GERARDO MOLINA Y EL ESTADO PROVIDENTE
GERARDO MOLINA AND THE PROVIDENT STATE
Gonzalo Cataño*
* Sociólogo. Profesor e investigador de la Universidad Externado de Colombia, anomia@supercabletv.net.co. Fecha de recepción: 31 de agosto de 2004, fecha de aceptación: 30 de septiembre de 2004.
RESUMEN
[Palabras clave: Gerardo Molina, Estado providente; JEL: B29, A10, H19, H89]
En este ensayo Gonzalo Cataño examina la visión del Estado del notable pensador y dirigente socialista colombiano, Gerardo Molina. Ofrece una breve información biográfica y comenta su enfoque sobre las funciones del aparato estatal. Aunque en la exposición predomina un tono crítico, muestra que las limitaciones de un analista inteligente de los asuntos públicos son más instructivas que las consideraciones correctas de un comentarista trivial de la política. En este trabajo se denomina por Estado providente –conocido también como asistencial o de bienestar– al que garantiza niveles mínimos de ingreso, salud, alimentación, vivienda, educación y trabajo, como derecho político y no como beneficencia.
ABSTRACT
[Key Words: Gerardo Molina, provident State; JEL: B29, A10, H19, H89]
In this essay, Gonzalo Cataño examines the ideas on the State defended by the notable thinker and Colombian socialist leader: Gerardo Molina. The article presents a brief biography, followed by a study of his ideas concerning the functions of the State. Although a critical tone predominates all way through the article, it must be remembered that the limitations of an intelligent analyst of the public subjects are always more instructive than the correct considerations of a trivial expositor of the policy. The paper defines Provident State – also known as Welfare State or Supportive State– as a State that guarantees minimum standards of income, health, food, housing, education and labor, as political rights, not charity.
[En caso de llegar a la Presidencia de la República],
les daríamos prioridad a los gastos en salud, vivienda y
educación, revirtiendo la tendencia de los últimos gobiernos
a desplazar el Estado de la prestación de los servicios sociales.
Gerardo Molina (2004, 146)Todas las codificaciones y leyes de la dominación patrimonial
respiran el espíritu del llamado “Estado-providencia”.
Max Weber (1964, 710)
En este ensayo se examinan las ideas acerca del estado defendidas por el notable pensador y dirigente socialista colombiano, Gerardo Molina. Para mayor comprensión de su pensamiento, se ofrece una rápida información biográfica y a continuación se estudia su enfoque sobre las funciones del aparato estatal. Aunque en la exposición predomina un tono crítico, debe recordarse que las limitaciones de un analista inteligente de los asuntos públicos son siempre más instructivas que las consideraciones correctas de un expositor trivial de la política. En el contexto del presente trabajo se entiende por Estado providente –también conocido como asistencial o de bienestar– aquel Estado que garantiza los patrones mínimos de ingreso, salud, alimentación, vivienda, educación y trabajo, como derecho político y no como beneficencia (Wilensky, 1975, 1).
UNA VIDA
Gerardo Molina murió en marzo de 1991, próximo a cumplir los 85 años. Había nacido en agosto de 1906, en una familia de medianos propietarios de tierras de Gómez Plata, una lejana y apenas conocida población antioqueña dedicada a la explotación agrícola y ganadera. Siguiendo los pasos de su hermano mayor, Juan C. Molina Ramírez (1892-1958), autor de un popular tratado de derecho minero (1952), se trasladó a Medellín para cursar los estudios secundarios e iniciar la carrera de abogado, que finalizó en Bogotá en 1933. En esta ciudad entró en contacto con la izquierda liberal, los grupos socialistas y los círculos marxistas que rápidamente lo llevaron al periodismo, a la actividad sindical y a la agitación política.
En la década del treinta, cuando apenas se acercaba a los 27 años, fue elegido a la Cámara de Representantes como suplente del escritor Baldomero Sanín Cano, y dos años después al Senado, donde desplegó una intensa labor legislativa vinculada a la reforma constitucional del primer gobierno de López Pumarejo. De aquella época data su prestigio de difusor de las ideas socialistas y su reputación de pensador comprometido con los sectores populares. En el decenio siguiente, entre 1944 y 1948, ocupó la rectoría de la Universidad Nacional, cuya gestión académica y administrativa quedó en el recuerdo de los colombianos como ejemplo de los logros de un genuino rector magnificus1. A finales de 1948 –año del “Bogotazo”, el levantamiento ocasionado por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán– partió para Francia huyendo de la violencia oficial y del acoso político de las fuerzas conservadoras. Un registro de aquellos días señaló que durante los sucesos del nueve de abril,
Gerardo Molina fue presidente del Comité Ejecutivo de la Junta Revolucionaria que se formó pocas horas después del asesinato del doctor Gaitán y que pedía el cambio de gobierno. Desde la radio el doctor Molina dictó varias providencias encaminadas a reprimir el bandalaje. Luego fue puesto preso y una vez restablecido el orden se le sometió a rigurosa indagatoria sobre aquellas radiaciones (Perry & Cía, 1948, 265).
Francia fue para Molina un respiro intelectual. Allí estudió la teoría política moderna y observó la reconstrucción europea y el desenvolvimiento de la guerra fría, aquella sofocante tensión entre los Estados Unidos y la Unión Soviética que siguió a la finalización de la segunda guerra mundial y perduró hasta la caída del socialismo en 1989. En París frecuentó las aulas de la Facultad de Derecho y de la Escuela de Ciencias Políticas para seguir los cursos de derecho público de Georges Burdeau y Gustave Vedel, y las conferencias de historia y sociología política de Jean-Jacques Chevallier y Maurice Duverger. Al calor de estas experiencias académicas comenzó a redactar su primer libro, Proceso y destino de la libertad, una reflexión general, con aplicaciones al caso colombiano, sobre la suerte de la libertad y la democracia en el siglo XX.
Molina regresó a Colombia a comienzos de 1954. Su perspectiva teórica se había enriquecido: ahora quería un socialismo alejado del autoritarismo soviético, un socialismo que respetara los derechos humanos y procurara la igualdad, la participación y la democracia. Una vez en Bogotá, volvió al mundo académico y al ejercicio profesional, siempre atento a la evolución política del país. Observó la caída de Rojas Pinilla, la llegada del Frente Nacional y el ascenso de los grupos guerrilleros al calor de la experiencia cubana. Era un profesor universitario y un gestor admirable de los asuntos públicos, pero también un hombre de entrañable vocación política. En 1962 fue elegido por segunda vez a la Cámara de Representantes por una lista disidente del Movimiento Revolucionario Liberal, una facción del liberalismo dirigida por el brillante Alfonso López Michelsen, que Molina vio con distancia y marcado escepticismo. “Mis amigos y yo –apuntó en una ocasión– nunca entramos al MRL, pero le abrimos un compás de espera al ver en él ciertos elementos socializantes” (Acevedo C., 1986, 188). A finales de los setenta fundó en compañía de diversos sectores –intelectuales, profesores, estudiantes y empleados– el movimiento Firmes, una corriente socialista ajena a los dogmas de las agrupaciones revolucionarias locales devotas de la lejana Rusia y de la ignota China. Y en 1982, a los 76 años de edad, como coronación de su carrera política, fue candidato a la Presidencia de la República por una coalición de grupos de izquierda promovida por los miembros más activos de Firmes.
