad objetiva por el riesgo creado en las actividades peligrosas, la valoración de los móviles de los actos jurídicos, el tratamiento de la figura de la simulación, las teorías de la apariencia y de la imprevisión, la posibilidad de instaurar la acción de filiación natural contra los herederos del presunto padre, en fin, lo que se denominó, con propiedad, 'la nueva jurisprudencia de la Corte".

Se leen con deleite y provecho las sentencias de esa década: la Sala de casación civil de la Corte ejerció cátedra de buen pensar, de buen decir y de buen juzgar. "Lex imperat, jurisprudentia docet, podría afirmarse, parafraseando la vieja sentencia. Elegancia y modernidad combinadas, exigencia a todos los juristas de ponerse a tono con las necesidades del país y con las últimas orientaciones sociales, jurídicas y políticas. La doctrina y la jurisprudencia foráneas hubieron de conocerse, comentarse y adaptarse a nuestro medio.

Pothier, Baudry-Lacantinerie y Barde, Aubry y Rau, Laurent, Marcadé, que habían contribuido a la formación intelectual y a la acuñación del estilo de nuestros jurisconsultos, enseñados, todos lo más, en la recitación del texto del código y en la exégesis prevaleciente en el mundo, se vieron desplazados por los autores más recientes, algunos de ellos apenas iniciados en sus disertaciones: Saleilles, Gény, Planiol, Ripert, Colin, Capitant, los Mazeaud, Savatier, von Tuhr, Giorgi, Ferrara, pero, cuanto lo primero, Josserand con su elocuencia arrolladora. La regla moral en las obligaciones, el espíritu de los derechos y su relatividad, los móviles en los actos jurídicos, del derecho civil al derecho público, las metamorfosis del derecho civil de hoy, de títulos de obras conocidas, se convirtieron en orden del día y lemas de vida.

No puedo omitir la mención de los más ilustres de esos magistrados: Ricardo Hinestrosa Daza, Liborio Escallón, Miguel Moreno Jaramillo, Juan Francisco Mújica, Antonio Rocha, Eduardo Zuleta Ángel, Hernán Salamanca, Arturo Tapias Pilonieta, compaginación afortunada de experiencia, conocimiento de la tradición jurídica, modernidad, aliento vital, convicción de la posibilidad de renovar el derecho por medio de la interpretación, conciencia y soberbia del poder creador de la jurisprudencia, sentido social, y en medio de un universalismo admirable, una autenticidad y un colombianismo espléndidos.

En las universidades, ellos mismos y una nueva generación profesoral, pujante y ambiciosa, se consagraron a la enseñanza de las nuevas doctrinas y a la formación de un jurista de nuevo estilo. Sin abandonar los brocardos latinos, procurando mostrar el acento social, ético y humanista del derecho romano en sus distintas etapas históricas, hasta llegar a la codificación, se impuso el empeño de formar un profesional ilustrado, con una ética de solidaridad y de servicio muy arraigada.

La generalización de la sociología, la economía, la biología, la sicología, la ciencia política como materias básicas en los planes de estudio del derecho en todas las facultades; el aporte del derecho público en la recepción de Duguit, Adolfo Posada, Hauriou, Kelsen, Jellinek, Carré de Malberg y Heller; el del derecho penal con la difusión de las doctrinas de las escuelas positivistas: Lombroso, Garofalo, Ferri, Florian; el auge del derecho del trabajo, con gran influjo mexicano, que impone la evocación de Dn. Mario de la Cueva; el descubrimiento y la ampliación del derecho procesal de la mano de Chiovenda, Mattirolo, Calamandrei y Carnelutti; la importancia que cobró la filosofía del derecho con la difusión de las obras de Stammler, los manuales hegelianos y marxistas, la ortodoxia atemperada de Del Vecchio y Recasens Siches, y el aporte latinoamericano de Cosio y García Máynez, dan cuenta del viraje que comenzó a dar entonces el derecho en Colombia.

Hasta ese tiempo había sido única la obra excelente de Dn. Fernando Vélez, Estudio sobre el derecho civil colombiano, editada por primera vez a comienzos del siglo. Los nuevos profesores comenzaron a publicar sus "Conferencias" de clase, primero en mimeógrafo y luego en imprenta, como también obras monográficas.

