LA “CAJA NEGRA” DE LA GUERRA: ECONOMÍA POLÍTICA Y CONFLICTOS ARMADOS INTERNOS
THE “BLACK BOX” OF WAR: POLITICAL ECONOMY AND NATIONAL ARMED CONFLICTS
Breaking the Conflict Trap. Civil War and Development Policy, World Bank, Washington, D.C., Oxford University Press, 2003.
Sistemas de Guerra. La economía política del conflicto en Colombia de Nazih Richani, Bogotá, IEPRI, Editorial Planeta Colombiana, 2003.
Bernardo Pérez Salazar*
* Director del Observatorio del Manejo del Conflicto, Facultad de Economía, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, obsconflicto@uexternado.edu.co Fecha de recepción: 15 de septiembre de 2003, fecha de aceptación: 22 de septiembre de 2003.
CAMBIOS GLOBALES EN LA FISONOMÍA E INCIDENCIA DE LA GUERRA
La oleada reciente de libros y artículos sobre políticas para manejar conflictos violentos, refleja el interés que suscita entre los analistas el cambio en la fisonomía e incidencia global de las guerras que ha tenido lugar a partir de la segunda mitad del siglo XX. Los conflictos internacionales decayeron en frecuencia y duración. Son aún muy visibles, como la invasión de Irak por Estados Unidos, pero su frecuencia es cada vez menor y su duración rara vez va más allá de algunas semanas o meses. La mayor incidencia de la guerra en el mundo, hoy se escenifica en decenas de conflictos internos, en el Medio Oriente, el norte de África y los países del África subsahariana, Europa y Asia centrales, el sur y oriente de Asia, Oceanía y América Latina. La duración media de estos conflictos es de 7 años y tiende a alargarse.
Algunos observadores sugieren que estos cambios en la fisonomía e incidencia de la guerra responden a dos dinámicas que obran en dirección contraria. Por un lado, el surgimiento de nuevos Estados-nación en los últimos 50 años, a raíz de las dos olas mundiales de descolonización: una, durante el decenio de los 60 con la independencia nacional de las antiguas colonias británicas y francesas, y otra, en los años 90 con la desintegración de la Unión Soviética. A la liberación nacional siguen procesos de ajuste interno de las sociedades, muchos de los cuales derivan en conflictos internos violentos. Esta circunstancia, junto al persistente fraccionamiento de los Estados nacionales, puede crear condiciones para una mayor incidencia global de los conflictos internos, sobre todo en los países de ingresos más bajos.
Según las estadísticas, estos países presentan la mayor incidencia de conflictos internos, en especial aquellos que experimentan procesos continuados de declive económico y gran dependencia de recursos naturales y otros productos primarios. Estos países, donde habitan más de 1.000 millones de personas, enfrentan un riesgo de conflicto violento interno 15 veces mayor al de los países de ingresos más altos, riesgo que tiende a aumentar a medida que sus economías se deterioran.
Por otro lado, obra el proceso de desarrollo económico mundial, cuya influencia benéfica actuaría en sentido contrario. El acelerado crecimiento global de los últimos 50 años ha llevado a que cerca de 4.000 millones de personas hoy vivan en países con un ingreso promedio de nivel medio o que al menos cuentan con políticas e instituciones que les permitirán alcanzarlo en un futuro no muy lejano. Si bien el riesgo de conflicto interno violento en estas sociedades es casi 4 veces mayor que en las de ingresos altos, este se ha reducido en los últimos 30 años, pues en ese entonces era 5 veces mayor.
Los países de mayores ingresos, por su parte, habrían alcanzado una paz interna estable en sus sociedades. Por ello, algunos observadores suponen que el crecimiento rápido y continuo de los países de ingresos medios y bajos los llevará a converger con la comunidad de países que disfrutan de riqueza, paz y estabilidad interna. El reto consiste en cómo llevar el desarrollo a los países más pobres, que hoy padecen la mayor incidencia de guerras en el mundo y, en general, se muestran recalcitrantes a la diversificación económica y al crecimiento rápido y sostenido.
CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA GUERRA
Este marco interpretativo de los cambios en la fisonomía e incidencia de la guerra en los últimos 50 años, es el que articula el informe final del proyecto “Economía de las guerras civiles, el crimen y la violencia”, que el grupo de investigaciones sobre el desarrollo del Banco Mundial, bajo la dirección de Paul Collier, concluyó en abril de 2003. Se titula Breaking the Conflict Trap. Civil War and Development Policy.
