¿LOS EXPERIMENTOS PUEDEN FALSEAR LA TEORÍA DE LA UTILIDAD ESPERADA?


CAN EXPERIMENTS FALSIFY EXPECTED UTILITY THEORY?



Geoffrey M. Hodgson*

El autor agradece a Alex Arturo, Mark Blaug, Colin Shaper, Masaki Yoshida y a los participantes en los seminarios de las universidades de Aberdeen, Cambridge y Hertfordshire por las discusiones sobre el tema de este ensayo. Traducción de Alberto Supelano.


RESUMEN

[Palabras clave: racionalidad, economía experimental, falsación, psicología evolutiva; JEL: B41, C90, D00]

Algunos trabajos recientes debaten la importancia de los resultados de la economía experimental. Unos aseguran que esos resultados refutan los supuestos de la teoría de la utilidad esperada, otros lo niegan. Ambos bandos presumen que los supuestos de racionalidad o de maximización de la utilidad esperada son falsables mediante pruebas empíricas. Este artículo impugna este supuesto. Con base en trabajos anteriores sobre metodología económica, argumenta que supuestos no falsables como los postulados de la racionalidad estándar son potencialmente universales. De aquí que abarquen cualquier fenómeno empírico. Esta es su fuerza y su debilidad. El artículo concluye que el debate entre economistas experimentales sólo puede avanzar si ambos bandos aceptan que las proposiciones claves en disputa no son falsables. Así, los protagonistas se podrían ocupar de problemas más pertinentes, como los criterios para elegir teorías. En particular, la economía experimental puede jugar el importante papel de sugerir supuestos de comportamiento más limitados y específicos al contexto.

ABSTRACT

[Key Words: rationality, experimental economics, falsification, evolutionary psychology; JEL: B41, C90, D00]

Some recent articles debate the implications of the results of experimental economics. It is claimed by some that these results challenge the assumptions of expected utility theory. Others deny this. Both sides presume that the assumptions of rationality or expected utility-maximization are potentially falsifiable by empirical tests. This article contests this assumption. Building on previous work in economic methodology, it is argued that non-falsifiable assumptions, such as the standard rationality postulates, are potentially universal. Hence they can embrace any empirical phenomenon. That is both their strength and their weakness. The article concludes that the debate among experimental economists can only proceed if both sides accept the non-falsifiability of key propositions under dispute. That done, the protagonists can turn to the more pertinent questions such as the criteria for choosing theories. In particular, experimental economics may have a role in suggesting more narrow and context-specific behavioural assumptions for economic theory.


En algunos artículos recientes se debaten las implicaciones de los resultados de la economía experimental. El eje de este debate es la polémica pretensión de que algunos de estos resultados ponen en tela de juicio los supuestos de la teoría de la utilidad esperada. Algunos interpretan la evidencia acerca del comportamiento que se ha recolectado como una violación de los axiomas estándar de la teoría de la utilidad esperada1. Por ejemplo, Christopher Starmer (1999a, F5) sostiene que los experimentos “constituyen un excitante banco de pruebas para la teoría económica”. Ésta es una afirmación bastante general que atañe a la posibilidad de probar la teoría económica en su conjunto. Otros opinan, en forma similar, que los resultados experimentales refutan los supuestos de racionalidad o de maximización de la utilidad esperada2.

En el otro extremo, Kenneth Binmore (1999) –haciendo eco de un argumento anterior de Glenn Harrison (1989)– pone en duda la proposición de que los resultados experimentales hayan debilitado o refutado los supuestos nucleares de la teoría económica predominante. Alega que las pretensiones de comportamiento incoherente o irracional se suelen basar en experimentos en que los pagos no son significativos o el tiempo es insuficiente para aprender y entender el problema experimental. Argumenta que los agentes del mundo real dependen del aprendizaje por ensayo y error adquirido durante muchos años. La atención que dedican a problemas específicos también depende de las recompensas que perciben. Por consiguiente, si faltan tiempo o recompensas suficientes, no es sorprendente que los experimentos no logren constatar que los sujetos se comportan “como si fueran seres omniscientes capaces de concebir su trayectoria de equilibrio en un instante”. A menos que se superen esas limitaciones experimentales, es inevitable que se den resultados perversos. Binmore (1999, F17) declara, por tanto, que “se dedicaría alegremente a refutar la química si se le dejase mezclar reactivos en tubos de ensayo contaminados”. Y plantea el enunciado general de que un número limitado de experimentos potencialmente defectuosos no puede poner en duda los supuestos estándar de racionalidad.

Aunque en apariencia estas posiciones son diametralmente opuestas, tienen algo en común3. Ambas presumen que los supuestos de racionalidad o de maximización de la utilidad esperada son potencialmente falsables mediante pruebas empíricas. Starmer declara que los supuestos han sido falsados mediante la evidencia experimental existente y acumulada. Binmore también acepta la falsación potencial, pero sostiene que hasta ahora los experimentos no dan pie para abandonar estos supuestos. Argumenta, además, que los supuestos nucleares de la economía predominante sólo se aplican a situaciones donde la información y el aprendizaje por ensayo y error son suficientes. De otro modo, “no sería razonable esperar que las proposiciones económicas [...] sean aplicables” (ibíd., F23).

La consecuencia de ambas posiciones –en apariencia opuestas– es que el debate se desplaza a la cuestión de cuán robustos y adecuados son los experimentos particulares. Algunos sostienen que los resultados ya son suficientemente robustos para cuestionar los supuestos de racionalidad o de maximización de la utilidad esperada. Otros argumentan que las aparentes anomalías pueden desaparecer si se rediseñan los experimentos. Se han hecho muchos experimentos adicionales para confirmar una u otra de las posiciones en debate. Hoy existe abundante literatura sobre estos temas. No obstante, aunque el desarrollo y la discusión detallada de la práctica experimental sean invaluables, también es necesaria una discusión metodológica del significado de la verificación o la falsación. De hecho, aunque puede ser provechoso dedicar recursos adicionales al refinamiento y rediseño de los procedimientos experimentales, los aspectos metodológicos de la economía experimental también requieren atención. Como señala Nikos Siakantaris (2000, 267), es sorprendente que la economía experimental “haya suscitado tan poco debate metodológico sistemático” hasta ahora. Esta discrepancia exige una rectificación.

En particular, aquí deseo argumentar que el supuesto común de las dos posiciones polares anteriores es defectuoso porque los supuestos en que se basa la maximización de la utilidad esperada no son falsables. En principio, ninguna evidencia experimental puede falsarlos estrictamente. Aunque sea potencialmente importante por otras razones, concentrarse en el diseño detallado de experimentos particulares es, por tanto, un método engañoso de zanjar el debate. En cambio, el debate acerca del papel y las pretensiones de los experimentos en economía debe adoptar un giro metodológico.

Aunque este análisis metodológico le asigna un papel distinto a la evidencia experimental, no niega su valor científico. También se requiere un examen más profundo de nuestra comprensión del supuesto de racionalidad. Es diciente que algunos de los participantes en el debate de la economía experimental se encaminen, aunque tentativamente, en esta dirección. Este artículo indica por qué esto es importante desde una perspectiva metodológica.

Cabe recalcar que esto no significa que el trabajo en economía experimental carezca de valor. Una vez se acepta que la maximización de la utilidad esperada tiene un dominio de aplicación potencialmente universal, y que en principio no es falsable, la economía experimental puede jugar un papel provechoso en la identificación de modelos del comportamiento humano más específicos y más dependientes del contexto.

La sección 1 revisa un conjunto relevante de literatura metodológica y plantea el problema metodológico de la falsación. La sección 2 detalla aún más por qué los supuestos de la maximización de la utilidad esperada no son falsables. La sección 3 muestra que tampoco es falsable la defensa de la teoría de utilidad esperada de “Harrison-Binmore”, basada en que en muchos experimentos los incentivos son insuficientes o el aprendizaje es incompleto. La sección 4 explora la conexión entre no falsación y universalidad, y examina las limitaciones de las teorías universales. La sección 5 aclara algunos malentendidos acerca de estos temas, tanto de los críticos ortodoxos como de los defensores heterodoxos de los supuestos de racionalidad. La sección 6 argumenta que el debate dentro de la economía experimental debe ir más allá de la cuestión de la posible falsación, para examinar los criterios apropiados para la construcción de teorías. La sección 7 concluye el ensayo.

