10.18601/01234366.45.01
Mito y realidad de la autonomía*-**
Fernando Hinestrosa***
* Para citar el artículo: Hinestrosa, F., "Mito y realidad de la autonomía privada", Revista de Derecho Privado, Universidad Externado de Colombia, n.° 45, julio-diciembre 2023, 5-13. DOI: https://doi.org/10.18601/01234366.45.01.
** Conferencia de ingreso a la Academia Peruana de Derecho como Académico Correspondiente, Lima, 22 de junio de 2006.
*** Rector de la Universidad Externado de Colombia y profesor en ella de Derecho Civil (1963-2012) (Bogotá). La Revista de Derecho Privado presenta, a partir del número 24, los trabajos referidos al derecho civil y romano de quien fue su fundador y constante y decidido animador. La mayoría de los trabajos ya ha sido publicada, pero el afán de facilitar su divulgación, en especial entre los estudiantes, nos lleva a presentarlos de nuevo, seguros no solo de su utilidad, sino también de su permanente actualidad.
La designación como miembro de la Academia Peruana de Derecho es para mí una distinción mayúscula y un grande honor, que recibo sobrecogido y emocionado. La entiendo como una manifestación de aprecio y afecto de colegas que me han engalanado con su amistad, y como una invitación a que los lazos que unen a nuestras patrias y mundos jurídicos y académicos se estrechen. Van para ellos, en especial para el entonces Presidente, Dr. Fernando Vidal, y para el Dr. Carlos Soto, quienes tomaron la iniciativa del proceso que hoy culmina, así como para el señor Presidente, Dr. Felipe Österlich y los demás miembros de la corporación, mis sentimientos de gratitud y mi compromiso de trabajar por esa aproximación y por el avance en el camino hacia la patria latinoamericana, más que la de sueños y visiones del pasado, aquella que llevamos en nuestro ser y reclama el desarrollo de nuestros pueblos hermanos. Evoco conmovido el cariño con que se me ha acogido acá siempre y los honores inmerecidos de que he sido objeto.
Como corresponde a la tradición académica, he de pronunciar un discurso de orden, a lo que procedo gustoso, rogando al auditorio benevolencia: que vea en mis palabras mis sentimientos y el empeño de estar a la altura de las exigencias, antes de juzgar la calidad del trabajo. Habiendo vivido el ser humano siempre en comunidad, el intercambio de bienes y servicios y la congregación de unos y otros para fines compartidos mediante actos de su propia iniciativa, el contrato ha sido y es el instrumento fundamental e insustituible para realizar tales actividades. Cualquiera que sea su definición en medio de las controversias milenarias acerca de su concepto y su regulación, está presente el reconocimiento social de unos intereses individuales y de un poder de disposición de ellos por parte de su titular.
La humanidad descubrió al "particular", que a su turno inventó las maneras de atender a la satisfacción de sus deseos junto con sus semejantes, por su propia iniciativa, y dentro de ellas creó el contractus, figura cuya nomenclatura y disciplina construyeron los romanos a lo largo de un milenio, tomaron y reelaboraron las sucesivas generaciones posteriores, y que en la actualidad seguimos practicando como ecuación económico-social, esquema lógico y estilo deontológico.
¿Cómo, en razón de qué y con qué efectos puede un particular disponer de sus intereses? O, planteado en términos más directos, ¿por qué una promesa es coercible y lo que se ejecutó con base en ella no es repetible? Yendo a lo elemental, en cada individuo está el sentimiento, la conciencia, del deber de respetar la palabra. La promesa se reviste de formalidades, símbolos, que la identifican de manera inequívoca y a la vez conducen efectivamente al promitente a su cumplimiento. Es grande la variedad de instrumentos de convicción y coerción empleados a través de los tiempos, como corresponde al ingenio de la especie humana, siempre temerosa de la muerte e incierta del más allá. Bastante han excavado en la historia la antropología y la sociología jurídicas acerca de la razón de ser de la liturgia que ha acompañado perseverantemente a los actos dispositivos de intereses de mayor trascendencia social, personal, patrimonial, política. Esa necesidad de 'publicidad' es algo inherente al ser humano, menesteroso de seguridades, de garantías que mitiguen su desconfianza natural.
