¿COLOMBIA ENCONTRÓ POR FIN UNA REFORMA AGRARIA QUE FUNCIONE?


HAS COLOMBIA FINALLY FOUND AN AGRARIAN REFORM THAT WORKS?



Albert Berry*

* Departamento de Economía, Universidad de Toronto, Munk Centre for International Studies 358S, Toronto, Canadá, M5S 1A1, berry2@chass.utoronto.ca. Traducción de Alberto Supelano. Fecha de recepción: 5 de enero de 2000, fecha de aceptación: 6 de diciembre de 2001.


RESUMEN

[Palabras clave: reforma agraria, terratenientes, colonos, política agraria, derechos de propiedad, JEL: N56, Q15]

Este artículo evalúa las diferentes reformas agrarias en Colombia desde comienzos del siglo XX. Muestra los aciertos y desaciertos de la Ley 200 de 1936. Cuestiona el papel del INCORA en la distribución y la concentración de tierras en la década de los setenta y el fallido intento de las organizaciones campesinas que buscaban una reforma agraria pacífica. Destaca los alcances del DRI en cuanto a la mejora de los ingresos campesinos, pero reconoce su efecto desalentador sobre la desigualdad social. Además argumenta que la adopción de políticas de libre mercado a comienzos de los noventa agudizó la crisis rural y la desigualdad social. Por último muestra los alcances de los proyectos recientes y hace algunas recomendaciones.

ABSTRACT

[Key words: agrarian reform, landlords, squatters, agrarian policies, property rights, JEL: N56, Q15]

This article assesses Colombian agrarian reforms from the beginning of the 20th century. It shows the positive and negative effects of Law 200 of 1936, criticizes the impact of INCORA in land distribution in the seventies and the failure of ‘campesino’ organizations that sought pacific agrarian reforms. The essay highlights the positive effects of DRI on ‘campesino’ income but recognizes its negative effects on social inequality. Also, it argues that the adoption of free market policies in the nineties deteriorated rural conditions and social inequality. Finally, it evaluates the scope of recent projects and offers some policy recommendations.


INTRODUCCIÓN

Igual que la mayoría de países latinoamericanos, Colombia se ha caracterizado por una extrema desigualdad en la distribución del acceso a la tierra agrícola (Comité Interamericano de Desarrollo agrícola, 1965) y una grave ambigüedad en torno de los derechos de propiedad. Estos problemas han contribuido a muchos otros males económicos y sociales, entre ellos las oleadas de violencia que recorrieron periódicamente al país durante el siglo XX y parte del XIX1. Los observadores, los partidos políticos y los gobiernos advirtieron periódicamente esos graves problemas y, en ocasiones, hicieron esfuerzos para ‘reformar’ la estructura agraria en estos y otros aspectos conexos. Si alguno de esos esfuerzos hubiera logrado mejorar la distribución de la propiedad de la tierra por tamaños o clarificado los derechos a la tierra en forma positiva, la desdichada situación actual de Colombia habría sido bastante diferente (Berry, 1999). Desafortunadamente eso no sucedió. La gama de esfuerzos fue muy amplia, y al menos una iniciativa –emprendida en la década de 1930– parece haber tenido potencial para un gran impacto positivo2.

La historia de la reforma agraria colombiana se debe analizar teniendo en cuenta el telón de fondo de la experiencia más general. La presión por una reforma de la estructura agraria surge de una combinación de problemas percibidos, incluida la pobreza, la injusticia, la ambigüedad (especialmente en torno de los derechos de propiedad) y la ineficiencia. La gravedad de estos problemas fundamentales y su importancia relativa varían de acuerdo con la estructura agraria existente, la cultura, la escasez de tierra y otros factores. Y, como es natural, también el alcance de los problemas resultantes: malestar, violencia, inestabilidad política, etcétera, y de los posibles ‘remedios’. En situaciones de gran escasez de tierra, en las que su distribución es muy desigual y la mayoría de las personas trabajan como arrendatarios en la tierra de otros, la presión suele adoptar la forma de un movimiento por ‘la tierra para los que la trabajan’; a veces lleva a una actitud menos extrema, por ejemplo, mejorar los contratos mediante los cuales se compra directa o indirectamente el trabajo de estas personas, bien sea con un salario más alto, mayor libertad de acción para los trabajadores o un convenio más predecible, de mayor duración, permanencia, etcétera. En donde no hay escasez de tierra, el problema puede girar en torno de quién tiene la primera opción a las tierras públicas, qué infraestructura construirá el Estado en las tierras recién colonizadas, si la propiedad es independiente de la explotación o la tierra ociosa revierte al Estado y, por tanto, queda a disposición de otros aspirantes. Las soluciones viables dependen también de las características y la capacidad del gobierno, que puede o no tener mucho poder en relación con los demás actores del drama.

Las reformas eficaces pueden seguir diversas trayectorias, unas más adecuadas a unas circunstancias que a otras. Estas posibles trayectorias dependen de la economía del sistema agrario, los problemas administrativos y la política. En donde no hay otra manera de dar tierras a la mayoría de los que la necesitan excepto expropiarlas a los propietarios (o poseedores) actuales, puede ocurrir una grave confrontación. La mayoría de las reformas eficaces que se emprendieron en esas condiciones se hicieron rápidamente, a pesar del alto costo administrativo3 o de alguna injusticia; por ejemplo, la desigualdad horizontal entre antiguos propietarios, y de alguna ineficiencia, como sucede cuando la distribución de tierras no siempre pone la tierra apropiada en las manos apropiadas. No obstante, estos problemas a menudo se atenúan cuando los receptores naturales son ya agricultores, por cuanto suele tener sentido que posean la tierra que están cultivando. Otra característica de las reformas más exitosas es el establecimiento de un tope (o topes máximos) a la tierra4, que desanime la reconcentración de la tierra y ayude a mantener bajos los precios de mercado con lo que se reduce el potencial para invertir los ahorros en ese activo y a su vez se pueden incrementar los ahorros reales y la inversión real en la agricultura y en otros sectores. Los topes que más se discuten son los que determinan la cantidad de tierra que puede mantener el propietario actual (Prosterman y Riedinger, 1987, 182-6). Donde la presión por la tierra se satisface en una ‘frontera’, el principal desafío no es el de superar la dificultad política para expropiar tierras a los grandes poseedores, sino el de impedir la creación de grandes posesiones en la frontera, para que todas las familias que necesitan tierras las obtengan. Los países con experiencias exitosas de colonización (como los Estados Unidos en el oeste) aprobaron leyes que limitaban el tamaño máximo de las fincas recién creadas a un tamaño suficiente (en este caso, a 160 acres) para asegurar una distribución relativamente equitativa y no generar demasiada incertidumbre en torno a los derechos de propiedad, y dieron apoyo adecuado mediante inversiones en infraestructura (carreteras, mercados, comunicaciones, etcétera).

Colombia nunca ha sido un país de tierra escasa a la manera de muchos países asiáticos y el desafío ha sido ante todo, aunque no exclusivamente, el de manejar la frontera en tal forma que se atenúen las presiones y se cree una estructura agraria satisfactoria. Es importante señalar cuatro características del patrón de desarrollo del control de la tierra y de su uso desde la época de la independencia de Colombia (que originalmente se llamó Gran Colombia).

1. La ambigüedad acerca de quién controla o debe controlar la tierra ha sido una característica/problema tan notable como la desigualdad en la distribución legal de la tierra. La ambigüedad ha obedecido a una combinación de situaciones en las que la propiedad no se ha definido jurídicamente, de interpretaciones opuestas acerca de lo correcto o legal, y de inconsistencia entre la ley y la práctica.

2. El Estado ha sido un actor importante o potencial por diversas razones; la más obvia, el hecho de que la mayor parte de la tierra agrícola explotada fue una vez de dominio público5; así, las decisiones del Estado acerca de cómo enajenar esa tierra y en qué condiciones eran esenciales. La manera de poner en práctica las leyes de tierras era en parte un asunto de capacidad administrativa del gobierno. A veces, el gobierno actuó como árbitro entre las partes que tenían disputas de tierras y problemas conexos.

3. El Estado no fue un actor coherente debido a que las diversas partes y facciones tenían visiones algo diferentes acerca de los problemas agrarios, pero aún más importante porque los gobiernos locales favorecieron sistemáticamente a los grandes poseedores (o aspirantes a propietarios), mientras que el gobierno nacional adoptó una amplia gama de posiciones, dependiendo del partido en el poder, la situación y otros factores.

4. El dominio de la tierra formaba parte del problema más amplio del control de los factores de la producción agrícola, entre ellos el trabajo, el otro factor principal. Muchas de las tensiones que se presentaron a través de los años se pueden ver como contiendas entre grandes y pequeños poseedores (o aspirantes a esas dos categorías), pero también como disputas entre el trabajo y la tierra o el capital, en donde quienes controlaban la mayor parte de la tierra también necesitaban acceso al trabajo; de aquí, las discusiones sobre las leyes de vagancia y la coerción a los trabajadores, mientras que los trabajadores que suministraban trabajo buscaban mejores condiciones para aplicarlo, la mejor de las cuales era poseer tierra.

Entre estos actores, el gobierno nacional era quizá el que tenía más posibilidades de adoptar una perspectiva amplia que incluyera el bienestar de todas las partes, incluida la necesidad general de una oferta adecuada de alimentos. Por tanto, desde muy temprano intentó lograr un equilibrio entre intereses. Sin embargo, muchos de los resultados de su intervención no fueron planeados ni deseados. Algunas de sus políticas iniciales concentraron la tierra, como la división de los resguardos (reservas para la población indígena), que se realizó entre 1830 y 1860 (Safford, 1995, 120). En este proceso de concentración fue más importante la enajenación sustancial de la tierra pública durante el siglo XIX, a cambio de la compra de bonos depreciados del gobierno; en este caso, el principal objetivo era rescatar las finanzas y el crédito del gobierno nacional. También se cedieron tierras públicas en grandes extensiones para inducir a los inmigrantes extranjeros a que tomaran posesión de ellas. Pero gran parte de las tierras entregadas no se explotaron, y cuando las leyes hicieron depender la continuación de la propiedad de su explotación, gran parte fue abandonada. Desde la época en que las apropiaciones de esas tierras enajenadas empezaron a ser efectivas a cierta escala (en la década de 1870 con el auge transitorio de la quina), esas ‘leyes de explotación’ fueron derogadas con la intención de proteger a los colonos contra las reclamaciones de los grandes poseedores (ibíd., 121). No obstante, las leyes tuvieron pocos efectos y los poderosos a menudo se salieron con la suya.