El informe sostiene que la comunidad internacional y los organismos multilaterales deben proponerse reducir la incidencia de los conflictos internos en los países de ingresos más bajos a la mitad de su nivel actual para 2015. Señala que el sufrimiento humano y el impacto de otras externalidades negativas de las guerras, rara vez son tenidas en cuenta por los mandos y combatientes activos en sus cálculos tácticos o estratégicos. Sin embargo, los costos que debe soportar el grueso de la población no combatiente como resultado de las guerras son pasmosos: desplazamientos forzosos, morbilidad, mortalidad y empobrecimiento general de la población, escalamiento del gasto público militar, el impacto económico y social de los refugiados en los países fronterizos, y la creación de territorios que escapan al control de cualquier gobierno reconocido y se convierten en santuarios del narcotráfico, el crimen transnacional y el terrorismo global, entre muchos otros. Por todo ello, y dado el valor moral de la búsqueda de la paz mundial, el grupo del Banco Mundial justifica la atención y la intervención de la comunidad internacional para reducir la incidencia global de la guerra.
Propone algunos lineamientos de política para orientar la intervención y lograr esta meta. Se trata de una agenda que no se puede dejar a la acción de mecanismos de coordinación espontánea y que justifica abordarse desde la economía política. Entre otras recomendaciones concretas sugiere elevar el monto y la duración de la asistencia internacional a los países de ingresos más bajos; una coordinación más directa entre la intervención de las fuerzas multilaterales para mantener la paz y las agendas de asistencia internacional y reforma institucional y política; adoptar pautas para administrar en forma transparente los ingresos de la explotación económica de recursos naturales en los países con riesgo de guerra interna; y supervisión multilateral de los acuerdos de reducción del gasto militar entre países vecinos durante el posconflicto .
No obstante, lo s enormes costos y dificultades prácticas que enfrenta Estados Unidos en Afganistán e Irak con una agenda muy similar a la que propone el informe, y la oleada de ataques terroristas luego de finalizada la fase de combate abierto en Irak, supuesto “nido terrorista” invadido para prevenir la amenaza que el régimen derrocado representaba para la paz mundial, invitan a polemizar con el informe del Banco Mundial.
En efecto, las encuestas de opinión en los países islámicos muestran que hay una gran simpatía por la forma de gobierno de Estados Unidos, la libertad personal y la educación, sobre todo entre los jóvenes. Estos resultados contrastan, sin embargo, con los reportes de las Naciones Unidas acerca del ascenso del reclutamiento de voluntarios de Al Qaeda en 30 ó 40 países como reacción a los preparativos de la guerra contra Irak (Atran, 2003). Es posible que gran parte de la motivación que impulsa a los jóvenes islámicos a ingresar a las filas del terrorismo sea el rechazo a la unilateralidad de Estados Unidos y sus aliados, no el rechazo a las instituciones y a la política “de convergencia” que promueven.
El hecho de que los países más vulnerables a conflictos internos armados sean los mismos que se muestran recalcitrantes al crecimiento económico y a adoptar las instituciones y políticas de “convergencia”, invita a preguntar: las instituciones y marcos de política que promueven los organismos multilaterales como camino hacia la convergencia de estos países con los de altos ingresos ¿contribuyen a reducir o a elevar la incidencia de la violencia en los países de ingresos bajo y medios? En los países con mayor incidencia de guerras y más reacios al crecimiento económico rápido ¿se pueden separar las “agendas de reforma política e institucional para la convergencia” de la actual diplomacia unilateral estadounidense? ¿O en el contexto particular de esos países ambas políticas son las dos caras de una misma moneda?
Pese a que en ninguna parte se plantean explícitamente estos interrogantes, los investigadores del Banco Mundial reiteran la necesidad de coordinar esfuerzos multilaterales en la intervención militar para mantener la paz y en la asistencia económica para la reforma institucional y política en los países con mayor riesgo de guerra. La relevancia de esta recomendación está a la vista: justo después de la publicación de su informe, se hizo evidente en Irak la magnitud de los costos de mantener la paz en una situación de posconflicto con fuerzas militares foráneas. Con cerca de 440.000 km 2, Irak apenas equivale a la tercera parte del territorio continental colombiano, y aun así, algunos analistas militares calculan que será necesaria una fuerza de ocupación del orden de 500.000 efectivos para garantizar la seguridad que requiere el reestablecimiento de los servicios públicos y las funciones básicas del gobierno.
