DE ENCUENTROS FRUCTÍFEROS CON EL MAL, LA ANARQUÍA Y OTRAS DESVENTURAS
ABOUT FRUITFUL ENCOUNTERS WITH EVIL, ANARCHY AND OTHER MISFORTUNES
El retorno de lo sacro, Luis Carlos Restrepo, Bogotá, Taurus, 2004, 202 pp.
Bernardo Pérez Salazar*
* Investigador social, bperezsalazar@yahoo.com Fecha de recepción: 15 de abril de 2005, fecha de aceptación: 16 de mayo de 2005.
Quien se tope en una librería con el título más reciente de Luis Carlos Restrepo, El retorno de lo sacro, se puede sentir tentado a tomarlo para descifrar a un personaje cuyas declaraciones y posiciones como Alto Comisionado de Paz a veces lo hacen inescrutable a los ojos de una parte de la opinión pública colombiana. Si así sucede, nuestro bibliófilo se puede ver inmerso de repente en un torrente de asociaciones no tan libres.
Si en ese instante no identifica al personaje más que como vocero de la administración del presidente Uribe, una suposición natural sería que el libro es un manifiesto del pensamiento del equipo del gobierno al que pertenece, en cuyos altos cargos participan “cuadros del Opus Dei”, como lo son Sabas Pretelt, ministro del interior, Jorge Alberto Uribe, ministro de defensa, y el propio presidente Álvaro Uribe, según se afirma en los mentideros políticos. En este caso, el lector quizá conjeturaría que el libro es una apología de la obediencia, de las bases morales de la sociedad y de la autoridad de las instituciones.
Pero si la tentación lo lleva a ojear la contracarátula debe descartar de tajo esa conjetura, pues encontrará que se trata de una propuesta para contener la violencia y el terror mediante la vivencia dionisíaca que, ya en el texto, Restrepo define como una “pedagogía emocional”. En esa calidad, la experiencia dionisíaca sería una terapia homeopática para la histeria colectiva, que consistiría en exponernos sin recelos al frenesí de los excesos de que somos capaces los seres humanos. Enfrentados así a nuestra doble condición de ser las criaturas más dulces y a la vez las más terribles en los más diversos y disímiles contextos, este dispositivo terapéutico conduciría al aprendizaje del auto-control de los impulsos violentos y crueles por medio del cultivo de la mesura, la piedad, la prudencia y el escepticismo.
Superado el prejuicio de que se trata de un manifiesto del gobierno, el lector se puede preguntar cómo este médico, especialista en psiquiatría y magíster en filosofía, dueño de un discurso tan poco ajustado a la ortodoxia cristiana, llegó a ser vocero de un gobierno autoritario empeñado en una guerra teológica contra las drogas y adalid de la recomposición moral de la sociedad al amparo de la figura del tirano “amoroso” y “consejero espiritual”, que encarna el presidente.
Motivado por esta pregunta, habrá quien pueda sentir la urgencia inaplazable de leer todo el libro con mayor detenimiento, como quizá lo haya hecho más de un comandante paramilitar sentado a la mesa de negociaciones en Santafé Ralito, para descifrar el universo discursivo del negociador principal del gobierno de Uribe ante las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Una vez terminada la lectura, que no resulta fácil ni agradable –no tanto por la prosa, como por la erudición que transpiran los numerosos pasajes que remiten al lector a extensas referencias de la mitología antigua para ilustrar profusamente la vivencia humana como “un cruce complejo y cambiante de flujos eróticos y apetitos de poder, de aparatos de captura y líneas de fuga” (p. 174)–, nuestro lector imaginario se puede sentir insatisfecho porque es probable que no haya logrado descifrar al autor ni encontrar en la obra el hilo de Ariadna que lo guíe en el laberinto de las negociaciones entre el gobierno Uribe y las AUC.
Además quedan otras preguntas sin respuesta. ¿En qué campo del conocimiento puede situar el contenido del libro? ¿Es una reflexión acerca de la violencia como fenómeno psicosocial o un ensayo de filosofía moral y política? ¿Es un examen de la evolución de la cultura y las instituciones o un alegato en la controversia sobre la moral pública y las costumbres del presente? Más aún ¿por qué el autor de este texto, francamente “poco amigable” con el lector informado, se mantiene en la lista de escritores de bestsellers en Colombia? Y finalmente: ¿por qué y cómo un pensador con la trayectoria de Restrepo –que en sus primeros libros sostenía que el psiquiatra es un promotor de la búsqueda personal de libertad, y que describió su propio papel como el de un “anarquizador” y no un tranquilizador de conciencias, y que en su libro más vendido, El derecho a la ternura, llamó a contener el poder para permitir que el otro sea– se adhirió a una propuesta de gobierno que suele recurrir a argumentos basados en absolutos morales, y que comparte abiertamente la interpretación de la guerra mundial contra el terrorismo como un enfrentamiento cósmico entre el bien y el mal, donde los aliados representan las “fuerzas del bien” y los adversarios, demoníacos y perversos, merecen la aniquilación y el destierro?
