EDITORIAL
Fernando Hinestrosa, Rector del Externado, recordaba en estos días que la libertad no es un bien que se posee de una vez y para siempre, sino una disposición que debemos ejercer día a día, y un estado de la sociedad por el que debemos luchar en todo momento.
En el mundo contemporáneo, los enemigos de la libertad vociferan amenazas en nombre de la libertad, y en su nombre intentan recortar las libertades y los derechos que se enunciaron en el siglo XVIII, y que en la antigüedad inspiraron a la democracia ateniense y guiaron las relaciones entre sus gobernantes y sus ciudadanos. El grito de guerra del presidente de los Estados Unidos hace eco en diversos países: “exportaremos la muerte y la violencia a todos los rincones de la Tierra en defensa de nuestra gran nación”. Y las naciones se hunden en mundos orwellianos y emprenden programas con nombres como el de “vigilancia de información terrorista”, eufemismos que en realidad no significan otra cosa que “vigilancia de información total”. No deja de ser irónico que un presidente latinoamericano participe en un reality show denominado el Gran Hermano.
La Revista de Economía Institucional se une al homenaje en conmemoración de los cuarenta años de una rectoría que, fiel a la tradición de quienes fundaron nuestra universidad en tiempos sombríos, ha velado siempre para que preservemos y ejerzamos la libertad de espíritu y de expresión, formemos ciudadanos responsables y no simples técnicos o especialistas, y expresemos y respetemos las ideas propias y ajenas, y las discutamos en un ambiente pluralista y civilizado. En suma, fiel al precepto de que “la democracia no es un conjunto de técnicas, mecanismos, estructuras; la democracia exige en sus fundamentos una ética; la democracia prospera cuando el discurso público sobre sus fines se desarrolla sin hipocresías, sin manipulaciones y sin concesiones; la democracia se basa en valores que deben ser cultivados, protegidos y promovidos, como la libertad”.
Nada mejor para conmemorar esta ocasión que ceder el espacio editorial a dos escritores que, afines a esta tradición –no sólo de palabra sino con el ejemplo– ponen de relieve que esa libertad es verdadera no cuando la guardamos como un tesoro reservado para nosotros mismos o nuestro círculo cerrado, sino cuando es de todos: John Ralston Saul, ciudadano canadiense, y Manuel Murillo Toro, ex presidente de Colombia, nuestro clásico nacional de este número.
I
Libertad de expresión. Algo que no es grato ni sencillo, pero quizás el elemento más importante de cualquier democracia. La libertad de expresión es objeto de dos opiniones tan difundidas como contradictorias. La primera es que la tenemos; la segunda es que es un lujo.
¿Cómo se puede tener algo que es un acto existencial? Las constituciones pueden declarar que es inviolable y protegerla con leyes. Podemos invocarla hasta ponernos morados. Pero la libertad de expresión sólo se conserva mediante el uso constante.
El esfuerzo agotador que esto requiere implica la voluntad de escuchar sumada al deseo de hacerse oír. Escuchar significa prestar atención, no sólo oír aquello que dice la gente. Y ser oído a veces significa estar expuesto a la crítica, incluso al ridículo. Por eso los integrantes de nuestras elites, que no ansían hacerse oír en cuanto individuos, lo consideran un lujo.
El reflejo natural de los poderosos consiste en tratar de limitar la libertad de expresión. Lo hacen de manera constante y casi inconsciente, al margen de su opinión política particular. Cuanto más estructurada es la sociedad más ocurre esto mediante convenciones sociales, por vía del eufemismo y la cortesía, e indirectamente mediante leyes y convenios contractuales que no hacen alusión a la cosa que están limitando.
Por ejemplo, los contratos laborales casi automáticamente hacen que la pericia y las opiniones del empleado sean propiedad de la empresa. También hay leyes contra el libelo, que aplican una interpretación estricta de “los hechos” a las áreas de debate público donde la gente que tiene más probabilidades de entablar un juicio es precisamente la que oculta los hechos. El proceso judicial no le impone la obligación de explicar, sino que ataca a los que buscan información y tratan de usar la libertad de expresión. Hay vastas y complejas leyes relacionadas con el secreto que sustraen al dominio público zonas enteras de interés público. Y desde luego está la razón de Estado, que elimina el derecho de los ciudadanos a discutir aquello que les concierne.
