LIBERALES VERSUS LIBERTARIOS*


LIBERALS VERSUS LIBERTARIANS



Luis Carlos Valenzuela y Alejandro Arregocés C.

* Comentarios al Índice de Libertad Económica presentado por el Wall Street Journal y la Heritage Foundation, Universidad de los Andes, Bogotá, 10 de marzo de 2003. Estos comentarios fueron preparados por los autores con base en el contenido del curso Filosofía y Economía que dictan en la Universidad de los Andes. Las ideas expresadas en este documento sólo comprometen a los autores. Los errores y omisiones son responsabilidad de los autores.



El lanzamiento de la décima versión del Índice de Libertad Económica que publican conjuntamente el Wall Street Journaly la Heritage Foundation, en un espacio eminentemente académico como la Universidad de los Andes, es una magnífica oportunidad para una breve reflexión sobre un concepto tan complejo y debatido como la libertad económica y su relación con el crecimiento económico, la justicia social y el desarrollo. El índice se ha convertido en uno de los indicadores predilectos de los medios de comunicación para juzgar el estado de libertad económica de los países, así como la conveniencia o inconveniencia de las medidas políticas y económicas adoptadas por sus respectivos gobiernos.

El Índice de Libertad Económica, como sostiene el informe 2004, es una herramienta práctica; un instrumento de medición que califica a 155 países con base en un conjunto de criterios “objetivos” de libertad económica y cuyo propósito es establecer una clasificación que permita tomar decisiones adecuadas a los inversionistas y a quienes toman decisiones de política. La clasificación es el resultado, según señala el informe 2004, de una serie de estudios empíricos sustentados en un “profundo análisis teórico de los factores que ejercen mayor influencia sobre el marco institucional, dentro del cual tiene lugar el crecimiento económico” (p. 1). En particular, recoge la estimación de 50 variables agrupadas en 10 factores generales que “determinan” la libertad económica1.

De acuerdo con el informe, un menor valor del índice refleja una menor interferencia del gobierno en la economía, el determinante fundamental de la libertad económica y el crecimiento. El informe reporta 16 países “libres”, 55 “mayormente libres”, 72 “mayormente controlados” y 12 “reprimidos”. Colombia ocupa el puesto 83 de la clasificación general con 3,13 puntos y se ubica en la categoría de país “mayormente controlado”. Esto significa que no se le puede considerar económicamente libre o liberal, lo que constituye una verdadera restricción para su crecimiento. En la perspectiva del Índice, Colombia no es un país liberal sencillamente porque no persigue un Estado mínimo.

Un Estado mínimo que propenda exclusivamente por brindar seguridad, imponer justicia y garantizar el cumplimiento de los derechos y los contratos de esa reducida porción de la sociedad que está en capacidad de ejercer plenamente sus libertades y cuenta con representación política. Un Estado mínimo que, contrario a la perspectiva del Índice, es completamente libertario y muy poco liberal.

Quienes son realmente liberales generan profunda antipatía en la derecha y en la izquierda. Les tiende a ocurrir lo que le pasó a Cabrera Infante, ese excelente escritor cubano expulsado por Fulgencio Batista por ser un sujeto desleal al régimen y, pocos años después, expulsado por Fidel Castro por ser un sujeto desleal al régimen. Cabrera Infante es un liberal excelente a lo Mill, un liberal regular a lo Rawls y un liberal deplorable a lo Buchanan.

El liberalismo, en sus mejores exponentes –como Locke, Constant, Kant y Mill o en versiones más contemporáneas, Bobbio y Berlin– es una defensa radical de la individualidad. De la individualidad de todos, no de unos pocos.

El liberalismo es la negación del teísmo medieval, del absolutismo hobbesiano o, en términos del comunismo, de que alguien decida por nosotros. En las ideologías colectivas y mesiánicas hay alguien que tiene la verdad y ese alguien debe ser seguido sin cuestionamiento alguno. Nuestros gustos, nuestras esencias o, para expresarlo en neoclásico, nuestras preferencias, pasan a segundo plano. O, mejor, desaparecen.

El problema es que las ideas, así como la gente, a veces se van torciendo por el camino. Por ejemplo, la reforma calvinista, que fue la elegía del ascetismo, se convirtió en el preámbulo perfecto de lo que en principio parecía su más temido enemigo: el consumo conspicuo. Por ello, Estados Unidos es la tierra del puritanismo Pilgrim y de Mickey Mouse.

Al liberalismo le pasó algo similar. Para pasar de lo político a lo económico tuvo un filtro fundamental, el utilitarismo de Bentham, que en aras de simplificar a Hume y su concepción puramente emocional de la ética y del bienestar se inventó el utilitarismo. Con utilitómetro y todo.

