EL ESTADO SOCIAL SIN BIENESTAR. JUDICIALIZACIÓN DE LOS DERECHOS SOCIALES EN AUSENCIA DE UN RÉGIMEN REDISTRIBUTIVO EN COLOMBIA*
The Social State Without Welfare: Judicialization of Social Rights in the Absence of a Redistributive Regime in Colombia
O Estado Social Sem Bem-Estar: Judicialização dos Direitos Sociais na Ausência de um Regime Redistributivo na Colômbia
María Luisa Rodríguez Peñaranda1
Alberto Castrillón Mora2
* DOI: https://doi.org/10.18601/01245996.v27n53.06. Recepción: 05-05-2025 modificación final: 03-07-2025, aceptación: 12-06-2025. Sugerencia de citación: Rodríguez Peñaranda, M. L., Castrillón Mora, A. (2025). El estado social sin bienestar. Judicialización de los derechos sociales en ausencia de un régimen redistributivo en Colombia. Revista de Economía Institucional, 27(53), 103-131.
1 Doctora en Derecho Constitucional. Profesora Titular de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia, [mlrodriguezp@unal.edu.co], [https://orcid.org/0000-0002-8370-0496]
2 Especialista en Historia Económica. Profesor, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, Colombia, [alberto.castrillon@uexternado.edu.co], [https://orcid.org/0000-0002-0733-1318]
Resumen:
El artículo analiza el modelo colombiano de Estado social de derecho, mostrando cómo, en ausencia de un régimen institucional robusto de bienestar, se ha judicializado de forma fragmentaria y simbólica el acceso a derechos sociales. A partir de los modelos de Esping-Andersen, se argumenta que Colombia opera bajo una lógica residual, en la que la justicia actúa como proveedor subsidiario del salario social. Se propone un nuevo pacto social basado en la solidaridad, la universalidad y la corresponsabilidad entre Estado, mercado y familia.
Palabras clave: Estado social de derecho, bienestar, judicialización, derechos sociales, Colombia, redistribución; JEL: H53, I38, K38, O15
Abstract:
This article examines Colombia's model of the social rule of law, arguing that in the absence of a strong welfare regime, access to social rights has become fragmented and symbolic through judicialization. Drawing on Esping-Andersen's models, it shows that Colombia follows a residual logic, with the judiciary acting as a subsidiary provider of the social wage. A new social pact grounded in solidarity, universality, and shared responsibility among State, market, and family is proposed.
Keywords: Social rule of law, welfare, judicialization, social rights, Colombia, redistribution; JEL: H53, I38, K38, O15
Resumo:
O artigo examina o modelo colombiano de Estado social de direito e argumenta que, na ausência de um regime de bem-estar consolidado, os direitos sociais são judicializados de forma fragmentária e simbólica. Com base nos modelos de Esping-Andersen, mostra-se que a Colômbia segue uma lógica residual, na qual o Judiciário atua como provedor subsidiário do salário social. Propõe-se um novo pacto social baseado na solidariedade, universalidade e corresponsabilidade entre Estado, mercado e família.
Palavras-chave: Estado social de direito, bem-estar, judicialização, direitos sociais, Colômbia, redistribuição; JEL: H53, I38, K38, O15
El Estado de bienestar es uno de los logros institucionales más significativos de la modernidad. Su legitimidad y fortaleza dependen en buena parte de su capacidad para proteger a los ciudadanos frente a los riesgos sociales inherentes a la vida en sociedad, como la enfermedad, el desempleo, la vejez, la niñez, la ignorancia, el divorcio o el abandono. No se trata solo de corregirlos, sino de hacerlos socialmente soportables, mediante políticas públicas que garanticen un piso mínimo de seguridad y dignidad para todos los individuos (Kerstenetzky, 2017).
Cuando un Estado se compromete a destinar la mayor parte de sus recursos no únicamente al cumplimiento de sus funciones clásicas - defensa, seguridad, aduanas, comercio, infraestructura, justicia-, sino también a la garantía de condiciones materiales de existencia, puede hablarse con propiedad de un Estado social o de bienestar. Esta forma estatal ha sido identificada, desde sus orígenes, con una ampliación sustantiva de la ciudadanía, en tanto reconoce que el ejercicio efectivo de los derechos requiere condiciones sociales que lo hagan posible (Marshall & Bottomore, 1998; Muñoz de Bustillo, 2019).
Este artículo sostiene que el modelo colombiano de Estado social de derecho, al carecer de un régimen institucional de bienestar que promueva la universalidad, la solidaridad y la corresponsabilidad social, ha devenido en una política judicializada de reconocimiento de derechos sociales. Dicha política -deliberativa, atomizada y formalista- se caracteriza por su alto contenido simbólico, pero escaso efecto redistributivo y transformador, lo que compromete sus fundamentos materiales y su legitimidad democrática.
Para abordar el tema, en primer lugar haremos un recuento de los modelos de Estado del Bienestar catalogados, esquematizados, difundidos y revisados por Gøsta Esping-Andersen en sus tres obras principales3. Este rastreo nos permitirá evidenciar que, si bien Colombia carece de un modelo de Bienestar propiamente dicho, ello no ha impedido que los gobiernos impulsen con frecuencia ciertas políticas sociales, entendidas como acciones dirigidas a gestionar los riesgos sociales, orientadas principalmente a grupos específicos. Estas políticas suelen presentar una estructura de "capas geológicas", según la metáfora de José Antonio Ocampo, como "nuevos planes introducidos como innovaciones por gobiernos nuevos, pero que con frecuencia se superponen parcialmente a programas antiguos que no desaparecen" (Ocampo, 2008), y que, por tanto, carecen de cohesión o integralidad. Esta lógica fragmentaria no es exclusiva del caso colombiano; como advierte Kerstenetzky (2017), los modelos periféricos de bienestar tienden a estar marcados por un bajo nivel de institucionalización, una escasa coordinación intersectorial y una fuerte dependencia de políticas focalizadas, características que limitan su capacidad redistributiva y su potencial de universalización de derechos sociales.
Dicha característica de la política social nacional se conjuga con el segundo aspecto a abordar, consistente en analizar cómo la judicialización de los derechos sociales, económicos y culturales (DESC) presiona a la rama judicial a asumir un protagonismo creciente en la gestión de los riesgos sociales derivados tanto de los fallos del mercado como de los de la familia. Esta situación explica el actual atiborramiento de procesos a su cargo, su tendencia a la burocratización, la mora en las decisiones, el coste excesivo de su funcionamiento y sus limitaciones fiscales.
Para finalizar, propondremos cómo una política social fundada en la universalidad y la solidaridad, que involucre un gran pacto nacional entre los tres pilares del Estado del Bienestar -el mercado, la familia y el propio Estado-, puede gestionar de manera adecuada y suficiente los riesgos sociales: el desempleo, la enfermedad, el envejecimiento, la maternidad, el divorcio y la desprotección de la infancia, derivados de las fallas que cada uno de estos pilares produce. Como ha señalado Kerstenetzky (2017), el bienestar no puede depender exclusivamente de uno de estos pilares, pues su articulación funcional es condición para la eficacia redistributiva, la igualdad sustantiva y la autonomía individual. En tal esquema, la rama judicial asumiría de forma subsidiaria los déficits de reconocimiento de derechos ante las fallas del Estado del Bienestar, pero no en forma principal. De otro modo, como advierte Muñoz de Bustillo (2019), el reconocimiento formal de derechos sociales corre el riesgo de convertirse en una ficción vacía si no se sustenta en instituciones capaces de garantizar su provisión efectiva y universal.
