EDITORIAL



I


Así algunos pretendan ocultarlo, los críticos más severos de la doctrina económica dominante son los economistas. Los que buscan superar la actual estrechez de la disciplina y recuperar el espíritu abierto y la visión arraigada en la realidad, cualidades que mantuvo desde su origen hasta mediados del siglo pasado y que son imprescindibles para el avance de toda ciencia.

La búsqueda del conocimiento siempre se ha enfrentado a la ‘verdad’ de la autoridad, que pretende una obediencia ciega. Quienes anhelan un pensamiento libre de tutelas no deberían recurrir a tales argumentos. Pero cuando se está atrapado en pendencias escolásticas a las que se quiere revestir de prestigio y apariencia, no importa lo que se dice sino quién lo dice o en dónde se dice. En esos litigios, a veces hay que invocar a las autoridades, sin guardarles reverencia. Lo que se quiere encubrir con la retórica también se puede revelar con la retórica. Y mostrar que el emperador va desnudo.

Un selecto grupo de economistas de diversas corrientes –entre ellos cuatro premios Nobel: Franco Modigliani, Paul Samuelson, Herbert Simon y Jan Tinbergen– suscribió en 1992 un manifiesto que demandaba un análisis económico pluralista y riguroso:

Estamos preocupados por la amenaza que el monopolio intelectual representa para la ciencia económica. Hoy en día, los economistas están sometidos a un monopolio en el método y los paradigmas, a menudo defendidos sin un argumento mejor que el de constituir la ‘corriente principal’. Los economistas abogan por la libre competencia, pero no la practican en el campo de las ideas.

Sería ridículo descalificar a los autores del manifiesto por no ser ‘economistas profesionales’ y tildarlos de políticos o sociólogos ‘ignorantes’. Quizá su lectura no sea recomendable. Tal vez esa preocupación no sea cuantificable y se deba desechar. Al fin y al cabo, eso suelen hacer algunos economistas. Pero ése es el motivo de la preocupación, el origen de la crítica, y forma parte de la discusión, en la que es preciso participar con argumentos y no con juicios de autoridad.

Durante los diez años transcurridos desde la publicación de ese manifiesto, la corriente dominante ha batallado intensamente desde las universidades y las grandes organizaciones multilaterales para prohijar la libre competencia de capitales y mercaderías en todo el mundo, pero se niega a aceptar la competencia en el campo intelectual. Algo que es normal, pues la ciencia no es siempre la búsqueda desinteresada de la verdad. Muy pocos están dispuestos a ceder el lugar que ocupan, menos aún si están cerca de la cúspide profesional o tienen la ilusión de llegar a ella. Aun así, la preocupación de los ilustres economistas que firmaron el manifiesto se ha extendido. Toda acción genera reacción.

La liberalización de los mercados de capitales y la apertura de las economías no han cerrado la brecha entre países desarrollados y en desarrollo. Esta brecha ha aumentado. No ha generado la prosperidad ni el crecimiento que serían el resultado automático de la expansión del comercio. No ha eliminado el desempleo ni ha traído el bienestar ni ha atenuado la desigualdad económica y social, como se prometía. Los países que destruyeron las instituciones tradicionales para instaurar las fuerzas del mercado son asolados por los vaivenes de las finanzas internacionales o por nuevas capas gangsteriles. Es normal entonces que la validez de aquellas fórmulas mágicas y universales se ponga en cuestión también en todo el mundo. Y nuestra generación corrobora que es más fácil destruir que construir.

Lección que no aprendieron los dirigentes de la Revolución de Octubre, que hablaban en nombre de las leyes de la historia y no pudieron construir una sociedad mejor después de asaltar el Palacio de Invierno. Varios decenios después también la desconocen quienes si bien no invocan las leyes de la historia (pues en sus modelos ésta poco o nada cabe y es difícil de formalizar, quizá con ayuda de variables proxy) sí hablan en nombre de principios universales del comportamiento económico expresados en fórmulas algebraicas que predecirían el futuro hasta el infinito.