Por ese camino siguieron los austriacos y Marshall que, a través del marginalismo, sofisticaron el utilitómetro de Bentham y midieron la utilidad como la disposición a pagar. Y de pronto, así como sin darnos cuenta, las integrales de la curva de demanda se nos convirtieron en la única medida de bienestar, y la libertad, eso tan bonito que describimos antes, se nos convirtió en la maximización de la integral. Así, todo se fue simplificando o, con el mayor respeto, banalizando.

Esta simplificación del concepto de utilidad, que genera serias distorsiones en el concepto de libertad, fue fuente de gran alegría en la ciencia económica, ya que permitía que sus practicantes pasaran de ese estado primario que eran las discusiones de ética para determinar una noción de bienestar a la cuantificación de un bienestar definido como la disponibilidad a pagar. En ese momento la economía dejó de ser una ciencia blanda que trataba temas menores como la filosofía, para convertirse en una ciencia dura, de carácter eminentemente positivo y evolutivo, como las profesiones que realmente merecen respeto.

Esto, sumado a la forma como las cajas de Edgeworth y los intercambios paretianos despacharon de un plumazo el concepto de distribución, por su carácter normativo y ajeno a la noción de eficiencia, le hizo un gran daño a la economía y su fundamentación del bienestar. Basta ver los currículos de las facultades de economía.

Esta identificación plena de la utilidad con el liberalismo ha terminado validando una serie de críticas que conducen a la exaltación de la intervención del Estado, promovida por los buscadores de rentas de izquierda, proteccionistas e intervensionistas, y por los buscadores de renta de derecha, proteccionistas e intervencionistas. Siempre me ha sorprendido la afinidad entre los sindicatos estatales y los terratenientes.

Con el mayor respeto, considero que el simplismo de una concepción de libertad y bienestar que se mide, como en las listas de hit parade, con índices estructurados sobre percepciones y promedios, que ni siquiera requiere de variaciones en los coeficientes de ponderación, tiene poca utilidad para guiar a los países en desarrollo en la construcción de una sociedad y de una economía realmente liberales.

El liberalismo verdadero no privilegia los derechos individuales, cuando socavan las condiciones sociales que hacen valiosa la libertad individual.

El mercado, como bien lo expresa Hayek, es el entorno en que los individuos expresan sus preferencias, su individualidad. Los precios no son otra cosa que el equilibrio entre preferencias individuales y dotaciones existentes. El mercado es la más respetuosa expresión de la individualidad; es, aunque me caigan todas las ONG encima, la forma económica en que los agentes expresan su libertad. Desde esta perspectiva, y estoy plenamente consciente de lo que esto me va a costar, los precios son valores.

El problema grave, lamentablemente no contemplado en los índices que hoy se presentan, es que esto sólo es válido cuando todos y cada uno de los miembros de la sociedad se pueden constituir en agentes de mercado. En la medida en que éste no sea el caso, de nada sirve proteger una libertad que muy pocos tienen derecho a ejercer. La libertad, aun la económica, primero hay que crearla para después defenderla.

Nuestro nivel de desarrollo social nos conduce a acercarnos más al liberalismo de Rawls que al libertarismo de Nozick. Los índices que hoy se presentan son todo Nozick y nada Rawls. Cabe recordar que aun Bentham, con su maximización del placer y su minimización del dolor, hacía énfasis sistemático en que el objeto era la mayor felicidad para todos. Repito, para todos.

Ese para todos, expresado por Bentham, el espíritu real del mainstream económico contemporáneo, es el que me permite afirmar que la libertad económica es un concepto amplio que no se justifica en la mínima intromisión posible del Estado, ni puede ser cuantificado exclusivamente por la contribución del mercado libre a un PIB mayor.

Reducir el concepto de libertad económica a la ausencia de intervención del Estado en los mercados es desconocer la naturaleza institucional de dicha intervención y la economía política que explica los complejos equilibrios y desequilibrios económicos y sociales. Las libertades económicas se encuentran lejos de estar restringidas a un problema de eficiencia.

En forma alterativa a la concepción libertaria de Nozick, Sen (1993) plantea tres aspectos fundamentales de la libertad económica: 1) la oportunidad para conseguir logros, 2) la autonomía para tomar decisiones y 3) la inmunidad frente a la intromisión o invasión de terceros. Al índice de libertad económica le preocupan básicamente los dos últimos aspectos, pero no el primero, el de las oportunidades, estrechamente relacionado con la posibilidad real y equitativa de ejercer las libertades económicas y transformarlas en bienestar.

Quienes integran los mercados competitivos en condiciones institucionales adecuadas son beneficiarios de la máxima eficiencia posible en la asignación de los recursos, como demuestran los teoremas del bienestar; tienen la posibilidad de expresar sus preferencias y elegir libremente, lo que los hace felices, como señalan Hayek y Friedman.