La seriedad, la firmeza, la espontaneidad de la promesa han sido una preocupación constante, ineludible, para cuya efectividad se ha recurrido, a veces inconscientemente, a toda clase de mecanismos de publicidad y de persuasión, por no decir, de intimidación, posiblemente a partir de la consideración social, la opinión ajena. Allí aparecen las amenazas de intervención de poderes metafísicos sancionatorios, ora la damnatio antigua, ora la excomunión posterior, y saltando a la actualidad, argumentos tan persuasivos como el ingreso a los bancos de datos que inventarían y conservan el recorrido individual disconforme.
Desde la forma verbis de la stipulatio, con arreglo a la cual la respuesta afirmativa por medio de palabra sacramental significaba la asunción de un compromiso cuya insatisfacción podía conducir a los máximos descalabros, hasta la presión sobre el pulsador, una vez llenados los espacios en blanco del formulario electrónico, que marca el momento de la celebración del contrato, la gente, aquí y acullá, ha dispuesto de lo suyo, sin preguntarse qué mandan los códigos, o qué conceptúan las sentencias de las altas cortes, o cómo razonan los doctrinantes. Los seres ordinarios han vivido al margen de las quisicosas de los entendidos en cuestiones jurídicas y así seguirán procediendo. Del mercado de la aldea al supermercado, del préstamo de la yunta de bueyes al leasing de maquinaria y aparatos, de la provisión de alojamiento y alimentación al peregrino al paquete turístico, a lo largo de los siglos, cuántos millones de personas, en distintos hábitos, en diferentes lenguas, a lo ancho de los cinco continentes, han contratado y continúan haciéndolo, desentendidas de si el contrato es un acuerdo de voluntades o simplemente la coincidencia de conductas dispositivas, o de si debe privar la voluntad interna o la declarada, y, más todavía, ignorando las contiendas de los teóricos entre sí y de ellos con los prácticos, de las que, a la postre, resultará el sentido de la decisión judicial que habrá de afectar su patrimonio en caso de controversias surgidas a propósito de la celebración o la ejecución de sus tratos.
Desconcierta esa dicotomía, que, por lo demás, ha de tomarse como una simple realidad, que pone de manifiesto la elementalidad y la naturalidad del ejercicio de la autonomía privada, tanto en las operaciones cotidianas como en los grandes negocios, muy distante del conceptualismo y de los dogmas con que lo han torturado los "doctores" y "profesores", ansiosos de que las leyes condensen su versión, o sea su dogma. Actitud esta de suyo inaceptable, tanto más si, ahondando en su análisis, se desvela el giro ideológico o económico o político que la inspira, así los protagonistas no se percaten de su servicio a estos o aquellos intereses.
La historia muestra cómo, detrás del contraste entre los brocárdicos "nudo pacto non oritur actio" y "solus consensus obligaf, vivió el afán por la primacía jurisdiccional entre las curias civil y canónica, si que también el de los comerciantes por disfrutar de autonomía normativa y judicial. E igualmente enseña que el dogma de la voluntad, vertido al francés como 'l'autonomie de la volonté', refleja la soberbia del ciudadano recién liberado de servidumbre y de la coyunda de las corporaciones, en pie de enriquecimiento, asentado con firmeza en una ley, más sólida que la de la naturaleza, que se siente desarrollando, cuando no generando, al celebrar un contrato que habrá de ser cumplido inexorablemente y según el dictado de una "voluntad real".
Iusnaturalismo, iusnaturalismo racionalista, religioso o laico, que quedó plasmado en el Code civil y que desató, ora una exégesis, ora una Pandectística, no por censuradas menos perseverantes, a manera de un catecismo aprendido en la infancia individual, que se perpetúa a lo largo de generaciones. "El contrato es un acuerdo de voluntades", "el negocio jurídico es una declaración de voluntad con fines y efectos jurídicos", y lo que es más significativo: "el contrato es ley para las partes". Apotegmas que se aprenden y repiten sin la menor discrepancia, pero, sobre todo, sin análisis de su consistencia y de su significado lógico y político.
La doctrina reitera por doquier, desde hace más de un siglo, que si bien la Revolución Francesa liberó al trabajador de la servidumbre feudal y del sometimiento a la corporación y la guilda, su declaración de igualdad de todos los ciudadanos no llegó a operar universalmente, como quiera que las diferencias entre los distintos miembros sociales se han mantenido, y en veces se han agudizado, e impiden que muchos tratos se celebren y ejecuten en condiciones paritarias.
