DE LA MORTALIDAD MILITAR Y EPISCOPAL EN LA COLONIA AL DESEMPEÑO ECONÓMICO CONTEMPORÁNEO. ¿QUÉ PUDO PASAR?
FROM THE COLONIAL MILITARY AND EPISCOPAL MORALITY TO THE CONTEMPORARY ECONOMIC PERFORMANCE. WHAT COULD HAVE HAPPENED?
Comentarios a “Los orígenes coloniales del desarrollo comparativo: una investigación empírica” de Acemoglu, Johnson y Robinson, Revista de Economía Institucional 7, 13, 2005, pp. 17-67.
Mauricio Rubio*
* Profesor investigador de la Facultad de Economía de la Universidad Externado de Colombia, mauriciorubiop@wanadoo.fr Fecha de recepción: 6 de marzo de 2006, fecha de aceptación: 30 de marzo de 2006.
El provocador ensayo econométrico de Acemoglu, Johnson y Robinson (AJR) es una arriesgada mezcla de especialidades. Sin entrar a analizar la calidad de los datos, algo que exigiría una pesquisa minuciosa, se debe reconocer que la econometría del trabajo es impecable. Encontrar imaginativas variables instrumentales se ha convertido en el sello distintivo de la economía empírica y, desafortunadamente, en la debilidad del análisis y las implicaciones de política de los resultados. No siempre la sofisticación estadística se acompaña de argumentos seductores, teorías convincentes o recomendaciones útiles.
La idea básica de AJR es que las tasas de mortalidad de ciertos grupos de inmigrantes europeos –soldados, marinos y obispos– reflejan distintos patrones de asentamiento, y sirven de instrumento de las instituciones actuales; en particular, que captan las variaciones en la calidad de los derechos de propiedad que, a su vez, son determinantes de las diferencias de crecimiento económico entre países. Así, en ambos extremos de una supuesta cadena de causalidad se tienen dos variables concretas y fáciles de medir –defunciones de ayer y crecimiento de hoy– que están estrechamente asociadas; en eso el ensayo es persuasivo. Es una lástima que, con tan novedoso hallazgo, los autores hayan evitado profundizar los vínculos entre lugares y épocas de las variables intermedias –discutibles y menos precisas– para narrar una historia más elaborada y sugestiva. Lo que se habría podido convertir en la etapa preliminar de una agenda de investigación interdisciplinaria sobre génesis y evolución institucional quedó trunco, pues el trabajo no invita al debate más allá del gremio económico; no sugiere pistas para que historiadores, demógrafos, sociólogos, antropólogos, geógrafos y juristas colaboren en la investigación detallada de tan atractiva veta. La necesidad de profundizar no es un mero asunto de curiosidad científica. Es un prerrequisito para las recomendaciones de política, terreno en el que los autores hacen incursiones tangenciales y desafortunadas.
Puesto que el ensayo roza un tema que no ha recibido suficiente interés de la economía, el de la configuración y evolución de las instituciones desde abajo, con este comentario quiero plantear unas conjeturas y pistas de investigación en esas líneas. Espero que tengan mayor potencial de elaboración y desarrollo posterior que la decepcionante teoría con la que AJR intentaron explicar su interesante resultado econométrico.
Con breves referencias a lo hispano, voy a tratar de elaborar una historia para establecer un vínculo más realista y contrastable, desde distintas disciplinas, entre los asentamientos en una colonia y los derechos de propiedad posteriores. También quisiera señalar lo problemáticas que son las nociones de instituciones buenas o deseables, e incluso las de restricciones al ejecutivo. Por último, voy a atreverme a criticar puntualmente algunas afirmaciones ligeras de los autores que, al contaminar los hallazgos empíricos novedosos con el recetario normativo tradicional, burdo y repetitivo de la economía ortodoxa, le restan alcance a las repercusiones del trabajo.
Para describir una situación recurrente en el ensayo, el lugar donde los colonos europeos no pudieron asentarse de manera estable y duradera, son concebibles tres escenarios con consecuencias institucionales bien distintas.