Quienes están excluidos de dichos mercados no gozan de libertad económica porque no pueden revelar sus preferencias, ni ejercer su libertad de elegir, ni beneficiarse de la eficiencia máxima que los mercados consiguen. Muy poco puede contribuir un esquema de libre mercado al crecimiento y al bienestar del país si la mayoría de la población está excluida de ese mercado.

Es sustancial lo que la intervención del Estado y las instituciones públicas pueden lograr en materia de expansión de libertades económicas y justicia distributiva de oportunidades sociales. Dos objetivos que los mercados competitivos no pueden cumplir por sí solos. Esto es North en su versión más básica.

La definición de libertad económica como ausencia de restricciones gubernamentales a las actividades económicas no sólo olvida el papel, ampliamente tratado en la literatura de economía publica, del Estado en el restablecimiento de la eficiencia en presencia de fallas de mercado, sino el de su obligación central como Estado Social de Derecho de garantizar el acceso de la población a los derechos de primera, segunda y tercera generación: derechos fundamentales; derechos económicos, sociales y culturales, y derechos colectivos. Tal vez por eso, a nosotros, que sin darnos cuenta hemos sido educados como libertarios, nos molesta tanto la Constitución.

En términos de Rawls, una sociedad que puede decir que disfruta plenamente de sus libertades económicas así como de las demás libertades fundamentales es una sociedad bien ordenada, esto es, una sociedad que se rige por la justicia y no por la eficiencia paretiana.

En su libro Las instituciones y el desarrollo económico en Colombia, Salomón Kalmanovitz señala acertadamente que sólo una parte reducida de la población goza plenamente de libertades fundamentales porque nuestras instituciones han tendido a ser históricamente antiliberales, porque han incentivado la inequidad.

Los estudios sobre distribución del ingreso muestran que en Colombia hay una tendencia histórica a una alta desigualdad en el contexto internacional. En la actualidad, el 46,5 por ciento del ingreso se concentra en el 10 por ciento de la población (Perry et. al., 2003). La inequidad perpetúa la pobreza porque impide que las ganancias del crecimiento la reduzcan y desacelera la expansión de las libertades económicas en la medida en que restringe el acceso de una parte de la población al trabajo, al crédito y a la educación, al tiempo que aumenta su vulnerabilidad a los choques macroeconómicos.

Carlos Eduardo Vélez et al. (2003) encuentran que el impacto del alto crecimiento sostenido que experimentó la economía entre 1978 y 1995 sobre la reducción de la pobreza fue menguado por el empeoramiento en la distribución del ingreso. Estiman que si la desigualdad se hubiese mantenido constante durante el período, los ingresos de la persona peor situada económicamente entre dos personas escogidas al azar, habrían sido un 18 por ciento mayores de lo que fueron en 1995 y un 23 por ciento más elevados en 1999.

La expansión y el ejercicio de las libertades económicas dependen del nivel de desigualdad. Los cálculos de los aumentos del ingreso que no están corregidos por su distribución no nos dicen nada sobre la dinámica de las libertades económicas.

Los artículos de Juan Luis Londoño y Nancy Birdsall (1997; 2003) presentan evidencia de lo anterior para el caso latinoamericano. La inequidad de activos (capital humano y propiedad de la tierra) y del acceso al crédito afectan el crecimiento económico, y éste a su vez, afecta desproporcionadamente el ingreso de los pobres. La inequidad constituye la verdadera restricción de las libertades económicas.

Vélez et al. (2002) estiman que los aumentos de bienestar de los hogares están directamente relacionados con la inclusión de las personas al mercado de trabajo y a la oportunidad de educarse. Por ejemplo: hogares que cuentan con un jefe de hogar que no es bachiller, disminuyen la probabilidad de ser pobres en 6 por ciento; que es bachiller, disminuyen la probabilidad en 18 por ciento; que no terminaron la universidad, disminuyen la probabilidad en 29 por ciento; que tienen un título profesional, disminuyen la probabilidad en 46 por ciento.

La evidencia, lo positivo, que tanto nos gusta a quienes aquí estudiamos, demuestra que la única posibilidad que tienen las personas para ejercer plenamente sus libertades económicas y derivar bienestar de ellas es la de contar con oportunidades educativas que puedan dotarlas del nivel de calificación laboral que demanda el sector productivo. En el corto plazo, el gasto público social desempeña un papel fundamental para asegurar los servicios sociales mínimos y la protección social que las personas requieren para integrarse a los mercados.

Quienes se encuentran marginados de las oportunidades educativas y los mercados laborales pasan a engrosar el sector informal de la economía, como lo demuestran Alejandro Gaviria y Martha Luz Henao (2001). El aumento de la informalidad retrasa la incorporación del cambio tecnológico e impide que las ganancias de eficiencia se distribuyan de manera equitativa. La informalidad empeora la distribución de las libertades económicas y del ingreso.