Esos son los hechos, escuetos y simples, poco interesantes, como suelen serlo. Elegidos con deliberación pues los hechos no hablan por sí mismos. Y enunciados en forma simplista, como primera aproximación, como harían los buenos economistas. Qué le vamos a hacer. No somos historiadores, ni antropólogos, ni politólogos, ni juristas, ni políticos. ¡Dios nos guarde!

El marxismo doctrinario, sus esperanzadas profecías y las lúgubres y grises sociedades que produjo se desplomaron pacíficamente. Un derrumbe que sorprendió aun a los más avisados futurólogos, que pese a sus veloces computadores, a sus inmensas bases de datos y a sus refinados modelos prospectivos, no habían imaginado ese escenario en sus visiones del futuro.

El fundamentalismo económico de estos tiempos, como todo fundamentalismo, cobra fuerza con los reveses. Sus promesas no son para el presente sino para el fin de los tiempos, cuando se imponga su verdad, cuando se suprima la ignorancia, cuando se derrote a los pseudocientíficos charlatanes que no saben econometría, a los políticos populistas, a los empresarios proteccionistas, a los sindicatos gremialistas y a todos los que impiden aplicar a fondo las políticas correctas y se niegan a sacrificarse en el presente para establecer el paraíso futuro. Pretextos y disculpas que, de no ser por el sobrecargado aparato de ecuaciones, en nada difieren de los que se esgrimían en las últimas décadas del siglo diecinueve. En cuestiones de doctrina no importan los hechos sino la fe o los mandatos conciliares. Y para los acólitos sólo existen las interpretaciones que enseñan los pastores de la grey. Las interpretaciones y los escritos que no están consagrados o que están vetados son obra de heresiarcas que ignoran la verdad y propagan la mentira, y merecen la excomunión, la ignominia o el silencio.

Por fortuna, la economía no es escolástica. Con la caída del Muro de Berlín y la dolorosa y frustrante transición al capitalismo en los países de Europa del Este, con el fracaso de los programas de ajuste en América Latina, con la extensión de la miseria en África, con el alto desempleo en Europa occidental, la creciente desigualdad en América del Norte y las crisis asiáticas ha aumentado la inquietud por el rumbo de la profesión.

Cientos de economistas de las más variadas corrientes y tradiciones van más allá del manifiesto de 1992. No sólo convocan a “un nuevo pluralismo que lleve a un diálogo crítico y tolerante entre las diversas escuelas” sino que se esfuerzan por entender y discutir qué anda mal en la disciplina, por qué es incapaz de contribuir a resolver los problemas contemporáneos y por qué son tan frecuentes los yerros de sus recetas y sus predicciones.

En los últimos diez años, varios premios Nobel ‘ortodoxos’ y otros que por traspasar las estrechas fronteras de la disciplina recibieron ese premio han expresado su descontento con el estado de la profesión. Los avances en otros campos están abriendo nuevas sendas de investigación que rompen las fronteras entre la economía y otras ciencias sociales. Aun dentro de la misma corriente principal es cada vez mayor la importancia que se da al estudio de las instituciones que dan marco al funcionamiento del sistema económico. Como se la dieron los pensadores clásicos. Resurgen corrientes que el formalismo creía haber liquidado, y la profesión en su conjunto es presionada “para hacer frente a todos los argumentos”, como decía aquel manifiesto. En diversas facultades de economía, aun de los Estados Unidos, se intenta limitar el abuso de la posición dominante y los ‘economistas profesionales’ se ven obligados a dialogar con otras escuelas y tradiciones.