El primero, la tierra de frontera, se caracteriza por un exceso de hombres solteros que buscan fortuna en territorios lejanos. Varias colonias extractivas mencionadas se ajustarían a este patrón, así como la colonización australiana, la fiebre del oro en el oeste norteamericano, la llegada de europeos sin familia en el siglo XIX a Buenos Aires o las distintas fiebres de productos básicos –oro, caucho, quina, esmeraldas, coca– que se han presentando en América Latina. La escasez relativa de mujeres puede alcanzar grandes dimensiones y, por lo general, se da con una violencia monstruosa, una lucha a muerte por tan valioso recurso. Las historietas de Lucky Luke han modelado la esencia institucional y productiva de tales lugares. Una tímida autoridad que, con el apoyo de unos paras bien intencionados, trata de imponer una ley penal rudimentaria entre machos armados en territorios donde los negocios prósperos son básicamente la funeraria y el cabaret.
El segundo escenario que ha resultado incompatible con los asentamientos de colonos se caracteriza por la situación demográfica inversa: un exceso de mujeres solteras que fluye hacia las aglomeraciones. La conquista de América por los españoles se ajusta más a este prototipo. Los conquistadores españoles llevaban no sólo guías y cargadores sino numerosas indígenas. En los grupos que fundaron la Nueva Granada había casi 3.000 hombres, ninguna mujer española y muchas indígenas. Aunque, al principio, con las mujeres tomadas como botín, forzadas, seducidas o recibidas por pactos de paz con los caciques establecieron relaciones efímeras, con el tiempo se tornaron más estables, pero nunca se legalizaron. El matrimonio siempre fue descartado por los españoles. El amancebamiento llegó a estar tan arraigado que los religiosos que acompañaban a los conquistadores renunciaron a condenarlo, limitándose a exhortar que tuvieran relaciones con indias bautizadas. En este contexto, es difícil de encajar la Hispanoamérica colonial en la noción de un Estado autoritario con la facilidad con que lo hacen los autores. Lo que múltiples testimonios sugieren, por el contrario, es que se trataba de territorios donde cada quien hacía más o menos lo que le daba la gana. Ese diseño institucional, tan espontáneo, de un Estado débil ha sido persistente, y podría ayudar a explicar las frecuentes rebeliones, la alta evasión tributaria, la corrupción o las dificultades para llevar a cabo una reforma agraria.
Otra imprecisión del ensayo es equiparar a Hispanoamérica con lugares inhóspitos e insalubres donde no hubo asentamientos. Como señalan AJR, “en zonas de gran altitud, donde se podían establecer estaciones de montaña, como Bogotá en Colombia, las tasas de mortalidad eran menores que en las zonas costeras húmedas” (p. 39). Sí hubo asentamientos, pero fueron peculiares. En particular, y como muestra del poco autoritarismo estatal que efectivamente se dio, todas las rígidas normas matrimoniales católicas fueron irrespetadas sistemáticamente. El estudio de testamentos de las indígenas indica que en su mayoría tuvieron hijos con conquistadores y encomenderos, no siempre de uno sino de varios. Algunos asentamientos coloniales eran ciudades predominantemente femeninas. La principal razón era la inmigración de jóvenes indígenas para desempeñar labores de servicio. De allí surgió una importante población mestiza. De manera informal se consolidó la casa de la otra, de la querida, y multitud de hijos por fuera del matrimonio. La magnitud del fenómeno no era despreciable. Los datos de bautismos en dos barrios bogotanos entre 1750 y 1806 muestran que el 48% de los recién nacidos fueron registrados como hijos de padres desconocidos o como hijos naturales. Para tener una idea de lo descomunal de esta cifra basta compararla con la de la mayor parte de los países de Europa pre-moderna, entre el 1 y el 5%. Toda esta población ilegal –el vocablo actual– que nacía inmune a la expropiación, pues nada tenía, crecía en un ambiente que condenaba no sólo las relaciones por fuera del matrimonio sino también el mestizaje, que de todas maneras persistía.
