¿STATU QUO O NO? ESE ES EL DILEMA


STATU QUO OR NOT? THIS IS THE DILEMMA


Las piezas del rompecabezas. Desigualdad, pobreza y crecimiento, Armando Montenegro y Rafael Rivas, Bogotá, Taurus, 2005, 341 pp.



Bernardo Pérez Salazar*

* Investigador social, bperezsalazar@yahoo.com Fecha de recepción: 23 de septiembre de 2005, fecha de aceptación: 15 de octubre de 2005.


La buena acogida de este libro en las librerías colombianas sugiere que el análisis de la pobreza, así como los temas de política económica y gasto social, son campos con demandas no despreciables entre los lectores del país. Se trata, por supuesto, de un texto escrito en prosa fácil, que evoca el estilo llano de los enciclopedistas franceses en su labor de vulgarizar el pensamiento, aunque en este caso se trata del que se produce sobre crecimiento económico, pobreza y gasto social principalmente en las universidades de Harvard en Boston y Los Andes en Bogotá.

Sus autores discuten algunos problemas importantes de la actual agenda económica y política, y ponen el dedo en varias llagas. La más escandalosa es que la distribución del gasto social en Colombia es regresiva: el 20% más rico recibe cerca del 30% del gasto social, por cuenta de los subsidios que el sistema público de pensiones transfiere a las familias del quintil de mayores ingresos, mientras que los tres quintiles de ingresos más bajos reciben apenas el 52%, principalmente a través de subsidios de salud, educación, vivienda y servicios públicos. También expresan preocupación pues a pesar de los numerosos “ajustes”, el déficit fiscal del gobierno nacional está en el orden del 6% del PIB, una situación tan grave como la de hace 6 años. Y, pese a que el tema no figura en la agenda pública desde hace décadas, Montenegro y Rivas llaman la atención sobre la falta de una política de población en nuestro país donde, según ellos, la pobreza se reproduce además por el crecimiento demográfico.

Aun cuando en los últimos años hayan crecido la pobreza y la desigualdad a la par con un desempeño económico mediocre y no obstante dificultades que hoy parecen insolubles como las referidas atrás, el libro ofrece una oportuna dosis de optimismo: una y otra vez asegura que mediante incentivos de mercado, con una regulación pública de calidad y algunos ajustes al andamiaje jurídico e institucional, Colombia puede lograr progresos análogos a los que se han logrado en el campo de los servicios públicos en los grandes centros urbanos desde hace tres lustros, donde se ha incrementado la cobertura y la calidad de los servicios con base en un sistema progresivo de tarifas.

Las prioridades son claras en la mente de nuestros autores: Colombia es un país pobre donde hay poco que repartir, y la reducción de la pobreza depende del crecimiento económico. En consecuencia, hay que preservar la estabilidad macroeconómica, fortalecer el mercado de capitales y los derechos de los acreedores, y evitar aumentos excesivos de los impuestos y la discriminación contra el capital y el trabajo calificado.

Esa visión conduce, sin rodeos, a una propuesta de ajuste institucional de gran envergadura. Ante una Constitución Política Nacional como la de 1991, tan generosa y pródiga en derechos económicos, sociales y culturales, Montenegro y Rivas consideran urgente que el Congreso expida leyes estatutarias que fijen objetivos y prioridades para ordenar progresivamente, y en concordancia con las posibilidades económicas del país, el desarrollo de tales derechos:

En nuestro medio […] la Corte Constitucional, una entidad que no es elegida por el pueblo […] tom[a] decisiones distributivas y determin[a] el orden con el que se desarrollarán los derechos económicos consagrados en la Constitución de 1991 […] Con frecuencia [estas decisiones] generan confusas señales sobre los incentivos en la sociedad, crean desconcierto y la percepción de una elevada inestabilidad en las reglas del juego […] El Congreso, como foro democrático, tiene muchas ventajas sobre la Corte para decidir sobre aspectos distributivos (pp. 107-108).

No obstante esas ventajas, el libro lamenta que después de casi quince años de vigencia de la Constitución el Congreso no haya sido capaz de expedir esas leyes estatutarias, y reconoce que la Corte Constitucional ha llenado el vacío resultante con un “enjambre de doctrinas sobre la aplicación y desarrollo de los nuevos derechos”. Entre las “historias de horror” con que se ilustran algunos fallos desacertados de la Corte en el despliegue de su “activismo progresista”, se destacan los relacionados con la Ley 797 de 2003.