Pero las noticias de los movimientos culturales siempre nos llegan tarde, y nos lanzamos tras sus huellas cuando ya están de vuelta. Algo que parecería ser natural. Vivimos en el trópico y caímos en el subdesarrollo por haber sido colonizados por iberos y no por anglos ni sajones. Así hoy muchos quieran vivir como en España. Por ese estigma original, la tolerancia y el pluralismo no son moda entre nosotros, ni siquiera entre los adalides de las libertades, y hoy son más difíciles: por fuera de las murallas que protegen y aíslan a los expertos en vender soluciones prefabricadas para todos los problemas sociales, el temor de la gente corriente ante fuerzas que no entiende, en parte desatadas por esas mismas soluciones, ha llevado a creer que no es hora de enfrentar argumentos con argumentos, y crea la ilusión de que los remedios sólo pueden llegar con acciones implacables.

Nuestros círculos más informados están atrasados de noticias. Su retraso es mayor cuando las noticias se originan en las capas inferiores de la pirámide. Y se traduce en la omisión de hechos innegables: el descontento con la economía es muy profundo entre la nuevas generaciones de estudiosos. El movimiento estudiantil contra una economía autista ha sobrepasado las fronteras de los campi franceses y ha encontrado eco en otros países europeos, como el Reino Unido, cuna de la economía clásica, y en la misma Universidad de Cambridge, casa de Marshall y de Keynes. Y reverbera en los demás continentes, como evidencia el Manifiesto de Kansas City.

A diferencia de sus padres o de su abuelos que en un mayo florido se lanzaron a las calles a soñar utopías y a compartir sus sueños, los estudiantes de París y de Cambridge no piden lo imposible. Sólo buscan restaurar principios elementales que hagan de la economía y de su enseñanza un juego de lo posible y de lo creativo. Que se deje de fantasear con mundos imaginarios cuya conexión con la realidad es ‘misteriosa e infundada’. Que los modelos y las teorías se contrasten con los hechos. Una petición que haría sonreír a Copérnico o a Newton. Que la economía se refiera al comportamiento de personas reales, no a arquetipos ideales. Que los juegos estratégicos describan el comportamiento real de esas personas y no se limiten a prescribir cómo se deberían comportar. Y se oponen a la utilización abusiva e irreflexiva de las matemáticas:

El uso de las matemáticas como instrumento es necesario. Pero el recurso a la formalización matemática, cuando deja de ser un instrumento y se convierte en un fin en sí mismo, conduce a una verdadera esquizofrenia con respecto al mundo real. La formalización facilita la construcción de ejercicios y la manipulación de modelos en los que lo importante es encontrar ‘el buen’ resultado (es decir, el resultado lógico de las hipótesis iniciales) para presentar un buen examen. Esto facilita la calificación y la selección, con la fachada de cientificidad, pero no responde a las preguntas que nos planteamos en los debates económicos contemporáneos.

No sólo los estudiantes colombianos han escuchado esta respuesta elogiosa de sus instructores: ‘Sí. Lo que usted dice es relevante, se puede modelar’. O esta otra, ‘Eso no es economía. No se puede modelar’, eficaz para encuadrarlos y evadir preguntas difíciles. Los estudiantes franceses se atreven a poner en duda los modelos que les enseñan, y tienen razón, por cuanto estos se limitan a tratar preferencias dadas y calcular agregados a partir de datos individuales. Se equivocan cuando olvidan que para representar relaciones más complejas se requieren matemáticas más complejas. Los estudiantes que han perdido el atrevimiento y se resignan a hacer bien las tareas y a presentar buenos exámenes contrarían lo que les recomendara John Stuart Mill en su discurso inaugural como Rector de la Universidad de Saint Andrews:

Poner en duda todas las cosas; no aceptar doctrina, propia o ajena, sin el riguroso escrutinio de la crítica negativa, sin dejar pasar inadvertidas falacias, incoherencias o confusiones; sobre todo, insistir en tener claro el significado de una palabra antes de usarla y el significado de una proposición antes de afirmarla.