El escenario que se conformó en las décadas de 1920 y 1930 originó el primer y más serio intento de una reforma agraria importante en Colombia, el único cuyo éxito pudo haber tenido gran impacto en la posterior evolución de la economía y de la sociedad (Berry, 2000). Los acontecimientos conspiraron para que Colombia estuviera más cerca de una reforma real que cualquier otro país de la región en esa época y luego, para inducir al gobierno central a que retrocediera en el momento crítico6. El esfuerzo fue el resultado de una combinación de desigualdades, injusticias y tensiones crónicas; de las tensiones adicionales asociadas al rápido crecimiento de la producción cafetera y otros elementos de prosperidad durante la década de 1920, y de las nuevas presiones asociadas a la reversión de esas tendencias progresivas cuando los efectos de la depresión mundial repercutieron en Colombia en la década de 1930.

La experiencia internacional muestra que son raras las condiciones que llevan a reformas agrarias muy positivas. En algunos casos es importante la participación extranjera; cuando eso no sucede, una combinación especial de factores internos debe crear la apertura para el cambio. La combinación que se presentó en Colombia a comienzos de los años 30 incluía un alto grado de malestar rural que preocupó a los dirigentes políticos por su impacto desestabilizador y a quienes lo veían como un grave impedimento para una adecuada producción agrícola7, especialmente de alimentos, en un momento en que su oferta parecía insegura. En esa misma época, importantes personajes del Partido Liberal consideraron que los colonos y pequeños propietarios insatisfechos eran un recurso político al que podían recurrir.

Diversos factores contribuían al malestar rural. La desigualdad junto con la inseguridad/ambigüedad de la distribución de la tierra es una causa frecuente de conflicto y tensión8, especialmente cuando se complementa con el sentimiento de quienes tienen poca o ninguna tierra acerca de la injusticia de que parte de la tierra que está en manos de los grandes terratenientes les pertenece legítimamente a ellos, como sucedió en Colombia. Otra característica de la situación colombiana fue el conflicto entre partidos y la historia de violencia periódica, concentrada en las zonas rurales9. Con este telón de fondo explosivo, el estallido de un conflicto a gran escala depende de los ingredientes que se agreguen a la mezcla10. El estancamiento o reducción de los ingresos asociado a la depresión mundial y el aumento de la presión de la población sobre la tierra fueron elementos de la mezcla colombiana en la década de 1930. A finales de la era cafetera (1880-1930), durante la cual ese producto se convirtió en la exportación dominante del país, la tierra se hizo cada vez más valiosa y se crearon las condiciones para una crisis del conflicto por la tierra. La rentabilidad de las exportaciones cafeteras fue el ingrediente esencial. Esto precipitó un incremento de los ingresos del gobierno y, junto con los recursos extranjeros, hizo posible una explosión de inversiones públicas en infraestructura, que aumentó aún más el valor de la tierra y la demanda de trabajo. La rápida expansión de la red de transportes y la creciente demanda de café llevaron a una apreciación del valor de la tierra agrícola y a que los empresarios se lanzaran a la caza de tierras, lo que llevó a un gran incremento de la usurpación de terrenos ocupados por colonos entre 1918 y 1931. La combinación de la presión de las usurpaciones y la creciente confianza en que acciones contrarias suyas podían tener frutos (Legrand, 1986, 93)11 desataron una contraofensiva campesina después de 1928, durante la cual se invadieron muchas de las grandes haciendas formadas anteriormente; en ese momento, el problema de las tierras públicas se convirtió en un grave problema político nacional e indujo al gobierno a intervenir para clarificar la definición legal de la propiedad privada (ibíd., xvii).

Entretanto, la preocupación de las autoridades nacionales por la producción agrícola se relacionaba en parte con el impacto del conflicto sobre la producción12, pero también con el problema, de largo plazo, de la estructura de la tierra. El gobierno, concentrado cada vez más en las necesidades del proceso de industrialización, se preocupó aún más por la producción agrícola para el mercado doméstico, gran parte de la cual provenía del sector de pequeños agricultores, y menos por las exportaciones; esto dirigió su atención a la necesidad de una política de reforma agraria. Muchos observadores identificaron el monopolio de la tierra en grandes latifundios como la causa del retraso agrícola (López, 1927; Uribe, 1936). El apoyo a los pequeños agricultores incluyó el primer programa de colonización planificada del país y una histórica decisión que la Corte Suprema adoptó en 1926 que hacía aún más difícil que los grandes poseedores reclamaran la propiedad de la tierra. El advenimiento de la Gran Depresión, que puso fin al auge económico colombiano, constituyó un argumento adicional en favor de la colonización; el gobierno proporcionó entonces pasajes gratuitos de ferrocarril para que los desempleados retornaran a las zonas rurales. Las haciendas, castigadas por la reducción de los beneficios, intentaron restablecer los bajos salarios y las difíciles condiciones de trabajo de los años anteriores al auge (Palacios, 1980; Jiménez, 1986). Mucha gente se lanzó entonces a buscar sus propias parcelas y su independencia13. Un porcentaje creciente intentó asentarse en tierras públicas mejor localizadas o en terrenos no utilizados de las grandes propiedades en vez de dirigirse a las zonas de colonización.

Una vez que el movimiento de los colonos avanzó, estos se convirtieron en capital político movilizable, en particular por el Partido Liberal, que acababa de volver al poder. En consecuencia, los problemas de la violencia y la productividad se juntaron y el gobierno se concentró en la necesidad de resolver el problema de la tierra. En esta época se esgrimieron en Colombia todos los argumentos comunes en favor de ayudar y defender a los pequeños colonos y se adoptaron diversos enfoques para enfrentar los dos problemas que percibían los responsables de política: el conflicto y la violencia ligados a las reclamaciones enfrentadas en las zonas de frontera y la inadecuada producción agrícola. Un enfoque judicial que aplicara la norma de la Corte Suprema de 1926 habría privado a los terratenientes de grandes territorios y habría sido demasiado radical para que tuviera posibilidades de éxito14. La compra y parcelación de grandes propiedades se consideraba amistosa y lógica. La compra de tres haciendas en zonas de grave conflicto y la disposición de dar títulos gratuitos a los colonos que las ocupaban a finales de los años 20 y comienzos de los 30 no bastaron para calmar el malestar social, pero el costo fiscal fue muy alto y el gobierno decidió que de allí en adelante los campesinos debían pagar la totalidad del valor de mercado.

El programa fracasó cuando los campesinos se negaron a pagar tierras que consideraban públicas y, por tanto, legalmente a su disposición (Legrand, 1986, 139). Cuando la respuesta legislativa finalmente adoptó la forma de la Ley 200 de 1936, el equilibrio de poder se había desplazado a favor de los terratenientes. El movimiento de los colonos perdió influencia política debido a la cooptación de sus dirigentes políticos y la disensión interna sobre el programa de parcelación. Las luchas por la tierra continuaron, pero la amenaza izquierdista que planteaban cedió gradualmente cuando los representantes de los colonos buscaron posiciones en el partido que estaba en el poder.

El presidente López estaba entonces empeñado en el proceso de construir una base de poder entre los trabajadores urbanos. Entre tanto, los grandes propietarios lanzaron una sofisticada campaña contra su régimen canalizando la hostilidad de la élite contra cualquier ampliación del poder del Estado sobre el problema de la tierra, con la pretensión de que el gobierno intentaba suprimir la propiedad privada y lanzando advertencias contra el peligro de una revolución. López se convenció de que podía recuperar el poder político si resolvía el asunto de la tierra en favor de los terratenientes15. El gobierno continuó afirmando el objetivo de ampliar las propiedades campesinas independientes, revocó los títulos de la tierra ociosa y apoyó los proyectos de colonización y parcelación. Pero la Ley 200 de tierras, concebida para favorecer a los colonizadores (Hirschman, 1965), fortaleció de hecho la posición de los grandes propietarios agrícolas, al facilitar la reclamación de tierras que consideraban suyas, y anuló el argumento de que esas tierras eran aún de dominio público. Al mismo tiempo, impuso una prima a quienes aspiraban a desalojar a los pequeños colonos para impedir conflictos por reclamaciones. Esto fue acompañado de una ley contra la vagancia que facilitó el traslado de los colonos expulsados (Safford, 1995, 141). Todos estos factores contribuyeron sin duda al escalamiento de la violencia rural que explotó una década más tarde. En suma, la Ley 200 poco o nada contribuyó a frenar la continua apropiación de tierras públicas en las zonas de frontera ni a afrontar las tensiones entre colonizadores y grandes empresarios alrededor de las tierras, que continuaron siendo una causa esencial del conflicto social en el campo colombiano. El fracaso para resolver el problema de la tierra cuando parecía haber una posibilidad contribuyó notablemente a la ‘Violencia’, la peor oleada de violencia que atribuló a Colombia. Aunque las primeras interpretaciones, aún hoy muy comunes, tendían a considerarla un producto del odio entre liberales y conservadores y dieron poco peso a sus orígenes sociales y económicos, no hay duda de que estos factores fueron muy importantes. En vez de mejorar la situación de los campesinos que aspiraban a tener tierra, la Ley 200 parece haber sido contraproducente por cuanto promovió su privatización por los propietarios y la expulsión de colonos15. La tasa de privatización de tierras públicas aumentó drásticamente durante ‘la Violencia’; de un promedio de 60.000 ha por año entre 1931 y 1945 a 150.000 ha entre 1946 y 1954 y a 375.000 ha entre 1955 y 1959 (Legrand, 1989, 13, que cita a Diot, 1976), de modo que de acuerdo con la experiencia histórica se puede inferir que la incidencia de la expulsión también se incrementó17.

