EL CANAL TRANSOCEÁNICO*


THE TRANSOCEANIC CHANNEL



Diego Mendoza

* Tomado de Mendoza, Diego. 1930. Astillas de mi taller I . El canal interoceánico, Bogotá. Publicado inicialmente en 1901.



[…] No hemos salido los colombianos mejor librados en el trato con la gran Nación que no pocos de nuestros compatriotas apellidan hermana mayor de las repúblicas hispanoamericanas. Puede que, a pesar de ser ella de otra raza y de ir llevada en la historia por otra onda del destino, tenga con nuestro país parentesco de afinidad tan estrecho así; mas es lo cierto que esa hermana tiene, o por lo menos ha abrigado hasta ahora, sentimientos muy poco fraternales por los miembros de los que, según se dice, son de su propia familia.

[…] No guardemos en la memoria las risueñas esperanzas con que nutrían su patriotismo los señores Mallarino y Ancízar a raíz de la celebración del tratado de 1846, ni las previsiones del señor Pérez cuando ese pacto ya había fructificado. Hagamos cuenta que es hoy por primera vez cuando tenemos que sellar una transacción con los Estados Unidos, y consideremos que, con voluntad o sin ella, han sonado ya horas de abrumadora fatalidad.

Habría sido el ideal que Colombia con sus propios capitales hubiera canalizado el Istmo, y bajo su salvaguardia lo hubiera ofrecido al comercio de todas las naciones en pie de igualdad y de neutralidad. Esto fue imposible, porque somos pobres y débiles; el punto, visto así, está por tanto fuera de discusión.

Si la Compañía francesa pudiera reunir hoy el capital necesario para dar fin a la obra dentro del término de la prórroga que últimamente le otorgó Colombia, el problema económico quedaría resuelto. Buneau-Varilla, en su odisea, les dicen: al ahorro francés, que dé el ejemplo contribuyendo con sus óbolos para reunir el capital necesario, que él estima en quinientos millones de francos, por capital e intereses; a las grandes fortunas, que se acuerden que la única justificación que ellas tienen en la democracia es la de ser útiles a la colectividad; y a todos los franceses, que tengan la solidaridad del valor y el valor de la solidaridad por el bien público.

Creemos, así y todo, que no habrá nada de esto; y que, aun cuando sí se reuniera el dinero que falta, todavía quedaría por resolver la cuestión política.

Y la cuestión política es esta: los Estados Unidos, no satisfechos con el derecho que tienen, conforme al malhadado tratado de 1846, de pasar por el canal sus buques de guerra; ni satisfaciéndoles tampoco las antiguas proposiciones de M. Maurice Hutin, Director de la Compañía, que los ciudadanos norteamericanos, no el Gobierno, adquiriesen un interés pecuniario en la empresa, la cual se incorporaría bajo las leyes del Estado de Nueva York; los Estados Unidos, o por lo menos una porción considerable de sus ciudadanos, tan considerable que bien puede imponerle al Gobierno su modo de ver la cuestión, lo que quieren es un canal oficial construido con fondos de la Nación. Ni más ni menos.

Tiene otras faces el problema político: del lado de las otras potencias, el status internacional del canal; y para Colombia, sus derechos de propiedad y soberanía sobre el territorio.

Los Estados Unidos quieren “ir aprisa sin atropellarse”; nosotros debemos proceder lo mismo.

Convencido M. Hutin de que la Compañía no podrá reunir el capital que falta para darle cima a la empresa, desea enajenar la concesión. El comprador sería, para él, en ese caso, el Gobierno de los Estados Unidos.

¿Debe Colombia permitir el traspaso del privilegio a ese Gobierno? Si da el permiso para la enajenación, ¿qué debe estipular en cuanto a sus derechos pecuniarios en la empresa y en cuanto a sus derechos políticos en Panamá?

En estas dos preguntas está comprendida toda la cuestión, según nuestro modo de ver.

