LA ÉTICA DE LA COMPETENCIA*
THE ETHICS OF COMPETITION
Frank Knight
* Tomado de The Quarterly Journal of Economics 37, 1923, pp. 579-624. Traducción de Alberto Supelano.
En el ensayo anterior1 me propuse argumentar contra la visión de la ética más comúnmente aceptada entre los economistas. El argumento no se dirigía contra el hedonismo como tal, sino contra todo tipo de ética “científica”, contra toda opinión que se basa en el supuesto de que las necesidades humanas son magnitudes objetivas y mensurables, y que la satisfacción de esas necesidades es la esencia y el criterio del valor, y que a partir de este supuesto reduce la ética a una especie de economía divinizada. Planteé que, en consecuencia, esa opinión reduce las necesidades “superiores” a una posición secundaria en comparación con las “inferiores” e interpreta la vida humana en términos biológicos. Pero el hecho es que normalmente los seres humanos no prefieren las necesidades inferiores y más “necesarias” a aquellas que no es fácil justificar por su valor de subsistencia o supervivencia, sino más bien lo contrario. Lo que llamamos progreso ha consistido en incrementar la proporción de satisfacción de necesidades estéticas o espirituales más que las de carácter biológicamente utilitario, y no en aumentar la “cantidad de vida”. Como ya subrayamos, los hechos están totalmente en contra de aceptar toda visión de la vida como un balance contable; apuntan en cambio a una valoración de un género mucho más sutil que la suma y resta de cantidades homogéneas; a una ética en la línea de la crítica estética, cuyos cánones son de una clase diferente a la de las leyes científicas y no son muy satisfactorios intelectualmente. No podemos aceptar la satisfacción de necesidades como criterio último del valor porque no consideramos nuestras necesidades como fin último. En vez de aceptar la opinión de que sobre gustos no hay disputas, disputamos sobre ellos más que sobre cualquier otra cosa. Nuestro problema más difícil en materia de valoración es el de valorar nuestras necesidades, y nuestra necesidad más penosa es el deseo de necesidades “adecuadas”.
El propósito del presente artículo es afinar y completar el argumento ya expuesto; insistiendo primero en la necesidad de encontrar un criterio defendible de los valores que sirva de base para juzgar cuestiones de política y, segundo, examinando las normas de valor implícitas en el laissez-faireo filosofía social individualista, y planteando algunos problemas relacionados con esas normas. En cuanto a lo primero, podemos ser breves. No es necesario demostrar en detalle la tesis de que la política social se debe basar en ideales sociales. Un sistema organizado debe funcionar de acuerdo con una norma social. Por supuesto, esta norma debe estar relacionada de algún modo con los valores de los individuos que conforman la sociedad, pero no puede ser idéntica a ellos; presupone un proceso de organización de los diversos intereses individuales, que haga posible ponderarlos y resolver los conflictos entre ellos.
Es imposible construir un concepto de “eficiencia social” en ausencia de una medida general del valor. Aun en física e ingeniería, la “eficiencia” es una categoría de valor en sentido estricto; no hay una cosa que podamos llamar eficiencia mecánica. De las leyes fundamentales de la conservación de la materia y la energía se deduce que todo cuanto entra en un dispositivo o proceso sale en alguna forma.En términos puramente mecánicos, todas las eficiencias serían iguales al ciento por ciento. La eficiencia de una máquina es la relación entre el producto útily el producto total. En casos sencillos, la distinción entre útil e inútil puede ser tan nítida y clara que no da lugar a discusión, como en el caso de la energía mecánica y el calor generados por un motor eléctrico. Pero cuando interviene más de una forma de producto útil (o de insumos costosos), es necesario tener una medida de la utilidad, del valor, antes de poder discutir la eficiencia. Las relaciones de eficiencia de una máquina de vapor se modifican cuando se agota el vapor que trasmite el calor. No debe extrañar que en un problema tan complejo como el de la eficiencia social, en el que los elementos de gasto y rendimiento son numerosos y diversos, el proceso de valoración se haya convertido en el tema central. Se debe aceptar que sólo dentro de límites muy estrechos es posible interpretar la conducta humana como una creación de valores tan definidos y estables que pueden servir como datos científicos, que la vida es en esencia una exploración en el campo de los valores y no una mera cuestión de producir valores dados. Cuando esto se ve claramente se entiende por qué son tan inútiles tantas discusiones sobre la eficiencia social.
La percepción de estos obvios principios fundamentales resta fundamento a una de las críticas del orden económico que ha atraído amplia atención. A la idea, planteada por Thorstein Veblen e imitada por otros, de que hay diferencias entre empleos “pecuniarios” e “industriales”2, y que la sociedad debe arrebatar el control de la industria a los “financistas” y ponerlo en manos de los “técnicos”3.
Esta idea se apoya en la misma falacia, en la idea de que la sociedad debe elegir entre producir más bienes y producir más valor, y que la prudencia aconseja preferir lo primero. Es difícil tomar en serio los dos componentes de esa proposición. Es obvio que la cantidad de bienes, si hay más de una clase, se debe medir en unidades de valor. La propuesta de dejar que los técnicos de los campos respectivos digan qué proporción de la fuerza productiva social se dedique a cada campo, es simplemente grotesca. Los expertos militares la usarían toda en el ejército y la armada; los médicos la dedicarían toda, y aún más, a la salud, y así sucesivamente. Nada es más importante en un primer curso de economía que hacer ver al estudiante que el problema de la administración social es un problema de valor, que la eficiencia mecánica o técnica es una combinación de palabras carente de sentido.
Es indiscutible, como mostrará el curso de nuestro argumento, que las críticas válidas del orden económico existente se refieren principalmente a sus normas de valor, y en mucho menor medida a su eficiencia en la creación de los valores que este orden reconoce. Insistiremos en que el prerrequisito de toda crítica inteligente de los procesos o resultados sociales no es la simple medida de valor sino los ideales de valor. Esta no es, como la proposición acerca de la eficiencia, una verdad evidente en sí misma. Es muy discutible que la definición o crítica de la política implique tan sólo la comparación de las alternativas posibles y la elección de la que se juzga preferible. Es discutible, así se plantee con frecuencia, que los valores sean puramente relativos, lo que no significa más que algo es bueno o malo excepto cuando se compara con una alternativa mejor o peor. Se trata de una cuestión práctica: ¿la facultad de juzgar funciona razonando a partir de alternativas y decidiendo cuál es preferible o, por el contrario, formula ideales y compara lo real y lo potencial con esos ideales, e indirectamente lo uno con lo otro comparándolos con un ideal? No hay duda de que utiliza ambos métodos, y ambos son útiles; pero sostenemos que con respecto a las cuestiones más amplias y elevadas, a los problemas últimos de la vida moral y social, la formulación de ideales es un paso necesario. Hay lugar, un lugar vital, para una ciencia “absoluta” de la ética. Sus dictados no serán realmente absolutos, porque nunca se separan totalmente del mundo real ni de sus posibilidades de desarrollo y transformación, y siempre se desarrollan y cambian. Pero al menos no son “simplemente” relativos; deben estar más allá de lo inmediatamente alcanzable, y a menudo se sitúan en el campo de lo actualmente imposible, son modelos a los que hay que acercarse y no objetivos que se deben alcanzar.
No pretendemos solamente que esos ideales son reales para los individuos, sino que son parte de nuestra cultura y que son lo bastante uniformes y objetivos para constituir un patrón útil de comparación en un país dado y en un momento dado. El sentido común normal juzga en términos de ideales, de una ética absoluta en el sentido indicado, y no simplemente en términos de lo mejor que se puede hacer. De otro modo, decir que una situación es desesperada equivaldría a decir que es ideal, lo que no concuerda con el uso común. En el resto de nuestra exposición apelaremos a lo que nos parecen ser los ideales del sentido común de la ética absoluta de la cristiandad moderna. No pretenderemos redactar un código de tales principios; por su carácter no siempre es fácil condensarlos en proposiciones. No intentaremos “resolver” problemas morales ni establecer normas, sino poner de relieve las normas implícitas en algunos juicios morales acerca del sistema económico, y examinarlas críticamente. La argumentación tendrá entonces un tono negativo, y la exigencia de brevedad le dará a veces un toque “agresivo”; pero dejemos por sentado desde ahora que no defendemos ni proponemos ningún cambio. La política es una cuestión de alternativas, un asunto puramente relativo; aquí nos interesan los ideales, que suponemos se pueden llevar más allá, a la esfera de consideraciones al menos “relativamente” absolutas. Aunque el sistema competitivo es mejor que otros sustitutos disponibles, una visión clara de sus defectos en comparación con los ideales imaginables puede ser de gran valor para mejorarlo.
El examen del orden económico competitivo desde el punto de vista de sus normas éticas se divide naturalmente en tres partes. En primer lugar, la pretensión ya mencionada de que las necesidades no son datos últimos ni se pueden identificar con los valores no significa que no sean reales e importantes. Nunca podremos prescindir totalmente de las necesidades físicas, de lo que se requiere para la vida, la salud y el bienestar, por poco que sea el peso de estas motivaciones en el comportamiento civilizado. Además, en toda época y lugar, el estado de cultura existente fija unas exigencias mínimas de carácter imperativo. Es verdad, dentro de ciertos límites, que el propósito de la actividad económica es satisfacer necesidades, y este hecho plantea un conjunto de problemas que debemos considerar en la evaluación de todo sistema de organización económica. Primero debemos investigar sus normas de valor, en el sentido económico o cuasimecánico; su manera de encarar las necesidades existentes; su mecanismo para comparar, equilibrar y quizá seleccionar entre las diversas necesidades de las diferentes personas y clases de personas que conforman la sociedad. Sobra decir que las preguntas de qué necesidades satisfacer y a quién se deben satisfacer están ligadas íntimamente. La respuesta del sistema a esta doble pregunta constituye su escala de valores socioeconómicos, y a partir del mismo conjunto de necesidades individuales se pueden establecer escalas de valor social muy diferentes mediante métodos de selección, equilibrio y combinación diferentes. El aspecto más claramente ético de esta cuestión es por supuesto el viejo problema de la justicia social, relacionado con el tratamiento que el sistema da a las necesidades de personas y clases; pero no lo podemos separar del problema de la clasificación de las diferentes necesidades de una misma persona. Una segunda investigación dentro de la misma categoría, de índole más mecánica pero claramente un problema de valores, se refiere a la eficienciadel sistema en el uso de los recursos disponibles para crear los valores que reconoce, es decir, para producir la máxima cantidad de “bienes” medida por la norma que establece.