1. EL ESTADO SOCIAL SIN BIENESTAR
Es ampliamente reconocido que la Constitución de 1991 encierra una profunda contradicción: por un lado, proclama como objetivo ético, político y jurídico la configuración de un Estado Social de Derecho, comprometido con la dignidad humana y la realización efectiva de la igualdad material; por otro, consagra un modelo económico que ampara la mercantilización de derechos fundamentales como la salud y la educación, legitima el ideario neoliberal y respalda la explotación ilimitada de los recursos naturales no renovables4.
Tal como ha señalado Kerstenetzky (2017), esta ambigüedad no es exclusiva del caso colombiano: varios Estados modernos han abrazado el discurso de la ciudadanía social sin comprometerse realmente con las estructuras institucionales y fiscales que permitirían materializarla. En el caso colombiano, esta tensión ha devenido en el principal motor del constitucionalismo contemporáneo: una maquinaria jurídica que opera en favor del modelo económico dominante, mientras distribuye dosis simbólicas de bienestar a través de la formalización de derechos ante la rama judicial, especialmente mediante la acción de la Corte Constitucional.
La promesa constitucional de hacer de Colombia un Estado Social de Derecho -es decir, de promover la igualdad sustantiva mediante el principio de solidaridad y la superación de las históricas jerarquías sociales- se ve frustrada por la simultánea obligación, también consagrada en la Carta, de mantener un modelo de acumulación de capital que impone políticas económicas de corte neoliberal. Como lo ha indicado Muñoz de Bustillo (2019), el Estado de Bienestar requiere no solo reconocimiento formal de derechos, sino mecanismos institucionales efectivos de redistribución y cohesión social, basados en compromisos fiscales sostenibles y en pactos políticos duraderos. Nada de esto se ha construido en Colombia.
La coexistencia entre promesas jurídicas futuras y realidades económicas presentes5 ha sido objeto de crítica por parte de diversos autores. Entre ellos destaca Óscar Mejía Quintana, quien denunció tempranamente esta trampa como la "constitucionalización del engaño y la mentira", una estrategia mediante la cual las élites colombianas lograron disfrazar antiguos esquemas de dominación hegemónica bajo los ropajes de un Estado social de derecho y una democracia participativa. En realidad, advierte Mejía, se trató de una "constitucionalización política de la exclusión" (Mejía, 2002, p. 61).
En este contexto, resulta pertinente recordar la advertencia de Margarita León (2022): sin pactos sociales inclusivos, deliberados y sostenidos en el tiempo, los derechos sociales tienden a convertirse en derechos nominales, frágiles, judicializados o directamente irrelevantes. La incapacidad de las sociedades contemporáneas para generar acuerdos redistributivos estables no solo erosiona la legitimidad del Estado, sino que debilita la democracia misma. La judicialización de los derechos, tan común en contextos como el colombiano, no es señal de fortaleza institucional, sino el síntoma más visible de la ausencia de una arquitectura sólida del bienestar.
En efecto, en este cuarto de siglo de jurisprudencia constitucional, la Corte Constitucional se ha convertido en una máquina de sueños en medio de una pesadilla. Con un promedio de 1.500 decisiones de tutela anuales, el alto tribunal no ha cesado en su empeño por persuadirnos de que Colombia cuenta con un moderno Estado social de derecho. Sin embargo, en estas dos décadas de existencia, el país ha reformado su legislación laboral y pensional para ajustarse a un mercado laboral formal cada vez más reducido, exigente y precario, profundamente globalizado y marcado por la plena mercantilización del trabajo.
1.1. ¿Qué es el Estado Social de Derecho?
Por definición, el Estado social de derecho constituye una forma de organización estatal que, avanzando más allá del simple reconocimiento de un Estado de derecho formal -esto es, basado en la legalidad, la división de poderes y la protección de las libertades individuales-, se compromete con la realización efectiva de la igualdad material de los ciudadanos, sobre la base del respeto a la dignidad humana.
Esta relectura del Estado transforma la concepción del individuo, dotándolo de un carácter ético6, no solo como sujeto de derechos formales, sino también como titular de derechos sociales fundamentales cuyo cumplimiento requiere condiciones institucionales, políticas y económicas adecuadas. Esta concepción ha sido ampliamente desarrollada por la teoría del Estado de Bienestar, en tanto reconoce que la ciudadanía plena exige la garantía de condiciones materiales mínimas que permitan a todos los individuos ejercer sus derechos en pie de igualdad.
Desde el punto de vista jurídico, el Estado social de derecho fue consagrado como principio fundante en la Constitución de 1991, dotado de una fuerza normativa que obliga a todas las autoridades a orientar sus actuaciones conforme a dicho modelo. Esto le otorga a la Corte Constitucional un papel central como guardiana del mandato de justicia material, especialmente a través del control de constitucionalidad y la tutela de derechos fundamentales.
Políticas, porque uno de los fines constitucionales de las autoridades consiste en promover políticas públicas orientadas al cumplimiento de los deberes sociales tanto del Estado como de los particulares. En efecto, el Estado social de derecho no es únicamente una estructura jurídica, sino un principio normativo que permea todo el ordenamiento, funcionando como criterio hermenéutico para la interpretación de los derechos fundamentales, orientador de las decisiones de política pública y directriz para la cualificación integral de la ciudadanía.
En suma, el Estado social de derecho establece una orientación clara respecto a la función pública y su finalidad: garantizar el respeto de los derechos fundamentales -entre ellos los derechos sociales, económicos y colectivos- y articular esfuerzos públicos y privados para corregir desigualdades estructurales que afectan a personas y grupos en condiciones de desventaja social o económica.
Ahora bien, la incorporación del Estado social de derecho en Colombia -apenas en 1991- ocurrió en un momento en que su elaboración teórica y práctica ya había recorrido un largo trayecto en los países más avanzados, desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XX. Esta adopción tardía, en un entorno institucional sin tradición redistributiva consolidada, explica por qué su recepción ha sido más formal que sustantiva, y su comprensión, apresurada y fragmentaria.
En Europa, los debates constitucionales en torno a la naturaleza jurídica de los derechos sociales (si son exigibles, si tienen fuerza normativa, si vinculan a los jueces y poderes públicos) produjeron profundas controversias. Sin embargo, terminaron derivando, al menos en los países de bienestar consolidado, en un acuerdo político-institucional expresado en la figura del Estado de bienestar (Bea, 1993, p. 112).
El Estado de bienestar, por su parte, es un modelo de organización estatal y social según el cual el Estado asume la responsabilidad de proveer servicios y garantías sociales básicas a toda la ciudadanía, con el objetivo de reducir la desigualdad y ampliar las condiciones materiales para el ejercicio efectivo de la ciudadanía (Kerstenetzky, 2017; León, 2021). A diferencia del Estado social de derecho, que puede quedar atrapado en una dimensión más jurídica o simbólica -como ocurre en Colombia-, el Estado de bienestar implica una institucionalidad concreta orientada a la redistribución, la universalidad de derechos y la promoción del bienestar colectivo.
Este tránsito de un enfoque centrado en la particularidad (vinculada a una necesidad específica o a un grupo determinado) hacia uno universalista es clave. Como señala Herrera (2003, p. 85), en el Estado de bienestar moderno "reside en su pretensión de eliminar la idea de particularidad de la necesidad ligada a una categoría social determinada, que era consustancial a la primera matriz del Estado intervencionista". Porque es "a través de la extensión del sistema de seguridad social a todos los ciudadanos, sin límites de ingresos, (que) la idea de integración social toma la forma de universalidad".
