EDITORIAL
El primer y más importante propósito de todos los gobiernos civiles [...]
es el de preservar la justicia entre todos los integrantes del Estado [...]
La justicia se vulnera cuando a cualquiera se le priva de algo a lo que tiene derecho.
Lectures on Jurisprudence
Adam Smith
La Constitución que rige en Colombia se promulgó hace tres lustros, en 1991. La nueva carta política amplió y precisó los derechos y libertades de los colombianos. Declaró laico al Estado. Delegó en los gobiernos territoriales, encabezados por funcionarios de elección popular directa, muchas funciones que antes correspondían a la burocracia de la Nación. Creó nuevas instancias autónomas de poder, entre las que se destacan la Junta Directiva del Banco de la República y la Corte Constitucional.
La actitud inicial de muchos economistas fue de escepticismo: se trataría de una versión más prolija de la carta de 1886, cuyas novedades serían simples embellecimientos retóricos, pero que no cambiarían (a excepción de la banca central independiente) la sustancia de la manera de formular las políticas y ejercer el poder.
Pero la Constitución de 1991 marcó un hito. Uno de los resultados más significativos, aunque sus plenas consecuencias sólo serán evidentes en el mediano plazo, es el cambio en la actitud de los jóvenes hacia la cosa pública. Antes de expedirla, su percepción de la política se asociaba con las peores connotaciones del término: corrupción, desidia e incompetencia. Los que inician su desempeño profesional, que integrarán la clase dirigente del país en las próximas décadas, tienen un sentido más agudo de la responsabilidad ciudadana y un mayor compromiso con las instituciones democráticas.
Otro cambio fundamental fue la desconcentración del poder, en especial en la formulación de políticas económicas, que antes era coto de una tecnocracia pequeña y homogénea en el seno de la rama ejecutiva. Por ejemplo, se fortalecieron las atribuciones del Congreso en esa materia y se asignó el manejo de las políticas monetaria y cambiaria en cabeza de la Junta Directiva del Emisor. A su vez, la Corte Constitucional no ha sido remisa a usar su competencia de control jurisdiccional para modificar y aun reformular políticas económicas. Su jurisprudencia ha dado significados concretos a un término que para muchos economistas es nebuloso (el Estado social de Derecho), y a muchos derechos económicos y sociales. Y ha establecido derechos que no menciona en forma explícita el texto constitucional, como el mínimo vital. En conjunto, estas innovaciones han tenido grandes consecuencias económicas.
Sobre las bondades y defectos de la intervención de la Corte Constitucional en temas económicos se ha generado un vivo debate. Sin entrar a terciar en él, cabe destacar dos de sus conclusiones: la Constitución de 1991 es un documento extenso, complejo y no exento de contradicciones; y su desarrollo, en especial en lo que se refiere a los derechos, se ha realizado tanto por la vía jurisprudencial como por la legal.
No es tarea fácil llegar a una interpretación coherente de sus disposiciones que tenga en cuenta la restricción presupuestal que, como toda sociedad, enfrenta la colombiana. Pero no cabe duda de que la gran mayoría de los colombianos comparte tres valores centrales de esta Constitución: la libertad individual, la eficiencia económica y la justicia social. Y conciliar y realizar estos valores es, para citar la frase de María Mercedes Cuéllar, un proyecto inconcluso.
Este número de la Revista de Economía Institucional incluye varios artículos sobre la relación entre la economía, el derecho y el impacto de la Constitución de 1991. El primero, de Carlos Bernal Pulido, del Externado, es el texto de su ponencia en un homenaje que esta Universidad rindió a la memoria del gran jurista y pensador liberal italiano Norberto Bobbio. Su tema es, precisamente, la libertad y la evolución del concepto en el pensamiento de Bobbio. Tendría al menos tres significados: libertad liberal, o negativa; libertad democrática, o autonomía; y libertad positiva, a la que Bobbio entendió como la garantía de que los seres humanos dispongan “en propiedad o como parte de una propiedad colectiva de los bienes suficientes para gozar de una vida digna”. En su clasificación, Bobbio se anticipó a ideas que luego enunciarían pensadores como Berlin, Rawls y Sen. Bernal concluye su análisis con una discusión crítica que destaca la posición de Tugendhat, quien defiende la posibilidad de que los derechos sociales se consideren como fines y no sólo como medios.
