LA RELACIÓN ENTRE LAS INSTITUCIONES Y EL DESARROLLO ECONÓMICO. PROBLEMAS TEÓRICOS CLAVES*


UNDERSTANDING THE RELATIONSHIP BETWEEN INSTITUTIONS AND ECONOMIC DEVELOPMENT. SOME KEY THEORETICAL ISSUES



Ha-Joon Chang**

** Profesor de la Facultad de Economía y Política de la Universidad de Cambridge, hjc1001@econ.cam.ac.uk Fecha de recepción: 14 de febrero de 2006, fecha de aceptación: 2 de marzo de 2006.


RESUMEN

[Palabras clave: instituciones, desarrollo económico, formas y funciones institucionales; JEL: B52, O10]

Este escrito discute cómo se puede perfeccionar la teoría del papel de las instituciones en el desarrollo económico mediante un examen crítico del discurso ortodoxo acerca de las instituciones. Para entender la relación entre instituciones y desarrollo económico es necesario un balance entre las formas y las funciones de las instituciones, y aceptar que tienen un carácter multifacético. Concluye que una adaptación institucional exitosa debe ser legitimada políticamente por los miembros de la sociedad, y exige un mejor conocimiento de las experiencias históricas y contemporáneas de cada país.

ABSTRACT

[Key words: institutions, economic development, institutional forms and functions; JEL: B52, O10]

This paper discusses how the theory on the role of institutions in development can be improved, by critically examining the current orthodox discourse on institutions. To understand the relationship between institutions and economic development, it is necessary to have some balance between institutional forms and functions, and to accept its multi-faceted nature. It concludes that a successful institutional adaptation must be politically legitimated by the members of society and requires a better knowledge of the historical and contemporary experiences of each country.


INTRODUCCIÓN

El problema del desarrollo institucional, o “reforma de la gobernancia”, ha ganado importancia en los últimos años. Durante este período, la literatura académica sobre las instituciones y el desarrollo ha explotado. Hoy en día, incluso el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional –que solían descartar a las instituciones como meros “detalles” que no afectan a la sabiduría de la teoría económica ortodoxa– han llegado a destacar el papel de las instituciones en el desarrollo económico. Por ejemplo, el FMI hizo énfasis en la reforma de las instituciones de gobernancia corporativa y en las leyes de bancarrota durante la crisis asiática de 1997, y el reporte anual del Banco Mundial de 2002, Building Institutions for Market, se centró en el desarrollo institucional, aunque desde un punto de vista estrecho, como indica su título.

Por supuesto, la nueva atención que la literatura ortodoxa presta a las instituciones no es el resultado de un despertar escolático inocente. Por el contrario, es un esfuerzo para enfrentar las continuas fallas de las políticas ortodoxas en el mundo real.

A pesar de los miserables fracasos de los experimentos radicales de política mediante diversos programas de ajuste estructural (PAE) en los países en desarrollo y programas de transición de Big-Bang en los antiguos países comunistas, los economistas ortodoxos se han negado a sacar la conclusión más evidente, a saber, que las políticas ortodoxas, y las teorías que las sustentan, son defectuosas.

Al comienzo, intentaron argumentar que las reformas políticas debían ser más amplias para tener éxito. Cuando así se hizo y los buenos resultados no se materializaron, afirmaron que se necesita tiempo para que las reformas de política funcionen. Sin embargo, después de 15 o 20 años de reforma, esta línea de defensa se ha vuelto difícil de mantener. De modo que ahora los economistas ortodoxos usan las instituciones para explicar por qué las “buenas” políticas económicas basadas en las teorías económicas “correctas” fallan tan consistentemente. Hablando de instituciones deficientes, pueden argumentar que sus políticas y teorías nunca fueron erróneas, y que no funcionaron únicamente porque los países que las implementaron no tienen las instituciones correctas para que las políticas “correctas” funcionen. En otras palabras, el argumento institucional se utiliza para proteger los dogmas centrales de la economía ortodoxa ante su incapacidad para explicar lo que sucede en el mundo real.

En este escrito mostramos cómo se puede mejorar la teoría sobre el papel de las instituciones en el desarrollo, examinando el discurso ortodoxo actual sobre las instituciones y destacando algunos de sus aspectos teóricos claves.

