HISTORIA PARA DUMMIES: UNA MIRADA COLONIAL A LA HISTORIA IMPERIAL
HISTORY FOR DUMMIES: A COLONIAL APPROACH TO IMPERIAL HISTORY
Juan Santiago Correa R.*
* Economista y magíster en Historia. Profesor de la Universidad Externado de Colombia, santiago.correa@etb.net.co Fecha de recepción: 29 de agosto de 2005, fecha de aceptación: 30 de marzo de 2006.
Todo lo demás que había en el campamento estaba presidido por la confusión; personas, cosas, edificios. Cuerdas de negros sucios con los pies aplastados llegaban y volvían a marcharse; una corriente de productos manufacturados, algodón de deshecho, cuentas de colores, alambres de latón, era enviada a lo más profundo de las tinieblas, y a cambio de eso volvían preciosos cargamentos de marfil.
Joseph Conrad, El corazón de las tinieblasLa excepción es el premio del poeta y el castigo del científico. Entre ambos, el historiador. Su reino, como el del poeta, es el de los casos particulares y los hechos irrepetibles; al mismo tiempo, como el científico con los fenómenos naturales, el historiador opera con series de acontecimientos que intenta reducir, ya que no a especies y familias, a tendencias y corrientes.
Octavio Paz, Prefacio a Quetzalcóatl y Guadalupe
Pensar el pasado es una tarea exigente. Más aún en el marco actual de las ciencias sociales y humanas, en el que las nuevas formas de pensamiento y de análisis han dado lugar a nuevas preguntas que exigen aproximaciones más complejas, especialmente en temas sensibles como el desarrollo, la pobreza y la dominación colonial.
El texto de Acemoglu, Johnson y Robinson (2005), “Los orígenes coloniales del desarrollo comparativo: una investigación empírica”, pretende identificar las causas fundamentales de las diferencias de ingreso per cápita de los países analizando las diferencias entre instituciones y derechos de propiedad. Para ello, proponen una teoría de las diferencias institucionales entre los países colonizados por los europeos1, que luego utilizan para derivar una posible fuente de variación exógena.
Esta propuesta teórica parte de tres supuestos. Primero, los diversos tipos de políticas de colonización crearon instituciones diferentes: desde “Estados extractivos”, donde no hay protección a la propiedad privada ni sistemas de pesos y contrapesos contra la expropiación gubernamental, hasta “nuevas Europas”, donde se replican las instituciones europeas. Segundo, las condiciones de los asentamientos determinaron la estrategia de colonización: en los lugares donde el ambiente no fue favorable no se crearon nuevas Europas, y fue más viable establecer Estados extractivos2. Tercero, el Estado colonial y las instituciones persisten aun después de la independencia.
Los análisis cliométricos de estas características adolecen de dos problemas. En primer lugar, aceptan con demasiada ligereza y facilidad que las sociedades “evolucionan” según una secuencia inevitable de pasos o fases; así, los estudios se dedican a identificar o verificar si una u otra sociedad ha alcanzado una etapa para ubicarla en la escala de la evolución; ignorando, por increíble que parezca hoy en día, que las sociedades pueden recorrer diferentes caminos (Burke, 1997, 38).
En segundo lugar, caen con facilidad en el etnocentrismo: Occidente es la norma que fija los parámetros de los que se desvían otras culturas (tasas de mortalidad, derechos de propiedad, PIB, enfermedades, índice de instituciones, etc.)3. En las zonas donde los europeos se establecieron y modelaron la vida a semejanza del país de origen, existía libertad y la posibilidad de hacerse ricos a través del comercio, se protegía la propiedad privada de la tierra y se difundió muy pronto la crianza de ganado.
En la construcción del modelo, establecido de antemano para encajar a priori el resto del mundo no europeo –no francés y no inglés para ser más precisos, pues el área hispánica apenas se menciona como contraejemplo–, se utilizan las tasas de mortalidad esperadas de los primeros colonizadores europeos como determinantes de las instituciones actuales de estos países.