El caso pone de presente el costo que implicará enfrentar situaciones de posconflicto en las que persisten grupos armados haciendo uso de tácticas de guerra irregular, hoy calificadas de manera indiferente como “terrorismo”. Estabilizar la paz en tales circunstancias será la principal dificultad de cualquier intervención militar por parte de una fuerza multilateral. De acuerdo con los resultados de los modelos elaborados por el equipo responsable del informe, las probabilidades de lograr una paz estable en el contexto de países en posconflicto son precarias. Estadísticamente, los países que logran poner fin a sus conflictos internos violentos, tienen un riesgo del 44% de entrar en guerra nuevamente dentro de un plazo de 5 años. La causa puede ser que durante ese plazo no se modificaron las circunstancias que dieron lugar al conflicto, entre ellas, el bajo nivel de ingresos promedio, el declive continuado de la actividad económica, la hostilidad de un país vecino o el desplazamiento y desarraigo masivo de la población. O bien, porque persisten oportunidades para financiar y organizar ejércitos privados con ingresos de recursos naturales o de bienes ilegales controlados por empresarios de la violencia.
¿Cuáles serán entonces la magnitud del esfuerzo y el horizonte temporal requeridos para que una intervención multilateral logre estabilizar la paz, el crecimiento y la diversificación económica rápida y sostenida en los países con mayor riesgo de guerra? La estimación inicial del informe es de una a dos décadas, y recomienda que la asistencia económica aumente gradualmente a partir de la segunda mitad de la primera década, para evitar que alguna facción armada tenga incentivos para apoderarse del aparato estatal y capturar los fondos de cooperación internacional.
Aun así, este esfuerzo no será suficiente mientras los países de ingresos medios y bajos sigan expuestos a choques externos que afecten el valor de sus activos y el precio de su producto interno. Estos choques constituyen un factor decisivo en la generación y reproducción de condiciones propicias para que los empresarios de la violencia emprendan la guerra con provecho para sí. Otro factor asociado con el surgimiento y la prolongación de los conflictos armados internos, es la política represiva contra el narcotráfico internacional impulsada por los países de altos ingresos desde hace más de 40 años. Según los autores, la criminalización y represión de la producción, comercio y consumo de drogas incentiva la guerra para crear territorios sin control de gobiernos reconocidos, donde se facilita el tráfico de bienes ilegales. La ilegalidad de las actividades del narcotráfico eleva el precio de las drogas en los mercados de los países de altos ingresos y, así, se convierte en una fuente de ingresos estable y viable que los empresarios de la violencia aprovechan para sostener ejércitos privados.
Todas estas consideraciones y condiciones hacen dudar al lector de la viabilidad de reducir a la mitad la incidencia de las guerras en 2015. El informe deja la impresión de que el mundo está abocado a lograr en un plazo razonable la convergencia entre los países con alta incidencia de guerra y los de altos ingresos, o padecer un surgimiento explosivo de territorios sin control de los gobiernos, en los que encontrarían refugio y sostén los empresarios de la violencia que hoy articulan el terrorismo internacional y amenazan con desestabilizar el orden mundial que conocemos.
Después de la experiencia iraquí, posterior al derrocamiento de Saddam Hussein, cabe preguntar si es viable el llamado a dedicar fuerzas multilaterales e incrementar sustancialmente la asistencia internacional para reducir la incidencia de la guerra en el mundo. A todas luces se trata de una propuesta de coordinación multilateral de esfuerzos económicos y políticos sin precedentes en condiciones inciertas. Para combatir a los empresarios de la violencia y al terrorismo global ¿no habrá alternativas distintas a la de consolidar a los países afectados por la guerra como Estados-nacionales, cuyas posibilidades de converger con los países de altos ingresos son aparentemente remotas? Y ante la tendencia al fraccionamiento de los Estados-nación, ¿es válido seguir agrupando y analizando las estadísticas globales de incidencia de la guerra en la categoría político-administrativa de “Estado-nación”?
LA “CAJA NEGRA” DE LA GUERRA
Casi simultáneamente con el informe del Banco Mundial, se publicó en Colombia la traducción de otro libro que usa la economía política para el análisis y la recomendación de políticas que pongan fin a la guerra en Colombia: Sistemas de guerra. La economía política del conflicto en Colombia, un estudio empírico realizado a finales de la década de los 90 en Colombia por Nazih Richani, venezolano de nacimiento de origen libanés.
Este estudio parte de premisas afines a las del Banco Mundial. Argumenta que la dinámica de los conflictos armados internos tiende a modificar la composición de los activos de la sociedad, pues reduce el valor de los que son productivos en épocas de paz e incrementa el de los que son útiles a los empresarios de la violencia. Entre estos últimos, activos físicos (armamentos), humanos (destreza en el uso de las armas y aplicación de la doctrina militar), y organizacionales (estructuras de mando militar y nexos comerciales con proveedores de insumos bélicos y compradores de recursos naturales y bienes ilegales).