Otra cuestión, éticamente más fundamental que estas pero inseparable de ellas, y que se debe considerar en la primera parte de la investigación, se deriva directamente del reconocimiento del carácter provisional de las necesidades y del hecho obvio de que las necesidades que un sistema económico intenta satisfacer son en gran medida un producto del funcionamiento del sistema mismo. Cuando establece su escala de valores, el orden económico hace mucho más que seleccionar y comparar las necesidades de bienes y servicios intercambiables: su actividad se extiende a la formación y a la transformación radical o a la creación de necesidades; estas y los medios para satisfacerlas son en gran medida productos del sistema. El examen de la ética del sistema económico debe considerar el tipo de necesidades que tiende a producir o a fomentar, así como su tratamiento de las necesidades existentes en un momento dado.
El segundo de los tres principales puntos de vista que se deben considerar corresponde a un aspecto de la vida económica que está ganando rápidamente una adecuada atención de los economistas: el hecho de que la motivación de los negocios es en gran medida la emulación por sí misma. La industria y el comercio son un juego competitivo, en el que los hombres participan por las mismas motivaciones que en otros juegos o deportes. No por satisfacer necesidades en sentido directo o económico. Las “recompensas” de la participación exitosa en este juego no se buscan por un potencial de satisfacción que dependa de una cualidad que posean como cosas, sino simplemente como símbolos del éxito, como los galardones, medallas y demás trofeos que se conceden en otro tipo de concursos. Nuestra segunda tarea será entonces preguntar ¿ qué clase de juegoson los negocios? ¿Hay algo que decir acerca de los juegos desde un punto de vista ético, una base para juzgarlos o clasificarlos, y de ser así, los negocios son un juego relativamente bueno, malo o indiferente?
La tercera parte del artículo tratará brevemente los aspectos fundamentales del problema de los valores desde el punto de vista de la ética absoluta. La actividad económica ocupa gran parte de la vida, y quizá tiende a aumentar su magnitud relativa. El problema de la influencia del sistema económico sobre el carácter sólo se puede tratar de manera superficial, pero al menos se debe plantear. Se dará énfasis a la fase particular de la emulación competitiva como motivación y al éxito en la contienda como valor ético. El orden económico competitivo debe ser responsable en parte de que la emulación y la rivalidad sean cualidades sobresalientes del carácter de los pueblos occidentales que lo adoptaron y desarrollaron. La idea moderna de que el disfrute y el logro consisten ante todo en igualar o aventajar a otros en una rivalidad por cosas acerca de cuyo significado, más allá de que son los objetivos de la competencia, apenas se cuestiona. Una función de la reflexión ética es sin duda la de recordar que ésta no es la única concepción posible del valor y mostrar su contraste con los ideales religiosos a los que el mundo occidental continúa rindiendo culto de labios para afuera; un contraste que lleva a un dualismo fundamental en nuestro pensamiento y nuestra cultura.
A lo largo del análisis será necesario tener presente la íntima conexión entre estos diversos aspectos del sistema económico. La actividad económica es al mismo tiempo un medio para satisfacer necesidades, una agencia de formación de necesidades y del carácter, un campo de expresión creativa y un deporte competitivo. En “el juego de los negocios”, los hombres moldean su personalidad y la de los demás, a la vez que crean una civilización ante cuyo valor perdurable no podemos ser indiferentes.
I
El debate sobre los méritos de la libre competencia o laissez-faire es de especial interés en vista del contraste entre la seductora credibilidad del argumento a favor del “obvio y simple sistema de libertad natural” y el carácter notoriamente decepcionante de los resultados que ha tendido a producir en la práctica4. A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, bajo la influencia de los “economistas clásicos”, de los liberales manchesterianos, de la presión política de la burguesía en ascenso y de la fuerza general de las circunstancias, se hicieron rápidos progresos hacia el establecimiento de la libertad individual en los asuntos económicos. Pero mucho antes de llegar al individualismo total se percibió que sus consecuencias eran intolerables, y se inició el contramovimiento de intervención y control social que desde entonces se ha acelerado. El argumento en pro del individualismo, tal como lo han desarrollado sus defensores desde Adam Smith, se puede resumir en la siguiente frase: una organización libremente competitiva de la sociedad tiende a colocar todo recurso productivo en aquel lugar del sistema donde puede hacer la máxima adición posible al dividendo social total medido en términos de precios, y a recompensar a todos los participantes en la producción con el aumento del dividendo social que su cooperación ha hecho posible. En mi opinión, esa proposición es totalmente válida, pero no es un enunciado válido de un ideal ético social, el objetivo de una utopía. No obstante, el análisis de la tensión entre libertad individual y socialización se ha centrado en la verdad de esa proposición como enunciado de las tendencias competitivas y no en su significado ético. Quienes sienten disgusto por las tendencias del sistema en vista de sus resultados –prácticamente todo el mundo– atacan el análisis científico. Argumentaremos, en primer lugar, que las condiciones de la vida no admiten un acercamiento al individualismo del tipo que la teoría supone necesariamente, y en segundo lugar, que en las actuales condiciones de vida no se pueden lograr las implicaciones éticas que comúnmente se consideran inherentes al individualismo.
El enunciado cuidadoso del significado del individualismo pertenece a la esfera de la teoría económica y no a la de la crítica ética. Es un accidente de la manera como se ha desarrollado la ciencia económica, y especialmente de la relación peculiar entre ciencia y práctica en este campo, que se hayan hecho pocos esfuerzos serios para enunciar con rigor y exactitud los supuestos implícitos en el concepto de competencia perfecta, las premisas de la economía pura. Los autores que escriben sobre economía se han interesado en problemas administrativos, y para ellos los resultados de cualquier tratamiento exacto de los principios son demasiado abstractos para que tengan aplicación directa, y en general no han recibido la formación necesaria para utilizar o apreciar los métodos rigurosos. Los economistas matemáticos han sido antes matemáticos y luego economistas, y se inclinan a simplificar excesivamente los datos y a subestimar la divergencia entre sus premisas y los hechos de la vida. En consecuencia, no han logrado presentarlos de tal forma que los economistas prácticos puedan entender y apreciar su relación con los problemas reales. El lector crítico de la literatura económica general se asombra ante la falta de esfuerzos para definir con precisión la competencia, el tema principal del debate. La formulación clara de los postulados del individualismo teórico pondría de relieve su contraste con el laissez-faire práctico y desacreditaría a este último como política. En este artículo no se puede ir más allá del intento de enunciar en forma sintética las premisas del sistema competitivo, y las mencionaremos en referencia a nuestro propósito de mostrar que en las condiciones de la vida real, ningún orden social posible basado en la política del laissez-faire puede justificar las conclusiones éticas de la economía apologética.
1. En primer lugar, un sistema competitivo individualista debe estar formado por individuos que contratan libremente. En la realidad, sólo una parte muy pequeña de la población de cualquier nación moderna establece contratos bajo su propia responsabilidad. Nuestro “individualismo” es en realidad un “familiarismo”. Los menores, los ancianos y muchas personas de otras categorías, incluida prácticamente la mayoría de las mujeres adultas, están en una situación en que sus negociaciones son realizadas por otras personas. La familia es aun la unidad de producción y consumo. Sobra decir que todos los argumentos en favor de la libre contratación se anulan o revocan cuando una persona contrata en nombre de otra.
2. Además, el individuo más libre, el varón sin trabas y en la flor de la vida, no es en ningún sentido real una unidad ni un dato social último. Es en gran medida un producto del sistema económico, el cual es una parte fundamental del ambiente cultural que ha formado sus deseos y necesidades, que le ha dado las capacidades productivas que posee y puede vender, y que controla en gran medida sus oportunidades. La organización social basada en la libre contratación implica que las unidades contratantes saben lo que quieren y se guían por sus deseos, es decir, que son “perfectamente racionales” lo que equivale a decir que son mecanismos perfectos de satisfacción de necesidades. En la realidad, la actividad humana es en gran medida impulsiva; una respuesta relativamente irreflexiva e indeterminada al estímulo y la sugestión. Además hay mucho de verdad en el argumento de que la competencia no regulada premia el engaño y la corrupción. En todo caso, donde la familia es la unidad social, la herencia de riqueza, cultura, ventajas educativas y oportunidades económicas tiende a aumentar la desigualdad en forma progresiva, con malos resultados para la personalidad de quienes están en ambos extremos de la escala. Es totalmente contrario a los hechos tratar al individuo como un dato, y hay que aceptar que el orden económico competitivo tiende a formar el carácter siguiendo líneas que a menudo están muy lejos de ser éticamente ideales.
3. Se acepta universalmente que la competencia efectiva exige “fluidez”, la perfecta divisibilidad y movilidad de todos los bienes y servicios que se intercambian. El bajo grado en que este supuesto concuerda con los hechos reales pone tales límites a la “tendencia” de la competencia real que en muchos casos invalida el principio. Igual que en el caso de otros supuestos, no es legítimo sacar conclusiones prácticas de una ‘tendencia’, por real que sea, sin tomar en cuenta otras tendencias contradictorias y ponderar los datos de acuerdo con su peso relativo. Uno de los peligros de razonar a partir de premisas simplificadas es la posibilidad de sobrevalorar los factores abstractos cuando se sacan conclusiones y se formulan políticas basadas en ellas.