El artículo salta rápidamente de los supuestos a la conclusión de que los lugares malsanos e impropios para el asentamiento europeo son hoy mucho más pobres que las colonias cuyo ambiente era más saludable para los europeos. Esta afirmación es un despropósito monumental, pues borra de un plumazo las relaciones asimétricas de poder, la explotación criminal del continente africano, los sistemas de dominación ingleses en la India y en el Medio Oriente, las relaciones de Europa con China y Japón, el sistema colonial y poscolonial europeo en América; en fin, descarga las causas de la pobreza de casi dos terceras partes del mundo en el “paisaje”, que incluyen desde los mosquitos vectores de la malaria hasta sus habitantes.
Un “paisaje” que poco ha cambiado, pues las ex colonias que no son nuevas Europas hoy siguen siendo tropicales y con mosquitos. El determinismo geográfico en su forma más simple no nos ofrece herramientas para analizar los cambios cualitativos que han ocurrido en las zonas de estudio, como las técnicas tradicionales para enfrentar las enfermedades endémicas, el desarrollo de nuevas formas de higiene, salubridad, medicina o las tecnologías aplicadas a estos problemas.
Cabe preguntarse si se consideran las variables adecuadas para el análisis del modelo planteado. Amparándose en estas premisas los autores afirman –con ayuda de una estimación de mínimos cuadrados ordinarios en dos etapas del efecto de las instituciones sobre el desempeño económico– que si se mejoran las instituciones nigerianas al nivel de las chilenas se podría incrementar en 7 veces el ingreso de Nigeria en el largo plazo. Afirmar esto es lo mismo que decir que las instituciones –que aquí se usan en su sentido más estrecho y sólo se limitan al mercado– son un recetario que se puede aplicar en cualquier país para obtener resultados automáticamente. Se suponen instituciones arquetípicas o ideales que ignoran los posibles mundos culturales que las sustentan, aun en sociedades con economías de mercado, y excluyen lo que estas sociedades consideran justo o equitativo para sí mismas4.
Los autores utilizan las tasas de mortalidad esperadas de los primeros colonos europeos como instrumento de predicción de las instituciones actuales de dichos países. Debido a las dificultades para usar variables de las que se disponga de series de tiempo que midan el mismo fenómeno durante períodos muy largos, este enfoque tiene problemas estadísticos, pues no se garantiza que las variables utilizadas midan lo que se pretende captar y, además, al excluir los elementos que inciden en el desarrollo específico de las instituciones de cada región y país, no es de aplicación universal.
En lo que respecta a las tasas de mortalidad y fertilidad europeas, se tienen muy pocos datos de las postrimerías del siglo XVI y la información sólo está disponible para fechas muy posteriores. La recopilación adecuada y meticulosa de estadísticas detalladas requiere, como recuerda Cipolla (1994, 97), una cultura de orientación cuantitativa y cierta capacidad de organización que, salvo unas cuantas excepciones, no suelen existir en las sociedades preindustriales.
La medición de las tasas de mortalidad de la población europea en las colonias sólo muestra en qué zonas se pudieron establecer o no colonias europeas con condiciones similares a las de las regiones de origen. No tiene en cuenta, como lo hace Crosby, la importancia de la flora y la fauna, ni la posibilidad de desarrollar sistemas agrícolas. Tampoco tiene en cuenta el “estado” de las instituciones en los países de origen (ni Inglaterra ni Francia tenían una sociedad de mercado en el siglo XVI).
El uso de esta variable proxy no deja de ser problemático para sacar conclusiones acerca de las tasas de mortalidad esperada de toda la población. Primero, los soldados enfrentan riesgos diferentes a los de la población colonial ya asentada porque, además de sufrir las mismas epidemias, por su oficio corren riesgos adicionales. Habría que comparar las tasas de mortalidad de los soldados en los distintos tipos de colonias, tanto en tiempos de paz como de guerra. También, considerar la posibilidad de que algunas guerras europeas de esa época hayan elevado la tasa de mortalidad de los soldados en algunas regiones europeas muy por encima de la de las colonias, y usar estos resultados para ajustar esa variable proxy.