Evidentemente, para la época de la redacción de los códigos modernos el contrato no era otra cosa que el acuerdo singular o individual, entre personas físicas, puesto que las personas jurídicas habían sido prohibidas; contrato para unas relaciones de producción y mercantiles singulares, de carácter agrario o artesanal. Imposible imaginar entonces, y menos regular, el giro vertiginoso del siglo XX hacia una economía de consumo y, más aún, de escala, un tráfico de relaciones masivas, anónimas, estandarizadas, en donde la velocidad de la operación adquiere un valor propio, y, por otra parte, la irrupción, con poder avasallador, de entidades privadas, nacionales y transnacionales, con mayor fuerza y presencia que los propios Estados, proclives de suyo al ejercicio de su 'posición dominante', generadoras de su propio derecho y de su propia jurisdicción.
La celebración y la ejecución del contrato ponen de manifiesto no solo la desigualdad real entre las partes, sino los efectos perniciosos de ese desequilibrio, y la necesidad de prevenirlo, conjurarlo, remediarlo, a la vez que de proceder con providencia y tiento en esas operaciones. Ya en 1761 el Lord Chancellor Northington observaba que "necessitous men are not, trulyspeaking, free men"1. En fin de cuentas, lo grave y censurable no está en la desigualdad de fuerzas y caudales, en sí, sino en que una de las partes carezca de un margen de maniobra mínimo y en el aprovechamiento de esa situación por la otra.
Ha sido frecuente la observación de que el acto dispositivo de los propios intereses presupone, más todavía, exige, libertad e igualdad de los protagonistas, de donde se infiere la nota de que sujetos negociales débiles económica y socialmente no están en condiciones de celebrar verdaderos contratos con contrapartes poderosas y prepotentes, que simplemente les plantean la alternativa de adherir al contenido que les ofrecen o no obtener el bien o el servicio apetecido, dadas las condiciones de monopolio de que aquellas gozan. Y muchos autores se apresuraron a afirmar la aparición de una nueva clase de relaciones contractuales, necesitadas de una nueva categoría de contrato, sujeta a una disciplina propia, diferente, y hasta provista de un fuero especial. La primera manifestación intensa de esa nueva dinámica del orden público, consistente en la intervención del Estado, fue el contrato dirigido, con contenido normativamente impuesto, en el que se encuentra la expresión por excelencia de un Estado protector de sectores y clases desvalidos, cuyo paradigma fue el contrato de trabajo, como figura autónoma, con una disciplina aparte, que no se asimiló a contrato de derecho público, pero sí se declaró de interés general. Esa postura, con el correr del tiempo, desembocaría en el Estado providencia, que, no obstante su crisis, de todas maneras mantiene unos principios tutelares, de que dan cuenta las normas de las constituciones políticas de nuestros países.
Antes se había reclamado y auspiciado la intervención del Estado para proteger a los débiles y corregir los desequilibrios sociales, y de ahí se pasó a tomar el acto de ejercicio de la autonomía privada como un mero supuesto de hecho, cual si el negocio jurídico y el contrato fueran simple oportunidad para que el ordenamiento, por medio de normas imperativas, determinara el contenido de la disposición. Y en la práctica, se amplió el ámbito de intervención y dirigismo estatales, no solo en cuanto al número de las figuras objeto de ellos y a la proyección del designio imperativo con mayor hondura en los términos y condiciones de la disposición, sino también enderezándolos a la reducción e incluso a la supresión de expresiones elementales de la autonomía distintas de la determinación del contenido negocial, como en el contrato forzado o solo con determinada persona.
Vinieron, en todos los países, pronunciamientos constitucionales permisivos y favorecedores de la actuación de los poderes públicos para declarar (¿recordar?) la función social de los derechos subjetivos, la supremacía del interés público, la prohibición de pactos y cláusulas vejatorios; intervenciones del legislador, tutelares, protectoras, de dirección, frente a determinados contratos y respecto de determinadas actividades; actitudes y desempeño de autoridades administrativas, para la efectividad de dicha regulación; en fin, decisiones judiciales de aplicación de las normas y refrendación de su espíritu.