Estas actividades, nada fáciles de combinar con el modus vivendi, con las maneras cotidianas de ganarse la vida, estuvieron unidas a una vigorosa labor intelectual. A mediados de los años sesenta se comprometió con un proyecto de gran aliento, Las ideas liberales en Colombia, su obra de mayor alcance y por la que siempre será recordado. El primer volumen salió a la calle en 1970, el segundo cuatro años después y el tercero en 1977. El conjunto conforma un inmenso fresco que reconstruye el ideario de una de las colectividades políticas que han acompañado la historia del país desde 1849 hasta nuestros días. El primer volumen es más analítico y comprensivo que el segundo y el tercero. A medida que Molina avanzaba en su tema y se acercaba al siglo XX, disminuía el espíritu crítico y cobraba fuerza la generosidad de su mirada. No pocos de los pensadores que aparecían en los últimos tomos eran sus contemporáneos y algunos procesos políticos registrados en sus capítulos eran parte de su propia vida.
Al libro sobre las ideas liberales le siguió un útil Breviario de ideas políticas que ha agotado varias ediciones. Allí examinó los fundamentos del liberalismo, el socialismo, la social-democracia y el comunismo. Su propósito era restablecer la importancia de los idearios “ante la explosión del pragmatismo de estos días” y divulgar las corrientes sociales y políticas de orientación democrática y progresista. Este volumen lo condujo a una historia de Las ideas socialistas en Colombia que resumía el amor de su vida: el registro de las luchas populares y el estudio de las doctrinas que nutrieron sus combates.
Pero a su juicio faltaba un estudio más. Era necesario llenar un vacío en el conocimiento del desenvolvimiento político del país. Nada o muy poco se sabía de la institución que concentra el poder en la sociedad y alrededor de la cual se libran las contiendas políticas en el mundo moderno: el Estado. Y este fue el proyecto de sus últimos años. Para ello regresó a su antigua documentación, y después de reunir información de índole económica, social y jurídica, se dio a la tarea de redactar un texto sobre el nacimiento y desarrollo del Estado en Colombia. Como buen profesor de derecho constitucional entendía que el estudio de las instituciones políticas debía partir de un conocimiento de los modos de ser de la sociedad –de las creencias, tradiciones y costumbres de su población– y de los rasgos dominantes de su estratificación social: de su división en clases, estamentos y grupos.
No obstante haber cumplido los ochenta años –“el hombre sabe que tiene que morir, pero no lo cree”, había escrito su amigo Sanín Cano (1925, 119)– emprendió la tarea guiado por un esquema bastante ambicioso. Quería rastrear la administración pública desde finales de los tiempos coloniales hasta el presente. En muchos aspectos –escribió– “la historia de Colombia ha sido un tesonero esfuerzo dirigido a construir el Estado nacional” (2004, 27). El objetivo era mostrar que a pesar de los logros del pasado, la construcción del Estado-nación no había alcanzado su configuración definitiva, pues lo que hoy llamamos “crisis del Estado” es sólo la manifestación de un proceso institucional aún en curso. No logró, sin embargo, culminar el proyecto. Cuando escribía el cuarto capítulo llegó el final. Sólo consiguió redactar las secciones que van de la revolución de los comuneros hasta comienzos de la era radical, el período de Manuel Murillo Toro, la figura política de mayor significación de los años que siguieron a las reformas de 1850 y por quien sentía una especial devoción.
Los cuatro capítulos de La formación del Estado en Colombia portan su mejor prosa. Están escritos en ese estilo llano que modeló durante años en el periodismo y la controversia política. La exposición es franca, elegante y apasionada. El lector avanza con placer y sin obstáculo, y cuando llega al abrupto e inesperado final, lo invade la pena de no tener en sus manos las páginas que el autor albergaba en su mente y que no pudo escribir. Es verdad que sólo disponemos de un torso de huidizas extremidades, pero también es cierto que las secciones que han quedado registran con energía la importancia de un tema que aún no ha cubierto en forma satisfactoria la investigación social nacional.
LOS USOS DEL PASADO
Como era de esperar en un hombre de acción, el interés de Molina por el desenvolvimiento del Estado no era sólo académico. En su mente, el conocimiento histórico estaba aupado por demandas del presente: por las exigencias morales, sociales y políticas del momento. Para él la historia no era una narración de hechos y de acontecimientos muertos. Por el contrario, era un instrumento de comprensión de la sociedad y de nosotros mismos. Quería estudiar el pasado para ilustrar la situación actual y, hasta donde fuese posible, proyectar el futuro2. Si bien era cierto que la historia no tenía la capacidad de predecir los acontecimientos, era innegable que mostraba cómo se habían planteado problemas similares en otras épocas. De usarla con discreción y prudencia, podía ofrecer una visión más fluida del presente y promover una conciencia más responsable del mañana. En la década del ochenta del siglo XX, las políticas neoliberales ganaban el corazón de los organismos internacionales y de los gobiernos de los países desarrollados. Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Inglaterra despojaban a los organismos oficiales de sus funciones relacionadas con los servicios públicos y la seguridad social. El Estado providente, por el que tanto se había luchado en el pasado para responder a las demandas de la question sociale, parecía llegar a su fin. Ahora se quería dejar a la dinámica informal del mercado el manejo de la economía y de la vida social. El fracaso de la experiencia socialista reforzaba esta actitud y los programas de planeación y control estatal de la economía estaban desacreditados.
Para Molina todo esto iba en contravía. Veía con asombro cómo en el momento en que el Estado colombiano lograba hacerse a programas sociales de alguna significación, fuerzas encontradas tendían a debilitarlo. Aún estaba fresca la fundación de cajas de previsión social para atender la salud y jubilación de los trabajadores –o la creación de bancos de crédito y fomento para impulsar el desarrollo agrícola y la vivienda urbana–, cuando ya se anunciaba su venta al capital financiero. Por todas partes se hablaba de crisis del Estado, de su gigantismo y falta de gestión, de su bancarrota económica y de la necesidad de reducir el gasto social. A juicio de influyentes tecnócratas, el gobierno era inoperante, grande y costoso, y más que la solución a los problemas, era la causa de los problemas. ¿El Estado de bienestar conocía sus últimos días? ¿Se desvanecían las recientes conquistas de los grupos negativamente privilegiados? ¿El Estado-providencia, aquel que garantiza niveles mínimos de ingreso, salud, alimentación, vivienda, educación y trabajo, era la fuente de las dificultades económicas? ¿Los gastos públicos crecían con mayor rapidez que los ingresos de los gobiernos, provocando una crisis fiscal que presagiaba problemas de mayor alcance? ¿La búsqueda de la “felicidad” engendraba la desdicha y el malestar sociales?