Si a un hombre solo se le llamara a resolverla, no creemos que tuviera las capacidades necesarias; pero si las tuviere –lo que por de contado no es imposible– juzgamos que no tendría el valor de asumir él solo la responsabilidad.

Y como es asunto de interés nacional, los colombianos estamos en el deber de contribuir con lo que cada cual pueda dar para ilustrar el juicio de nuestros compatriotas en punto de tamaña gravedad y trascendencia.

El primer aspecto de la cuestión política, esto es, la actitud que, con respecto al canal, quieren asumir los Estados Unidos, es un hecho que es necesario tener en cuenta, porque afecta a Colombia de modo muy serio, pero en el cual probablemente no tendremos arte ni parte.

El segundo aspecto de la misma cuestión política sí es punto que concierne a Colombia, no porque sea potencia de ningún orden, sino porque del status internacional que al canal se le dé, depende, hasta cierto punto, la conservación de sus derechos políticos en Panamá, y porque, en cierta manera, su propio decoro le exige que sostenga sus racionales puntos de vista, tales como aparecen de los actos que ha ejecutado y de las doctrinas que siempre ha profesado.

La opinión del expositor Calvo respecto de la situación que conviene a los canales marítimos, es que deben tener tanto por su naturaleza como por su destino la misma que tienen los estrechos, que son partes integrantes del mar; o, en otros términos, que a los canales les es aplicable el principio de la libertad de los mares. Supóngase –dice por su parte Mr. Weld– que la Naturaleza, anticipándose a las necesidades del hombre, hubiera cortado el Istmo de la América Central, y que el paso fuera tan amplio, que resultara imposible para cualquier Estado adueñarse de alguna de sus orillas, levantar en ellas fortalezas y dominar el estrecho. En tal caso el canal estaría abierto para todos. ¿Tendría entonces de qué quejarse ni aun el menos poderoso de los Estados alegando que la Naturaleza le había hecho mal? Si, con todo, el hombre, dejado a sus propios recursos, abre el paso y resuelve que sea usado por todos en unos mismos términos, ¿no sería justa su determinación?

La suposición de este autor nada deja qué desear. Prescíndase del acto del hombre y contémplese el canal como un don gratuito que un hombre o un conjunto de hombres hiciera u ofreciera a toda la humanidad, como si se tratase del viento o de cualquiera otra fuerza o elemento natural puesto por Dios a la disposición de todos; en un caso tal, ninguna nación, por poderosa que fuera, pretendería monopolizar para ella sola el uso de lo que un hombre o un conjunto de hombres, o la Naturaleza, había puesto al servicio común y gratuito de todos.

Ahora: una vía construida por el hombre exige la colaboración de la inteligencia y el capital; y cuando hay esta concurrencia de servicios, la mira son las ganancias y el promover el bienestar moral y material; y como el uso libre no quiere decir el uso gratuito, lo que se paga por el hecho de pasar por el canal es la remuneración de un servicio; lo que se cobra es el rédito de un capital y la cuota parte que se destina a hacer perpetuo el capital fijo y a hacer fecundo el trabajo del hombre. Sin estos estímulos la acción del progreso quedaría herida de parálisis; y no asegurándoles utilidades, no habría sociedad que gastara las cuantiosas sumas de dinero que obras como la del canal exigen.

El uso libre no implica tampoco el uso anárquico, el uso incondicional, el uso ilimitado; es decir, el abuso en todas sus formas. La reglamentación no hace sino asegurar para todos la coparticipación regular del bien común; tiene por objetivo la conservación de la cosa; y en obras artificiales se aseguran con aquélla para su dueño los capitales empleados, hasta donde es esto posible. Proteger los intereses fiscales y comerciales del empresario es justamente el único medio de que el uso libre de lo que su inteligencia y su capital trajeron al acervo común del progreso y la felicidad tenga para todos los hombres una utilidad permanente. La vía está ahí para el servicio de todos: ése es el uso libre; todos deben pagar el usufructo de las cosas ajenas: ésa es la condición de justicia, ésa la prenda de equidad que nadie puede discutir. Ahora bien, y puestos los ojos en otra parte, el territorio ocupado por el canal –opinión de Calvo a que no hay limitación que hacer– no por haber sido transformado en estrecho artificial, deja de ser propiedad del Estado dentro de cuyos límites está; ni el Estado por haber permitido la excavación enajena la jurisdicción que antes tenía.