Un nuevo método de limitación consiste en argumentar que la libertad de expresión, una vez conquistada, se puede tratar como un lujo. El argumento sostiene que la gente necesita, ante todo, prosperidad. Con el bienestar físico y la estabilidad que conlleva, la gente tiene tiempo y energía para ejercer la libertad de expresión. Se sigue, sotto voce, que cuanto menos éxito tengan los poderosos en dirigir la economía de un país, menos debe la ciudadanía usar su libertad de expresión.
El argumento de “la propiedad ante todo” se basa en una interpretación común de la historia occidental donde el crecimiento del comercio y la industria creó una clase media que comenzó a exigir derechos. Es un punto de vista conveniente en una sociedad corporativa. Reduce la aportación de la ciudadanía y del humanismo a un papel pasivo y secundario. En realidad, el edificio fue creado por la tecnología y el mercado. Luego la ciudadanía tuvo permiso para decorar las habitaciones.
Esta es una inversión total de la historia occidental. Solón nació de una ética del servicio público. Y fue el fracaso económico –no el éxito– lo que hizo que él y la ciudadanía asumieran mayor poder. Sócrates y el sistema de debate democrático de Atenas fueron producto de una sociedad estable y agraria. Fue erosionada y destruida por las pretensiones comerciales del imperio. Nuestro concepto actual de igualdad, que implícitamente incluye el derecho de manifestar nuestra opinión, viene del cristianismo primitivo y las asambleas locales de las tribus nórdicas europeas. La Carta Magna inglesa no fue un producto industrial. Tampoco lo fueron los divulgadores lingüísticos, de Shakespeare a Dante. Tampoco lo fue Erasmo, quien hizo tanto para demostrar que se podía usar un lenguaje claro como forma de poder público. La mayoría de nuestras ideas sobre la democracia se afianzaron en el ámbito público un siglo antes que la revolución industrial se pusiera seriamente en marcha. Aunque la revolución americana incluía elementos tributarios y comerciales, las clases mercantiles urbanas tendieron a permanecer neutrales durante la guerra mientras que los que habitaban la tierra, ricos y pobres, sobrellevaron la carga militar y política.
Si la economía desempeñó un papel central en el ascenso de la libertad de expresión, la peste negra fue más benéfica que la revolución industrial. La peste diezmó a la población europea de tal modo que fomentó mayores concentraciones de riqueza agraria y los sistemas administrativos establecidos se desmoronaron.
No es que la industrialización no haya cumplido ningún papel en la creación del sistema democrático, pero ese papel fue secundario. Un efecto, no una causa. No pasamos del cambio económico a la prosperidad y a la democracia para terminar con una libertad de expresión que es una suerte de pan de oro para cubrir la parte externa de una estructura ya concluida.
El arduo y tenaz despertar de la libertad de expresión en los siglos XVII y XVIII nos permitió formular nuestras ideas de la democracia. En el ínterin, los que manifestaban su opinión a veces eran ejecutados, encarcelados o desterrados. Pero una reverberación verbal consciente desencadenó gradualmente el proceso democrático, a veces mediante la reforma, a veces mediante explosiones. Esta afirmación de la ciudadanía permitió imaginar otra clase de economía y ponerla en movimiento.
En occidente oímos casi todos los días la misma clase de inversión histórica. Nuestra sociedad corporativista se complace en insistir en la “acción responsable”. Esto es, en sí mismo, una inversión de nuestro concepto del ciudadano responsable. En una democracia, las estructuras de la sociedad son responsables ante el ciudadano, que es la fuente suprema de poder. “Acción responsable” sugiere lo contrario: el ciudadano debe limitar su uso del poder para no dañar las estructuras. Esto equivale a la institucionalización de una banal razón de Estado.