Ante estos anuncios tornó la mirada sobre el pasado. Siguiendo la lógica de su libro sobre la libertad, quería examinar el proceso del Estado para señalar su destino. Comenzó en 1781 y no en 1810, como era usual en la mayoría de los historiadores patrios. A su juicio, el proceso de independencia empezó con el levantamiento de los comuneros, la primera manifestación clara del soberano de nuestros días: el pueblo. Los sucesos de 1810 eran sólo la culminación de una jornada que se inició con Berbeo y la gesta popular de Galán, “quien decretó la abolición de la esclavitud e hizo efectivo el derecho de los campesinos a la tierra”. Con ellos surgió la noción de soberanía popular que habría de nutrir el derecho público del período republicano y la idea de que el gobierno y la institución que les confieren vida y curso normal a sus actividades expresan la voluntad de las mayorías.
En los cuatro capítulos que nos han quedado de La formación del Estado, Molina no presenta una definición clara de Estado, su objeto de estudio. Quizá había dejado el asunto para el final de la monografía, una vez que hubiese descrito sus tribulaciones a lo largo de los siglos XIX y XX. Pero de los usos y contextos en que aparece, se lo puede identificar, a) con el concepto de sociedad u organización de la nación, b) con el de gobierno o autoridad que rige la vida política de la población que ocupa un territorio determinado, y c) con un organismo jurídico tutelado por una constitución escrita, que tiene a su cargo la administración de tareas de interés para el conjunto de los asociados. Estos acentos le sirven para subrayar sus acciones respecto del “pueblo”, el protagonista central de su relato, al que tampoco define con exactitud. Aunque es evidente que con este vocablo se refería, no a la totalidad de los ciudadanos como registraban los textos constitucionales, sino a los pobres, es decir, a la mayoría de la población. Para el siglo XIX incluía a los indígenas, esclavos, peones, artesanos y campesinos sin tierra, y para la centuria siguiente a los sobrevivientes de la anterior junto a los obreros, las clases medias asalariadas, los pequeños comerciantes, los jornaleros y los minifundistas. Su antípoda eran las “minorías”, las clases altas conformadas por terratenientes, industriales, grandes comerciantes y dueños del capital financiero. De ellos se nutría la clase dirigente, el grupo directivo de mayor influencia en la dirección del Estado.
Este marco de referencia inspira La formación del Estado de principio a fin. La exposición gira alrededor de la presencia o ausencia del Estado en los asuntos de la sociedad, e identifica presencia con “intervención estatal” y ausencia con “dejar hacer”. Considera la intervención como un instrumento de protección al pobre, y el dejar hacer como un medio de ayudar al rico, siempre incómodo con las trabas institucionales que coartan el interés individual. Estos énfasis les confieren a sus páginas un tono moral (una gradación de lo bueno y lo malo), que despierta los afectos del lector y da brío a su crítica social y política, pero que al final limita la capacidad explicativa de la monografía en cuanto esfuerzo de comprensión histórica. A ello se suman los anacronismos. Molina es muy dado a trasladar al pasado, para enaltecer a su héroe, el pueblo, y para señalar las acciones innobles de las clases altas, el lenguaje utilizado por la izquierda de su tiempo. Al describir las actividades de José Antonio Galán, señala –por ejemplo– que dondequiera que llegaba, “imponía una línea política que era la negación de la estructura montada por la metrópoli”. Al presentar el movimiento de Independencia, anota, que por aquellos días “hubo un arreglo por lo alto entre el patriciado criollo y las autoridades virreinales”. Y al mostrar las actividades de los estratos bajos, escribe que en ellos cuajó, “por suerte, una corriente revolucionaria que postulaba sin esguinces la ruptura con España”. Algo semejante ocurre con su caracterización de la Patria Boba. Allí los federalistas, los “sedicentes imitadores del sistema de gobierno adoptado en Estados Unidos”, son los representantes de las familias privilegiadas de provincia, deseosas a toda costa de una organización que les permitiera gobernar sin obstáculos en sus regiones (Molina, 2004, 28, 38 y 39).
Después de aludir al movimiento de Independencia, nuestro autor examina las primeras constituciones. En ellas encuentra un frenesí liberal que reducía las funciones del Estado a proteger la propiedad privada, a guardar el orden público interno y a defender el territorio nacional ante posibles agresiones extranjeras. Lo demás se dejaba al libre juego de la sociedad civil. ¡La dominación española estaba demasiado fresca en la mente de los legisladores para cohibir la iniciativa individual! El ostensible intervencionismo de la Corona en los asuntos económicos había sido una de las causas del encono social que precipitó la Independencia. A pesar de estas libertades, el gobierno no podía olvidarse de las funciones básicas de los nacientes estados modernos: la creación de un ejército, la administración de justicia, el fomento de las comunicaciones y el establecimiento de la educación popular. Ante todo, había que “expropiar” la administración colonial y traducirla a las nuevas demandas materiales e ideológicas. Lo que ayer era extranjero, privado o semiprivado –la educación estaba bajo el amparo eclesiástico–, debía convertirse ahora en propio, nacional y público. Si el Estado quería tener presencia y legitimar su autoridad, era necesario que se hiciera a la administración centralizada de los servicios de interés comunitario para promover un espíritu de cuerpo en la población. Con este objetivo se fundaron escuelas, colegios y universidades en diversas regiones del país y se impulsó la construcción de caminos y la navegación a vapor por el río Magdalena. No obstante los esfuerzos, los logros fueron limitados. El gobierno era pobre y los ingresos minúsculos. La guerra había minado las finanzas públicas y la indigencia y el atraso del comercio y la industria eran de poca ayuda tributaria para acciones de mayor cubrimiento.