Nunca será posible establecer qué tan cerca estuvo este intento de reforma agraria de ejercer un gran impacto positivo sobre la historia de la estructura agraria colombiana. Existían motivaciones de diversas perspectivas. Existía el deseo de ayudar a los colonos en su lucha, quizá en parte debido a un sentido de justicia, pero ciertamente con la esperanza de que ayudara a evitar una crisis alimentaria; existía el reconocimiento/creencia de que las grandes fincas eran improductivas y causa esencial del estancamiento de la producción; existía el temor a una escalada de la violencia; finalmente existía el incentivo político de utilizar a los colonos como grupo de apoyo político. ¿Estas motivaciones eran suficientes? ¿Qué tipo de reforma agraria habría sido políticamente posible? Aunque se reconocía que las grandes haciendas eran una fuente de ineficiencia (los resultados de la investigación en esta materia eran por supuesto mucho menos completos en esa época que hoy en día), la idea de una reforma plenamente igualitaria que hubiera eliminado las grandes haciendas (como sucedió en Japón, Corea y Taiwán) habría sido demasiado radical para tener posibilidades. En esa época, la única manera de igualar la distribución habría sido expropiar a bajos precios, y esto habría creado mucha resistencia, como se puede ver en la reacción que se organizó pocos años después de que los terratenientes percibieran una grave amenaza contra ellos. Algunos estaban dispuestos a vender sus propiedades, pero el prohibitivo drenaje fiscal de un amplio programa basado en este enfoque es también obvio. De modo que hay dos preguntas fundamentales. Primera, ¿se podría haber hecho lo suficiente en defensa de los derechos de los pequeños agricultores para afectar la estructura agraria como un todo en el curso del tiempo? Segunda, ¿habría sido posible que los autores de la política adoptaran las medidas adecuadas para alcanzar ese objetivo? En cuanto a la primera, hay argumentos para responder que sí. Un programa que hubiera adoptado la interpretación de los colonos acerca de las leyes de asentamientos de 1874 y 1882 habría resuelto el problema, pero habría generado muchos conflictos con los grandes hacendados que se habían apoderado de tierras que los colonos consideraban suyas. La rectificación de gran parte de la injusticia anterior, como la definían los colonos, habría sido una tarea gigantesca. Un objetivo más realista habría sido el de implementar de facto las disposiciones de asentamientos en tierras que estaban en proceso de colonización y desarrollo, es decir, concentrar el esfuerzo en la colonización futura y no en la que ya había tenido lugar; en otras palabras, seguir un camino similar al de los Estados Unidos. En la década de 1930 aún restaba colonizar una extensa parte del territorio colombiano. Como ya se señaló, durante este proceso hubo mucha tensión, violencia e injusticia; habría sido imposible evitarlas totalmente y muy difícil controlar suficientemente la colonización para afectar mucho el resultado. Pero esto, junto con las modestas contribuciones de la redistribución de haciendas compradas y la expropiación de haciendas seleccionadas, era quizá lo mejor que se podía hacer. La clarificación e implementación de las leyes de asentamientos habría establecido vigorosos grupos de propietarios que se habrían convertido en una poderosa fuerza en defensa de sus intereses y sus derechos. Este modelo se podría haber difundido cuando se reconociera su factibilidad. De haber sido posible poner en práctica algo de esta especie en la mitad de las zonas agrícolas recién colonizadas en el medio siglo posterior a la década de 1930, la estructura agraria hoy sería muy diferente.

¿Los autores de la política tenían posibilidades de identificar esta solución y de ponerla en práctica? No conozco nada cercano a esta ‘visión’ que se haya debatido en esa época. Una razón para que la discusión no girara en torno a esa opción es su carácter esencialmente de largo plazo, mientras que la mayoría de las políticas responden a presiones de más corto plazo. Aunque hubiese existido esa visión, su implementación habría sido un gran desafío, debido a que la aplicación de las leyes en las zonas de frontera es un desafío en cualquier contexto, y a que el gobierno central colombiano no tenía capacidad para controlar efectivamente las tierras del interior. Un posible escenario habría sido una serie de promesas incumplidas, como las de los tratados que el gobierno de los Estados Unidos hizo con varios de sus grupos indígenas, para romperlas sistemáticamente más tarde. Una estrategia exitosa también habría requerido un nivel razonable de apoyo del sector público a los pequeños propietarios de la nueva frontera, de modo que, a diferencia de los olvidados ejidatarios de México pero igual que los pequeños agricultores de los países del Este asiático, su productividad se hubiera elevado a través del tiempo, y hubiera dado lugar a una próspera agricultura de pequeños propietarios. Es posible que en Colombia haya sido más fácil satisfacer esta condición que imponer la misma ley de asentamientos. En retrospectiva, Colombia dispuso y proporcionó algún apoyo de este tipo; en el caso del café fue muy importante, aunque se debe admitir que se ejecutó esencialmente a través de las oficinas de la Federación de Cafeteros. Dado un punto de partida en el que el gobierno veía aparecer una crisis de producción, tenía el incentivo para encaminarse en esa dirección. La experiencia de muchos países ha mostrado que cuando existe un sector de pequeños propietarios razonablemente seguro y próspero, este puede ejercer presión sobre los gobiernos para que proporcionen la investigación, la extensión, el crédito y otros tipos de apoyo que les son necesarios18.

Cualesquiera que fueran las posibilidades ex ante de una reforma productiva en los años treinta, la historia tomó un curso diferente, y las décadas siguientes vieron la feroz ‘Violencia’ por la que el país se hizo notorio.

REFORMA AGRARIA ESTILO AÑOS SESENTA: LA LEY 135 DE 1961 Y LOS ‘USUARIOS’

Desde el casi éxito de los años treinta, los gobiernos colombianos han afrontado los problemas de estructura agraria en diversas ocasiones y de diferentes maneras, siempre en un marco de altos niveles de conflicto rural y violencia. El período posterior de actividad en esta área fue el de los años sesenta y comienzos de los setenta.

En la década de 1960, Colombia entró en un período de crecimiento agrícola relativamente rápido aunque dualista (3,5% anual entre 1950 y 1990), caracterizado por una expansión de la agricultura comercial y una agricultura tradicional (campesina) generalmente estancada, la cual fue responsable de los altos niveles permanentes de pobreza rural19. El crecimiento de la agricultura comercial, sobre todo en los sesenta, fue en parte una respuesta a los incentivos para mecanizar e intensificar el uso de insumos modernos y, en parte, al modelo de protección contra las importaciones (Jaramillo, 1998, 29). Debido a este modelo dualista de crecimiento, la demanda de trabajo creció lentamente, apenas al 0,6% anual entre 1950 y 1987. La agricultura comercial sólo proporcionó el 18% de los nuevos empleos rurales entre 1950 y 1980, mientras que los cultivos campesinos proporcionaron casi el 70% (Berry, 1992). Es razonable suponer que este modelo de crecimiento excluyente alimentó las tensiones sociales y la violencia en las zonas rurales20.

La confluencia de fuerzas que crearon las condiciones para una reforma diferían de varias maneras de las de los años treinta. Las presiones internas respondían a algunas de las mismas preocupaciones que en los años treinta; el conflicto rural era el más importante, puesto que el dramático episodio de la ‘Violencia’ de finales de los cuarenta y los cincuenta era aún muy reciente; la preocupación por el rezago de la producción de alimentos y la motivación política directa de recaudar votos estaban presentes, aunque la primera era tal vez más débil que en el período anterior, y la última no tenía el mismo potencial dentro de la estructura del Frente Nacional bipartidista. Entre tanto, el creciente poder de los agricultores comerciales modernos era otra diferencia importante con los años treinta y contribuyó a la parálisis de los esfuerzos de reforma agraria (de Janvry y Sadoulet, 1990). La agricultura moderna y mecanizada empezó a sustituir la ganadería extensiva en las tierras planas fértiles alrededor de finales de la Segunda Guerra Mundial, pero sobre todo a comienzos de los años cincuenta, lo que creó un nuevo grupo de presión más a tono con la burguesía industrial. Los pequeños agricultores no participaron en los incrementos de productividad de este proceso, puesto que ni el crédito ni las nuevas tecnologías que los hicieron posibles estaban a su disposición. Fajardo (1986, 93) y otros se refieren a las masivas expulsiones de campesinos durante este período; parte de ellas obedecieron al desplazamiento de antiguos trabajadores y arrendatarios de las haciendas tradicionales cuando estas pasaron a la agricultura moderna, y parte a la forma como se desarrolló la ‘Violencia’.

Igual que a comienzos de los años treinta, algunos reconocieron que la estructura agraria de Colombia era muy desigual. Hernán Toro Agudelo, que escribía en La Calle, anticipó la evidencia acerca de este punto que se reflejó después en el censo agrícola de 1960. Aunque el sector campesino suministraba de hecho una menor proporción de la producción de alimentos que en los años treinta21, el peso negativo de un sector agrícola improductivo y el mercado rural para la producción de la industria colombiana eran aún significativos. En esta materia, el debate colombiano tendió a ser paralelo al de toda la región, por la influencia de los análisis de la FAO acerca de América Latina, que se reflejaron en las discusiones de Punta del Este organizadas por la Alianza para el Progreso. A pesar del impresionante crecimiento de la agricultura comercial moderna, este se concentró en artículos diferentes de los componentes principales del consumo tradicional de alimentos (excepto el arroz). Mientras tanto, el aumento de la población alcanzó su nivel pico de 3% o algo mayor. Cuando el precio de los artículos básicos se elevó en un promedio del 40% anual entre 1955 y 1959, esto impresionó a los políticos.

Entre tanto, aunque el plebiscito del Frente Nacional confirmó el fuerte respaldo a este acuerdo de colaboración entre los dos partidos dominados por la élite, el Partido Liberal tuvo algunos cambios, entre ellos el descenso del dominio de la élite, que históricamente había sido especialmente notable en el ámbito nacional (ibíd., 96). Esta fragmentación en la base del Partido Liberal representó una amenaza para el acuerdo bipartidista, una de cuyas manifestaciones fue el auge del Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), cuyo surgimiento también se relacionó con la Revolución cubana y la oleada de optimismo a que dio lugar. El malestar rural no sólo se mantuvo en alza sino que adoptó un carácter rebelde, en busca de autonomía de los dos partidos y de su sofocante acuerdo de colaboración. La manifestación más dramática de esta búsqueda adoptó la forma de ‘repúblicas independientes’, de las que Marquetalia fue la principal y el símbolo. En general, el Frente Nacional adoptó el mismo enfoque represivo del dictador Rojas hacia los grupos campesinos que siguieron el camino de ‘la autodefensa’. Los preparativos para atacar a Marquetalia estaban en marcha en 1962, pero la solidaridad de la población local retrasó ese ataque22.