Segundo, la población de obispos en Suramérica entre 1604 y 1876 tampoco era un porcentaje representativo de la población, puesto que las condiciones de supervivencia de los obispos eran diferentes a las del resto de la población; y carece de fundamento histórico suponer que estas tasas no se han modificado durante más de 270 años.
Tercero, debido a las peculiaridades de su oficio el número de marineros no era fijo ni estable en los territorios colonizados y tampoco era una muestra representativa de la población. Además, las conclusiones sobre mortalidad esperada a partir de esta muestra son inconsistentes pues desconocen los riesgos que afectan las tasas de supervivencia de los marineros –naufragios, riesgos del oficio en alta mar, combates navales, enfermedades, etc.–, tanto si son militares como si pertenecen a flotas comerciales.
Por último, las series utilizadas pierden su valor analítico al suponer que las tasas demográficas de tres siglos –y en continentes tan disímiles en su modelo colonial como América, Asia y África– son equiparables5.
Por otra parte, Acemoglu, Johnson y Robinson afirman que más del 25% de la variación de las instituciones actuales se puede explicar mediante las tasas de mortalidad que enfrentaron los colonizadores europeos hace más de 100 años6. Si bien es cierto que existen variables que tienen un impacto en el largo plazo, el uso de rezagos de 100 años exige series de tiempo que permitan incluir varios intervalos –para ver si el impacto que se atribuye a los datos de mortalidad sobre el desempeño económico son consistentes en el tiempo– y además comparar diversos modelos coloniales entre sí para evaluar la consistencia econométrica de los resultados.
El trabajo muestra que la gran mayoría de las muertes europeas en las colonias fueron causadas por enfermedades fatales para las cuales los colonizadores no tenían inmunidad (malaria y fiebre amarilla), aunque estas enfermedades tenían un efecto limitado sobre los adultos indígenas. El problema epidemiológico resulta aún más complejo, pues si bien es cierto que puede adquirirse inmunidad sobre algunas enfermedades sufridas previamente, esto no garantiza la inmunidad a nuevas cepas o mutaciones. Tampoco se analiza el efecto de las enfermedades que los colonizadores llevaron a las zonas conquistadas, para las que la población nativa no tenía defensas inmunológicas. Por otra parte, las condiciones coloniales y la pobreza tienen un impacto negativo sobre el sistema de salud que perpetúa el problema.
Acemoglu, Johnson y Robinson hacen referencia a los trabajos de Diamond, McNeil y Crosby que muestran las relaciones entre la mortalidad y las instituciones, incluso hasta la revolución neolítica, para determinar el éxito o el fracaso de las instituciones actuales y explicar por qué los países son ricos o pobres. Con ello, sólo bastaría la construcción de unas variables dummies o proxy “robustas” para garantizar los resultados de la regresión. Si bien, como lo mostró Braudel, se pueden analizar procesos de largísimo plazo en el desarrollo de las sociedades humanas, pensar que esto es suficiente por sí sólo para explicar el presente supone que estas sociedades no cambian en el tiempo.
Aunque pueden existir continuidades de largísimo plazo –aun obviando el peligro de los anacronismos– entre las tasas de mortalidad y las instituciones, en el análisis no hay nada que indique que determinan el éxito o el fracaso de las instituciones actuales. Habría que demostrar lo que afirman Acemoglu, Johnson y Robinson: que la mortalidad de los colonizadores afectó los asentamientos iniciales y que estos afectaron a las primeras instituciones de manera persistente, de tal forma que fueron la base de las instituciones actuales. Aunque esto no es suficiente, pues en la evolución social, igual que en la evolución biológica, una misma base u origen se ramifica y da lugar a instituciones o especies diferentes, y es necesario explicar cómo ocurre este proceso.