Arturo Valencia Zea inició la que sería la labor de su vida: Derecho civil, cuyas sucesivas ediciones, paulatinamente ampliadas y actualizadas, ponen de manifiesto el acogimiento y el aprecio que ha merecido de parte de juristas y estudiantes. Y Álvaro Pérez Vives nos puso al día en la materia con su estupendo tratado de obligaciones.

En 1939 la Administración del Presidente Santos contrató al profesor Léon Julliot de La Morandière como asesor para la reforma del código civil, teniendo en cuenta la raigambre nítidamente francesa de este y la conveniencia de actualizar la legislación. Habiendo optado por la redacción de proyectos de ley de reforma de materias singulares, consideradas como las de mayor urgencia: vigencia de la ley en el tiempo y en el espacio, interpretación de la ley, matrimonio, matrícula de la propiedad inmobiliaria, sus trabajos cesaron cuando M. de La Morandière sintió la necesidad de regresar a su patria para incorporarse a la resistencia, y apremios de otros órdenes dominaron las sesiones del Parlamento. Sin embargo, los proyectos quedaron, y alguno vino a ser convertido en legislación en 1970 al expedirse el estatuto del registro de la propiedad raíz.

Desde mitad de los años cincuenta se comenzó a trabajar en la redacción de un nuevo código de comercio. El anterior, también de origen chileno, incorporado al ordenamiento nacional por la vía del estado de Panamá y adoptado desde 1870, se consideró obsoleto, a más de desarticulado por algunos aportes del common law en materia de efectos de comercio o instrumentos negociables, como se pasó a llamarlos. El proyecto no pudo ser estudiado en forma sistemática y global por el Congreso, que, ansiando el resultado, prefirió otorgar al gobierno, dentro de la ley 16 de 1968, facultades extraordinarias para la revisión y expedición del código, habiendo optado por mantener la dualidad de estatutos en derecho privado: el código civil y el código de comercio.

El código, expedido en 1971, tomó del proyecto INTAL lo relativo a títulos valores y transcribió el código civil italiano en cuanto a obligaciones y contratos. Infortunadamente, a diferencia de lo ocurrido con el código civil, en donde el señor Bello aprovechó el aporte doctrinario de la escuela de las exégesis y la crítica jurisprudencial que, para cuando lo redactaba, ya había alcanzado a producirse en abundancia respecto del Code civil, al punto de superar al modelo en muchos aspectos, el legislador delegado de 1971 no tuvo en cuenta la riquísima producción bibliográfica y jurisprudencial italiana a lo largo de cerca de cuarenta años de vigencia del codice civile.

Dados esos antecedentes es manifiesto que el derecho privado en Colombia se encuentra directamente influido por las respectivas vernáculas del Code civil, del código de Bello y del codice civile, a las que habrían de agregarse oleadas doctrinarias esporádicas de origen alemán y, en menor escala, español y argentino. Y, más circunstancialmente, pero con fuerza grande, por el common law, especialmente el americano -lo que es un fenómeno universal- con relación a instituciones de derecho mercantil y, en particular, a varias figuras contractuales, y harto por la mentalidad y el estilo de la redacción de negocios de alcance internacional.

A esta altura es natural que nos preguntemos por el estado actual de la doctrina entre nosotros.

El número de profesionales del derecho ha crecido considerablemente, como también el de escuelas, dispersas hoy por todo el país, y abundan quienes regentan cátedras en las distintas ramas del derecho, lo cual haría pensar en un gran desarrollo y en un nuevo auge de la doctrina y la jurisprudencia. Sin embargo, cual se puede apreciar en el mundo en general y, con mayor severidad en América Latina, no se corresponden la cantidad y la calidad, y ese contraste contribuye grandemente al deterioro institucional que padecemos por causa de graves perturbaciones éticas y políticas, que tienden a convertirse en endémicas, todo lo cual ha creado un clima de desconfianza generalizado en la administración de justicia y, con mayores alcance y daño, en el derecho mismo y en nuestra capacidad para resolver pacífica y justamente los conflictos sociales, frente al cual es preciso reaccionar, pero no simplemente negando o soslayando los hechos, sino con un esfuerzo vigoroso de pundonor y exigencia personal en todas las esferas.