4. Uno de los principales prerrequisitos de la competencia perfecta es que todo competidor individual tenga pleno conocimiento de las oportunidades de intercambio que se abren ante él. Un “mercado perfecto” implica la comunicación perfecta, instantánea y gratuita entre todos los participantes. Esta condición se cumple en forma aproximada en el caso de algunos bienes cuyo intercambio está organizado; pero el funcionamiento del mercado de la mayoría de los bienes de consumo es muy burdo. En cuanto a los servicios productivos, el capital pecuniario abstracto fluye a través de un mercado altamente desarrollado; pero el mercado de trabajo, de la tierra y del capital real, y de sus usos deja amplio margen para el “poder de negociación” y otras aberraciones accidentales. La organización de la producción y la distribución del producto divergen, en consonancia, de los resultados teóricamente ideales.
5. La competencia exige además que todo comprador efectivo o potencial de un bien o servicio conozca exactamente sus propiedades y atributos para satisfacer sus necesidades. En el caso de los bienes de producción, esto significa conocer sus características técnicas. En una civilización industrial tan compleja como la del mundo moderno es evidente que las divergencias de esta “tendencia” son a menudo más importantes que la tendencia. Se dispone de un conocimiento indirecto para compensar la ignorancia directa de modos muy sutiles; aun así, ningún individuo puede saber lo suficiente para actuar de acuerdo con el ideal de la competencia perfecta. Además, la competencia perfecta no se agota en la exigencia de saber cómo son las cosas; el competidor también debe prever cómo serán, a veces en un futuro muy lejano, y es evidente que las limitaciones de la presciencia son más vastas que las del conocimiento.
6. Los resultados de la acción inteligente son los fines a los que se dirige, y sólo serán éticamente ideales si esos fines son valores verdaderos. En el individualismo, esto significa que las necesidades de los individuos deben ser ideales, así como su conocimiento perfecto. Ya comentamos lo suficiente el hecho de que el orden social forma y satisface las necesidades de sus miembros, y la consecuencia natural de que debe ser juzgado éticamente más por las necesidades que genera, por el tipo de carácter que forma en la población, que por la eficiencia para satisfacer las necesidades existentes en un momento dado5.
7. Otra grave limitación del funcionamiento real de la libre competencia surge del hecho de que los individuos no tienen libre acceso a los imperfectos mercados existentes. No hay error más palmario que el de confundir la libertad con la libre competencia, como se suele hacer. La teoría más elemental muestra que quienes conforman un grupo económico pueden siempre conseguir más colaborando que compitiendo. En condiciones de libertad, lo único que se interpone en el camino de la tendencia universal al monopolio son las afortunadas limitaciones de la naturaleza humana, que impiden la organización necesaria o hacen que su costo sea mayor que las ganancias que el monopolio puede proporcionar. Pero el monopolio universal es contradictorio en sí mismo, y la acción social es el único recurso contra esa tendencia. El juego de la competencia educa progresivamente a los hombres para el monopolio, el cual están alcanzando no sólo los productores “capitalistas” de un número creciente de bienes, sino los trabajadores de muchos sectores y de muchas ramas la agricultura, y aun los productores de los cultivos esenciales aspiran a ese objetivo6.
8. La organización competitiva individualista de la actividad dirigida a satisfacer necesidades presupone que las necesidades y los medios para satisfacerlas son individuales, es decir, que las necesidades ligadas a las cosas y servicios satisfacen los deseos de la persona que los consume sin afectar a otras. En la realidad, lo que se desea es en mayor medida un asunto de relaciones humanas que de bienes y servicios como tales; deseamos cosas porque otros las tienen, o no pueden tenerlas, según sea el caso. Así también, sólo se pueden proporcionar al individuo los accesorios de la vida civilizada si se los proporciona a la comunidad, y deseamos vivir en una comunidad civilizada así como vivir personalmente de una manera civilizada. Con raras excepciones, los intercambios o comparaciones entre individuos afectan, para bien o mal, a personas que están representadas en la negociación y para las que esta negociación no es “gratuita”. La acción social es necesaria para promover los intercambios que difunden beneficios por los que las partes no pueden exigir un pago en el mercado, y para suprimir aquellos que difunden males por los que los contratantes no tienen que pagar. Un ejemplo típico es la mejora o el uso de una propiedad de una manera que añade o resta valor a las propiedades vecinas. En un orden social desarrollado apenas hay un “libre intercambio” entre individuos que no tenga buenos o malos resultados para quienes no participan en él.
9. Un sistema de intercambio no puede funcionar según la “teoría” sin una unidad científica para medir los valores. La sociedad tiene que asumir o controlar cuidadosamente las actividades relacionadas con el medio circulante. Con el gran desarrollo del crédito, el control de la banca y del dinero implica un alto grado de control sobre todos los negocios, pero una banca realmente libre muy pronto llevaría todas las relaciones de intercambio al caos.
10. Una organización económica debe emplear parte de su capacidad productiva para atender las necesidades corrientes de la sociedad y parte para atender el desarrollo futuro. Para que esta segunda función se cumpla de manera inteligente mediante la iniciativa individual en una organización competitiva, cada miembro del sistema debe hacer una comparación y una elección correctas entre sus necesidades presentes y las futuras exigencias sociales. La debilidad del individualismo competitivo en este campo es bien conocida, pues es evidente que el progreso es en esencia un hecho social. En un sistema individualista, la provisión para el progreso depende del interés de los individuos actuales en los individuos futuros –engendrados por el sistema familiar en un grado incierto y con consecuencias inciertas sobre la forma del progreso– o de su interés en el progreso mismo o en alguna de sus formas como valor ideal, o de alguna conexión accidental que haga del progreso un subproducto de actividades dirigidas a otros fines. Ninguna de estas motivaciones, ni todas juntas, producen resultados inmunes a la crítica; pero los problemas de la acción social en este campo son tan difíciles y el ideal de progreso es tan vago, que es imposible decir en corto espacio algo que valga la pena sobre la relación entre las diferentes formas de organización social y la solución del problema. Es un hecho que la intervención social ha ido más lejos en este campo que en el de la producción y el consumo corrientes, como testimonia especialmente la provisión social para la educación y la investigación científica.
11. Todo lo que el hombre planea y ejecuta implica incertidumbre, y un orden social racional sólo puede ser obra de la acción individual si todas las personas tienen una actitud racional ante el riesgo y la oportunidad. Pero la actitud humana general es proverbialmente irracional, y se requiere que la sociedad limite la libertad individual. No sólo es necesario prohibir los juegos de azar, sino que se deben tomar medidas para poner el control de los recursos y la dirección de la producción de riqueza en manos de personas razonablemente aptas y competentes para asumir esa responsabilidad, y la libertad de esos individuos para aprovechar las oportunidades debe además estar restringida por normas de tipo general. Ninguna sociedad ha tratado nunca a los recursos productivos como propiedad privada en sentido estricto. Sin embargo, es más probable que una sociedad socialista derive hacia el ultraconservatismo que hacia la imprudencia.
12. El último elemento de esta lista de razones por las que el individualismo y la competencia no pueden llevar a una utilización ideal de los recursos sociales es la ética de la distribución. En un sistema competitivo, la distribución se efectúa a través de un proceso de mercado, la valoración de los servicios productivos, y por supuesto está sujeta a las limitaciones generales del mercado antes mencionadas. Pero este no es el punto principal. Es un supuesto común –del cual son parcialmente responsables los representantes de la “teoría productiva”– que la contribución productiva es una medida ética de lo que se merece. Esto ha tendido inadecuadamente a desacreditar la teoría como explicación causal de lo que ocurre en la distribución; porque quienes son llevados erróneamente a aceptar la norma, pero no pueden aprobar los resultados, reaccionan atacando la teoría. Un examen de la cuestión mostrará que la contribución productiva apenas tiene poco o ningún significado ético desde el punto de vista de la ética absoluta. (Se debe tener en mente que la cuestión de la factibilidad es eliminada por los límites que hemos impuesto al análisis. Nos ocupamos de los ideales y no de investigar si, y en qué aspectos, las posibilidades del mundo real se pueden armonizar con nuestros anhelos morales.) El examen de la productividad como medida del merecimiento también debe ser sintético7.
a) En primer lugar, como ya se dijo, sólo hay una “tendencia general” a imputar a cada agencia productiva lo que produce verdaderamente. El factor de ignorancia es aquí especialmente importante puesto que una imputación correcta exigiría un conocimiento tecnológico y una previsión perfectos. Los seres humanos no viven de promedios, y sólo en un grado muy pequeño el sistema de librecambio puede hacer posible que alguien viva este año con lo que puede (o no) ganar el año siguiente. El individuo a quien sobrepasa la tendencia puede vivir en un grado aun menor, mediante el libre intercambio, con la remuneración extraordinaria que recibe una persona más afortunada.
b) La tendencia a situar a cada agencia productiva en el lugar en que haga la mayor contribución es mucho menos efectiva que la fuerza que ajusta la remuneración a la contribución efectiva. Un sistema social que pone a los artistas a limpiar zapatos y les paga lo que merecen en esa ocupación no es menos condenable que el que los pone a trabajar en su arte y les paga lo que recibirían como limpiabotas.
c) El producto o contribución se mide siempre en términos de precio, lo que no guarda correspondencia estrecha con el valor ético o el significado humano. El valor monetario de un producto depende de la “demanda”, la que a su vez refleja los gustos y el poder adquisitivo del público comprador y la disponibilidad de bienes sustitutos. Todos estos factores son creados y controlados por los mecanismos del sistema económico, como ya se dijo. De aquí que sus resultados no tengan ningún significado ético como normas para juzgar el sistema. Por el contrario, el sistema se debe juzgar por la conformidad de los fenómenos de demanda con los patrones éticos, y no por la conformidad de la producción y la distribución existentes con la demanda. Y los resultados finales difieren notablemente de las normas éticas vigentes. Nadie pretende que una botella de vino añejo sea éticamente tan valiosa como un barril de harina, o que un fastuoso traje de noche para la mujer de un potentado valga tanto como una vivienda popular, aunque esos precios relativos no sean raros. Éticamente, todo el proceso de valoración es literalmente un “círculo vicioso”, puesto que los precios surgen de la demanda y la demanda de los precios.