El uso de variables geográficas en las regresiones también presenta graves problemas. Aunque los autores reconocen las diferencias en las tasas de mortalidad debidas a los accidentes geográficos –no es lo mismo vivir en las zonas húmedas que en las montañosas– en la práctica construyen una sola variable que mide la latitud, en valor absoluto (0 ó 1), como regresor, teniendo en cuenta únicamente la cercanía al ecuador.
Este trabajo se puede ubicar dentro una larga tradición del uso de métodos cuantitativos en la historia; no obstante, la pretensión de que estos métodos son útiles para estudiar diversas formas de comportamiento humano es relativamente nueva y es motivo de fuerte controversia. Es claro, y generalmente aceptado, que son útiles para ciertos fines (Burke, 1997, 47), siempre que se disponga de series de tiempo relativamente homogéneas (como precios de los alimentos en ciertos períodos, muestreo de votaciones, número de publicaciones, estudios de demografía histórica, etc. y, en general, lo que los franceses llaman historia serial).
En particular, la Nueva Historia Económica –que tuvo mayor aceptación en las universidades estadounidenses y de la que es heredero el texto que comentamos– da mucha importancia a los métodos econométricos para medir el desempeño de economías enteras, descuidando en muchos casos la confiabilidad de los datos y, por tanto, su utilidad potencial (ibíd., 48).
A pesar de la excesiva confianza de muchos de sus precursores, como Fogel (1972) y Coatsworth (1976), amparados en el carácter preciso o robusto de sus métodos –quizá por su parecido con los de las ciencias “exactas”–, estas actitudes han sido revaluadas por sus evidentes limitaciones, aunque este proceso autorreflexivo no parece haber influido en Acemoglu, Johnson y Robinson.
También se recurre de manera ligera al célebre análisis de Weber sobre la religión como determinante del desempeño económico. Aunque desde una perspectiva histórica el análisis weberiano nunca aclaró la dirección de la causalidad entre religión (protestante) y desempeño económico (capitalismo). Además, en la construcción de los tipos ideales (que son modelos de análisis y no modelos morales) no se tiene en cuenta la posibilidad de establecer reducciones similares con otros tipos de desempeño económico y otras formas de religión. En este tipo de aproximaciones se puede ver aún la persistencia de nuevas formas de la Leyenda Negra sobre América Latina y, en general, sobre el llamado Tercer Mundo.
Aunque no es fácil establecer qué comparar con qué, no se puede admitir la elaboración de unas variables proxy para todos los pueblos que han estado sometidos a una u otra forma de dominación imperial durante tres o más siglos, y asumir que estas variables son comparables en todos los casos. Peor aún es suponer que estas variables “significan” lo mismo durante todo el período de análisis y que, amparados en la “verificalidad” del modelo estadístico o econométrico, se pueden comparar.
Por otra parte, formas más moderas del institucionalismo consideran que las instituciones no se pueden trasladar a cualquier sociedad en cualquier momento. Con este supuesto, es posible ponderar las comparaciones entre los tipos ideales de instituciones para confrontarlos con las instituciones aberrantes. Desde las primeras páginas de su texto, Acemoglu, Johnson y Robinson parecen partir de una idea preconcebida de las instituciones que consideran correctas, tanto en términos del modelo como de la evidencia empírica que seleccionan, y sólo buscan reafirmarla. Así, su desafiante propuesta de una teoría institucional de los modelos coloniales queda reducida a una versión mecanicista de trilladas recomendaciones de política económica.
Además, el título de su trabajo indica que utilizan el método histórico comparativo. Método que Marc Bloch definió como aquel que busca las similitudes y las diferencias entre dos series de datos de naturaleza análoga tomadas de medios sociales distintos (Cardoso y Pérez, 1999, 339). Este enfoque tiene dos perspectivas: la primera estudia sociedades con suficiente parecido estructural para hacer comparaciones, y la segunda toma secuencias temáticas del mismo tipo en sociedades estructuralmente diferentes (Cardoso, 1985, 155-157). No obstante, es precisamente en la adopción de este enfoque de investigación histórica donde se encuentran los mayores problemas del estudio, puesto que compara sociedades y mundos culturales con grandes diferencias y cuyas secuencias temáticas no son comparables. Uno de los peligros más evidentes es suponer analogías profundas en aquello que no pasa de ser una simple semejanza formal y superficial.