Precisamente, esta vocación universalista del Estado de bienestar permite evitar el riesgo de que las respuestas institucionales a la desigualdad se estructuren como soluciones parciales, sectoriales o focalizadas que -en lugar de resolver el problema- lo reproduzcan o incluso lo profundicen. De ahí que, en Europa, el concepto de Estado social de derecho esté subordinado o, más bien, presuponga la existencia de un Estado de bienestar robusto. En esta tradición, el primero representa una superación jurídica del segundo, pero siempre lo incluye como base material indispensable.
Además, el carácter judicializado que puede adquirir el Estado social de derecho -al convertir los derechos sociales en demandas litigiosas aisladas, desprovistas de un consenso redistributivo- ha llevado a que algunos países europeos se aproximen a su implementación con prudencia. A cambio, han desarrollado políticas públicas sostenidas de protección y cohesión social, entendidas no como respuestas a conflictos individuales, sino como intervenciones estructurales del Estado.
En síntesis, el Estado de bienestar responde a una lógica de corrección de las desigualdades estructurales generadas por el mercado, el ciclo económico y el trabajo precario. Mediante una combinación de regulación, protección social, provisión pública y fiscalidad progresiva, busca garantizar condiciones mínimas de vida para todos los ciudadanos y residentes, dentro y fuera del mercado laboral (Kerstenetzky, 2017; León, 2021; Navarro, 2004).
Según Vicenç Navarro (2004), el Estado de bienestar se estructura en torno a cuatro tipos de intervención estatal que buscan garantizar el bienestar y la igualdad de la población, corrigiendo las deficiencias del mercado y los riesgos inherentes a la vida social:
En términos operativos, las políticas del Estado de Bienestar pueden agruparse en cuatro grandes tipos de intervención estatal, todas ellas orientadas a reducir las desigualdades sociales y garantizar niveles mínimos de bienestar a la población (Navarro & Quiroga, 2004):
2. MODELOS DEL BIENESTAR
Ahora bien, de la mano de Esping-Andersen7, hemos aprendido que existen cuatro grandes modelos de Estado de Bienestar que se han impuesto en distintas regiones del mundo: i) el modelo escandinavo socialdemócrata, ii) el modelo continental europeo conservador, iii) el modelo anglosajón liberal, y iv) el modelo de los "antípodas", mediterráneo y asiático, que puede considerarse un modelo de bienestar de los asalariados8.
Cada uno de estos modelos se corresponde con un área geográfica específica y con una trayectoria política particular, en la que el sindicalismo, el movimiento obrero y los partidos políticos han sido factores determinantes para su configuración. Si algo comparten todos los modelos de bienestar, es que: i) surgen en el seno de sociedades económicamente avanzadas; ii) son producto de la negociación entre fuerzas sociales, impulsadas por la movilización obrera; iii) implican una transición desde economías rurales hacia sociedades de clases medias, institucionalizando preferencias de clase; y iv) no requieren de su constitucionalización más allá de la consagración de principios como el Estado Social de Derecho.
Podría también afirmarse que el Estado de Bienestar surge, en buena parte, como respuesta al temor frente al avance de proyectos alternativos al orden capitalista -como el socialismo o el anarquismo- y que dicho temor actuó como motor del progreso social. Pero además, como ha señalado Esping-Andersen (2000, pp. 51-52), "si pretendemos que tenga algún sentido, el estado del bienestar ha de ser algo más que política social: se trata de una construcción histórica única, de una redefinición explícita de todo lo relativo al Estado".
Dicha redefinición implica la construcción de un acuerdo nacional amplio que articule los tres pilares fundamentales: el Estado, el mercado y la familia. Ningún modelo de bienestar puede sostenerse exclusivamente en la acción pública. Su desarrollo es más probable cuando existe una ciudadanía políticamente activa, respaldada por derechos civiles y políticos que acompañan el régimen democrático. En esa línea, la idea de plena ciudadanía postulada por Marshall (1950) incluye no solo los derechos civiles y políticos, sino también los derechos sociales.
A continuación abordaremos cada uno de los modelos:
i) Modelo escandinavo o socialdemócrata
El primero de los modelos es el escandinavo, que aglutina a los países más desarrollados del norte de Europa, como Suecia, Noruega y Dinamarca. Sus pilares fundamentales son: el universalismo, la desmercantilización de los derechos sociales -extendidos a través de una sólida y robusta clase media- y la desfamiliarización del cuidado, en particular del trabajo no remunerado de las mujeres.
La denominación de "socialdemócrata" responde, según Esping-Andersen, a que en estos países "la socialdemocracia fue sin duda la fuerza dominante impulsora de la reforma social. Más que tolerar un dualismo entre Estado y mercado, entre clase obrera y clase media, los socialdemócratas buscaban un Estado de bienestar que promoviera una igualdad en los estándares más elevados, no una igualdad en las necesidades mínimas como se buscaba en otros sitios" (Esping-Andersen, 1993, p. 48).
Esto supuso: i) una respuesta eficaz a los gustos más diferenciados de la clase media mediante servicios y prestaciones públicas de alta calidad, y ii) la garantía de igualdad a través de la completa participación de los trabajadores en los beneficios tradicionalmente reservados a las clases más pudientes.
Este modelo, si bien respeta expectativas diferenciadas, distribuye subsidios y servicios públicos a todas las clases sociales -educación, salud, recreación, cuidado infantil, licencias de maternidad prolongadas, subsidios por desempleo-, promoviendo así una fuerte identificación con el sistema. Todos son, de alguna manera, beneficiarios y, por tanto, defensores del modelo.
En cuanto a su política de emancipación, el modelo socialdemócrata no espera a que las redes familiares se vean desbordadas. A diferencia del modelo corporativo continental, busca socializar desde el inicio los costes del cuidado. Su ideal no es maximizar la dependencia de los individuos respecto de la familia, sino fortalecer su autonomía. Por ello, dirige directamente políticas hacia la infancia, los adultos mayores y los más vulnerables, con prestaciones públicas y cuidado directo.
Una de sus características centrales es la fusión entre bienestar y trabajo: el Estado asume la obligación de garantizar el pleno empleo. El derecho al trabajo adquiere el mismo rango que el derecho a la protección social. Las políticas de género, por tanto, son clave para alcanzar este equilibrio entre empleo, igualdad y autonomía.
Este compromiso público con la creación de infraestructuras, instituciones y servicios dirigidos a cubrir todas las facetas poco rentables de la vida (como la infancia, la vejez, la discapacidad, el embarazo o el desempleo) explica por qué en este modelo la exigencia ciudadana del cumplimiento del Estado social raramente se judicializa. En su lugar, se canaliza mediante trámites administrativos de carácter local y con alta eficacia.
Cabe destacar, finalmente, que este es el modelo que presenta los menores niveles de fraude y que, sin proponérselo como objetivo explícito, ha alcanzado los mayores niveles de redistribución.
ii) El modelo conservador, corporativista o continental europeo
Este modelo predomina en países como Francia, Austria, Alemania e Italia. En estos contextos, el legado histórico del corporativismo estatal fue fortalecido para responder a la nueva estructura "postindustrial" de clases. A diferencia del modelo liberal, aquí la eficiencia del mercado y la mercantilización no han ocupado un lugar relevante; en cambio, la concesión de derechos sociales nunca fue objeto de controversia profunda, ya que lo prioritario ha sido la conservación de las diferencias. Por esta razón, los derechos tienden a estar vinculados al estatus y la clase social.