Las transformaciones profundas, veloces, múltiples de la vida en todos los aspectos, entre los cuales ha de destacarse el correspondiente a la ciencia y la tecnología, acentuadas aceleradamente a partir de la segunda posguerra mundial, han ido teniendo respuesta en el pensamiento y la actitud de juristas reformistas, como también han contado con la contención de los tradicionalistas. Se habló entonces de "la aceleración del derecho", de su "metamorfosis", fenómenos recogidos por la doctrina, la jurisprudencia y la legislación, muchas veces ocasional y precipitada, con las consiguientes tensiones, discontinuidades y rupturas.
En los distintos medios culturales y en los respectivos ordenamientos se advierte una sensibilización creciente hacia el equilibrio de las partes, antes de la celebración del contrato, al momento de esta y durante la ejecución de las prestaciones surgidas de él, tanto las accidentales y las esenciales como las naturales, a veces normativa o jurisprudencialmente impuestas con largueza, de la que algunos derechos andan en pie de regreso; exigencia de equilibrio que, al tiempo que reconoce las desigualdades contractuales y las consiguientes restricciones de hecho de las libertades de los sujetos de la relación, se enrumba por el empoderamiento del juez para la revisión de los términos en que se celebró el contrato y, por ende, de su contenido, para la corrección de graves desequilibrios, no solo económicos sino también de orden político, y en mayor medida para su reajuste y, en defecto de él, la terminación del contrato, cuando en el curso de su ejecución se altera gravemente el equilibrio anterior, e incluso para conceder al deudor facilidades y mecanismos de pago, y aun quitas o deducciones, en circunstancias excepcionales.
En la doctrina contemporánea se advierte una tendencia fuerte a resaltar y exigir con rigor los deberes de lealtad, corrección, buena fe, y más concretamente de consideración y colaboración mutuas entre los contratantes, inclusive de "abnegación"; se habla de civismo contractual, de altruismo contractual, de una ética contractual, del contrato como un punto de confluencia y de "sociabilidad", de "contrat sociable", en fin, de "decencia", todo lo cual, al margen de qué tan profunda y amplia pueda estimarse tal orientación, pone de presente el anhelo contemporáneo de lograr una coexistencia pacífica y amable, necesaria en medio de la 'socialización' absoluta de la vida en la actualidad y en el futuro visible; de modo que, sin incurrir en la ingenuidad de pensar que cada cual está dispuesto a sacrificar lo suyo en obsequio de los demás y a deponer su natural egoísmo, se les exija a todos consideración por el otro, moderación, en pro de una armonía basada en el equilibrio, alcanzable a la postre por medio de pedagogía cívica y, mientras, mediante la presencia activa de la jurisdicción para corregir los desajustes y reprimir los desafueros, de modo de privilegiar el interés colectivo sobre el de las partes o, mejor, del de una de ellas, sin dejar de respetar los intereses particulares; lo cual conduce a privilegiar el valor justicia contractual sobre la intangibilidad del contrato y el principio de la 'seguridad', como anhelo y propósito, vaya a saberse hasta dónde una utopía, pero en todo caso, como una concepción moralmente preferible al "mito de la igualdad y libertad contractuales".
En últimas, este giro en la visión del tráfico jurídico y de la autonomía privada en su ejercicio y en la ejecución de los actos de empleo de ella conduce a una proyección del negocio jurídico y, más concretamente, del contrato, en el sentido de acogerlos como instrumentos de convivencia, de armonía y de desarrollo comunitario, lo cual se manifiesta en la elaboración y aceptación de figuras y remedios más ágiles y variados delante de las irregularidades o anomalías en la formación de aquel y frente al advenimiento de obstáculos o motivos de frustración del cumplimiento de su función durante su vigencia, con indudable afirmación del principio de favor contracta.