Aunque cuando se reseña siempre se cae en la tentación del “deber ser” o de “lo que yo hubiera hecho”, no se puede dejar de comentar que una de las carencias más notables del artículo de Acemoglu, Johnson y Robinson es un análisis de fondo de los “mundos culturales” que dan sentido a las instituciones. Esto quizá obedezca a que los autores no rompen con la visión tradicional de cultura, pues consideran que es un concepto estable y atemporal compartido por todos los miembros de una sociedad y, por tanto, exógeno o innecesario para este tipo de análisis; enfoque criticado desde hace más de 50 años (Dirk, Eley y Ortner, 1994, 3-4).
Estos trabajos deberían considerar que la cultura se fracciona en la sociedad por razones de género, etnia, clase, etc., que se basa en relaciones desiguales entre personas y grupos en diferentes posiciones sociales y “mundos culturales”, y que posee múltiples discursos que coexisten en campos simultáneos de interacción y conflicto (ibíd., 4).
La preocupación por las formas y las prácticas de poder llevaría la investigación de los orígenes coloniales del desarrollo al estudio de los aspectos políticos de la vida social, que lamentablemente descuida el trabajo de Acemoglu, Johnson y Robinson. Se deberían involucrar preguntas sobre la conformidad, la resistencia, el potencial de estabilidad del sistema, la cohesión del orden social y la fortaleza o debilidad del sistema de valores dominante. Para entender los orígenes coloniales del desarrollo, el análisis del poder debería incluir las formas de dominación cotidianas y la manera como el individuo establece y fortalece su identidad frente al conjunto social.
Trabajos como el de Joseph Gilbert (1998) son una propuesta desde la historia cultural para abandonar los antiguos paradigmas sobre los que se ha basado el estudio de las relaciones poscoloniales, que podría enriquecer el análisis cliométrico, aceptando sus limitaciones y sus potencialidades. El abandono de estos paradigmas no implica que hayan sido sustituidos, sino que hay una alternativa en construcción para entender lo que él llama “encuentros culturales”. Gilbert destaca la estrechez de este tipo de análisis. Una visión de centro/periferia, explotador/víctima, éxito/fracaso cierra las posibilidades de análisis más complejos –de género, etnias, lengua, etc.– en la investigación de los encuentros culturales.
En este sentido, no sólo es necesario estudiar los intercambios económicos y las “políticas de Estado” sino entender los flujos multidireccionales de ideas, personas e instituciones. Preguntarse además cómo surgen estos flujos, cómo se reciben, cómo se contestan y cómo son apropiados en los lugares donde se dan estos encuentros. De allí surgen preguntas aún más provocativas en torno a las redes que contextualizan los intercambios, los sujetos que proponen, aceptan, modifican o se resisten a los contactos culturales y a las motivaciones particulares o de grupo que determinan las conductas.
Debemos preguntarnos por qué la imagen del imperio se construye y se niega en trabajos como el de Acemoglu, Johnson y Robinson, que cuentan con respaldos institucionales que los dotan de una legitimidad evidente ante el mundo académico7, y por qué existen discursos superpuestos alrededor del tema. Cómo se hacen estos discursos “multivocales”, cómo se negocian, se prestan e intercambian, se despliegan y se repliegan y el por qué de esto, son preguntas que los enfoques economicistas o de las relaciones internacionales no pueden responder.