El único precedente que ilustra la cuestión del status de los canales es el referente al de Suez. No se pierda de vista desde luego que el hecho de ser construidos por una compañía privada o por un gobierno, no le quita o no le debe quitar a la empresa su carácter industrial. Más aún: la compañía anónima no tiene el poder de abusar en la misma extensión que un gobierno; y de ahí la necesidad, en el segundo caso, de rodear de mayor número de garantías el uso de las vías interoceánicas.

Estudiemos ahora el precedente, y vamos haciendo con él la comparación respectiva.

Se ha creído y se ha dicho que es muy diferente el carácter de los dos canales: al de Suez se le dio un carácter internacional; la concesión original tuvo en mira un canal neutral; fue una empresa privada de extranjeros de varias nacionalidades en territorio sometido a control internacional; y el gobierno que hizo la concesión era demasiado débil para darle la protección debida, y estaba sometido él mismo a vigilancia internacional.

Quitando lo relativo al control a que ha estado sometido el Egipto, las condiciones de uno y otro nos parecen iguales. La empresa de Panamá ha sido hasta ahora una empresa privada de extranjeros de varias nacionalidades; la concesión original le dio al canal carácter internacional; y el gobierno que la otorgó es débil para darle protección adecuada. Este último hecho no necesita comprobación; pero fue precisamente porque Colombia conoció su impotencia para defender la obra, sus anexidades y dependencias, por lo que, en el contrato Salgar-Wyse, dio al canal el carácter de neutral; esto es, lo puso al amparo de todas las potencias, a todas las interesó en su conservación, y más todavía, quiso alejar, quiso hacer imposible la lucha entre ellas en él y por él. Podríamos decir que en la mente y en la mano de Colombia el canal que se abriera en su territorio debía ser un pan blanco para todas. Habría amasado un pan negro si otra cosa hubiera hecho. La objeción de la debilidad para quitarle aquel carácter no sería fundada sino en el caso de que una nación poderosa quisiera excluir del uso del canal a otra u otras que lo fueran menos, y que éstas apelasen a Colombia por una seguridad que ella con sus solos recursos militares de tierra y mar no podría dar. Entonces sí aparecería patente su debilidad; antes no, porque en la paz y en la neutralidad no se presentan los actos salvajes de la civilización. La coparticipación, si pacífica, si fecunda, es de pan blanco de fraternidad, no de pan negro de mutuas agresiones.

Si, estudiado el asunto, se llegaba a la convicción de que la apertura del canal era posible, económicamente hablando, los concesionarios formarían una compañía anónima universal que se encargara de la ejecución de la obra. Esto es decir que los extranjeros de toda nacionalidad tendrían derecho de llevar al fondo social de la empresa sus ahorros, sus capitales, y a participar así de sus ganancias o de sus pérdidas. De forma que en este particular no ha habido diferencia entre las dos empresas.

Ni la hay tampoco en el carácter que a la obra le dio la primitiva concesión. El Gobierno de la República declara neutrales para todo tiempo los puertos de uno y otro extremo del canal y las aguas de éste de uno y otro mar; y, en consecuencia, en caso de guerra entre otras naciones o entre alguna o algunas de éstas y Colombia, el tránsito por el canal no se interrumpirá por tal motivo; y los buques mercantes y los individuos de todas las naciones del mundo podrán entrar en dichos puertos y transitar por el canal, sin ser molestados o detenidos. En general, cualquier buque podrá transitar libremente sin ninguna distinción, exclusión o preferencia de personas o nacionalidades, mediante el pago de los derechos y la observancia de los reglamentos establecidos por la compañía concesionaria para el uso de dicho canal y sus dependencias. Exceptúanse las tropas extranjeras, que no podrán pasar sin permiso del Congreso colombiano.