Esta ley modificó numerosos aspectos del régimen de jubilación público, a través del cual se transfiere una parte desproporcionada del gasto público a los quintiles de mayores ingresos. Entre ellos, acortó el período de transición previsto por la Ley 100 de 1993, adelantándolo de 2014 a 2008. Con esta modificación se calculó en su momento que el monto total del pasivo pensional exigible se reduciría del 207% del PIB al 170%. Sin embargo, la Corte declaró inexequible esta disposición, para proteger el “derecho adquirido” de quienes ya se habían acogido a las reglas de la Ley 100 para jubilarse.

Según los autores este fallo representa un costo adicional de US$ 15 millardos para el erario, equivalente al 17% del PIB, y además garantiza el statu quo de los privilegios pensionales que transfieren subsidios injustificados a los más ricos, por lo cual no dudan en calificar el fallo de “reaccionario”:

Reformar el sistema pensional […] es difícil porque los pensionados votan, y los pobres y los jóvenes no. Los pensionados están sobrerrepresentados […] Es una ironía que en Colombia […] los poderes elegidos por el pueblo, que estarían expuestos a su retribución electoral, varias veces hayan tratado de enfrentar el problema y haya sido la rama judicial, que está mucho más resguardada de cualquier tipo de consideración política, la que ha flaqueado (p. 251).

Decisiones como la anterior son destacadas por nuestros autores para señalar, no sin cierta alarma, que Colombia se encuentra en una situación cuya gravedad no ha sido apreciada como corresponde por un sector de la élite colombiana, debido a que sus consecuencias más negativas no son visibles gracias a la revaluación del peso y a la bonanza petrolera que hoy viven los países exportadores.

Estiman que los subsidios pensionales a cargo del gobierno central equivalen a la mitad del déficit fiscal (3,1% del PIB). A ese gasto, que aumentará por el colapso del Seguro Social en 2004, hay que sumar un gasto militar que se habrá de mantener alrededor del 4,5% del PIB, no durante los 18 meses que se anunciaron en 2003, sino por lo menos durante la próxima década. A ello hay que adicionar el servicio a la deuda con la que el gobierno central financia el déficit fiscal, y que representa el 4,6% del PIB. Y si a este panorama se añade el hecho de que la exigibilidad del enorme pasivo pensional no está diferida indefinidamente al futuro sino a los próximos lustros, se comprende por qué a Montenegro y Rivas les preocupa que el gasto social dirigido a la educación y la salud, que en la actualidad asciende a un 8,2% del PIB, quede desprovisto en el futuro, particularmente en un escenario en que la población continuará creciendo entre el 1% y el 2% hasta después del año 2025.

Este cuadro lúgubre está diestramente dosificado de manera que la amargura no sea el sabor que le quede al lector al terminar de leer el libro. Las propuestas de ajuste institucional para “ordenar progresivamente” el desarrollo de los derechos económicos y sociales y contener así el “activismo progresista” de la Corte Constitucional, junto con la de reformar el régimen de jubilación pública, son complementadas por Montenegro y Rivas a lo largo de su texto con un variado menú de reformas y sugerencias para modificar el estado presente de las cosas.

Entre ellas, retirar al Estado su función empresarial y entregar al sector privado los bancos que administra y la realización de las inversiones en infraestructura: telecomunicaciones, servicios públicos domiciliarios y autopistas. El libro insiste que el Estado se debe dedicar a las funciones esencialmente públicas: garantizar la justicia y la seguridad, y subsanar las carencias sociales más apremiantes mediante el gasto público racionalizado y focalizado en los más pobres. También propone aumentar los ingresos fiscales, incrementando las tasas sobre los bienes raíces, especialmente en las zonas rurales, ampliar la base tributaria con tasas bajas y uniformes, y eliminar las exenciones. En particular, nuestros autores defienden la eliminación de las cargas parafiscales a la nómina, es decir, las transferencias al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, al Servicio Nacional de Aprendizaje y a las cajas de compensación familiar, entidades que según ellos se deberían financiar con cargo directo al Presupuesto General de la Nación, las primeras, y de la venta de servicios, las últimas.

Así mismo sugieren la adopción del “federalismo fiscal”, para que las entidades territoriales puedan fijar sobretasas locales al IVA y a la gasolina y así financiar sus gastos administrativos, la carga pensional a su cargo y parte de su gasto social. Entre las propuestas más audaces se destacan la de financiar el pago de las obligaciones pensionales del sistema público con cargo a las regalías regionales, y la de eliminar el “salario mínimo”, barrera que estaría “segmentando el mercado laboral”.