Quien suscribe esta nota, experimentó la “montaña rusa emocional” descrita aquí en su encuentro con el libro que reseña. Y, a decir verdad, después de leerlo y releerlo con detenimiento, no encontró respuesta satisfactoria a estos interrogantes. Sin embargo, con simpatía por el lector que sucumba a una tentación similar, a continuación presenta algunos datos e intuiciones que pueden iluminar la lectura de quien se apreste a trajinarla, aun a pesar de la reseña.
RESTREPO Y EL PODER
Una buena pista para entender por qué Luis Carlos Restrepo llegó al equipo de gobierno es la crónica que se publicó en Semana (n.º 1180, 11-12-2004) cuando ese semanario lo designó “personaje del año 2004”. El recuento de sus antecedentes personales lo muestra como una persona interesada en la política desde tiempo atrás: coordinó la campaña del “Mandato Ciudadano por la Paz”, que en 1997 obtuvo diez millones de votos de los adultos y tres millones de los niños en respaldo a una negociación política que pusiera fin al enfrentamiento con las FARC; luego se unió a intelectuales progresistas como Antanas Mockus y Hernando Gómez Buendía, en la Alternativa Política Colectiva, para elaborar una plataforma política que hiciera posible la paz en el país.
No obstante –según la crónica– el discurso teórico y los gestos simbólicos inútiles que primaron en estas experiencias le produjeron tal frustración y exasperación que:
para forzarse a sí mismo a un aterrizaje a lo concreto, resolvió irse para Filandia [municipio del Departamento del Quindío, de donde es oriundo Restrepo] a comprar el prostíbulo del pueblo, Casa Verde. Sabía que allí mataban mucha gente y el ambiente sórdido molestaba a la comunidad. Así que, por incongruente que se viera, allá llegó Restrepo, el intelectual, con su espalda encorvada por el exceso de horas de lectura, a cerrar el antro, en un acto que, sentía, iba a evitar más muertes y a traer más paz que millones de votos simbólicos.
Se encontró con Uribe durante la campaña presidencial. Amigos suyos lo llamaron para que ayudara a elaborar un discurso menos centrado en la seguridad, pues pensaban que el tono autoritario le restaba popularidad en ciertos sectores de la opinión. Pero Restrepo no compartía esa opinión: el discurso sobre seguridad y una figura de autoridad eran los medios más indicados para enfrentar la indolencia colectiva de los colombianos. En el año 2001, cuando apenas empezaba a figurar en las encuestas, Uribe lo invitó a coordinar el tema de derechos humanos en su campaña.
Con base en esta versión de los hechos, podría resultar tentador descalificar de plano a nuestro autor como mero oportunista, sediento de figuración y dispuesto a renunciar a todo a cambio de tener poder para establecer la paz, tal como él la entiende, es decir, como el resultado de “desarmar gente para evitar que se sigan matando”. Pero esa descalificación no nos llevaría muy lejos para entender una personalidad que resulta compleja y polémica, si nos atenemos a su desempeño al frente de las negociaciones con los paramilitares.
Por eso vale la pena revisar algunas de las ideas que expone en su obra más reciente. En el fondo de su propuesta para controlar la violencia, se encuentra la necesidad de desarrollar la capacidad personal para convivir con la ambigüedad de manera no dogmática. En la mente de Restrepo, el individuo debe experimentar la vida sin pretender afirmar una identidad esencial, pues ésta debe cambiar –a manera de una máscara– según la ocasión y la acción en que se está empeñado. Éste sería el único modo de aproximarnos provechosamente a las cosas que nacen y perecen:
La identidad es apenas una clave de intercambio similar a una moneda, cuya función no es perpetuarse como sucede con las monedas en la alcancía del avaro, sino favorecer nuevos contactos, actuando como un factor de gasto. El destino de toda identidad es terminar erosionada, pues de lo contrario, podríamos acallar los destellos de la multiplicidad bajo una imagen única (p. 39).