Los “desfallecimientos y quebrantos” de un Estado que luchaba por afirmarse, alcanzaron nuevos retos con la primera guerra civil, la guerra de los “Supremos”. En tres años de beligerancia dejaron una estela de ruina, muerte e inseguridad social en buena parte del territorio. A ello se sumaron poco después los avances y retrocesos del gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera. En su administración se sanearon la moneda y los ingresos públicos, y se atendió con mayor firmeza el desarrollo de la educación y de los transportes. Se fundaron nuevos colegios, se dotó a los existentes, y se emprendió la construcción del ferrocarril de Panamá y de la estratégica carretera de Bogotá al río Magdalena. “El Presidente iba bien”, señala Molina, pero de momento entró en escena su Secretario de Hacienda, el aristocratizante, antisocialista y admirador del capitalismo, Florentino González. El Secretario les abrió las puertas a la industria y el comercio extranjeros e incentivó los intereses privados. Decretó la libre importación de mercancías y abolió los monopolios y estancos heredados de la Colonia. Con ello puso en dificultades a la débil industria artesanal y contribuyó al robustecimiento de una oligarquía afincada en el comercio y la gran propiedad. “González –apuntó– no le daba entrada al Estado como promotor del crecimiento y como regulador de las relaciones entre el capital y los grupos laborales. De eso se encargaría el mercado”3.
Con la llegada de Murillo Toro, hubo sin embargo un respiro intervencionista que regocija la mirada de Molina. Recuerda que el capitán del liberalismo subrayó la “misión creadora del Estado” en asuntos culturales (educación), sociales (los servicios públicos, el telégrafo) y económicos (fomento de la industria y el comercio a través de la expansión de los caminos carreteros). Y no se olvida de anotar que su secretario del Tesoro, el polifacético Felipe Pérez, manifestó en una ocasión “que en los países hispanoamericanos había que hacer oficialmente el progreso, imponiéndolo por la fuerza si era indispensable” (2004, 90). Pero Molina sabía que el credo dominante, heredado del fogoso Florentino González, era el abstencionismo, el “dejar hacer”, el gobernar lo menos posible. No es por lo tanto insólito que La formación del Estado termine con dos citas de Camacho Roldán, donde el analista decimonónico magnifica sin rodeos las bondades de la iniciativa individual frente a la lentitud, descuido y molicie de la labor estatal:
[Hay que] sustituir a la administración lenta, disipada, e imprevisora del gobierno en una empresa de industria humana, por la del interés individual, activo, inteligente, económico y lleno de previsión… La propiedad de los gobiernos se desmorona en dondequiera, y el interés individual ejecuta todos los prodigios de nuestro siglo (Camacho Roldán, 1893, 241).
Palabras y argumentos semejantes encontraba Molina en los ideólogos del mercado de sus últimos días. ¡Los neoliberales de 1990 hacían suyo el lenguaje de los liberales de 1860!
PAPEL DE LAS FUERZAS ARMADAS
Con la abrupta interrupción del libro en los días del admirado Murillo Toro, quedaron por fuera más de cien años de vida estatal. No logró registrar las luchas de los radicales por establecer un sistema educativo que llegara a toda la población en edad escolar, a) para difundir los rudimentos del cálculo, la lectura y la escritura, b) para irradiar la noción de patria (la idea de nación entronizada en el corazón), y c) para divulgar los elementos básicos de la ciudadanía, esto es, los derechos y obligaciones de los miembros de una República fundada en la democracia representativa4. No pudo examinar, tampoco, las dificultades relacionadas con la creación de un ejército permanente que asegurara el imperium de la autoridad legítima en el territorio nacional, o los esfuerzos por construir ferrocarriles que unieran una extensa geografía de regiones apartadas y autosuficientes habitadas por hombres y mujeres sin conciencia de un destino común. Ni le fue posible abordar la Regeneración, la administración central y antifederalista de Núñez afincada en la Constitución de 1886, ni de acentuar –como era su deseo– los arrojos del Estado a comienzos del siglo XX por hacerse a las rentas y a los servicios públicos, por aquellos días en manos de bancos y compañías privadas. Y, sobre todo, no tuvo oportunidad de exponer las reformas constitucionales del gobierno del encomiado López Pumarejo (que contaron con su apoyo como miembro del Congreso), que establecieron la función social de la propiedad, la protección de los intereses de los trabajadores con el derecho a la huelga, y la intervención del Estado en la economía para racionalizar la producción, distribución y consumo de las riquezas. “El nombre de López quedará asociado en la historia nacional al principio del fortalecimiento del Estado”, puntualizó en el tercer y último volumen de Las ideas liberales en Colombia (1977, 101). Todo esto y aún más –la respuesta del Estado ante la lucha feroz de los partidos, el surgimiento de la violencia rural, las guerrillas, el narcotráfico, el paramilitarismo e, ironías de la historia, el regreso al sector privado de la administración y usufructo de la salud, la seguridad social y los servicios comunitarios–, quedó por fuera de sus páginas5.
Pese a que no pudo concluir su ambicioso plan, los textos políticos que acompañan a La formación del Estado aclaran su pensamiento. En ellos es notoria su concepción de las funciones del aparato estatal y del papel que habría de jugar si el movimiento político bajo su dirección hubiera llegado al poder.
Cuando Molina recorría el país como candidato presidencial en 1982, el Estado colombiano estaba lejos de ser la raquítica institución de los años que siguieron a las jornadas de Independencia. Tenía un ejército profesional y una policía permanentes; un amplio cuadro administrativo para atender las tareas del gobierno central, los departamentos y los municipios; un vasto aparato jurídico para la administración de justicia y un complejo sistema educativo con escuelas, colegios y universidades. Además, sus empresas, propiedades e inversiones superaban con creces los capitales individuales de gran tamaño. Era el mayor empleador del país y su capacidad para generar empleo incidía significativamente en los niveles de ocupación e ingreso de la nación. A pesar de esta preeminencia y de la sensación de poderío que dejaba en la mente del ciudadano corriente, el organismo estatal estaba en dificultades. Sus ingresos disminuían ante las crecientes obligaciones, y su pretendido monopolio del poder y la fuerza era objeto de severos cuestionamientos. La inseguridad urbana aumentaba y la acción de grupos armados ponía en duda su presencia en regiones enteras del país. Señaló entonces que la crisis del Estado obedecía a su incapacidad de asegurar el derecho a la vida y de ejercer la autoridad en extensas zonas del territorio ante poderes de facto como el guerrillero, el paramilitar, el del narcotráfico o el de las simples bandas de malhechores (1989, 300). Con estas palabras cuestionaba la razón misma del Estado, la de “aquella comunidad humana que dentro de un determinado territorio reclama para sí (con éxito) el monopolio de la violencia física legítima” (Weber, 1992, 94)6.