La contribución de Everardo Lamprea, de la Universidad de los Andes, retoma el debate entre abogados y economistas sobre la jurisprudencia de la Corte Constitucional. Su ensayo parte del contraste entre el consecuencialismo, legado que la disciplina económica recibió del pensamiento utilitarista, y la perspectiva deontológica propia del razonamiento jurídico. Lamprea sugiere que la incompatibilidad entre estos enfoques no es tan fuerte como algunos piensan. Toma como punto de referencia la sentencia C-776 de 2003 de la Corte Constitucional (que declaró inexequible la extensión del IVA a bienes de la canasta familiar) para argumentar que esta un razonamiento deontológico integrado, para el cual “los derechos son importantes pero no absolutos” en la medida en que distintos derechos pueden entrar en conflicto. Lamprea sostiene que es posible desarrollar un consecuencialismo integrado que reconozca la inconmensurabilidad de ciertos valores. A su juicio, ello permitiría empezar a “cerrar la brecha entre las formas de pensar jurídicas y económicas”.
El artículo de Marc Hofstetter, también de los Andes, hace parte del mismo debate, desde otra perspectiva. Discute la sentencia C-815 de 1999 de la Corte Constitucional, que en esencia dispuso que el incremento anual del salario mínimo legal debe ser al menos equivalente al aumento en el costo de la vida registrado en el año inmediatamente anterior. Por ello, descartó la posibilidad de que ese incremento se ciña a la meta de inflación fijada por la autoridad monetaria para un año dado, cuando sea inferior a la del periodo precedente. El razonamiento de la Corte en esta sentencia se puede entender como una reacción a un problema distributivo: en una etapa de desinflación, elevar el salario mínimo según la inflación futura prevista (menor que la inflación real registrada en el pasado) reduce el poder adquisitivo de los trabajadores que lo devengan. De hecho, así ocurrió en los primeros años de la década de los noventa; su situación se recuperó luego del fallo C-815. Sin embargo, señala Hofstetter en su análisis teórico, ello limita la eficacia de la política monetaria. Hace más persistente la inflación y eventualmente lleva a que las políticas antiinflacionarias tengan mayores efectos negativos sobre el nivel del producto.
Por último, en la sección de reseñas Mauricio Uribe comenta otro enfoque sobre la relación entre derecho y economía: el marxista. En este caso se trata de un libro de Miguel Eduardo Cárdenas sobre la justicia del sistema de pensiones.
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El artículo de fondo de este número está dedicado al pensamiento de un notable economista colombiano, Eduardo Wiesner Durán. Escrito por Jorge Iván Gonzalez, profesor del Externado, tiene el ambicioso propósito de hacer el balance y la valoración de una obra intelectual construida a lo largo de casi medio siglo que ha dejado honda huella en las políticas económicas del país.
La trayectoria pública de Wiesner es bien conocida. Fue jefe del Departamento Nacional de Planeación y ministro de Hacienda. Como alto funcionario del FMI, tuvo a su cargo la región latinoamericana durante los años más duros de la crisis de la deuda de los años ochenta. También es autor de una extensa bibliografía sobre políticas públicas, en especial la política fiscal y la descentralización. El particular mérito de Wiesner –según González– es el haber hecho una lectura oportuna de las principales tendencias de la teoría económica del último medio siglo y haberlas traducido en propuestas concretas de política económica. En palabras de González, Wiesner “combina el realismo político con una dosis de escepticismo que lo lleva a formular soluciones subóptimas pero posibles. Por ejemplo, no sueña con reducir el gasto público pues sabe que las presiones políticas impiden en la práctica que el gasto disminuya: lo razonable es crear incentivos que ayuden a mejorar la eficiencia en el uso de los recursos públicos”.
El artículo tiene una de las virtudes que atribuye a Wiesner: la ponderación. Si bien González reconoce la importancia de sus contribuciones al debate académico y público, expresa con nitidez las diferencias teóricas que los separan. Y advierte un problema que se habrá de enfrentar en la interpretación de su obra, como en la de los grandes economistas: “La asimilación de sus enseñanzas será más rica si el pragmatismo eficientista no simplifica los matices de su reflexión”.
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Otro grupo de artículos que publicamos en este número se refiere a las relaciones entre instituciones, desarrollo y crecimiento económico. Un tema que está en el centro del debate después del fracaso de los programas de ajuste y de las recetas de política de aplicación universal. El fracaso de las políticas ortodoxas primero se justificó argumentando que no se aplicaron en toda su integridad y, luego, diciendo que no se tenían las instituciones adecuadas para que produjeran los resultados esperados. Hoy se sostiene que se precisa reconstruir las instituciones, para asemejarlas a las que después de un largo proceso de desarrollo económico se establecieron en Estados Unidos. Instituciones que no existían antes de que ese país se hubiese desarrollado y que, sin embargo, tendrían un carácter universal para mejorar el desempeño económico y así lograr el crecimiento, y quizá el desarrollo.
Los artículos de Ha-Joon Chang, Germán Burgos y Édgard Moncayo ponen en tela de juicio esta propuesta. El primero desde un punto de vista teórico e histórico general; el segundo con base en la experiencia de diversos países del Este de Asia; y el tercero mediante un análisis del sistema democrático realmente existente en los países andinos y la expansión de la pobreza.