Una persona irresponsable es pues alguien que atenta contra las convenciones al manifestar su opinión. Por definición, es alguien que está fuera de las especializaciones, las profesiones y los grupos corporativos. Un picapleitos. En una versión exagerada del decoro de clase media, nuestras educadas elites se sienten limitadas en sus palabras y actos públicos por su obligación de administrar responsablemente la sociedad.
Así, las estructuras y los sistemas educativos de las democracias han producido enormes elites que son inconsciente pero profundamente antidemocráticas. Pueden representar el 30 por ciento de la población y ocupar la mayoría de las posiciones de poder. Para ellas, la libertad de expresión es un acto de complacencia reclamado por los marginales y un lujo que la gente responsable tolera con renuencia y resentimiento.
John Ralston Saul
II
Bogotá, mayo 7 de 1864
Señor editor de El Independiente
Remito a usted el valor de la suscripción a su periódico por un trimestre. Aunque se ha presentado con lanza en ristre contra mí, saludo sinceramente su aparición y le deseo larga vida. Sin imprenta que refleje con toda libertad los diferentes matices de la opinión, es imposible administrar con mediano acierto. Además, es del más alto interés que cale bien en nuestras costumbres la asistencia de la imprenta, tanto como medio de formar el criterio nacional, como para realizar el gobierno de la opinión.
Por esta razón, cuando el gobernante o administrador tiene la calma para leer todo sin preocuparse de lo que afecta a su persona, lastimando su vanidad o su amor propio, los periódicos que lo atacan o censuran más fuertemente, quizá le sirven mejor que aquellos que lo aprueban o sostienen.
Deseo mucho que tengamos al fin un gran movimiento periodístico que discuta todo y someta los principios y los hombres al crisol de una crítica severa e inexorable, único medio que veo por ahora de moralización; como ustedes se anuncian así, deseo que no desmayen. Por mi parte quiero dar ejemplo de entregar toda mi vida pública, todos mis actos como funcionario público, a la censura de mis conciudadanos; no importa que a veces sean injustos o apasionados. Y como creo que el hombre público pertenece en todo y por todo a la sociedad, no vacilo en decir que admito también con gusto y por convicción la censura o el examen de nuestra vida privada.
Ustedes me harán un gran servicio, ya que me encuentro a la cabeza de la administración, si no solo no guardan contemplación o miramientos con mis propios actos o conducta, sino también si me ayudan a moralizar el servicio, flagelando en sus columnas a todos los funcionarios que no sean en privado y en público dignos de servir a nuestro incipiente país.
Quedo de ustedes afectuosísimo compatriota y atento lector,
Manuel Murillo
III
Para esta entrega de la Revista de Economía Institucional seleccionamos varios ensayos sobre economía y derecho, pensamiento económico e historia y política económica.
El primero, de Ugo Pagano, profesor de la Universidad de Siena, examina las relaciones entre derechos y libertades. La tradición de la Ilustración, de la que la economía es heredera, imagina un mundo armónico en el que los valores universales –libertad, igualdad, justicia, bienestar– son perfectamente compatibles y se nutren recíprocamente. El siglo XX mostró claramente que era apenas una ilusión.
Los revolucionarios de la primera mitad del siglo XX, los bolcheviques de izquierda, creyeron que iban a crear una sociedad igualitaria y, sin lograr ese propósito, erigieron una sociedad totalitaria. Los revolucionarios de finales del siglo, los bolcheviques de derecha, hablan en nombre de la libertad, pero confunden la libertad de los negocios con la libertad de los ciudadanos, y por esta confusión proponen cínicas panaceas que llevan a una profunda desigualdad y lanzan a la miseria a millones de personas. El péndulo de la historia no puede seguir oscilando entre esos extremos. En vez de entregar la fe a sistemas abstractos y supuestamente armoniosos que formulan una solución universal, debemos volver a pensar con modestia y reconocer el conflicto entre los valores humanos supremos, y admitir que no hay una solución definitiva sino soluciones parciales que debemos ponderar sin renunciar a decidir.