Molina abordó el tema en su discurso, “La violencia, el ejército y la nación”, difundido por la televisión. Allí indicó que la situación del país era muy parecida a la de una guerra civil, a la de un conflicto intenso y de larga duración donde las guerrillas no derrotaban al ejército ni el ejército a las guerrillas. Esta preocupación lo llevó a definir el papel de las Fuerzas Armadas en un país de tradición civilista. Le recordó a la audiencia que la idea de un ejército permanente venía de los constituyentes de 1886. Antes de esa época el gobierno se amparaba en montoneras, en facciones (“bandas parciales”) y, en el mejor de los casos, en tropas locales y transitorias. Pero la Constitución de ese año estableció claramente que “la nación tendrá para su defensa un ejército permanente”. Pero, ¿qué es la nación? se preguntó. “Ella alude a la totalidad de la población instalada en un territorio con sus instituciones, sus costumbres y sus aspiraciones”. Si ello es así –agregó–, “no puede aceptarse que el ejército se convierta en un instrumento de persecución de un grupo interno contra otro” (2004, 101). En pocas palabras, las Fuerzas Armadas de Colombia no se deben emplear contra ciudadanos colombianos. Su función es defender a la nación, proteger la soberanía ante la eventual agresión de un ejército extranjero. Comprometerlo en acciones para castigar a los nacionales es enajenarle la buena voluntad de los asociados o de gran parte de ellos. “Los que tenemos una elevada concepción del ejército como institución para la defensa de la soberanía nacional, vemos mal que esté liquidando labriegos colombianos, así tengan las armas en las manos”, afirmó sin cortapisas en su alocución. Por ello “pedimos que el ejército vuelva a sus cuarteles; que se retire de las regiones campesinas; que deje de reprimir huelgas y conflictos universitarios; que cese de cumplir la tarea degradante que puede corromperlo de perseguir a los traficantes de droga; que no siga administrando justicia a los civiles; que no se ponga a fundar y a administrar universidades. Para eso está el poder civil” (2004, 102 y 103)7.
Con esta postura cercenaba la dimensión más significativa de la teoría del Estado moderno. Al limitar el papel del ejército a la protección de las fronteras, dejaba inerme la pretensión del Estado de constituirse en la fuente única del “derecho” a la violencia. ¿Las autoridades de la época no debieron sofocar con las armas la insurrección de los “Supremos”? ¿Los ejércitos de Lincoln en la Norteamérica de mediados del siglo XIX debieron acallar sus cañones ante el pronunciamiento de sus hermanos, los separatistas del Sur? ¿Los colombianos de los años ochenta del siglo XX debían limitarse a solucionar su conflicto interno –con las guerrillas, los paramilitares y los barones de la droga– a los simples diálogos en las mesas de negociación? ¿Eran estos conflictos un mero asunto de policía, del cuerpo encargado del orden público, de la seguridad interna y del cumplimiento de las leyes en ciudades, pueblos y veredas? Con esta actitud la noción de imperium, el derecho otorgado a las autoridades públicas para ejercer la autoridad, quedaba mutilado hasta rozar la impotencia. Parecía olvidar que la comunidad política que repudia las milicias se convierte en “actor desarmado”, en institución poco apta y nada persuasiva para retener el poder y orientar las voluntades de los grupos en conflicto. El juicio de Julio H. Palacio, el máximo cronista de la guerra civil de 1885, “la paz no se impone sólo con buenas palabras sino con la fuerza de las armas”, era demasiado arrogante para el candidato de la izquierda de los años ochenta8. Su renuencia al uso de la fuerza, al expediente de la violencia, era por lo demás parte esencial de su programa de cambio social. Quería transformar sin crear sufrimiento. Le horrorizaba la ferocidad del socialismo revolucionario expresada en la definición engelsiana: “Una revolución es, indudablemente, la cosa más autoritaria que existe; es el acto por medio del cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por el terror que sus armas inspiran a los reaccionarios” (Engels, s.f., 671). A estos énfasis respondió con la cadencia del pacifista:
Nosotros somos partidarios irreductibles de que los cambios estructurales que la nación exige se efectúen por medios pacíficos. Es tanto lo que los colombianos hemos padecido, especialmente el pueblo, que la izquierda civilista debe hacer lo imposible porque cese la sangría. Las batallas por la justicia social deben adelantarse dentro de los marcos que ofrece la democracia (Molina, 1989, 306)9.
EL ESTADO PROVIDENTE: LAS NACIONALIZACIONES
A pesar de que rechazaba toda manifestación de rudeza, Molina luchaba por un Estado fuerte, robusto y obsequioso o, en sus propias palabras, “un Estado vigoroso, intervencionista y decidido” (2004, 122). Fuerte no en la capacidad de intimidación, sino en la amplitud y calidad de los servicios. Al reflexionar sobre la forma de gobierno, halló que la democracia colombiana era una democracia restringida: los partidos languidecían, la participación electoral era exigua y los elegidos, siempre mejor organizados, conformaban gobiernos minoritarios, débiles y poco representativos. A ello se sumaba el hecho de que el 50% de los hogares colombianos se encontraban por debajo de la línea de la pobreza absoluta. ¿Podía la democracia, la forma de gobierno más exigente conocida hasta el momento, operar en un medio como éste? En aquel contexto desarrolló su estrategia del Estado providente. La literatura socialista, la antigua legislación obrera y la experiencia del laborismo inglés de los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, le ofrecieron los mejores ejemplos para esbozar su marco de referencia. En la segunda edición corregida y aumentada de Proceso y destino de la libertad, cuando se desplomaba el imperio soviético, advirtió: “La seguridad social debe ser un compromiso de los gobiernos, pues no habrá paz y orden mientras cada nacional no esté cubierto de riesgos tales como la enfermedad, invalidez, desempleo o vejez” (1989, 264).
El asunto no era nuevo en sus reflexiones. Las ideas básicas se encontraban ya en su programa socialista de los años cincuenta (Molina, 1955, 269-272 y Cataño, 1999, 160-165), y en sus meditaciones sobre la condición de la clase obrera bosquejadas en la década de los treinta. En los inicios de su carrera política había agitado, tanto en el Congreso como en la cátedra universitaria, los problemas de los trabajadores. El civilista Arturo Valencia Zea, su alumno en la asignatura de “Derecho Social” en 1937, recordó que su profesor examinaba en el salón de clase las leyes de cesantía, las normas sobre accidentes de trabajo, los reclamos del movimiento obrero y las controversias jurídicas desarrolladas en Europa sobre la situación de los asalariados10. “Muchas de las tesis recogidas más tarde en el primer Código del trabajo que rigió en el país (la ley 1.ª de 1946), habían sido ya propuestas por Molina. Por este motivo debemos considerarlo como uno de los grandes propulsores de nuestra actual legislación del trabajo” (Valencia Zea, 1992, 39). En la campaña presidencial volvió sobre el tema. Era el momento de regresar al amor de su vida en un escenario más amplio y de mayores consecuencias educativas.
En el último discurso por la televisión, dedicado a exponer la plataforma política de su movimiento político, se extendió en los cambios que impulsaría una vez hubiese ganado las elecciones. Superaría sin duda la democracia restringida. Aludiendo a Aristóteles, quien definió la democracia como el gobierno de los pobres, afirmó que su administración sería el gobierno de los más. Como representante de las mayorías, emprendería un impetuoso programa de nacionalizaciones: la banca, los seguros, la tierra urbana, el comercio exterior y la explotación de los recursos naturales. A ello se sumaría la nacionalización de las grandes empresas dedicadas a la producción de drogas, materiales de construcción y elementos básicos para la industria y el consumo popular, además de la expropiación de la tierra en manos de los latifundistas. El minifundio correría una suerte parecida. Lo haría desaparecer fusionándolo en cooperativas de explotación, distribución y venta de los productos de sus miembros. Los servicios públicos estarían a cargo del Estado para que “los suministre a precios convenientes a los asociados”. Los municipios administrarían el trasporte urbano, y restablecería la propiedad pública de la televisión, “hoy afectada por los grupos particulares que se mueven a su alrededor explotándola y deformándola”. En cuanto a la educación secundaria y universitaria, organizaría un enérgico sector oficial que le hiciera “frente a la ofensiva hoy victoriosa de la educación privada”. Pensaba, además, crear los ministerios de la Mujer –para abrir las puertas que condujeran a su emancipación– y de la Cultura –para estimular el teatro, el cine, la literatura, las artes plásticas y las manifestaciones de la identidad nacional11.
Estas reformas portaban una energía muy particular a pesar del tono amable de la expresión. Con un lenguaje cordial y sosegado, quería cambiar el país. Los colombianos sabían que el “profesor” era un socialista, pero él se cuidaba de usar el vocablo para no ahuyentar a un electorado que apenas diferenciaba el socialismo del comunismo. Hablaba de planificación económica y de intervención del Estado sin mencionar el marco de referencia y la tradición política que nutría su estrategia transformadora. Pero cuando avanzaba en su último discurso, no se contuvo, y sin cortapisas le notificó a la audiencia: “Nosotros, la izquierda socialista, pensamos que para hacer el cambio que el país necesita, hay que modificar el régimen de tenencia de la tierra, hay que abolir el régimen de propiedad privada de los grandes medios de producción” (2004, 129). Y encarando a uno de sus antagonistas que hablaba de la afiliación del Partido Liberal a la Internacional Socialista como un hecho trascendental, deslindó con firmeza la naturaleza de sus propósitos:
El país debe tomar otros rumbos llamando a nuevas gentes, a nuevas clases, a personas con ideas nuevas en cuanto a la sociedad y al Estado, para que se apersonen de la vida nacional. Pues bien, esa opción nueva, esa alternativa, es la socialista. En vista de la crisis de los partidos políticos históricos, nosotros pensamos que extrayendo fórmulas del arsenal socialista, habría manera para enderezar de otra forma los rumbos del país. Pero esto sería un socialismo verdadero, de los ya probados, y no como el que nos propone el doctor López Michelsen mediante su afiliación a la Internacional Socialista, hecho que no significaría gran cosa, pues, como se sabe por los estudiosos, la Internacional Socialista no propone ningún cambio en cuanto a la tenencia de los grandes medios de producción. Esto es como el liberalismo que se ensañó aquí en otras épocas, y ahora sabemos que el cambio que necesita Colombia es un cambio mucho más profundo (2004, 132).
Ante sus ojos la sugerencia de López Michelsen era una manifestación más del antiguo aforismo del olvidado Alphonse Karr: Plus ça change, plus c’est la même chose12. Los liberales querían cambiar las cosas para que la sociedad permaneciera igual. ¿Qué significaba tocar las puertas de la Internacional Socialista? Mero ornato modernizante para colorear un partido comprometido con el establecimiento.
¿UN PROFETA DESARMADO?
¿Cómo se financiaría su amplio y comprensivo programa estatal? El candidato de la izquierda era consciente de la crisis fiscal, y en la pantalla chica evaluó su monto: ¡cien mil millones de pesos! Los aprietos financieros eran reales pero, a su juicio, también las causas. La insolvencia del Estado se debía a la mala gestión del gobierno, a la burocratización y a la evasión tributaria de los capitalistas, hechos que acreditaban una vez más la incapacidad de los gobernantes y la necesidad de una renovación de la clase dirigente. Exigir la tributación de los “potentados”, cuyas evasiones alcanzaban una cifra similar a la penuria fiscal, constituía el primer paso. Había, sin embargo, una dificultad. Si se expropiaba a la gran empresa, los impuestos recaerían sobre los comerciantes e industriales medianos, sobre los pequeños propietarios de la tierra y sobre las clases medias urbanas. En el programa los sectores populares no pagaban impuestos directos ni indirectos. Quizá el ingreso más significativo del Estado vendría de las utilidades de las empresas de propiedad común. Pero si se aplazaba por algún tiempo la socialización de las grandes firmas, como parecía ser su estrategia, ¿esperaba que los “potentados” financiaran su propio despojo sin mayor resistencia?
No es claro si deseaba abordar las grandes reformas una vez llegado al poder, o si se tomaría su tiempo para preparar el terreno y emprender con mayor seguridad las innovaciones anunciadas. De todas formas, la violencia, cualquiera que ella fuese, no estaba en la agenda. Nada de inmolaciones para ganadores o perdedores; la felicidad no tenía por qué surgir del martirio de un sector de la sociedad. Pero, ¿se podía iniciar la “gran transformación” sin el apoyo de las Fuerzas Armadas? ¿Los capitalistas entregarían sus haberes y los terratenientes sus dominios sin mayor oposición? Y aún más, ¿los minifundistas endosarían sin tropiezo sus amados predios para formar cooperativas de destino incierto? Junto a estas incógnitas cabe preguntar: ¿Dónde residía el poder del Estado providente para emprender sus transformaciones? ¿En la prédica de las nociones de equidad y justicia?, ¿en el “pueblo”? Y aún más, ¿era Molina consciente de la magnitud de las promesas que transmitía a su audiencia? ¿Creaba ilusiones que mañana no podía cumplir? Sea como fuere, su desdén por las tropas y la renuencia a la violencia lo acercaban peligrosamente a la soledad de los “profetas desarmados” descritos por Maquiavelo en el capítulo VI de El príncipe. Como saben los políticos experimentados, no hay cosa más difícil de llevar adelante, ni de más dudoso éxito, que ponerse al frente de innovaciones que afectan el conjunto de la sociedad cuando no se tiene claridad acerca de las fuentes de apoyo y de la disposición real de los seguidores. Quien las emprende sabe que tiene por enemigos a los que se benefician del viejo orden, pero no siempre es consciente de que sus amigos, aquellos que se beneficiarían con la nueva sociedad, son con frecuencia tímidos y vacilantes. Su titubeo nace del temor a los adversarios que manifiestan tener la ley de su lado y de las incertidumbres ante lo nuevo, que aún no han tenido la oportunidad de experimentar. Frente a sus amigos y enemigos, ante opositores y aliados, el paladín debe tener argumentos más enérgicos que los derivados de la mera persuasión y la prédica. Maquiavelo preguntó: ¿El innovador en cuestión depende de los otros o, por el contrario, se vale por sí mismo y está en posibilidades de recurrir a las tropas? En el primer caso –concluyó– los innovadores “siempre acaban mal y no llevan adelante cosa alguna, pero cuando dependen de sí mismos y pueden recurrir a la fuerza, entonces sólo corren peligro en escasas ocasiones. Esta es la causa de que todos los profetas armados hayan vencido y los desarmados perecido” (Maquiavelo, 1993, 50)13. ¡Molina estaba más cerca de estos últimos que de los primeros!14.
En sus discursos fustigó, igualmente, la burocratización y despilfarro del Estado colombiano. Ello sucedía y continúa sucediendo sin duda. Los partidos y sus dirigentes retribuyen con puestos y ventajas personales a sus seguidores más destacados y vitales para la organización. Con ello crece artificialmente la nómina oficial, pero lo más frecuente es la expulsión de buena parte de los funcionarios “perdedores” que ayer se alzaron con los puestos de otros. Molina no sospechaba, sin embargo, que su agresivo programa de nacionalizaciones exigía un crecimiento de la administración, el terreno abonado de las oficinas y de sus naturales moradores, los empleados. Si se comprometía con un fuerte sector estatal en las esferas económica, social y cultural, la expansión del cuadro administrativo para atender la enorme empresa oficial multiplicaría con creces los niveles de burocratización conocidos hasta el momento. Aumentaría el número de expertos, de oficinistas y profesionales especializados para conducir con rigor, disciplina y confianza las múltiples tareas del nuevo orden. Como lo mostraban los socialismos “ya probados”, en los colectivismos de gran tamaño los oficinistas con mayor o menor influencia se multiplican, crecen y se reproducen hasta formar una “nueva clase”, tanto más poderosa y altiva cuanto más extendida se encuentre la gestión pública en la sociedad (Djilas, 1957, 51-84). En pocas palabras, si los dirigentes querían igualar o rebasar los niveles técnicos y productivos de la sociedad que deseaban superar, tenían que aceptar e incrementar la organización burocrática, la más eficiente maquinaria conocida hasta el momento para regir las administraciones de masas.
CODA
Como se desprende de lo anterior, Molina tenía una inclinación particular por el Estado y confiaba en su capacidad para activar el desarrollo y superar la pobreza. De su mente brotaban tantas apropiaciones, confiscaciones y nacionalizaciones, que el aparato estatal se amplificaba hasta confundirse con la nación y, por extensión, con la sociedad. Sus estrategias renovaban las identificaciones sugeridas por Santiago Pérez en el Manual del ciudadano a mediados de los años setenta del siglo XIX: “el Estado es también un país o nación” (2000, 89). A juicio del dirigente socialista, el Estado era un servidor irresistible, un soberbio vigía que promueve y dirige las más diversas esferas de la actividad humana: económica, laboral, cultural y asistencial, sin olvidar la educativa y la recreativa. En La formación del Estado no hay indicios de que aquel gigantismo se pueda volcar contra la sociedad hasta asfixiarla y con ello poner en cuestión la libertad, uno de los valores más preciados de Molina. Por el contrario, su Estado es la garantía del imperio de las libertades no obstante el tamaño que pueda alcanzar (1989, 283). Su función es la asistencia social. Es una institución providente –previsora, cautelosa y frugal–, asistida por una actitud benigna de socorro y apoyo. Lo anima una actitud clemente y generosa de respeto al individuo. Cohíbe pero con acatamiento, y siempre ajeno a la ofensa y al maltrato. Molina sabía que “el poder, por el hecho de serlo, tiende al abuso” –su traducción personal de la vieja fórmula de Lord Atcon al obispo Creighton: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente” (Atcon, 1959, 487)–, pero también creía que el Estado surgido de un movimiento socialista estaba en situación de garantizar los derechos humanos de sus asociados (1989, 263).
Además, no creía que el Estado pudiera desaparecer en el futuro reciente o lejano. A diferencia de Marx, veía que la sociedad se había hecho más compleja, “lo cual tiende, no a debilitar el aparato estatal sino a vigorizarlo”. En nuestros días y en lo venidero, escribió con realismo, “la coerción se nos presenta como algo insustituible. Por esfuerzos dialécticos que se hagan, no parece previsible que tantas atribuciones como hoy tiene el poder público puedan reemplazarse” (1981, 129-130)15. Su visión del Estado como guía y protector del pueblo, recuerda –sin embargo– el Estado providente de las dominaciones patrimoniales de Max Weber (aquellas organizaciones políticas que hoy tendemos a identificar con las sociedades tradicionales y premodernas). El sociólogo alemán recordó que en los estados patrimoniales el príncipe se define a sí mismo, y ante sus súbditos, como un servidor del pueblo. Está allí para dirigir y cuidar de sus vasallos, para proporcionar su bienestar. Apela al pueblo cuando está en dificultades (ante el enemigo exterior o, lo más frecuente, ante las “siniestras” frondas, los poderosos grupos internos que limitan su autoridad), y le responde con políticas asistenciales que nutren el ideal del “buen rey” glorificado por la leyenda popular. Un ejemplo familiar en la historia de América Latina es el paternalismo de la Corona española en defensa y cuidado de sus “vasallos”, los indígenas, frente a la explotación y abuso de los conquistadores, los usurpadores de la autoridad real. Con su tono característico, Weber apuntó:
El patrimonialismo patriarcal debe legitimarse ante sí mismo y ante los ojos de sus súbditos como el guardián de su bienestar. El “Estado providente” es la leyenda del patrimonialismo, que deriva no de la libre camaradería de la fidelidad solemnemente prometida, sino de la relación autoritaria de padre e hijo. El “padre del pueblo” es el ideal de los estados patrimoniales. El patriarcalismo puede, por tanto, ser el portador de una específica política de bienestar y la desarrolla, desde luego, siempre que haya razón suficiente para asegurarse la buena voluntad de las masas (Weber, 2000, 94)16.
Con la caída de los socialismos “ya probados” siete años después de su campaña presidencial, gran parte de la estrategia de Molina quedó en suspenso. No sabemos qué tanto hubiera cambiado su pensamiento. En 1989 no sólo cayó el imperio soviético, sino también el yugoslavo del cual había tomado su estrategia cooperativista. La experiencia china, haciendo gala del “inmovilismo oriental”, habría de seguir su propio camino hacia una sociedad de mercado sin destruir el aparato político que administró el socialismo. “La burocracia continúa funcionando para la revolución triunfante lo mismo que lo hacía con el gobierno hasta ese momento legal”, escribió Weber (1964, 178) en un pasaje poco transitado de Economía y sociedad. Pero ya todo esto estaba fuera del ciclo vital del profesor Molina. Sabemos que murió el 29 de marzo de 1991 cuando apenas comenzaban los reacomodos de las sociedades que abandonaban la experiencia socialista.
NOTAS AL PIE
1. Para las reformas de Molina en la Universidad Nacional, ver Cataño (1999, 135-136).
2. En estos énfasis pragmáticos Molina no estaba solo. Sus compañeros de generación comprometidos con los movimientos revolucionarios, también concebían la historia como una fuente de ilustración transformadora. Guillermo Hernández Rodríguez, un amigo muy cercano, escribió el festejado libro De los chibchas a la Colonia y a la República, con un objetivo claramente político. Al respecto escribió: “Con este trabajo he querido contribuir a indicar los orígenes seculares de la situación colombiana contemporánea, en la creencia de que un mejor conocimiento de las fuerzas modeladoras de nuestro pasado nos permitirá aprovechar su impulso histórico para renovar el presente, trazando orientaciones precisas a los movimientos populares. No es posible operar con certeza sobre lo actual, si no se conocen las poderosas corrientes ancestrales cuyo ímpetu debemos utilizar para configurar nuestro futuro” (Hernández Rodríguez, 1949, 1).
3. Esta era, sin embargo, sólo una cara del asunto. Como señaló el filósofo y crítico literario Kenneth Burke, “un modo de ver es también un modo de no ver” (citado por Merton, 1980, 278 y 296); el énfasis en el empobrecimiento de los artesanos condujo al olvido de significativos procesos sociales y económicos derivados de la expansión exportadora. Con el impulso al comercio internacional se estimuló la formación del empresario moderno, se mejoraron los caminos y se incentivó el transporte, la ocupación de la mano de obra, el consumo y la explotación intensiva del suelo (en las regiones tabacaleras especialmente).
4. La noción de ciudadanía del siglo XIX incluía los derechos individuales (la libertad de expresión, la igualdad ante la ley y el derecho a la vida) y los derechos políticos (la participación electoral y la libertad de asociación). Los derechos de carácter social y económico, la seguridad social, fueron un logro tardío del siglo XX (Marshall y Bottomore, 1998, 36). Las obligaciones de los ciudadanos, los miembros de pleno derecho del país, estaban relacionadas con la consideración y respeto a los funcionarios (los representantes del Estado), con la obediencia a las decisiones de los organismos oficiales en asuntos de orden público y defensa de la nación, y –elemento fundamental– con los deberes tributarios. En la medida en que el patrimonio del Estado es de todos y de nadie, la efectividad de sus tareas depende del cumplimiento de las obligaciones pecuniarias de los asociados (Pérez, 2000, passim).
5. Debe recordarse, sin embargo, que muchos de estos períodos de la historia política fueron cubiertos en sus libros acerca de las ideas liberales y las ideas socialistas en Colombia (ver Molina, 1970-1977 y 1987).
6. Los énfasis pertenecen al original.
7. Es evidente que aquí Molina mezclaba lo secundario –y episódico– con lo importante y fundamental. Quizá fuera una estrategia retórica para ganar adhesiones en período de elecciones. No cabe duda de que los litigios obreros, los conflictos estudiantiles, la dirección de instituciones de educación superior o la administración de justicia pertenecen, en general, a otras esferas institucionales del Estado. Pero cuando se trata de afrontar guerrillas, “labriegos con las armas en las manos”, o capos de la droga con milicias organizadas, difícilmente pueden encararse sus desafíos y su capacidad de intimidación sin recurrir al ejército.
8. Para ilustrar su tesis, Palacio no dejó de advertir a sus lectores que cuando el gobierno central envió una comisión de conciliación para hablar con los insurrectos de Santander, “a los mediadores les acompañaba la segunda división del ejército nacional”. El presidente Núñez sabía que ante oponentes enérgicos y experimentados, los regentes desarmados acababan mal y de hecho no llevaban adelante negociación alguna (Palacio, 1936, 19-20).
9. Y para subrayar esta evolución pacífica hacia una sociedad más justa, recordaba que las reformas constitucionales de 1936 en adelante eran tan avanzadas, “que un régimen socialista no necesitaría en los primeros años una modificación del sistema constitucional” (Molina, 2004, 122).
10. Los temas tratados en dicho curso se pueden consultar en las “Conferencias de derecho social del profesor Gerardo Molina dictadas en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional de Colombia” (Copia dactilográfica, Biblioteca Luis Ángel Arango, s.f.).
11. La iniciativa del Ministerio de la Cultura se hizo realidad doce años después en la presidencia del liberal Ernesto Samper Pizano (1994-1998).
12. Sentencia recogida tiempo después por el Gatopardo, un escéptico rentista de la Sicilia de la segunda mitad del siglo XIX a quien no le preocupaban demasiado las reformas de Garibaldi y sus asociados, pues sabía que “si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie” (Lampedusa, 1960, 40, 41 y 44).
13. Como ejemplo ilustrativo de esta angustiosa situación de los grandes conductores, cabe recordar los tomos iniciales de la notable biografía de Isaac Deutscher sobre Trotsky que llevan los significativos subtítulos de “El profeta armado” y “El profeta desarmado”. El primer volumen describe al dirigente de la revolución rusa en la cúspide del poder y el segundo en la derrota después de haber entregado el mando del ejército rojo.
14. El ejemplo de Salvador Allende, que llegó al poder por elección popular, estaba demasiado fresco para olvidarlo. Como se sabe, su gobierno comenzó a perder fuerza cuando radicalizó las reformas y se enajenó el apoyo del ejército y de vastos sectores de las clases medias y altas. Sólo lo apoyó el “pueblo”, ahora inerme.
15. Su amigo Antonio García pensaba lo mismo. Desde los años cincuenta había escrito que el Estado era necesario como órgano de servicio y de regulación económica. Si se eliminaba todo tipo de Estado, desaparecería la posibilidad de un orden político basado en la planificación socialista. “Las sociedades complejas –indicó– pueden añorar el patriarcalismo de las democracias druídicas y griegas, su espontaneidad y su fluidez, pero no pueden gobernarse ni administrarse como ellas. Han pasado muchas cosas en la historia para creer que el problema se reduce a quitarse una camisa de fuerza” (García, 1951, 326).
16. Nos servimos aquí de la amable traducción del colombiano Carlos Mosquera de la sección de Economía y sociedad dedicada a la educación tradicional. Para la versión tradicional de esta obra difundida por el Fondo de Cultura Económica de México, ver Weber (1964, 845).
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