Los estudiantes europeos, formados en una tradición crítica, de la que Mill fue exponente destacado, piden que en la enseñanza se respeten ciertas reglas elementales: que se expongan las circunstancias económicas, políticas y culturales que llevaron al surgimiento de las teorías que deben estudiar, que se dé mayor importancia a los datos empíricos y a la historia económica para precisar el alcance y la conveniencia de las herramientas y modelos económicos, que estos y sus predicciones se cotejen con los hechos, que los programas incluyan diversas corrientes o tradiciones del pensamiento, que lo que aprenden ayude a resolver los problemas concretos de la sociedad contemporánea1. En suma, que contribuya a formar un espíritu crítico, no sólo a graduar expertos sino también a educar ciudadanos que sepan economía, y “lo que se espera del economista es ante todo una cultura general, económica y social, y un buen conocimiento de los mecanismos y de las instituciones económicas”. En esta petición, los estudiantes de París y de Cambridge siguen la tradición de Mill, quizá sin saberlo porque hoy poco se lee a los grandes autores:

El objetivo de las universidades no es enseñar el conocimiento requerido para que los estudiantes puedan ganarse el sustento de una manera particular. Su objetivo no es formar abogados, o médicos, o ingenieros hábiles, sino seres humanos capaces y cultos... Los estudiantes son seres humanos antes de ser abogados, médicos, comerciantes o industriales; y si se los forma como seres humanos capaces y sensatos, serán por sí mismos médicos y abogados capaces y sensatos.

Hartos de las utopías del siglo veinte, que llevaron a la hecatombe y a la injusticia, los jóvenes estudiantes piden a sus profesores que apliquen la razón al estudio de la racionalidad. Igual que los marxistas disidentes, que pedían que se aplicara el marxismo al marxismo. Cuando la razón no se aplica a la razón, aun para entender sus límites, aparece el desánimo que lleva a la deserción y a la frustración. Hace casi veinte años, Jesús Antonio Bejarano llamó a este cuadro sintomático el “síndrome de séptimo semestre”. Pero no lo escribió en inglés y no lo publicó en un journal indexado sino en una modesta revista del altiplano cundiboyacense.

Las semejanzas entre los dos manifiestos, el de los economistas ilustres y el de los aprendices de economistas, son notables. Y, por supuesto, sus declaraciones están abiertas a la discusión. Pero el sol no se puede tapar con el índice y afirmar, sin sonrojarse, que estas críticas son obra de mentes ignorantes. Por fortuna, no todos los economistas van al trote con anteojeras.

Esta entrega de nuestra revista empieza con un breve ensayo de Geoffrey Hodgson, profesor de la Universidad de Hertfordshire, que alienta la protesta de los estudiantes de París y de Cambridge, y hace votos para que sus esfuerzos contribuyan a que la economía recupere la amplitud de visión que perdió en la segunda mitad del siglo pasado. Como maestro responsable y respetuoso, los anima a pensar por sí mismos y los invita a que sigan haciendo preguntas, cuanto más difíciles mejor, y trata de que no cometan los yerros de su propia generación. Una de sus profesoras, Joan Robinson, solía decir que cuando los estudiantes de economía dejan de hacer preguntas, están preparados para ser profesores2. Disculpemos su ironía después de mirarnos al espejo.

Casi treinta años después, los estudiantes franceses corroboran esa opinión y se quejan porque la actual enseñanza de la economía los despoja de los conocimientos necesarios para ser buenos economistas. Citan en apoyo un informe del Ministerio de Educación de su país: “¿Quién no ha constatado la pérdida de cultura económica de un bachiller proveniente del área económico-social después de pasar dos años en una facultad de ciencias económicas?” Esta tradición de enseñanza, contraria a la paidea griega, privilegia la formación en serie de técnicos deslumbrados por el brillo y la manipulación de herramientas, en menoscabo de la formación de personas reflexivas que además de conocer esas herramientas saben cuándo y cómo utilizarlas, y cuándo hay que construir otras para remplazar a las que se han vuelto herrumbrosas y obsoletas.

El profesor Hodgson coincide con los estudiantes en que la matematización creciente de la economía es una de las causas del empobrecimiento de la disciplina.