d) El ingreso no va a los “factores” sino a sus propietarios, y en ningún caso tiene más justificación ética que el hecho de la propiedad. La propiedad de la capacidad productiva, personal o material, se basa en una mezcla compleja de herencia, suerte y esfuerzo, quizá en ese orden de importancia relativa. Desde el punto de vista de la ética absoluta se puede discutir cuál es la distribución ideal; pero de los tres elementos mencionados, únicamente el esfuerzo puede tener validez ética8. Desde ese mismo punto de vista, la mayoría de las personas quizá estén de acuerdo en que la capacidad heredada representa una obligación más que un derecho frente a él. Discutiremos más adelante la importancia de la suerte, en relación con el concepto de los negocios como juego. Debemos señalar que hay una falacia en la postura común que distingue entre el significado ético de los ingresos del trabajo y los de los demás factores. El trabajo, en el sentido económico, puede representar un sacrificio o una fuente de satisfacción, y la capacidad para trabajar productivamente proviene de las mismas tres fuentes de la propiedad, es decir, la herencia, la suerte y el esfuerzo adquisitivo, sin que tenga una diferencia general obvia con el caso de la propiedad en cuanto a su importancia relativa.
e) El valor de un servicio o producto varía desde cero hasta una magnitud indeterminada, según la demanda. Es difícil entender por qué, aun cuando la demanda sea ética, la posesión de la capacidad para proporcionar servicios que tienen demanda, en vez de otras capacidades, constituye un derecho ético a una mayor participación en el dividendo social, excepto en la medida en que esa capacidad sea producto de un esfuerzo consciente.
f) El valor de un servicio productivo varía desde cero hasta una magnitud indeterminada, según su escasez. Los servicios más vitales llegan a carecer de valor si su oferta es muy abundante, y el desempeño más trivial se vuelve excesivamente valioso si es único y raro, como cuando una monstruosidad humana satisface una demanda económica permitiendo que el público la contemple. Es difícil entender por qué es más meritoria simplemente por ser diferente de los demás que por ser como ellos, excepto, de nuevo, cuando la capacidad ha sido cultivada mediante un esfuerzo que otros se negaron a realizar.
g) Por último, cabe señalar que la sociedad moderna acepta y satisface el derecho de los desvalidos a una asistencia humana tolerable, y que no hay ninguna diferencia de principio entre este reconocimiento en el caso extremo y la aceptación de que las diferencias en el grado de competencia no son una base válida para el trato discriminatorio en la distribución. Pero, después de todo, ¿alguien pretende realmente que la “competencia”, medida por el sistema de precios, corresponde a un mérito ético? ¿No es obvio que la “incompetencia” aqueja de modo tan inexorable, aunque no tan común, tanto al que es demasiado bueno para el mundo como al que tiene un carácter reprochable?
El sistema competitivo, visto como un simple mecanismo de satisfacción de necesidades, está entonces muy por debajo de nuestros más altos ideales. A las tendencias teóricas de la competencia perfecta se deben oponer las limitaciones y contratendencias igualmente fundamentales, cuya lista sería muy larga después de un examen cuidadoso. Las normas de valor que guían el uso de los recursos en la producción son los precios de los bienes, que divergen notoriamente de los valores éticos aceptados, y si el orden existente fuese más puramente competitivo, si se redujera el alcance del control, es evidente que esa divergencia sería enormemente mayor. Además, el individualismo sin trabas quizá tendería a rebajar las normas en vez de elevarlas. “Dar al público lo que quiere” usualmente significa corromper el gusto popular. El sistema es también ineficiente en la utilización de los recursos para producir los valores que establece, como reveló, con evidencias alarmantes, el informe sobre el despilfarro en la industria redactado por un comité de la Confederated Engineering Societies. El producto de la industria se distribuye con base en el poder, lo cual es ético sólo en la medida en que derecho y fuerza sean sinónimos. Se admite su fracaso en la promoción de muchas formas de progreso social, y que sus funciones a este respecto están siendo asumidas progresivamente por otros organismos sociales. Dejado a sí mismo, el sistema “colapsa” a intervalos frecuentes, por la disolución de su unidad de valor y otras causas que producen oscilaciones violentas y no el equilibrio de la teoría.
Del ámbito del presente artículo excluimos expresamente todo juicio práctico sobre el sistema competitivo en comparación con otras alternativas posibles. Pero en vista del tono negativo de la discusión, es justo subrayar que muchos de estos problemas son muy difíciles, y que muchos de los males y causas de perturbación son inherentes a toda organización a gran escala, cualquiera que sea su forma. También debemos decir que los críticos radicales de la competencia como base general del orden económico, por lo general subestiman en exceso el peligro de que las cosas fuesen mucho peores si se obrara de otra manera. Por último, repitamos que en la práctica no se trata del uso exclusivo o la total eliminación de ninguno de los métodos fundamentales de organización social, individualistas o socialistas. Las actividades económicas, así como las demás, estarán siempre organizadas de todas las maneras posibles, y el problema consiste en encontrar la proporción justa entre individualismo y socialismo y sus diversas variedades, y en usar cada uno en el lugar apropiado.
II
Cuando pasamos del aspecto de la actividad económica relacionado con la satisfacción de necesidades a considerar otros de sus problemas de valor, nos adentramos en una tarea mucho más ardua. No hay una tradición aceptada que sirva de guía, y el material es mucho menos susceptible a una división detallada o a un tratamiento de exactitud científica. Todo lo que se puede hacer aquí es plantear preguntas y sugerir líneas de investigación.
Un punto esencial de nuestra crítica al dogma establecido es que ha aceptado, en un sentido muy estrecho y último, la visión del sistema económico como un mero mecanismo que satisface las necesidades o deseos que dependen del intercambio de bienes y servicios. Los economistas han tardado mucho en reconocer, y aún no de manera general y adecuada, el aspecto del sistema como creador de necesidades, y que las necesidades, como productos económicos, son a la vez fines y guías de la producción. Se ha prestado aun menor atención a los aspectos del problema de la organización que no caben naturalmente en el tema de la satisfacción de necesidades, en el sentido corriente de deseo de bienes y servicios. Pero cuando consideramos que la actividad productiva ocupa gran parte de la vida consciente de la mayor parte de la humanidad, no se puede suponer sin una investigación previa que la producción es sólo un medio, un mal necesario, un sacrificio en aras de un bien totalmente ajeno al proceso de producción. Nos sentimos impulsados a buscar en el proceso económico mismo otros fines además del mero consumo de lo que se produce, y a examinar con toda atención las posibilidades de participación en la actividad económica como esfera de expresión personal y actividad creativa.
Tan pronto se plantea el problema, queda claro que en la producción intervienen otros valores además del consumo de los bienes producidos. Desde que la luz de la crítica sicológica se dirigió a la teoría económica, se admite cada vez más que es inadecuado el antiguo tratamiento de la producción como mero sacrificio o dolor que se soporta exclusivamente con el fin de consumir el producto. Se entiende que la satisfacción que depara el consumo se deriva en gran medida de la situación social y no de las cualidades intrínsecas de los bienes, y que el simple hecho de que se acumule tanta riqueza o se dedique a todo tipo de fines que no se tenían en mente cuando se emprendió su producción basta para probar que el consumo no es su única motivación. Por el contrario, las personas más activas y provechosamente dedicadas a la creación de riqueza no pocas veces limitan su consumo hasta el punto de llevar una vida un tanto sobria, la cual deben tratar de mantener para satisfacer las exigencias físicas y mentales que sus negocios les imponen. En el nivel más bajo de la escala socioeconómica, la satisfacción de las necesidades físicas es sin duda la motivación dominante en la mente del obrero no calificado. En niveles superiores, el consumo se vuelve cada vez menos un asunto fisiológico y cada vez más estético o de conveniencia social. Y en los más altos, esto se combina con mayores proporciones de disfrute de la actividad sin importar el uso que se dé a sus resultados. La economía ha sido tradicionalmente vaga acerca del carácter de las motivaciones económicas; a veces da a entender que lo fundamental es la posesión de riquezas y otras, que lo es el consumo de riquezas, y nunca ha explicado claramente las relaciones entre esos impulsos contradictorios o entre ellos y otras motivaciones posibles.
Cuando se examinan las motivaciones ligadas a la producción como actividad y no en cuanto al producto, la más obvia es su atractivo como juego competitivo. El deseo de riqueza asume en mayor o menor grado el carácter del deseo de capturar las piezas o las cartas del adversario en un juego. La crítica ética del orden industrial debe entonces considerarlo desde este punto de vista. En cuanto es un juego, ¿qué clase de juego es? No hay duda de que buena parte de la oposición radical al sistema proviene de este hecho. Las masas desheredadas y mal retribuidas protestan no solamente contra las privaciones de su bajo nivel de vida, sino contra las reglas de lo que perciben como una contienda desleal, en la que ser derrotados porque se les han repartido malas cartas hiere tanto sus sentimientos como la privación física por las apuestas que pierden. En las clases sociales más altas se despierta el resentimiento en el corazón de las personas a las que no les gusta el juego, y se rebelan contra la obligación de jugarlo y contra el hecho de ser estimadas social y personalmente por el éxito o el fracaso en el juego.
La creciente atención a este “aspecto humano” de las relaciones económicas es familiar en los reclamos de los dirigentes sindicales, que hablan mucho más que antes de “control” y mucho menos de salarios y horas de trabajo. Ese mismo cambio de énfasis se manifiesta en toda la literatura del inconformismo económico. Cuando el sentimiento cobra suficiente fuerza, el problema personal empieza a interferir gravemente en los negocios, y las clases dirigentes se ven obligadas a prestarle atención. Quizás sea cierto que la desigualdad en el disfrute de lo que se produce es hoy menos importante como causa de oposición al sistema competitivo que la desigualdad aun mucho mayor en la distribución del poder, las oportunidades y el prestigio económicos. El sentimiento de antagonismo se acentúa sin duda por el contraste entre la retórica política acerca de la libertad y la igualdad que es plato diario para nuestros ciudadanos, y los hechos de autocracia y servidumbre que el pueblo trabajador piensa (correcta o erróneamente) que caracterizan a su vida real.