En este artículo, el profesor Pagano se apoya en las teorías jurídico económicas de W. N. Hohfeld y J. R. Commons para mostrar, de manera formal y rigurosa, que existe una contraposición, un trade-off en jerga técnica, entre derechos y libertades, por cuanto los derechos de ciertos agentes son deberes de otros –que desde un punto de vista económico institucional se pueden analizar como bienes posicionales– y que esta contraposición está ligada a las “condiciones de equilibrio” que deben satisfacer los derechos y las libertades, entre ellas, la restricción de escasez social propia de este tipo de bienes. La manera de enfrentar estas condiciones da lugar a distintas configuraciones institucionales y a distintos sistemas de derechos y de responsabilidades: capitalismo clásico, capitalismo taylorista, capitalismo de compañías de trabajadores, por ejemplo. A su vez, estos dan lugar a desequilibrios múltiples. De modo que los modelos no dan resultados únicos e inevitables y que optar por uno u otro es una cuestión de decisión, no técnica sino política y, por tanto, ética.
Los dos artículos siguientes, de Alberto Castrillón y Mario García, profesores del Externado de Colombia, se refieren, desde ópticas distintas –la de la ética y la economía, y la del ámbito cultural en el que surgen las ideas– a dos episodios de la historia del pensamiento económico.
El abandono de los estudios históricos en las facultades de economía ha llevado a pensar que la teoría económica fue una invención del norte de Europa, ante todo anglosajona. Y que la sociedad capitalista y sus instituciones se originaron en Inglaterra, y llegaron a la perfección en el norte de América, bajo el acicate del espíritu protestante. No es extraño, entonces, que después de tantos reveses, hoy se proponga que, para salir del subdesarrollo, los países del sur deben calcar las instituciones del norte, y para algunos convertirse al protestantismo. Es irónico que Marx pensara que los países desarrollados son el espejo de los países atrasados, aunque su solución no fuese el calvinismo sino el socialismo, que en la versión leninista llevó a una teología laica, no muy diferente en esencia de la fe de carbonero en la omnipotencia del mercado libre. En las discusiones teológicas, las discrepancias con la ortodoxia llevan a herejías, y las herejías se convierten en nuevas ortodoxias.
El artículo de Alberto Castrillón ofrece una perspectiva conveniente para que revisemos esta visión simplista. Presenta una breve síntesis de las doctrinas económicas y teológicas de los escolásticos españoles, que en el marco del probabilismo moral, analizaron los problemas económicos como una cuestión moral y subjetiva, e influyeron en el pensamiento de los moralistas escoceses, de los economistas austríacos y también en Keynes, como reconocen grandes economistas para quienes no es lícito revisar la historia a la usanza del Gran Hermano, entre ellos Schumpeter y Hayek.
Señala que la economía clásica fue una solución de continuidad entre el pensamiento escolástico y las teorías económicas que se fundamentan en el valor subjetivo. Y que esta ruptura obedeció a la revolución científica que impuso el culto al determinismo newtoniano y a la búsqueda de certezas absolutas, que conjuran la necesidad de elegir mediante la aplicación de la probabilidad matemática.
No por azar los austríacos, como Hayek, rechazan la visión cientifista y determinista en el análisis económico, y repudian los diseños de ingeniería social. Y no es casualidad que el marco del pensamiento económico de Keynes, fuese la preocupación moral, como lo puede constatar cualquier lector de su Tratado de la probabilidad, infortunadamente olvidado, y otras de sus obras, cuyos ejemplares, menos ajados que la Teoría general, reposan en los estantes como si hubiesen acabado de salir de la imprenta.
Las ideas, igual que las palabras, no son intemporales, surgen en contextos específicos, y evolucionan y se transforman con el tiempo y con el uso. Si las interpretamos o usamos como algo eterno e inmutable caemos en el anacronismo, y traicionamos el pensamiento de nuestros antecesores imputándoles nuestros propios pensamientos o atribuyéndoles nuestros propios dramas y temores.