Así se expresa el artículo 5.o del contrato de concesión firmado en Bogotá el 20 de marzo de 1878.

Se diferenciarían los dos canales, esto es, el de Suez tendría carácter neutral, y el de América sería exclusivamente nacional, si este último fuera empresa de un gobierno americano y se construyera en territorio sometido a su jurisdicción exclusiva; o si, al verificarse el traspaso del privilegio de la Compañía a un gobierno, Colombia permitiera que ese gobierno le quitara a la vía la calidad que ella misma le dio; o si, por último, el Gobierno adquirente, haciéndose dueño del territorio por donde se excave el canal, anexase sin condición, y sin limitaciones en favor de otros países, la faja de terreno necesario no sólo para el canal sino también para sus anexidades, dependencias, estaciones de carbón, etc., etc. En cualquiera de estos casos la vía interoceánica no tendría carácter internacional. Se construiría en Panamá, pero en territorio de la Unión Norteamericana.[…]

Estos precedentes podrían servir acaso para fijar el status internacional del canal de América; pero permítase a nuestra solicitud patriótica temer lo contrario, esto es, que ese canal y su territorio adyacente pierdan la condición que nuestro país ha querido darles, pues no es aventurado ni atrevido temer que, siendo el canal de Panamá abierto por el Gobierno de los Estados Unidos, éstos, a poco andar, se olviden de que construyeron la obra como empresarios privados, y asuman, por sí y ante sí, el carácter de dueños exclusivos de ella como Gobierno, y como Gobierno acaso el más fuerte de la tierra. En tal evento, Colombia, la pobre y generosa Colombia, nada tendría que hacer, nada podría hacer fuera de llevar con cristiana paciencia por toda la longitud del tiempo la cruz de su miserable destino. Acordémonos de que el tratado de garantía de 1846 ha sido ya parte de los leños de esa cruz; que los Estados Unidos se han servido de él contra nosotros en toda ocasión; y de que el mundo, este buen mundo tan cristiano en las palabras y tan impío en las obras, que deja sacrificar al débil y no tiene piedad para el vencido, verá con ojos indiferentes la inmolación.

Si Colombia permitiere el traspaso del privilegio sin que previamente se fije el status internacional del canal, no tendrá luego voz ni voto en la cuestión; habrá desaparecido, y el punto será discutido y será resuelto, si el caso llegare, sin su acuerdo.

No hay para la grave cuestión que la próxima Asamblea Nacional tiene que resolver, dato u opinión despreciable, ni antecedente que no merezca tenerse en cuenta.[…]

Sea que se entre por la senda peligrosa de tratar con el Gobierno de los Estados Unidos, o sea que se espere el curso natural de los sucesos para rodearles, en época de más serenidad, de atmósfera más propicia, precisa que llamemos la atención a dos hechos de importancia excepcional.

La Ley 78 de 1880 facultó al Poder Ejecutivo para entrar en negociaciones con la Compañía del ferrocarril de Panamá, a fin de declararla exenta de la obligación que contrajo de prolongar el ferrocarril por el lado del Pacífico hasta las islas de Naos, Culebra, Perico y Flamenco, con tal que dicha Compañía diera al Gobierno una suma suficiente en compensación. El producto líquido de la negociación tenía destino especial.