LA INFALSABILIDAD DE LA HIPÓTESIS DE MAXIMIZACIÓN

La teoría de la utilidad esperada ha sido criticada desde diversos ángulos, empíricos y teóricos. La primera de las críticas teóricas es el argumento de que la toma de decisiones global y racional es imposible, dada la complejidad de las decisiones del mundo real y las limitaciones computacionales del cerebro humano (Simon, 1957). Esas críticas se suelen refutar con la pretensión de que las decisiones y acciones humanas son, no obstante, consistentes con los axiomas de racionalidad. Los defensores de la corriente teórica predominante argumentan que los agentes actúan “como si” fueran racionales: no necesariamente deliberan acerca del conjunto total de elecciones. Aunque haya limitaciones para la deliberación humana, esto no excluye la posibilidad de que el comportamiento humano sea consistente con los supuestos de racionalidad. Puede parecer que este argumento desarma toda crítica teórica de la racionalidad deliberativa; parece trasladar el peso de la evaluación a la evidencia empírica del comportamiento real.

Una segunda línea de crítica teórica es que en situaciones abiertas, como las que involucran incertidumbre o cambio evolutivo, los supuestos de racionalidad son erróneos (Hodgson, 1994) debido a que involucran necesariamente un conjunto cerrado de elecciones. Éste es un grave problema de la teoría estándar, pero se refiere a problemas diferentes al de la falsación empírica.

Sea como fuere, en este artículo no examinamos la solidez de estas críticas teóricas. Se concentra en el papel, el estatus y las implicaciones de la evidencia empírica. En esto reside el interés del trabajo en economía experimental. La evidencia que ha producido es de cierta importancia. También ha desencadenado un debate teórico. Por ello, los defensores de los supuestos estándar se ven impulsados a formularlos más claramente y a reconsiderar su dominio de aplicación.
Sin embargo, la noción de que la evidencia experimental en sí misma puede refutar o falsear los supuestos de racionalidad o la maximización de la utilidad esperada es errónea. De hecho, ninguna evidencia puede refutar la teoría de que los agentes son maximizadores. La razón es que el núcleo estándar de la teoría de la utilidad esperada no es falsable. Este argumento tiene dos precedentes. En un artículo pionero y poco recordado, Sidney Winter (1964, 309 y 315) argumentó brevemente que “todo comportamiento puede ser racionalizado de una u otra manera como un comportamiento maximizador” y que “el supuesto de maximización de la ganancia […] quizá no pueda ser refutado por ninguna observación”.

Lawrence Boland (1981) presentó una versión más amplia de este argumento. Provocativamente titulado “la futilidad de criticar la hipótesis de maximización neoclásica”, su ensayo se interpretó inicialmente como una defensa de una teoría que los economistas de la corriente principal aceptaban y daban por sentada. Quizá como consecuencia parcial de esta mala interpretación, el artículo de Boland y su resultado central han sido ampliamente olvidados4.

En realidad, el artículo de Boland se entiende mejor como una crítica popperiana de la teoría de la maximización. En su artículo, Boland preguntaba si alguna evidencia imaginable refutaría los supuestos estándar del comportamiento maximizador. Demostró entonces que ese intento de falsación nunca funcionaría:

Dada la premisa “Todos los consumidores maximizan algo”, el crítico puede pretender que ha encontrado un consumidor que no maximiza nada. La persona que suponía verdadera la premisa puede responder: “usted pretende haber encontrado un consumidor que no maximiza, pero ¿cómo sabe que no hay algo que esté maximizando?” (Boland, 1981, 1034).

Puesto que en principio nunca podemos demostrar que no se está maximizando “alguna otra cosa” (quizás desconocida para nosotros), la teoría es invulnerable a cualquier ataque empírico. Para demostrar empíricamente que nada se está maximizando tendríamos que medir toda variable posible que pueda impactar a la humanidad, desde el cambio del clima hasta al centelleo de las estrellas. Es claro que ésta es una tarea interminable e imposible. Como concluye Boland (ibíd.):

El supuesto neoclásico de maximización universal puede ser falso, pero en cuanto asunto de lógica no podemos esperar que podamos demostrarlo.

Boland muestra que el supuesto de maximización no es falsable. Pero también señala correctamente que no es una tautología. No es una tautología porque es concebiblemente falso. Podría suceder que no se esté maximizando nada. Pero nunca podemos saberlo.

Aunque Boland no lo señaló, su argumento se asemeja en algunos aspectos a la tesis de Duhem-Quine5. De acuerdo con esta tesis –que se deriva de la obra del físico francés Pierre Duhem y del filósofo americano Willard van Orman Quine (Harding, 1976)–, no es posible falsear una hipótesis única porque siempre enfrentamos una maraña de hipótesis relacionadas y conexas. En consecuencia, nunca podemos estar seguros de que tenemos en la mira a la hipótesis principal para probarla por sí misma y de que las demás hipótesis auxiliares no complican el panorama. Boland, Duhem y Quine señalan la multiplicidad e interconexión de las posibles influencias causales que intervienen en todo fenómeno empírico del mundo real, y la dificultad general para aislar y probar todas ellas. Este problema omnipresente de aislamiento experimental en situaciones que son de hecho abiertas es ampliamente reconocido en la filosofía de la ciencia.

Así como no podemos aislar cada hipótesis conexa y auxiliar, tampoco podemos considerar todas las posibles variables hipotéticas que se pueden maximizar. Por ello se puede argumentar que no existe ningún fenómeno experimental o de otra índole que no se pueda “explicar” en principio mediante el principio de maximización. Nada queda fuera de su alcance. Se pueden explicar incluso las llamadas anomalías que se revelan en los experimentos con sujetos humanos, simplemente porque nunca podemos saber realmente lo que el sujeto experimental está maximizando.

En vista de que la teoría no es falsable, Boland (1981) procede a examinar su estatus “metafísico”. Aquí se puede entender mal a Boland, a menos que se aprecien sus fuertes inclinaciones popperianas. Él alega que es “fútil” criticar la teoría por “no ser falsable” y ser “metafísica”. Según el famoso criterio popperiano, esto también significa que “no es científica”. En consecuencia, la teoría económica predominante es vulnerable a la crítica metodológica popperiana, en cuanto revela que sus supuestos nucleares no son falsables y, por tanto, están fuera de la ciencia. Éste es el resultado tácito y travieso del argumento de Boland.

Boland es vulnerable no en la demostración de la no falsabilidad sino en su fe excesiva en el criterio popperiano. El mismo Karl Popper admitió después que la ciencia no puede proceder sin algunas proposiciones no falsables (Ackerman, 1976, 30-31). Boland parece seguir la obra inicial de Popper por cuanto cree que la falsación es el criterio de demarcación entre la ciencia y lo que no es ciencia. Desde este punto de vista, los enunciados no falsables son “metafísicos” e invulnerables: tratar de refutarlos es una pérdida de tiempo. Por ello, para Boland sólo es provechoso “criticar” los enunciados falsables –y el principal instrumento de la “crítica” es la falsación empírica–. En respuesta a Boland, Bruce Caldwell (1983) muestra que su demostración de “la futilidad” de criticar las hipótesis descansa en una noción demasiado estrecha del término “crítica”. Caldwell argumenta en forma convincente que también es posible criticar enunciados no falsables particulares, examinando por ejemplo sus supuestos implícitos. Caldwell apunta entonces a una discusión más amplia y profunda del papel y la viabilidad de los supuestos nucleares. En la práctica, el criterio de falsación no sólo es demasiado estrecho sino también potencialmente destructivo para cualquier teoría. Aplicado estrictamente, una sola observación aparentemente contradictoria serviría para destruir la teoría en cuestión. Caldwell tiene razón en señalar que en la evaluación de teorías se deben emplear diversos criterios adicionales y no sujetar todo a la falsación. En el presente artículo se revisa y reformula el resultado central de Boland, a saber, que ninguna evidencia imaginable puede en principio falsear la teoría en cuestión.