El ensayo de Ha-Joon Chang muestra que aún no existe una comprensión adecuada de las instituciones y que hace falta una teoría que explique su papel en el desarrollo económico. Una condición esencial para elaborar esa teoría es identificar las insuficiencias y fallas del discurso y de las teorías ortodoxas sobre las instituciones. Chang señala que hay una gran confusión entre la forma y la función de las instituciones, y muestra que la ortodoxia fetichiza la forma, pese a los deficientes resultados de los trasplantes institucionales y a que la evidencia histórica indica que diferentes formas institucionales cumplen las mismas funciones. El fetichismo de la forma ha llevado a negar la diversidad institucional, lo que constituye una aberración desde el punto de vista evolutivo. También critica a quienes fetichizan las funciones, porque no pueden hacer recomendaciones de orden práctico. E indica la necesidad de una teoría que establezca un equilibrio entre forma y función, teoría que no se puede construir sin un conocimiento específico de la evolución histórica de las instituciones particulares de los distintos países. Señala, además, que una falla protuberante del discurso ortodoxo es el determinismo, y que el reto para una teoría adecuada de las instituciones es entender la complejidad de las relaciones entre cultura, instituciones y cambios económicos. Por último, sostiene que las instituciones no se pueden modificar a discreción, y que los cambios que se proponen deben tener en cuenta la diversidad de tradiciones y culturas y gozar de legitimidad entre los miembros de la sociedad.
El artículo de Germán Burgos discute un aspecto particular de los temas tratados en el ensayo anterior: la función de las instituciones jurídicas formales como marco que permite predecir o calcular el comportamiento del Estado y de los agentes económicos, y evitar los abusos del poder. El ensayo muestra que esta función, teorizada por Max Weber en sus estudios sobre el desarrollo del capitalismo y por Douglass North en sus trabajos sobre el desempeño económico comparativo en países con distintos sistemas de derechos de propiedad, no la cumplen únicamente las instituciones formales basadas en el derecho racional de los países del Norte. Diversos países del Este de Asia lograron altas tasas de crecimiento con formas institucionales diferentes: acuerdos informales con los empresarios y redes sociales fundadas en la confianza y la reciprocidad.
Por su parte, el artículo de Édgard Moncayo indaga por qué, a pesar de contar con instituciones democráticas, se ha acentuado la pobreza en América Latina durante las últimas décadas. Aduce que la causa de esta paradoja es la profunda desigualdad en la distribución del ingreso, ocasionada por un sistema político e institucional que favorece a las élites económicas, una “capitalismo de camarilla” que aún no es verdaderamente democrático. Moncayo recalca que no hay una relación causal directa entre democracia y desarrollo económico, y tampoco en sentido contrario. Y sostiene que para llegar a una sociedad democrática que promueva el bienestar de la mayoría no bastan las simples reformas políticas, ni la creación de instituciones funcionales para la expansión de las grandes empresas. Es imprescindible extender la ciudadanía al campo social y crear instituciones justas, en el sentido rawlsiano; es decir, instituciones que hagan posible un balance entre el mercado y el Estado, que permitan adoptar políticas redistributivas que no caigan en el “populismo” macroeconómico, así como establecer sistemas de protección social de carácter universal. De lo contrario, se mantendrá el círculo vicioso de una democracia “controlada” que reproduce las desigualdades que la engendraron.
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Los economistas clásicos y los grandes economistas de todas las épocas escribieron y siguen escribiendo sus obras en una lenguaje personal, claro, comprensible y, por lo general, elegante. Con el predominio de la economía neoclásica y su esfuerzo por convertir a la disciplina en una ciencia similar a la física, el lenguaje se empezó a tornar rígido, árido e impersonal; la claridad del lenguaje y de la argumentación empezó a ser sustituida por el rigor matemático, y la exposición atractiva y elegante de los argumentos empezó a quedar subordinada al lenguaje matemático, que supuestamente convertiría a la economía en una ciencia dura y para algunos, incluso axiomatizable.
Es diciente que el estudio de la COGEE sobre los programas de doctorado en economía en Estados Unidos haya señalado que uno de los principales problemas de las nuevas cohortes de doctorandos es su poca creatividad, su torpeza para formular preguntas y temas de investigación, y su pésima redacción1. Los economistas que sólo saben manejar herramientas cuantitativas sofisticadas, que no pueden presentar sus resultados en forma persuasiva y comprensible para los legos, difícilmente llegarán a ser grandes economistas y, como sugiere el informe de la COGEE, corren el riesgo de seguir perdiendo espacio en el ámbito no universitario debido a que esa deficiencia “es demasiado importante para ignorarla”.