A diferencia de los investigadores del Banco Mundial, que centran su atención en estadísticas que reflejan las causas y desenlaces de las guerras para realizar análisis cuantitativos comparativos, Richani explora el proceso que va desde el inicio del conflicto violento hasta su conclusión definitiva, proceso que se pasa por alto la mayoría de los estudios, como si fuese una “caja negra”. Su interés se centra en observar los patrones de uso de la violencia organizada de los protagonistas del conflicto armado colombiano, los mecanismos particulares de transformación de las relaciones de poder y las interacciones a través de las cuales se modifican los objetivos y estrategias de los antagonistas.
Su hipótesis es que ciertas estructuras de poder y arreglos institucionales contribuyen a perpetuar el uso de la violencia organizada durante largos períodos. Estos “sistemas de guerra” surgen debido al fracaso de las instituciones encargadas de mediar, arbitrar o tramitar conflictos entre grupos sociales y políticos antagónicos. Las guerras que se prolongan son aquellas en las que los antagonistas logran establecer una “economía política positiva” a su favor, a través de la cual acumulan activos políticos y económicos, a los que no habrían tenido acceso en otras condiciones. Mientras se mantenga un equilibrio militar estable entre las partes, un acuerdo de paz puede ser costoso para ambas, pues dejan de beneficiarse del sistema de guerra. Hasta tanto esas condiciones no cambien, tendrán incentivos para reproducir las circunstancias que les permiten operar como empresarios de la violencia.
Richani inicia su análisis identificando el eje alrededor del cual, según presume, gira el conflicto colombiano: la lucha por el derecho a la propiedad de la tierra. Propone valorar el grado de efectividad de las medidas que las autoridades competentes han adoptado para mitigarlo. Además, sugiere algunos indicadores para medir la acumulación o pérdida de activos políticos (variación de la extensión de las zonas bajo control político, de la capacidad para influir en el proceso político y reconocimiento político nacional e internacional), económicos (variación de la capacidad de captar rentas para financiar el gasto militar y del nivel de ingresos personales de combatientes y mandos militares) y militares (frecuencia de enfrentamientos mayores y variación de la composición de las bajas en combate, número de municipios bajo control territorial de cada contendiente, tipo de armamento utilizado, y otros más).
Con este instrumental analítico, Richani pretende explicar la distribución del poder entre los bandos en conflicto y la manera como los cambios en esa distribución afectan el comportamiento de los actores, sus activos, estrategias y metas. El análisis de los cambios lo lleva a distinguir diferentes etapas en el ciclo de vida del sistema de guerra. Las guerras se acortan cuando una de las partes sufre una pérdida irreversible de sus activos, situación que Richani denomina “economía política negativa”. Si los contendientes alcanzan paralelamente una “economía política positiva”, así sea asimétrica, pueden estimar que el precio de una solución negociada es demasiado alto, sobre todo si implica reformas que desvaloricen sus activos de empresarios de la violencia, y además, redistribuyan el poder y los activos en favor de terceros. No obstante, siempre existe la posibilidad de que un escalamiento del conflicto ocasione un incremento sustancial de los costos políticos, económicos, sociales y militares de los actores principales, y esto puede llevar a una situación de “economía política negativa”, que eventualmente favorezca la mediación y el arreglo negociado.
Para el lector conocedor de nuestro país serán evidentes, a veces incluso irritantes, las dificultades prácticas para desarrollar esta propuesta metodológica. Los indicadores diseñados para medir los cambios en la acumulación y pérdida de activos requieren información cuantitativa de muy difícil acceso y quizá poco confiable. Para documentar sus argumentos, Richani recurrió entonces a entrevistas con empresarios, organizaciones sindicales, cultivadores de productos ilícitos, mineros, mandos de grupos armados ilegales, personal militar y servidores públicos. Como es natural en un trabajo que depende tanto de estas fuentes y métodos, el lector encontrará muchas interpretaciones parciales –por ejemplo, que las FARC luchan para dar a los campesinos el derecho a la propiedad rural– y errores fácticos de fechas y personajes, como una referencia a Carlos Lleras Restrepo como Presidente de Colombia en 1973.