El corporativismo fue absorbido por una estructura estatal que estaba sólidamente preparada para reemplazar al mercado como proveedor del bienestar social. Así, los seguros privados y los beneficios complementarios vinculados al empleo pasaron a ocupar un rol marginal. No obstante, el énfasis de este modelo en reforzar las jerarquías sociales implica que su impacto redistributivo sea prácticamente nulo. A esto se suma que gran parte de los beneficios sociales se concentran en sectores de alta formalización y con fuerte capacidad de reclamo, como la rama judicial o las fuerzas armadas.
Este modelo también suele estar vinculado a una fuerte influencia de la Iglesia, la cual promueve una visión tradicional de la familia. En consecuencia, la seguridad social suele excluir a las mujeres que no están insertas en el mercado laboral, y los subsidios familiares tienden a reforzar la maternidad como rol exclusivo. La provisión de servicios públicos como guarderías y centros de atención familiar es limitada, pues opera bajo el principio de subsidiariedad: el Estado solo interviene cuando la familia ha agotado su capacidad para atender a sus miembros. Esto se traduce en una alta familiarización de la mujer, es decir, en una carga desproporcionada de las tareas de cuidado que refuerza su dependencia respecto del hogar y su desvinculación del mercado laboral.
iii) El modelo anglosajón o liberal
Este modelo se encuentra en países como Inglaterra, Estados Unidos, Canadá y Australia, es decir, en la órbita de la Commonwealth. Se caracteriza por un enfoque asistencialista y residual, en el que la ayuda estatal se otorga únicamente tras la comprobación de necesidad -conocida como "means testing"- y bajo fuertes condicionamientos. Las transferencias universales son modestas y los esquemas de seguridad social limitados, dirigidos sobre todo a poblaciones con ingresos bajos, fundamentalmente trabajadores de clase obrera dependientes del Estado.
En estos países, las reformas sociales han sido históricamente limitadas por normas tradicionales de inspiración liberal y por una ética del trabajo que desincentiva el acceso a la protección estatal. Esto se traduce en una oferta de servicios públicos muy reducida y en subsidios condicionados, de bajo monto, y con una fuerte carga de estigmatización. Los beneficiarios suelen ser vistos con recelo, y las políticas públicas operan bien pasivamente -garantizando solo mínimos- o activamente -fomentando esquemas privados de protección social mediante subsidios.
Este régimen busca maximizar la rentabilidad del trabajo mediante su plena mercantilización. Limita con eficacia la expansión de los derechos sociales y produce un orden de estratificación particular: una relativa igualdad entre pobres que reciben ayuda estatal, junto a una mayoría que accede a bienes y servicios sociales a través del mercado. El resultado es un sistema dual, en el que el bienestar se distribuye según la capacidad de pago, y donde las brechas de clase se reproducen con intensidad.
A diferencia de los modelos europeo continental o escandinavo, el modelo liberal rara vez ha requerido de la intervención judicial para activar o proteger los derechos sociales. El desarrollo del Estado de bienestar no ha sido una cuestión jurídica ni constitucional, sino una política pública de corte económico y administrativo. Por ello, su diseño ha sido objeto de estudio principalmente por economistas, politólogos e historiadores, más que por constitucionalistas.
Este hecho podría explicar la limitada configuración jurídica de los derechos sociales como derechos fundamentales exigibles en tribunales. No obstante, el rápido desarrollo de políticas sociales en estos países ha compensado esta omisión, haciendo que la ausencia de reconocimiento judicial no represente un obstáculo significativo para su aplicación efectiva.
Cabe señalar que, en estos contextos, los principales reclamos judiciales se han desplazado hacia la reivindicación de derechos culturales, étnicos o identitarios, ante la homogeneización cultural que impone un modelo de bienestar anclado en los valores de la clase media blanca, nacional y masculina. Las acciones jurídicas tienden a dirigirse a corregir ciertas fallas del Estado de bienestar, más que a ampliar sus márgenes de cobertura social.
En suma, el modelo liberal se consolidó en contextos de alta madurez institucional y consenso político en torno a un Estado social mínimo. Aunque sin el respaldo de una arquitectura constitucional robusta, logró imponerse como una solución pragmática frente a la pobreza, sin cuestionar en profundidad las dinámicas estructurales de desigualdad.
iv) Modelo mediterráneo, residual o de los asalariados
Este modelo se encuentra en los países del sur de Europa, como España, Italia, Grecia y Portugal. Se caracteriza por una limitada cobertura del bienestar, una marcada segmentación ocupacional y una fuerte dependencia de la familia como principal garante de seguridad social. A diferencia del modelo escandinavo o incluso del continental europeo, el Estado en el modelo mediterráneo cumple una función residual y subsidiaria, interviniendo solamente cuando el mercado y la familia han fallado.
En este contexto, los derechos sociales están escasamente desmercantilizados y poco universalizados: su acceso depende casi exclusivamente del empleo formal. Como señala Esping-Andersen (2000), en estos países solo se ha desarrollado de manera plena el sistema de pensiones, mientras que otros programas sociales permanecen limitados (El resto del sistema de bienestar -guarderías, ayudas familiares, subsidios de desempleo o vivienda social- permanece subdesarrollado, cuando no ausente.
El peso del bienestar recae, por tanto, sobre la familia, lo que ha reforzado una fuerte familiarización de los cuidados, especialmente en detrimento de las mujeres, quienes soportan la mayor carga del trabajo doméstico y reproductivo no remunerado. Este patrón de protección social reproduce desigualdades de género y obstaculiza la emancipación femenina, al tiempo que perpetúa un modelo de ciudadanía social fragmentaria y débil.
La judicialización de los derechos sociales ha sido mínima, y el derecho constitucional ha jugado un papel marginal en la expansión del bienestar. Aunque en años recientes se han impulsado reformas parciales, el modelo continúa mostrando una escasa redistribución, un bajo nivel de cohesión institucional y una ciudadanía social restringida a ciertos sectores protegidos del mercado laboral.
3. LAS PARTICULARIDADES COLOMBIANAS: EL BIENESTAR RESIDUAL DESDE LA JUSTICIA
En el caso colombiano, el establecimiento del Estado Social de Derecho se realizó al margen del mercado y de la familia, lo que ha generado serias disfuncionalidades en la actuación de las ramas del poder público. Esta situación se manifiesta en una sobrecarga para la rama judicial y en un compromiso apenas tibio por parte de las ramas ejecutiva y legislativa.
Desde el punto de vista jurídico, la igualdad real, junto con los derechos sociales y la identificación de los sujetos de especial protección, conforman la tríada estructural que sostiene el andamiaje del Estado Social de Derecho. Considerar estos tres elementos como parte de su "estructura ósea" implica reconocer que de su solidez depende la estabilidad del conjunto institucional. Además, la funcionalidad del modelo reposa en la sinergia entre ellos: si alguno de estos componentes se desconecta de los demás, el sistema pierde coherencia y eficacia.
El compromiso social que se desprende del modelo constitucional colombiano implica, al menos formalmente, la búsqueda de una mayor igualdad sustantiva. Sin embargo, aunque el Estado Social de Derecho proclama el cumplimiento de los derechos fundamentales, su credibilidad se juega, sobre todo, en la garantía efectiva de los derechos sociales. Un Estado social vigoroso en declaraciones, reconocimientos y retórica autocrítica, pero débil en políticas públicas y en provisión de bienestar, difícilmente puede reivindicar su título sin desnaturalizarse. Y esto, precisamente, es lo que ha ocurrido en Colombia: el Estado Social de Derecho se ha reducido a un compromiso jurídico, sin respaldo político. Como es sabido, por sí solo, el derecho -por ambicioso que sea- es una herramienta limitada, fragmentaria e incierta para lograr transformaciones sociales profundas.