Nuestro argumento es diferente al de Boland al menos en cuatro aspectos. Primero, el resultado de infalsabilidad no se asocia con ninguna crítica popperiana. Por ello, no se argumenta que la no falsabilidad signifique necesariamente que no es ciencia. Tampoco se argumenta que la infalsabilidad implique que la crítica sea “fútil”. Segundo, mientras que Boland escribió sobre la maximización en general, aquí se discute específicamente la cuestión de la maximización de la utilidad esperada. Es de esperar que esta reformulación del argumento de Boland reanime la discusión sobre el problema de la infalsabilidad, que parece haber pasado inadvertido por los economistas experimentales. Tercero, más adelante se demuestra que los axiomas de independencia y transitividad de la teoría de la utilidad esperada –que Boland no examinó– no son estrictamente falsables, pese a las pretensiones contrarias. Y cuarto, en la sección 4 se conecta la cuestión de la infalsabilidad con el problema de la universalidad.

MAXIMIZACIÓN Y TEORÍA DE LA UTILIDAD ESPERADA

En esta sección vamos más allá del argumento de Boland para demostrar que los axiomas claves de la teoría de la utilidad esperada no son estrictamente falsables. El argumento esencial es el siguiente: si los experimentos muestran que algunos consumidores parecen preferir una recompensa monetaria menor que el resultado esperado o parecen tener órdenes de preferencia intransitivos o desafían el axioma de independencia, siempre podemos dar la vuelta a estos problemas introduciendo otras variables. Primero consideramos algunos ejemplos de la clase de problemas que se presentan. Luego examinamos algunos intentos de los experimentadores económicos para resolver estos problemas6.

Por ejemplo, si un experimento muestra que la opción A con un valor esperado de $4 se prefiere a la opción B con un valor esperado de $5, podemos suponer simplemente que hay atributos adicionales de la opción A (por ejemplo, podemos disfrutar perdiendo u obtener placer de ver que otros ganan) que son consistentes con la opinión de que A produce una mayor utilidad esperada total al sujeto. Así mismo, un experimento puede revelar intransitividad de preferencias, en cuanto muestra que mientras que X se prefiere a Y y Y se prefiere a Z, Z se prefiere a X. Este resultado se puede explicar mostrando que la comparación de las tres parejas no tuvo lugar en condiciones idénticas o estuvo separada en el tiempo o el espacio. El consumidor podría haber “aprendido” más acerca de sus verdaderos gustos y expectativas durante el mismo experimento u otros factores pueden explicar la aparente intransitividad. Todo lo que tenemos que hacer es indicar de alguna manera que las dos Z de las comparaciones anteriores no son idénticas. Las dos Z pueden ser ligeramente diferentes en el tiempo, en sustancia, en su contexto informativo o en otros contextos. Entonces obtenemos el resultado: X se prefiere a Y, Y se prefiere a Z1, y Z2 se prefiere a X. En estas circunstancias no se viola la transitividad. Para usar la frase de Binmore, un “tubo de ensayo contaminado” llevó a confundir Z1 con Z2, aunque en realidad eran diferentes.

También se pretende erróneamente que la reversión de preferencias es estrictamente inconsistente con la teoría de la utilidad esperada. “La reversión de preferencias ocurre cuando a los individuos se les presentan dos apuestas, una que ofrece una alta probabilidad de ganar una baja suma de dinero […] y la otra ofrece una baja probabilidad de ganar una elevada suma de dinero” (Slovic y Lichtenstein, 1983, 596). Como segundo ejemplo, supongamos que un sujeto enfrenta una elección entre $10 con certeza y $1.000 con una probabilidad del 2%. Los experimentos con sujetos reales indican que en dichas situaciones se suele elegir la primera ($10) (Slovic y Lichtenstein, 1983), a pesar de que el valor esperado de la segunda opción es mayor ($20). Sin embargo, la reversión de preferencias tampoco puede falsear la teoría de la utilidad esperada una vez aceptamos que la utilidad (esperada) no se mide necesariamente en términos de los pagos monetarios del experimento. Si suponemos una desutilidad agregada asociada con la adopción de una opción riesgosa de baja probabilidad, la teoría de que las personas maximizan su utilidad no se derrumba con estos experimentos. En general, un actor adverso al riesgo puede no maximizar el valor monetario esperado aunque maximice la utilidad esperada. Mediante una manipulación funcional apropiada, la opción de $10 se puede tornar absolutamente consistente con la maximización de la utilidad esperada y no con la maximización del valor monetario esperado del pago. Un “tubo de ensayo contaminado” puede significar que se confunden erróneamente la utilidad y el dinero.

Vernon Smith (1982) y otros han examinado el problema de la posible ausencia de correlación lineal entre la utilidad total y los pagos monetarios. Para relacionar los pagos con la utilidad se tiene que reducir sustancialmente la posibilidad de utilidades subjetivas adicionales no relacionadas con los pagos monetarios. Los pagos monetarios tienen que “dominar” las decisiones de los agentes. Para que los experimentos “funcionen” en este sentido, Smith propone varios “preceptos” de presunción y diseño de experimentos que constituyen un “procedimiento de valor inducido”. Estos preceptos incluyen insaciabilidad, recompensas suficientemente altas y obvias, restricción a la comunicación entre sujetos, etcétera. Pero Smith (ibíd., 929) es el primero en admitir que estos preceptos no pueden garantizar ninguna correspondencia entre recompensas monetarias observables y preferencias que, en principio, no son “directamente observables”. De hecho, nunca podemos saber si el precepto se ha aplicado efectivamente. Por ello, la aplicación más juiciosa de los preceptos de Smith no elimina el problema de la no falsabilidad. La idea de que los preceptos de Smith “funcionan” es un clásico artículo de fe, que hasta ahora se ha sometido a muy poca inspección metodológica7.

El tercer ejemplo se refiere al axioma clave adicional de la teoría de la utilidad esperada. La teoría estándar de la utilidad se basa en los axiomas familiares de completitud, continuidad, irreflexividad y transitividad. En la teoría de la utilidad esperada se incluye el axioma adicional de independencia. Éste implica que la función de preferencias tiene una forma lineal donde la utilidad total es la suma de las utilidades esperadas de cada estado del mundo y que no existe ninguna interdependencia. La “famosa paradoja de Allais” se ha considerado como una refutación del axioma de independencia (Kahneman y Tversky, 1979). Los experimentadores piden a los sujetos que elijan entre dos pares de situaciones probabilísticas. Cada situación consta de tres elementos, cada uno de los cuales se relaciona con un estado posible del mundo. Los experimentos repetidos han revelado que el orden de elección se modifica a menudo mediante la adición de la situación positiva adicional “interferente”. En otras palabras, la elección entre el conjunto de pagos esperados (x1, x2, 0) y el conjunto de pagos esperados (y1, y2, 0) difiere de la elección entre el conjunto de pagos esperados (x1, x2, z) y el conjunto de pagos esperados (y1, y2, z). La adición de la situación positiva (z) interfiere en el orden de elección entre los dos conjuntos de pagos. De modo que aparentemente se viola el axioma de independencia.

Éste es un poderoso resultado experimental y ha estimulado la búsqueda de alternativas a la teoría de la utilidad esperada. Pero, hablando estrictamente, los experimentos no falsean el axioma de independencia. De nuevo se puede argumentar que la interpretación del experimento no tiene en cuenta todas las variables involucradas: alguna otra variable adicional puede confundir las opciones. Igual que antes, las elecciones tienen lugar en momentos diferentes y en contextos que son (al menos ligeramente) diferentes, incluso en una situación de laboratorio8. Aunque se puede diseñar el experimento para minimizar estas variaciones, siempre existen en algún grado. La posibilidad de que alteren el resultado no se puede excluir en principio. Por consiguiente, incluso el axioma de independencia no puede ser estrictamente falsable en principio, no importa cuán persuasivos parezcan los resultados experimentales en su contra.