Los economistas y los publicistas empiezan a entender que la eficiencia de los negocios y de la industria es en alto grado el resultado de esta atracción por el interés intrínseco de la acción; de cuán débil es, pese a la vieja economía, la motivación del mero apetito o la codicia; y de cuánto depende el impulso de nuestra vida económica de que el juego sea y siga siendo interesante. El rápido crecimiento de la literatura sobre “incentivos” atestigua este despertar. Mientras teníamos la frontera y no sólo había “sitio en la cima” sino un camino libre para ascender, el problema no era grave. Pero en una sociedad más sosegada, se tiende a hacer que el juego sea muy interesante para un pequeño número de “capitanes de industria” y “napoleones de las finanzas”, pero este resultado se logra haciendo monótona y fatigante la vida de las masas que hacen el trabajo. Hay límites más allá de los cuales el proceso no puede proseguir sin despertar un espíritu de rebelión que estropea el juego aun para los dirigentes, por no hablar del efecto sobre la producción de los bienes de los que la población ha llegado a depender.
El problema de una norma o ideal ético que sirva para juzgar el orden económico es de un tipo diferente y mucho más difícil cuando abandonamos el campo de los costos y cantidades de bienes más o menos comparables para considerar el poder y el prestigio como fines. En un juego competitivo es absurdo hablar de la igualdad como ideal, un hecho que pasan por alto muchos análisis radicales. Algunas de las críticas contra la sociedad existente equivalen a condenar como injusta una maratón porque alguien llegó de primero. También debemos tener presente que el sistema es una agencia de satisfacción de necesidades al mismo tiempo que un juego competitivo, y que ambas funciones son inseparables, mientras que sus ideales respectivos son diferentes. Para la eficiencia en la producción de bienes es necesaria una gran concentración de autoridad. Pero esta concentración viola el principio de igualdad de oportunidades en el juego, y cuando el poder de control lleva consigo el derecho a consumir el producto en proporción a ese poder, como sucede realmente, el resultado es una flagrante desigualdad también en este respecto. Parece existir un conflicto insalvable entre libertad e igualdad por una parte y eficiencia por la otra. Hay poco respaldo al idealismo democrático e igualitario en el estudio de la biología evolutiva, en la que las formas altamente centralizadas o “cefalizadas” han ido siempre adelante. No obstante, la sociedad humana es diferente, al menos en cierto grado, porque parece existir una tendencia a que las autocracias, las aristocracias y en general los sistemas que se acercan a una organización de castas sean derrotados en la historia por la aparentemente menos eficiente “democracia”, aunque en la práctica las democracias no se hayan acercado al ideal igualitario.
En un sistema que es a la vez un mecanismo de satisfacción de necesidades y un juego competitivo hay tres ideales éticos en conflicto. El primero es el principio, ya mencionado, de una distribución acorde con el esfuerzo. El segundo es el principio de “las herramientas para el que puede utilizarlas”. Esta es una condición necesaria de la eficiencia, pero implica dar la mejor mano al mejor jugador, el beneficio de la ventaja al corredor más rápido, y así viola de modo flagrante el tercer ideal: mantener las condiciones de equidad en el juego.
El intento de formular con precisión las condiciones de un juego justo e interesante tropieza con problemas difíciles. La diferencia entre juego y trabajo es sutil, y sigue siendo oscura a pesar de todos los esfuerzos de los psicólogos. Es un sueño antiguo y siempre fascinante el de que todo trabajo se convierta en juego en las condiciones apropiadas. Sabemos que en casi todo tipo de trabajo se puede infundir el espíritu del juego, como es más o menos típico en las artes creativas, en cierto grado en las profesiones superiores, y en especial en los negocios, como ya observamos. Pero las definiciones del juego nos llevan más allá de la afirmación de que es una actividad que se disfruta. Se la suele definir como una actividad que constituye su propio fin, que se realiza por sí misma9. Pero esta opinión no resiste el examen. No podemos imaginar ninguna actividad humana, aun la más “lúdica”, que sea totalmente espontánea y autosuficiente. Quizá los movimientos fortuitos de las manos y los pies de un recién nacido se ajusten a esta descripción, pero los juegos y actividades recreativas de un adulto o de un niño van más allá de los simples movimientos corporales; tienen un objetivo, así sea tan sólo construir una casa con bloques de armar para derribarla enseguida, y de esto depende su interés peculiar. Quizá podamos decir que, en el juego, el objetivo sigue tan de cerca a la acción que ambos se piensan naturalmente como una unidad, o que el resultado ocupa tan plenamente la atención que excluye totalmente el esfuerzo consciente, mientras que en el trabajo están en contraste y la actividad se presenta a la mente como un medio frente a un fin. Al menos se puede infundir el estado de ánimo del juego para trabajar de manera más o menos voluntaria fijando la atención en el objetivo, con lo que el esfuerzo deja de ser consciente. La capacidad para inducir este cambio de atención en otras personas parece ser un factor importante del liderazgo.
Aquí nos interesa más la sicología particular de los juegos competitivos que el problema general del juego, que incluye juegos sociales ceremoniales no competitivos, así como juegos solitarios de azar y juegos solitarios formales. Se pueden hacer algunas afirmaciones fundadas acerca de las diferencias entre un buen juego competitivo y uno poco interesante. En primer lugar, hay tres elementos que inciden en la victoria y despiertan el interés: la habilidad para jugar, el esfuerzo y la suerte. También es importante que la capacidad para jugar que se demuestra en el juego es, como toda capacidad humana, una combinación de dotes innatas y “educación” adquirida con el esfuerzo previo en el juego o el entrenamiento, o quizá en alguna actividad relacionada, seria o recreativa. Un buen juego debe probar la capacidad de los jugadores, y para ello debe obligarlos a esforzarse. Al mismo tiempo debe involucrar algo más que una medida puramente objetiva de la capacidad (suponiendo el máximo esfuerzo). El resultado debe ser impredecible: si no interviene ningún elemento de suerte no hay juego. No hay juego en el levantamiento de pesas, una vez se sabe cuánto se puede levantar, aun cuando el resultado mida la capacidad. Donde se establecen “marcas”, el interés se centra en las fluctuaciones impredecibles de la capacidad de los atletas (o de los caballos, etc.) entre una prueba y otra.
Un buen juego exige una proporción razonable, aunque indefinida, entre los tres elementos: capacidad, esfuerzo y suerte; aunque muchos seres humanos sienten fascinación por el azar puro, a pesar del hecho obvio de que un juego competitivo de azar puro implica una contradicción lógica. Hay un consenso general en que los juegos de habilidad son “superiores” a los juegos de azar. El esfuerzo es provocado por el interés, y el interés inteligente depende de que el esfuerzo influya en el resultado. Pero el esfuerzo es inútil o superfluo cuando hay una gran diferencia en las capacidades de los jugadores, y el juego se estropea. Incluso el cazador que se ve a sí mismo como un deportista da siempre una oportunidad a la presa. Por último, es indudable que algunos juegos son de “más alcurnia” que otros, lo que parece depender de las cualidades humanas necesarias para jugarlos con buenos resultados y disfrutarlos. Es verdad que la clasificación de los juegos plantea los mismos problemas de las normas de valor que impiden la objetividad en todos los campos de la crítica artística; y aquí también debemos apelar al consenso general y admitir, dentro de ciertos limites, la validez de juicios contradictorios.
No hay duda de que jueces diferentes discreparían en su clasificación de los negocios como juego competitivo, pero los principios antes esbozados indican algunas deficiencias. Su resultado es una prueba muy imprecisa de la habilidad real, porque las condiciones en que los diferentes individuos participan en la contienda son muy desiguales. Por otra parte, el elemento de la suerte es tan importante –mucho más de lo que los ganadores jamás admitirían–, que la capacidad y el esfuerzo pueden contar muy poco. Este elemento de la suerte actúa en forma acumulativa, como suele ocurrir en los juegos de azar. Los efectos de la suerte en la primera mano o ronda, en vez de tender a compensarse, de acuerdo con la ley de los grandes números, a medida que avanza el juego confieren una ventaja diferencial al jugador que gana primero en las manos o rondas sucesivas, y así indefinidamente. Cualquier jugador puede ser eliminado por los resultados de su primera apuesta o verse colocado en una posición de la que es muy difícil recobrarse10.
De nuevo, las diferencias en la capacidad para jugar el juego de los negocios son enormes entre una persona y otra. Pero cuando el juego se organiza, los contendientes débiles son arrojados a competir con los más fuertes en una grand mêlée, sin ninguna clasificación de los participantes ni una distribución de las ventajas, como es necesario hacer en las justas deportivas cuando se enfrentan contrincantes desiguales. En realidad, la situación es aún peor; hay ventajas, pero como vimos se distribuyen en provecho de los fuertes y no de los débiles. Debemos creer que la habilidad para los negocios es en algún grado hereditaria y que las instituciones sociales añaden a la superioridad personal heredada una mejor preparación, condiciones preferenciales de entrada en el juego e incluso, una distribución anticipada del premio en dinero.
La distribución de los premios diverge del alto ideal deportivo en otro sentido. En una competencia en la que se sabe que las habilidades de los participantes son desiguales pero no se determinan las diferencias para clasificarlos o igualar sus oportunidades por medio de ventajas, es posible mantener el interés ofreciendo varios premios de valor menos desigual. Este método lleva a una clasificación automática de los contendientes a medida que avanza el juego. Pero en el juego de los negocios se tiende a acentuar las diferencias de desempeño con la desigual distribución de las apuestas. Supongamos que organizamos una maratón con mil corredores escogidos al azar entre la población. En un extremo habría que ubicar a todos en la línea de partida y hacerlos correr en disputa del primer premio; en el otro, el premio en dinero se debería distribuir entre todos, prescindiendo del orden de llegada. Desde el punto de vista deportivo, el primer procedimiento sería tan absurdo como el segundo. Si los críticos de la competencia tienden a convertir la igualdad en un fetiche, es indudable que el sistema está en el extremo opuesto.