El 6 de noviembre de 1900, el Jefe Militar de Panamá, señor Carlos Albán, declaró exenta de la obligación de prolongar el ferrocarril hasta las islas mencionadas a la Compañía, por la suma de $200.000 en oro americano. Este acto fue aprobado el 15 de diciembre siguiente por los señores José Manuel Marroquín, Guillermo Quintero C., Carlos Martínez Silva, Pedro Antonio Molina, José Domingo Ospina C., Miguel Abadía Méndez y Enrique Restrepo García, quienes funcionaban ese día como Vicepresidente de la República el primero y como sus ministros los demás.

El Gobierno anterior había dictado, con fecha 23 de abril, un decreto con la firma del señor Manuel A. Sanclemente, como Presidente, y de los señores Rafael M. Palacio, Carlos Cuervo Márquez, Carlos Calderón, José Santos, Marco F. Suárez y Marceliano Vargas, como sus ministros, en el cual se facultaba para conceder a la Compañía nueva del Canal de Panamá una prórroga de seis años para concluir y dar al servicio público la obra, con tal que le diera 5.000.000 de francos en oro francés.

Los proyectos que sobre este asunto cursaron en las cámaras en 1898, no alcanzaron a ser leyes de la República, conforme puede verse en las actas respectivas; de manera que el contrato de prórroga que se celebró no tiene valor legal. Este asunto será objeto en su oportunidad de decisión judicial de la Corte Suprema. Lo primero que un contratante avisado averigua son los poderes del negociador. Cuando se publique el informe de la misión encomendada al señor doctor Nicolás Esguerra, trataremos el punto con más extensión.

Volviendo al tema principal de este capítulo, haremos algunas otras observaciones.

El señor Enrique Cortés1 dice que “la inclinación al dominio del Continente latinoamericano por la raza anglosajona se ha mantenido latente y con manifestaciones más o menos aparentes desde hace largos años”. Cita las palabras de Cecil Rhodes: “La dirección expansiva natural de los Estados Unidos es hacia la América del Sur”, y dice también: “Imposible sería predecir, si este movimiento se acentúa, qué forma tomará y cuál será su resultado. Pero es innegable que ello está en la corriente de los acontecimientos y de las leyes históricas, y que vale la pena que los hombres de Estado, y más aún, los pueblos todos de Hispanoamérica se preocupen en tiempo de este asunto y se preparen a un conflicto que más o menos tarde puede suscitarse”. Luego agrega: “El conflicto puede ser dilatadísimo y con variados caracteres: algunos de ellos en forma violenta, los demás en la forma de anexión, compra o protección política o por invasión industrial o comercial”. La cuestión del canal interoceánico es una de las formas de ese conflicto. Los Estados Unidos lo comprarán, lo protegerán, y por él pasarán sus ejércitos de invasión industrial y comercial. Viene al caso la manera como estudia Mr. Emory R. Johnson, citado por Murat Halstead2, la dicha cuestión:

Las masas continentales del globo en su mayor parte están situadas en el hemisferio septentrional, y los principales países industriales en la zona templada del Norte. Durante siglos las naciones que industrialmente se han desarrollado más han sido las del oeste y sur de Europa: y de ellas como de un centro ha partido la corriente comercial hacia el Asia y la América. El comercio con las regiones ecuatoriales y las zonas templadas de Suramérica, África y Australia es un movimiento de importancia secundaria. El volumen del comercio que toma la dirección de la longitud se aumenta, y continuará creciendo a medida que se desarrollen los países que quedan al sur del Ecuador; pero siempre será pequeño en comparación del tráfico internacional que sigue los paralelos de latitud. Aunque el comercio del mundo sigue principalmente esta última dirección, el tráfico marítimo entre los países del Atlántico y del Pacífico septentrionales ha tomado, hasta época reciente, curso hacia el Sur por la interposición continental. La barrera natural de tierra era uniforme desde el Océano Ártico hasta el grado treinta y cinco de latitud Sur en el hemisferio oriental, y existe todavía hoy hasta los cincuenta grados en el hemisferio americano. Basta mirar el mapa para comprender que en la vecindad del Trópico de Cáncer la barrera de cada hemisferio es muy angosta. Los océanos y los mares Caribe y Mediterráneo forman una corona alrededor de la tierra. Europa rompió la barrera que desviaba el comercio de su natural curso cuando abrió el canal de Suez en 1869. La barrera ístmica que la Naturaleza interpuso en el camino natural del comercio americano, existe aún, y hasta que no se rompa, las industrias de los Estados Unidos estarán seriamente amenazadas por la competencia europea. Los más decididos partidarios del canal de Nicaragua en el momento presente son los pueblos del Sur de la Unión. Las industrias del Sur son principalmente extractivas; su cultivo principal es el algodón, y su producción es más abundante de lo que exigen las fábricas europeas y americanas. Ansían por aumentar sus mercados en las naciones orientales, donde hay una gran demanda del algodón en bruto y de las telas de algodón. Las minas de carbón y de hierro, las fábricas en que se trabaja este metal y las manufacturas de algodón son industrias que se desarrollan rápidamente en el Sur; el pueblo de esta región fabrica lo que no se consume en su propio territorio; por lo que el comercio exterior es esencial al fomento de sus industrias extractivas y manufactureras.