La formalización se alimenta a sí misma. Da lugar a un proceso ostentoso de reforzamiento... en el que todo lo que importa es aquello que se puede presentar en forma matemática: lo demás se margina o se rechaza... el plan de estudios se estrecha. Y, con el tiempo, los criterios de selección basados en la formalización atractiva e innovadora empiezan a predominar en las principales revistas y en los procesos de nombramiento de los profesores. A golpes de trinquete, la profesión en su conjunto es dominada progresivamente por los formalistas.

Pero les advierte que no es la causa única y quizá no la más importante, “no creo que ésta sea toda la historia. La formalización no explica por completo las penalidades de las ciencias sociales”, de las que pone como ejemplo las que sufre la sociología, cuyo programa de investigación – explicar las acciones humanas en el marco de las estructuras sociales– está en el caos. Argumenta (sí, para hablar de la sociología se pueden usar razonamientos y no meros epítetos dudosos y deleznables) que a pesar de los trabajos serios y valiosos de muchos sociólogos, tiene graves problemas: su discurso se ha vuelto incomprensible por la influencia de corrientes que hacen pasar la oscuridad por profundidad. Ha renunciado a sus presupuestos teóricos originales para abrazar una concepción del hombre económico que le ha hecho perder su identidad y que se llame ‘sociología’ a lo que no es más que economía asocial. Entre los sociólogos hay confusión y desconfianza en sí mismos, y muchos se han trasladado a otros departamentos, donde hacen estudios de caso, muchos de ellos sobre temas económicos, pero en general han abandonado el núcleo teórico de la disciplina. Esos problemas no obedecen a un exceso de formalización, por una razón evidente: hasta ahora, la sociología no ha intentado imitar a las ciencias naturales y parecerse a la física.

Según el profesor Hodgson, en el deterioro de las ciencias sociales interviene un fenómeno social más ‘terrible y preocupante’, cuyos indicios avizoró Thorstein Veblen a finales de la segunda década del siglo pasado: la comercialización del mundo del saber y la adaptación de las universidades a las necesidades de las grandes corporaciones. En la academia contemporánea “intervienen fuerzas globales que amenazan la integridad intelectual de todas las disciplinas académicas”.

Esboza una hipótesis que desarrolla en su libro Economía y utopía: en el capitalismo global, cada vez más especializado y ansioso de conocimientos que pueda transformar en nuevas necesidades y en nuevos productos, se requiere una inmensa masa de trabajadores no calificados y una gran variedad de especialistas calificados cuya formación tiene varias consecuencias para las universidades. La primera, que las “necesidades e intereses del mundo corporativo estén en el centro del campo académico”, a riesgo de perder su carácter de centros de investigación independiente. La segunda es la aceleración del proceso de especialización y el aumento de los conocimientos, que llevan a una incesante división de la ciencia, que a su vez dificulta la actualización permanente aun de los especialistas más especializados y pone obstáculos a la reflexión crítica y al diálogo interdisciplinario.

Hoy, cuando es más difícil lograr una gran visión, las grandes preguntas riñen con el éxito. Las disciplinas se reducen a tecnicismos casi insignificantes. Infortunadamente, se pierde la gran visión. Las causas de la enfermedad de la economía no se limitan a la economía... [y] el restablecimiento de la salud es aún más difícil3.

Coincide con los estudiantes en que hay que reformar la enseñanza, pero no sólo la de la economía; juzga necesaria una reforma de toda la educación universitaria, semejante a la que Guillermo de Humboldt impulsó en Alemania en el siglo diecinueve, gracias a la cual la filosofía sustituyó a la teología como núcleo de la investigación. “La búsqueda de la verdad siguió siendo el propósito de la universidad y se exigió que todos los estudiantes entendieran los problemas filosóficos de la verdad y de la explicación”. Y recomienda que la enseñanza de las matemáticas, junto con el aprendizaje de la filosofía y el conocimiento de los hechos pertinentes de la historia de las ideas formen parte del plan de estudios obligatorio de toda ciencia.