Por fortuna para la profesión, siguen existiendo economistas reflexivos que se hacen preguntas fundamentales y que manejan con solvencia las herramientas matemáticas sin despreciar el estilo y la calidad de la prosa. Y se hallan en lugares destacados de la profesión, como evidencia el discurso presidencial de Ariel Rubinstein ante la Sociedad Econométrica en 2004 que, por amabilidad de su autor, la Revista de Economía Institucional tiene el honor de presentar en español paralelamente a su aparición en inglés en Econometrica. Un artículo que muestra que lo mejor de ambas tradiciones no es excluyente: un lenguaje personal, hasta el punto de que uno de los evaluadores de esa prestigiosa revista lo calificó de “confesión en el diván de un psicoanalista”: una presentación clara, ordenada y pulcra de modelos de teoría de juegos y de resultados experimentales para ilustrar sus argumentos y aclarar sus preguntas y preocupaciones, sin que sea un fin en sí mismo ni un medio para dar apariencia de profundidad o rigor.
La sección de artículos concluye con el trabajo de Sergio A. Berumen y Fabio Bagnasco, que analiza desde un punto de vista microeconómico las causas del alto endeudamiento bancario de las empresas argentinas durante 1983-1991, período de profunda crisis económica en el que se redujo considerablemente la tasa de autofinanciación. Los autores señalan que la apertura de la economía obligó a modernizar las empresas para mejorar su competitividad externa en un contexto de reducción de la rentabilidad. El análisis de la estructura de los pasivos indica que las empresas argentinas recurrieron al endeudamiento bancario debido al efecto de apalancamiento, que fue alentado, además, por otros factores relacionados con el medio ambiente económico, como la inflación y el tratamiento tributario.
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Pese a haber nacido en Canadá y haberse nacionalizado en Estados Unidos, Lauchlin Currie fue el economista colombiano más importante del siglo XX. Para la Revista de Economía Institucional es muy grato publicar en este número un memorando inédito que el profesor Currie, junto con Paul T. Ellsworth y Harry D. White, redactó en enero de 1932 y en el que critica la fatídica política de la Reserva Federal y a los economistas que consideran que no se debe interferir “el funcionamiento ‘natural’ de los principios económicos”, además de exponer un detallado programa económico para enfrentar la Gran Depresión y lograr la recuperación de la economía norteamericana e internacional. Agradecemos al profesor Homero Cuevas por su evocadora presentación.
Además, publicamos la “Segunda Carta de Derechos”, de Franklin Delano Roosevelt, presidente de Estados Unidos y autor del New Deal, de cuyo grupo de asesores económicos formó parte el profesor Currie. Este documento político fue la base de la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por las Naciones Unidas en 1948 y ha recobrado actualidad con la publicación de libro homónimo de Cass Sunstein2.
La siguiente cita dará a los lectores una idea de la distancia entre la concepción del gobierno norteamericano de esa época y la de algunos gobiernos actuales:
Más que de ganar la guerra, es hora de comenzar a planificar y determinar la estrategia para lograr una paz duradera y establecer un nivel de vida americano superior a cualquiera que hayamos conocido.
Esta República tuvo sus inicios, y llegó a su actual poderío, bajo la protección de ciertos derechos políticos inalienables –entre ellos el derecho a la libre expresión, a la libertad de prensa, a la libertad de cultos, al juicio mediante jurados, a la inmunidad contra registros o incautaciones sin causa razonable. Eran nuestros derechos a la vida y a la libertad.
Hemos llegado, sin embargo, a una comprensión más clara de que la verdadera libertad individual no puede existir sin seguridad e independencia económicas. “Los hombres necesitados no son libres”. Las personas que tienen hambre, las personas que no tienen empleo son la materia prima de la que están hechas las dictaduras.
En la sección de Notas y Discusiones se incluye un ensayo didáctico sobre las ventajas comparativas, preparado por Mauricio Pérez Salazar; dos comentarios al artículo de Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson que publicamos en el número anterior, uno de Santiago Correa y otro de Mauricio Rubio; y un breve homenaje a la memoria de John Kenneth Galbraith, conocido economista y pensador canadiense que murió el pasado 26 de abril.
En nuestra última sección habitual presentamos tres reseñas: una de Bernardo Pérez Salazar sobre la novela Ursúa del ensayista y poeta colombiano William Ospina; una de Alberto Castrillón sobre El eclipse de la fraternidad: una revisión republicana de la tradición socialista, de Antoni Domènech, profesor de la Universidad de Barcelona; y la de Mauricio Uribe, sobre Justicia pensional y neoliberalismo: un estudio de caso de la relación derecho y economía, de Miguel Eduardo Cárdenas, abogado colombiano e investigador de ILSA, que comentamos en la primera parte del Editorial.
NOTAS AL PIE
1. El informe de la COGEE (sigla de Commission on Graduate Education in Economics, creada por la American Economic Association en 1988) se publicó en el número 11 de la Revista de Economía Institucional.
2. The Second Bill of Rights, 2004, New York, Basic Books.