El ensayo de Mario García, anticipo de un trabajo más extenso y ambicioso, presenta un panorama general de la sociedad inglesa y del ambiente cultural anterior a la Primera Guerra Mundial, en el que se formó y maduró el pensamiento de John Maynard Keynes. Descripción que se promete indispensable para entender su obra a cabalidad e interpretarla rectamente.
No sin un toque de ironía, esboza a grandes rasgos la evolución económica y el avance de la industrialización con una mirada profesional. Después, con ayuda de obras sociológicas y escritos literarios, comenta las fracturas que se producen en la cultura inglesa al tiempo que la expansión del imperio crea la ilusión de una civilización inmutable reforzada por la educación en los valores aristocráticos victorianos. El progreso económico crea al mismo tiempo una sensación de temor ante el cambio y da lugar a comportamientos convencionales que crean una ilusión de continuidad para superar la angustia de la condición moderna. El panorama se completa con la mención de escritos góticos que ponen de presente la represión religiosa, sexual y política de esa época, y con ayuda de Frances Yates, da una pincelada que alude a las corrientes esotéricas de esa época, que en la nuestra están representadas por los adeptos de la Nueva Era.
Los lectores de este ensayo esperarán impacientes los siguientes capítulos de esta fascinante aventura, en las que muy probablemente los protagonistas serán Keynes y su obra.
Keynes se propuso formular una teoría monetaria de la producción en la que el dinero fuese más que un simple velo o una gran rueda de la circulación. Desde entonces, el debate sobre el papel del dinero en la economía ha ocupado la atención de varias generaciones de economistas, sin llegar a resultados concluyentes.
El siguiente grupo de artículos, sobre historia económica, se dedica a dos temas de grandes repercusiones sobre la situación financiera internacional y el desarrollo del país. El primero, de Mauricio Avella, examina los antecedentes de la deuda externa colombiana. El segundo, de Álvaro Balcázar describe la evolución de la agricultura en los últimos doce años.
En el último tercio del siglo XX, la deuda externa del tercer mundo se convirtió en un mecanismo para trazar políticas e imponer reformas que subordinaban el crecimiento de los países a la continuidad del pago de las amortizaciones y de los intereses. En el siglo XVIII, era evidente que los países endeudados no podían ceder sus derechos nacionales a los prestamistas internacionales, y que los derechos concretos de los ciudadanos tenían prioridad sobre los derechos abstractos de los prestamistas. Hoy, esa prioridad se ha invertido para atribuir un valor moral al pago de la deuda cuando no es más que un contrato que se puede renegociar o dejar de pagar, como se suele hacer en el sector privado, y los países en desarrollo se han visto obligados a privatizar o ceder sus empresas a los prestamistas so pena de ser calificados como parias internacionales. Este cambio de mentalidad, que privilegia los intereses corporativos, impide encontrar mecanismos que busquen cancelar las deudas y los pagos de intereses.
El ensayo de Mauricio Avella describe el comportamiento cíclico de la deuda latinoamericana concentrando su análisis en el período de la Paz Británica, que el autor extiende desde la tercera década del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial. Describe las fases del ciclo de crédito internacional en las que los principales países exportadores fueron primero Inglaterra y luego Estados Unidos, analiza la participación de los flujos de capital a América Latina y compara la situación de los distintos países del continente. Colombia fue el principal deudor durante ese período, como lo sería más adelante, cuando Nueva York remplaza a la city londinense como centro financiero internacional.
El historiador inglés Barrington Moore señaló alguna vez que las sociedades que se convirtieron en naciones industriales y democracias estables fueron aquellas que resolvieron el problema agrario. Colombia no lo ha resuelto, se ha convertido en un país con una economía terciaria sin industrias sólidas y con una guerra de origen rural que dura más de medio siglo. La búsqueda exclusiva de eficiencia económica y de mejoras de la productividad en los productos de exportación no puede desarraigar las raíces de este mal histórico y olvida que para comprar alimentos importados se necesita que la población tenga empleo y capacidad de pago.