La intervención pública para ejecutar programas de gasto público que el sector privado no emprende por falta de incentivos y de gasto público social, y que buscan incorporar la población a los mercados no se pueden considerar como una restricción a las libertades económicas.

El libre funcionamiento de los mercados es deseable cuando permite que las personas disfruten y amplíen sus libertades de forma equitativa. El mercado no es bueno per se. Es bueno si se puede probar consecuencialmente, en positivo, que es bueno. De otra forma, el mercado se vuelve teológico. Y a nosotros, que nos gustan las ciencias duras, lo teológico no nos gusta.

En Colombia el desastre real no ha sido tanto el cuánto de la intervención del Estado, sino el qué y el cómo, lamentablemente guiado por buscadores de rentas; aquellos que están bien a la derecha y aquellos que están bien a la izquierda. Aquellos que están bien. Los defensores de los aranceles agrícolas y de los bancos públicos.

Cuando el Estado decide gastar en aquello que ni la Constitución ni la racionalidad económica consideran que es realmente “público” y beneficia a la colectividad, se genera un escenario como el actual, en el que las erogaciones en actividades que nada tienen de públicas o sociales, como los gastos de inversión en hidroeléctricas, termoeléctricas y refinerías, o los gastos en subsidios a la gasolina, generan lo que se podría llamar un crowding out social o desplazamiento del gasto de actividades que son públicas y sociales en esencia, que permitirían ampliar las libertades económicas; que permitían establecer un estado liberal.

El crowding out socialha sido mucho más nocivo en este país que el crowding out financiero. Es más, el crowding out social, originado en la nula claridad respecto a una función de bienestar que conduzca a la socialización del ejercicio de la libertad, ha sido la causa real del crowding out financiero.

Estos desequilibrios, originados no en el exceso de lo público sino en el desentendimiento de qué es realmente lo público, son los que excluyen, los que restringen y los que concentran las libertades. Lo malo es que cuando las libertades se concentran, las libertades desaparecen.

Si lo que nos importa es el bienestar y el desarrollo desde la perspectiva de la promoción de libertades fundamentales y las oportunidades sociales, es indispensable que comencemos a entender la eficiencia en términos de libertades más que en términos de utilidades. Amartya Sen (1993) demostró formalmente que los resultados de los teoremas del bienestar de Arrow y Debreu tienen validez si la eficiencia se entiende en el sentido anterior. De esta forma la eficiencia contemplaría una situación en la que un equilibrio de mercado garantiza que no es posible disminuir la libertad de una sola persona, aun si se incrementa la de todos los demás miembros de la sociedad.

La razón principal del argumento en contra de la eficiencia paretiana es que esta última no se preocupa por las libertades en sí mismas sino por las utilidades, debido a su carácter estrictamente consecuencialista. Esto significa que la libertad y su promoción en sí mismas no son defendibles desde una perspectiva rigurosamente utilitarista y neoclásica. En “Los tontos racionales”, Sen afirma que “un estado puede ser un óptimo de Pareto con algunas personas en la más grande de las miserias y con otras en el mayor de los lujos, en tanto que no se pueda mejorar la situación de los pobres sin reducir el lujo de los ricos”. La optimalidad de Pareto, dice Sen, “como el espíritu del César, viene caliente desde el infierno” (Sen, 1986, 34).

O, como dice Rawls en la Teoría de la justicia:

La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento. Por esta razón la justicia rechaza el que la pérdida de libertad de algunos sea justificada en el mayor bienestar compartido por otros. No puede permitirse que el sacrificio impuesto sobre unos pocos sea sobreseído por la mayor cantidad de ventajas disfrutadas por muchos […] los derechos garantizados por la justicia no están sujetos a regateos políticos ni al cálculo de intereses sociales. Siendo las primeras virtudes de las actividades humanas, la verdad y la justicia son innegociables (Rawls, 1997, 17).

Por todo lo anterior, si me preguntaran cuál es la mejor medida del nivel de libertad económica de la población colombiana me inclinaría por aquellos indicadores que miden la capacidad de ejercicio de la libertad económica, más que por aquellos que miden la libertad económica en si misma.

Debe ser porque creo que el objeto de la economía es maximizar el bienestar y no el crecimiento. Tengo serias dudas de que sean lo mismo.

Muchas gracias por su tolerancia, que es esencia de libertad.


NOTAS AL PIE

1. Política comercial, carga impositiva del gobierno, intervención del gobierno en la economía, política monetaria, flujos de capital e inversión extranjera, actividad bancaria y financiera, salarios y precios, derechos de propiedad, regulaciones y mercado informal.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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