Ya desde las primeras décadas del siglo XX se hizo presente la tendencia a acudir a leyes especiales (Spezialgesetze), habida cuenta de que los códigos de derecho privado parecían anquilosados, incluso el entonces reciente BGB, y, en todo caso, poco propicios a solucionar los apremios y exigencias de equilibrio y justicia contractual de la sociedad moderna. Las presiones políticas y sociales desembocaron en una de las formas más socorridas de desinstitucionalización: el traslado de la competencia normativa del Parlamento a la Administración, con la consiguiente impulsividad, singularidad, transitoriedad, dispersión y, sobre todo, abundancia, propias del fenómeno que ha venido en llamarse descodificación, de modo que, a semejanza de lo ocurrido en la Cancillería imperial de Bizancio durante el Dominado, en las distintas dependencias de la Administración a diario se 'legisla' sobre todas las materias: 'para cada cual una ley', por lo general, apresurada, cuando no improvisadamente, sin reparar en los antecedentes normativos al respecto, privilegiando las circunstancias contingentes sobre la coherencia del sistema. Estilo que, a más de los riesgos de desarticulación del sistema normativo y de contradicción interna, debilita al Estado y expone a la sociedad a improvisaciones y vaivenes emocionales, cuando no a presiones oportunistas de grupos que intentan sacar partido de sus eventuales carencias. Así, al calor de la urgencia de solucionar o prevenir conflictos circunstanciales o endémicos, por doquier se han venido expidiendo normas de ocasión, que se promete revisar luego, pero que en verdad se consolidan tales cuales, propensas a ser empleadas como artículos de exportación e importación que circulan universalmente.
Por así decirlo, un derecho con gran fuerza expansiva, generado, no por la práctica de los contratos, sino por la impulsividad de legisladores, que hace más incierta la respuesta al interrogante de hasta dónde el derecho de los contratos goza de la estabilidad e inalterabilidad que pudiera aparentar la conservación de su texto normativo intacto a lo largo de siglos. Paralelamente al derecho común y al sistema del Código Civil como expresión más decantada y consolidada de principios, método, estilo, han venido surgiendo sub-sistemas, que día a día cobran mayor autonomía, se apartan más de aquel, y cuyos cultores, plantados en su coto de cacería, de reojo las antiguallas del derecho privado.
Queda en claro que ni la sociedad ni el Estado, como tampoco la comunidad internacional, pueden desarrollarse armónicamente y vivir en paz si no reaccionan vigorosamente contra las desigualdades y los desequilibrios. The Struggle for Life es una ley de la naturaleza, cuya proyección sobre la sociedad puede y debe ser ordenada por el hombre, como, por lo demás, ha ocurrido a lo largo de la historia, que muestra una tendencia constante, con movimientos espasmódicos, hacia la igualdad de oportunidades, pero sin maltratar la autonomía privada, que es de suyo una expresión de los derechos fundamentales, primordialmente el de desarrollar la propia personalidad.
En todo caso, después de una abundante literatura, en veces patética, acerca de la decadencia y aun la muerte del contrato, análogamente a como también con dramatismo se proclama insistentemente la "muerte de la familia", acá con acento especial en la transformación de su funcionamiento y el ocaso de una concepción absolutista de la libertad contractual, bien puede afirmarse que el contrato está vivo en lo que representa como instrumento del ejercicio de la iniciativa particular, más en el momento actual en que se proclama la indispensabilidad de una economía de mercado y cuando al lado de la figura típica del contrato de cambio se desarrollan con vigor los contratos asociativos, que ofrecen oportunidad de colaboración para atender necesidades de servicios y provisiones comunes y distribución de expensas, como corresponde a la economía de escala; y en otra dimensión, los 'contratos' entre sectores de la producción, empresas y trabajadores, propiciados y supervisados por el Estado, dentro de las políticas de planificación y dirección de la economía nacional, y cuando con proyecciones más amplias, el contrato penetra todas las actividades y lejos está de reducirse al ámbito patrimonial y mucho menos al comercio.
En fin, cabe afirmar que la autonomía privada ha reencontrado su destino, con nuevas expresiones y como una piedra de toque en el esfuerzo de realizar el Estado social de derecho. La autonomía continúa siendo, no solo el principio, sino la regla, a la que las restricciones son excepción. Todo ello al margen de si en oportunidades, en categorías de contratos o en algunos contratos en singular, por sus caracteres y su proyección sobre la salud, la economía, la seguridad, la intimidad, el Estado restringe la dimensión de la autonomía o el ámbito de la libertad contractual a proporciones mínimas, como es el caso de los contratos de consumo o los relativos al cuerpo humano.
De otra parte, no ha de perderse de vista el influjo ejercido sobre el que pudiera llamarse derecho común del contrato, por las leyes especiales que a lo largo del tiempo, y en particular recientemente, se han ido desprendiendo de él, precisamente para poderse desempeñar con mayor desenvoltura, la apropiada a su función tutelar más vigorosa. Sin hablar del derecho del trabajo, que, habiendo alcanzado la máxima independencia, vuelve a aproximarse al tronco, valga observar, aquello que para algunos es una interferencia y para otros un remozamiento beneficioso, por parte del derecho del consumo, del derecho de la competencia, del derecho de la crisis de la empresa, para concluir en la presencia universal de los derechos fundamentales o derechos del hombre en su versión contemporánea, que comporta no solo la declaración de derechos de nuevas generaciones sino, cuanto lo primero, el apremio de la efectividad de todos ellos. Derechos correspondientes a cada individuo, antes que como nacional de un Estado, como miembro de la especie humana.