El trabajo de Álvaro Balcázar examina los cambios estructurales de la agricultura colombiana durante la década de los noventa en consonancia con la política de apertura y la alteración de los precios relativos de los productos agrícolas. Según el autor, este cambio llevó a una modificación de los patrones de producción y uso de los recursos. Decayó la producción de cultivos transitorios importables que se habían expandido al amparo de las políticas proteccionistas y aumentó la producción de cultivos permanentes que requieren altas inversiones y de bienes no transables intensivos en mano de obra. Además, la falta de posibilidades de reconversión, la concentración de la tierra en algunas zonas y la violencia rural llevaron a una expansión de la ganadería, aun en zonas que antes se dedicaban a cultivos semestrales. El resultado más notorio de esta transformación estructural es el aumento de la concentración del ingreso en el campo y en la ciudad.
La economía neoinstitucionalista atribuye un papel fundamental a los costos de transacción y a su reducción en el desarrollo de instituciones adecuadas para el funcionamiento del sistema de mercado. Una de las grandes dificultades para comprobar esta teoría es la de definir y medir en forma apropiada estos costos.
El artículo final, de Decio Zylbersztajn y Carolina T. Graça, intenta superar esta dificultad midiendo el costo de apertura de nuevas empresas de confecciones en el Brasil, a partir de información recopilada mediante encuestas, y analizar su variabilidad entre los diferentes estados industriales de ese país y entre las distintas zonas de una misma ciudad para orientar las reformas institucionales necesarias. Debido a los altos costos, 11,3% del PIB per cápita en promedio, y a la demora para cumplir los trámites y procedimientos, 64 días en promedio, un alto porcentaje de empresas debe operar informalmente antes de establecerse como empresa legalmente constituida. Las diferencias con otros estudios similares indican que los resultados no son concluyentes y que es necesario proseguir esta línea de investigación empírica.
IV
En la sección de clásicos, publicamos un ensayo poco conocido de Paul Streeten, profesor emérito de la Universidad de Boston, sobre la obra teórica y las recomendaciones prácticas de Keynes y sus relaciones con la tradición británica clásica.
Durante más de dos siglos, el tema de política de más aguda y enconada controversia entre los economistas ha sido el de la intervención o no intervención del Estado o, en su defecto, el de los límites y alcances de dicha intervención. Ese tema enfrentó a los clásicos contra los mercantilistas y ha ocupado la atención de los economistas colombianos desde su emancipación de España. Y aunque las técnicas se han refinado desde entonces, no ha sucedido lo mismo con los argumentos. Y las actitudes predominantes siguen siendo simplistas y extremas: intervención o mercado libre.
El escrito del profesor Streeten sitúa en perspectiva este debate mostrando que enfrenta a dos visiones contrapuestas del orden económico según sea la posición que se tenga frente a la teoría de la armonía de intereses, legado de la filosofía natural a la economía, un orden benevolente en el que las acciones miopes y egoístas llevan al bien común, según Adam Smith. El ensayo revisa las distintas interpretaciones de la teoría de la armonía de intereses en la tradición británica. Encuentra que existe una visión tosca y versiones más refinadas, y que el utilitarismo y el liberalismo han utilizado una u otras para defender el laissez faire o la intervención del Estado, aun una intervención autoritaria.
Keynes recurrió al utilitarismo de Bentham para demostrar que una redistribución del ingreso, de los más ricos a los más pobres, no sólo aumentaba la utilidad total sino que aceleraba la inversión y el crecimiento económico. La posición de Keynes parece oponerse al liberalismo por cuanto recomienda la intervención en la distribución y en la producción y hacer innecesario el utilitarismo. Sin embargo, aunque piensa que el Estado debe intervenir para eliminar los obstáculos que impiden que los intereses privados tengan resultados benéficos, su posición es más cercana a liberales como Bentham y J. S. Mill que a la de antiliberales como List. Y se mantuvo fiel al utilitarismo por cuanto hasta el final de su vida creyó, igual que ellos, que “el bienestar económico de una nación es algo que el gobierno puede y debe descubrir y alentar”.