Esta reforma pondría a la enseñanza de las ciencias en el lugar que le corresponde y dejaría al desnudo las fragilidades mutuas. Y en vez del imperialismo y la prepotencia académica, los estudiantes de todas las disciplinas podrían compartir la aventura común de ampliar el conocimiento humano y contribuir a resolver los problemas del planeta. ¡Ay, cuánto nos alejamos de esa reforma cuando confundimos la investigación desinteresada con la venta de productos por pedido y la formación de las nuevas generaciones con la producción en serie!

Los estudiantes de París no están solos. Iniciaron la marcha y sus propuestas de reforma hoy se discuten en muchas universidades. El movimiento contra la economía autista es irreversible. El debate es cada vez más amplio, serio y profundo. Si insistimos en negar lo que está ocurriendo en la disciplina y en ignorar las críticas que provienen de la misma profesión, caeremos en el mutismo cuando el post-autismo se ponga de moda.


II


El artículo de Albert Berry, economista canadiense que ha estudiado los problemas colombianos desde los años sesenta, es una exhaustiva revisión de los intentos de reforma agraria en Colombia desde comienzos del siglo XX, cuyo telón de fondo es la historia más general del país. Hace un minucioso examen de las condiciones y motivaciones del esfuerzo de reforma agraria de los años treinta y concluye que “el fracaso para resolver el problema de la tierra cuando parecía haber una posibilidad contribuyó notablemente a la ‘Violencia’”. Repasa los intentos de reforma de los sesenta, que buscaban reducir los altos niveles de conflicto y violencia en las zonas rurales más que transformar la estructura general de la propiedad para promover y modernizar la producción agrícola del país. Esto dio lugar a una estructura dual que acentuó las tensiones sociales y la violencia. En ese marco, analiza el p apel del Incora en los setenta y el fallido intento de las organizaciones campesinas que buscaban una reforma agraria pacífica, y concluye que esos intentos no tuvieron “prácticamente ningún efecto sobre las grandes propiedades de las mejores tierras del país”. También evalúa el papel de las empresas comunitarias y muestra que el DRI tuvo efectos benéficos en cuanto a la mejora de los ingresos campesinos, pero consecuencias nocivas sobre la desigualdad social. Comenta los esfuerzos de reforma orientados al mercado y muestra que las políticas de libre mercado de comienzos de los noventa agudizaron la crisis rural y la desigualdad social. Y en la sección final esboza las lecciones de la experiencia colombiana para concluir que las visiones rígidas, marxistas y neoclásicas, del mundo campesino colombiano “están bastante alejadas de la verdad”.

El artículo de Gonzalo Vargas, síntesis de su tesis de maestría, intenta delimitar el concepto de capital social y precisar su contribución al desarrollo económico y social. La primera sección revisa diversos trabajos teóricos y aplicados sobre el tema para determinar sus orígenes y los diversos significados que se le han atribuido, en particular en los trabajos derivados de las obras de Pierre Bourdieu, James Coleman y Richard Putnam. El autor muestra que los economistas han tomado este concepto de otras ciencias sociales y lo han utilizado con muy diversos significados y en forma muy vaga, hasta tal punto que, como dice Portes, “se aplica a tantos eventos y en tantos contextos que pierde cualquier significado distintivo”. La segunda sección muestra algunos de los problemas teóricos y metodológicos que dificultan su aplicación y su medición a través de índices que permitan hacer comparaciones entre países. La tercera sección muestra que para construir una teoría económica del capital social es necesario superar la vaguedad conceptual y elaborar definiciones más precisas y específicas, incorporando los conceptos y los avances teóricos de la Nueva Economía Institucional.

El artículo siguiente, de Óscar Benavides y Clemente Forero, presenta un modelo de crecimiento endógeno con tres sectores que producen bienes finales, capital humano y tecnología, que busca integrar los modelos de crecimiento endógeno de Lucas y de Romer que no permiten determinar simultáneamente las decisiones de inversión en capital humano y tecnología ni optimizar la elección entre ambos. A partir de varios supuestos menos restrictivos que los de esos modelos, sin tener que suponer externalidades, y teniendo en cuenta que el mercado de tecnología tiene una estructura de competencia monopólica debido al sistema de patentes que otorgan derechos comerciales exclusivos sobre este conocimiento y que en la producción de capital humano hay competencia perfecta, pues requiere factores rivales y sujetos a exclusión, el modelo permite obtener una tasa de crecimiento positiva en el largo plazo y tomar decisiones acerca de la inversión en capital humano y en ampliación del conocimiento tecnológico. El artículo concluye con una ilustrativa enumeración de las diferencias y ventajas del modelo que se presenta con respecto a los modelos que se intentan integrar.

El trabajo de Eduardo Wiesner, uno de los más reputados estudiosos de los procesos de modernización del Estado en Colombia y América Latina, analiza el desarrollo de la capacidad de evaluación y las razones para que la evaluación de resultados no se haya incorporado plenamente en los programas de reforma adoptados en la región. A las que organiza en tres categorías: restricciones ocasionadas por las características institucionales y la creciente inflexibilidad del gasto público, restricciones de economía política y restricciones creadas por la rápida expansión de los gastos del sector público. Luego de examinar ese tipo de restricciones, analiza los procesos que contribuyen al desarrollo de la capacidad de evaluación: la institucionalización de la evaluación y la ampliación del mercado de evaluaciones. Propone las líneas generales de un plan de acción para el desarrollo de esa capacidad y analiza los elementos que pueden contribuir a la expansión del mercado de evaluaciones haciendo énfasis en la demanda y en la autoevaluación de los programas y las actividades de las entidades públicas. Señala los retos de la evaluación en América Latina y define una jerarquía de áreas prioritarias. Examina el papel que pueden desempeñar las entidades multilaterales en la planeación, la financiación y el apoyo técnico para el desarrollo de la capacidad de evaluación. Y concluye con una serie de recomendaciones.

El último artículo , de Ernesto Cárdenas y Jair Ojeda, profesores del Externado de Colombia, muestra que la teoría de la implementación aclara las diferencias metodológicas entre la teoría walrasiana y la nueva economía institucional, a la que consideran una extensión que llena los vacíos de la primera. La primera parte revisa el concepto de institución de Douglass North, como reglas del juego que guían el comportamiento de los individuos mediante estructuras de incentivos, para mostrar sus relaciones con los costos de transacción, a los que tratan como problemas de información, y con los derechos de propiedad, que analizan a partir del teorema de Coase y el supuesto de racionalidad acotada, para proponer una redefinición del concepto de individualismo metodológico que tenga en cuenta las organizaciones. La segunda parte sintetiza los principales conceptos de la teoría de la implementación, a la que consideran el dual de la teoría de juegos, es decir, la búsqueda de una solución o el diseño de un mecanismo que tenga en cuenta los múltiples equilibrios y logre los fines del planificador o agente que diseña ese mecanismo. Y presenta un ejemplo detallado de implementación de una norma que ilustra el uso de dichos conceptos. La tercera parte enumera varios paralelismos entre la nueva economía institucional y la teoría de la implementación, que en opinión de los autores pueden llevar a una reconciliación de ambas perspectivas teóricas.

En la sección de clásicos se presenta la traducción de uno de los ensayos de Frank Knight sobre ética y economía que se publicaron en el Quarterly Journal of Economics de 1922. Este escrito discute el alcance y el método de la ciencia económica, y cuestiona a los economistas por su pretensión de hacer análisis causales a partir de necesidades inmutables, que en realidad son variables y cambiantes. Cuando las necesidades y motivaciones humanas no se consideran datos empíricos susceptibles de manipulación lógica, cuando son valores y la creación de valores es más que la satisfacción de los deseos, hay lugar para la ética, que no se puede confundir con la ‘economía divinizada’.

La sección de notas y discusiones incluye la nota que Paul Krugman escribió en homenaje a James Tobin al día siguiente de su muerte y un trabajo de Jorge Iván González que sintetiza sus principales aportes a la teoría y la política económica. Concluye con un breve comentario de Amartya Sen, publicado en Il Sole 24 Ore, acerca de los movimientos de protesta contra la globalización. Critica el ataque a la globalización como expresión del dominio occidental, pero destaca las expresiones de inconformidad por las desigualdades internacionales y las asimetrías políticas y económicas.