La polémica famosa acerca de si el derecho es una ciencia, o una técnica, o un arte, cuyo desarrollo decepcionó a algunos juristas, que con sus conclusiones vieron alejarse la posibilidad de ser calificados como científicos, en tanto que regocijó a muchos otros, al confirmar que el derecho es refractario a cualquiera tentativa de encasillamiento y trasciende del cientifismo, como también de las meras destrezas, parece haber sido resuelta de un tajo, inopinadamente por cuántos, ora echando mano de un tecnicismo pseudo profesionalista, esclavo de la táctica y empeñoso de la maestría en hábitos, mañas y resabios, particularmente volcado sobre el proceso; ora, por contraste, menospreciando la normatividad, y, con ella, la juridicidad, en aras de un así llamado derecho libre, que no pasa de ser otro dogmatismo, este sociológico, enderezado simplemente a la politización, de modo que la pasión del jurista, en últimas, del juez, suplante a la norma.

Los códigos viven. Han podido permanecer por centurias y aun por milenios, y continuar rigiendo, siendo una misma su letra, pero siempre en cuanto su espíritu se haya podido conservar fresco. Y si se les puede preservar de anquilosamiento y obsolescencia, es en la medida en que la doctrina introduce en ellos nueva savia en forma continua. Cuando se repasan las obras colectivas escritas en conmemoración del centenario del Code civil o los comentarios acerca del estado del derecho civil y sus avances doctrinarios en Francia, en Alemania o en Italia, para mencionar los países en donde la materia ha merecido un tratamiento más vigoroso y serio, se percibe cómo las instituciones, a semejanza del individuo, se van adaptando paulatinamente a las nuevas circunstancias, en forma imperceptible, por medio del cambio de mentalidad, producto de la interpretación y del análisis cotidiano de la realidad social y de los problemas concretos, y que esa evolución concierne a todos, pero le corresponde impulsarla a la doctrina y condensarla a la jurisprudencia.

Muchas veces se ha preguntado cuál es la función, el rol o el papel del jurista contemporáneo, y más en sociedades en formación y ebullición como la nuestra, y la interrogación va más lejos, hasta indagar por la función misma del derecho en tales circunstancias.

En verdad el mundo actual, a tiempo que muestra brotes sobrecogedores de fanatismo y violencia, por otra parte, se orienta cada vez más hacia la heterogeneidad, que impone la aceptación de lo distinto y de lo nuevo y la práctica del pluralismo, la eliminación de los privilegios y los particularismos, de la índole que sean, al igual que la educación dentro de una mentalidad o "cultura de los deberes sociales", como la llama con acierto Perlingieri. Pluralismo ideológico y pluralismo metodológico. No pudiendo sostenerse el mito de la neutralidad del sistema jurídico y de los conceptos, tampoco se puede arrojar por la borda el principio de la legalidad. Lo importante es reconocer que no puede haber dogma oficial como tampoco uno disidente, ni "una forma obligada de pensar". Los grandes cataclismos políticos de nuestro siglo XX nos fuerzan a aferramos a principios y valores inherentes a la especie, o, dicho en otras palabras, al reconocimiento de la dignidad de la persona en todas sus expresiones y respectos, comenzando por su libertad. De nuevo la afirmación del Estado social de derecho y la del "positivismo ético".

Día a día resulta mayor el valor de la persona y se hace más imperiosa su tutela frente a toda clase de riesgos, tanto en las relaciones de cada quien con los demás particulares como, y con mayor énfasis, en sus relaciones con las distintas esferas del Estado y la Administración. Y en ese momento resulta muy significativo encontrar un rumbo seguro, que viene de muy antiguo, y que corresponde a la tradición romanista de nuestros pueblos e instituciones: "íntegro el derecho que utilizamos concerniente a las personas, a las cosas, o a las acciones. Pero, primero está el de las personas", como sentenciosamente lo expresara Gayo: "como todo derecho ha sido concebido por causa de los hombres, primero ha de tratarse del estado de las personas", cual agregaba Hermogeniano, "por que son las personas la causa por la cual el derecho se halla constituído", según, en fin, se pronuncian las Instituciones justinianeas. Es la exaltación de los valores personales, dijérase existenciales, individuales y de las comunidades menores, los de siempre y cuántos más, nuevos, al lado y por encima de los intereses patrimoniales, y que no tienen por qué ser cercenados en obsequio de los de la colectividad.

Aún se debate, con manifiesta necedad, acerca de la división o contraposición del derecho en público y privado, y se escucha con frecuencia y volumen alto la voz de quienes predican y vaticinan extinción pronta y segura de todo lo privado. Esto a tiempo que la autoridad estatal, habiendo entrado a compartir con los particulares iniciativa y establecimientos empresariales, cuando no a sustituirlos en tales campos, reconoce las dificultades que le son inherentes y tiende a preferir su intervención en la economía y la dirección o la orientación general de ella, a la sustitución del empresario particular. De todas maneras la socialización de la vida se acentúa crecientemente, a tiempo que la escasez cada día mayor de los bienes y los servicios determina una administración y distribución de ellos más racional. De suerte que, en medio del solidarismo imperante en la actualidad, poco tiene que hacer aquella clasificación de escuela.

El campo vital del derecho civil quedó demarcado con nitidez desde un principio: la persona, la familia, la propiedad, la sucesión por causa de muerte, los contratos y la responsabilidad. De su seno, como derecho común, han partido nuevas ramas, ha experimentado desmembraciones: el derecho comercial, el derecho laboral, el derecho administrativo en lo que hace a contratos y responsabilidad, cuyos desarrollos han enriquecido la teoría general. Y en algunas oportunidades y países ha habido el empeño de rescatar la unidad del derecho, especialmente en algunas materias. Ejemplo de ese esfuerzo es el codice civile italiano de 1942, y en forma menos vistosa, pero tal vez más efectiva, la convergencia jurisprudencial de la mayoría de los países, primordialmente en lo que hace a los derechos civil y comercial.

Lo cierto es que las reglas generales del derecho, generadas en el ius civile y por sus desarrollos, permanecen radicadas en el derecho civil, como derecho común. Constituyen su parte general o, más ampliamente, la teoría general del derecho, y por ello, tanto en la formación académica como en la práctica, el dominio del derecho civil es fundamental, inclusive, para darse cuenta de la historicidad del derecho y de su subordinación a la lógica y a la ética.

No falta quienes, al percatarse de que los conceptos de familia, o de propiedad, o de sucesión por causa de muerte, con alusión a las instituciones cuyo régimen ha variado más amplia y hondamente en los últimos tiempos, son otros, a pesar de su resistencia, convierten su nostalgia y su incapacidad de adaptación al cambio en declaraciones de extinción de esas figuras y de negación de la subsistencia del derecho civil.

Efectivamente la fisonomía y la estructura del matrimonio o de la filiación, del régimen de bienes de la pareja o de las relaciones paterno-filiales han cambiado. Y de su vuelco da buena cuenta una jurisprudencia vigorosa, audaz y perseverante. Es que la mentalidad actual es muy otra que la que fuera, no digo cuando se redactó el código civil, sino de la imperante para cuando se aprobaron las últimas reformas. Más todavía, en algunos respectos, como en el caso del matrimonio, la negativa dogmática de algunos sectores a aceptar las realidades actuales ha implicado un deterioro mayor de las instituciones y un gran estímulo a la vida al margen de ellas, cuando no a contrariedad suya.

No ha sido clara la aplicación de la reforma constitucional de 1936 en sus cincuenta años de vigencia, en lo que hace a la función social de la propiedad inmobiliaria, como tampoco a la de la propiedad accionaria. Diera la impresión de que en estas materias se ha optado por la decisión política tomada sobre la espuma de los acontecimientos, tanto en la adopción de leyes como en la expedición de decretos, ora de facultades extraordinarias, ora de estado de sitio, ora de emergencia económica, y aun en la propia jurisprudencia constitucional. Sin embargo, la mentalidad de las gentes ha cambiado. Valga citar el ejemplo de los contratos de tenencia: arrendamiento, aparcería y otras formas de explotación de tierra ajena, y arrendamiento de inmuebles urbanos, ya para habitación, ya para establecimientos comerciales.

żY qué decir del régimen de obligaciones y contratos? Acá es donde se observa menos movimiento legislativo. Entre cerca de ochenta reformas, complementaciones y adiciones introducidas al código civil, no llegan a cinco las atañederas al derecho de obligaciones. Lo que recuerda aquellas reflexiones derivadas de la historia y del derecho comparado: lo más particular, local, étnica y culturalmente restringido, dentro del derecho, es el régimen de la familia, de la propiedad y de la sucesión por causa de muerte. Se había dicho que también eso era lo más estable o, mejor, lo más reacio al cambio. Sin embargo, se ha visto con qué velocidad se ha movido incluso el derecho en estas materias. En tanto que el régimen de las obligaciones y de los contratos es de suyo más flexible, más universal, y, en verdad, más estable a través de los siglos.

Con todo, es aquí donde la mentalidad o, si se quiere hablar más francamente, la ideología tiene más campo de acción, en donde se manifiesta más vivamente el nivel de la cultura jurídica de un país, y donde la doctrina y la jurisprudencia se pueden desenvolver más a sus anchas. Por lo demás, así ha ocurrido universalmente. Mas, no por ello habría de soslayarse la indagación de hasta dónde la teoría del negocio jurídico o de los contratos y el derecho de daños se encuentran al día entre nosotros. O, más directamente: żen qué medida el voluntarismo y el subjetivismo, aún prevalecientes con mucho en la doctrina y la jurisprudencia, constituyen un obstáculo para la adaptación de nuestro derecho civil a las necesidades de una sociedad predominantemente urbana, en vía de mayor industrialización, y más necesitada de ser moderna, dinámica y realista? Y otro tanto habría que preguntar en cuanto hace al desgano en recibir y reconocer la presencia de nuevas figuras contractuales, en toda su dimensión, sin tratar de reducirlas, con criterio biológico, a meros híbridos, y al absoluto desconocimiento de la costumbre, así se la mencione y encomie en términos puramente retóricos.

Puede sostenerse que el código civil, en el siglo y cuarto que lleva viviendo en Colombia, ha asistido y ha contribuido definitivamente a la formación de la nacionalidad, y que el jurista colombiano ha estado atento a las orientaciones y tendencias surgidas en el extranjero, que lo han entusiasmado, sin llegar al deslumbramiento y a enajenarlo de su realidad o a sustraerlo a su entorno geopolítico.

Preguntándonos por nuestra cultura jurídica presente, y sabiendo que es y tiene que ser el producto de las tradiciones universales y propias, a más de la contribución permanente de todos quienes trabajan en el medio y con los instrumentos del derecho, es preciso llamar la atención acerca de los peligros constantes de numerosas acechanzas, comenzando por el dogmatismo, en todas sus expresiones, cada día más sutiles y cautivadoras de la adhesión de quienes prefieren la seguridad a la duda, siguiendo con el conformismo y con el falso procesalismo, para terminar con el provincialismo.

Las decisiones de la Corte Suprema y del Consejo de Estado se publican parcial y tardíamente, alguien aludió con sorna a "la clandestinidad de la jurisprudencia", lo cual no es óbice, y sí da pábulo, para que se las tome fraccionada y acomodaticiamente, al margen de las circunstancias delante de las cuales se dictaron, y a manera de ratio scripta, que ha de aceptarse sin discusión ni explicación.

De otra parte, convendría analizar la calidad misma de la doctrina y la jurisprudencia, a partir de su propia concepción, coherencia y pertinencia. La abundancia de bibliografía que hoy se advierte no acredita por sí sola el nivel de su contenido. Buena falta hace, no solo conocer lo que se escribe y publica, sino también analizarlo y calificarlo, como única manera de adquirir madurez y desmontar algunos idola fori.