Su rechazo a las “identidades y normas esenciales” probablemente se funda en una interpretación de la naturaleza humana influenciada por el pensamiento de Carl Jung, que concibe los impulsos violentos como parte constitutiva de la psique humana. Un rasgo distintivamente humano es la ambigüedad de ser a la vez luminosos y oscuros, lo que a su vez nos condiciona a actuar alternativamente como fuente de vida o causa de destrucción. En palabras de Restrepo, el control cultural de la violencia y de los impulsos destructivos que forman parte de nuestra naturaleza es
una empresa que sólo resulta exitosa si partimos de reconocer la vitalidad perversa de la violencia que nos circunda […] que al ser negada se potencia y fortalece para retornar como un ladrón en la noche e imponerse en nuestra conciencia de manera brutal e incontrolada (p. 159) [...] Al cerrarle cualquier camino de expresión, [la] obligamos a enterrarse con encono en los suburbios de la carne, por lo que… no tiene otra salida que presentarse a la conciencia bajo la apariencia del bien, llegando el alma ingenua a ese punto escalofriante en que alucinada… se muestra capaz de cometer el crimen con inocencia (p. 63) […] el dionisismo nos enseña sobre la facilidad con que los impulsos destructivos se proyectan sobre objetos de recambio cuando osamos reprimirlos, reapareciendo multiplicados a nuestro alrededor, como si aceptasen gustosos todo tipo de enmascaramientos y sustituciones (p. 136).
Por eso, Restrepo insiste en rescatar el valor cultural de los “encuentros fructíferos con el mal”. Según él, este tipo de encuentros exponen al individuo de modo permanente a su condición humana ambigua, y lo obligan a reafirmar continuamente su compromiso personal con la libertad. La libertad se debe concebir como una construcción colectiva permanente, que se consolida y renueva no sólo acatando las normas perentorias con las que la cultura pone cerco a la violencia, sino también mediante el acto personal de aceptar la realidad de nuestros impulsos destructores. Ante este reconocimiento –en cada encrucijada, en cada encuentro con la singularidad del otro– el individuo se debe esforzar por elegir aquello que dificulte la perpetuación de la violencia, sin negar su existencia. Además, debe buscar con su elección contribuir al cultivo de la libertad como ámbito donde emergen singularidades compatibles con la interdependencia social. En el ejercicio reiterado de la elección en situaciones como ésta, avizora Restrepo el surgimiento de la libertad que hará viable el “poder civil”. Y esta noción del “poder civil” la asocia simbólicamente en diversos pasajes de su libro, con la imagen del guerrero que voluntariamente opta por mutilarse el miembro que representa el arma que depone (pp. 119 y 202).
RESTREPO, EL NEGOCIADOR
De los postulados anteriores, se deriva una tesis que Restrepo reiteró persistentemente en la discusión del proyecto de ley de “justicia y paz”, para fijar el marco legal de la desmovilización y la reintegración a la vida civil de los miembros de grupos armados ilegales: la necesidad de aceptar la relatividad de las formulaciones políticas y la posibilidad de hacer de la verdad una construcción colectiva.
Primero demandó con vehemencia de la opinión pública un mayor reconocimiento para los actos de entrega de armas protagonizados por más de tres mil paramilitares durante los últimos meses de 2004, y que el Alto Comisionado de Paz probablemente registró en su mente como ceremonias de “mutilaciones simbólicas masivas” cuyas imágenes deberían servir para construir un nuevo “mito fundacional” explícitamente comprometido con el imperio de la libertad y el “poder civil”.
Luego reclamó airadamente que el proyecto de ley debería contemplar una retribución “correspondiente” a estos actos de valor y confianza en la sociedad, garantizando beneficios jurídicos (como un régimen especial de penas para crímenes atroces) y políticos (como el levantamiento de la inhabilidad de participar en política a quien haya sido condenado por algún delito). No con menos vehemencia criticó la carencia de originalidad de quienes intentan limitar excesivamente las condiciones de otorgamiento de estos beneficios –asimilándolos a quien defiende “el carácter previo una verdad”– y la incapacidad de quienes no aprecian una solución “que no se preocupa por la calidad de los insumos sino por el perfil de los productos”.
Si bien nunca lo ha expresado en su calidad de negociador del gobierno, es posible que en su intimidad no le preocupen los temores de que el trato con criminales lleve a aflojar los resortes del sistema penal. Como aparentemente tampoco lo desvelan las manifestaciones de indignación moral que usualmente se expresan al unísono con estos temores. Quizás sienta y crea realmente lo que expresa, sin rodeos, en el libro que reseñamos:
preferimos entender los comportamientos violentos a la usanza antigua, viéndolos emerger arraigados en la vida social, reforzados por factores culturales que dificultan su tipificación como simple acto delictivo que es susceptible de una responsabilidad penal personalizada (p. 142) [...] aquí se vuelven torpes esos jueces severos que no han podido superar la oposición simétrica entre ofensa y represalia, pues terminan impregnados con el mismo fluido contagioso que quieren expulsar […] todos aquellos que entienden la justicia como una forma de causar violencia al violento o castigar con saña al agresor[…] necesitan con urgencia pasar por ese territorio donde no existe una diferencia tajante entre el criminal y el virtuoso (pp. 140-141).