Admitiendo que el éxito en los negocios tiende en general a ir de la mano con la habilidad para los negocios, debemos encarar la pregunta del mérito abstracto de esa habilidad como cualidad humana y, por tanto, de los negocios como juego. Es difícil negar que la opinión cultivada está en su contra. Los hombres de negocios que tienen éxito no son proverbiales por las cualidades que las mejores mentes y los espíritus más sensibles coinciden en llamar nobles. Los negocios no brillan ni han brillado por un elevado espíritu deportivo; para no referirnos a la pregunta que se nos haría en este momento acerca de si el espíritu deportivo es el ideal humano más elevado. En cuanto a las cualidades desarrolladas por la actividad de los negocios y los requisitos para disfrutar y participar con éxito en ella, no hay una medida objetiva y quienes discrepan no aceptarán ninguna opinión que se precie de estar libre de “prejuicios”. Nos despedimos del tema citando una afirmación de Ruskin que no se puede desechar diciendo que carece de valor o es poco representativa.
En una comunidad regulada por las leyes de la oferta y la demanda, pero protegida contra la violencia abierta –dice él–, las personas que se enriquecen son en general industriosas, resueltas, orgullosas, codiciosas, diligentes, metódicas, sensatas, faltas de imaginación, insensibles e ignorantes. Las personas que siguen siendo pobres son las totalmente locas, las muy sabias, las ociosas, las imprudentes, las humildes, las reflexivas, las obtusas, las imaginativas, las sensibles, las bien informadas, las imprevisoras, las perversas e impulsivas, los pícaros chabacanos, los ladrones desvergonzados, las personas totalmente misericordiosas, justas y piadosas.
Por favorable que sea nuestra opinión sobre el juego de los negocios, es muy poco liberal no aceptar que los demás tienen derecho a tener una opinión diferente y que son muchas las personas admirables que lo detestan. Es entonces justificable al menos considerar infortunado el predominio del juego de los negocios sobre la vida, la identificación de la vida social con ese juego, hasta el punto en que ha llegado a ocurrir en el mundo moderno. En un orden social donde todos los valores se reducen a una medida monetaria en el grado en que sucede en las naciones industriales modernas, una parte considerable de las personas más nobles y sensibles son llevadas a tener una vida desgraciada y aun inútil. Todos son obligados a jugar el juego económico y a ser juzgados por el éxito en el juego, sea cual sea su campo de actividad o su área de interés, y son forzados a contemplar desde la tribuna las demás competencias o actividades no competitivas, que para ellas quizá tengan mayor atractivo intrínseco.
III
Debemos tratar en forma aún más inadecuada nuestro tercer problema, que desde el punto de vista de la ética pura es el más importante de todos: el problema de la ética de la competencia como tal. ¿La emulación es una motivación éticamente buena o mala? ¿El éxito, en cualquier tipo de disputa, es un objetivo noble? ¿No existen valores reales auténticos en un sentido más elevado que el simple hecho de que las personas coincidan en esforzarse para alcanzarlos y en medir el éxito en la vida por el resultado de ese esfuerzo? Parece evidente que la mayoría de los fines que se persiguen en la vida cotidiana de los pueblos modernos son principalmente de este carácter; son como las cartas de naipe y las piezas de ajedrez, sin valor (cuando mucho) en sí mismos, pero objetivos del juego, y el que plantea dudas acerca del juego se vuelve antipático. “Jugar el juego” es la versión actual de aceptar el universo, y la protesta es una blasfemia; el Buen Hombre ha cedido el sitio al “buen deportista”. Particularmente en Norteamérica –donde los negocios competitivos, y su acompañante, la visión deportiva de la vida, han alcanzado su más pleno desarrollo– han llegado a existir dos tipos de virtud. La mayor es triunfar, y las dudas meticulosas acerca de los métodos no son de buen recibo, siempre que los métodos aseguren la victoria. La otra virtud menor es salir y morir con donaire después de haber perdido.
No pretendemos responder la pregunta acerca de si el espíritu de rivalidad es éticamente bueno, sino plantearla de manera rigurosa. No se puede negar que el atractivo de la motivación competitiva puede ser una fuente de interés en la actividad. La pregunta que se plantea corresponde en parte al antiguo y científicamente irresoluble problema del placer frente a la disciplina como valor moral fundamental. El hedonista diría que, como hecho natural, lo que aumenta el placer aumenta el valor, y sólo preguntaría si suma más de lo que resta.
Pero parece que aquí tropezamos con el anverso de la paradoja del hedonismo de Mill, que es quizá la paradoja de la vida. ¡Es mucho más fácil argumentar que la implantación de la motivación competitiva en la vida económica la ha hecho más eficiente que más placentera! La observación desprejuiciada de los obreros industriales en sus faenas y de su búsqueda frenética y patética de diversión en el tiempo libre no deja la impresión de una existencia particularmente feliz. Como ya señalamos, la producción económica se ha convertido en un deporte fascinante para los dirigentes, pero esto se ha logrado reduciéndola a un trabajo mecánico fatigante para las masas. En suma, ¿el afán competitivo es un cebo o un látigo? ¿Es positivo o negativo, especialmente cuando recordamos que para las masas la competencia se da en el campo del consumo, y la producción se considera únicamente como un medio? Desde el punto de vista del placer, ¿el ser humano normal prefiere una competencia continua, inexorable y casi a muerte, o el ambiente menos acérrimo de una actividad que se emprende por fines que parecen intrínsecamente valiosos, con una mayor dosis de la actitud apreciativa del espectador? Los comentarios actuales sobre la vorágine de la vida y el interés por los gremios y el medievalismo manifiestan un sentimiento general de oposición a la tendencia competitiva11.
Por otra parte, si aceptamos la visión de que el fin de la vida es hacer cosas, el argumento en favor de la competencia se torna más sólido; pero aun aquí surgen dudas. Es difícil dejar de preguntar qué cosas. Si se piensa que importa qué cosas se hacen, la competencia puede ser totalmente indiferente e indiscriminada, e igualmente efectiva como impulso hacia fines valiosos o sin valor. De ser así, la elección de los fines se debe dejar al azar o a cualquier otro principio. Sin embargo, parece existir una tendencia a que la competencia sea selectiva, en un sentido no muy elevado. Es difícil creer que la emulación sea tan efectiva en los empeños “superiores”, como lo es en relación con las preocupaciones materiales o las simples trivialidades.
Es posible sostener que sin importar lo que se haga, toda actividad desarrolla igualmente la personalidad, o que la acción y el cambio en sí mismos son los que hacen que la vida valga la pena. Desde el punto de vista de la mera actividad interesada, y si no cuestionamos el carácter del resultado ni el del interés (más allá del hecho de que sea un interés “inteligente”, el resultado es un resultado previsto), la organización de la vida sobre una base competitiva parecería bastante justificada. Quizá la organización tienda a propiciar una actitud filosófica que justifique la teoría, y de ser así ya tenemos suficiente “interpretación económica” en la moda del pragmatismo. Si la vida se interpreta en términos del poder como tal, incluyendo la “inteligencia” como una forma de poder, hay pocas dudas de que los negocios competitivos han sido una agencia eficaz para someter las fuerzas de la naturaleza al control humano, y son en gran medida responsables del progreso material de la época moderna12.
Por tanto, la economía competitiva y el concepto competitivo de la vida del que es en gran parte responsable sólo se pueden justificar en términos de poder. El hecho de que los consideremos totalmente justificados depende de que estemos dispuestos a aceptar una ética del poder como base de nuestra concepción del mundo. Y, como dijo Fichte, “El tipo de filosofía que uno prefiere depende de la clase de hombre que uno es”13. Pero, como la mayoría de los aforismos, éste se puede invertir sin que deje de ser verdadero: la clase de persona que uno es depende del tipo de filosofía que uno elige. Es la eterna ley de la causa y el efecto recíprocos. Como ya indicamos, el sistema tiende a moldear la mente humana de una manera que justifique al sistema, y en este sentido existe una verdad parcial en la “interpretación económica”, que atacamos y repudiamos tan prolijamente14. Pero la pregunta no termina ni puede terminar allí. La pregunta completa es: ¿aceptamos una “ética del poder” como la de Nietszche o tal aceptación implica una contradicción en los términos y significa realmente el rechazo de toda “ética” verdadera? A la mayoría de nosotros se nos ha enseñado no solamente que existe un contraste entre ética y poder, entre el derecho y la fuerza, sino que este contraste es esencial para el tipo de moralidad. En esta época es sumamente respetable sostener que todas las ideas de esta clase son cosas infantiles que uno debe repudiar cuando se vuelve adulto. Es algo que forma parte de la moderna concepción científica del mundo, una parte legítima. Para muchos de sus defensores obstinados, quien dude de ello no es sólo un sentimental sino un imbécil.
¡Y “lógicamente” tienen razón! Una discusión estrictamente científica de los problemas del mundo lleva inexorablemente al fatalismo, a una mera cuestión de poder, a relegar al mundo de los sueños toda ética que plantee preguntas diferentes a la de la relación de fuerzas. Debemos admitir claramente que el problema es justamente el de si la lógica de la ciencia es válida universalmente; si existe o no un dominio de la realidad que no abarcan las categorías factuales y que no se puede describir mediante proposiciones sujetas a verificación empírica que tengan un significado definido. O, en términos más precisos, si es posible conocer esa realidad o discutirla de manera inteligente. El científico obstinado admitirá, si es imparcial, que esa realidad puede existir, pero que no podemos hablar de ella de manera “inteligente”. Lo que por supuesto es verdad, por el carácter del problema, si hablar de modo inteligente significa hablar en términos científicos, lo que para él son cosas equivalentes. Para la mente moderna, todo esfuerzo para resolver el problema está preñado de grandes dificultades, pues la mente moderna está moldeada de conformidad con la visión científica de lo que significa un discurso inteligente. Sin embargo se deben aceptar claramente dos hechos. El primero es que también existen pensadores “respetables” que comparten la creencia de que la concepción científica del mundo no sólo no alberga ningún lugar para muchos de los datos más fundamentales de la experiencia humana, sino que, sometida a prueba siguiendo los cánones de su propia lógica, está plagada de contradicciones; una opinión que mantienen muchas mentes de competencia demostrada en el campo científico. El segundo hecho es que las personas se las arreglan para “entenderse” cuando conversan de cosas que no son materia de realidad científica sino de interpretación, como en las discusiones sobre arte o el carácter y la personalidad.
Suponiendo que las normas éticas diferentes de la magnitud del logro, el ideal que genera la institución por sí misma, no se pueden descartar a priori como manifestaciones de incompetencia para discutir el tema, podemos cerrar la discusión haciendo una breve referencia a la relación entre algunos tipos históricos de teoría ética y el problema de la valoración de la competencia. Desde el punto de vista del hedonismo, la pregunta sería simplemente si la competencia ha aumentado el placer de vivir. Esta pregunta se planteó más atrás, y debemos retornar a ella. En nuestra opinión, los hedonistas del siglo diecinueve no eran en modo alguno éticamente hedonistas. Sostenían, o suponían, la postura del hedonismo psicológico, el cual implica el discutible procedimiento de utilizar el placer como sinónimo de motivación en general, y atacarlos o criticarlos en esta época sería como rematar a un cadáver. Eran realmente utilitaristas en el sentido en que Paulsen usó el término para referirse a quienes juzgan las acciones humanas por sus consecuencias y no de acuerdo con normas formales. En cuanto a la pregunta fundamental, ¿cómo juzgar las consecuencias?, por lo general guardaron silencio o fueron vagos. Pero un examen atento muestra que el utilitarismo del siglo diecinueve no fue en esencia más que la ética del poder, la “economía divinizada” a la que ya nos referimos. Su resultado fue el de reducir la virtud a la prudencia, y su ideal, el logro de la máxima cantidad de resultados deseados. Era científico e intelectual de acuerdo con la concepción naturalista y pragmática del conocimiento como instrumento de poder, es decir, como poder en sí mismo. En cuanto a los fines para los que se debe usar el poder –el verdadero problema de la ética–, no tenían nada que decir en forma precisa o sistemática; aceptaron tácitamente que el deseo era la esencia del valor. Spencer redujo valerosamente el sistema a un absurdo ético remontando explícitamente el deseo a la justificación última del deseo de vivir, postulando que toda especie “debe” desear lo que es bueno para ella en un sentido biológico, y para todo el grupo de utilitaristas, la capacidad de supervivencia fue de hecho la medida última de la rectitud.
Me parece casi superfluo negar que el término “ética” es adecuado para hablar semejante concepción. Las condiciones de supervivencia son simplemente las leyes biológicas. Puede ser prudente obrar en consonancia con esas leyes, suponiendo que uno desea sobrevivir; pero es difícil asociarlas con las nociones de derecho o deber; y si estas no tienen un significado distinto de la prudencia, todo el dominio de la ética es ilusorio15. La ética se ocupa del problema de elegir entre diferentes modos de vida, y supone que existe una elección real entre diferentes modos, si no no habría ética. El carácter ético de la competencia no lo decide el hecho de que promueva una mayor cantidad de actividades; esto simplemente plantea el problema de la calidad ética de lo que se hace o de la motivación para hacerlo.
La denominada ética del naturalismo científico se debe contrastar con el hedonismo ético verdadero o eudemonismo, con las concepciones griegas y cristianas, en cuanto tipos generales de pensamiento ético. Desde el punto de vista de la primera, la filosofía de la felicidad, es poco lo que se debe añadir a lo que ya se dijo. La competencia puede ser una fuente adicional de placer en la actividad, en especial para el vencedor o, en el transcurso del juego, para los que tienen alguna oportunidad de ganar. Pero es más probable que se convierta en un látigo, sobre todo cuando es obligatorio participar en la contienda. Hay total consenso en que la felicidad depende más de la capacidad espiritual y del disfrute de los bienes gratuitos de la vida, especialmente del amor a los demás, que de la satisfacción material. Un sólido argumento en favor de la cooperación, cuando esta opera, sería su tendencia a enseñar a las personas a gustar de los demás en un sentido más positivo del que jamás puede surgir de la participación en una contienda; sobre todo en una contienda en la que se cree que están en juego los medios de vida o de una vida decente. El predominio del arte de las ventas en el mundo de los negocios, así como el espíritu de rivalidad económica, también tiende a actuar contra el disfrute de los “bienes gratuitos”.
Cabe advertir además que aunque es difícil aplicar el principio de “el Señor castiga a los que ama” como máxima de moralidad práctica, por lo general se acepta que la naturaleza humana se revela moralmente más admirable ante la adversidad que en la seguridad y la comodidad; y también que a pocas personas se les puede confiar mucho poder sin que lo usen en perjuicio físico de otros y de su propio descrédito moral.
Es cierto que la justificación de la competencia como motivación se encuentra en la concepción aristotélica del bien como lo que es intrínsecamente digno del hombre en cuanto hombre o en la idea platónica de la bondad arquetípica. La principal característica del pensamiento ético griego fue la concepción del bien como objetivo y del juicio moral como acto de conocimiento. Una cosa se debe hacer porque hay que hacerla, no porque la hagan o no la hagan los demás. La virtud es conocimiento, y el bien se concibe intelectualmente; pero el significado de estos enunciados contrasta tanto como es posible con la reducción moderna de la virtud a la prudencia y de la elección a un cálculo de ventajas. En la ética griega la cualidad intelectual es la capacidad para discriminar entre valores verdaderos y falsos, lo que es totalmente diferente de la capacidad para prever los cambios y adaptar los medios a los fines. La primera se expresa en términos de estimación mientras que la segunda, en términos de poder. En el primer caso, el ideal es la perfección; en el segundo, la grandeza. Es cierto que los griegos estaban lejos de ser indiferentes al reconocimiento y a la gloria, y el espíritu de lucha desempeñaba un gran papel en la vida de la población, como muestran los juegos olímpicos. Pero el ideal parece haber sido siempre el logro de la perfección, y educar al pueblo para que reconociera el verdadero mérito, no meramente triunfar. Y con absoluta certeza no lo era la mera conquista del poder.
El cristianismo ha sido interpretado de maneras tan contradictorias, que vacilamos en someterlo a un examen científico; pese a esta amplia gama de incertidumbre, el cristianismo no acepta los valores competitivos. Si en algo coinciden las diversas interpretaciones sería en que la concepción cristiana de la bondad es la antítesis de la competitiva. Nada nos obliga a creer que el personaje central de los Evangelios fuera un asceta. Él nunca condenó el placer como tal, y parece que tuvo placeres en su vida. Pero no cabe imaginar que haya participado en un deporte competitivo. Entre sus proverbios más característicos se encuentran dos exhortaciones: “Los últimos serán los primeros”, y “quien quisiere entre vosotros ser el primero será vuestro esclavo”. El ideal ético cristiano contrasta tan abiertamente con el ideal griego como con las ideas modernas derivadas de la ciencia natural y de la economía política. Dijimos que todo juicio ético de la actividad se debe basar no en su eficiencia, la magnitud de los resultados obtenidos, sino en el carácter de esos resultados o en el carácter de la motivación que llevó a la acción. La concepción griega fija la atención en el carácter del resultado y proporciona una concepción esencialmente estética del valor ético; el cristianismo centra la atención en la motivación y su ideal de vida se puede sintetizar en la palabra “espiritualidad”, así como el ideal griego se sintetiza en la belleza o la perfección. Mientras que los griegos identificaron la virtud con el conocimiento, suponiendo que era posible que alguien reconociera los valores verdaderos y no actuara de acuerdo con ellos, para el cristianismo (cuya formulación más explícita es la de San Pablo, Romanos, 7:15, y Gálatas 5: 3 ) la virtud depende de la conciencia, de hacer lo que se cree justo, más que de la percepción correcta de la bondad objetiva. Hay que admitir que si es difícil describir o definir la belleza, es mucho más difícil examinar la espiritualidad de una manera inteligible para una época científica y utilitaria. Ambos ideales difieren de la ética económica (científica, pragmática) en que son cualitativos, mientras que la última es meramente cuantitativa. Me parece evidente que el moderno sentido común deriva sus concepciones de lo que es ético, tal como se exponen cuando ese tema se discute explícitamente, del cristianismo (y de Kant, que simplemente sistematizó los principios cristianos o paulinos).
El hecho sorprendente de la vida moderna es la separación total entre la ética espiritual que constituye su teoría aceptada de la conducta y la noción amoral y acrítica de eficiencia, que es el sustituto de un ideal para la acción práctica, y cuyos valores efectivos son aceptados de manera inconsciente por la tradición o las manipulaciones de los gerentes de ventas, con una pequeña dosis de principios estéticos. Para la “espiritualidad” se reserva en la práctica una parte cada vez menor del séptimo día, para una fracción cada vez más pequeña de la población, y las organizaciones transforman esa parte en una disputa por congregar más fieles y hacer gala de ostentación, con una dosis mayor o menor del elemento de diversión estética y una dosis cada vez mayor de puro comercialismo. El espíritu de la vida en las naciones “cristianas” y el espíritu del cristianismo son un interesante tema de estudio para contrastar la teoría y la práctica. Y todo ello, mientras se multiplican las evidencias de una auténtica avidez espiritual en las poblaciones modernas. Se han alejado de la actitud espiritual hacia la vida y no saben cómo retornar. La ciencia es demasiado dura para las viejas creencias y el comercialismo competitivo, demasiado duro para los antiguos ideales de sencillez, humildad y reverencia.
No parece entonces vana la búsqueda de un fundamento realmente ético para aceptar la competencia como base de un tipo ideal de relaciones humanas o como motivación para la acción. No armoniza con el ideal pagano de la sociedad como comunidad de amigos ni con el ideal cristiano de fraternidad espiritual. Su única justificación es su eficacia para lograr que se hagan cosas; pero toda respuesta imparcial a la pregunta “¿qué cosas?” hace pensar que dejan mucho que desear. Para bien o para mal, sus ideales estéticos no merecen la aprobación de los jueces más competentes; y en cuanto a la espiritualidad, el comercialismo es el mejor camino para que este término sea incomprensible para la humanidad contemporánea. La motivación misma ha sido condenada por los mejores espíritus de la especie. En la vida académica, por ejemplo, aunque todas las instituciones (norteamericanas) se sienten obligadas a utilizar créditos, calificaciones y honores, casi nunca los defienden por ser intrínsecamente valiosos incentivos para el esfuerzo.