A diferencia del episodio de los años treinta, las instituciones externas (internacionales) desempeñaron un papel importante en el surgimiento de los esfuerzos más recientes23. Así como las reformas de Asia oriental fueron desencadenadas por la Revolución china una década antes, la Revolución cubana despertó en la política extranjera norteamericana la conciencia de una amenaza similar en el hemisferio, y la ayuda de Estados Unidos a América Latina se condicionó a reformas sociales, entre las cuales la reforma agraria era muy importante (Perry, 1985, 103). Entre algunos políticos locales también se prestó nueva atención a la política social y a las fuentes de malestar en América Latina. En Colombia, Carlos Lleras Restrepo, luego presidente, aceptó que la defensa contra una revolución de base rural semejante a la de China no era exclusivamente un asunto militar sino que requería mejorar las condiciones de vida de los pobres rurales (Lleras R., n.d., citado en Perry, 1985, 104-105).

Aunque importantes, las corrientes extranjeras parangonaron en esencia el pensamiento nacional. Pese a que la situación agraria de Colombia era extrema, Centroamérica ya se había convertido en una caldera de conflicto cuando se acentuaron pautas similares del conflicto entre el avance de la agricultura comercial de exportación y la población campesina. En Guatemala, un gobierno civil emprendió una reforma agraria en respuesta a problemas similares a los que se padecían en Colombia y fue derrocado con ayuda de la CIA de los Estados Unidos (Coatsworth, 1994). La reconsideración de la cuestión agraria en Colombia se plasmó en un proyecto que el Ministro de Agricultura presentó al Congreso en 1959. Las presiones contra una reforma importante fueron, como es usual, muy fuertes. Igual que en los años treinta, los partidarios del statu quo presentaron en forma articulada y persuasiva sus puntos de vista en la arena de debate. La Sociedad Colombiana de Agricultores (SAC) minimizó la idea de una extrema desigualdad en la estructura agraria (al menos hasta que las cifras del censo ridiculizaron su argumento) e impulsó la idea de que el problema real del sector era la falta de incentivos a la inversión, la falta de una política de desarrollo y la inseguridad. Sostuvo que la propiedad privada se debía respetar, impulsó la colonización como medio para proporcionar nuevas pequeñas propiedades, e incluso mostró preocupación porque una redistribución de la tierra podía inundar los mercados de bienes agrícolas (Fajardo, 1986, 105). Lauchlin Currie presentó su plan (Operación Colombia) para un proceso de desarrollo centrado en las ciudades en el que veía la solución a la pobreza rural en la creación de más empleos urbanos remunerativos. Aunque sus detalles no concordaban con la visión de la mayoría de los opositores de la reforma agraria, el programa respaldó con mayor fuerza intelectual esa posición en el debate.

La medida inicial (la Ley 135 de 1961, qué fundó el Instituto Colombiano para la Reforma Agraria, Incora) fue adoptada por el primer gobierno del Frente Nacional del liberal Lleras Camargo, con el respaldo de la Alianza para el Progreso y su retórica reformista. La ley y la manera de aplicarse reflejaron su carácter de compromiso. Aunque muchos miembros de la burguesía industrial querían una reforma, por las razones antes señaladas, el poder de los grandes terratenientes aún era enorme y el compromiso natural era optar por la vía de la colonización (que no parecía perjudicar a nadie), al tiempo que se prometía que la propiedad privada sólo se tocaría en casos especiales. El destacado dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado aceptó que la Ley 135 era indispensable24. Sin embargo, fue una ley muy controvertida. Los grandes terratenientes fueron muy críticos en un lado y la izquierda, en el otro.

El Incora empezó actividades en tres municipios del Tolima en donde el conflicto era agudo. Más de la mitad de sus proyectos y el 75% de la titulación durante los años sesenta se llevaron a cabo en las ‘zonas rojas’ de intenso conflicto campesino, influencia de la guerrilla y estricto control militar; sus actividades fueron coordinadas con las de las fuerzas armadas (Perry, 1985, 105-106). Durante 1962-1970, los principales rubros del gasto fueron en mejoramiento de la tierra y el crédito subvencionado (ambos, superiores a una cuarta parte), mientras que la compra de tierras sólo llegó al 8,30%; esto mostraba que la ley buscaba fomentar la colonización dirigida, al tiempo que el Estado proporcionaba la infraestructura, económica y social25.

Muy pronto hubo indicios de que este esfuerzo de reforma no aliviaría la crisis del país agrario. Aunque en sus primeros proyectos había en principio un tope de 50 ha, éste no se aplicó a los que el Incora recibió de la Caja Agraria (el banco de crédito agrícola del sector público colombiano) y de otras entidades, y en todo caso la norma se podía infringir a discreción del Ministro de Agricultura. Como resultado, ninguno de los proyectos del Incora la cumplieron. En algunos casos, la concentración de la tierra fue de hecho muy alta en la supuestas zonas de ‘reforma’; en 1975, los dos proyectos en los que el Incora había invertido la mayor parte del dinero eran los que tenían mayores niveles de concentración de la tierra. Era frecuente que los beneficiarios pequeños tuvieran que satisfacer la ley al pie de la letra, pagando las mejoras que recibían, mientras que en las tierras de grandes propietarios bien relacionados esas deudas se cancelaban (Perry, 1985, 108, citando comentarios algo velados de Planeación, 1977, tomo 1, 14). El costo de las inversiones en mejora de tierras, financiadas en parte con crédito del Banco Mundial, era muy alto (Incora, 1970, 20). El crédito obligatorio supervisado y el alto nivel de intervención del Incora en la selección de cultivos y el uso de insumos arrojan dudas sobre la validez del modelo de reforma agraria del Incora. En todo caso, este no logró un resultado muy positivo26.

Después del primer estallido de actividad, el ritmo se frenó durante el gobierno conservador de Guillermo León Valencia (1962-66). La administración de Carlos Lleras Restrepo, mucho más eficaz, cuyas opiniones se comentaron antes, asumió el problema agrario con más seriedad. La Ley 1 de 1968 suministró más financiación al Incora, pero también fijó un período de 10 años al final de los cuales la tierra debía ser transferida a los aparceros o arrendatarios que la habían solicitado, aunque fijó condiciones difíciles de satisfacer para lograr esa transferencia (Fajardo, 1986, 111). Igual que otras leyes que afectaban las relaciones entre propietarios y arrendatarios, ésta fue contraproducente porque creó un incentivo para que los propietarios aceleraran el proceso de desplazamiento de los arrendatarios. En junio de 1974 sólo se habían convertido en propietarios 1.819 de los 545.000 arrendatarios inscritos, el 2,3%, y de acuerdo con Vallejo Mejía (1974, 302 y 312), a expensas de pequeños o medianos propietarios. El perjuicio resultante habría sido menor si la siguiente administración no hubiera sido en general hostil a la reforma agraria, pero en todo caso tenía pocas oportunidades de lograr un resultado positivo.

La medida positiva potencialmente más importante de esta administración buscaba profundizar la reforma agraria promoviendo la organización campesina (la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, ANUC), pero finalmente también fue contraproducente, al menos en el sentido de que suscitó una dura represión de la siguiente administración, después de escapar de las manos de sus creadores. Se suponía que podía ser una especie de seudogrupo de presión de los destinatarios de servicios del gobierno en las zonas rurales, aún esencialmente controladas por el mando del gobierno27. Lleras advirtió la necesidad de la participación de los campesinos para garantizar que la reforma agraria los favoreciera, y entendió que estos no se organizarían a menos que les fuera evidente su potencial (Fajardo, 1986, 111). Advirtió el valor potencial de una alianza obrero-campesina para transformar las zonas rurales, y después lamentó la falta de apoyo de los trabajadores organizados al campesinado, debido en parte a que el movimiento de los trabajadores era débil en esa época, lo que dificultaba su presencia clara y continua en el campo (ibíd., 123). En los dos primeros años de su existencia, la dirección ideológica de la ANUC fue la de sus fundadores, pero la instalación de la nueva administración conservadora de Misael Pastrana en 1970 llevó a un cambio drástico. Los opositores de la reforma agraria encontraron disposición en el nuevo gobierno, y la respuesta represiva de la administración alimentó la división dentro de la ANUC.

La ANUC fue desde el inicio un grupo heterogéneo cuyos miembros iban desde agricultores capitalistas pequeños y medianos hasta trabajadores sin tierra. Era entonces susceptible de división y sus diferencias internas fueron hábilmente explotadas por los opositores de la reforma. No obstante, su influencia aumentó durante la primera fase, que cubrió los años setenta. En opinión de Fajardo (1986, 124), los costosos efectos del modelo de desarrollo vigente no sólo recayeron sobre los grupos rurales sino también sobre grupos urbanos, lo que dio mucha legitimidad a sus objetivos. El control de la ANUC exigió un alto grado de represión, incluido el asesinato de varios dirigentes (Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, 1974, 103). La línea dura que adoptó el gobierno radicalizó la asociación, y llevó a un enfrentamiento entre moderados y radicales (Fajardo, 1986, 112). La confrontación con el gobierno y el carácter de su estrategia de desarrollo convencieron a muchos miembros de la ANUC de que había llegado el momento de presionar fuertemente para tener acceso a la tierra, que las invasiones eran el único camino para lograr ese objetivo y que también era esencial lograr el control de sus propias finanzas y su administración (ibíd., 125). El grupo de línea dura era aún mayoritario y las invasiones se volvieron comunes. Lo que empezó como una manera aceptable de involucrar a los campesinos como grupo de presión participante en un proceso de reforma los perjudicó hasta llegar a la represión y establecer las medidas para el siguiente, y bastante diferente, enfoque del ‘problema del campesino’, principalmente durante el gobierno de Alfonso López.