Las medidas mencionadas podrían atenuar algunas de las facetas más odiosas del statu quo en Colombia, como la regresividad del gasto social y el déficit fiscal del gobierno central. Hay que valorar altamente la declaración de nuestros autores de que es necesario mantener e incluso aumentar el nivel del gasto social dedicado a la educación y la salud de los más pobres, pues ante los magros resultados obtenidos hasta ahora, algunos colegas suyos son partidarios de dejar el estado de cosas en su nivel actual y centrar los esfuerzos en la racionalización de la prestación de estos servicios para hacerlos más eficientes.

Sin embargo, cabe preguntar si los incentivos de mercado lograrán lo que no ha conseguido el “activismo progresista” de la Corte Constitucional para corregir en la práctica el “abuso detrimental” del poder que ha llevado a la regresiva distribución del gasto social en el país. No hay que olvidar que los “incentivos de mercado” han provocado desastres sociales como las hambrunas masivas, no por escasez de alimentos sino porque los más pobres han sido despojados de los medios –económicos y jurídicos– para obtener los alimentos.

Llama la atención que Montenegro y Rivas conciban la pobreza únicamente como un problema de acceso a un nivel mínimo de ingresos, US$ 2 al día por cabeza1. En el cuadro de pobreza que nos describen no figura el hecho de que las familias pobres están sometidas permanentemente a relaciones detrimentales que operan a través de mecanismos de mercado –como la usura, a la que deben para pagar, por ejemplo, los costos de la enfermedad o la muerte de un cabeza de familia sin el apoyo de una red de seguridad social– y de amenazas y uso arbitrario de la violencia física para garantizar “la seguridad” en los sectores más deprimidos. La expresión más visible de esta circunstancia es la “paramilitarización” de los asentamientos donde se concentran las familias despojadas de todo activo de poder político. ¿Modificaría un “subsidio bien focalizado” la situación de estas familias o, por el contrario, fortalecería las redes de depredación social de las que son víctimas y que las mantienen en la pobreza?

Lo anterior no niega el valor de los incentivos de mercado ni la conveniencia de aumentar los subsidios focalizados hacia los más pobres. Pretende señalar que ese tipo de medidas, igual que todas las que incluye el recetario para “tener éxito” en el mundo globalizado, son insuficientes para modificar el statu quo en países con un grado de desigualdad como el nuestro. Por ello, la evaluación del cumplimiento de esta u otra agenda no se puede limitar a constatar su conformidad con los cánones establecidos por las agencias multilaterales y los centros académicos de alto prestigio internacional, como suelen hacer quienes establecen el ranking de los países con base en la “competitividad” o la “gobernabilidad”. Se debe además reconocer que en el pasado se han cometido errores e injusticias sustantivas que requieren de enmiendas más allá del mero propósito de garantizar un ingreso de US$ 2 diarios a los más pobres o un gasto público menos regresivo que el actual2.

El tema del crecimiento de la población en los estratos más pobres, destacado por nuestros autores a lo largo del texto, nos ofrece un buen ejemplo de errores e injusticias históricas que requieren de un tratamiento integral, y cuya enmienda no sólo compromete la acción pública del gobierno en el largo plazo, sino de toda a sociedad colombiana y en particular de su élite.

Contrario a la lógica económica convencional, Montenegro y Rivas manifiesten preocupación simultáneamente ante el crecimiento demográfico en Colombia y en relación con los pasivos pensionales del futuro. Usualmente se acepta que sociedades en proceso de transición demográfica como la nuestra –en la cual la población en edad de trabajar se expande más rápidamente que la población dependiente (niños y ancianos)– perciben el crecimiento demográfico moderado como un factor positivo en la medida en que favorece el crecimiento del ingreso total. Dentro de esta línea de pensamiento, el escenario más negativo en relación con ambos asuntos no sería precisamente el que enfrenta una sociedad como la colombiana sino más bien sociedades maduras como las europeas, en las cuales la población en proceso de envejecer crece más rápidamente que la población que ingresa al contingente en edad de trabajar.