Lo trascrito es, pues, decisivo; y sea el de Nicaragua o el de Panamá, la cuestión del canal es vital para los Estados Unidos; y, ora por la violencia o por la compra, adquirirán la empresa. Cuando el 16 de abril de 1899 nos permitimos decir que el día en que los yanquis llegaran al Istmo de Panamá dirían como Mac-Mahon en la torre de Malakoff: J’y suis j’y reste, se nos replicó que ése era un temor pueril. Los acontecimientos nos sacarán verdaderos en porvenir no remoto. ¿Por qué? Porque fuera de las necesidades económicas, la novísima política internacional de los Estados Unidos, si medra, los conduce fatalmente a la expansión. ¿Qué otra cosa puede esperarse de un pueblo que dice por boca de Murat Halstead: “Puerto Rico, la más encantadora de las joyas del mar, es nuestra, sin disputa; y Cuba por necesidad será nuestra, porque la República cubana es un fantasma de la fiebre que se desvanecerá como los fantasmas”?. Cierto que en una de las conferencias que la comisión de la convención constituyente de Cuba tuvo con el Ministro de Guerra de los Estados Unidos, como el Presidente de ella expusiese que si éstos se creían con el derecho de intervenir en las cuestiones de la Isla y tenían fuerza para realizar la intervención, no tendrían necesidad de solicitar el consentimiento de los cubanos; y como el señor Domingo Méndez Capote, uno de los miembros de la Comisión, dijese que de nada valdría ese consentimiento si los Estados Unidos no tenían fuerza bastante para realizar su objeto, ya que en las cuestiones internacionales la fuerza es la ultima ratio, el Secretario contestó que “eso era tan sólo una verdad parcial, y que si la fuerza es la última razón, es también verdad que ella no informa ni inspira siempre el Derecho Internacional, pues si no se respetara siempre la legitimidad de ciertos derechos, habrían dejado ya de existir naciones como Suiza, Bélgica y Holanda. Hay, pues, que respetar ciertos derechos, que son la única fuerza de los pequeños, para no aparecer como enemigos del género humano. Un pequeño Estado atrincherado tras derechos de todos reconocidos, es un pequeño Estado que dispone de una fuerza que todos los grandes estados respetan”. Muy cierto que se expresó así; pero, ¿quién nos asegura, de un lado, que las palabras de un Secretario sean el sentimiento de un pueblo, y cómo, de otro, podríamos equipararnos con naciones como Suiza o Bélgica, donde se ha refugiado la libertad humana en sus formas más puras?