En suma, el profesor Streeten muestra que la obra de Keynes puede ser interpretada de diversas maneras, como suele serlo la obra de los grandes pensadores, y que pese a creer en la armonía de intereses –en cuanto asemejó las actividades económicas de la nación a las de los individuos, es decir, impulsadas por un propósito común que bien entendido es el propósito de cada individuo– también fue consciente de los conflictos de intereses, de los problemas de distribución del poder económico y de su manipulación consciente. De modo que fue capaz de trascender las actitudes extremas. Quizá por ello, hoy no sea de buen recibo para unos ni para otros.
V
En la sección de “Notas y discusiones” se incluyen dos ensayos sobre el pensamiento neoinstitucionalista que bien merecen estar en la sección principal de la revista.
Las instituciones eran esenciales en la teoría clásica, que pese a considerar el mercado como un mecanismo económico universal, ponía de relieve el proceso histórico a través del cual el intercambio económico dejó de ser un simple trueque, así como las circunstancias legales y políticas que influían en la distribución del producto y permitían el buen funcionamiento del mercado. Con la revolución marginalista y su preconcepción del hombre racional, cuyas acciones conducen al equilibrio óptimo, ese énfasis pasó a un segundo plano y, luego, con la formalización y cuasi axiomatización del equilibrio walrasiano, las instituciones fueron desechadas en la teoría pura. Así, las discusiones de política siempre se ocuparan de medidas o reformas legales o institucionales. Pese a ello, hoy se debate si la reintroducción de las instituciones en al análisis económico constituye o no un cambio de paradigma.
El trabajo de Salomón Kalmanovitz, ponencia presentada en el seminario sobre Nuevos Paradigmas en Ciencias Sociales realizado en la Universidad Nacional, muestra que la escuela neoinstitucionalista se aparta de varios de los supuestos de la corriente neoclásica, entre ellos el del hombre económico racional, y ha hecho grandes aportes a la historia económica, pero no por ello es un paradigma distinto del de la corriente principal. Examina, además, algunas diferencias entre esa escuela, la corriente marxista y el institucionalismo de Veblen, Mitchell y Commons, con el que comparte el interés por el aspecto empírico de la ciencia, entre las que destaca el papel de los costos de transacción. Finalmente, indica cómo se puede aplicar este enfoque al análisis de las instituciones en América Latina.
El ensayo de José F. Cataño, discípulo de Carlo Benetti, es una réplica a las tesis de Kalmanovitz, a quien critica por no entender que la falla central del sistema neoclásico es la ausencia de una teoría aceptable de los intercambios descentralizados y que el supuesto de racionalidad no es necesario en ese sistema de equilibrio neoclásico, así como por desconocer que éste sistema supone unas instituciones abstractas, el subastador walrasiano o una caja de compensación central, que por razones lógicas implican costos de transacción nulos. Para el profesor Cataño, los verdaderos adversarios de los neoclásicos son los economistas heterodoxos –posmarxistas, neorricardianos, poskeynesianos y evolucionistas– cuyas teorías no se derivan del modelo de equilibrio de Arrow y Debreu.
La nota que cierra esta sección, manifiesto de la Unidad de Estudios en Interacciones Económicas, que agrupa a profesores jóvenes y estudiantes de la Universidad Nacional y del Externado de Colombia, hace un balance del Primer Simposio Nacional de Microeconomía, realizado en Bogotá entre el 31 de julio y el 2 de agosto de 2003.
En la sección final, Bernardo Pérez reseña dos libros sobre la guerra en Colombia, Breaking the Conflict Trap. Civil War and Development Policy, del Banco Mundial , y Sistemas de guerra. La economía política del conflicto en Colombia, de Nazih Richani. Y Homero Cuevas reseña La razón liberal. Economía, política y ética en la obra de John Stuart Mill, de Mauricio Pérez Salazar.