RESTREPO, EL PENSADOR
Si bien las propuestas que nos sugiere nuestro autor –un desapego personal por las “identidades y las normas esenciales” y una disposición permanente a los “encuentros fructíferos con el mal” para reconocer la posibilidad siempre presente del acto violento y destructivo que forma parte integral de la naturaleza humana, y afianzar en cada encrucijada, en cada encuentro con el otro, una elección personal que contribuya a terminar el ciclo de violencia y a cultivar la libertad como ámbito en el que emergen singularidades compatibles con nuestra interdependencia personal– pueden tener sentido y valor en el campo discursivo de la ética y de la superación personal, no ocurre así en el ámbito práctico de la actividad política en el contexto de la sociedad colombiana actual.
Quizás esas propuestas podrían ser mejor apreciadas en el marco de una utopía, en la cual la sociedad acordaría unánimemente refundarse a partir del acto colectivo de deponer las armas y renunciar al uso de la violencia, incluso, del mismo “monopolio del uso legítimo de la violencia por parte del aparato estatal”. El imperativo ético que regiría en una sociedad así, no necesitaría de la universalidad de “verdades despóticas” ni argumentos de principio fuertes. En ausencia de “esenciales” que deban ser defendidos o impuestos, el individuo,
atrapado en las redes de interdependencia de donde obtiene su alimento, frágil sin perder por eso su singularidad, no cede sin embargo a las pretensiones del violento ni deja de ser sujeto de resistencia, porque sabe que sólo puede vivir en tanto logra reconstruir el deseo del otro (p. 202).
En ese contexto, la lucha por la libertad –que debe integrar los intereses de la singularidad con el cultivo de un honor civil comprometido con el cuidado de la interdependencia– requeriría de una ética cuya validez se definiese a partir de su eficacia contextual en la proximidad: si fuese capaz de mantenernos abiertos a la decisión del otro, la ética sería garante de la libertad.
No cabe duda de que, como utopía, los planteamientos de este libro son cautivadores para quienes creemos que las sociedades humanas en algún tiempo futuro podrían beneficiarse de “encuentros fructíferos con la anarquía”. Pero la posibilidad de que la negociación de la desmovilización de grupos armados ilegales se esté adelantando con base en estos preceptos resulta alarmante, particularmente en el contexto de una sociedad dividida y cubierta de heridas abiertas, como la nuestra.
La impunidad y la inequidad han restado confianza y legitimidad a las instituciones políticas, sociales y económicas en Colombia. Por eso no conviene ignorar la profunda sensibilidad en torno a los resultados del proceso de justicia transicional que se busca emprender en nuestro medio. Esos resultados dependerán de la manera como la mayoría de la población perciba el proceso. Sobre esa percepción quedará cimentada la credibilidad en el imperio de la ley y las instituciones sociales y políticas que emerjan de la aplicación de ese principio, así como la confianza de que el sistema judicial que en adelante regulará nuestra sociedad garantizará sin ambigüedades el cumplimiento de las responsabilidades por los daños causados y la obligación de restituir o reparar a las víctimas de cualquier abuso. También en esa percepción se cimentará el compromiso que adquiramos los individuos de acatar las normas para evitar la recaída en la violencia.
Por todo lo anterior, al parecer una sociedad como la colombiana no estaría en el presente en condiciones de obtener beneficios terapéuticos de un “encuentro fructífero con la anarquía”. En nuestro medio todavía está demasiado arraigada la premisa del “realismo político” según la cual la moral es producto del poder y por lo tanto, la moral sólo existe donde hay autoridad efectiva para imponerse al otro.
El fin de la violencia en la historia seguramente vendrá cuando nos logremos desprender de esa premisa. Eso probablemente coincidirá con el día cuando la idea de que la historia puede ser guiada por la imaginación deje de ser una quimera utópica. Quizás entonces, se podrá avanzar hacia una sociedad regida por una ética como la que Restrepo nos propone en su libro.
Pero hasta que eso no suceda, seguir el derrotero que sugiere nuestro autor y negociador puede conducirnos al abismo. Una sociedad como la nuestra, propensa al encantamiento por acción del discurso de sus victimarios –síntoma frecuentemente asociado con el conocido “síndrome de Estocolmo”–, fácilmente puede despeñarse hacia la alienación, deslumbrada por las premoniciones discursivas y simbólicas de un intelectual cuya profesión y oficio presente tienen mucho que ver con los enajenamientos.