Antes de entrar en el meollo, puede ser conveniente examinar por qué es tan difícil el estudio de la relación entre las instituciones y el desarrollo económico. El problema es que no existe una definición ampliamente aceptada de las instituciones; y si no podemos estar de acuerdo en lo que entendemos por instituciones, es difícil imaginar un acuerdo sobre lo que se supone que éstas deben hacer, como promover el desarrollo económico1. Podemos evadir este problema argumentando que las instituciones deben cumplir ciertas funciones para promover el desarrollo económico, y que ciertas instituciones cumplen mejor esas funciones. Infortunadamente, no hay acuerdo acerca de cuáles son esas funciones “esenciales” ni de que haya un emparejamiento obvio entre esas funciones y formas particulares de las instituciones. Además, aunque pudiéramos convenir en la lista de funciones que son esenciales para el desarrollo económico, esto no significa que podamos convenir en los tipos y formas exactas de las instituciones que necesitamos para cumplir dichas funciones.

FORMAS VS. FUNCIONES

El gran problema que acosa a la actual literatura ortodoxa sobre las instituciones y el desarrollo es su incapacidad para distinguir claramente entre las formas y las funciones de las instituciones.

Por ejemplo, si revisamos los artículos de Kaufmann et al. (1998, 2002 y 2003) que compilan los principales índices de “gobernancia” (o índices de calidad institucional), encontramos que estos índices suelen mezclar variables que captan las diferencias de las formas de las instituciones (democracia, independencia del sistema judicial, ausencia de propiedad del Estado) y de las funciones que desempeñan (imperio de la ley, respeto por la propiedad privada, cumplimiento de los contratos, estabilidad de precios, represión contra la corrupción).

En respuesta a esta confusión, algunos han argumentado que se debe dar preferencia a las variables de “función” sobre las variables de forma. Por ejemplo, Aron (2000, 128) sostiene que, en el estudio del impacto de las instituciones en el desarrollo económico, debemos utilizar lo que ella denomina “medidas de desempeño o de calidad” de las instituciones (o lo que llamaríamos variables de función), como “el respeto de los contratos, los derechos de propiedad, la confianza y la libertad civil”, en vez de variables que “simplemente describen las características o atributos” de las instituciones (o lo que llamaríamos variables de forma). En otras palabras, las funciones que las instituciones desempeñan son más importantes que sus formas.

Estoy totalmente de acuerdo en que las formas particulares de las instituciones no garantizan resultados particulares, como se observa en los numerosos fracasos del trasplante institucional. Para decirlo de otra manera, quizá las formas institucionales no importen mucho, puesto que diferentes formas institucionales pueden desempeñar la misma función.

Sin embargo, el énfasis en las funciones sobre las formas no debe ir demasiado lejos. Aunque una forma particular no garantiza el cumplimiento de un conjunto particular de funciones, el olvido total de las formas dificulta proponer una política concreta. Si obráramos así, actuaríamos como un dietista que habla de una “dieta balanceada” sin decirle a la gente qué debe comer y qué tanto. Es decir, el énfasis en las “buenas instituciones” puede ser vacío si no hacemos algunas afirmaciones acerca de las formas que se han de adoptar.

Después de esta salvedad, hay que subrayar que la literatura ortodoxa actual yerra en el otro sentido, es decir, tiene una fijación excesiva en las formas particulares. Ese énfasis excesivo en las formas se manifiesta claramente en el argumento de las “instituciones globales estándar” (IGS)2.

Quienes proponen el argumento IGS creen que existen formas particulares de instituciones (principalmente anglo-americanas) que todos los países deben adoptar para sobrevivir en un mundo cada vez más globalizado: una democracia política; un sistema judicial independiente; una burocracia profesional, idealmente con un reclutamiento abierto y flexible; un sector de empresas públicas pequeño, supervisado por un regulador políticamente independiente; un mercado de valores desarrollado con reglas que faciliten las adquisiciones y fusiones hostiles; un régimen de regulación financiera que incentive la prudencia y la estabilidad, a través de un banco central independiente y la relación de adecuación de capital del Banco de Pagos Internacionales; un sistema de gobernancia corporativa orientado a los accionistas e instituciones del mercado laboral que garanticen la flexibilidad.

El fetiche de la forma ha llevado a una peligrosa negación de la diversidad institucional, una tendencia cuya locura es evidente a luz del argumento de la biodiversidad. Esta transformación del discurso ortodoxo sobre las instituciones en un discurso de “una talla para todos” es realmente desafortunado. Para los economistas heterodoxos que inicialmente prestaban atención al papel de las instituciones, el objetivo principal de incluir las instituciones en el análisis era evidenciar los límites del argumento de “una talla para todos” con respecto a la política económica propuesta por los economistas ortodoxos.

Aún más problemática es la manera como los poderosos propagan las formas institucionales que prefieren. Las IGS se imponen a los países renuentes a través de lo que Kapur y Weber (2000) llaman “condiciones relacionadas con la gobernancia” de las instituciones de Bretton Woods y de los gobiernos donantes.

Puede ser fácil criticar el enfoque de “una talla para todos” del discurso de las IGS y decir que no deberíamos estar demasiado limitados por las formas, pero entonces deberíamos ser capaces de presentar un menú de alternativas para que las autoridades de política puedan elegir (por supuesto, reconociendo siempre que existe un espacio para la innovación). Para ofrecer ese menú se requiere un conocimiento empírico de las diversas formas de instituciones que desempeñan funciones similares en contextos diferentes.

Puede ser igualmente fácil criticar el enfoque funcionalista por ser demasiado abstracto. Los fetichistas de la forma al menos ofrecen una sugerencia concreta: copiar exactamente una forma particular de institución de otro país, mientras que los funcionalistas no tienen nada concreto qué decir. Es fácil decir que los países deben tener un imperio de la ley o una burocracia profesional, pero, ¿qué deben hacer las autoridades de política para poner en práctica estas sugerencias? De nuevo, sin algún conocimiento de las instituciones de la vida real es difícil decir algo útil a este respecto.

Al final, en nuestra reflexión sobre el papel de las instituciones en el desarrollo económico es necesario cierto equilibrio entre las formas y las funciones; aunque no queremos ignorar la importancia de las formas institucionales, tampoco deberíamos recomendar vaguedades como un “buen sistema de derechos de propiedad”.

TEORÍAS DEL CAMBIO INSTITUCIONAL

PERSISTENCIA INSTITUCIONAL Y AGENCIA HUMANA

En las teorías tradicionales, una vez las instituciones están en su lugar, se piensa que perpetúan ciertas pautas de interacción humana. Y puesto que se piensa que las instituciones están determinadas por cosas inmutables (o al menos muy difíciles de cambiar) como el clima, la dotación de recursos y la tradición cultural, es casi imposible modificar esas pautas, lo que introduce un sesgo “fatalista” en el argumento.

Así, por ejemplo, se supone que el clima templado de Estados Unidos hizo de la propiedad de la tierra en pequeña escala la institución natural, la que luego llevó a una mayor demanda de democracia y de educación; mientras que el clima tropical de muchos países de América Latina llevó a una agricultura dominada por latifundios, que produjo resultados opuestos (Engerman y Sokoloff, 1997). Para poner otro ejemplo, se sostiene que la cultura del cultivo del arroz en Japón, un país densamente poblado y propenso a desastres naturales, incentivó la aparición de instituciones que promueven la cooperación, lo que hizo posible el capitalismo japonés basado en la cooperación. Y otro ejemplo más: se supone que la cultura política orientada al Consenso de Botswana, con fuerte influencia popular, llevó a que los dirigentes poscoloniales crearan un sistema inclusivo de derechos de propiedad que promovió el desarrollo económico (Acemoglu et al., 2003).

Ahora bien, en un nivel, lo que debemos esperar de las instituciones es la persistencia. Las instituciones deben ser estables, de lo contrario no tendrían ningún uso. Por consiguiente, cuando observamos la relación entre las instituciones y la economía es inevitable ver un mecanismo con algún grado de autorreforzamiento. Sin embargo, esta visión tiene graves problemas.

El primer problema es que el complejo institucional de un país contiene diversos elementos, y se puede describir entonces como pro-desarrollista, anti-desarrollista, o como queramos, dependiendo de los elementos particulares que elijamos destacar. En este sentido, las explicaciones que dependen de la cultura y de las instituciones (como la encarnación de los valores culturales) pueden degenerar fácilmente en justificaciones ex post.

El mejor ejemplo es el confucionismo. Si destacamos su énfasis en la educación, su noción de “mandato del cielo” (que da voz a las bases y justifica los cambios de dinastía), su énfasis en la frugalidad, etc., no se podrá tener una cultura mejor para el desarrollo económico. Pero si destacamos su carácter jerárquico (que se supone sofoca la creatividad), su inclinación a la burocracia y su desprecio por artesanos y comerciantes, se tendría la peor cultura para el desarrollo económico. Del mismo modo, en contra del ejercicio que hicieron Acemoglu et al. (2003), sería fácil identificar elementos anti-desarrollistas en la cultura tradicional y en las instituciones de Botswana, si este país fracasa.

El segundo problema del argumento ortodoxo es que casi siempre hay más de una “tradición” en la cultura y en las instituciones de un país. Hoy se piensa que Francia siempre fue un país de cultura e instituciones dirigistas, al menos desde la época de Jean-Baptiste Colbert, ministro de finanzas de Luis XIV, pero también fue un país de laissez-faire entre la caída de Napoleón y la Segunda Guerra Mundial; incluso mucho más que la Gran Bretaña liberal en algunos aspectos (Kuisel, 1981 y Chang, 2002).

Lo importante es que para Francia el liberalismo no fue una cultura ajena importada del otro lado del Canal. Aunque muchos anglosajones piensan que el liberalismo es su contribución original a la civilización mundial, el liberalismo es tan francés como el dirigismo, y se remonta al menos a la tendencia libertaria de la Revolución Francesa. Francia giró hacia el liberalismo en el siglo XIX, en reacción a la experiencia con Napoleón, mientras que revivió la tradición dirigista y su tendencia desarrollista luego de la humillación de las dos guerras mundiales.

Si existe más de una tradición en la cultura y en las instituciones de los países, las elecciones políticas deliberadas y las ideologías que influyen en esas elecciones son importantes en la determinación de su senda de desarrollo.

Además, en el largo plazo, las “tradiciones” no son inmutables. Las culturas y las instituciones cambian, a menudo dramáticamente. Por ejemplo, en contra de la actual creencia popular en Occidente, la cultura islámica fue más tolerante, inclinada a la ciencia y pro-comercial que las cristianas, al menos hasta el siglo XVI. Otro ejemplo es el de las sociedades confucianas, incluida China más recientemente, que desafiaron el determinismo cultural para transformar sus “tradiciones” (que hasta los años cincuenta se consideraban anti-desarrollistas) y organizaron los milagros económicos más grandes de la historia humana.

Una razón para los cambios culturales e institucionales es que estos cambios y los desarrollos económicos se influyen mutuamente, con cadenas de causalidad complejas. En las teorías convencionales, que imaginan que los individuos nacen con una “preferencia” predeterminada, la causalidad va de la cultura/instituciones al desarrollo económico. Sin embargo, una vez aceptamos el papel “constitutivo” de las instituciones, empezamos a entender que la causalidad pueden ir en la otra dirección: del desarrollo económico a los cambios institucionales y a las “preferencias” individuales (Chang y Evans, 2005). Por ejemplo, la industrialización hace más “racionales” y “disciplinadas” a las personas. Así lo atestigua el hecho de que antes de que sus países alcanzaran un alto nivel de industrialización, los visitantes de los países más avanzados calificaban a los alemanes y a los japoneses como perezosos, irracionales e incluso congénitamente incapaces de operar maquinaria, algo totalmente diferente de los estereotipos raciales de hoy en día.

Otra razón, y quizá más importante, del cambio cultural/institucional es que, parafraseando a Marx, los seres humanos son los que cambian las instituciones, aunque no en el contexto institucional de su propia elección. En la teoría convencional, esto es imposible porque no hay ninguna agencia humana real. Los intereses materiales que motivan a las personas a modificar las instituciones (por ej., la presión de los pequeños agricultores independientes por la democracia) están predeterminados por condiciones económicas objetivas (o incluso naturales) y, por tanto, no hay ninguna “elección” real en lo que hacemos (Chang y Evans, 2005). O solamente somos portadores de “memes” culturales –como la cultura política “democrática” botswana o la “ética del trabajo” confuciana. Sin embargo, en la realidad, las personas hacen elecciones que no están totalmente determinadas por sus intereses económicos “objetivos”. Las ideas, y las instituciones que las encarnan, influyen en la manera como las personas perciben sus intereses (y, por tanto, no existe un interés “objetivo” en el análisis final) e incluso a veces las personas pueden rechazar sus intereses “objetivos” debido a las ideas que portan3.

En síntesis, sólo podemos escapar al determinismo cultural/institucional reinante en el discurso dominante si entendemos la complejidad de la cultura y las instituciones, y aceptamos la importancia de la agencia humana en el cambio institucional. Sólo cuando aceptemos el carácter multifacético de la cultura y las instituciones, y la diversidad de tradiciones culturales/institucionales que compiten en la sociedad, empezaremos a entender en qué creen las personas y qué importa en un sentido real.

IMITACIÓN, ADAPTACIÓN E INNOVACIÓN EN EL DESARROLLO INSTITUCIONAL

Si consideramos las instituciones como “tecnologías de administración social”, hay sólidas razones para utilizar el marco de Gerschenkron para entender el desarrollo institucional en los países en desarrollo. En otras palabras, los países de desarrollo tardío pueden importar instituciones de los países desarrollados y, con ello, usar las “mejores” instituciones sin pagar los mismos “precios”.

Por ejemplo, los países desarrollados afrontaron crisis financieras durante varios siglos (y todos los costos económicos y humanos que traían consigo) antes de desarrollar la institución del banco central4. Sin embargo, puesto que los países desarrollados introdujeron el banco central en niveles de desarrollo económico relativamente bajos, los países en desarrollo han podido enfrentar las crisis financieras mucho mejor que aquellos en niveles similares de desarrollo económico.

Por cierto, los países en desarrollo hoy disfrutan de mejores estándares de democracia política, derechos humanos y desarrollo social que los países desarrollados en niveles similares de desarrollo económico (es decir, con el mismo ingreso per cápita) gracias a la imitación institucional (Chang, 2002).

Por ejemplo, en 1820, el Reino Unido tenía un nivel de desarrollo algo mayor que el de la India de hoy en día, pero no tenía muchas de las instituciones “básicas” que hoy tiene ese país: sufragio universal (ni siquiera tenía sufragio masculino universal), un banco central, impuesto de renta, responsabilidad limitada generalizada, una ley “moderna” de bancarrota, una burocracia profesional, un mercado regulado de títulos, y ni siquiera regulaciones laborales mínimas (excepto un par de normas mínimas, difícilmente observadas, sobre el trabajo infantil en algunas industrias).

Para poner otro ejemplo, en 1875, Italia tenía un nivel de desarrollo similar al del Pakistán de hoy en día, pero no tenía sufragio universal masculino, una burocracia profesional, ni mucho menos un sistema judicial independiente y profesional, un banco central con el monopolio de la emisión, ni leyes sobre competencia; instituciones que Pakistán ha tenido durante décadas. La democracia es una excepción obvia a este aspecto, pero a pesar de la frecuente suspensión de la política electoral, el sufragio en Pakistán –cuando se ha permitido– ha sido universal.

Y otro ejemplo: en 1913, Estados Unidos tenía un nivel de desarrollo similar al que hoy tiene México. Pero su nivel de desarrollo institucional era mucho menor del que hoy observamos en México. Las mujeres no tenían derecho formal al voto, y los negros y otras minorías étnicas no podían votar de facto en diversas partes del país. Algo más de una década antes se había aprobado una ley federal de bancarrotas (1898) y hacía casi dos décadas que se habían reconocido los derechos de autores extranjeros (1891). Apenas estaban empezando a existir un sistema de banca central muy incompleto y el impuesto de renta (1913); y la creación de una ley seria (para no hablar de una ley de “alta calidad”) sobre competencia (la Clayton Act) tuvo que esperar otro año (1914). Tampoco había ninguna regulación sobre la venta de títulos ni sobre el trabajo infantil, y las pocas leyes federales que existían en estas áreas eran de baja calidad y poco se hacían cumplir.

Por supuesto, la imitación institucional rara vez garantiza un desarrollo institucional satisfactorio, así como la imitación tecnológica rara vez garantiza un desarrollo tecnológico exitoso.

Aún más importante, de la misma manera que existen innumerables elementos tácitos en la tecnología, existen innumerables elementos tácitos en las instituciones. De modo que algunas instituciones formales que parecen funcionar muy bien en un país desarrollado sólo pueden funcionar bien porque están respaldadas por un conjunto de instituciones informales que no es fácil observar. Por ejemplo, es muy difícil introducir el IVA en países donde las personas no tienen el hábito de pedir y emitir recibos. Y es imposible introducir el sistema de producción “justo a tiempo” en países donde la población no tiene un sentido de puntualidad “industrial”. Y así sucesivamente. Si este es el caso, la importación de instituciones formales no producirá los mismos resultados porque el país que las importa puede carecer de las instituciones informales necesarias para respaldarlas.

Así, de la misma manera que es necesario adaptar la tecnología importada a las condiciones locales, se necesita algún grado de adaptación para lograr que las instituciones importadas funcionen. El mejor ejemplo a este respecto es la reforma institucional de largo alcance a comienzos de la época Meiji (ver los detalles en Westney, 1987). Forzados a la apertura por los estadounidenses en 1853, los japoneses entendieron que necesitaban importar instituciones occidentales para industrializarse. Luego de escrutar el mundo occidental, importaron instituciones que consideraron las más efectivas con los ajustes locales apropiados: la Armada y el correo postal de Gran Bretaña, el ejército y el derecho penal de Prusia, el derecho civil de Francia, el banco central de Bélgica, etc. También importaron el sistema de educación de Estados Unidos, pero lo abandonaron y lo sustituyeron por una mezcla de los sistemas alemán y francés, después de que se mostró inadecuado para su país.

Es claro que si la imitación y la adaptación fueran todo lo que se necesita, otros países podrían haber sido tan exitosos como Japón. A las instituciones importadas, los japoneses luego añadieron el sistema de empleo vitalicio, el sindicato de empresa, las redes de subcontratación de largo plazo, los sistemas de agrupación industrial zaibatsu de la preguerra y keiretsu de la posguerra, y muchas otras instituciones que son “originales” de Japón.

Esa misma historia de innovación institucional caracteriza a otras historias “exitosas”: la innovación estadounidense de la organización empresarial basada en la firma con varias divisiones y partes intercambiables, la innovación alemana de la gobernancia empresarial a través de la codeterminación, la innovación nórdica de las relaciones industriales derivadas de un salario solidario y la negociación centralizada de los salarios, etc. En realidad, la innovación institucional ha sido la principal fuente del éxito económico de muchos países.

Por supuesto, esto no significa que la cultura y las instituciones se puedan modificar a voluntad. Jacoby (2001) subraya el papel de la legitimidad en el proceso de cambio institucional. Una nueva institución no puede funcionar a menos que consiga cierto grado de legitimidad política entre los miembros de la sociedad. Y para ganar legitimidad, la nueva institución debe tener alguna resonancia en la cultura y las instituciones existentes, lo que limita el alcance de la innovación institucional.

COMENTARIOS FINALES

Aunque la naturaleza misma del tema hace improbable que tengamos muy pronto una teoría de las instituciones que trate adecuadamente los problemas mencionados, la identificación de los problemas de la teoría dominante es el primer paso para construir dicha teoría. Para avanzar en esa dirección, se requiere una elaboración más cuidadosa y menos ideológica de los conceptos básicos, así como un mejor conocimiento de las experiencias históricas y contemporáneas.


NOTAS AL PIE

* Documento original elaborado en el marco del proyecto WIDER “Institutions and Economic Development - Theory, History and Contemporary Experiences”. Esta es una versión abreviada del documento que se presentó en la WIDER Jubilee Conference, Helsinki, 17 y 18 de junio de 2005, “WIDER Thinking Ahead: The Future of Development Economics”. Agradezco los comentarios de los asistentes a la conferencia y, en especial, la colaboración de Christian Chavagneux por sus consejos para abreviar el escrito original. Traducción de Carolina Esguerra y Alberto Supelano.

1. Para una discusión muy informativa del problema de la definición, ver Van Arkadie (1990), quien señala que el término instituciones se usa para referirse a las “reglas del juego” y a las “organizaciones”. Aunque la primera acepción ha llegado a ser dominante desde que Van Arkaide escribió su artículo, aún usamos expresiones como las instituciones de Bretton Woods, que emplean el segundo sentido.

2. Para una crítica de este argumento, ver Chang (2005).

3. Un ejemplo interesante es el caso de la junta de planeación de Corea, Economic Planning Board (EPB). Aunque fue el centro de la intervención del gobierno hasta los años setenta, por diversas razones muchos burócratas de la EPB adoptaron la ideología neoliberal en los años ochenta. A comienzos de los noventa, algunos pidieron la abolición de su propio ministerio. Esto remite directamente al supuesto fundamental de la búsqueda de rentas de la economía ortodoxa. A menos que aceptemos la importancia de la agencia humana y la influencia de las ideologías sobre ella, nunca podremos entender por qué estos burócratas fueron contra sus intereses “objetivos” y abogaron por la reducción de su poder e influencia. Ver Chang y Evans (2005).

4. La necesidad del prestamista de última instancia, y por tanto, de un banco central, se percibió al menos desde el siglo XVII, pero sólo después de varios siglos de crisis financieras innecesarias los países que hoy son desarrollados establecieron un banco central, en la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. La mayoría de los economistas que defendían el mercado hasta este momento creían que el banco central sería perjudicial porque crearía lo que hoy llamamos “riesgo moral” entre los prestamistas (Chang, 2000).


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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