Además, al igual que en el caso precedente de transitividad, siempre existe la posibilidad de que los sujetos puedan “aprender” a actuar de manera consistente con el axioma de independencia, tal como lo interpreta el experimentador. Aun cuando se juzgue que un resultado falsea el axioma, esto se puede considerar como un error. Siempre que se admita la posibilidad de aprendizaje se puede sostener que un agente puede aprender a actuar apropiadamente. Después de todo, se sabe muy bien que si se viola el axioma de independencia el sujeto siempre podría apostar contra sí mismo. Por ello, se sostiene que un agente que aprende siempre cumple el axioma de independencia. Sin embargo, como se comenta más adelante, la posibilidad de aprendizaje constituye una defensa infalsable de los axiomas de la teoría de la utilidad esperada.

Nada de esto significa que los resultados experimentales carezcan de valor ni de importancia. Aquí, el punto es que los axiomas de la teoría de la utilidad esperada no se pueden someter estrictamente a la prueba de falsación. Por ello, la discusión de sus méritos siempre tendrá limitaciones si se centra en la creencia de que se pueden falsear.

Una defensa puede ser que dichos problemas de medición y aislamiento son omnipresentes en la ciencia y que debemos proceder de algún modo. Por tanto, debemos tomar los resultados experimentales más robustos en sentido literal. No obstante, esta defensa no se puede usar para evadir los problemas metodológicos, incluida la cuestión de la falsación potencial. En especial, puesto que la utilidad no es directamente observable, ¿cómo sabemos si los agentes son o no –o actúan como si fueran– maximizadores de la utilidad? Otras ciencias abarcan entidades inobservables; por ello es esencial continuar la indagación metodológica. La consecuencia no es necesariamente que se tenga que abandonar la maximización de la utilidad esperada sino que al menos se deba complementar. De aquí que sea esencial la discusión metodológica de los problemas involucrados.

LA DEFENSA HARRISON-BINMORE DE LA TEORÍA DE LA UTILIDAD ESPERADA

Como ya se señaló, Binmore argumenta que los experimentos podrían dar un resultado diferente si los incentivos fueran suficientes. Los pagos deben ser suficientemente altos para estimular el comportamiento “racional” y anular otras motivaciones. Este argumento no es nuevo. Fue examinado (con desaprobación) por Bruno Frey y Reiner Eichenberger (1989) y (con aprobación) por Glenn Harrison (1989) entre otros. Binmore argumenta además que se pueden requerir experimentos repetidos para asegurar que los agentes “aprendan” la respuesta apropiada. De hecho, varios experimentos muestran que la frecuencia de “anomalías en las preferencias” disminuye si se permite que los sujetos repitan el experimento o que teóricos de la decisión calificados remplacen a los sujetos legos9.

En general, esta línea Harrison-Binmore de argumentación sugiere que los experimentos que supuestamente contradicen la maximización de la utilidad esperada no necesariamente la contradicen, debido a una insuficiencia de incentivos de pagos o de aprendizaje o de ambos. Binmore llega entonces a la conclusión general de que un número limitado de experimentos potencialmente defectuosos no puede cuestionar los supuestos estándar de racionalidad.

Sin embargo, esta defensa Harrison-Binmore ocasiona problemas metodológicos adicionales de falsación. Estos problemas subsisten aunque los pagos monetarios estén correlacionados estrecha y positivamente con la utilidad.

La proposición de que las supuestas anomalías de elección desaparecerían si los pagos del experimento fueran suficientes no es falsable porque siempre se pueden incrementar los pagos de cualquier experimento que muestre aparentes anomalías. En principio, siempre es posible sugerir que las anomalías desaparecerían si se aumentaran los pagos. Ningún experimento puede contradecir esto decisivamente: simplemente es un resultado de que los pagos no tienen un límite superior. Puesto que los pagos no tienen un límite superior, la falsación es imposible en principio en este caso.

Además, la defensa de la teoría de la utilidad esperada, fundamentada en que los sujetos experimentales aprenden a actuar de conformidad con sus axiomas, tampoco es falsable. Puesto que no se especifica cuál es el estado final del “aprendizaje”, siempre es posible sostener que los sujetos no han aprendido aún. Por consiguiente, ningún posible resultado puede refutar la teoría. De nuevo, la falsación es imposible en principio.

La defensa Harrison-Binmore puede ser correcta o errónea. Alguna evidencia comparativa e intertemporal apunta en su favor. Pero, por su naturaleza, esta defensa no es falsable: no se puede someter a una prueba empírica decisiva. En principio, ningún refinamiento experimental puede resolver este problema particular10.

Cabe señalar también que aquí la infalsabilidad no se deriva de los problemas del tipo Duhem-Quine. Resulta simplemente del hecho de que todos los experimentos del mundo real involucran pagos finitos X e intervalos de aprendizaje finitos T y, en principio, X o T (o ambos) siempre se pueden incrementar.

SOBRE LOS USOS Y LIMITACIONES DE LAS TEORÍAS UNIVERSALES

Aunque adoptan posiciones diametralmente opuestas acerca de las implicaciones de la economía experimental, Starmer y Binmore niegan la universalidad de los supuestos nucleares de la racionalidad o maximización de la utilidad esperada. Por el contrario, el resultado del argumento anterior es que un supuesto de esta clase no es falsable. Lleva por tanto a una afirmación potencialmente universal. Para apreciar esta universalidad potencial, consideremos el enunciado: “la persona X con un comportamiento Y en la situación Z maximiza su utilidad esperada”. Antes se argumentó que, para todo X, todo Y y todo Z, este enunciado no es falsable. De modo que el enunciado se pueda aplicar, sin temor a la falsación, a todas las posibles personas, comportamientos y circunstancias. Esto es lo que se entiende por un enunciado potencialmente universal.

De modo que el problema de los supuestos de la racionalidad estándar no es que carezcan de correlación empírica, sino que pueden cubrir toda situación de decisión imaginable y todo mecanismo causal posible implícito en la elección. Siempre que haya rasgos comunes a toda situación de decisión es posible extraer proposiciones universales y significativas. Éste ha sido el supuesto de buena parte del trabajo en la economía predominante durante más de cien años. La economía se fijó la tarea de entender las características universales de elección en condiciones de escasez.

No obstante, se pueden excluir algunos rasgos o mecanismos causales importantes y específicos concentrándose exclusivamente en los rasgos comunes a toda situación de decisión. De hecho, el grado de universalidad potencial involucrado en los supuestos de racionalidad estándar es tan grande que va más allá de los parámetros de la decisión meramente humana.

Estudios teóricos y experimentales recientes confirman este alto grado de universalidad, más allá de los confines de la sociedad humana. El trabajo experimental con ratas y otros animales (Kagel et al., 1981 y 1995) “reveló” que los animales tienen curvas de demanda inclinadas hacia abajo, como supuestamente las tienen los humanos. Gary Becker (1991, 307) argumentó extensamente que: “el análisis económico es una poderosa herramienta no sólo para entender el comportamiento humano sino también para entender el comportamiento de otras especies”. En forma similar, Gordon Tullock (1994) sostiene que los organismos –de las bacterias a los osos– se pueden tratar como si tuvieran el mismo tipo de función general de preferencias que los textos de microeconomía atribuyen a los humanos. Todos ellos se consideran maximizadores de la utilidad. Por ello, los supuestos nucleares no sólo se aplican a todas las formas de sociedad humana desde el origen de nuestra especie sino también a una gran parte del reino animal. Aparentemente, hoy tenemos “evidencia” de la racionalidad de todo lo que evoluciona, de la ameba en adelante. Esto indica que dichos supuestos dicen muy poco acerca de las sociedades específicamente humanas y aún menos de las complejidades particulares de la civilización humana moderna.