En la práctica, los riesgos sociales -la enfermedad, el desempleo, la pobreza, la exclusión- recaen sobre la mayor parte de la población sin que sean absorbidos adecuadamente ni por el mercado ni por la familia. Solo una parte del Estado, la rama judicial, intenta ofrecer alguna forma de respuesta.
Como resultado de esta configuración, y ante la escasez de recursos, la falta de una planificación pública equitativa y la ausencia de un proyecto claro de Estado de Bienestar, la justicia -condicionada además por la lógica mercantilista y la estigmatización de las políticas sociales- ha optado por focalizar la protección mediante un criterio de priorización jurídica: la categoría de sujetos de especial protección y los enfoques diferenciales que la acompañan. Así, el bienestar se administra no desde una lógica universal, sino desde una selección judicializada de poblaciones vulnerables, lo que reduce el potencial redistributivo del modelo.
3.1. Los sujetos de especial protección
Dentro de los múltiples compromisos que el Estado colombiano asumió, inspirado en el modelo del Estado Social de Derecho, se encuentra el de brindar un amparo especial a aquellas personas más propensas a la vulnerabilidad, agrupadas bajo el concepto de sujetos de especial protección.
Este concepto aparece expresamente en la cláusula de igualdad, cuando el último inciso del artículo 13 consagra la vocación del Estado de proteger con especial énfasis a aquellas "personas que por su condición económica, física o mental se encuentren en circunstancias de debilidad manifiesta y sancionará los abusos o maltratos que contra ellas se cometan".
De la lectura de este inciso se desprende con claridad que las personas de escasos recursos (pobres), las personas con discapacidad y aquellas con condiciones mentales extraordinarias o deficientes son las primeras llamadas a recibir la protección del Estado (también reforzada en el art. 47), así como la consideración y respeto por parte de los particulares.
No obstante, la Constitución fue profusa en la identificación de otros sujetos de especial protección. En el capítulo 2, relativo a los derechos sociales, económicos y culturales, se consagró expresamente la protección de los niños, con énfasis en los menores de un año (art. 50) y los adolescentes (art. 44); de la mujer durante el embarazo y después del parto, así como de la mujer cabeza de familia (art. 43); de los ancianos (art. 46); de los trabajadores y trabajadoras -especialmente durante el embarazo-, de los trabajadores menores de edad (art. 53), y de las minorías étnicas (art. 7).
El lector advertirá que los homosexuales, reclusos, desplazados y reinsertados no cuentan con una protección especial expresa en la Constitución. Sin embargo, el desarrollo jurisprudencial, cada vez más amplio, ha determinado que los sujetos de especial protección no están delimitados de manera taxativa, dado que el concepto incluye una cláusula abierta que abarca a todas las personas en circunstancias de "debilidad manifiesta".
La configuración jurídica de esta categoría resulta conflictiva y compleja, ya que involucra a personas que pertenecen a grupos históricamente discriminados (minorías étnicas, homosexuales), a quienes atraviesan coyunturas de vulnerabilidad (mujeres embarazadas, madres cabeza de familia), a quienes exigen mayor inclusión (personas con discapacidad), o a quienes reclaman un acceso igualitario a los derechos fundamentales (personas LGBTIQ+).
Si bien muchos sujetos de especial protección están definidos por rasgos identitarios fijos e incluso inocultables (como las minorías étnicas, personas con discapacidad o las mujeres), otras características pueden derivarse de decisiones personales (como la orientación sexual)9, mientras que muchas otras responden a condiciones socioeconómicas que afectan, de hecho, a la mayor parte de la población en algún momento de su ciclo vital.
Nos referimos aquí a una población que nace, trabaja, procrea y envejece en un contexto de alta fragilidad laboral. El trabajo, como principal fuente de ingresos y medio de acceso a la seguridad social (salud, pensión de invalidez, vejez o sobrevivencia), marca profundamente la estabilidad familiar. En un sistema donde el ciudadano debe procurarse, mediante su capacidad de pago, la mayoría de bienes y servicios -incluyendo salud y educación-, el acceso al trabajo (y sus obstáculos) se convierte en el principal criterio para determinar la condición de sujeto de especial protección.
La ausencia de una política estatal de pleno empleo refleja cómo esta función ha sido delegada al mercado, lo que implica una plena mercantilización del ciudadano.
Otra forma de analizar la categoría es identificar aquellas fases, condiciones y hechos que interrumpen o imposibilitan la plena capacidad laboral: infancia, adolescencia, vejez, embarazo, enfermedad, discapacidad, trabajo precario o no cualificado, subempleo o desempleo. Todas estas condiciones convergen nuevamente en la categoría de sujetos de especial protección.
Dicho de forma más sencilla: aquellas personas cuyo acceso al trabajo, y por tanto a una remuneración estable y suficiente, ha sido históricamente limitado, inestable o inexistente, integran potencialmente esta categoría.
Aquí se plantea una paradoja: mientras la noción de sujetos de especial protección rompe con el universalismo igualitario del formalismo jurídico y del liberalismo político y económico, en el contexto colombiano -donde la vulnerabilidad es una constante para el ciudadano promedio- esta especificidad se convierte, de hecho, en generalidad.
Así, la particularidad retorna a la generalidad, pero no tanto para el acceso igualitario a los derechos fundamentales, sino más bien a los derechos sociales. Esta situación fáctica revienta los límites normativos que justifican una categoría específica de protección.
Además, aunque el constituyente optó por la expresión "sujetos de especial protección" para evitar el carácter estigmatizante de otras denominaciones como "minorías" o "grupos desaventajados", lo cierto es que, al igual que las minorías, los sujetos de especial protección "no constituyen colectivos estancos y homogéneos (…) y debe quedar claro que la eventual pertenencia de un individuo a una minoría concreta no agota la personalidad del mismo; refleja simplemente, la presencia en ese individuo de un determinado rasgo (…)" (Amuchástegui, 1994, p. 150).
Este ha sido uno de los principales cuestionamientos en torno a la pertinencia de diseñar políticas preferenciales. En sociedades donde los individuos tienen identidades complejas, roles múltiples y estatus en disputa, enfatizar un solo rasgo puede generar una sensación de "encasillamiento". Más aún cuando se conjugan diversas formas de opresión como lo percibe el enfoque interseccional.
Incluso si el reconocimiento como sujeto de especial protección fortalece la conciencia sobre las discriminaciones históricas, también puede implicar una visibilidad excesiva o una sobreexposición que resulte agobiante. Este fenómeno ha sido caracterizado por Manuel Delgado como "el derecho a la indiferencia", y se manifiesta, por ejemplo, cuando términos como "desplazado" adquieren connotaciones peyorativas entre los propios estudiantes de escuelas públicas.
Aunque en ocasiones los reclamos de los sujetos de especial protección buscan acceso igualitario a los derechos fundamentales, en la mayoría de los casos -y especialmente ante la judicialización- se relacionan con los derechos sociales y económicos.