En síntesis, el mandato del Incora era proporcionar un paliativo en vez de una reestructuración (Binswanger y Deininger, 1962-3, 1997; de Janvry y Sadoulet, 1990). Nunca se discutió seriamente una reforma importante y mucho de lo que se hizo fue mal ejecutado. Se desalentó el arriendo de la tierra en todas sus formas y, como en muchos países, esto llevó al desalojo masivo de los aparceros (Kalmanovitz, 1978 a ; Binswanger y Deininger, 1997). La falta de un tope general a la propiedad de la tierra condujo a que, a finales de los años ochenta, de 3,3 millones de ha. tituladas a través de los años por el Incora, el 60% estuviera en manos de los grandes hacendados (Legrand, 1989, 27), lo que reflejaba por una parte que el Incora se concentró en la titulación y por otra, la tendencia de los colonos pequeños a desbrozar tierras que luego transferían a los hacendados. Los efectos de estos dos graves errores de planeación fueron agravados por un aparentemente alto nivel de ineficiencia y corrupción dentro del Incora (Jaramillo, 1998)28. Pero cualquiera que sea la importancia de estas últimas debilidades, es claro que el programa era demasiado pequeño para que hubiera tenido un impacto duradero sobre la desigualdad de la propiedad de la tierra. En 1972 sólo se habían otorgado tierras a 13.367 familias fuera de las zonas de colonización con un promedio de 18,8 ha. (Perry, 1985, 111, citando al IICA-CIRA, 1970), cuando quizás medio millón de familias buscaba tierras. De modo que la reforma no tuvo prácticamente ningún efecto sobre las grandes propiedades de las mejores tierras del país. La concentración de la tierra puede incluso haber aumentado.

Los años sesenta vieron el continuo avance de la agricultura capitalista moderna. La reforma agraria aceleró ese desarrollo mediante el temor a la expropiación. También contribuyeron la aprobación de la exención del impuesto a las exportaciones (Certificado de Abono Tributario, CAT) en 1967 y la reducción del tipo de cambio que se logró con la adopción del sistema de devaluación gota a gota.

LAS EMPRESAS COMUNITARIAS: NOTA DE PIE DE PÁGINA EN LA HISTORIA DE LA POLÍTICA AGRARIA EN COLOMBIA

El esfuerzo final para resolver el dilema del descontento campesino (en esta época, el conflicto era particularmente agudo en la costa norte) sin expropiar la tierra a los grandes propietarios ni hacer grandes gastos para crear fincas pequeñas potencialmente productivas adoptó la forma de las empresas comunitarias. El IICA-CIRA apoyó y asesoró esta iniciativa, luego de concluir que no había tierras suficientes en la frontera agrícola para incrementar significativamente el área de los minifundios existentes ni aumentar su número en vista de que las empresas comunitarias existentes mostraban una alta densidad de familias en la tierra y mayor capacidad para proporcionar el sustento por unidad de tierra (IICA-CIRA, 1970, 15). El Incora adoptó este enfoque (Incora, n. d.). El anterior Ministro de Agricultura y funcionario del IICA-CIRA, Armando Samper G., informó positivamente acerca de los primeros esfuerzos que seguían esta dirección (Samper, 1971), y el Acuerdo de Chicoral, logrado por una comisión bipartidista con fuerte representación de las familias antiguas terratenientes, la definió como una sustitución de la asignación individual de tierra a los pequeños propietarios (Perry, 1985, 117). Esto se consagró en la Ley 4.ª de 1973. El elemento colectivo era atractivo para muchos observadores de inclinación izquierdista (ibíd.) y López, que pronto sería el Presidente, también estaba a su favor (ibíd., 121-123). El control del Incora sobre estas ‘empresas’ era prácticamente total, desde la elección de sus miembros (beneficiarios) hasta una estricta supervisión de sus actividades y la exigencia de que recibieran crédito supervisado. Como se había anticipado, la superficie de tierra por familia era menor en este arreglo (de 12 a 14 ha. en las fincas creadas en Sucre, Bolívar y Córdoba; ver Incora, 1974) que las cerca de 19 ha. en el enfoque de parcelas individuales adoptado previamente. En 1974, se habían creado 1.177 empresas con 11.832 miembros; la mayoría fracasó (ibíd., 119). Las razones del fracaso fueron fácilmente identificadas en un estudio del año 1977 realizado por las instituciones que las habían promovido (IICA–OEA e Incora, 1977), incluida la inadecuada cantidad de tierra, la baja calidad (reflejada en el hecho de que el 60% de la tierra se utilizó para producción ganadera), la incertidumbre de la tenencia y la falta del crédito o de oportunidad del crédito.

Igual que en los diversos episodios de la historia de la política colombiana hacia el sector campesino, éste tenía su lógica y sus partidarios honrados pero mal informados. La agricultura comunal tiene espacio en muchos países y no se debe desacreditar de antemano. Pero en donde funciona bien, normalmente existe una antigua base institucional de actividad colectiva o un fuerte y evidente beneficio mutuo derivado de esa actividad29 que minimiza la división, el oportunismo y otros problemas potenciales. Si no existen esas características, falla, sobre todo cuando el apoyo del gobierno no tiene un nivel adecuado, no es bien planeado ni oportuno30.

EL DESARROLLO RURAL INTEGRADO (DRI)

La siguiente fase de la política campesina colombiana, iniciada a comienzos de los años setenta, fue un rechazo de la reforma agraria como se entendía comúnmente: un proceso que modifica la estructura agraria y el acceso a la tierra, en favor de un intento de elevar la productividad de las pequeñas fincas existentes. En principio, esa política tiene un mérito obvio; entre otras cosas, es la continuación esencial de toda redistribución de la tierra. A diferencia de la legislación contra las formas tradicionales de tenencia (anterior) o la búsqueda de una redistribución de tierras basada en el mercado (posterior), este enfoque tenía mucho en su favor, aun cuando, igual que los demás puede haber fallado cuando se juzga de acuerdo con el criterio de impactos importantes y duraderos sobre los ingresos de los miembros más pobres del sector agrícola31.

La situación que confrontó era difícil, igual que la de comienzos de los setenta y la inauguración del gobierno de Pastrana. El estancamiento de la agricultura campesina, muy notable entre 1950 y 1975, fue uno de los factores del resurgimiento de la violencia rural; la continua frustración de los campesinos se acentuó con el derrumbe de las esperanzas de reforma agraria, ahora claramente un fracaso, y a juicio de algunos observadores, con el aumento de la concentración de la tierra durante esa década (por ejemplo, Kalmanovitz, 1974, 95) y el proceso de proletarización32. Se advirtió que la ANUC estaba fuera de control, pues encabezó más de 800 invasiones en 21 departamentos durante 1972 (Escobar, 1972). Para abreviar, las luchas por la tierra se acentuaron nuevamente.

Entre tanto, en la estrategia económica de la administración de Pastrana se veía a los pequeños agricultores como un obstáculo para lograr el objetivo de elevar el nivel de ingresos, obstáculo que se podía superar encontrando empleos mejor remunerados en las zonas urbanas, en donde se esperaba que la construcción fuera un importante generador de empleo (Departamento Nacional de Planeación, 1972). En una famosa reunión de 1972 se logró el Acuerdo de Chicoral, que adoptó algunas decisiones, entre ellas la de suprimir la opción de expropiación por las difíciles condiciones que estableció para ejecutarla. Tomó medidas para mejorar la oferta de crédito a la agricultura moderna y ligar ese crédito a la ayuda técnica. En el ínterin, antes de que entraran en pleno vigor las ‘cuatro estrategias’, alrededor de las cuales se construyó el plan de desarrollo de Pastrana, su gobierno dio inicio al DRI, aunque algunos lo juzgaron incompatible con la lógica básica del plan, en especial con las ideas del Dr. Currie. Pero tenía respaldo internacional y se podía considerar un sustituto de la reforma agraria: una manera de aumentar el ingreso de los pequeños agricultores sin transferirles tierras de los más grandes. Durante la década de 1960 había aumentado la frustración entre los profesionales ligados a la agricultura porque los sistemas agrarios típicos de América Latina parecían impedir el pleno florecimiento de la Revolución Verde, cuyo potencial era entonces claro debido a los drásticos aumentos de producción que se lograron en otras partes del mundo en desarrollo. Sus beneficios se limitaban al estrecho sector comercial moderno, estrecho por lo menos en términos del número de personas involucradas. El Centro Internacional del Maíz y el Trigo en México (Cimmyt) y su compañero local, la Escuela del Posgrado de Agronomía de Chapingo, emprendieron un proyecto piloto en Puebla (México) en 1967, que demostró que los avances en variedades de la revolución verde podían ser provechosos en fincas pequeñas si se complementaban adecuadamente con crédito y se basaban en un diagnóstico socio-económico de los beneficiarios para conseguir el máximo impacto; el proyecto también destacó los beneficios de la colaboración institucional33, la participación de las comunidades organizadas, la infraestructura adecuada y los precios estables (de Janvry, 1981, 234). El Banco Mundial llegó a aceptar esas ideas a comienzos de los años setenta. La experiencia de Chapingo se convirtió en punto de referencia para las agencias de desarrollo rural; en Colombia, el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) estaba bien situado para ser la institución central. Los tres primeros proyectos que se emprendieron en Colombia confirmaron las conclusiones basadas en Puebla, incluida la importancia de tener suficiente tierra.

En el Plan Nacional de Alimentación y Nutrición (PAN), la estrategia de la siguiente administración, la de López Michelsen, esta política encajó muy bien y se le asignó un lugar destacado. La escasez de alimentos había jugado su papel en cada una de las estrategias de reforma anteriores. En este caso, la importancia de una adecuada oferta de alimentos para todos, ahora destacada por estudios que resaltaban los problemas nutricionales de los niños colombianos, fue un punto focal en las discusiones con los bancos internacionales. Entre tanto, un informe de Planeación (DNP-Dirección DRI, 1979, 58) indicó que los pequeños agricultores estaban perdiendo sus propiedades, en general y en los distritos del DRI34. El programa ofreció la esperanza de tratar ambos problemas. Fue estructurado para ocuparse de la producción de alimentos y se centró en el uso creciente de fertilizantes junto con las mejores variedades, pero no en la mecanización ni, por supuesto, en la expansión de la tierra; otro objetivo era frenar la migración rural-urbana. El gobierno de López consideró que esta iniciativa campesina era compatible con la modernización agrícola del sector de gran escala.