Las sociedades humanas se diferencian en parte de las de otros animales por el desarrollo de instituciones y culturas. Los autores citados en el párrafo anterior demuestran entonces que estos elementos diferenciales están ausentes en la imagen del “hombre económico racional” de la maximización de la utilidad. Sea verdadera o falsa, esta imagen poco puede decir acerca de la importancia de culturas o instituciones humanas históricamente específicas. Ése es el logro indeseado de su trabajo. En este paradigma no se exploran los mecanismos causales a través de los cuales la cultura y las instituciones moldean y restringen a los agentes humanos. En esencia, en el núcleo de la teoría estándar no hay una teoría adecuada y sustancial de la agencia humana. Nada dice de la importancia de lo que es específicamente la psique humana o la interacción humana. Es causalmente vacua en lo que respecta a las características específicamente humanas y a las sociedades humanas específicas. Cuando se aplica al dominio humano, su verdadera debilidad se deriva de su universalidad excesiva. Consideremos las dos afirmaciones siguientes:

1. El postulado de la especificidad humana. Las sociedades humanas tienen características especiales e importantes que no se encuentran en otras comunidades animales. Estas características son importantes porque tienen consecuencias para el comportamiento humano. 2. El postulado de maximización universal de la utilidad. Los comportamientos humano y animal se explican adecuadamente en términos de maximización de la utilidad.

Es claro que estas dos afirmaciones se contradicen mutuamente. No podemos sostener, por una parte, que los postulados de maximización de la utilidad explican adecuadamente todo comportamiento animal y, por la otra, pretender que el comportamiento humano se debe explicar parcialmente en términos exclusivamente humanos. Se debe rechazar una de estas afirmaciones. Podemos aceptar la primera y mantener alguna versión de la teoría de la utilidad, pero se tendría que complementar con explicaciones teóricas adicionales específicamente humanas.

Esta conclusión es consistente con el “principio de la variación inversa de la extensión y la intensión” de Ernst Nagel (1961, 575). Este principio alega que hay una relación inversa entre la generalidad y el contenido informativo de una teoría. Aunque Nagel intentó dar algunas razones adicionales en favor de las teorías generales, su argumento también indica que se gana universalidad a costa de la capacidad para diferenciar y explicar concretos particulares. Este argumento, desarrollado posteriormente por Lars Udéhn (1992), tiene validez contra las pretensiones de algunos de los supuestos de la economía predominante. Aquí, el argumento no es que estos supuestos sean necesariamente erróneos sino que su valor explicativo se ve debilitado por su aplicabilidad potencialmente universal.

Enfáticamente, los supuestos universales tienen un lugar en toda ciencia. Pero una teoría universal, como la teoría de la relatividad de Einstein, no es de mucho provecho para predecir el clima de mañana. La meteorología requiere teorías orientadas hacia los fenómenos particulares de los sistemas de clima, aunque deben ser consistentes con las leyes de la física. La ciencia en conjunto es una combinación de teorías particulares y generales. La economía también requiere ambas. Una teoría general válida da unificación explicativa en un dominio de fenómenos comunes y todas las teorías subsidiarias deben ser consistentes. Sin embargo, un rasgo común a todas las teorías generales es que al abarcar una amplia gama de estructuras posibles omiten los rasgos claves que pertenecen a un conjunto particular de circunstancias. Dar demasiada importancia a la generalidad es arriesgar la capacidad para diferenciar y explicar concretos particulares. Este punto tiene mayor validez en las ciencias sociales debido a la diversidad histórica y geográfica de los fenómenos sociales involucrados11.

CRÍTICA DÉBIL Y FALSA APROBACIÓN

Muchos críticos de la corriente económica predominante adoptan una línea de ataque muy diferente. En una crítica clásica y seminal, Terence Hutchison (1938, 27) argumentó que los postulados básicos de la “teoría pura” padecían necesariamente de una “total falta de contenido empírico”. Los economistas heterodoxos han hecho comentarios similares, antes y después. Por ejemplo, el economista poskeynesiano Alfred Eichner (1983, 211) sostenía que los supuestos nucleares de la teoría económica predominante “aún tienen que ser validados empíricamente” y que no tienen “ninguna contraparte empírica en el mundo observable”. Sin embargo, el principal problema de estos supuestos no es su falta de contenido empírico sino el ser recipientes que se pueden llenar con cualquier contenido empírico. El problema de la teoría no es que carezca de validación empírica sino que cualquier hecho empírico imaginable acerca del comportamiento se puede ajustar a la teoría.

Así como algunos críticos de la teoría neoclásica pretenden erróneamente que sus postulados básicos se han falsado, algunos de sus exponentes sugieren engañosamente que han sido confirmados. Jack Hirshleifer (1985, 59) llegó incluso a escribir: “en últimas, debemos estar dispuestos a abandonar el paradigma de la racionalidad si no se ajusta a la evidencia sobre el comportamiento humano”. Pero esta aparente concesión a la confirmación empírica oculta de hecho un error metodológico. Hirshleifer no tiene por qué preocuparse, porque ninguna evidencia imaginable deja de “ajustarse” a alguna versión de la teoría. Hirshleifer y los críticos del paradigma de la racionalidad comparten el supuesto erróneo de que la evidencia puede en principio refutar la teoría. Los partidarios y los críticos de la teoría predominante perpetúan el mito de que es susceptible de comprobación empírica decisiva.

En consecuencia, la teoría predominante no es errónea porque sea empíricamente inexacta. No es irreal en el sentido de que no se ajusta a los datos. Cualquier dato se puede ajustar a ella. Por tanto, ningún dato puede refutar la teoría. No se la puede desalojar de su sitial apelando simplemente a la evidencia. La evidencia experimental puede llevarnos a buscar una teoría diferente y mejor, pero en principio no refuta la vieja versión basada en la utilidad y la elección racional.

Críticos de la corriente principal como Hutchison y Eichner basan su crítica en una visión empírica e insostenible de la ciencia que niega que los supuestos no falsables y “metafísicos” son esenciales para cualquier ciencia. De hecho, por las razones que se exponen más adelante, todas las ciencias dependen de algunas proposiciones que no se pueden probar en principio. Ninguna teoría puede estar integrada totalmente por elementos validados empíricamente. Se requieren conceptos previos para dar sentido a cualquier hecho. No todos estos conceptos previos se pueden “probar” empíricamente. En todo caso, cualquier “prueba” depende de conceptos o categorías previas. De modo que todas las ciencias deben inevitablemente hacer un extenso uso de algunos supuestos no comprobables. Esto es hoy ampliamente reconocido por los filósofos de la ciencia12.

Vale la pena revisar algunas razones que sustentan esta conclusión. En cualquier investigación empírica, las entidades se reúnen en grupos: los actos de clasificación o taxonomía son inevitables. Por ello, toda investigación empírica involucra juicios previos de igualdad y diferencia. Al reunir las entidades en grupos discretos, la clasificación se debe referir a las cualidades comunes. Estas cualidades tienen cierta generalidad. Se debe suponer que se mantienen a través del espacio y del tiempo. Todo trabajo empírico depende entonces del principio de uniformidad de la naturaleza. Se tiene que suponer que una cualidad particular en un lugar del espacio y del tiempo es la misma cualidad en otro lugar del espacio y el tiempo. De otro modo no sería posible ninguna investigación empírica o predicción significativa. Esta suposición de la uniformidad de la naturaleza es un principio teórico general, si es que hay alguno. Aunque el trabajo empírico dependa de él, no se le puede demostrar ni refutar mediante los datos. Se debe suponer desde el principio. La idea de que los datos empíricos son suficientes para todo conocimiento se va a pique. El investigador empírico debe clasificar, y la clasificación depende del principio metafísico de la uniformidad de la naturaleza. Toda investigación empírica depende de los supuestos de identidad, continuidad y mensurabilidad. Estos supuestos no se pueden derivar de los datos empíricos. La idea de que todos los supuestos tienen que ser validados empíricamente es entonces incoherente.

