LO QUE SE VE Y LO QUE NO SE VE.
La economía política en una lección, dada a sus paisanos de Francia por Federico Bastiat, e interpretada y ofrecida a los suyos de Zipaquirá por Eustacio Santamaría


WHAT IS SEEN AND NOT SEEN.
The Political Economy in One Lesson, Given By Federico Bastiat to His French Fellows, and Offered By Eustacio Santamaría in Zipaquirá



Eustacio Santamaría



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Eustacio Santamaría nació en Nemocón el 29 de marzo de 1829. Fue nombrado cónsul en El Havre en diciembre de 1869, durante el gobierno del general Salgar, y empezó a ejercer sus funciones ante Francia y Gran Bretaña desde abril de 1870. Antes de su nombramiento la delegación consular fue dirigida en 1869 por J. M. Torres Caicedo, quien se opuso en un fuerte debate a los manejos que hizo Santamaría de los asuntos de la delegación; por Jesús T. Tejada entre 1866 y 1868; y por Rafael Núñez en 1866, que apoyó la elección de Santamaría como cónsul1.

En 1873, Santamaría ejerció el cargo de secretario general del gobierno del Estado Soberano de Cundinamarca y se destacó por firmar el contrato con Percy Brandon y William Powles para la construcción de una línea férrea entre Bogotá y el sitio de Los Manzanos en el camino de occidente. Este contrato, como muchos otros que se suscribieron durante la fiebre ferrocarrilera de la década de los 70, suscitó controversias apasionadas sobre la viabilidad del proyecto, su rentabilidad, el beneficio que traería para el erario público y su impacto en la vida económica de la región2.

Sus escritos más estructurados son el segundo y el tercer tomo de las Conversaciones familiares sobre industria, agricultura, comercio, etc.3, en los que interpreta la realidad neogranadina y sugiere políticas a partir de los elementos teóricos que aprendió en París4. Uno de los temas más importantes de esta obra es el manejo de las minas de sal de Zipaquirá y Chita, tema de vital importancia al que dedicó siete capítulos.

Su traducción, bastante libre, de la obra de F. Bastiat, Lo que se ve y lo que no se ve: o la economía política en una lección, es una interpretación ofrecida a “los suyos de Zipaquirá”5, en la que añade algunos capítulos que siguen el método propuesto por Bastiat de analizar los fenómenos económicos no sólo por sus consecuencias inmediatas sino también por las de largo plazo. En la nota que acompaña a la traducción advierte, con un estilo retórico más propio del Renacimiento que del siglo XIX, que agregó los capítulos VIII, IX, X, XI, XII, XIV y XVI, basado en las lecciones que recibió en París de Bastiat, Chevalier, Blanqui y Garnier.

Los capítulos que se transcriben a continuación tratan temas que constituyeron el eje del debate político y económico durante la segunda mitad del siglo XIX: la discusión entre librecambio y proteccionismo; la producción agrícola de exportación y la creación de una base industrial; el papel paternalista del Estado y la reducción de sus funciones a la protección de la vida, la propiedad, las obras de fomento, el ejercicio judicial y la defensa de la soberanía. También defiende la eliminación del monopolio estatal sobre las salinas de Zipaquirá y Chita, opinión que no prosperó durante los gobiernos radicales, pues estos obtenían gran parte de sus recursos de estas minas, las rentas de las aduanas y los ingresos del Ferrocarril de Panamá.

La presentación de los temas no es rigurosa, pero los comentarios son valiosos en la medida en que reflejan los intereses políticos y económicos que antecedieron las reformas liberales de mediados del siglo XIX. Además, muestra que el debate político en Colombia no ha cambiado en lo sustancial, y que la discusión sobre el proteccionismo y el librecambio ha sido y sigue siendo un comodín en las discusiones de política económica.

Juan Santiago Correa R.*


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XIV
PROTECCIÓN A LOS ARTESANOS NACIONALES

Don Chapetón, carpintero de Cádiz, Don Gavacho, sastre de Burdeos, y el ladino Juan Bull, zapatero de Londres, emprenden viaje para Bogotá. Establécense allí; mas al establecerse, mil obstáculos se les presentan para hacer pronto fortuna, que es el objeto que los ha traído por esos mundos de Dios. Muy bien sabido tienen ellos lo bueno, barato y elegante de los artefactos europeos; no ignoran tampoco que a pesar de los enormes gastos de transporte que ocasionan, muy bien podrían venderse con ganancia en nuestro mercado zapatos, vestido y muebles de la mejor calidad y última moda de Francia, Inglaterra y Alemania; conocen que el oficio de negociante sería mejor que el de artesano en tales circunstancias: se mecen por un momento con las ilusiones de abandonar para siempre serrucho, aguja y cartabón, mas llevando la mano al bolsillo, ven que les falta nervio para transportar por su cuenta calzado, vestido y obras de ebanistería de Europa a Nueva Granada. Devánanse los sesos pensando y repensando de qué modo harían para hacer frente a la concurrencia de los comerciantes, cuyos importes de artefactos extranjeros amagan abundar en el mercado, y son preferidos a los nacionales por la mayor parte del público consumidor. Propónense traer artesanos europeos, y maderas, telas, cueros, clavos y útiles europeos; y no dudan de ese modo en hacer calzado, vestido y obras de ebanistería mejores y más baratos que los de pura cargazón que envía el extranjero. Mas la misma falta de nervio les desbarata su nuevo proyecto.

La crisis es terrible; el mercado extranjero abunda; el público gusta mucho de él, porque le conviene más bajo todos aspectos; los artesanos no saben qué camino tomar, se ven perdidos, arruinados, prontos a tomar violentas resoluciones contra los negociantes; cuando el cuerdo Juan Bull convoca a los zapateros, sastres, carpinteros, herreros, cerrajeros, cuya industria estaba amenazada y con ella el porvenir de sus familias, para acordarse sobre el partido que deberían tomar.

Ningún artesano faltó a la reunión, delante de la cual cada uno de ellos dijo lo mejor que le parecía para arrostrar la crisis. Debe creerse que ninguna de las proposiciones era conducente, cuando no hemos sabido que alguna de ellas fuera adoptada por todos; hasta que se levantó Juan Bull, que ocupaba el asiento de presidente, y en su mal español les dijo: “es ciertamente muy sensible el que no pueda hallarse medio alguno que, conservándonos en nuestro respectivo oficio, nos ampare de la postración que nos amenaza; porque, digan lo que quieran (atención general), yo sé lo poco que vale la mano de obra en Europa y los ingeniosos auxilios que las artes sacan de la mecánica; auxilios que hacen ganar tiempo, y ahorrar dinero, material y trabajo; sé también, porque soy de allá y lo he visto con mis propios ojos, que, a pesar de los crecidos gastos del transporte, los artefactos extranjeros nos llegan aquí mejores, más baratos y más elegantes que los fabricados con nuestra poca destreza y nuestros malísimos útiles. Y como no tenemos capitales con qué poder hacer concurrencia a los ricos extranjeros, no veo sino un recurso que no solamente nos preservaría de una ruina completa, sino que nos proporcionaría mayor número de goces y un porvenir que puede llamarse muy lisonjero; bienestar y porvenir que jamás lograríamos atenidos a nuestro pobre oficio”. “¿Cuál es el recurso?, ¿cuál es el recurso?”, gritó el auditorio entusiasmado. “¡Viva Juan Bull! ¡Viva el famoso míster!”.

Tan luego como el alboroto cesó, continuó Juan Bull: “si es cierto que los extranjeros pueden mandar a nuestro mercado artefactos mucho mejores y más baratos que los que nosotros podemos fabricar aquí, en donde los instrumentos de trabajo y la mano de obra cuestan tanto y son tan imperfectos; también es cierto que hay productos peculiares a esta tierra, de que se carece en Europa, y en cuyo mercado tienen tan buena salida como sus artefactos en el nuestro. Allá en tierra caliente no más se puede hacer azúcar y panela y miel, y el cacao, maíz, arroz, café, el añil, que sé yo, crecen en abundancia. La tierra, no cuesta nada: se le piden unas tantas fanegadas al gobierno, y cátennos ustedes ahí hechos cultivadores. Al principio la cosa marcha lentamente, mas después, con algo de perseverancia y buena voluntad, entra el dinero a montones, sin exageración ninguna. En la sabana también se producen papas, ganado y trigo, etc., que pueden venderse a los de tierra caliente en cambio de los productos peculiares a su clima y de que aquí se tiene necesidad. Y mientras tanto compramos al extranjero nuestros vestidos, nuestro calzado y nuestras herramientas. Botemos, pues, nuestros malos útiles o regalémoslos a los remendones que quieran quedarse aquí, y vámonos a cultivar los campos o a sacar oro en Mosquita, Antioquia o el Cauca; que para eso están llamados los habitantes de estas comarcas, y no para fabricar zapatos, botas, medias, casacas y jaranas. La agricultura y la minería son el patrimonio de la Nueva Granada, así como el de Inglaterra son las manufacturas” (señales de aprobación).

“El modo, pues, de burlarnos de la crisis actual, es el de cambiar las tijeras, el cartabón y el serrucho, por el azadón y el arado. Comenzaremos, si nos va muy mal, por ser jornaleros, luego arrendatarios, y en menos de que me limpio un ojo, seremos hacendados. Por mi parte, yo sé ya cuál es el partido que debo tomar”. ¡Viva el famoso míster!, ¡viva mil veces!, fue el grito entusiasta que partió del pecho de todos los artesanos como del pecho de un solo hombre.

Al día siguiente ya se habían reunido los artesanos por partidas; quienes se iban para la Mesa, quienes para Guaduas, quienes para Antioquia, estos para la Costa, aquellos para el Cauca, otros para el Socorro, todos llenos de ánimo y esperanzas en la nueva carrera que iban a emprender; cuando tres legisladores, viendo la alarma en que se hallaban las pobres chicheras y revendedoras de Bogotá, cuyos marchantes o parroquianos iban a arruinar su industria al emigrar; y acordándose del ejemplo del señor Prohibiente en Francia, cuando la cuestión del hierro belga, hicieron convocar extraordinariamente el Congreso, encabezaron una representación en que probaban el espantoso peligro en que se hallaban las chicheras, venteras y revendedoras de Bogotá; y el Congreso, convencido por tan poderosas razones, y abundando en la opinión de que la industria naciente de la nación iba a perecer en la más tierna edad, como una flor cegada por la cruel hoz, fabricó a toda prisa una ley que prohibía la entrada de toda especie de artefactos extranjeros, a no ser que pagaran un derecho imposible casi de soportar. Calmáronse los artesanos, quedáronse en Bogotá ganando su vida en paz, no teniendo que temer concurrencia alguna.

Todo era bonanza en Bogotá entre los artesanos, jamás había reinado tanto orden, ni se acordaba ya nadie de la crisis pasada, cuando la necesidad fuerza a taita Juancho a renovar algunas de sus cosas de uso. El pobre taita que vivía en el campo y había estado a oscuras de cuanto se había pasado en la capital pocos días antes, se echó cuatro pesos al bolsillo, montó en su mocho castaño y echó a galope para Bogotá, con intención de comprar ahí un par de calzones por tres pesos, y dos pares de zapatos para su mujer y su hija, por un peso.

¿Cuál sería el chasco del pobre taita, cuando yendo a su tienda favorita, encontró que le era imposible el comprar los pantalones por menos de seis pesos, y los zapatos por menos de dos? Se quedó con la boca abierta, sin bullir pie ni mano, ni decir oste ni moste.

Pide que se le explique la causa de esa enorme carestía en tan poco tiempo; y de la explicación resulta que la ley que prohíbe la introducción de artefactos extranjeros no ve sino el provecho de unos cuantos venteros y de unos cuantos malos artesanos de Bogotá, y el fantasma de no sé qué industria nacional, salvada de la ruina. ¿Y qué es lo que no ve? ¡Ah, lo que no ve es más digno de atención de lo que se cree! No ve que el taita Juancho tiene que pagar doble, si no triple, el mismo número de goces. No ve que el taita Juancho se ve obligado a tener un peón menos y llevar una carga menos al mercado. No ve que el peón y el dueño de la mula carecen de ocupación y se perjudican. No ve que esos mismos artesanos consagrados a la agricultura y a la minería tendrían mayor beneficio propio y habrían contribuido de una manera poderosa al fomento de la industria nacional, que no podrá ser jamás otra que la que resulta del cultivo de los campos y de la explotación de las minas.

Y como la enormidad de los derechos no deja entrar a la Nueva Granada esa especie de artefactos, sino tal cual vez y eso de contrabando, se deduce por cualquier lado que se examine la cuestión que, con la ley que prohíbe la entrada de artefactos extranjeros, no hay en suma sino una pérdida neta, una partida negativa en el libro de la industria y del progreso nacionales.

1) El tesoro no ha echado ni un centavo más en sus arcas; 2) el taita Juancho y todos los granadinos que no son artesanos, tienen que satisfacer las mismas necesidades con un trabajo doble, si no triple; 3) la industria nacional ha perdido los brazos de todos esos artesanos, que consagrados verdaderamente a ella, la habrían hecho sin duda alguna florecer; 4) esos mismos artesanos serían hoy mucho más felices de lo que son, y no causarían los trastornos domésticos que por su posición social causan necesariamente en las ciudades populosas.

“¡Esto es tan claro como dos y dos son cuatro!”, gritarán todos, y luego votarán en favor de la prohibición, sin acordarse de tal cosa, como dice el amigo Bastiat.

 

XV
EL GOBIERNO METIDO EN LO QUE NO DEBE

Los deberes de los gobiernos no son ni pueden ser deberes paternales; pues antes sería preciso demostrar que hay algún gobierno que quiere tanto a sus súbditos como un padre quiere a sus hijos, y que es tan superior a ellos en inteligencia como un padre lo es respecto de sus hijos.

La misión de las constituciones democráticas es la de despojar a los gobiernos civiles de aquellas innumerables atribuciones que daban a los gobiernos antiguos el carácter de paternales, dejándoles puramente el manejo de los negocios que son de su estricta competencia. La nación mejor gobernada será aquella en que el gobierno civil no tenga más fines que los siguientes: proteger nuestras personas y nuestras propiedades; obligarnos a satisfacer nuestras necesidades, no por medio de la rapiña, sino por medio de la industria; obligarnos a allanar nuestras diferencias, no por medio de las armas, sino por medio de árbitros, y forzarnos a dirigir todas nuestras fuerzas contra cualquiera otra sociedad que nos cause daños o nos insulte.

Proteger la industria, las ciencias, las artes, el comercio, la religión, no son negocios de su competencia; no ponerles trabas es en lo único que él debe poner cuidado, que ni la industria, ni las ciencias, ni las artes, ni el comercio, ni la religión necesitan de su protección para sostenerse y progresar. Y mal podría el gobierno mezclarse en eso sin descuidar su objeto principal de conservar el orden y distribuir justicia.

Si un gobierno es negociante, propietario o fabricante, entra en negocios que no tienen relación alguna con sus deberes, puesto que en serlo causa más daños que beneficios, o para decir la entera verdad, no causa sino grandes perjuicios. Esta será la cuestión que someteré ahora a la prueba de lo que se ve y de lo que no se ve, tomando por ejemplo lo que pasa en cierta república que se llama Nueva Granada.

Nunca es más cierto que cuando se habla de los deberes de los gobiernos, que sin cierta división de los deberes el mundo no podría marchar. Es mucho más importante que los hombres tengan pan que el que tengan guitarras, y sin embargo, de ahí no se deduce que un fabricante de guitarras deba agregar a su oficio el de panadero, porque si así lo hiciera tendríamos malas guitarras y peor pan. Si un zapatero agregara a su oficio el de boticario, tendríamos mal calzado y detestables remedios; y si a esos dos agregara el de confitero, no sería yo quien comería sus colaciones. Lo mismo sucede con respecto al gobierno; si al oficio de guardar el orden, de proteger nuestras personas y propiedades, de hacernos administrar justicia y de obligarnos a defendernos contra nuestros enemigos, agrega el de manejar intereses, y qué sé yo qué más, tendremos mal orden, peor justicia, detestable policía y malísimas cuentas de esos intereses, como en efecto sucede.

Vamos al caso. Desde el tiempo de los godos es el gobierno granadino dueño del derecho de manejar salinas, minas, factorías, y qué sé yo qué más propiedades, por cuenta de la nación.

Sometiendo a la prueba de nuestra piedra de toque una de las propiedades del gobierno, y estudiando sus consecuencias, cualquiera podrá después aplicar la misma demostración a las demás.

La salina de Zipaquirá nos viene a pedir de boca. Pasa un muchacho cualquiera por delante de la puerta del presidente, este le hace echar mano por sus criados, lo meten a su cuarto, y no sale de ahí sino con un destino de poco más o menos $150 al mes. Ni se necesita más para ser director de ventas o de intereses nacionales. El oficio del tal muchacho era el de abogado, médico, maestro de dibujo o música, no importa, allí lo enganchan, y ha de manejar, sepa o no sepa, los intereses nacionales. No hay duda de que se ve en algunos afanes de mayor cuantía; se mueve, se agita, corre, vuela, en una palabra, no sabe qué hacer. Yo mismo, dice él, no puedo manejar esta salina, porque entonces, ¿quién manejaría las otras propiedades nacionales? Se quedarían desatendidas y Dios sabe lo que después me iría por la pierna arriba. Nombrar un administrador con unos $200 al mes es lo más prudente. Convenido.

Viene el administrador; administra según le parece; mas como a él, fuera del sueldo que coge, nada le interesa el mayor o menor rendimiento de la salina, se cuida poco de ella.

Nuestro muchacho lo nota y se resuelve a mudar de plan, pues el muchacho es honrado y desea de veras la prosperidad de aquello que tiene bajo su cuidado. Arrendaré la salina al que más me ofrezca, dice él. ¡Corriente! A dos reales arroba me la fabrica cierta compañía; entreguémosela y veamos cómo nos va. Pero se le ocurre que en un país en donde hay tantos manantiales y rocas de sal, podría antojársele a algunos granadinos fabricar también sal y venderla más barata que lo que el gobierno desea. “A otro perro con ese hueso”, dice este, y da una ley por la cual nadie más que el gobierno puede fabricar sal en tantas y cuantas leguas a la redonda. Fabrica el gobierno exclusivamente sal, a seis reales la arroba, ganando en cada una cuatro reales, y se acuesta a dormir sobre sus laureles, sin pensar en las consecuencias que su proceder traiga a la nación, que en este caso también son unas visibles y otras invisibles.

Suponiendo que se fabriquen y vendan diariamente 1.000 arrobas de sal, recibe el gobierno una ganancia neta de $500 al día o sea $15.000 al mes. Estos $15.000 que entran a las arcas nacionales mensualmente, son el efecto inmediato, el efecto que se ve con los ojos del cuerpo; mas los que no ven sino los ojos del alma, los que sólo la inteligencia descubre son mucho más considerables.

Tratemos de ponerlos en limpio. El taita Juancho y millares de personas más que se hallan en su mismo caso, se ven obligadas a no emplear sino la tercera parte de la sal que emplearían si no costase sino a dos reales la arroba, porque es de advertir que la sal es uno de los objetos de más urgente necesidad. La misma industria salinera emplearía tres veces más de brazos, si vendiese una cantidad de sal triple. De la carestía de la sal resulta que ni la industria de las mulas, ni la de los carros, progresan, ni los caminos se abren ni mejoran, porque donde no hay transportes que puedan soportar los gastos de arreglo de caminos, estos no pueden existir por más que se quiera. La restricción de la industria salinera hace que aquellos hombres que podrían ocuparse ventajosamente en la minería o en la agricultura, o en los transportes o en la abertura de caminos, se han hecho sastres, zapateros, herreros, carpinteros, etc., y que el gobierno para darles ocupación y modo de que ganen su vida, ha prohibido la entrada de artefactos extranjeros, que son mejores y más baratos, con perjuicio del mismo taita Juancho, de millares de personas más y de la industria nacional.

No se ve todo eso, que es enorme, y no se ve tampoco que el gobierno no se perjudicaría en nada si vendiese esa salina, por la cual se le daría lo que ella vale; y si entrase con ese dinero como accionista en empresas particulares, que al mismo tiempo que le reembolsarían sus $15.000 mensuales por lo menos, darían a la nación, y a su industria un incremento imposible casi de calcularse.

Poniendo, pues, como hemos puesto, los efectos que se ven en frente de los que no se ven en esta cuestión, se deduce que un monopolio legal sobre objetos de gran consumo acarrea los males más graves a una nación; males que desgraciadamente no se ven con los ojos del cuerpo, sino el día en que, caído el monopolio, se notan los innumerables beneficios que su caída derrama sobre los intereses de la nación.

El gobierno conservaría en este caso la misma entrada de $15.000 mensuales, para sus gastos de administración o para pagar los intereses de la deuda nacional, y daría vida al mismo tiempo por dos lados a la industria; en primer lugar, por medio de la baratura en que se pondría la sal, por el aumento del consumo de esta, el aumento de brazos que emplearía esta industria y mil más que de ella se deducen; y en segundo lugar, por la grande o grandes empresas nacionales que se llevarían a cabo si él tomase parte en ellas con sus capitales. Esto es lo que no se ve.

XVI
DE ESOS POLVOS VIENEN ESTOS LODOS

Que no se pueden atender muchas cosas a la vez sin atenderlas pésimamente; que es imposible servir a varios amos a la vez sin servirlos mal, es cierto y positivo; y que un médico que ejerce al mismo tiempo la abogacía y desempeña un curato no podrá jamás traspasar los límites de un mal curandero, un peor tinterillo y un clérigo de misa y olla, es una verdad que salta a los ojos de cualquiera. Y que el gobierno que en todas las circunstancias no mira con mucha atención, con atención profunda y con la mayor conciencia de lo que hace, las cosas que tiene a su cargo para examinarlas en todas sus partes, ese es un gobierno incompleto, y llamado a perecer, porque corre el riesgo más inminente de pasar por alto en sus acciones la justicia; y que el gobierno que descuida la justicia es un gobierno perdido, y del que el último juicio de los hombres, la posteridad, no hará mención sino como de un estorbo dañino arrojado a la marcha de la humanidad.

Jamás habrá justicia absoluta en una nación en donde el encargado de hacer que se administre la justicia tenga que atender a obligaciones de otra especie; y que mientras mayor sea el número de objetos que estén al cargo del gobierno, tanto más deprimida, hollada y despreciada se hallará la justicia.

Que el gobierno sea propietario y maneje por su cuenta, y valido de su fuerza exclusivamente, una empresa que constituye una de las riquezas del país, es una calamidad positiva, lo he demostrado perentoriamente en el capítulo pasado, poniendo sus funestas consecuencias que no se ven al frente de las que se ven. Mas, sentado que no sea posible de otro modo, sino que es preciso que el gobierno maneje propiedades, voy a probar con un hecho histórico que aun en el manejo de ellas los efectos que se ven se tienen más en cuenta que los que no se ven; lo que será aun una prueba perentoria más de que el zapatero no debe sino hacer zapatos, y no dar sangrías ni hacer navajas.

Una de las propiedades que el gobierno granadino maneja, por cuenta de la nación, según dicen, es la de la salina de Chita. Esta posesión queda en un país muy distante de Bogotá, y muy distante también de la civilización. Ahí viven los empleados y peones de la salina, casi solos; la vida no tiene atractivo ninguno, el clima es enfermizo, hay escasez de buenos alimentos y los caminos que ahí conducen se llaman caminos porque el uso así los ha denominado, mas no porque tengan ni semejanza con estos.

Arrendose esta salina una vez sin previsión ninguna, como era natural de la parte de un gobierno, con detrimento del tesoro público, a un contratista que hizo en ella un caudal inmenso en menos de quítame allá esas pajas. El gobierno, después de algunos años, notó que el contratista ganaba más de lo que por su trabajo merecía, con perjuicio de la hacienda nacional, e hizo rescindir el contrato con la mayor justicia de su parte. La pérdida que sufrió el tesoro en los años que duró el contrato es una prueba manifiesta de la incompetencia del gobierno en lo que no sea administrar justicia y poner orden; mas eso no viene ahora al caso, a pesar de que el fin de esta pequeña historia dará aun una prueba más concluyente de lo mismo.

Se invita a nueva contrata. Entre los oponentes se saca la ficha el que promete más ganancias al tesoro. El administrador de cuentas es un joven pundonoroso y honrado como el que más, pero carece de experiencia, pues siendo antes abogado, jamás se las había visto más gordas. Se hace la segunda contrata. ¿Cuál es el ánimo del gobierno? El de sacarse el clavo, como dicen, el de recobrar a todo trance lo perdido con el anterior contratista. Busca el otro extremo; pues esa es una de las cualidades visibles que distinguen al gobierno que traspasa los límites de la administración de los negocios de su competencia; siempre cae en los extremos, jamás busca el término medio, pues si lo buscara, esto le daría el carácter de justiciero, lo que se opone enteramente con la clase de negocios a que tiene que atender.

Se marcha el nuevo contratista a comenzar sus trabajos. Al ver el campo del combate pagado, halla que no hay sino muertos y heridos: las calderas viejas y rotas, las ramadas desplomadas dispuestas a caer al imperio de un aguacero fuerte, los manantiales tapados por medio de derrumbes, el combustible a una distancia enorme y sin camino ninguno por donde tenerlo a mano y hacer uso de él. Todo eso y más que el gobierno había callado con intención o sin ella, impide el que los trabajos se comiencen tan pronto como sería necesario para cumplir con lo prometido. Sin embargo, el nuevo contratista espera que el gobierno tenga eso en cuenta, para ser indulgente con él como de justicia, lleva algunas docenas de peones de la Sabana y del Socorro, manda ahí a sus dos hijos, y lleno de deseos de mejorar la elaboración, encarga a Inglaterra dos calderas para evaporar la sal, y varias otras máquinas para facilitar los trabajos. Pero el gobierno no cede, ordena que se cumpla la contrata al pie de la letra, y que el dinero que él debe recibir del contratista entre en sus arcas. Cúmplense sus órdenes y deseos; el dinero viene, lo recibe sobándose las manos y dando brincos como un muchacho.

La entrada de ese dinero es la parte de la cuestión que el gobierno ve; la recuperación de lo antes perdido es lo que también ve en aquel momento. Mas su vista no traspasa los límites de lo que se ve, o no quiere traspasarlos. Animémonos ahora a ver lo que no se ve.

No se ve que el dinero que el tesoro recibe no viene de la luna, que ese dinero viene de la venta de los intereses del contratista, y que la ruina de esos intereses trae consigo la de las personas que de ellos dependen: y que esos intereses hacen parte de la riqueza nacional, que sufre por decontado cuando ellos sufren. No se ve que el taita Juancho pierde su colocación como mayordomo de sus mulas. No se ve que dentro de poco el contratista no tiene más dinero con que rendir cuentas al gobierno, y que este observa con pesar que los fuertes no entran como antes a las arcas. No ve que los compradores de sal vienen a Chita por lana y se van trasquilados; no ve el enorme perjuicio que de ahí resulta al taita Juancho, a la industria mulera, a los ganados, y a los caminos que se tapan por falta de transeúntes; no ve que el contratista envía contraorden a Inglaterra para que las calderas no vengan; no ve el fomento que hubiera recibido la industria salinera con esos instrumentos, que disminuyendo y facilitando la mano de obra, aumentan considerablemente la bondad y la cantidad de los productos fabricados.

El gobierno, que representa la nación en sus intereses, no ve que la riqueza nacional ha retrogradado en vez de haber progresado. No ve, que el tesoro no ha ganado nada, que ha perdido al contrario, y que hubiera perdido mucho más, si el contratista no se hubiese retirado antes de que su ruina fuese completa, y con ella la de crecidos intereses del gobierno. No ve que con su ignorancia o mala fe ha hollado dos veces la justicia, la una cuando se dejó engañar por un contratista y la otra cuando él mismo fue el engañador. No ve que en su falta de sentido común quiere tapar un roto con un descosido. Y no ve sobre todo que el criterio de un buen gobierno es la justicia, y que la base de la justicia es la ley para todos. Que las naciones se parecen en ciertos casos a los ejércitos; se someten al régimen más severo con tal de que este régimen se aplique a todos; como si la disciplina a la cual todos están igualmente obligados a someterse, jefes como soldados, no se hiciese sentir sobre nadie. Encuentra en nuestra alma tal expansión la igualdad, que soportamos fácilmente el peso más duro con tal de que todos participemos de él. ¡Qué de gentes no se asocian en los tiempos en que andamos para sufrir en común! Pero que el régimen de la severidad no se aplique a todos, que hiera a cierto número de personas no más, entonces, ¡ah!, no hay que pensar en la sumisión de nadie, porque el yugo se vuelve insoportable. Entonces el gobierno se llena de dificultades, que crecen en proporción de sus desigualdades e injusticias. Al contrario, cuando todos se complacen en decir de una administración: “es severa pero justa”, la tarea de los gobernantes se vuelve fácil. Bajo un gobierno sin preferencias, sin personalidades, no hay que temer las agitaciones desordenadas. La generalidad se unirá sin duda para hacer representaciones, si las cree necesarias, ella pedirá en masa las reformas, se tratará de justicia a justicia; pero no habrán ni facciones ni conspiraciones. Según el modo como el gobierno haga ejecutar para todos y a la luz del día, la letra estricta de la ley civil, se exigirá también de él a la luz del día, la ejecución de la ley natural del progreso.

He aquí por qué nos indignamos y combatimos contra la antidemocrática práctica y fatal tendencia del gobierno en ingerirse en asuntos que no son de su estricta competencia, porque de ello resulta indispensablemente que sus actos todos no llevan el sello de la justicia: la ley para todos.


NOTAS AL PIE

1. Torres Caicedo, J. M. 1874. Muerte moral de don Eustacio Sanz de Santamaría, Nemocón, Imprenta de don Basilio-Eustacio, 134 p.

2. Santamaría, Eustacio. 1873. Informe general al Gobernador de Cundinamarca, Bogotá, Imprenta de Gaitán, 120 p.

3. Santamaría, Eustacio. 1871/2. Conversaciones familiares sobre industria, agricultura, comercio, etc., Havre, Imprenta de A. Lemale Aine, tomos II y III . El tomo I fue escrito por José María Gutiérrez de Alba.

4. Aunque sus recomendaciones giran alrededor de temas económicos nacionales, también hace comparaciones con otros países hispanoamericanos y da consejos culinarios y prácticos sobre la vida diaria del campo y la ciudad.

5. Aunque no es claro quiénes eran “los suyos de Zipaquirá”, cabe suponer que se refiere a miembros de la élite política y académica colombiana de la época, como Lorenzo María Lleras, los hermanos Santiago, Rafael y Felipe Pérez Manosalva, y José María Triana, entre otros zipaquireños notables.

* Economista, docente investigador de la Universidad Externado de Colombia.