La conexión entre los sujetos de especial protección y los derechos sociales es evidente: la mayoría de las solicitudes de estas personas se enfocan en temas como salud, educación, vivienda, pensión y, en general, el derecho al mínimo vital. Todos estos derechos remiten al principio de dignidad humana, ahora revestido del derecho fundamental a vivir bien, vivir como se quiere y vivir sin humillaciones.
Si bien deberían existir diversas vías para exigir estos derechos, en la práctica la acción de tutela se ha convertido en el mecanismo más viable, incluso considerando la relativa flexibilidad de la agencia oficiosa.
Este mecanismo privilegia al individuo sobre el colectivo -aunque esto se matiza con la figura del estado de cosas inconstitucional- y contribuye, en ocasiones, a disgregar los denominadores comunes de la sociedad: la mayoría somos trabajadores, con acceso limitado al empleo y con una necesidad acuciante de una seguridad social más fuerte. Estas premisas fundamentales tienden a diluirse en la fragmentación que producen los enfoques diferenciales, exaltando las aparentes diferencias por encima de las necesidades compartidas.
3.2. Sujetos de especial protección y riesgos sociales
Desde una perspectiva más técnica, todos los sujetos de especial protección (niños, adolescentes, adultos mayores, mujeres en estado de embarazo o lactancia, comunidades étnicas y afrocolombianas, personas LGBTI, desplazados y reclusos) (Rodríguez, 2016) pueden ser incluidos en los llamados riesgos sociales, clasificados por Esping-Andersen (2000) en tres grandes ejes: i) riesgos de clase, ii) riesgos de trayectoria vital y iii) riesgos intergeneracionales.
Los riesgos de clase se definen como la probabilidad de que los riesgos sociales se distribuyan de forma desigual entre los diversos estratos. Este concepto, atravesado por la noción de clase social, parte de la premisa de que la cualificación profesional determina el nivel de ingreso, el riesgo de desempleo y la exposición a daños en la salud. En particular, aquellos trabajadores con menor cualificación tienden a tener ingresos más bajos y mayor vulnerabilidad.
Los riesgos de trayectoria vital evidencian que la pobreza se concentra especialmente en dos fases etarias pasivas de la vida: la infancia y la vejez. Sin embargo, esta condición se extiende también hacia la adolescencia y la adultez temprana, donde se ubican experiencias como la maternidad y la lactancia.
Por último, los riesgos intergeneracionales aluden a la forma en que las oportunidades vitales se transmiten con desigualdad de una generación a otra en función de factores como la herencia económica, racial, social, lingüística o religiosa. Así, la discriminación estructural reproducida a lo largo del tiempo impide a ciertos colectivos -como las comunidades étnicas y afrocolombianas, o las minorías religiosas- acceder equitativamente al "boleto al éxito".
Ahora bien, los modos de afrontar estos riesgos derivan de tres modelos de solidaridad dentro del Estado de bienestar: residual, corporativista y universalista.
Mientras el modelo residual divide a la sociedad entre una mayoría autosuficiente (que accede a la prosperidad a través del mercado) y una clientela estatal minoritaria y dependiente, este esquema tiende a perpetuar la pobreza mediante subsidios condicionados, otorgados bajo una mirada de estigmatización. La gran paradoja del modelo colombiano es que, frente a los riesgos sociales, tanto el Estado como el mercado trasladan la mayor carga a la familia, institución que, como en otras latitudes, se encuentra en crisis10, aunque con particularidades propias.
El 51 % de los hogares en Colombia están encabezados por mujeres, no necesariamente en esquemas monoparentales11. Estas mujeres, con cargas familiares, son empujadas a mercantilizarse plenamente sin dejar de asumir el cuidado de sus hijos, con escasa ayuda estatal focalizada hacia los más pobres (guarderías, comedores comunitarios, bienestarina).
En el 49 % restante, correspondiente a hogares biparentales, particularmente en clases medias y altas, se observa una escasa redistribución de las tareas domésticas. Estas suelen ser delegadas a trabajadoras domésticas provenientes de estratos bajos, quienes a su vez dejan a sus hijos al cuidado de familiares o incluso solos, evidenciando un patrón de desplazamiento del cuidado. Estas mujeres, además, están sometidas a jornadas extensas y coberturas mínimas, en un sistema marcado por la verificación de ingresos y la burocracia.
En el caso de las mujeres de clase media-baja, jefas de hogar y con limitadas posibilidades de liberarse de las tareas de cuidado, suele producirse una solidaridad intergeneracional con sus madres. Así, la hija -convertida en madre- delega el cuidado de sus hijos a su propia madre -ahora abuela-, quien, ante la ausencia de una seguridad social universal para la vejez, termina dependiendo de los ingresos generados en ese rol de cuidadora.
Cuando se trata de familias monoparentales o biparentales con capacidad económica, ya sea porque la mujer trabaja o es ama de casa con ingresos, suele optarse por la contratación de servicios externos. No obstante, estos han venido encareciéndose.
La formalización del trabajo doméstico y la inestabilidad del sector hacen que el costo anual de contratar y mantener una trabajadora doméstica supere el salario mínimo legal más prestaciones sociales12. Si se considera que el 55 % de la población en Colombia está desempleada y que solo el 47 % de los ocupados tiene empleo formal13 -de los cuales apenas el 21 % percibe ingresos superiores a cuatro millones de pesos-, es evidente que el 79 % de la población no puede acceder a este tipo de servicios. Por lo tanto, la contratación externa para el cuidado de niños, adultos mayores y mantenimiento del hogar es hoy un privilegio reservado a una minoría.
Dado que la familia no puede cumplir eficientemente con el rol de contención frente a los riesgos sociales, resulta insuficiente e inadecuado trasladarle esa responsabilidad.
En este contexto, una política pública que apunte a la desfamiliarización de la mujer -sin condicionamientos y con equipamientos de calidad como guarderías y medidas de conciliación laboral y familiar- tendría un impacto profundo tanto en el funcionamiento del mercado como en la reducción de las presiones sobre el Estado.
ii) El rol de la Corte Constitucional: la Constitución como talismán
Junto a las miles de decisiones que tratan sobre el Estado social de derecho, pálidamente se asoman tres en las que la Corte Constitucional se refirió al Estado de bienestar, la última de ellas (Sentencia C-1064/01 M.P. Manuel José Cepeda y Jaime Córdoba Triviño). En esta providencia, luego de hacer un recuento detallado sobre los orígenes del Estado Social de Derecho, los ponentes advierten: i) que el Estado Social de Derecho, como fórmula política, no es idéntico ni tiene una relación necesaria con el modelo económico del "Estado de Bienestar"; (…) "el Estado de bienestar es compatible con el Estado Social de Derecho pero no es su única manifestación institucional"; ii) recordaron que ya había sido señalado en su jurisprudencia que el Estado Social de Derecho trasciende las contradicciones del Estado de bienestar, por cuanto: "el Estado de bienestar, que pretendió promover a extensos sectores marginados de los beneficios sociales a través de una política económica basada en la construcción de obras públicas, en el subsidio a diversas actividades de producción y en la extensión de servicios gratuitos, desembocó en muchos casos en crisis fiscal y evidenció sus contradicciones al transferir más poder a los grupos poderosos de la sociedad contratados por el mismo Estado para acometer sus proyectos y liberados por éste de la prestación de otros servicios. A lo anterior se vino a sumar el crecimiento incontrolado del aparato burocrático administrativo y su ineficiencia para resolver los problemas de una sociedad capitalista compleja"; por ende, iii) las políticas sociales basadas en una economía social de mercado, con iniciativa privada pero con una "cierta" intervención redistributiva de la riqueza y de los recursos, permiten corregir los excesos individuales o colectivistas; iv) el ordenamiento jurídico consagra tanto derechos programáticos, que dependen de las posibilidades presupuestales del país, como derechos prestacionales14, que dan lugar -cuando se cumplen los requisitos para ello- al ejercicio de un derecho público subjetivo, en cabeza del individuo y a cargo del Estado15.