La posibilidad de lograr un mejoramiento mediante la sustitución del individualismo competitivo por otro fundamento de organización social está más allá del alcance de este artículo. Su propósito era simplemente exponer las debilidades fundamentales de la competencia desde el punto de vista de las normas estrictamente ideales, y establecer las bases para compararla con cualquier otro sistema posible. Resumiendo el argumento, primero subrayamos a modo de introducción que todo juicio acerca del orden social es un juicio de valor y presupone una medida y una norma de valor comunes, que deben ser tan claras y explícitas como sea posible para que el juicio sea inteligente. La eficiencia es una categoría de valor y la eficiencia social, una categoría ética. Las normas en que se basa el sistema competitivo, de acuerdo con la teoría económica ortodoxa, son los deseos de los miembros de la sociedad. Se supone que la competencia compara esos deseos y organiza los recursos sociales de modo que los satisfagan, en la mayor medida posible, en su orden de magnitud; es decir, se supone que “tiende” a hacerlo de esa manera. Nuestra primera tarea fue entonces enumerar las limitaciones más fundamentales y obvias de esa tendencia o contratendencias, que en muchos casos son tan importantes como la tendencia. La teoría económica debe aislar las tendencias ideales que le es más fácil manejar; pero no se pueden sacar conclusiones prácticas acerca de los beneficios reales del sistema hasta que la teoría general tenga en cuenta las tendencias contrarias y evalúe su importancia relativa con respecto a las tendencias que reconoce, las que en vez de explicar parece siempre justificar.
En la segunda sección del trabajo señalamos que la vida económica competitiva tiene implicaciones valorativas en materia de producción, la más notable de las cuales es su atractivo como juego competitivo. El examen desde este punto de vista revela notables deficiencias en los negocios considerados estrictamente como un juego. También causa cierta repugnancia ética que la subsistencia de la gran masa de la población sea apenas un peón en ese deporte, por fascinante que sea ese deporte para los dirigentes.
Por último, desde el punto de vista de la ética ideal, cuestionamos el predominio de la institución del deporte o la acción motivada por la rivalidad, y en particular, la contrastamos con la ética pagana de la belleza o la perfección y con el ideal cristiano de espiritualidad.
NOTAS AL PIE
1. “Ética e interpretación económica”, publicado en Revista de Economía Institucional 6, 2002, pp. 173-193.
2. Publications of the American Economics Association, tercera serie, volumen 2, 1901.
3. The Vested Interest and the State of the Industrial Arts, pp. 63, 89, 99.
4. Cabe advertir que por simplicidad hablaremos de “el” sistema competitivo, aunque el análisis se refiere al sistema de competencia “pura”, tal como lo entienden los teóricos de la economía. Es superfluo decir que en la realidad nunca nos hemos acercado a dicho sistema y quizá no haya sido defendido por un autor que un grupo amplio tome en serio; por cierto, Adam Smith no lo defendió. La idea de un orden puramente individualista es un artificio 1ógico necesario para aislar, con fines analíticos, las tendencias individualistas de las socialistas. Se daría un gran paso para aclarar la discusión si ambos bandos reconocieran que no son ciento por ciento individualistas ni ciento por ciento socialistas, que el problema es de grado y proporción.
5. Sobre el carácter de las necesidades, ver el artículo de A. F. McGoun en The Quarterly Journal of Economics, febrero de 1923. El argumento del profesor McGoun pretende en parte criticar mi artículo anterior, al que ya me referí; pero como empieza dibujando curvas para representar las variaciones, mientras que mi principal argumento era que las necesidades no son un tipo de variables que se puedan representar adecuadamente con curvas, requeriría mucho espacio para aclarar el problema. No dudo que sus observaciones tienen gran valor. Comentarios muy sensatos y agudos sobre el carácter de diversas necesidades se encuentran en varias secciones de Common Sense of Political Economy, de Wicksteed. El ensayo de Patrick Geddes sobre John Ruskin publicado en la colección Round Table es un brillante argumento a favor de la reducción de los valores económicos a normas estéticas. “Phases of the Economic Interest”, de H. W. Stuart, en el volumen Creative Intelligence, subraya el carácter experimental de buena parte de nuestra actividad, en contraste con el concepto estático de necesidades que exige la lógica económica. En Theory of the Leisure Class, Veblen satiriza agudamente muchas de las necesidades “superiores”. Un análisis más mesurado de los problemas involucrados, de mayor trascendencia científica, se encuentra en los capítulos finales del volumen de G. P. Watkins, Welfare as an Economic Quantity. La creación de necesidades mediante la actividad de los negocios ha rec ibido mucha atención en la literatura reciente, de nuevo bajo la dirección de Veblen. Es una grave falacia condenar este tipo de actividad de manera indiscriminada. La creación de necesidades puede ser buena o mala dependiendo del carácter de las necesidades que se crean. La publicidad y el arte de las ventas no se pueden condenar por principio, excepto que estemos dispuestos a repudiar la mayor parte de la educación y de la civilización en general, pues la mayoría de los deseos que distinguen al hombre de las bestias han sido creados artificialmente. En términos éticos, la creación de necesidades auténticas es más importante que la satisfacción de necesidades. En cuanto a los hechos, podemos observar que los negocios están más interesados en modificar las necesidades que en el tipo de modificación, y es de presumir que efectúan aquellas modificaciones que les son más fáciles y baratas. La enseñanza moral que hemos recibido indica que es más fácil corromper la naturaleza humana que mejorarla, y la observación de las tendencias de la formación del gusto mediante los métodos de mercadeo modernos tienden a confirmar esta opinión y a justificar un veredicto negativo sobre la actividad individualista de este tipo.
6. La semejanza entre este argumento y el de Marx es evidente. Parece haber fundamento para tratar seriamente las conclusiones de Marx, aunque se debe repudiar su respaldo lógico, la supuesta superioridad universal de los métodos de producción a gran escala.
7. El “producto específico” de toda agencia es que hace posible que la sociedad produzca más de lo que produciría sin ella, sin hacer referencia a lo que puede producir por sí misma. Suponemos que este es el uso correcto de la palabra “producto”, puesto que en las relaciones de causa y efecto por lo general es cierto que la “causa” es el factor decisivo en la situación antecedente, y que decidir cuál es el factor decisivo es en buena parte un asunto del punto de vista. Aceptamos también que la productividad específica es la única base posible para organizar inteligentemente los recursos productivos, puesto que la máxima contribución específica general es la condición del máximo producto total. También se debe tener presente que la ética absoluta de la distribución no resulta afectada por la organización y la interrelación de los productos de diversas agencias. En una sociedad caracterizada por la autosuficiencia individual, pero que acepte los mismos principios éticos, los más eficientes, industriosos o afortunados que logren una participación mayor no estarían ni más ni menos obligados a compartirla con los demás que en un sistema desarrollado de libre empresa.
8. Entre los autores más serios encontramos un consenso casi general en que el principio de la necesidad, que equivaldría prácticamente a una participación igual como norma general, es la base ideal de la distribución. Entre los autores de tratados generales, al menos los siguientes defienden esa tesis: Taylor, Principles of Economics, 8.a ed., p. 511, y Taussig (con un “quizá”), Principles of Political Economy, 3.ª ed., vol. 11, p. 475. Podemos suponer que en un mundo ideal, todos aportarían igual esfuerzo, de modo que la distribución de acuerdo con el esfuerzo sería la ideal. En mi opinión, el esfuerzo –es decir, el esfuerzo consciente– es un principio mejor; es más acorde con la idea de merecimiento del sentido común, que difícilmente llega al punto de considerar que todos merecen lo mismo, y su aplicación práctica es menos imposible.
9. Para un análisis breve y excelente del uso del término “juego”, ver C. E. Rainwater, The Play Movement, “Introducción”. La definición de Dewey, muy típica, cubre “aquellas actividades que no se realizan conscientemente por una recompensa ajena a ellas mismas”. Ver también la conferencia de Ruskin sobre el trabajo, en Crown of Wild Olive.
10. En cuestiones de suerte es aún más difícil medir la importancia de las diferentes tendencias que en el caso de la satisfacción de necesidades. Hay diferentes opiniones sobre la cantidad ideal de suerte en un juego así como la cantidad que existe realmente en los negocios. Quizá se acepte más generalmente que el efecto acumulativo de la suerte es un mal. Vale la pena observar que el carácter excesivamente crucial de algunas decisiones únicas es un fenómeno común en todas las fases de la vida, y una de las principales fuentes de su tragedia y de su pathos. Rara vez podemos hacer suficientes “ensayos” cuando planeamos algún aspecto importante de nuestra carrera para probar la capacidad de juicio que poseemos. Y cuando pensamos en las posibilidades de mejorar nuestros juicios, nos enfrentamos a la tragedia esencial de la brevedad de la vida.
11. Tomado de The Cry of Justice: An Anthology of Social Protest, de Upton Sinclair, p. 752.
12. En sus Principles of Social Reconstruction, Bertrand Russell hace una distinción entre valores competitivos y no competitivos que equivale prácticamente a la del bien y el mal; la dedicación a los primeros es el pecado original del mundo moderno. En un libro anterior, In the Days of the Comet, H. G. Wells describió el cuadro idílico de un mundo del que se ha eliminado la competencia. Por otra parte, el socialismo moderno quizá ha aceptado más la emulación competitiva como motivación, aunque pretende que en el socialismo se moralizaría y se orientaría al bienestar social, y no a las ganancias privadas.
13. Was für eine Philosophie man wählt hangt davon an was für ein Mensch man ist.
14. Ver el artículo antes mencionado, “Ethics and the Economic Interpretation”, Quarterly Journal of Economics, mayo 1922.
15. Estos autores no pueden encontrar un lugar para la obligación ética de vivir y tendrían que rechazarla.