Quizás el escenario implícito que subyace a la preocupación de nuestros autores economistas, es que en el mundo globalizado las recetas de “éxito” a través de “más incentivos de mercado y menos activismo progresista del aparato estatal”, no ofrecen muchas oportunidades de ingreso y redes de apoyo social para que los pobres dejen de serlo por medio de su trabajo y esfuerzo personal en actividades productivas legales. ¿Será por ello que proponen enmarcar el tema en la mayor fecundidad como un asunto en el cual deben distinguirse “los costos privados y los costos sociales”?:

Las familias de mayores ingresos educan mejor a sus pocos hijos, los hacen más productivos, capaces de generar mayores ingresos; en cambio, los pobres tienen muchos hijos, mal alimentados y mal educados, con baja productividad y mala salud, incapaces de conseguir empleo remunerado, candidatos evidentes al subempleo o al desempleo. Los pobres, al tener bajos ingresos, no valoran su tiempo ni sus esfuerzos de tener y educar sus hijos y, entonces, tienen más hijos. Al no educarlos, son pobres y así se cierra el círculo vicioso (pp. 136-137)3.

Según este razonamiento, la pobreza y la desigualdad serían causadas por sus mismas víctimas y, además, nada tendrían que ver con el resto de la sociedad. Menos aún, con las familias del quintil más rico, que educaron bien a sus hijos para “generar mayores ingresos” mediante el abuso detrimental del poder y, por ejemplo, asegurar para sí la transferencia leonina del gasto público social.

Si bien los investigadores de Harvard podrán entender la “trampa de la pobreza” tal como se describe en la cita anterior, es inadmisible que intelectuales colombianos tan ilustrados como nuestros autores transcriban estos “argumentos de autoridad” en el mismo texto en que documentan con datos precisos la mezquindad de la élite colombiana al adueñarse abusivamente del gasto público social, apenas una pequeña muestra de la “deuda social” que tienen con sus coterráneos más pobres.

¿O es que la violenta urbanización del país durante las últimas dos generaciones no representa un costo social que han asumido las familias más pobres, mientras que las “mejor educadas y más productivas” han internalizado los beneficios económicos y financieros de esa transformación?

Conviene señalar que en relación con la acelerada urbanización del país existe otra perspectiva desde la cual se puede interpretar el tamaño y crecimiento de la población colombiana actuales. En Colombia hay más territorio que sociedad y más sociedad que Estado, solía señalar el extinto candidato presidencial Luis Carlos Galán Sarmiento. Con los fuertes movimientos migratorios de las pasadas generaciones es posible que cada vez una proporción mayor de los colombianos tenga acceso efectivo al Estado. Pero a la vez, también a raíz de ese movimiento, en Colombia tenemos más territorio sin sociedad ni Estado. Por eso, si bien es cierto que el país adolece de una política de población, no es en razón del crecimiento de la población como lo señalan nuestros autores, sino por la necesidad geopolítica de tener el territorio nacional poblado con ciudadanos económicamente productivos –y no cabezas de ganado, como ha sido la propuesta de un sector de poder vinculado a la gran propiedad rural– para garantizar mínimamente la viabilidad de cualquier nación.

La modificación del statu quo en Colombia requiere mucho más que la recuperación de “la viabilidad financiera del Estado colombiano, la base sobre la cual puede realizar todas sus acciones”, que los autores enarbolan en la última línea del libro como “uno de los grandes desafíos de esta generación”. Un reto más acorde con las dimensiones de los problemas que ha generado el abuso del poder durante generaciones en nuestro país es el de “fondear” el costo de la deuda social resultante y el repoblamiento productivo del territorio nacional, en medio de una globalización que es aprovechada por las familias más acaudaladas para hacerse un “cambio extremo” y reaparecer con lealtades más cercanas al “capital transnacional” que a la sociedad a la que pertenecen como élite.


NOTAS AL PIE

1. Los autores citan a Summers y Heston, según quienes en Colombia costaría el 1,4% del PIB por año evitar que hubiera personas que vivieran con menos de US$ 2 al día, si se pudiera identificar esas personas y otorgarles un subsidio directo. Añaden que se trata de una suma considerable, pero de la misma magnitud que la que se derivaría de una reforma pensional seria (pp. 54-55).

2. Los autores calculan que si los subsidios a las pensiones se reducen en una tercera parte de su nivel actual y el gasto en educación primaria se incrementa en el 0,8% del PIB, el gasto social se volvería progresivo en términos del aumento de la proporción del gasto social que reciben los quintiles de menores ingresos (pp. 323-327).

3. Los autores tienen el cuidado de señalar en un pie de página que este razonamiento fue tomado de Kremer y Chen, “investigadores de la Universidad de Harvard”.