La primera fase de 5 años, cuyo costo programado era de 280 millones de dólares, 170 de los cuales eran extranjeros, se vio retrasada por la ineficiencia administrativa y los trámites burocráticos. La limitada descentralización de las agencias nacionales era un problema para la ejecución; en la práctica, sus actividades en el nivel local eran difíciles de controlar (Fajardo, 1986, 137). Aun así, 1976-1980 fue un período de buen crecimiento, los participantes eran elegidos de acuerdo con el criterio de que tuvieran potencial comercial y se les proporcionaban abundantes recursos. En junio de 1979, el programa cubría 207 municipios y 38.000 familias, el 42% de la meta establecida para esta primera fase35. A pesar de los problemas, el nivel relativamente generoso de recursos invertidos (en comparación con los esfuerzos anteriores) se tradujo claramente en “una mejor y más oportuna disponibilidad de crédito para permitir una explotación más intensiva de las fincas, una mayor oferta de servicios básicos del gobierno, como educación y salud, agua potable, electricidad y mejor acceso a los mercados” (DRI, 1982, citado por Fajardo, 1986, 139). En la evaluación de Planeación (1982a), el beneficio era mayor cuando los agricultores no tenían limitación de tierras, por ejemplo, se pensaba que aunque en el proyecto del oriente antioqueño las fincas eran pequeñas, esta no era una restricción importante para la producción y los ingresos. Este era un grupo relativamente bien dotado, como parece haber sucedido por lo general en el caso de las experiencias más exitosas (de Janvry, 1981, 147). Por contraste, en el caso de los agricultores de Córdoba, que producían ante todo para su subsistencia (con una tenencia inestable), el programa no produjo ganancias tan sustanciales (Arango AA.VV., 1987).

En esta primera fase, el DRI fue parte de la estrategia de producción del Plan de Desarrollo. En la segunda fase, 1980-82, los campesinos llegaron a ser considerados parte del problema de la pobreza y un objetivo de la política social. Cuando el crecimiento se redujo y surgieron problemas fiscales a comienzos de los años ochenta, los rubros de gasto social perdieron peso y los recursos se distribuyeron por regiones de acuerdo con criterios políticos clientelistas (Arango AA.VV., 1987, 16). En 1983-86, el DRI se restableció como proyecto orientado a la producción, pero en un contexto de recursos muy escasos. Y siguió siendo un elemento importante de la política agrícola rural en Colombia, con alzas y bajas desde esa época36.

La evaluación más favorable posible del DRI concluiría que se basó en una interpretación válida de las necesidades del sector campesino, que se transformó “de una operación piloto a pequeña escala, dirigida por un grupo de profesionales locales jóvenes y dedicados, en un programa prácticamente nacional” (Lacroix, 1985, 33), en el que se aprendió a medida en que se avanzaba37, que tuvo un importante impacto positivo sobre la producción de alimentos y los ingresos campesinos, y un efecto desalentador sobre los precios de los alimentos y la desigualdad rural. Esta evaluación puede ser exacta. La falta de datos adecuados para evaluar el impacto del DRI hace imposible saber si su impacto global fue grande o no. Se han observado suficientes ganancias directas en la producción local38 y hay evidencias de un aumento de los rendimientos acumulados de los campesinos que lo hacen plausible39, aunque la limitada cobertura del crédito sólo haría posible un gran impacto total si hubiera grandes efectos positivos colaterales. De haber sido así, los beneficios podrían haber sido compensados por otras fuerzas negativas que actúan en el sector agrícola colombiano. Si el desempeño fue muy positivo, obedeció a la contribución de factores como el sólido grupo de profesionales que ayudaron a iniciarlo y mantenerlo; el firme compromiso político en el momento crucial de la transición de un programa piloto a un programa mucho más amplio; el desarrollo de la tecnología en respuesta a las necesidades reales de los pequeños agricultores que eran sus clientes; el hecho de que muchos proyectos se realizaron en comunidades establecidas desde hace mucho tiempo y con algún grado de cohesión, y al apoyo periódico de las agencias internacionales, en particular para ayudar a atenuar las discontinuidades resultantes de la rotación de personal en las oficinas locales de las agencias del sector público (Lacroix, 1985, 33).

Una visión intermedia lo vería como un enfoque prometedor que requería más tiempo, recursos y esfuerzo (por ejemplo, para mejorar el desempeño institucional) para tener un mayor impacto positivo en el país. Además de los impedimentos burocráticos ya mencionados40, la decisión de concentrarse en el cultivo de alimentos redujo los beneficios potenciales para los agricultores. El fracaso para atacar el problema clave del mercadeo también limitó los beneficios. La presencia de economías de escala subraya el valor de las asociaciones de productores para contratar colectivamente el transporte (Arango AA.VV., 1987, 22). Aunque se hubieran superado todas estas limitaciones, el impacto potencial del DRI sobre la población campesina en conjunto habría sido limitado por el bajo número en condiciones de convertirse en pequeños agricultores eficaces, quizá el 10% del total de familias campesinas (es decir, cerca de 120.000) (Fajardo, 1986, 148). Tal vez los efectos indirectos (de desbordamiento) habrían beneficiado a algunos pequeños agricultores adicionales, pero un efecto realmente amplio habría requerido un mejoramiento del acceso a la tierra (cantidad de tierras y seguridad de la tenencia) para la gran mayoría de ellos.

En el otro extremo, algunos han considerado que el DRI no fue más que un plan general que favorecía al gran capital, por cuanto mantenía bajos precios de los alimentos, bajos salarios y atenuaba el malestar41. Infortunadamente, la falta de datos adecuados hace imposible hacer una buena lectura de los cambios en la productividad del sector campesino a causa del programa del DRI. La Misión Agropecuaria (Ministerio de Agricultura y Departamento Nacional de Planeación, 1990) concluyó que el sector obtuvo ganancias de rendimientos durante la década siguiente o algo más42, pero que sus beneficios se redujeron por la caída de los precios reales de sus principales cultivos (Jaramillo, 1998, 33). El incremento del ingreso de las familias campesinas provino principalmente de los ingresos ajenos a la finca, incluida la participación de las mujeres en esas actividades. No obstante estos reveses, hubo ganancias en muchos aspectos del nivel de vida rural (Berry, 1978; López y Valdes, 1998)43. Quizás habrían sido suficientes para aliviar tensiones en ausencia de los perturbadores efectos de la industria de la droga, que muy pronto apareció en escena.

REFORMA DE LA ESTRUCTURA DE LA TIERRA BASADA EN EL MERCADO (EN EL CONTEXTO DE OTRAS REFORMAS FAVORABLES AL MERCADO)

A comienzos de la década de 1990, la violencia rural era de nuevo muy aguda, alimentada por una mezcla mortal de fuertes grupos guerrilleros, la industria de las drogas y los paramilitares. La administración Gaviria (1990-94) lanzaba su ‘apertura’ de la economía a los mercados internacionales44. Su impacto sobre la agricultura y, en particular, sobre las familias más pobres de ese sector era imprevisible, en parte porque la estructura agraria del país era inadecuadamente entendida dada la escasez de información45, y en parte porque también dependía de los vaivenes de los precios internacionales; previamente, la barrera proteccionista proporcionaba alguna defensa contra esas fluctuaciones; después era menos capaz de cumplir esa función. A finales de los años ochenta, los precios internos de muchos artículos agrícolas se redujeron drásticamente debido a una combinación de la elevada tasa de cambio real de finales de esa época (un resultado de las entradas de capital), el derrumbe del tratado internacional del café en 1989 y la caída de los precios internacionales de productos básicos a niveles históricamente bajos. El ambiente empeoró aún más por la recesión del mundo industrial y una sequía local. En el peor año agrícola del siglo en Colombia, 1992, el producto agrícola cayó en 12,6% y el producto agropecuario total (incluida la ganadería), en 1%. El desplazamiento más general de los cultivos semestrales hacia cultivos permanentes y ganadería durante la década de 1990 es preocupante desde el punto de vista de la demanda de trabajo y compatible con la creciente concentración de la tierra, algo que no se puede verificar estadísticamente debido a la falta de datos46.

El paso hacia un comercio más libre, como el de comienzos de los años noventa, es un candidato natural como factor contribuyente a una crisis cuya gravedad fue mayor para los cultivos semestrales importables (Jaramillo, 1998, 83). El sector de grandes fincas mecanizadas no tuvo la flexibilidad para ajustarse rápidamente a la eliminación del crédito subsidiado; muchas fincas cayeron en la trampa de la deuda y el sector respondió recurriendo a un enérgico cabildeo (Deininger, 1999, 655). La crisis deterioró la relación entre el gobierno y casi todos los gremios agrícolas e impidió los esfuerzos conjuntos que se necesitaban para aliviarla. Sometido a presión, el gobierno aprobó un plan formal de recuperación a comienzos de 1993 y una nueva Ley Agraria en 1994. El régimen de política comercial liberal fue modificado gradualmente por diversas medidas de apoyo a cultivos específicos. Sin embargo, a pesar de la considerable actividad del gobierno, el producto agrícola total continuó estancado entre 1992 y 1997, ante un descenso de la producción de cultivos semestrales. Este difícil escenario constituye el contexto del más reciente esfuerzo de reforma agraria en Colombia, con un enfoque ‘orientado al mercado’ que refleja la tendencia de la época hacia el uso de las fuerzas del mercado cuando es posible. Un factor adicional que facilitó el cambio del anterior enfoque de reforma agrario fue la pérdida del Incora de su fuente tradicional de finanzas, un porcentaje de los impuestos a las importaciones agrícolas, que fue eliminado con la liberalización del comercio de productos agrícolas. En todo caso, los 35 años del enfoque anterior fracasaron claramente para lograr un mejoramiento significativo de la estructura agraria47; una gran parte del presupuesto anual promedio del Incora, 40 millones de dólares desde finales de la década de 1980 se gastó en una gigantesca burocracia (ibíd.). La meta inmediata del nuevo programa de transferencia ‘negociada’ de tierras a los pequeños propietarios aspirantes era subsidiar (hasta un 70% del precio negociado de la tierra) la compra de 1 millón de ha. para beneficiar a 70.000 familias entre 1995 y 1998 (Jaramillo, 1998, 93).

Es demasiado pronto para valorar seriamente este último esfuerzo para enfrentar los problemas agrarios en Colombia, sobre todo por las inestables y violentas condiciones actuales y porque se han hecho o probado interesantes refinamientos desde su lanzamiento, cuya promesa sólo puede ser clarificada después de cierto tiempo. Por una parte, refleja (al menos en los experimentos que se llevan a cabo en cinco municipios escogidos) un nivel de competencia en la planeación mucho mayor que el del enfoque anterior (ver más adelante). Por la otra, la magnitud del desafío es subrayada por la historia anterior de fracasos en Colombia y, más generalmente, de los sistemas agrarios de tipo latinoamericano. La reforma exitosa de estos sistemas es más difícil que en países como Japón, Corea y Taiwán, en donde los nuevos propietarios eran antiguos arrendatarios que ya cultivaban la tierra y en donde no se requería ningún cambio importante en el aspecto operativo de la agricultura. Este rasgo hizo más fácil que las reformas se efectuaran rápidamente, lo que evitó el peligro de falta de continuidad. En Colombia, la necesidad de extender la reforma a través del tiempo para que tenga un impacto total significativo deja campo a ese peligro. Además, algunos errores de planeación del enfoque anterior se trasmitieron al nuevo enfoque.

Rápidamente surgieron varios problemas. Los subsidios para compra de tierras encontraron una fuerte resistencia institucional y política. Décadas de manejo clientelista, dominado por los políticos locales, llevaron a que la transformación del statu quo fuera una tarea difícil (Jaramillo, 1998, 95; Hollinger, 1998). Los procedimientos de aplicación quedaron sin definir en la ley y las discusiones se prolongaron desde 1994 hasta 1997. Existían dificultades prácticas bastante predecibles asociadas a las negociaciones entre beneficiarios pobres y hacendados poderosos. A finales de 1997, se habían distribuido 224.000 ha., principalmente a través de compras directas del Incora y no mediante transacciones subsidiadas entre propietarios actuales y pequeños propietarios aspirantes, las cuales eran el eje del nuevo enfoque; y de nuevo salieron a la luz escándalos de corrupción en torno del proceso de adquisición (Jaramillo, 1998, 96).

Para que una reforma agraria que busca crear un sector sólido de pequeños agricultores tenga éxito, suelen ser esenciales diversos tipos de apoyo del sector público. Dos áreas importantes en Colombia son la irrigación y la investigación-extensión. La institución responsable de la irrigación, el INAT, no ha tenido una historia de desempeño decente, debido a una combinación de fuentes externas e internas de ineficiencia (un patrón de selección de proyectos a través de vínculos clientelistas48, y un sindicato fuerte respectivamente) y a un error de diseño: un nivel excesivamente elevado de subsidios a los beneficiarios49.

La ejecución de las nuevas políticas de investigación agrícola propuestas por la administración de Gaviria fue también muy lenta. La creación de una nueva institución, Corpoica, cuyo fin era que el sector privado se involucrara en esos procesos, llevó a conflictos; a mediados de 1998, había recibido poco apoyo financiero de fuentes privadas porque la institución seguía siendo tratada por el Ministerio de Agricultura como una agencia del gobierno y aún era muy centralizada. El desempeño de un DRI reactivado en la cofinanciación de proyectos de desarrollo rural también se deterioró en ese momento; la Constitución colombiana de 1991 prohibió la práctica anterior de financiar rutinariamente los proyectos políticos de miembros favorables a la administración, pero también afectó operaciones como las del DRI (ibíd., 97). Esto rompió la tradición de no interferencia en el DRI y llevó a confrontaciones con el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, dos importantes fuentes de fondos del DRI; el apoyo multilateral finalizó en 1997 y los proyectos ‘políticos’ llegaron a más de la tercera parte del presupuesto del DRI.

Algunas de las dificultades anteriores que afectaron el nuevo esfuerzo de reforma reflejan debilidades de los programas complementarios como los ya mencionados; otras reflejan problemas de planeación o errores de la ley de reforma que pueden en principio ser corregidos, y muchos de los cuales se heredaron del enfoque anterior; ya se han probado varios refinamientos en un proyecto piloto de cinco municipios, entre ellos50:

1. La creación de un mecanismo que facilite el uso de fondos de donantes para financiar inversiones distintas a la simple compra de tierra (como en la propia ley).

2. La reducción de la meta del ingreso agrícola de los beneficiarios por un tercero, basada en planes específicos del proyecto elaborado por ellos y que incluye ingresos no agrícolas. Igual que otras reformas, la de 1994 estableció una alta meta de ingresos que suponía la participación de tiempo completo en la agricultura, lo que implicaba un tamaño promedio de la parcela de cerca de 15 ha. La concentración de los beneficios en relativamente pocas familias tiene ventajas políticas como silenciar la crítica de que el programa no es suficientemente generoso y aun conseguir que el 10-15% del campesinado bien organizado colabore con el Incora (Deininger, 1999, 669). Pero esto no es social ni económicamente defendible.

3. El traslado de la responsabilidad de la aprobación de fondos de reforma agraria de la oficina principal del Incora a las oficinas regionales y de recursos a las comunidades locales, y el requisito de que el concejo municipal debe estar en funcionamiento para que un municipio pueda aspirar a esos fondos.

4. La insistencia en un proceso público transparente de aprobación de proyectos, con supervisión, etcétera, con la esperanza de que los beneficiarios tengan así mejores condiciones para negociar y usar eficientemente la tierra que obtienen. Antes de estos programas piloto, los beneficiarios se solían escoger de manera arbitraria y ad hoc. A pesar de los nuevos lineamientos, el Incora siguió actuando en secreto y seleccionando caso por caso. Los comités de selección a menudo fueron conformados con antiguos trabajadores de las fincas en venta; aunque habría sido posible incluir nuevos agricultores, especialmente en fincas antes utilizadas en forma poca intensiva, tendió a suceder lo contrario por el interés de esos antiguos trabajadores en excluir a otros (ibíd., 657, 669).

5. Un mayor esfuerzo para identificar la demanda potencial, para familiarizar al público con la Ley de Reforma Agraria y para recoger datos sobre las características de los beneficiarios potenciales, incluida una investigación de sus medios económicos; verificar la coherencia de dicha información (algo que no era parte de la práctica anterior del Incora) para eliminar solicitantes no calificados; los nombres de los que son aceptados y rechazados se anuncian públicamente, lo que parece haber aumentado la responsabilidad y la comprensión del alcance de la reforma. Un programa de entrenamiento de los beneficiarios ayuda a elegirlos de acuerdo con su disposición y sus intereses.

6. La creación de las bases para un mercado eficaz, lo que implica identificar la oferta en forma más ordenada que antes, con base en la ecología, la disponibilidad de fincas más grandes, etcétera. Para limitar la presión al aumento de los precios de la tierra, los municipios deben proporcionar evidencia de que la oferta de tierra existente es por lo menos tres veces mayor que la que se va a transar con la reforma.

7. Mucha mayor atención al cumplimiento de las condiciones para el éxito económico de los beneficiarios. Esto incluye un fuerte énfasis en el desarrollo de proyectos creíbles para la finca como parte del proceso total; de acuerdo con Deininger (1999, 659), la elaboración de proyectos modelo (ejemplares) ha demostrado ser esencial. La identificación de ONG locales que pueden prestar asistencia técnica y de instituciones financieras diferentes del banco agrícola del Estado (la Caja Agraria) también es central. Los planes municipales deben incluir una lista de proveedores calificados de asistencia técnica y las posibles fuentes de crédito.

8. Relacionado con los puntos anteriores, un esfuerzo por integrar la reforma agraria a otras prioridades de desarrollo municipal, mediante el estímulo a la elaboración de proyectos productivos. En los cinco municipios se han iniciado programas alternativos para satisfacer las necesidades de las familias no seleccionadas como beneficiarios de la reforma agraria, como microempresas, etcétera.

La reforma agraria negociada requiere mucha iniciativa de los beneficiarios (como la colonización espontánea), formación de grupos, selección de planes de finca viables, análisis del potencial productivo de las fincas que se podrían comprar, negociación y arreglos de crédito. La mayoría de los aspirantes necesitan ayuda al menos en algunas de estas fases. En los cinco municipios piloto, una cuarta parte de los preseleccionados eran analfabetos, el 70% tenía experiencia agrícola y muchos estaban ansiosos de conseguir tierra (ibíd., 660). Muchos entraron en grupos organizados previamente, pero los grupos tenían muy poca capacidad para resolver problemas, conflictos, etcétera. En la experiencia piloto, casi todos esos grupos se disolvieron y fueron remplazados por otros con más intereses comunes. De modo que se desarrolló un programa de entrenamiento en profundidad para los preseleccionados (un número casi dos veces mayor que los beneficiarios finales), que incluía algunas ideas generales sobre el comportamiento cooperativo en el desarrollo y sobre análisis económico. El temor inicial a la falta de destrezas locales para el desarrollo de este programa no ha sido de hecho válido, pues existen universidades locales, ONG, organizaciones de agricultores y agencias del gobierno (incluido el Incora). Los costos administrativos de 1.800 dólares por familia son menos de un tercio de lo que el Incora gastaba previamente y bastante razonables en términos absolutos. Los precios que se pagan por la tierra pueden ser el 40% menores de los que pagaba el Incora por tierras comparables en el régimen anterior (ibíd., 660).