Estas preguntas se pueden hacer en la construcción de otro tipo de discursos para América Latina. No es, entonces, la visión de la periferia, o de la élite local, que acepta a la fuerza una política imperialista en contra de su “voluntad nacional”, sino que son múltiples grupos al interior de América Latina, y en general del mundo no occidental, que aceptan, se resisten, moldean y adaptan esta situación de acuerdo a sus intereses.
Es claro que estas negociaciones multidireccionales se superponen unas a otras. Por esto el estudio de los procesos de negociación desiguales y asimétricos se convierte en un tema central de las nuevas propuestas que buscan abandonar el enfoque cerrado de trabajos como los de Acemoglu, Johnson y Robinson. Estas relaciones no sólo se dan en el contexto económico sino en toda la penetración cultural. Es el estilo de vida occidental, la visión del pobre desvalido incapaz de “desarrollarse” por sus propios medios, el medio natural hostil, el capital transnacional, la tecnología, etc. Es necesario entender cómo se plantean estas visiones para entender cómo se presentan las relaciones de dominación.
Afortunadamente, además de los avances alcanzados por las redes de estudios poscoloniales y subalternos mencionados, la academia colombiana ha hecho esfuerzos serios en esta dirección. Basta recordar la mención que hizo Alberto Flórez en el homenaje a Jaime Jaramillo en 20028, quien destacó que los trabajos colombianos más exitosos en el ámbito nacional e internacional eran aquellos cuyo objetivo central es el análisis del discurso y la deconstrucción de fuentes coloniales desde diversas perspectivas teóricas9.
Las nuevas dinámicas universitarias, en las que las fronteras entre disciplinas ya no son tan claras, han llevado a revisar el estatuto hegemónico de las disciplinas, aunque la resistencia a estos cambios se nota en todos los ámbitos (Flórez, 2005). Los cambios ocurridos en la segunda mitad del siglo XX, con la aparición de nuevos actores sociales, nuevas dinámicas geopolíticas y preguntas que difícilmente puede responder una sola disciplina han llevado a cuestionar los límites disciplinarios estrictos como referente adecuado para el trabajo intelectual (ibíd., 231).
Por tanto, los nuevos campos que se enfrentan a estos problemas tienen un carácter no disciplinario y se han alejado de las tradiciones más universalistas del conocimiento occidental, reconociendo que toda forma de conocimiento está situada temporal y espacialmente, y no es neutra. El conocimiento es político y, por ello, debe asumir una posición autorreflexiva que estudie las prácticas culturales y su relación con el poder. Es una propuesta que reta el deber ser de la ciencia para asumir una posición ética frente a las relaciones de poder que dan marco a la producción del conocimiento y a las implicaciones políticas de dichas prácticas.
Trabajos como el de Acemoglu, Johnson y Robinson sólo reflejan la rigidez de ciertos paradigmas y muestran el tamaño del reto al que se enfrenta la descolonización de la historia que aún se escribe en ciertos círculos académicos y que circula con una legitimidad que poco se discute. Estos trabajos deben ser un reto para establecer redes de construcción y divulgación del conocimiento, y para recibir con un sentido crítico la perpetuación de los discursos en los cuales se repite la semántica de la dominación.
NOTAS AL PIE
1. Incluyendo en las áreas coloniales a aquellas en las que se ejerce el control directo de una potencia europea y a todas las que tuvieron influencia europea.
2. No deja de sorprender el uso de elementos retóricos para las descripciones del paisaje –en las que se incluyen “nativos”, animales y el espacio, como el escenario en el que actúan los europeos– que lo califican de virtuoso (bondadoso) o vicioso (agreste y malsano) para legitimar o deslegitimar una u otra forma de dominación. Para una profundización de construcciones retóricas, ver Borja (2002), Restrepo (1999) y Correa (2004).