Además, la explicación es uno de los principales objetivos de toda ciencia. La explicación debe indicar las relaciones de causa y efecto. Sin una presunción de causalidad, no puede haber ninguna explicación científica convincente de ningún fenómeno. Sin embargo, ninguna investigación empírica puede establecer por sí misma una relación causal. Los datos por sí solos no pueden mostrar las causas y efectos. Las correlaciones entre conjuntos de eventos no necesariamente son indicaciones de causas y efectos: la correlación no es causalidad. Las causas no se pueden “ver” ni medir en sí mismas. Desde que David Hume discutió este problema, los filósofos aceptan ampliamente que las relaciones causales no se pueden deducir de los datos. Por consiguiente, toda explicación científica involucra el supuesto de relaciones causales que no son evidentes en los datos empíricos: los datos empíricos por sí mismos no pueden proporcionar explicaciones causales. Una vez más, la ciencia siempre debe proceder con algunos supuestos –como el de causalidad– que no se pueden probar en principio.

Por esta razón la crítica de Hutchison-Eichner a la economía predominante se debilita gravemente. Su negación del papel esencial de los supuestos no falsables en cualquier teoría imposibilitaría sus propios esfuerzos de construcción teórica. En vista de que es imposible probar todos los supuestos, toda construcción teórica debería revelar los supuestos ocultos, que tienen el privilegio de estar más allá de la comprobación empírica. Por las razones mencionadas, toda teoría debe involucrar algunos supuestos no comprobables. De aquí que toda teoría construida sobre la pretensión de total comprobabilidad enfrenta una inconsistencia metodológica interna.

Sin embargo, esto no significa que “todo vale” y que es imposible toda crítica del núcleo de una teoría. Una de esas posibles críticas es la de que una teoría carece de conceptos teóricos adecuados para diferenciar, entender y explicar los datos. Puede carecer de una explicación adecuada de los mecanismos causales de un fenómeno específico. Uno de los problemas de los supuestos estándar de la racionalidad y la maximización de la utilidad esperada es la falta de contenido teórico y conceptual en lo que atañe a los mecanismos causales específicos involucrados en la psique humana y en la estructura de las instituciones económicas específicas del mundo real.

Repitamos: la evidencia empírica es valiosa e importante, pero no se puede usar para mostrar que la teoría es falsa. Consideremos algunos ejemplos. Estamos familiarizados con los esfuerzos para aplicar modelos de comportamiento racional, que maximiza la utilidad, a una amplia variedad de fenómenos, incluso más allá de la esfera del comercio y los mercados. Los modelos de comportamiento maximizador de la utilidad se han aplicado a la política, al matrimonio, la religión, el suicidio y muchas otras cosas. En los últimos 30 años se han criticado ampliamente esos esfuerzos. Muchos trataron de defender su disciplina o subdisciplina académica de la expansión, llamada “imperialismo económico”, de los modelos de elección racional. Sin embargo, la falla general para reconocer la infalsabilidad del comportamiento “racional” maximizador de la utilidad debilitó muchos de dichos contraargumentos. Estos apelaban a la evidencia: alegaban erróneamente que los modelos de elección racional no se ajustaban a los hechos. Por el contrario, los modelos de comportamiento maximizador de la utilidad siempre se pueden ajustar a los hechos. El esfuerzo por oponerse a las incursiones de la teoría de la elección racional pretendiendo lo contrario estaba condenado al fracaso. En este caso, las apelaciones a la evidencia no pueden triunfar.

En economía del desarrollo, por ejemplo, se debatió en los 70 si los campesinos eran o no “racionales”. Los críticos de esta idea apelaban a la “evidencia” del comportamiento “no racional”, sin entender que ninguna evidencia podía falsear estrictamente la teoría. Con sus oponentes debilitados por su propia posición teórica y sus errores metodológicos, los teóricos de la elección racional triunfaron en la argumentación (Popkin, 1979). Del mismo modo, las defensas débiles fueron evidentes en sociología y ciencia política, cuando los teóricos de la elección racional se apoderaron de éstas13. Una y otra vez se hicieron esfuerzos para oponerse a las incursiones de la utilidad y la elección racional basados en que sus supuestos no son “realistas”. Estas defensas contra la teoría de la elección racional son metodológicamente erróneas y en últimas están condenadas al fracaso.

La moraleja es que las pretensiones erróneas acerca de la comprobabilidad de la teoría de la elección racional llevaron a que sus oponentes la atacaran con argumentos débiles. Habría sido mucho más fructífero si ambas partes hubiesen aceptado que la teoría no es falsable y debatido entonces su valor explicativo en circunstancias específicas. Pero estas controversias se limitaron totalmente a las pretensiones y contrapretensiones acerca de la validación empírica. En ese nivel primitivo, el problema es simple: los supuestos de la teoría de la utilidad esperada no se pueden falsar.

RESPONDER A UNA TEORÍA CON OTRA TEORÍA

En la historia y la filosofía de la ciencia es un lugar común que las teorías no son desplazadas exclusivamente por la evidencia sino por una teoría rival aparentemente más poderosa y atractiva. La literatura reciente sobre economía experimental es un ejemplo oportuno. El debate sobre el impacto de la evidencia en los supuestos de la teoría de la decisión no revela una victoria sólida de una parte ni de la otra sino el comienzo de una búsqueda de otra teoría. Si esta búsqueda tiene éxito y se encuentra una teoría alternativa adecuada, su impacto será más decisivo que cualquier intento de refutar los modelos de maximización de la utilidad exclusivamente mediante la evidencia.

Esta búsqueda de una teoría alternativa es clara en las contribuciones de Graham Loomes (1998; 1999), quien hace algunas afirmaciones importantes, dignas de un examen más detallado. Después de revisar alguna evidencia reciente, Loomes (1998, 485-486) dice que:

Lo que se pone en cuestión […] es […] el supuesto de que debemos modelar a los individuos como si se caracterizaran totalmente por un conjunto plenamente formado y altamente articulado de preferencias que se pueden aplicar y se aplican en forma consistente a cualquier problema de decisión. El compromiso de los economistas y teóricos de la decisión con este supuesto ha ocasionado […] que supongan que las pautas sistemáticas de respuesta observadas en muchos entornos diferentes de decisión son la manifestación externa de una estructura de valores aún más sofisticada de lo que se pudiese imaginar. Por tanto, se ha despilfarrado una inmensa cantidad de tiempo, esfuerzo e ingeniosidad en la búsqueda de modelos que intentan reconciliar este supuesto con los datos. Pero si este supuesto fundamental es falso, la búsqueda está condenada al fracaso. Si la realidad es que muchas de las pautas de respuesta no son el reflejo de unas preferencias de este tipo sino el producto de reglas empíricas específicas a la estructura particular de la tarea de decisión entre manos, se requiere una agenda de investigación bastante diferente.

Loomes tiene cuidado para no excluir la posibilidad de que la teoría de la elección racional pueda en principio ajustarse a los datos. Pero, para él al menos, el efecto acumulativo de los datos lleva a cuestionar los supuestos del núcleo y a considerar la posibilidad de una agenda de investigación muy diferente. Loomes (1999, F37-F44) desarrolla este argumento aún más:

Al centrar la atención en axiomas particulares como la independencia y la transitividad, hemos descuidado un supuesto aún más fundamental, que la mayoría de los economistas parece dar por sentado, pero que es casi seguramente falso: a saber, que las personas enfrentan los problemas armadas con un conjunto claro y razonablemente completo de preferencias y que toman todas las decisiones de acuerdo con esta estructura dada de preferencias. Pero creo que la realidad es muy diferente, y que la mayoría de las preferencias de las personas son generalmente imprecisas y en muchos aspectos incompletas, de modo que están obligadas a enfrentar las diferentes tareas decisión de maneras bastante diferentes [...] En general, una lección importante que debemos sacar de la investigación experimental actual es que es un error fundamental y potencialmente grave modelar las preferencias y los procesos mentales de las personas como si fuesen una máquina calculadora única muy articulada y fácilmente accesible, y es ingenuo suponer que si tan solo pudiésemos construir un ambiente de laboratorio suficientemente puro (o preguntas de investigación suficientemente precisas) podríamos descubrir y analizar las leyes universales del movimiento que rigen el comportamiento social y económico humano.

Una característica notable de estas afirmaciones es la ausencia de toda pretensión de que la evidencia por sí sola puede ser decisiva en esta disputa. Aunque Loomes no hace ninguna referencia a la literatura metodológica, creo que ésta le da apoyo.