Con todo, el análisis de Richani de la evolución del conflicto colombiano recoge elementos de incontestable relevancia como los conflictos agrarios, los problemas debidos a la concentración de la propiedad y la pobreza rural, así como los extensos territorios rurales bajo control de grupos armados ilegales. Pero este análisis simplifica en demasía la naturaleza del conflicto colombiano, y deja en el lector la impresión de que Colombia es un país agrario. Deja por fuera los conflictos laborales y sociales urbanos, así como los conflictos por la distribución de recursos de poder, frente a los que el Estado colombiano se ha mostrado incapaz de jugar un rol activo e imparcial.
Hacia el final del libro, el autor intenta una interpretación sobre la coyuntura que llevó a las conversaciones de paz entre el gobierno de Pastrana y las FARC en el Caguán: el cómodo impasse al que habían llegado las Fuerzas Militares colombianas, en desarrollo de la “doctrina de la contención”, y la guerrilla, con la expansión de la narcoeconomía en las zonas de colonización de su influencia y que les permitía disfrutar de respectivas “economías políticas positivas”, se rompió con la aparición de la competencia representada por los paramilitares y el crimen organizado en el mercado de rentas de protección a partir de mediados de los años 90. La consecuencia fue el escalamiento violento del conflicto y sus costos concomitantes para todas las partes, reflejados en la degradación del conflicto: combatientes dados de baja, asesinatos selectivos y masacres de población civil, y la intensificación de secuestros y atentados contra la infraestructura del país. Todo ello habría llevado a la descomposición de las “economías políticas positivas”, que nutrieron el enfrentamiento armado durante décadas, y habría creado en Colombia condiciones similares a las que propiciaron el Acuerdo de Taif de 1989, que puso fin a una guerra civil que se prolongaba desde 1975 en el Líbano. Concluye su análisis planteando dos interrogantes perentorios:
¿los principales actores sociales y políticos sabrán capitalizar la madurez del momento? o ¿la creciente intervención militar de Estados Unidos (sic) generará nuevas condiciones para la prolongación de un sistema de guerra agonizante? (ibíd., 237-238).
Como sucedieron los hechos, las conversaciones del Caguán no llegaron a nada y la guerra continuó. Los costos del escalamiento de mediados de los 90 evidenciaron una grave crisis humanitaria, pero no redujeron la rentabilidad empresarial de los violentos. Para esta nueva fase el gobierno colombiano cuenta además con una importante asistencia militar de Estados Unidos, que desde 2002 ya no tiene la restricción de utilizarla exclusivamente contra el narcotráfico. Pero Estados Unidos, apretado militar y financieramente por la “guerra contra el terrorismo”, supo descargar el grueso de los costos sobre los colombianos. El aumento del pie de fuerza y la mayor operatividad de las Fuerzas Militares han exigido un incremento sustancial del gasto público en seguridad y defensa, cuya financiación está programada hasta 2006 con reformas tributarias e impuestos extraordinarios.
La guerra en Colombia parece resistirse a las tipificaciones, los modelos prospectivos y las recomendaciones de política que se derivan de estos dos enfoques de economía política. La intuición en que coinciden ambos estudios, y quizá la más aplicable al caso colombiano, es que el continuo incremento del gasto público en seguridad y defensa suele ser ineficaz para controlar las rebeliones, pues estos incrementos son percibidos como una señal de “mala fe” del gobierno en su compromiso de obrar imparcialmente en los conflictos por la distribución del poder. El equipo del Banco Mundial lo expresa con su retórica habitual:
En tanto la literatura que intenta explicar las guerras civiles se ha centrado de manera desproporcionada en las motivaciones, hay que anotar que las circunstancias en las que los grupos rebeldes son militar y financieramente viables suelen ser relativamente raras. Hirshleifer (2001) ha avanzado una proposición deprimente, el teorema de Maquiavelo, según el cual ninguna oportunidad ventajosa para explotar a alguien se desprecia. Aun cuando muchas rebeliones no son motivadas por el deseo de explotar a alguien, una proposición cercana a esta puede ser válida en la práctica: ninguna oportunidad con viabilidad militar y financiera para promover una agenda política mediante la rebelión se desprecia (Banco Mundial, 2003, 89).
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Atran, S. “¿Who Wants to be a Martyr?”, New York Times, 5 de mayo, 2003.
2. Banco Mundial. Breaking the Conflict Trap. Civil War and Development Policy, Washington D.C., World Bank-Oxford University Press, 2003.
3. Hirshleifer, J. The Dark Side of the Force. Economic Foundations of Conflict Theory, Cambridge, U. K., Cambridge University Press, 2001.
4. Richani, N. Sistemas de guerra. La economía política del conflicto en Colombia. Bogotá, IEPRI, Planeta Colombiana, 2003.