[Antes] dijimos algo de lo que hay que poner de manifiesto acerca de los peligros que amenazan a las repúblicas de Centro y Sur América. Hay buenas razones que explican, si no justifican, la lentitud en el curso de sus progresos. Ninguna se ha librado del azote de la guerra civil; pero la guerra misma no es causa de su debilidad, empobrecimiento y anarquía, sino efecto de causas más hondas y lejanas. Sus pueblos no se han curado todavía de la enfermedad colonial, y en cada una de sus luchas intestinas podría ver el observador imparcial, como factor principalísimo, el despotismo español que envenenó desde el puro principio las fuentes de la vida americana. Para apartar aquellos peligros ha habido quien aconseje el establecimiento de la paz armada; que se proceda, sin pérdida de tiempo, en cada república, a la formación de la milicia nacional, a la adquisición de parques suficientes para armar la Nación entera, al establecimiento de sociedades de tiro en cada parroquia, a crear academias militares, a proceder al estudio de la defensa del territorio y de las costas y los ríos, y, por último, a convenir en un plan común de defensa entre los varios grupos geográficos del Centro y del Sur3. Esto es, que abandonemos las labores de la educación popular; descuidemos el cultivo de nuestros campos; dejemos desiertas nuestras minas, sin un ferrocarril nuestras soledades, sin barcos nuestros ríos; el Gobierno en manos de los soldados, tan incapaces siempre para las labores del gobierno científico; y presentemos el espectáculo de pueblos que trabajan para conseguir fusiles y cañones; y como nadie nos atacará, volveremos estas armas contra nosotros mismos, o moveremos guerra a nuestros vecinos para desmembrarles sus territorios y arrebatarles el lote de riqueza natural que Dios les dio. Ya se ha visto el uso que se ha hecho de la victoria de americanos sobre americanos: ahogado el derecho, proscrita la justicia, y proclamado el principio de que “el derecho nace de la victoria, que es la ley suprema de las naciones”4. Si esto decimos de nosotros mismos, con la vara que midamos a nuestros hermanos, con esa misma seremos medidos el día del vencimiento si el peligro tomara la forma que hiciera necesaria la militarización de la patria. Pero no cobrará esa forma. La teoría es otra, la práctica correrá pareja. Hay, según la clasificación de Salisbury, naciones vivientes y naciones moribundas. Viven y prosperan los Estados Unidos; perecen o perecerán sus vecinos. “Para fundar una nación –dice Murat Halstead– lo primero que se necesita es pueblo probo y capaz, activo en buenas obras, animoso y emprendedor; rico en vitalidad; tierras que alimenten su población y que medre por medio de las industrias”. Ese pueblo se forma en la escuela, en el campo, en el taller, bajo los auspicios de la paz honrosa para gobernantes y gobernados. En la guerra y por la guerra, nunca dio fruto la probidad, nadie cosechó ánimo, ninguno vio la fecundidad de esta buena madre la tierra, las trojes no se llenaron de buenas obras, ni la vitalidad engendró prole. Por todos los caminos las hileras de tumbas sin nombre en lugar de los rieles paralelos por donde caminen la libertad y la vida. Medró la muerte, murió el brazo de la industria. Aconséjese más bien la formación de la milicia de los trabajadores y la adquisición de herramientas y máquinas suficientes para armar la nación entera; el establecimiento de sociedades de temperancia en cada parroquia; la creación de escuelas de artes y oficios; el estudio del territorio, de las costas y los ríos para sacar de ellos todo el provecho posible, y concertar un plan común para guardar la paz internacional y organizar el intercambio. Así seremos más fuertes y más respetados. Lo otro es pura ilusión. Nunca podríamos competir con los extraños en fuerzas terrestres y navales. Poblaciones diseminadas en amplísimos territorios, no podrían defenderse. Tenemos grupos civilizados a largas distancias, entre quienes no hay unidad y concierto: por eso es tan fácil la tiranía; concepto grandioso del derecho en todas sus figuraciones humanas, e ideas mezquinas de los deberes del hombre sobre la tierra. Por todo esto el peligro es grande, pero no vendrá sino por lenta o rápida infiltración, por invasión pacífica, por suave, por consentida anexión.