La expansión del contenido negocial con la introducción de deberes complementarios, remitidos ora a la "naturaleza" del contrato o de la obligación, ora a la equidad, que las partes posiblemente ni siquiera imaginaron y a los que en todo caso resultan sometidas retrospectivamente, comenzó en los albores del siglo XX en materia de transporte: con la finalidad de brindar una mayor protección al pasajero víctima en su integridad personal durante el viaje o con ocasión de él, jurisprudencialmente se agregó la denominada obligación "de seguridad" a los deberes del transportador. Hoy el empeño de esa expansión se vertió a precepto legal, y se extiende a otros contratos cuya ejecución tiene mucho que ver con la integridad personal y la salud. Se habla, en consecuencia, de una "contractualización" de la responsabilidad.
Delante del estado de cosas actual, cuyas características, dimensión y proyecciones se pueden apreciar más y mejor en los países industrializados, pero que ya se anticipan y palpan con nitidez en los países periféricos, es ineludible analizar en qué consiste y qué representa la autonomía privada, y en qué medida la disciplina del negocio jurídico armoniza con los principios constitucionales vertidos en textos heterogéneos y a veces contradictorios, con las orientaciones políticas prevalecientes y con los apremios económicos y sociales que el ordenamiento jurídico todo debe reflejar y atender. Las críticas y reparos a la teoría del negocio jurídico se enfilaron contra la propia figura, tomándola como "típica construcción generalizadora, sin contenido histórico: una abstracción-volatilización de lo real". Se trataba de reproches a íntegro el ordenamiento, pero con enfoque especial a la disciplina de la autonomía privada desde el punto de vista político-social. De ese movimiento ideológico de "socialización del derecho", que se remonta a fines del siglo XIX, quedó una desmitificación de los conceptos, una mayor sensibilidad social y, por supuesto, un mayor realismo frente a figuras y mecanismos propios del acontecer económico contemporáneo, esto es, "una racionalidad jurídica en materia negocial" y, de paso, una moralización del derecho, palpable en la exigencia de mayores lealtad y corrección en toda oportunidad, con seguimiento atento de las vicisitudes que puedan darse desde las negociaciones, en especial en la ejecución de los contratos de larga duración y con oportunidad de los períodos recurrentes de crisis económicas y financieras.
Si en algo coinciden las distintas explicaciones del contrato y de la autonomía privada es en ver en ellos el principio y la dimensión de la libertad. Libertad de disponer de los intereses propios frente a los demás, lo cual, de un lado, presupone, de suyo, o mejor, lleva consigo una orientación marcada por el código cultural (la tipicidad y, en últimas, el reconocimiento social de la figura), y de otro, está, y más dentro de los patrones culturales de hoy, condicionado a su sometimiento a los patrones de la buena fe y la cooperación. Continuarán los debates, surgirán nuevas teorías y nuevas soluciones, siempre en la convicción de que todo es susceptible de mejora y de que los hechos y las situaciones nuevos demandan respuestas actualizadas; si se quiere, los viejos textos ajustados a la nueva realidad y nutridos de los conceptos y sentimientos contemporáneos, cual ocurrió con el derecho romano de los Glosadores y los Comentadores y, después, con el de los juristas del Usus modernus pandectarum, que sin hacer tabla rasa, y en ocasiones fingiendo un apego a lo tradicional, generaron un derecho vivo, genuino, nuevo. Confiemos en que ese será el futuro de los principios del derecho de los contratos y en que la cercanía que han ido ganando los ordenamientos latinoamericanos entre sí se mantenga y aumente. Tenemos una raíz común y un mismo destino. La armonía, la fraternidad, la afirmación de la identidad supranacional son presupuestos básicos de nuestro desarrollo e, incluso, de nuestra supervivencia como naciones.
Nota
1 Cit. por Havighurst, H. C. The Nature of Private Contract, Evanston, Northwestern University Press, III, 1961, VIII.