En consecuencia, de lo anterior se deduce que el Estado social de derecho, entendido como una forma de organización del poder público que se compromete con la justicia y la equidad, y que pone al Estado al servicio de los individuos justificando su existencia en cuanto satisfaga los fines constitucionales signados como principios de solidaridad e igualdad, ha sido difundido por el derecho constitucional como la fórmula sacra, la estrategia de salvación, el talismán que basta con ser invocado para surtir efecto; es decir, como un símbolo del derecho. Transformar una sociedad pobre en una sociedad protectora de los derechos sociales y económicos por el mero efecto de las palabras.
En este sentido, el reconocimiento que el constituyente hizo de los sujetos de especial protección es, en sí mismo, un progreso jurídico, en tanto dotó de mayor visibilidad a aquellos grupos o colectivos históricamente ignorados, y que ahora, gracias a la misma jurisprudencia de la Corte Constitucional, han obtenido mayor atención a sus reclamos, a la difusión de su sufrimiento y al relato de su exclusión. De este modo, la grieta creada entre la consignación de unos derechos sociales abstractos y un mercado laboral que opera sin grandes restricciones -en el marco de un Estado con políticas timoratas e insuficientes en materia social- ha sido, en cierta medida, remendada por la jurisprudencia de la Corte Constitucional y la acción de tutela como mecanismo de protección de los derechos fundamentales, dentro de los cuales se incorporan los derechos sociales, económicos y culturales (DESC).
El modelo colombiano de política social implica que los condicionamientos para acceder a los derechos sociales requieren reclamo judicial, que tras ser obtenido mediante una sentencia, debe ejecutarse mediante otro trámite administrativo. Se trata de un embudo, donde la verificación de necesidades (debilidad manifiesta) y de ingresos (cargas mínimas soportables) torna aún más residual su obtención. A esto se suma que el salario social no pretende cubrir siquiera a una parte específica de la población objeto, pues ante necesidades idénticas y comunes, las lógicas judiciales actúan caso a caso, con resultados variables frente a riesgos similares, lo que acentúa la inequidad en la repartición de los derechos sociales.
Una importante excepción al individualismo que impulsa la actividad judicial la constituyen las sentencias que, al unificar los reclamos, ofrecen respuestas abarcadoras para una población extensa que comparte una similar vulneración masiva de derechos fundamentales: las sentencias de estado de cosas inconstitucionales. Entre ellas destaca, como caso emblemático, aquella que atendió los reclamos de la población en situación de desplazamiento forzado y ordenó, a su vez, la creación de una sala de seguimiento para acompañar y vigilar su cumplimiento (sentencia T-025/04). A través de esta decisión y sus autos, con más de dos década de existencia, el colectivo de los desplazados -como víctimas de una catástrofe humanitaria- obtuvo un estatus social frente al Estado que le permitió organizarse colectivamente y empoderarse como vocero de sus propias necesidades.
Ahora bien, sobre la eficacia en la materialización de los DESC mediante las órdenes cruzadas a diferentes órganos del Estado impartidas en una sentencia, y el establecimiento de indicadores de cumplimiento, la doctrina nacional (Rodríguez Garavito, 2013, p. 905) ha solido destacar -desde la recepción de un enfoque constructivista impulsado por M. McCann- que los efectos indirectos y simbólicos de las decisiones estructurales "pueden tener consecuencias jurídicas y sociales que son tan profundas como los efectos directos, materiales de la decisión". Esto contrasta con la preocupación de los neorrealistas, como escuela de análisis del impacto de las sentencias, que destaca ante todo el carácter material de la decisión. Tal preocupación encuentra respaldo en los estudios empíricos adelantados por G. Rosenberg a propósito de la sentencia Brown vs. Board of Education de 1954, que eliminó la doctrina de "iguales pero separados" propia de la segregación racial del sistema educativo en Estados Unidos, pero cuyo cumplimiento tardó medio siglo y exigió un activismo sostenido por parte de los movimientos de defensa de los derechos civiles de los afroamericanos.
Los efectos indirectos o simbólicos incluyen aspectos como el reforzamiento de los derechos de participación ciudadana y la deliberación. Analizados a partir de seis efectos principales derivados de la sentencia T-025, se identifican los siguientes resultados:
Ahora bien, aunque los beneficios materiales son difíciles de cuantificar y en muchos casos modestos, los efectos simbólicos parecen beneficiar más al gobierno que a la población en situación de desplazamiento. De tal manera que el buen desempeño de los efectos de desbloqueo, participación y encuadre resulta particularmente útil para el gobierno, que bajo la supervisión de la rama judicial ha mejorado sus procesos internos de asistencia humanitaria, unificación de respuestas y coordinación administrativa. Sin embargo, ese afinamiento en la maquinaria que gestiona los procesos deliberatorios intra y extra Estado, mientras los condicionamientos de las ayudas -obtenidas judicialmente y ejecutadas administrativamente- han transformado a los líderes, ilustrándolos en el lenguaje del derecho, de la burocracia y de la tramitomanía, en donde se premia la astucia para obtener ganancias ocasionales mediante el regateo con el Estado (Rodríguez, Jiménez y León, 2021).
Un efecto adicional, no siempre inventariado, es la concentración de respuesta que ha permitido centralizar la decisión judicial, canalizando todos los reclamos de la población objeto hacia una sala de seguimiento compuesta por tres magistrados y sus auxiliares. Por otra parte, redujo su impacto en la opinión pública, al transmitir tanto al país como al exterior la imagen de que el problema estaba bajo control. No obstante, al ofrecer una ayuda de mínima subsistencia a un colectivo que habita en los cinturones de miseria de las ciudades, cercado por pobres históricos, fragmentó la pobreza, sin alcanzar niveles mínimos de redistribución de la riqueza.
Otro impacto de la sentencia y su ejecución, no considerado en su receptividad por parte del resto de la población -en especial de las clases medias y altas-, es que estas han venido construyendo discursos de fuerte estigmatización social hacia la población objeto, argumentando que existe un alto nivel de fraude en la obtención de los beneficios, que la ayuda no llega a quienes la necesitan y que "los pobres ya no quieren trabajar".
En cuanto a la fuerza política de sus reclamos, lamentablemente la ayuda ha sido rentabilizada con creces por los gobiernos de turno, personalizándola en cabeza del presidente bajo la etiqueta de programas de gobierno que identifican su gestión con una estructura estatal maleable a sus fines. Ya sea bajo la entidad Acción Social en el gobierno de Álvaro Uribe Vélez o el Departamento Administrativo de la Prosperidad Social en el de Juan Manuel Santos, el gobierno descubrió el impacto electoral del otorgamiento de subsidios bajo condicionamientos, filas, cupos limitados y entrega personal. De modo que estos organismos se han convertido en la principal estrategia de campaña, y el rumor de su eliminación, en el principal tropiezo de sus contendores.