Alarma la observación de cuán grande y reverente es el culto que se le rinde al trámite, al formalismo, al procesalismo, y no pensando en que el proceso es el medio para realizar el derecho sustancial o en que su regularidad constituye un derecho básico de la persona, sino por mero prurito superficial, cuando no con espíritu dilatorio y evasivo de la decisión de fondo, rezago de la administración de justicia peninsular y colonial. El análisis de los textos de las decisiones judiciales muestra el predominio de la forma sobre el contenido y de una actitud dilatoria del más alto riesgo para la confianza de las gentes en la administración de justicia.

En fin, el descenso de los niveles de cultura general y de formación jurídica puede desembocar fácilmente en un provincialismo angosto y esterilizador, cuando no en aislamiento y en una autosuficiencia infantil. El conocimiento de la legislación, la doctrina y la jurisprudencia de otros países es, no solo útil, sino indispensable. Para comenzar, es la única forma de medir la estatura y la fuerza propias con patrones internacionales de seriedad y calidad.

Ciento ochenta años lleva de vigencia el Code civil y son muchos los juristas que han trabajado, junto con políticos, en el empeño constante de reforma. Las comisiones permanentes han trabajado con devoción, sin esperar que sus esfuerzos se traduzcan súbitamente en un nuevo código, no obstante haber preparado proyectos completos. La decantación de su obra ha permitido la elaboración de normas maduras, dictadas para aquellos casos en que la sola jurisprudencia no bastaba para producir el cambio. Otro tanto cabe expresar acerca del BGB, casi nonagenario.

Savigny se preguntó en su día, reticente, acerca de la madurez del pueblo alemán para la codificación, y no por carencia de juristas profesores y prácticos, sino porque las circunstancias políticas y culturales de la hora no permitían augurar una obra auténtica y genuina. Una codificación no puede ser el resultado de un acto de voluntad. Si para algo se requiere meditación, decantación, maduración, dijérase que saturación, es para redactar un código de la importancia y el calado del código civil. Más de veinte años demoró la gestación del codice civile italiano de 1942 y diecinueve la del código civil peruano de 1984.

América Latina ha ido adquiriendo conciencia de sus condiciones propias, de su unidad heterogénea, y de la comunidad de carencias y necesidades, entre ellas del remozamiento y la modernización de sus instituciones. Independientemente de pactos, mercados comunes y parlamentos regionales, está el entendimiento entre los juristas del continente y su empeño en ir sentando las bases de un derecho común. Prudente será tomar ese rumbo, con incorporación de un saber colectivo, que incrementa las posibilidades de acierto, cuando se trata de actualización institucional.

El derecho civil, ha de concluirse, conserva su vigencia y mantiene su vigor, y, por eso mismo, continúa siendo celoso y exigente con sus cultores: universalismo, generalidad, que la llamada especialización vendrá como derivado, luego de conocer el todo, y no para ignorar lo que ocurre en la vecindad.

En fin, la observación atenta de los hechos sociales, de los problemas que suscitan las nuevas circunstancias, más las consideraciones éticas y el seguimiento de los dictados del buen sentido, y el aprovechamiento de otras experiencias por parte del jurista en toda oportunidad, es lo que permite el avance del derecho y su acatamiento natural por las gentes. La legislación podrá impulsar en oportunidades ese proceso, pero no lo puede sustituir. Y es forzoso precaverse, una vez más, contra la ilusión, tan frecuente entre nosotros, de que la enmienda de las normas determina de por sí un cambio en la sociedad.

Es a los juristas, fundamentalmente los intérpretes, en sus distintas posiciones y circunstancias, a quienes incumbe ese desempeño, que no atañe al legislador. Sin pretender la conservación de normatividad obsoleta o caduca, como quien mantiene la fachada de la edificación, por consideraciones de mera apariencia, y, por el contrario, con plena disposición de ánimo, hemos de examinar, no solo lo que exige o merece enmienda o sustitución y cómo y con qué método sería mejor emprender esas tareas, sino también si el momento actual de nuestra cultura jurídica y del desempeño de nuestros juristas es propicio para la sustitución total del código, y cuál sería el proyecto de reemplazo: cuál su orientación, cuál su modernidad y cuál su autenticidad. Todo ello con las mayores naturalidad y desprevención posibles, y sin que estas invitaciones a la ponderación impliquen desconfianza en la capacidad propia o elusión del desafío.

Bogotá, agosto de 1987