Un tercer escenario, que puede ser paralelo a los anteriores, es el de los asentamientos que sin reemplazar a la población aborigen conviven con ella, y sus instituciones. En eso la tradición hispana es larga, anterior a la Colonia. Por siglos, en la Península Ibérica, el derecho no operó de manera uniforme en un territorio sino para grupos de individuos, según su credo religioso o su lugar de origen. El principio es antiquísimo. En los pueblos hispánicos prerromanos, la familia y el clan local eran agrupaciones cerradas y sólo sus miembros podían acogerse a su derecho. Para atenuar las diferencias entre grupos, se establecían pactos, de hospicio u hospitalidad: el huésped se protegía por el derecho del grupo. Cuando el pacto era entre una parte débil y otra fuerte surgían relaciones de clientela. El que el derecho se diversificara, no sólo en función de tierras y ciudades sino de las personas, produjo una enorme dispersión normativa. En un mismo reino los individuos diferían jurídicamente, por su religión, su origen y su posición social. Los derechos locales solían respetar la condición jurídica de los forasteros. La falta de capacidad de los reyes para imponer un orden jurídico estable y la proliferación de privilegios y fueros locales hacían particularmente difícil la aplicación de las leyes. España y Portugal introdujeron en América el sistema legal dominante en la península. Pero no desarraigaron del todo los procedimientos de las comunidades indígenas. En las colonias se consolidó y reforzó el fenómeno de abundancia y superposición de leyes. Al ser casuísticas, a veces contradictorias, y con una legislación a distancia, era difícil lograr su adecuado cumplimiento. Así, el principio castellano de “acatar, pero no cumplir” se extendió a las colonias.
No hace falta mucha imaginación para plantear que las instituciones y los derechos de propiedad que surgen de estos tres escenarios, y su legitimidad, son diferentes y, todos ellos, bien distintos a los de la idílica situación de la familia Ingals característica de buena parte de la colonización anglosajona.
Los demás entornos familiares conducen a situaciones institucionales peculiares, sobre las cuales la economía sólo ha mostrado interés hasta hace poco. Infortunadamente, y esa es una de las debilidades del ensayo, persisten ciertos prejuicios, casi rezagos de la Guerra Fría, como el de que siempre es deseable un Estado sin vocación socialista o el de que las buenas instituciones son sólo aquellas que promueven el crecimiento. Es fácil argumentar que estas opiniones no siempre son pertinentes.
En los ambientes con predominio masculino, y de manera proporcional a la escasez de mujeres, tiende a ser grave la violencia, aguda la concentración de la riqueza, marcada la desigualdad, frecuente la rotación de líderes, y tan alta la demanda de justicia penal como precaria la posibilidad de suministrarla. Es el típico escenario hobbesiano; el monopolio de la coerción y la tributación no es un dato sino el premio inalcanzable de una perpetua competencia a muerte por el poder. En este caso, la debilidad de los derechos de propiedad surge de nunca estar seguro de quién los defiende, y si puede defenderlos. Plantear en ese escenario, no ajeno a la realidad en muchas antiguas colonias, como hacen AJR en sus ecuaciones, que las restricciones al ejecutivo son favorables al desarrollo suena insólito. La idea de que siempre es deseable un Estado con baja capacidad para expropiar es, como mínimo, desacertada: no cuadra, por ejemplo, con la prioritaria labor que afronta la sociedad colombiana de extinguir el dominio de tierras y propiedades de narcotraficantes, guerrilleros y paramilitares.
El escenario con exceso de mujeres y abundantes arreglos extramatrimoniales ha sido por lo general menos caótico y riesgoso. En general, las élites han sido más estables y una de sus principales preocupaciones ha sido controlar la protesta popular de las masas marginadas. Los incidentes penales son menos graves y frecuentes, y las demandas al Estado están más orientadas al suministro de servicios y a la solución de conflictos civiles y de familia. La fragilidad de los derechos de propiedad estaría en este caso asociada a la ilegitimidad de una parte de la población. El Estado asistencial, activo en materia distributiva y políticas antidiscriminatorias, que parece deseable y recomendable en esta situación, tampoco encaja bien en el esquema, defendido en el ensayo, de un ejecutivo que simplemente refuerza el statu quo y los derechos de propiedad existentes.
El escenario de diversidad institucional y legal por cohabitación de distintos grupos étnicos o religiosos es tal vez el que hace más problemática la idea, adoptada sin matices en el ensayo, de que se puede establecer una clasificación de buenas y malas instituciones simplemente en función de la capacidad de expropiar y el potencial de crecimiento del producto. En retrospectiva, y con estándares modernos de valoración, no pudieron ser tan deplorables unas instituciones como las hispanas que en México, Guatemala, Bolivia o Perú –aunque alteraron la religión, pues esa era su prioridad– dejaron casi intacta la población, la cultura y las leyes nativas. Por el contrario, si se evaluara la colonización de asentamiento, tan bien calificada por AJR, con el prisma ecológico, o simplemente con el de los derechos humanos, habría que introducir cambios importantes en esa clasificación. Las buenas ideas de Francisco de Vitoria, o de Bartolomé de las Casas precedieron en varios siglos a las de Martin Luther King.
La complejidad de las consecuencias institucionales de los distintos arreglos familiares crece exponencialmente cuando se tiene en cuenta que en un mismo país, incluso en una misma región, puede haber combinaciones de estos escenarios. Tal sería en Colombia el caso de Antioquia, donde las instituciones hispanas fueron moldeadas por enclaves mineros masculinos, por flujos importantes de mujeres hacia las urbes y por la versión criolla de la familia Ingals, la economía cafetera. En materia institucional, no sorprende que allí haya surgido y coexistido lo más productivo y digno de imitación, y lo más amenazante y desestabilizador de la sociedad colombiana.
La lectura del ensayo suscita varias inquietudes. En el terreno positivo, la precariedad de los microfundamentos de la teoría de AJR se insinúa en la siguiente secuencia de afirmaciones: “[lo que importa] es si los colonos europeos se podían asentar con seguridad en un lugar particular: donde no se pudieron asentar, crearon instituciones peores […] Nuestra hipótesis es que la mortalidad de los colonizadores afectó los asentamientos; los asentamientos afectaron a las primeras instituciones; y las primeras instituciones persistieron y fueron la base de las instituciones actuales” (pp. 23 y 24).
Uno pensaría que los que diseñaron las malas instituciones fueron los sobrevivientes, no los soldados y los obispos que murieron, y que acaparan la atención. Pero las referencias a esos inmigrantes que se instalaron son escasas. Las primeras instituciones quedan huérfanas de gestores, y de teoría. Tampoco se entiende qué fue lo que atrajo flujos de colonos europeos a esos inhóspitos lugares pues las altas tasas de mortalidad eran conocidas en Europa. No se discute cuáles fueron sus motivaciones. No es claro si se trataba de militares que cumplían órdenes de la metrópoli, de mineros descubriendo vetas, de comerciantes abriendo mercados, de antisociales y piratas buscando refugio, o de religiosos con la misión de evangelizar aborígenes y condenar los desafueros de los demás. Como es obvio, cada escenario da lugar a instituciones coloniales distintas. Pero eso no preocupa a los autores, que las mezclan sin titubeos. Otro asunto importante que no se discute es si había o no mujeres. Si eran europeas o aborígenes, y cómo se emparejaban con los colonos. El abanico de posibles instituciones es amplio, y éstas dependen crucialmente de esas cuestiones.
En el caso de Hispanoamérica, la pregunta que queda abierta es por qué los hombres vinieron solos, por qué no pudieron convencer a las mujeres de su aventura. Se puede sospechar que eso tuvo que ver no sólo con la aversión al riesgo –algo que ya se sabe es un rasgo más femenino que masculino– sino con la capacidad de evaluar a priori, e intuitivamente, las perspectivas de un proyecto riesgoso que, aquí especulo, podría ser distinta entre géneros. Habría habido desarrollo sólo en dónde llegaron mujeres que vieron buenas perspectivas. Así, una lectura alternativa de lo que ocurrió en algunos lugares sin asentamientos es que fueron sitios en los que se trató de implantar las instituciones europeas sin el soporte de las familias. Esa, pienso yo, es una pista de investigación inexplorada y con mayor potencial explicativo que el trasnochado cuento de la dicotomía entre propiedad pública y privada.
Afirmar que los arreglos familiares son un determinante crítico de las instituciones es más que una conjetura. En uno de los campos más interesantes de la criminología, el estudio de cohortes de jóvenes infractores, se reconoce que lo que somos como adultos ante la ley penal no es más que el resultado de una secuencia individual de pequeños incidentes acumulativos, que a lo largo de nuestra biografía el entorno inmediato acepta y consolida, o rechaza y corrige. En ese proceso de socialización, o civilización, el papel de la familia es crucial, en particular el de la madre. Aunque la extensión de este esquema a las áreas no penales de las instituciones es incipiente, hay razones para pensar que también es muy pertinente. La aceptación y la legitimidad de las instituciones no son sólo un asunto de adultos racionales que un buen día, reunidos en cabildo abierto, o luego de una ronda de negociaciones à la Coase, diseñan, demandan o adoptan unas reglas del juego. Las instituciones requieren familias que las acepten, las legitimen y las transmitan. Y no todas las estructuras familiares son igualmente receptivas a los distintos arreglos institucionales.
Un aspecto lamentable del ensayo tiene que ver con algunos comentarios cuasi normativos, nada sofisticados ni originales, a los que se les trata de dar un viso de concepto técnico bien sustentado por la econometría. Una de esas perlas es la siguiente: “el mejoramiento de las instituciones de Nigeria al nivel de Chile podría incrementar siete veces el ingreso de Nigeria en el largo plazo” (p. 20, cursivas propias). Uno queda desconcertado ante tan insólita y categórica afirmación. Primero, no se entiende bien a quién se dirige el comentario, si a los nigerianos que no se han enterado del milagro chileno o a estos últimos que no lo han exportado; o, qué peligro, a un diseñador institucional ingenuo de una agencia multilateral. Aceptando que hubiese en Nigeria un dictador benevolente –con restricciones, obviamente, pues de lo contrario podría expropiar– que quedara convencido con el argumento, los datos y las ecuaciones del ensayo cabe la pregunta: ¿qué debería hacer? ¿Imitar a Pinochet, poner orden con toque de queda y reformar el mercado de capitales, la legislación laboral, el sistema de pensiones y la oficina de registro? ¿Ir más atrás y montar un experimento socialista para hacerlo fracasar con ayuda de un ejecutivo extranjero sin restricciones? ¿Favorecer una inmigración masiva de jueces o burócratas chilenos? ¿Aliarse con una escuela de economía en Estados Unidos para formar ministros de Hacienda con principios ortodoxos y consistentes? ¿Invitar a un economista famoso para que juegue con las instituciones nigerianas y, de pronto, haga un par de buenos negocios?
He querido señalar con este breve comentario que sin estudiar a fondo a los colonos que efectivamente se quedaron, las reglas de juego que implantaron y, más concretamente, los arreglos familiares que adoptaron, no se avanzará en el diagnóstico institucional. No es mucho lo que se logra cuando, como ocurre en el ensayo, apenas se mencionan esos individuos de carne y hueso que forjaron, con el bagaje que traían, unas instituciones. Aunque AJR son críticos de la idea de que el origen de los colonos es pertinente en la configuración de las instituciones iniciales, ellos mismos ofrecen un contraargumento al señalar que “los militares españoles y portugueses no mantenían buenos registros de mortalidad”. Esta flagrante diferencia en la capacidad de registro de ciertos incidentes parece ser, para los autores, inocua en materia de calidad institucional. Lo único que al parecer cuenta, desde siempre y en todo lugar, es que el ejecutivo no pueda expropiar.
Mientras no se mire y observe minuciosamente lo que ocurrió desde abajo, en distintas épocas y sociedades, mientras no se abandone el desafortunado reflejo de creer que para entender los arreglos institucionales basta pensar “qué haría un individuo racional, si llegara, hace unos 200 años, a un lugar inhóspito para colonizarlo”, seguirán las vueltas abstractas e inconsecuentes, con impresionantes hallazgos econométricos agregados, pero sin avanzar un ápice en la comprensión de lo que pensaron y acordaron los individuos que contra todo pronóstico sobrevivieron a unas aventuras irracionales.
Desde el punto de vista normativo es sorprendente y decepcionante que, a diferencia de la creciente sofisticación econométrica, la economía empírica no haya renovado aún la trillada, vaga y genérica receta del Estado débil calcada de escenarios tipo familia Ingals –donde sin lugar a dudas fue exitosa– pero que simplemente no funcionó en los territorios agrestes de piratas, traficantes o paras, donde morían muchos soldados, ni en los ambientes de queridas y concubinas donde morían obispos escandalizados.