Habíamos anunciado a nuestros lectores que en este número publicaríamos los documentos de la segunda ronda del debate sobre el informe de la Misión Alesina. Fedesarrollo, la Universidad Nacional y el Externado publicarán un libro, editado por Álvaro Tirado Mejía, que recopila todos los documentos. Los interesados en el tema podrán consultarlo en este mismo semestre.

Esta entrega de la revista concluye con dos reseñas. La primera, del libro Las falacias de la teoría económica de Paul Ormerod, escrita por Alberto Castrillón, es una reflexión acerca de la disciplina económica cercana a las preocupaciones de Hodgson y de los estudiantes que rechazan la estrechez de la interpretación económica. La segunda, de Bernardo Pérez Salazar, Director del Observatorio de Manejo del Conflicto del Externado, es un comentario al informe de la Corporación Rand sobre las drogas y la insurgencia en el país, El minotauro del laberinto colombiano. Su autor evalúa la intervención estadounidense y resalta las propuestas de Jesús Antonio Bejarano para una solución negociada. El fracaso de las negociaciones emprendidas por el Presidente Pastrana da especial actualidad a ese informe y a esta reseña.


NOTAS AL PIE

1. Jacob Viner, uno de los más distinguidos economistas de la Escuela de Chicago aplaudía esta petición estudiantil: “Vivimos tiempos difíciles y existen problemas cruciales de vida y muerte, riqueza y pobreza, libertad y tiranía que aguardan respuesta. En las ciencias sociales y naturales , los estudiantes tienden primero a buscar soluciones a esos problemas y a desarrollar habilidades que los ayuden a resolverlos. Tal como debe ser. Ésa es la prioridad, y quizá también la segunda, la tercera y la cuarta.

2. Antes de ella, el profesor Viner también lo dijo, con otras palabras y no menor ironía: “las escuelas de posgrado tienden a convertir a sus estudiantes en especialistas estrechos, cuyo punto de vista se limita a su propia disciplina o a una rama especial de esa disciplina, y no pueden reconocer la importancia de mirar su propia disciplina desde otro punto de vista. Esos estudiantes reciben entonces su título por la solidez de unas tesis que demuestran a satisfacción de sus supervisores que han descontaminado sus mentes de toda influencia ajena a la disciplina que pudiera pervivir de su formación del pregrado. Y luego retornan a las universidades a transmitir a la siguiente generación la versión que las escuelas de posgrado tienen de la educación liberal: percibir el mundo a través del ojo de una aguja”.

3. En la primera mitad del siglo pasado, ese proceso de especialización y acumulación de conocimientos no era tan acelerado, pero en su propuesta para evitar que la enseñanza de posgrado llegara a ser tan estrecha como vislumbraba, el profesor Viner decía: “Me dicen que esta especialización intensiva es necesaria para hacer descubrimientos y sobre todo para mejorar las técnicas de descubrimiento. Para descubrir cosas desconocidas parece ser necesario trabajar en un surco muy estrecho y mantener la mirada fija en ese surco, sin ojear siquiera los deleitables conocimientos del jardín del colega vecino. En la enseñanza de pregrado pregonamos la síntesis de disciplinas, la amplitud de visión y la perspectiva histórica, y en los pregrados aun hay profesores que lo hacen. Pero cuando, mediante becas y otros alicientes, atraemos estudiantes a nuestras escuelas de posgrado, los animamos para que sean profesionales con tapaojos que limitan su visión al estrecho surco de investigación, y nos empeñamos –a veces con éxito– en convertirlos en perros buscadores de trufas –o si lo prefieren, en caballos de carreras– esmeradamente entrenados para un solo y pequeño propósito, pero que no sirven para más. Y les encomendamos a los estudiantes de pregrado”.