Es notable que en estos dos artículos recientes Loomes no desarrolle ninguna teoría alternativa del comportamiento humano ni se refiera a ningún precedente14. Sin embargo, después de una extensa revisión de la literatura sobre economía experimental señala las siguientes proposiciones cruciales:

Las personas no enfocan los problemas y las decisiones con un conjunto claro y completo de preferencias.

Los modelos universales del comportamiento humano no contemplan adecuadamente los rasgos específicos de los diferentes entornos de toma de decisiones.

Las respuestas de comportamiento “son en cambio el producto de reglas empíricas específicas a la estructura particular de la tarea de decisión entre manos”.

Comentemos brevemente la coincidencia de estas tres proposiciones con algunos escritos anteriores y modernos. De nuevo, Loomes no los menciona. Primero, existe un vínculo notable con algunas de las proposiciones planteadas por los pioneros de la psicología evolutiva moderna. En particular, Leda Cosmides y John Tooby (1994a; 1994b) y Henry Plotkin (1994) argumentaron que la mente está llena de circuitos funcionalmente específicos. Esto contrasta con lo que describen como el Modelo de la Ciencia Social Estándar, donde la mente contiene procesos cognoscitivos generales “independientes del contexto”, de “dominio general” o “de contexto-libre”, como el “razonamiento”, la “inducción” y “el aprendizaje”. Ellos muestran que esta visión abstracta y generalista de la mente es difícil de reconciliar con la biología evolutiva moderna15.

¿Dónde deja esto el largo debate acerca del supuesto de racionalidad de la economía?16 Sus defensores pueden salir de todo esto opinando que ha sobrevivido intacta a toda crítica. En cierto sentido así es. No ha sido falseada por los experimentos ni por la evidencia. La pregunta real, sin embargo, es si los postulados de racionalidad dicen lo suficiente acerca del funcionamiento de la mente humana en contextos sociales específicos para dar explicaciones significativas de la elección y el comportamiento humanos.

Si esta pregunta se responde en forma negativa, como indican algunos experimentadores, se debe comenzar la búsqueda de una nueva teoría. Tenemos las palabras de dos premios Nobel, nada menos que Gary Becker y Kenneth Arrow, para estimular y orientar esa tentativa. Becker (1962) demostró hace tiempo que un modo de comportamiento “irracional”, en el que los agentes se rigen por el hábito y la inercia, es igualmente capaz de predecir la curva de demanda estándar inclinada hacia abajo y la actividad de búsqueda de beneficios de las empresas. Becker (1962, 4) dijo que:

las curvas de demanda del mercado con pendiente negativa no son tanto el resultado del comportamiento racional per se como de un principio general que también incluye una amplia gama de comportamiento irracional. Por consiguiente, se puede decir que los hogares se comportan no sólo “como si” fueran racionales sino también “como si” fueran irracionales: la principal pieza de evidencia empírica que justifica la primera afirmación puede justificar igualmente bien la segunda.

De igual modo, el criterio supremo de “exactitud de las predicciones” de Friedman (1953) para seleccionar las teorías no da una victoria total a la elección racional. Siguiendo a Becker, Arrow (1986, S386) argumentó que

en lo que atañe al comportamiento individual, cualquier teoría coherente de las reacciones a los estímulos apropiados en un contexto económico (los precios en el caso más simple) puede en principio llevar a una teoría de la economía. En el caso de la demanda del consumidor, se debe satisfacer la restricción de presupuesto, pero se pueden idear fácilmente muchas teorías bastante diferentes de la de la maximización de la utilidad. Por ejemplo, la formación de hábitos se puede convertir en una teoría; ante un cambio dado de la relación precio-ingreso elija el paquete que satisface la restricción de presupuesto que requiere el menor cambio (en algún sentido definido convenientemente) del paquete de consumo anterior. Aunque en esta teoría hay optimización, es diferente de la maximización de la utilidad; por ejemplo, si los precios y el ingreso retornan a sus niveles iniciales después de varias modificaciones, el paquete final que se compra no es igual al inicial [...] No sólo es posible idear modelos completos de la economía basados en hipótesis distintas de la racionalidad sino que de hecho casi toda teoría práctica de la macroeconomía se basa parcialmente en ellas.

Estos dos importantes teóricos indican la posibilidad de un enfoque alternativo basado en los hábitos. Un apoyo adicional a este programa de investigación proviene del trabajo experimental reciente y de otros trabajos en psicología, que muestran que las personas suelen ser más sensibles a los cambios de las variables económicas que a sus niveles absolutos. Como argumenta Matthew Rabin (1998, 13) después de revisar algunas de las implicaciones de la psicología para la economía: “La comprensión de que las personas suelen ser más sensibles a los cambios que a los niveles absolutos indica que en el análisis de la utilidad debemos incorporar factores tales como los niveles habituales de consumo”.

En vez de tratar de refutar o confirmar la teoría de la utilidad esperada, sería más provechoso que la economía experimental explorara los aspectos del comportamiento humano que dependen del contexto y que son guiados por los hábitos. En vez de tratar de confirmar o refutar modelos potencialmente universales, la economía experimental puede ayudar a inspirar e informar teorías alternativas y más específicas del comportamiento humano. La economía experimental puede cumplir un papel en la exploración de un conjunto restrictivo de supuestos del comportamiento si se libera del extenso debate acerca de si han falsado o no los modelos estándar de maximización de la utilidad.

Si el resultado es un reavivamiento de un modelo basado en los hábitos, tendrá resonancias con el “viejo” institucionalismo norteamericano de Thorstein Veblen, John Commons y Wesley Mitchell. Veblen en particular tuvo una fuerte influencia de la psicología de James y McDougall, hoy rehabilitada por la moderna psicología evolutiva. En últimas, y por diversas razones, los institucionalistas fracasaron en la tarea de construir un marco teórico sistemático. Pero los argumentos de Loomes y otros sugieren que, sin descartar a otros, pueden ser fuentes de inspiración17.

CONCLUSIONES

En este artículo se ha argumentado que la metodología puede dar ideas provechosas acerca de las pretensiones de la economía experimental y evaluar los límites de los métodos experimentales. Además, la metodología proporciona indicadores útiles sobre la dirección general de la futura investigación experimental.

El argumento principal es que la evidencia de los experimentos en economía no puede, en principio, falsar el supuesto de comportamiento racional basado en la maximización de la utilidad esperada. Pero esto no da ninguna garantía definitiva a sus defensores porque el postulado de racionalidad es efectivamente debilitado por no ser falsable y por su estatus potencialmente universal. Debilitado por la estrechez de su aplicación, poco puede decirnos de lo específico de la psicología humana o de los entornos particulares de toma de decisiones. Esto no significa que se puedan y deban abandonar los principios generales sino que son guías para las teorías particularistas de un poder explicativo potencialmente mayor.

El debate dentro de la economía experimental seguirá empantanado si ambas partes continúan creyendo que los experimentos por sí mismos pueden proporcionar un medio para resolver este problema. Una vez se acepte el postulado de no falsabilidad de la racionalidad y que todas las teorías dependen de proposiciones no comprobables, se debe entablar un debate metodológico y teórico acerca de los supuestos más convenientes. Este debate debería abordar los criterios metodológicos de selección de teorías y la capacidad de una teoría seleccionada para explicar los fenómenos reales con base en la identificación de sus mecanismos causales.

Sólo de esta manera se pueden resolver los dilemas referentes al rechazo o mantenimiento de los postulados de racionalidad. Aunque es importante, la evidencia experimental por sí misma no puede decidir este asunto particular.

No obstante, la economía experimental puede cumplir un papel vital diferenciando los diversos supuestos de comportamiento específicos al contexto. La teoría económica hoy está plagada de fenómenos tales como los equilibrios múltiples: los supuestos de racionalidad son demasiado generales para ofrecer una solución única. Por ello, desde este punto de vista la economía experimental se puede usar para ayudar a establecer un conjunto de supuestos de comportamiento más estrechos que produzcan resultados específicos. Comentarios similares son válidos para las líneas de investigación alternativas. Sería provechoso, por ejemplo, examinar la sensibilidad de los sujetos a los cambios, y no a los valores absolutos, de los parámetros económicos. Los experimentos que disciernen la cantidad de inercia o de persistencia habitual en la toma de decisiones también pueden tener algún valor. Y así sucesivamente. El papel de la economía experimental no puede ser el de decidir acerca de supuestos que no son falsables y son potencialmente universales. Tiene que limitarse a un dominio no universal de posibilidades de comportamiento.