Halagados con la riqueza, el progreso, muchos le darán a esa forma de la conquista la bienvenida; los que no quieran que en su rama endeble haya injerto, querrán más savia, más jugo propio, crecer en la propia tierra y con la propia sangre. Es necesario que queramos vivir; y viviendo, demostremos que sí somos dignos de la existencia y de la responsabilidad de nuestros propios actos, porque para algo distinto de ser absorbidos hemos sido puestos en esta tierra, que otros conquistaron, y que nosotros debemos aprender a defender por el trabajo y por la honra.

Viven siempre en nuestra memoria sendos pensamientos enunciados por dos personajes de nuestra raza, que ocuparon lugares visibles en la política de sus respectivos países. Al contemplar la debilidad de la patria española, decía Cánovas del Castillo en el Congreso de los Diputados, que las naciones a quienes en punto a organización militar y marítima tanto les falta, no tienen más que una política que seguir, si al propio tiempo son poseedoras de grandes y ambicionados territorios, y es la política del statu quo, que les conviene para conservar siquiera lo que han heredado de sus padres; es la política defensiva, dispuesta a ser todo lo enérgico que la defensa exija, pero sin comprometerse en aventuras que, sobre los desastres que tal vez pudieran traer, traerían para la conciencia el eterno remordimiento de haberlos merecido. Y Tomás Cuenca al defender el contrato que firmó como Secretario de Hacienda en 1866 para la excavación del canal, dijo que no era solicitando de Corte en Corte la protección de los gobiernos fuertes, siempre cara cuando no peligrosa, como podremos asegurar nuestra independencia y la integridad de nuestro territorio. Es por la práctica constante de una conducta justa e imparcial; es aprovechando las ventajas naturales de nuestro suelo sin ofender los derechos de utilidad inocente de los demás países; es otorgándoles con mano liberal las franquicias necesarias para el libre y rápido tránsito de su comercio. Dando al comercio del mundo facilidades en el Istmo colombiano, cuya mejora no pueda esperar de la posesión de él por ningún otro soberano, pondremos la fuerza de las grandes potencias al servicio de nuestra debilidad. Hacer que el comercio universal repruebe el despojo de nuestro territorio por otro Gobierno, es la política del sentido común y el mejor tratado en resguardo de la integridad nacional. Los gobiernos fuertes mirarán como una ventaja para ellos que el paso por el Istmo americano esté poseído por una nación débil como Colombia, de la que no temerán el abuso; pero el protectorado bajo cualquier forma y para cualquier efecto que sea, abriría a los gobiernos extranjeros la puerta de la intervención en nuestros asuntos propios, y podría servir de principio a una política que a la larga nos sería funesta.

¡Cómo olvidarlos! Ya sabemos la ineficacia de los patrióticos esfuerzos que se han hecho para obtener la garantía colectiva de las potencias para resguardo de nuestra propiedad y soberanía en el Istmo de Panamá; y no se habrá olvidado en que ha venido a parar el protectorado de la Nación norteamericana para lo mismo. No ha llegado el caso de que una nación europea quiera ponernos el pie en aquella garganta, ni de que, contra la amenaza, los cañones del artículo 35 del tratado de 1846 ofrezcan dejar oír su voz, pero sí de que del garante no haya habido quien nos defienda.

¿Quién tendrá el valor de verificar la entrega? ¿Quién se sentirá capaz de comprometerse en aventuras que, sobre los desastres que pudieran traer, traerían para la conciencia el eterno remordimiento de haberlos merecido?


NOTAS AL PIE

1. El peligro americano, repertorio colombiano, n.º 2, vol. XX , junio, 1899.

2. The History of American Expansion, pp. 593-594.

3. César Zumeta: El Continente enfermo.

4. Nota del Ministro chileno Abraham Konig al Ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia.