MEMORANDO*


MEMORANDUM


preparado por L. B. Currie, P. T. Ellsworth y H. D. White, Cambridge, Mass., enero de 1932.



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El Banco Mundial designó director de su primera misión internacional, en 1949, a Lauchlin Currie, quien se había destacado como economista al servicio del New Deal, en la Reserva Federal y, durante la guerra, como encargado de la estrategia de mediación en China. La selección del primer país anfitrión recayó en Colombia. Aquí contrajo matrimonio y se quedó como residente, llegando a ejercer notable influencia en la economía nacional, a través de sus libros, su asesoría a diversos gobiernos, el Plan de Desarrollo de las Cuatro Estrategias, el impulso a la generación de empleo eficiente como objetivo prioritario, la reforma financiera, la creación de un sistema de crédito para vivienda y, claro está, la cátedra, una de sus pasiones permanentes.

Tuve la fortuna de ser uno de sus discípulos y de trabajar con él, como otros economistas colombianos de varias generaciones, entre ellos Rodrigo Manrique, Antonio Hernández, Saúl Amézquita, Luis Bernardo Flórez y Mauricio Pérez. Alguna vez fui a visitarlo, recién levantada la reserva sobre los memorandos que había elaborado para el gobierno de Franklin Delano Roosevelt. Durante medio siglo no había podido leerlos y me confió que lo hizo no sólo con suspenso sino con temor. Ahora, un gran maestro iba a calificar, con todo su rigor, el trabajo de un economista muy joven para la responsabilidad, complejidad y novedad del diseño de la política económica contra la Gran Depresión, cuando la política macroeconómica apenas estaba naciendo. Y pasó la ardua prueba. Con su característica sonrisa me comentó que los había encontrado ¡muy buenos!

El memorando que se reproduce a continuación fue escrito aun antes, en 1932, por uno de los grupos de discusión de Harvard, estimulados por profesores como Allyng Young y Jacob Viner, cuando Currie era instructor en esa universidad y tenía menos de treinta años. White jugaría un papel prominente con el plan que lleva su nombre, como contraparte de Keynes en el diseño del Fondo Monetario Internacional. Y Ellsworth se convertiría en uno de los más renombrados autores en el campo del comercio internacional.

Algunas de las propuestas de política fiscal y monetaria flotaban en diversos ambientes durante la Depresión, pero carecían de los alcances, la coherencia y la sustentación teórica del memorando, en particular, su análisis de las insuficiencias de demanda, integrado con una teoría cuantitativa del dinero. Está fechado un mes antes del famoso memorando de la Fundación Harris en Chicago, considerado por sus tesis similares como base de las peculiares contribuciones de esta escuela; y cuatro años antes de la publicación de La teoría general de Keynes, que ofrecería el nuevo paradigma de la demanda efectiva en un desarrollo pleno.

En conexión con tales antecedentes, a Currie se le reconoce también la elaboración de las primeras series monetarias de Estados Unidos; y a su libro The Theory of Supply and Control of Money (1934) como nítido antecedente del famoso trabajo de Milton Friedman y Ana Schwartz (1964). En general, la obra de Currie se caracteriza por una integración entre la construcción teórica y el diseño de la política práctica. Por ejemplo, sus trabajos sobre Colombia involucran una teoría sobre el desarrollo económico y sobre la dinámica de los sectores líderes.

El memorando además cuestionó, como Keynes anteriormente, el rígido sistema de patrón oro, el nacionalismo agresivo y el injusto tratado sobre las reparaciones internacionales de la Primera Guerra Mundial, así como a los influyentes economistas que negaban la pertinencia de una política eficaz contra la Gran Depresión. Como en otras ocasiones, el desarrollo de la ciencia económica dio la razón a quienes perseveraron en la búsqueda de soluciones dando prioridad a la paz, la justicia y la dignidad humana.

Homero Cuevas
Profesor Emérito de la Facultad de Economía
Universidad Externado de Colombia


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La depresión lleva más de dos años. Durante este período el índice de actividad económica ha descendido en más de un tercio; el desempleo ha alcanzado graves proporciones; el subempleo ha reducido de manera importante el ingreso semanal de una gran parte de quienes están registrados como empleados. En términos de ingreso real, la depresión ya ha costado a la población estadounidense más que la Gran Guerra1. Las pérdidas no se pueden medir únicamente en términos del ingreso real. El prolongado período de desempleo e ingresos muy bajos ha estado acompañado por sufrimiento físico y ansiedad cada vez mayores. Y esto ha suscitado una pérdida de confianza en la dirigencia y las instituciones estadounidenses que se acentúa a medida que la depresión se prolonga.

El final no está todavía a la vista, ni contamos con antecedentes que permitan pronosticar cuánto puede durar; los factores significativos de la crisis actual no tienen ningún paralelo en la historia económica moderna. La situación ha sobrepasado los límites de una depresión económica y ha asumido el aspecto de una calamidad internacional. Con el problema de las indemnizaciones de la guerra, el padecimiento económico se acentúa en toda Europa; y con un empeoramiento progresivo de la distribución de las reservas de oro, la creciente pérdida de confianza en los bancos, la elevación de las barreras comerciales, y los desórdenes en España, India y China, no son alentadoras las perspectivas de recuperación en el futuro cercano.

En vista de la incertidumbre manifiesta acerca de la duración de la depresión, de la posibilidad de que continúe durante otro año o más y del fracaso del gobierno para adoptar medidas más que paliativas, se traslada a los economistas la responsabilidad de recomendar un curso de acción que acelere el acercamiento de la recuperación. Algunos economistas creen que el curso de la depresión no se puede contener, que los cambios políticos y económicos están más allá del control humano, que el intento de influir en su dirección interfiere el funcionamiento “natural” de los principios económicos; otros creen que los factores involucrados son tan complejos que los economistas no pueden recomendar, con seguridad, alguna salida, y que la única política que se debe seguir es la sumisión paciente a las aún poco comprendidas operaciones de los desajustes económicos; incluso algunos creen que se debe permitir que la depresión siga su curso porque la ven como un medio para la purga saludable de la ineficiencia de nuestro sistema industrial. Muchos economistas, sin embargo, no simpatizan con esas opiniones; creen, con el doctor Persons, que “la depresión no se curará a sí misma y que se requiere acción pronta, inteligente, y enérgica”; creen que se puede y se debe acelerar la recuperación mediante la adopción de medidas apropiadas.

Las recomendaciones que hizo recientemente el doctor Persons y que firmaron varios economistas eminentes son un primer paso para enfrentar enérgicamente la situación. Pensamos, sin embargo, que las propuestas se expresan en términos demasiado vagos, y que el programa que se propone no es suficientemente exhaustivo para asegurar el objetivo deseado de la recuperación económica. Por ello, nos atrevemos a presentar el siguiente programa específico junto con un breve examen de los principios económicos involucrados.

POLÍTICA BANCARIA

La producción y los precios han caído y siguen cayendo, no debido a una disminución de la necesidad de bienes sino a un descenso de la demanda monetaria. Este descenso, a su vez, se debe a la reducción de los ingresos monetarios y al menor gasto de esos ingresos. Los ingresos monetarios, en términos generales, están determinados por el volumen y velocidad del gasto de los medios de pago de la comunidad (integrados por el dinero y los depósitos a la vista). El sistema bancario sólo puede influir indirectamente en la velocidad del gasto. Pero puede controlar el volumen de los medios de pago por medio de su control de los depósitos a la vista, y compensar, en alto grado, el cambio en la velocidad del gasto modificando el volumen de los medios del pago.

Nuestra política monetaria no ha ejercido ninguna influencia efectiva para contener el descenso de los medios de pago. En vez de compensar la caída de la demanda de bienes ocasionada por la reducción de la velocidad del gasto, nuestra política la ha acentuado, permitiendo la contracción del volumen de medios de pago. La contracción ha obedecido principalmente al altísimo nivel de endeudamiento de los bancos miembros2 con los bancos de la Reserva Federal. Endeudamiento causado por la exigencia que se impuso a los bancos miembros de satisfacer la demanda de billetes y oro de sus clientes. Y que se ha mantenido en ese alto nivel por las acciones de los bancos de la Reserva Federal que, entre octubre y el fin de enero, redujeron sus tenencias de aceptaciones en cerca de US$600.000.000. El descenso de las tenencias de aceptaciones genera una reducción equivalente de los saldos de reservas de los bancos miembros y los obliga a aumentar su deuda con los bancos de la Reserva Federal. Para reducir esta deuda, los bancos miembros recurren a una política de contracción del crédito.

¿Por qué –se puede preguntar– desean los bancos reducir su deuda con los bancos de la Reserva Federal? Hay varias razones. En primer lugar, porque se entiende –prácticamente es una ley no escrita– que sólo se debe recurrir a los bancos de la Reserva Federal para propósitos temporales y de emergencia. En el pasado, las autoridades han desaprobado el endeudamiento continuo con los bancos de la Reserva Federal. Además, los banqueros conservadores tienen el urgente deseo de asegurar su liquidez y consideran que sus préstamos afectan la liquidez. Por estas y otras razones los bancos miembros han vendido bonos en cantidades sin precedentes y no han renovado los préstamos viejos, ni han hecho nuevos préstamos. En consecuencia, hemos experimentando una enorme contracción de los depósitos a la vista.

Los resultados de esta contracción han sido consistentemente desafortunados. Indudablemente ha contribuido a la desmoralización del mercado de bonos, y por lo mismo a las quiebras bancarias y al aplazamiento de las emisiones de bonos para la construcción. Además, ha profundizado la depresión de maneras menos obvias. Cuando un individuo que tiene un depósito compra un bono o paga un préstamo al sistema bancario y el sistema cancela el depósito, se tiene el mismo efecto que si el gobierno emitiera bonos a cambio de billetes y luego destruyera los billetes. Los individuos adquieren medios de pago a partir de su producción corriente; ahorran, es decir, se abstienen de demandar los bienes que han contribuido a producir, y con sus ahorros pagan un préstamo o compran un bono. Si el bono es emitido por un deudor que usa los fondos para financiar la construcción, no hay un descenso neto del gasto o la demanda de bienes. Por otra parte, si lo compra a un banco, como ha sucedido recientemente, el depósito desaparece y el resultado es una reducción neta de la demanda de bienes. En otras palabras, un depósito que no haya sido gastado por su dueño original en la compra de bienes no puede (al haber desaparecido) gastarlo nadie.

Obviamente, una liquidación continua de esta naturaleza obstaculiza cualquier plan para superar la depresión. Entonces, es de la mayor importancia que se ponga fin a la liquidación lo más pronto posible. No creemos que ésta termine mientras los bancos miembros estén tan fuertemente endeudados, y pensamos, por tanto, que es esencial reducir el endeudamiento. ¿Cómo hacerlo?

En general, la deuda con los bancos de la Reserva Federal se puede reducir de cuatro maneras: 1) mediante una entrada de oro; 2) mediante una entrada de dinero en circulación; 3) mediante compras de valores y títulos por los bancos de la Reserva Federal; 4) mediante una contracción de los préstamos e inversiones de los bancos miembros y, por tanto, de los depósitos. Una contracción de los depósitos libera una proporción de las reservas de los bancos miembros, que pueden usar para pagar los redescuentos hechos a los bancos de la Reserva Federal. Es importante señalar, sin embargo, que una reducción de mil millones de dólares en depósitos sólo reduce los requerimientos de reservas y, por tanto, los redescuentos hechos a los bancos de la Reserva Federal en cien millones (suponiendo una tasa de encaje del 10%). Por falta de los tres primeros métodos, los bancos miembros se vieron forzados a acudir al último para reducir sus redescuentos. Pero después de cuatro meses de contracción se hallarán aún más endeudados que nunca, debido a que los bancos de la Reserva Federal redujeron las tenencias de aceptaciones.

Puesto que no nos atrevemos a esperar una entrada de oro o de efectivo, y que es obviamente indeseable que los bancos sigan reduciendo su deuda a los bancos de la Reserva Federal contrayendo los depósitos, la única alternativa es que los bancos de la Reserva Federal adopten una enérgica política de compras de mercado abierto. En el momento de redactar este memorando, dicha deuda asciende a más de US$800.000.000. Por tanto, recomendamos enérgicamente que los bancos de la Reserva Federal compren más de mil millones de dólares en títulos y valores. Esta acción satisfaría el deseo de liquidez de los bancos miembros y, además, les proporcionaría excesos de reservas. Así cancelarían la deuda, y en posesión de excedentes de reservas, podrían incrementar sus tenencias de bonos de corto plazo del gobierno y así inducir una expansión de los depósitos en vez de la contracción actual.

Las compras de bonos por los bancos de la Reserva Federal y los bancos miembros ayudarían a la recuperación del mercado de bonos y ésta, a su vez, mejoraría la solvencia de las instituciones con portafolios de bonos y permitiría que los prestatarios garanticen los préstamos en condiciones más adecuadas. Además, esta política llevaría indudablemente a un aumento de los ingresos de los consumidores, de la demanda de bienes y de la producción. Lo que se necesita en este momento es un incremento neto de la demanda efectiva de bienes. Si el gobierno se endeuda con los bancos de la Reserva Federal y los demás bancos, recibe depósitos recién creados que no se han sustraído a los individuos. De este modo se puede lograr un incremento neto del gasto. Pero si –como se indica en otra parte de este plan– el gobierno intenta financiar su déficit exclusivamente mediante la tributación, o incluso vendiendo bonos a los individuos, existe la probabilidad de que la mayor parte del incremento del gasto público sea compensado por la reducción del gasto de los contribuyentes y compradores de bonos.

Una objeción a nuestra propuesta de que los bancos de la Reserva Federal compren bonos –que quizá tenga algún peso para la administración de la Reserva Federal– es que reduciría el “oro libre” del sistema. La Ley de la Reserva Federal dispone que un 40% de los billetes de la Reserva Federal debe estar respaldado por oro, y el 60% restante en oro o en un papel elegible. Los redescuentos de los bancos miembros garantizados por títulos del gobierno que se compran en el mercado abierto no son elegibles. Por tanto, si se adoptara una política que sustituyera a los títulos descontados por bonos del gobierno en el portafolio de activos con rendimiento de los bancos de la Reserva Federal, se incrementaría la cantidad de oro que hay que mantener para respaldar los billetes. Creemos que esta disposición de la ley no tiene ninguna justificación válida y, por ello, recomendamos que se declare elegibles a los bonos del gobierno como colateral de los billetes de la Reserva Federal. Pero los bancos de la Reserva Federal no tienen que esperar a que se modifique la ley. Sus reservas son suficientes, y en todo caso podrían comprar al menos US$600.000.000 de aceptaciones si elevan lo suficiente su precio de compra. Las aceptaciones sí son papeles elegibles.

Algunas personas piensan que un incremento de los medios de pago no tendría ningún efecto perceptible puesto que –dicen ellos– en este momento hay abundancia de dinero y la verdadera dificultad es conseguir que se gaste. Podemos superar esta objeción señalando brevemente que hemos previsto el gasto del incremento de los medios de pago, al vincular el plan de expansión de los depósitos a un plan que sufrague obras públicas sin ningún aumento inmediato de impuestos. Si hay un punto en el que todos están de acuerdo es que se gaste todo el dinero que las entidades públicas tomen en préstamo.

Una crítica de índole totalmente diferente es que nuestra propuesta es “inflacionaria”. Debemos señalar que las personas que hacen esta crítica aceptan plenamente la eficacia de una política expansionista del banco central. Su temor es que una recuperación iniciada de esta manera se salga de control y eventualmente nos lleve a una situación similar a la de la época de la guerra. No creemos que haya la más leve justificación para este temor. Aceptamos, y de hecho consideramos deseable, que los precios se recuperen. A este respecto, es importante distinguir entre un incremento de los ingresos monetarios cuando los factores de producción están plenamente utilizados y cuando sólo se utilizan parcialmente. En el primer caso, la producción de bienes puede aumentar, pero lentamente. En el segundo, que corresponde a la situación actual, un aumento de la demanda monetaria de bienes se podría satisfacer rápidamente aumentando la producción. El peligro de inflación sólo llegará a ser real después de que se cope una gran parte de la enorme capacidad ociosa actual de nuestro sistema económico. Antes de llegar a ese punto, la producción de bienes y servicios se habrá incrementado considerablemente. Esta producción adicional en respuesta a un incremento de la demanda es justamente lo que se desea; ese es el verdadero objetivo de nuestro sistema económico. Como Keynes con acierto dijo, “Hoy, invocar el coco de la inflación para objetar los gastos de capital es como advertir a un paciente que se está consumiendo por enflaquecimiento contra los peligros de una corpulencia excesiva”. Es cierto que el acercamiento a la prosperidad –es decir, un ascenso de la actividad económica– trae consigo el peligro de la inflación; por su misma naturaleza, la ampliación de la actividad económica contiene el impulso para ampliar los depósitos bancarios y elevar los precios. Pero el peligro se puede evitar, como ha ocurrido en el pasado. Los bancos de la Reserva Federal estarán en una excelente posición para frenar el ascenso en virtud de las grandes tenencias de títulos y valores que pueden vender, así logrando que los bancos miembros se endeuden fuertemente. Nos es difícil entender por qué el gasto de los medios de pago recién creados deba ser más inflacionario que un incremento de la velocidad del gasto de los medios de pago existentes, como hoy se acepta universalmente.

Se puede objetar que una política bancaria diseñada para contener la deflación resultaría en una salida de oro que pondría en peligro el mantenimiento del patrón oro en el país. Pero nuestras reservas de oro actuales son de aproximadamente cuatro millardos y medio. Se calcula que los saldos franceses en este país eran de US$400.000.000 a US$450.000.000 en enero y que estaban disminuyendo continuamente. Los demás saldos extranjeros son mucho más pequeños. Así, podríamos soportar muy bien, si fuese necesario, la pérdida en oro de todos los saldos extranjeros. Se ha insinuado que los extranjeros también venderían sus tenencias de títulos nuestros a cambio de oro. Éste es, por supuesto, un asunto de opinión y, por su naturaleza, no es susceptible de una refutación definitiva. Sólo podemos decir que en nuestra opinión esa reacción es improbable. Parece más probable que un descenso continuo de los precios de nuestros bonos y acciones ocasionaría más ventas extranjeras que la que provocaría la expectativa de una recuperación económica.

Debemos recordar que sólo unos pocos países mantienen el patrón oro, y que recibieron enormes cantidades de oro en los dos años anteriores. Parece dudoso que puedan absorber el aumento de los dos millardos de los que podríamos prescindir, sin ningún efecto sobre sus estructuras de precios internos. Mientras la política de Estados Unidos continúa elevando el valor del oro, los bancos centrales de los países que abandonaron el patrón oro se verán forzados a adoptar medidas restrictivas para evitar la depreciación continuada de sus divisas. Si lográramos iniciar independientemente una recuperación económica, es posible que las divisas extranjeras se apreciaran respecto del dólar. Esto permitiría que los bancos centrales de los países que abandonaron el patrón oro relajen sus drásticas políticas restrictivas actuales y preparen el terreno para una recuperación mundial. Apenas es necesario señalar que una política que lleve a que un incremento de nuestro ingreso monetario agregado se gaste en bienes nacionales y extranjeros aliviaría mucho la presión sobre Alemania y otros países deudores, sin causar ninguna disminución de la demanda de bienes nacionales.

En conclusión, creemos que el peligro más grave para el mantenimiento del patrón oro sería el drenaje interno del dinero en “circulación” que resultaría de una política de liquidación permanente. Esa política, que implica un descenso continuo de todos los valores, llevaría a un aumento de las quiebras bancarias que, a su vez, llevaría a un mayor atesoramiento. En el pasado, la suspensión de los pagos en especie ocurrió como consecuencia de fugas de depósitos internas de nuestro sistema bancario y no de fugas de capitales externos.

GASTO PÚBLICO

Aunque es cierto que un alivio de las condiciones de crédito alentará la inversión privada, y que todo aumento del crédito que se traduzca en un gasto mayor creará empleo adicional, es dudoso –en la situación actual– que tenga lugar el aumento deseado del endeudamiento privado. Con una confianza tan gravemente debilitada como la de hoy en día, y con precios que siguen cayendo, en el panorama actual hay poco que haga atractivo para los hombres de negocios endeudarse en cantidades suficientes para estimular la recuperación. Y aunque es de presumir que algún día se detenga la caída de los precios y reviva la confianza, la política de esperar a que llegue ese día nos sume en la continuación del desempleo y de las pérdidas económicas actuales durante un período indeterminado. En lo fundamental, medidas tales como la National Credit Corporation y la Reconstruction Finance Corporation están diseñadas para impedir que la liquidación llegue a ser más grave, no para dar a los negocios un impulso que inicie una trayectoria ascendente.

Puesto que la iniciación de un programa voluntario de expansión de los productores independientes y dispersos debe esperar a que aparezca la perspectiva de beneficios, y puesto que el gobierno federal es la única agencia que tiene una posición central y suficientemente sólida para emprender una acción terapéutica drástica, recomendamos enérgicamente que el gobierno inicie de inmediato un programa de construcción pública a escala nacional. Dicho programa estimularía directamente a la industria de la edificación y la construcción y a las industrias dedicadas a la producción de materias primas y herramientas, e indirectamente a muchas otras líneas de empresas, mediante el gasto de los ingresos de los trabajadores que se vuelven a emplear. La reanimación de estas industrias llevaría a un aumento adicional y secundario del empleo, que a su vez estimularía la recuperación de otras líneas en círculos cada vez más amplios. Cuando el empleo en la industria en su conjunto aumente, una reducción gradual del gasto del gobierno en la construcción sería aconsejable, y permitirá que los trabajadores dedicados a esa tarea retornen a sus ocupaciones normales.

Este programa no se debe financiar mediante la tributación, que sirve meramente para desviar el gasto de un canal a otro, sino mediante una emisión de bonos, en las condiciones que se especifican más adelante. Se recomienda una emisión de bonos de Estados Unidos en cantidades suficientes para cumplir el propósito. Los bonos no se deben vender en bloque, sino después de una emisión inicial de US$500.000.000, a la tasa que el avance de la construcción haga necesario. Se espera que no sea necesario emitir más de uno o dos millardos para lograr los resultados deseados. Estos bonos deben ser elegibles para redescuento en los bancos de la Reserva Federal y también como colateral para la emisión de billetes de la Reserva Federal. La redención parcial se debe sufragar con una sobretasa a los ingresos, y el resto con la tributación general más elevada que se imponga tan pronto se haya logrado la recuperación; la redención ocurrirá tan rápidamente como sea compatible con el estado de la actividad económica, preferiblemente a una tasa del 15% anual. Pese a las declaraciones públicas de individuos eminentes en sentido contrario, parece obvio que un período de pobreza nacional es el peor momento para aumentar los impuestos federales y que un período de prosperidad es el peor momento para reducirlos.

El aumento de impuestos normalmente transfiere poder de compra de los individuos al gobierno; sólo cuando los impuestos provienen de fondos atesorados u ociosos se traduce en un incremento del poder de compra y no en una transferencia. Si el gobierno emplea este poder de compra (es decir, los impuestos recaudados) en vez de tomar en préstamo fondos “creados” u ociosos, el resultado es un descenso de la demanda efectiva de bonos en un momento en que el gobierno debe estar haciendo todo lo que esté en su poder para fomentar la demanda efectiva. Cuando al mismo tiempo el gobierno adopta una política de reducción y de recorte despiadado de los gastos, el efecto es doblemente perjudicial. En épocas de depresión intensa, es inexcusable un recorte de los gastos productivos que se puede financiar tomando en préstamo fondos “creados” u ociosos. Un curso de acción que puede ser apropiado para una sociedad privada, un municipio, un estado u otro país no es un criterio para la política adecuada del gobierno de Estados Unidos. La ciudad de Nueva York puede encontrar conveniente reducir su déficit, pese a que se acentúe la depresión, porque no se puede endeudar a menos que reduzca su déficit presupuestal. Si los banqueros importantes se niegan a respaldar un préstamo municipal, Nueva York no tiene ninguna alternativa; debe reducir su déficit aumentando los impuestos y reduciendo los gastos. Pero el gobierno de Estados Unidos nunca está en ese aprieto; siempre tiene opciones: puede hacer posibles las condiciones de crédito que faciliten la emisión de sus bonos y, si es necesario, puede incluso suministrar los fondos para que se puedan comprar sus propios bonos.

Nunca se recalcará lo suficiente que la financiación de obras públicas mediante emisiones domésticas de bonos del gobierno federal no impone una carga a las futuras generaciones. Incluso los 25 millardos de dólares que se tomaron en préstamo para financiar la guerra no se trasladaron a los años posteriores, ni la parte de la carga de organizar la guerra. Es indudable que en años posteriores su servicio ocasionó una redistribución del ingreso nacional (para saber en qué medida y en qué dirección habría que analizar la incidencia de los impuestos que se establecieron para liquidar el préstamo y los factores relacionados con la rapidez de la liquidación, la modificación de las tasas de interés, el efecto del préstamo y de la redención sobre los precios, etc.; asuntos muy complicados para los economistas y fuera del alcance de los legos) pero no redujo el ingreso real total. La carga económica de la guerra sobre las futuras generaciones consistió en la pérdida de los beneficios que se habrían derivado del uso del capital, real y potencial, que se destruía. La pérdida de las futuras generaciones no habría sido mayor ni menor si la guerra se hubiera financiado totalmente a través de los impuestos corrientes. Quienes reiteran que el endeudamiento doméstico del gobierno federal impone una carga a las futuras generaciones deberían familiarizarse con el abecedario de la economía. Es el fracaso del gobierno federal para incrementar su deuda durante un período de depresión el que en cierto sentido impone una carga al futuro; los bienes de capital que se podrían haber producido y no se produjeron privan al futuro de la corriente continua de utilidades que se habría derivado de esos bienes de capital. Cada mes que se tarda en poner a funcionar el equipo y los hombres ociosos no sólo nos niega una enorme cantidad de bienes de consumo y de servicios en la actualidad sino que también priva a las futuras generaciones de la utilidad que se derivaría de las fábricas, escuelas, parques, caminos, maquinaria, etc. adicionales, que se podrían haber producido si el gobierno se embarcara ya en el programa que se esboza aquí.

Se argumenta que una gran emisión de bonos destruiría la confianza en el gobierno de Estados Unidos y llevaría a que el valor de los bonos en circulación descendiera fuertemente. Esa objeción es totalmente injustificada. Entre 1921 y 1929 el gobierno redujo su deuda de 26 millardos a 16 millardos. Si el gobierno lo hubiera juzgado conveniente, podría haber mantenido tasas impositivas más altas y cancelar sin dificultades, en 1929, otros diez millardos de deuda. Pero eligió bajar los impuestos y reducir la deuda con menor rapidez. En 1930, la deuda era de 16,8 millardos de dólares, cerca de US$134 per cápita, menos de un tercio de la deuda per cápita de Francia y menos de un quinto de la de Gran Bretaña. Por otra parte, la carga tributaria de Estados Unidos es considerablemente menor que en cualquiera de esos dos países. Estados Unidos, en pocas palabras, tiene un ingreso mucho mayor (en términos per cápita), una deuda más pequeña e impuestos mucho más bajos que cualquiera de las grandes naciones. A la luz de estos hechos hay quienes siguen afirmando que si en esta emergencia –una emergencia indudablemente tan grande como la de la guerra si la medida fuera la privación y la pérdida nacionales– la deuda doméstica pendiente se incrementara en unos cuantos millardos de dólares, se destruiría la confianza en el gobierno de Estados Unidos. Y esgrimen el descenso del precio de los bonos del gobierno de Estados Unidos durante el otoño de 1931 como evidencia de la pérdida de confianza, pero no hay una base sólida para esa opinión. Una pérdida de confianza en la estabilidad financiera de un gobierno es muy diferente de una pérdida de confianza en la estabilidad financiera de una corporación o de un municipio. En el caso del gobierno federal, esto no significa y no puede significar que exista el peligro de que el gobierno suspenda el pago de su deuda doméstica. Sólo puede significar que puede dejar de pagar su deuda en dinero redimible en oro; en otras palabras, que existe el peligro de que el gobierno se vea forzado a abandonar el patrón oro. Para que se abrigaran esos temores en el otoño de 1931, la primera señal habría sido un atesoramiento de oro, y sabemos que eso no ocurrió. Hubo atesoramiento, pero fue un atesoramiento de papel moneda, no de oro, e indicó una pérdida de confianza en los bancos, no en el gobierno. El descenso del valor de los bonos del gobierno fue causado definitivamente no por la pérdida de confianza, sino por el súbito incremento de la oferta de bonos proveniente de los bancos que estaban liquidando sus inversiones para reducir su deuda con los bancos de la Reserva Federal.

Es de esperar que un gran aumento en la demanda de fondos deprima el mercado de bonos, a menos que los bancos de la Reserva Federal o los bancos miembros vayan en su apoyo, como hicieron durante la guerra, comprando una gran parte de las emisiones del gobierno. En realidad, esa acción de los bancos de la Reserva Federal será esencial para el éxito del plan aquí esbozado; de otro modo una gran emisión de bonos elevaría las tasas de los préstamos de largo plazo y desalentaría las nuevas contrataciones de las corporaciones privadas y de los municipios. Un resultado que debe evitarse a toda costa. Los bancos de la Reserva Federal deben apoyar el mercado con grandes compras únicamente al comienzo del programa. Una vez se inicie la recuperación de la actividad económica, retornará el optimismo, se reavivará la confianza en los bancos, y los 1,3 millardos de fondos atesorados, que el gobierno trata de recuperar con “mañas” y “razones”, fluirán espontáneamente a los bancos (bien sea mediante depósitos directos o mediante la compra de títulos). La demanda de valores inducida por la entrada de fondos atesorados evitará el alza de las tasas de interés de los préstamos de largo plazo.

También se ha argumentado que ese enorme préstamo del gobierno sólo causaría un descenso igual de la inversión privada. En vista de que las nuevas emisiones de títulos corporativos durante los seis meses anteriores de 1931 fueron en promedio menos de US$100.000.000 mensuales, la cifra más baja desde 1918, esta no es una objeción seria en este momento. La tasa propuesta de emisión de nuevos títulos del gobierno compensaría de lejos incluso una suspensión completa de la inversión privada.

Además, cuando los efectos del incremento del gasto sobre el empleo, los precios y los beneficios se empiecen a sentir, los precios de los títulos industriales no podrán sino aumentar, y cuando los negocios se restablezcan, se necesitarán y aparecerán nuevas emisiones industriales. Los mejores precios de los títulos serían el resultado inevitable del aumento de los ingresos monetarios de las corporaciones. De nuevo, negocios más rentables significarían mayor capacidad tributaria y mayores ingresos tributarios, y esto, junto con la reducción de la carga del desempleo, elevaría el valor de los títulos de los estados y los municipios, muchos de los cuales han sido forzados recientemente a abandonar sus propios programas de obras públicas debido a los bajos ingresos y al alto costo de los préstamos.

El programa debería empezar concediendo contratos a los contratistas privados por una suma inicial de US$1.000.000.000, pues hay que impulsar la construcción tan rápidamente como sea posible; donde sea viable, empleando dos o tres grupos de trabajadores diarios. En la concesión del primer grupo de contratos se debe dar preferencia a las obras que se puedan terminar en el plazo más breve posible. Es esencial que cada mes se terminen los contratos suficientes para hacer posible la reducción de los gastos totales cuando mejoren las condiciones económicas. El carácter de emergencia del gasto se debe tener en cuenta siempre en la planeación de los detalles. Se debe buscar desde el comienzo una alta velocidad del gasto, y vender los bonos tan rápidamente como sea necesario para cumplir con los pagos que vayan venciendo. En vista del gran número de proyectos públicos que los estados y municipios han pospuesto en todo el país, debería ser posible en corto tiempo llegar a un gasto de US$300.000.000 por mes. Cuando el estímulo de este gasto se difunda a otras líneas de actividad, habrá que reducir la tasa de gasto. El valor de los contratos que se concedan después de haber gastado los primeros mil millones debe disminuir cuando aumente el índice de producción de la Junta de la Reserva Federal. Luego de que el índice llegue a 90 (en 1928-1929 promedió 114) sólo se deberían terminar los proyectos aún incompletos y no se deberían conceder nuevos contratos.

El gasto de los fondos de emergencia se debe regir por las siguientes consideraciones: 1) la facilidad para iniciar los proyectos en la fecha más próxima posible y terminarlos en corto tiempo; 2) la cantidad de trabajo que se empleará, directamente o indirectamente; 3) el número y la diversidad de industrias que serán afectadas directa o indirectamente por los proyectos; 4) el valor de los proyectos para el bienestar económico y social del país, y 5) la administración económica de las obras. Aunque se debe evitar el despilfarro y la duplicación hasta donde sea humanamente posible, el objeto del gasto es poner a los hombres a trabajar inmediatamente en tareas útiles en vez de esperar a que seamos forzados a aliviarlos de la ociosidad; por ello el énfasis en la velocidad y en el número de empleos.

En cuanto a los objetos en que se deben gastar los fondos, es claro que hay una gran variedad de obras públicas útiles que resulta necesario emprender y que, de emprenderse, sacarán adelante al país de manera visible. Específicamente, se recomienda que los fondos del préstamo se utilicen en la construcción de carreteras, en la eliminación de los pasos a nivel, en la construcción de puentes y edificios públicos de los que hay una clara necesidad y para los que ya existen planes, en la renovación urbana y en llevar a cabo un programa de prevención de inundaciones y reforestación, directamente a cargo del gobierno federal y mediante préstamos a los estados y, a través de ellos, a los municipios. Para asegurar una política coordinada en la ejecución del programa de construcción se recomienda crear una Administración de Obras Públicas, siguiendo los lineamientos establecidos en el proyecto de ley (S. 2419) presentado al Senado por el senador La Follette.

Sin duda se argumentará que esas obras públicas serán costosas, que se harán algunas cosas que no son necesarias y, en general, que ese enorme gasto del gobierno es imprudente. Hay que admitir que esas obras quizá impliquen mayores desembolsos que las obras públicas corrientes, pero el objetivo del programa es enfrentar una emergencia: emplear a los hombres porque están desempleados. La alternativa es la ayuda directa a los desempleados que, para que fuera adecuada, requeriría grandes desembolsos, y no dejaría nada detrás para justificar el gasto y sería desmoralizadora para los receptores.

Hay innumerables dificultades en el camino para una ejecución rápida y exitosa de un programa tan grande. Sin embargo, esas dificultades no son insuperables. En 1917, Estados Unidos demostró su capacidad para ejecutar un programa mucho más difícil. La gravedad de la emergencia actual justifica hacer un gran esfuerzo para lograr rápidamente una tasa adecuada de gasto público que hará mucho para inducir la recuperación económica.

POLÍTICA ARANCELARIA

Uno de los factores que ha contribuido en no poca medida a la actual depresión mundial y que es un obstáculo adicional en el camino de la recuperación es la determinación de las naciones de no dejar entrar los bienes de otros países. Desde 1925, el arancel de aduanas de todo país importante se ha elevado por lo menos una vez. No satisfechos con los simples aumentos de los derechos de aduanas, muchos países han impuesto cuotas de importación, licencias previas y embargos. Alemania, en un esfuerzo desesperado por impedir la salida de oro, ha instituido un sistema de licencias de importación y control de cambio, diseñado eficazmente para recortar sus importaciones hasta los huesos. Austria, Checoslovaquia, Turquía, Grecia, Yugoslavia y Rumania aplican controles de cambio, y España, enfurecida por las restricciones impuestas a sus exportaciones, recientemente tomó la represalia de imponer cuotas de importación. Francia incluso, cuyas reservas de oro no están de ningún modo amenazadas, añade cuotas de importación a su ya elevado arancel. Esta prisa concertada para imponer mayores obstáculos en el camino del comercio internacional no sólo ha incrementado los costos reales de producción de muchos bienes básicos internacionales sino que también ha generado desajustes que hoy causan estragos económicos. La relación entre la oferta y la demanda mundiales de muchos productos básicos importantes también se ha alterado gravemente: los actuales precios ruinosos del trigo, el azúcar, los textiles y muchos otros productos manufacturados son, en parte, atribuibles a la política de ampliación de las industrias y cultivos domésticos mediante subsidios proporcionados por aranceles proteccionistas, sin importar el hecho de que en los países exportadores las áreas de cultivo y la capacidad de planta sólo se reduzcan mucho después de que los precios lleguen a ser ruinosos.

La elevación de las barreras arancelarias, que hace más difíciles los ajustes de las cuentas internacionales, ha agravado el problema de los pagos de la deuda, privada y pública, y ha contribuido a la mala distribución de las reservas de oro. Cuanto más altos son los derechos de importación en los países acreedores, tanto más difícil es la tarea de generar excedentes de exportación en los países deudores. Forzados a adoptar medidas extremas para generar los excedentes de exportación necesarios para cumplir con los pagos en el extranjero, los países deudores han recortado las importaciones a un mínimo, y han mantenido altas tasas de interés. La dificultad para generar un excedente de exportaciones suficiente ha llevado en algunos casos al virtual abandono del patrón oro. La concentración del oro en Estados Unidos y en Francia, donde no se necesita, a costa de las reservas de oro de países donde su pérdida resulta ser desastrosa, ha sido alentada por sus políticas de altos aranceles. En un intento de contener la salida de oro o de alentar su entrada, las barreras arancelarias de otros países se han incrementado, y a su vez han inducido incrementos retaliatorios. Y así continúa la loca marcha hacia el declive del comercio, el incremento de los costos y el desajuste económico.

Estados Unidos ha estado a la vanguardia en la elevación de las murallas arancelarias; y es conveniente que asuma el liderazgo en la rebaja tan necesaria para el retorno a la sensatez económica. Un paso en esa dirección puede iniciar una reducción general de las tarifas arancelarias de todos los países importantes, pero así otros países lo sigan o no, la reducción de los derechos de importación de Estados Unidos sería un paso importante hacia la recuperación económica y un medio para incrementar el ingreso nacional real agregado. Por ello recomendamos una reducción de todos los impuestos proteccionistas planeados o vigentes. Respaldamos también la parte del proyecto de ley arancelaria (que se discute en el Congreso) que pide la creación de una comisión para negociar con los gobiernos europeos con el propósito expreso de rebajar aranceles. Las conferencias internacionales son, sin embargo, muy prolongadas, y la situación actual requiere una acción inmediata. Si Estados Unidos reduce sus derechos de importación demostrará al mundo que ha dejado de contribuir al peligroso espíritu del nacionalismo no ilustrado y a la amargura internacional que fomentan las políticas proteccionistas.

Es importante reconocer, sin embargo, que una fuerte reducción de los derechos sería injusta con los intereses creados de las industrias protegidas y ocasionaría desajustes adicionales de corto plazo. El desvío de capital y de trabajadores de las industrias protegidas hacia otras debe ser muy gradual para que cause pérdidas mínimas a los propietarios de las industrias protegidas y el mínimo desempleo temporal adicional. Se recomienda, por consiguiente, que todos los derechos de importación superiores al 20% ad valorem se reduzcan en un quinto de la tasa existente. Esta reducción evitaría graves desajustes y pérdidas: muchos de los derechos del esquema actual, que son muy superiores a las diferencias entre los costos de producción domésticos y extranjeros, continuarían excluyendo a los productos básicos extranjeros; otros, que carecen totalmente de efectividad, simplemente continuarían así; mientras que los productos gravados con un 20% ad valorem o menos (el impuesto ad valorem equivalente de los derechos específicos se debe basar en el precio promedio de las importaciones de 1930) no se deberían revisar. El empleo de una tasa fija de reducción aplicable a todos los bienes (excepto a los que están gravados con el 20% o menos) tendría una doble ventaja: obviaría la demora y la incertidumbre del examen prolongado de los distintos bienes, y aclararía inmediatamente al mundo que se ha hecho una rebaja importante del esquema arancelario. Creemos que la reducción propuesta tendría un efecto económico benéfico fuera de toda proporción con los cambios reales involucrados.

INDEMNIZACIONES Y DEUDAS ENTRE LOS ALIADOS

Confiamos en que la adopción de las recomendaciones anteriores referentes a las políticas bancaria, de obras públicas y arancelaria lleve a una recuperación económica en Estados Unidos; pero no podemos pasar por alto el hecho de que las extremas dificultades de Europa terminan retardando nuestro progreso. Europa consume normalmente un cuarto de nuestras exportaciones, y la acentuada disminución de la demanda de nuestros productos seguirá siendo un factor que deprime a muchas industrias de exportación, particularmente a la agricultura. Además, los estadounidenses han invertido cinco mil millones de dólares en los países europeos, y las utilidades de estas inversiones se han reducido a causa de la depresión en el extranjero. Creemos, por tanto, que la recuperación comercial en Estados Unidos se logrará más fácilmente, y llegará a un nivel más alto, si está acompañada por la recuperación en Europa.

Las indemnizaciones son el principal obstáculo para la prosperidad europea. Se ciernen como nubarrones de tormenta sobre Europa, presagiando el caos, estorbando las influencias esenciales para la reanudación de las relaciones internacionales normales e induciendo un estado de ánimo totalmente adverso para la recuperación económica. En Alemania –el país decisivo, cuya situación afecta notablemente las condiciones del resto de Europa– las tasas de interés son muy altas; las dificultades presupuestales, la interferencia del curso normal de los negocios y la precaria situación bancaria son en gran medida una consecuencia del embrollo de las indemnizaciones. El desempleo hoy se acerca a seis millones de personas, y el conflicto político está asumiendo un aspecto cada vez más amenazador, mientras que en todos los partidos de Alemania se fortalece la determinación de eliminar las indemnizaciones o, al menos, reducirlas notoriamente, y en Francia se mantiene un estado de gran malestar que se refleja en un aumento del atesoramiento, en una política bancaria cautelosa y en un pesimismo creciente.

El Plan Young no dio solución al problema de las indemnizaciones; no se están cumpliendo los pagos y hay pocas posibilidades de que alguna vez se cumplan en la escala dispuesta por el plan. Alemania se opone a la posibilidad de agobiar las dos generaciones siguientes con cargas que de ninguna manera considera merecidas, y se inclina cada vez menos a someterse a unos términos que considera irrazonables. Todo intento de forzar a Alemania a que pague más de lo que está dispuesta a pagar sólo puede llevar, como Francia descubrió en 1923, al desastre para todos los interesados. Es evidente entonces que se deben revisar las indemnizaciones alemanas, de manera tal que se logre la cooperación efectiva del pueblo alemán.

Como todo economista reconoce, las deudas entre los aliados están ligadas indisolublemente a las indemnizaciones. Puede ser una muestra de prudencia política que los funcionarios públicos de Estados Unidos sigan negando que esto es así, pero el hecho es que Francia no hará sus pagos anuales a Estados Unidos y a Inglaterra si no recibe sus anualidades de Alemania, y que Inglaterra no pagará a Estados Unidos si Alemania y Francia le incumplen sus pagos. Una extensión de la moratoria no arreglará el embrollo; simplemente servirá para perpetuar la incertidumbre. Por otra parte, para llegar a un arreglo definitivo y permanente que sea satisfactorio para las principales naciones involucradas, se debe liberar a Europa del gran obstáculo que obstruye el camino hacia la recuperación económica. Si se quitan permanentemente del camino las deudas entre los gobiernos, en la próxima década se dará un gran paso hacia un mayor nivel de vida y mejores relaciones internacionales.

Creemos que la manera más rápida, equitativa y eficaz de resolver el problema de las indemnizaciones es la cancelación total de las deudas y las indemnizaciones entre los aliados. La principal justificación para esta cancelación se basa en fundamentos distintos de los económicos, pero creemos que nuestros intereses económicos justifican en sí mismos que se dé ese paso. La mayor pérdida monetaria de ese arreglo recaería sobre Estados Unidos, pero si mediante la cancelación de todas las deudas entre los gobiernos podemos lograr un nivel de actividad comercial mayor en un 10%, aun en un solo año, Estados Unidos no habrá perdido nada, y Europa habrá ganado mucho. Quienes se oponen a la cancelación porque la población estadounidense perdería US$300.000.000 por año, justifican su actitud a partir del supuesto cuestionable de que los aliados cumplirán sus obligaciones y de que las deudas entre los gobiernos de ningún modo retrasan la recuperación económica ni impiden un nivel de prosperidad más alto. Como hemos señalado, el hecho de que Estados Unidos reciba o no US$300.000.000 al año depende de que Alemania pague o no pague sus indemnizaciones de conformidad con el Plan Young. Alemania, repetimos, no hará esos pagos y, por consiguiente, la cancelación no representa una pérdida de US$300.000.000, porque Estados Unidos no recibiría esta suma en ningún caso. La cancelación sería un medio para poner fin a las querellas, moratorias, incertidumbres, perturbaciones políticas y económicas, y fricciones internacionales que tanto están contribuyendo al descenso de la actividad comercial en Europa, y que no pueden menos que afectar la situación de Estados Unidos. Pero el sentimiento popular, así sea injustificado, aún se opone enérgicamente a la cancelación. Como alternativa, recomendamos entonces el siguiente plan, que al tiempo que gana el respaldo de quienes se oponen a la cancelación, podrá medir sus beneficios.

Estados Unidos prestó cerca de diez millardos de dólares a los gobiernos aliados. A una tasa compuesta del 4,25% anual, esta suma tendría un valor presente de 15 millardos. De ellos, ya se han pagado 2,5 millardos, dejando la deuda actual, a esa tasa, en 12,5 millardos (por razones de brevedad sólo usamos cifras aproximadas). En la época en que se hizo ese préstamo, el poder de compra del dólar era aproximadamente la mitad del actual. Puesto que es claramente injusto esperar que nuestros aliados paguen el doble de la cantidad de bienes y servicios que se les prestó para realizar una guerra conjunta, la suma que deben a Estados Unidos se debe ajustar a su poder de compra actual. En dólares de 1932, la deuda con Estados Unidos sería únicamente de 6,25 millardos. Debemos subrayar que esta suma no constituye una reducción real de la cantidad que se prestó a los aliados junto con los intereses acumulados desde la fecha en que se hizo el préstamo hasta este momento. Sin embargo, en sus arreglos con los diversos países deudores, Estados Unidos ya ha demostrado su disposición a reducir la carga real de la deuda. En su acuerdo con Italia, la reducción efectiva, en vista de la baja tasa de interés y de las fechas del pago, ascendió al 74%; con Bélgica, al 46%; con Francia, al 50%; con Inglaterra, al 18%. Si estas reducciones se aplicaran al valor deflactado del préstamo (es decir, 6,25 millardos), la deuda restante con Estados Unidos sería de 3,75 millardos. La reducción de 2,5 millardos, o el 40% de la deuda, sería la contribución de Estados Unidos a un arreglo permanente del problema de la deuda, cuya reducción depende de un tratamiento similar a las indemnizaciones alemanas. La pérdida anual de ingreso para Estados Unidos por la reducción de 2,5 millardos de dólares sería una fracción insignificante de nuestro ingreso anual, y sería más que compensada por los buenos resultados de una solución permanente de las deudas entre aliados y del problema de la indemnización.