Durante gran parte del siglo XX, los postulados de la maximización de la utilidad esperada se extendieron a un número cada vez mayor de situaciones de toma de decisiones. Yendo más allá del mundo de los negocios y el comercio, se extendieron a la familia humana y aun a los organismos no humanos. Sin embargo, cuando el “imperialismo económico” logró la victoria tropezó con dos desafíos. El primero fue la economía experimental. Aunque los resultados de algunos experimentos llevaron a que algunos economistas cuestionaran los axiomas estándar, el desafío no ha sido decisivo. Aquí se argumenta que no puede serlo debido a la imposibilidad metodológica de un conjunto decisivo de experimentos apropiados para este caso.

Al mismo tiempo, “el imperialismo económico” tropezó con otro desafío más sutil. Éste se basa en la creciente comprensión de que los axiomas de la teoría de la utilidad esperada se aplican a un conjunto de circunstancias tan amplio que por sí solos son poco útiles. El examen detallado de los enunciados predictivos particulares muestra que dependen de supuestos auxiliares, además de los axiomas del núcleo, para llegar a resultados específicos18. Como observa Mark Blaug (1992, 232): “la hipótesis de racionalidad es en sí misma bastante débil. Para que arroje implicaciones interesantes, necesitamos añadir supuestos auxiliares”. Por consiguiente, el problema no es que los supuestos de racionalidad sean necesariamente falsos sino que tienen un valor explicativo muy limitado en sí mismos.

Si estas observaciones se toman con seriedad, el debate teórico se debe desplazar a la elección y adecuación de los demás supuestos posibles. Se requiere trabajo teórico y metodológico para limitar la elección de supuestos adicionales que aumenten su valor explicativo general. La economía experimental también puede cumplir aquí un papel importante, guiando e informando esta discusión teórica y metodológica.


NOTAS AL PIE

1. Para un resumen general de los problemas y debates en economía experimental, ver Kagel y Roth (1995). El debate ha sido profundizado por Binmore (1999), Loomes (1998, 1999) y Starmer (1999a, 1999b).

2. Entre los principales economistas experimentales, Loomes y Sugden (1982, p. 805) fundamentan su búsqueda de una teoría alternativa en la suposición de que los supuestos estándar fueron violados ampliamente. Varios oponentes al uso de modelos de elección racional en sociología y ciencia política adoptan una visión similar. Por ejemplo, R. E. Lane (1995, p. 107), anterior presidente de la Asociación de Ciencia Política Americana, declaró que: ‘Las teorías de la elección racional fueron falsadas por las pruebas experimentales del comportamiento económico’.

3. Cabe señalar que Binmore y Starmer llegan a conclusiones diferentes porque adoptan supuestos de dominios diferentes. Starmer puede pretender que un número finito de experimentos no confirma los supuestos de la utilidad esperada, mientras que Binmore puede argumentar que las predicciones de la teoría de juegos sólo son válidas en entornos de elección repetida con incentivos o desincentivos sustanciales. Muchas decisiones del mundo real son de una sola vez, en las que pueden ser válidas las pretensiones de Starmer, y muchas otras son repetidas, en las que puede ser válido el argumento de Binmore. Uno de los problemas de imponer esta demarcación hipotética es que no hay ningún acuerdo entre los dos autores acerca del número o el diseño de los experimentos que se requerirían para dar un resultado decisivo en cada dominio. Además, en el presente artículo se cuestiona que esos experimentos decisivos sean posibles en ambos casos.

4. Ver las reflexiones de Boland (1996) sobre la mala interpretación de su argumento.

5. Algunas de las implicaciones de esta tesis para la macroeconomía se discuten en Cross (1982). Cross revisa provechosamente algunos de los ataques a la tesis de Duhem-Quine y concluye que ha “resistido la crítica” (ibíd., 322).

6. Hausman (1992, cap. 13) documenta algunos intentos de explicar las aparentes anomalías que descubren experimentadores, apuntando a otras posibles fuentes de utilidad. Sin embargo, en algunos de estos casos se abandonó el axioma de independencia en un esfuerzo deliberado por rescatar la idea general de maximización de la utilidad.

7. Para una discusión metodológica crítica del precepto de paralelismo de Smith, ver Siakantaris (2000).

8. Machina (1989) admite la posibilidad de este tipo de defensa del axioma de independencia, pero trata de excluirla imponiendo condiciones adicionales. Él acepta que existe el problema de delimitar las consecuencias o pagos pero traslada el problema al de obtener acuerdo acerca de cuál es el conjunto de consecuencias apropiado. Esto plantea problemas adicionales de especificación así como de acuerdo. Notablemente, su argumento plausible de que modelos diferentes del de la utilidad esperada merecen consideración no habría amenazado si hubiese concedido que toda supuesta falsación del modelo de utilidad esperada era problemática.

9. Tammi (1999) ofrece una discusión completa de la extensa literatura sobre el problema de incentivos en el contexto de los experimentos de reversión de preferencias.

10. Cubitt et al. (2001) presenta poderosos argumentos contra las defensas de la teoría de la utilidad esperada de Binmore y otros. Pero aunque proporcionan evidencia sólida, no demuestran que la posición de Binmore haya sido refutada decisivamente. Ésta no es una crítica a los argumentos de Cubitt et al. (2001) porque lo que aquí se propone es que no es posible dicha prueba decisiva. La única crítica es de su negativa a reconocer la infalsabilidad.

11. Este problema se discute en extenso en Hodgson (2001). Ver también Potts (2000).

12. Por ejemplo, ver la discusión de Caldwell (1982) sobre la crítica al positivismo y la explicación de Blaug (1992) sobre el papel de los supuestos del “núcleo duro” de Lakatos.

13. Una selección de la literatura pertinente, en favor y en contra de los modelos de elección racional, podría incluir: Baron y Hannan (1994), Coleman (1990), Coleman y Fararo (1990), Frank (1992), J. Friedman (1995), Green y Shapiro (1994), Hirsch et al. (1987), G. Miller (1997), Orchard y Stretton (1997), Udéhn (1996).

14. Loomes y Sugden (1982) son conocidos por el desarrollo de la “teoría del remordimiento” como alternativa a la teoría de la utilidad esperada, a la que propusieron como rival de la “teoría prospectiva” de Kahneman y Tversky (1979). Sin embargo, Starmer (1999a) pretende que la teoría del remordimiento también es cuestionada por los resultados experimentales.

15. Estos psicólogos evolutivos reconocen algunos precedentes de esta concepción, particularmente en la obra de William James y William McDougall. Estos escritores expusieron hace cien años una teoría de la mente concebida como una colección de “facultades” o “instintos” específicos a un dominio que dirigían el aprendizaje, el razonamiento y la acción. Igual que los psicólogos evolutivos modernos, James y McDougall coincidirían con las tres proposiciones propuestas por Loomes. Las contribuciones de James y McDougall fueron dejadas de lado con el ascenso de la psicología conductista después de la Primera Guerra Mundial (Degler, 1991; Lewin, 1996).

16. Sugden (1991) revisó algunos debates en filosofía y otros campos, y complementó provechosamente la revisión anterior de Boland (1981). Guala (2000) documenta el extenso debate acerca de los axiomas de racionalidad desde los años 50.

17. Desarrollo este argumento en Hodgson (1998). En Hodgson (1999) se exponen algunas razones del fracaso inicial de la economía institucional.

18. Cabe señalar, en particular, que todas las “predicciones” pretendidas por Becker (1996) dependen de supuestos adicionales a sus axiomas nucleares de maximización, equilibrio y preferencias dadas. Ver Shaper (2000).


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