4. CONCLUSIÓN
En suma, el Estado social, en ausencia de un Estado del Bienestar, perpetúa la pobreza, no ataca las bases de la desigualdad, estigmatiza la ayuda y a la población que la recibe, resulta humillante en su trámite y, para mayor perversidad, personifica la concesión de la ayuda en votos para el gobernante, que, usando recursos públicos, la presenta como un favor personal. Todo esto, meticulosamente planeado con fines electorales, ha generado una criatura que combina un modelo de Estado social de la peor estirpe clientelista. Un esperpento que, como ya se ha pronosticado, deberá crecer para articular a la futura población desarmada. Además, la mala gestión de los subsidios ha llevado a muchos colombianos de clase media a rechazar el Estado de Bienestar sin siquiera conocerlo, estigmatizándolo como paternalista y populista.
De hecho, la precariedad social, producto de una mediocre política pública de seguridad social condicionada y dirigida a los asalariados -que es entregada principalmente al mercado y paliada por la justicia, pero que, en un contexto de desempleo masivo, se convierte en riesgo generalizado y no excepcional-, hace que el concepto y alcance de los sujetos de especial protección resulte una noción inocua e ineficaz para mejorar el bienestar de los ciudadanos.
Lo cierto es que, en 35 años, las miles de providencias emitidas por la rama judicial en la protección de derechos fundamentales han generado una suerte de política pública social transformadora de las expectativas ciudadanas respecto a la prestación de servicios como salud, educación, pensión vitalicia, licencias de maternidad, estabilidad laboral reforzada de los enfermos de VIH, vivienda digna y movilidad. Con tal suerte que el derecho al mínimo vital se ha convertido en un poderoso argumento para poner límites a la vulneración de derechos por parte del más fuerte, sea el Estado o el sector privado. Sin embargo, al estar sometido a la comprobación del daño ante un juez, se desnaturaliza su pretensión igualitaria, pues ante necesidades generalizadas o problemáticas globales, se ofrecen respuestas individuales. Adicionalmente, la jurisprudencia de la Corte Constitucional, en ningún momento, ha pretendido que los derechos sociales sean comprendidos como dotaciones que contribuyan a la desmercantilización del trabajador, presupuesto aún incomprendido en la fuerte cultura liberal anglosajona que impregna todo el Estado.
Por más que una generación de constitucionalistas haya defendido esta apuesta como ideal, considero que, apegados a los mínimos obtenidos, convirtieron la exigibilidad judicial de los derechos sociales en un escenario teórico funcional al mercado, dejando de lado apuestas más redistributivas y universales. En este contexto, el derecho al mínimo vital es, en realidad, un instrumento de perpetuación del status quo, en donde a cada cual se le da según lo que previamente haya obtenido y le pertenezca según su estatus, reproduciendo las reglas de estratificación social vigentes.
No obstante los aspectos positivos que puede tener el desvanecimiento entre los límites de los derechos fundamentales y los sociales, el empoderamiento ciudadano en la defensa de sus derechos, y el fortalecimiento de la democracia deliberativa en el escenario judicial, no se puede ignorar que la Corte Constitucional no fue diseñada ni está preparada para ejecutar políticas públicas. Aunque sus intervenciones han sido significativas para el funcionamiento del Estado, sus efectos en términos redistributivos y de erradicación de la pobreza son aún ínfimos.
De tal modo que los efectos simbólicos de las sentencias deben reservarse para aquellos eventos en los que, ante un nuevo pacto social orientado a erradicar la pobreza y generar canales efectivos de inclusión, el Estado, el mercado y la familia se vean genuinamente comprometidos. Pero, además, es urgente liberar a la rama judicial del peso simbólico de un supuesto "Estado social de expediente" y pasar, con decisión, a la construcción de un verdadero pacto social por la igualdad.
NOTAS
3 Los tres principales libros de Gøsta Esping-Andersen sobre el Estado del Bienestar son: Los tres mundos del Estado del Bienestar (Edicions Alfons el Magnànim, Generalitat Valenciana, Diputació Provincial de València, 1993); Fundamentos sociales de las economías postindustriales (Editorial Ariel, Barcelona, 2000); y Los tres grandes retos del Estado del Bienestar (Editorial Ariel, Barcelona, 2010).
4 Para Mariela Puga se trata de una concertación entre dos proyectos políticos antagónicos: el Estado de derecho neoliberal y el del Estado benefactor o Providencia (PUGA, 2012).
5 Justamente, esta relación entre desarrollo jurídico y realidad social se presenta de forma inversa en países como Francia, donde existe un notable progreso en el cumplimiento de los derechos sociales, pero un "subdesarrollo" o déficit en su fundamentación jurídica (Herrera, 2012, pp. 138-167).
6 Esta dimensión del individuo hunde sus raíces en los imperativos categóricos de Kant. En parte, ello explica las múltiples citas a este autor: unas 56 veces durante la primera década de funcionamiento de la Corte, es decir, casi cada vez que el tribunal ha intentado desplegar un mayor contenido doctrinal en torno a este principio y derecho (Ramírez, 2004).
7 Esping-Andersen, Gosta. Los tres mundos del Estado del Bienestar. Edicions Alfons el Magnanim, Generalitat Valenciana, Valencia, 1993.
8 El cuarto modelo fue incluido por el autor aceptando su existencia a raíz las críticas de Castles y Mitchell (1993) en su obra Fundamentos Sociales de las Economías Postindustriales, pp. 120 y ss.
9 La orientación sexual no constituye necesariamente una decisión individual, pues responde a factores complejos de identidad y experiencia personal. Sin embargo, la decisión de hacerla pública sí implica un acto voluntario, condicionado por el contexto social, cultural y jurídico en el que se encuentra cada persona.
10 Según un estudio adelantado por el Mapa Mundial de la Familia 2013, con una muestra de 47 países, realizado por el Child Trends Institute y la Universidad de Piura en Perú, los colombianos se encuentran entre los que menos contraen matrimonio, ya sea religioso o civil, predominando la unión libre. "De los adultos entre 18 y 49 años, apenas el 19 % está casado y el 39 % vive en relaciones consensuales, lo que representa el más alto porcentaje de todos los países estudiados". De ello se deriva que más del 80 % de los nacimientos vivos en Colombia se producen por fuera del matrimonio, ubicando al país en el primer lugar a nivel mundial. En cuanto a las familias monoparentales, estas representan un 35 % (en marcado ascenso), mientras que el 53 % siguen siendo biparentales, y un preocupante 12 % de los niños se crían sin ninguno de sus progenitores. Cfr. Revista Semana, "La familia en Colombia está en crisis", 19 de julio de 2013).
11 La familia monoparental es una de las manifestaciones de la vida contemporánea y se relaciona con nuevos tipos de familias "que se definen como familias de un solo progenitor". Si bien el concepto no excluye el género de quien la lidere, generalmente se encuentra encabezada por una mujer: madre soltera, viuda, separada, divorciada, adoptante o abandonada (Uribe Díaz, 2007).
12 El costo anual aproximado es de $10,795,360 monto que corresponde al salario mínimo más algunas prestaciones (cesantías y sus intereses, vacaciones y dotación) que estarían completamente a cargo de la familia beneficiaria del servicio.
13 En el que el salario promedio de un profesional es millón 600 y el 29% de la población obtiene recursos hasta máximo 2 millones de pesos.
14 Corte Constitucional, Sentencia T-427 de 1992 (M.P. Eduardo Cifuentes Muñoz).
15 Corte Constitucional, Sentencia T-533 de 1992 (M.P. Eduardo Cifuentes Muñoz).
16 Personas internamente desplazadas.
17 Los datos fueron extraídos por el autor del Séptimo informe de verificación sobre el cumplimiento de derechos de la población en situación de desplazamiento, Bogotá CODHES, 2008.
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