Recomendamos que esta deuda de 3,75 millardos de dólares se pague de la siguiente manera:

En vez de los bonos ya entregados, cada país dará sus bonos a Estados Unidos, a una tasa de interés del 7% anual, pagaderos en oro, por una cantidad igual a la suma adeudada a Estados Unidos después de corregirla por el cambio del poder adquisitivo del oro, y de hacer las reducciones mencionadas anteriormente para cada país. Los bonos se dividirán por igual en tres clases –A, B y C– cuya única diferencia es la fecha y el precio de redención. Los bonos de clase A se fecharán el 1.° de agosto de 1932, y serán redimibles (por lotes) al 103% durante los dos primeros años, y de allí en adelante a la par; los bonos de clase B se fecharán el 1.° de agosto de 1933, y serán redimibles al 110% durante los tres primeros años, al 105% durante el segundo trienio, y de allí en adelante a la par; los bonos de clase C se fecharán el 1.° de agosto de 1934, y serán redimibles al 115% durante los tres primeros años, al 110% durante los tres años siguientes, al 105% durante los tres años posteriores, y de allí en adelante a la par. Todos los bonos se pagarán en 20 años, con la redención requerida a una tasa del 2%, comenzando en el séptimo año e incrementando la tasa en un 2% cada segundo año. Este reparto de los bonos en clases diferentes retrasaría el pago del interés máximo hasta 1935.

El gobierno de Estados Unidos ofrecerá estos bonos al público a no menos que a la par. Debido a la atractiva tasa de interés, los bonos serán absorbidos rápidamente por los individuos y bancos de Estados Unidos. La venta de estos bonos no deprimirá el mercado de bonos porque los ingresos se utilizarán para liquidar sus propios bonos; de hecho, esto se puede arreglar fácilmente permitiendo que los poseedores de bonos del gobierno de Estados Unidos los cambien por bonos de gobiernos extranjeros con el 7% de interés anual. Así se liquidarían las deudas con el gobierno de Estados Unidos y saldrían del campo de consideración del gobierno. Para evitar que surjan dificultades de cambios en los países emisores debido a que sus residentes compren masivamente estos bonos, esos países podrían fijar un impuesto a la compra o al pago de intereses en caso de que fuera necesario.

Es seguro que luego de una solución satisfactoria del problema de las indemnizaciones y del retorno de la prosperidad mejorará el crédito de los gobiernos deudores. Los gobiernos emisores podrían entonces refinanciar un tercio de los préstamos a una tasa de interés más baja, seguido por otro tercio tres años después, y así sucesivamente. Antes de que hayan transcurrido diez años, los pagos de intereses se habrán reducido con toda probabilidad en un cuarto, en virtud de las tasas más bajas debidas al mejoramiento de las condiciones del crédito. Es indudable que una parte de estos bonos sustituirá a algunos de los títulos extranjeros que hoy se mantienen en los países emisores, y así el problema de la transferencia se reduciría aún más.

Este tipo de arreglo de las deudas está condicionado, por supuesto, a un arreglo similar de las indemnizaciones acordado entre los gobiernos aliados. El Plan Young ajustó las indemnizaciones alemanas restantes en 9 millardos. Puesto que los pagos que ya se hicieron bajo este plan no cubren más que los intereses sobre esa suma, las indemnizaciones que aún debe Alemania se mantienen en 9 mil millones. En dólares de 1932, esta suma equivale a cerca de 6 millardos. De esta suma se debe deducir una cantidad igual a la reducción que Estados Unidos concede a los aliados, es decir, el 40%. Esto deja a Alemania con una deuda de cerca de 3,6 millardos con los aliados. En el arreglo de esta deuda, Alemania dará bonos del gobierno alemán con un 7% de interés anual, pagaderos en oro, a cada uno de los aliados en la proporción que estos mismos acuerden. El servicio de esos bonos tendrá prioridad sobre cualquier otro préstamo del gobierno, excepto los US$300.000.000 del préstamo de 1925. Estos bonos, al igual que los bonos dados por los aliados a Estados Unidos, se dividirán en tres clases con las mismas disposiciones. El primer pago que haría Alemania sería de US$84.000.000 en 1934, seguido por uno de US$168.000.000 en 1935 y otro de US$252.000.000 en 1936. Con el Plan Young, las anualidades eran de US$450.000.000 en 1934, de US$465.000.000 en 1935 y de US$475.000.000 en 1936. Por lo tanto, el nuevo plan reduce considerablemente el problema de las transferencias. Tan pronto como mejore el crédito de Alemania, podrá refinanciar los bonos del 7% con otros que tengan una tasa de interés más baja, y, si es aconsejable, reducir la tasa de redención. Así, el problema de las transferencias se podría reducir aún más.

En las condiciones favorables posteriores a la virtual eliminación del problema de las transferencias y a la reducción de la deuda de Alemania, los bonos del 7% pasarán a manos de particulares. Cuando esto ocurra, el problema de las indemnizaciones perderá toda importancia política y dejará de ser un factor perturbador de los asuntos internacionales. Sin embargo, mucho antes de que se presente esta absorción final de los bonos, Europa habrá sido aliviada de la carga desmoralizadora de la incertidumbre y el temor, y habrá avanzado hacia la prosperidad.


NOTAS AL PIE

* Se publica con la autorización de Princeton University Library, Seeley G. Mudd Manuscript Library, Box 12, Folder 29, Harry Dexter White Papers. El memorando y una introducción de David Laidler y Roger Sandilands fueron publicados en History of Political Economy 34, 3, 2002, pp. 515-552. Traducción de Alberto Supelano.

1. De acuerdo con la National Industrial Conference Board, en 1930 el ingreso nacional registró un descenso de 14 millardos de dólares con respecto al pico del año 1929, o de 10 millardos de dólares con respecto al promedio de 1927-1929. En 1931 el descenso ha sido considerablemente mayor. Durante los años 1917-1919, los gastos totales del gobierno federal –convertidos a dólares de 1931– fueron tan sólo de cerca de 17 millardos, y de esa suma una parte se gastó en los propósitos normales del gobierno y una parte mayor consistió en préstamos a los Aliados. En los 24 meses que van del 1.° de enero de 1930 al 1.° de enero de 1932 la pérdida ha ascendido al doble del gasto de dinero ocasionado por la guerra y, si la situación continúa, se duplicará nuevamente antes de que finalice el año.

2. Es decir, bancos comerciales cuya operación es autorizada por el gobierno federal. (N. del trad.).