3. Las variables que utilizan Acemoglu, Johnson y Robinson para elaborar los modelos econométricos que sustentan sus conclusiones no dejan de ser problemáticas. Por ejemplo, la pretensión de analizar los períodos coloniales con un escaso uso de variables de cada período y el uso desmedido de variables proxy en las últimas décadas del siglo XX: el logaritmo del PIB per cápita en 1995, el logaritmo del producto por trabajador en 1988 (nivel de Estados Unidos normalizado por 1), la protección promedio contra el riesgo de expropiación (1985-1995), restricciones al Ejecutivo en 1990, las restricciones al Ejecutivo en 1900, los asentamientos europeos en 1900 y el logaritmo de la mortalidad de los colonizadores europeos; que sirven de variables proxy o dummies para la relación que quieren establecer entre mortalidad esperada de los colonos europeos e instituciones actuales.
4. Habría que preguntarse qué pensarían los pueblos colonizados, las comunidades indígenas en Norteamérica o los aborígenes australianos –por mencionar sólo algunos– de los derechos de propiedad de la tierra, la competencia del ganado con formas tradicionales de cultivo y de la riqueza originada en el comercio, o en general sobre la “calidad” de las instituciones impuestas por las potencias imperiales. O sobre el supuesto éxito del modelo chileno implantado con la dictadura de Pinochet y la violación sistemática de los derechos individuales de los ciudadanos que se oponían al gobierno autoritario.
5. Críticas similares a la confiabilidad de la muestra para abstraer una teoría colonial basada en el componente ecológico y en el éxito económico de las colonias, se encuentran en McArthur y Sachs (2001). A pesar de que sólo analizan las colonias en el siglo XIX, son de interés las relaciones multicausales que encuentran entre geografía y crecimiento económico. Ver también Sachs (2003).
6. A pesar de que el modelo pretende ser general para todo el período colonial (cerca de tres siglos), en la práctica sólo se concentra en el siglo XIX.
7. No es de extrañar, aunque sí es preocupante, que en la primera nota al pie se agradezca a un sinnúmero de personas que participaron en los seminarios o discusiones que llevaron a publicar este artículo, y que remiten a instituciones como Berkeley, Brown, Canadian Institute for Advance Research, Harvard, MIT, NBER, Northwenstern, NYU, Princeton, Rochester, Stanford, Toulouse, UCLA y, por si fuera poco, el Banco Mundial. Queda la pregunta sobre la persistencia de la Leyenda Negra y las formas de dominación a través del discurso en los ambientes universitarios y económicos más poderosos de Norteamérica. En este sentido se han realizado avances significativos desde la perspectiva de los estudios poscoloniales y subalternos (ver los trabajos de Arturo Escobar, E. Said, G. Spivak y H. Baba).
8. “Balance y desafíos de la historia de Colombia al inicio del siglo XXI”, Homenaje a Jaime Jaramillo Uribe, 16 de septiembre de 2002, Universidad de los Andes.
9. Flórez menciona el Premio Latinoamericano de Historia Colonial “Silvio Zabala”, otorgado en 2001 al libro Remedios para el imperio del filósofo e historiador de la ciencia Mauricio Nieto, escrito desde una explícita perspectiva constructivista y poscolonialista; el Premio Nacional de Ciencias de la Fundación Ángel Escobar de 2000, otorgado a Ordenar para controlar de Martha Herrera, una interdisciplinaria muestra de que la espacialidad construida a partir del poder es una alternativa a los estudios más tradicionales de los colonialistas colombianistas; el trabajo de Jaime Borja que recibió mención en el Concurso Nacional de Ciencias de la Fundación Ángel Escobar en 2001 (Los indios medievales de fray Pedro de Aguado: construcción del idólatra y escritura de la historia en una crónica del siglo XVI) y el premio del Comité Mexicano para las Ciencias Históricas otorgado en 1999 al artículo “La alegoría como forma de argumentación histórica”, del mismo autor, publicado en Historia y Grafía.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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2. Borja, J. Los indios medievales de Fray Pedro de Aguado: construcción del idólatra y escritura de la historia en una crónica del siglo XVI, Bogotá, ICANH, 2002.
3. Burke, P. Historia y teoría social, México, Instituto Mora, 1997.
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