Es claro que el nuevo enfoque refinado de los cinco proyectos piloto tiene mucho a su favor, tanto en aspectos de diseño que reflejan mejor las realidades agrarias (en particular la necesidad de un subsidio inicial y de asistencia para hacer productiva la nueva finca51) como en un serio esfuerzo por controlar la corrupción y la ineficiencia que perjudicaron el enfoque anterior. ¿Cuál es su potencial, de llevarse a cabo tan bien como podría esperarse? Debido a que depende abiertamente de un conjunto de condiciones que no se pueden cumplir automática ni fácilmente –una administración local eficiente, una planeación agrícola seria y la disponibilidad de ayuda técnica y de crédito– la velocidad con la que se puede responder a las necesidades de los aspirantes colombianos es mucho menor que la de la reforma al estilo de Asia oriental. Empezar por los municipios que satisfacen las condiciones y luego proceder a otros, ganando experiencia en el camino, es una tarea prometedora. Suponiendo que este plan se pueda mantener, hay otros cuatro problemas que determinarán cuán lejos avanzará este enfoque de la reforma: la financiación, la voluntad política, la oferta de tierras para venta voluntaria y el porcentaje de municipios que lleguen a satisfacer las ‘condiciones’. Si, para mencionar una cifra redonda, se esperara mejorar el acceso a la tierra de 400.000 familias (60% más que el número de unidades tituladas por el Incora entre 1960 y 1988 (Misión Agropecuaria, 1990, 114) y los costos fueran de 10.000 dólares por unidad52, un total de cuatro mil millones dólares no puede ser considerado excesivo. Corresponderían a más de 25 años de gasto del Incora a la tasa de finales de los años ochenta y a un pequeño porcentaje del costo actual de enfrentar la inseguridad que afecta al país. Si se dispone de tierras y se cumplen las demás condiciones, es necesario aumentar el presupuesto anual para que el número anual de beneficiarios se incremente de los 15.000 anuales implícito en las cifras anteriores. Es posible que la escasa voluntad política sea un impedimento más real que las restricciones fiscales. Aunque la oposición tradicional de quienes temen ser expropiados esté ausente o sea menor que en los esfuerzos anteriores de reforma, hay un conjunto diferente de opositores: el de quienes pierden el control nepotista del proceso de ‘reforma’. Lo que se requiere es un alto nivel de respaldo político, basado en una comprensión del potencial del programa y de la falta de alternativas para resolver los problemas rurales. Éste será necesario, puesto que la cobertura de las reformas de lenta aplicación enfrenta el riesgo de cancelación o de reducción en el momento en que las condiciones políticas se vuelven menos favorables.

Una gran incógnita es la cantidad de tierra disponible para compra. En las actuales condiciones de inseguridad, es posible que supere las expectativas. Por otra parte, si la seguridad y la solidez de la economía rural mejoran, los precios de la tierra pueden aumentar y hacer que el programa sea más costoso y difícil de ejecutar. También se desconoce la cobertura potencial de una reforma como ésta, que puede ser inaplicable en una región dada por la falta de cualesquiera de las condiciones comentadas anteriormente. Sin embargo, puesto que parece ser promisoria en algunos contextos, ésta no debe ser una gran preocupación en este momento; lo esencial es refinar el enfoque y mantener su impulso a medida que arroje buenos resultados.

La evidencia que se revisa en la literatura sobre la reforma agraria basada en el mercado confirma la necesidad de ser cauteloso. Cuando se complementa con una reforma confiscatoria tradicional, el nuevo enfoque puede ser más promisorio, en parte a través del ‘efecto amenaza’ que puede llevar a que los propietarios sean más flexibles ante la expropiación y a reducir los precios de la tierra. Lo mínimo que se puede hacer es eliminar las restricciones legales a la subdivisión de la tierra (Lipton, 1993a, 651). Los sistemas de crédito pueden requerir topes para ser operativos. Eliminar los subsidios que favorecen a los grandes agricultores o a sus cultivos puede ser una valiosa medida de respaldo al crédito o a las leyes agrarias que ayudan a los pobres, y ser coherente con la estrechez fiscal y la dedicación a hacer que la reforma funcione. La reducción de los subsidios contribuye a desalentar la oposición de los ricos contra las reformas puesto que éstas son menos costosas para ellos sin tales subsidios53.

Ya es demasiado tarde para que una reestructuración de la estructura agraria aporte beneficios tan grandes como los que produjeron las reformas más exitosas de Asia o como los que se habrían conseguido con una reforma importante en la Colombia de los años treinta. Por otra parte, existe la ventaja de que en un proceso de desarrollo más tardío es posible comprar a los propietarios con un porcentaje del PIB menor del que se habría necesitado antes. La actual situación es tan crítica, que es valiosa cualquier medida que pueda reducir significativamente la pobreza rural, la tensión y la violencia.

LECCIONES DE LA EXPERIENCIA COLOMBIANA

Los esfuerzos para modificar la estructura agraria son procesos políticos cuyos resultados dependen principalmente del equilibrio del poder político entre las fuerzas contendientes. De modo que la primera y más importante pregunta acerca de la experiencia en un país dado se refiere al carácter de ese equilibrio. En América Latina, rara vez ha habido muchas oportunidades para que se creen las condiciones favorables para los enfoques tradicionales de la reforma agraria. Aún así, en la historia de esos intentos ha habido resultados mejores y peores, y la diferencia entre ellos también puede reflejar factores como las posiciones que han adoptado las instituciones internacionales pertinentes y la comprensión técnica de la estructura agraria del país y de las implicaciones de estructuras alternativas. La historia de la política agraria colombiana en el siglo XX enseña varias lecciones, en su mayoría compatibles con la experiencia más general de los países en desarrollo.

Desde el punto de vista de las características que hacen que un esfuerzo de reforma tenga resultados positivos si se lleva a cabo, se pueden mencionar varios elementos:

1. El programa debe ser bastante amplio para que tenga impacto agregado sobre la estructura de la tierra y, por ende, sobre la pobreza; los programas cuyo objetivo es atenuar en el corto plazo el malestar o la pobreza más aguda son entonces una mala apuesta.

2. Los topes a la cantidad de tierra que pueden mantener los propietarios actuales y la cantidad que se debe asignar a los beneficiarios deben ser suficientemente bajos para que tengan gran impacto; en casos como el de Colombia, donde la redistribución de la tierra en las zonas colonizadas del país ha sido bloqueada históricamente, la ausencia de medios para impedir la concentración en los asentamientos de la frontera es aún más fundamental.

3. El apoyo efectivo a los pequeños beneficiarios de la reforma agraria es siempre importante y a menudo esencial para su desarrollo eficiente.

4. Otras formas de apoyo a los pequeños agricultores no beneficiarios pueden lograr mucho si se llevan a cabo de manera eficaz, y quizá han hecho una contribución muy positiva a través del DRI. Pero para mantener su potencial deben involucrar un flujo sustancial de recursos, una buena comprensión de lo que se necesita y un alto grado de continuidad. En vista de que la comprensión inicial de lo que funciona mejor no es por lo general muy buena, es muy importante la capacidad para aprender, modificar y refinar.

Si se acepta que en Colombia nunca pudo ocurrir una importante redistribución de la tierra, quizá la mejor alternativa habría sido un desarrollo equitativo de la frontera cuando esta se puso gradualmente en cultivo, esencialmente una medida preventiva en vez de una medida curativa54. En principio, esta opción habría sido más fácil que la redistribución de tierras ya reclamadas o controladas por los grandes propietarios, puesto que ese grupo tenía intereses creados mientras que los futuros grandes propietarios que obtenían tierras en la frontera no constituían aún un grupo de presión. Pero esta alternativa requería cumplir varias condiciones difíciles: primera, un grado de previsión para reconocer que durante varias décadas entrarían en producción nuevas tierras muy extensas y que su distribución afectaría gradualmente el nivel general de desigualdad del acceso a la tierra en el país; segunda, el reconocimiento de que el nivel de apoyo a los nuevos pequeños agricultores debería ser considerable, en vista de la baja o escasa calidad de la tierra y de la necesidad de infraestructura; tercera, una comprensión de las causas del fracaso de los esfuerzos de colonización dirigida en América Latina y del mayor éxito de los esfuerzos de colonización espontánea; esa comprensión era necesaria para que el Estado prestara su apoyo de manera correcta: usualmente no paternalista y favorable al mercado; y, finalmente, suficiente poder político y capacidad administrativa en todo momento para impedir las incursiones predecibles de los aspirantes a grandes propietarios en la frontera.

En esta época, con una frontera menos extensa que hace cuarenta años, la reforma ‘negociada’ que hoy se está probando puede ser la mejor opción disponible. Parece tener un potencial considerable si se lleva a cabo de manera profesional y dedicada.

Las lecciones de naturaleza más política de la experiencia colombiana, aparte del hecho obvio de que siempre habrá una oposición del statu quo poderoso contra las propuestas de una reforma importante, y del corolario de que las condiciones que pueden hacer posible una reforma seria que enfrenta una fuerte oposición normalmente serán transitorias, incluyen:

1. El hecho de que, aun dentro de una forma de gobierno generalmente dominada por la élite, las diferencias de política agraria entre los partidos políticos y los gobiernos han sido considerables. Las medidas adoptadas o contempladas por el gobierno de López Pumarejo en los años treinta no habrían sido posibles con un gobierno conservador. La creación de la ANUC por el gobierno de Lleras Restrepo no habría sido considerada por el gobierno conservador anterior o los posteriores.

2. Si lo anterior es cierto, el costo de la alternación de la presidencia entre los dos partidos durante el Frente Nacional (y de la exclusión de otras voces políticas) puede haber sido elevado para la política agraria. Los gobiernos de corta vida son una razón más, entre otras, para que las reformas exitosas se suelan hacer rápidamente.

3. Algunas formas de falta de continuidad política implican que la oportunidad de la reforma es efímera. Otras, que generalmente involucran políticas más aceptadas o programas ya establecidos, imponen sus costos mediante discontinuidades políticas que previenen o impiden el aprendizaje institucional por la experiencia y el refinamiento de los programas. Machado (1986, 9) deplora las inconsistencias y la falta de una política clara en materia de política agraria en general, la falta de estudios acerca de esa política y la gran dificultad para conseguir datos sólidos para evaluar dicha política.

4. Aunque los acontecimientos ex post han tenido pocas posibilidades de demostrarlo en Colombia, quizá sea cierto, como creía Lleras Restrepo, que el dar poder a los pobres rurales es esencial para consolidar una estructura agraria saludable o para establecerla55.

5. También es difícil evaluar cuantitativamente la hipótesis, muy convincente en general, de que el hecho de no haber enfrentado exitosamente la pobreza y el malestar rurales mediante una política agraria astuta ha sentado las bases para el fortalecimiento de los grupos guerrilleros (Fajardo, 1986, 90) y abonado el terreno para la industria de drogas ilícitas (Barragán, 1999), una raison d’être de las fuerzas paramilitares y, en últimas, el único factor explicativo importante de la actual crisis social, política y económica colombiana.

6. La política económica en todas sus aspectos ha tomado una dimensión internacional que era mucho menos evidente durante la primera mitad del siglo, en parte debido a la presencia del Banco Mundial, el FMI y otras instituciones semejantes; en parte, a la mayor preocupación de los países industriales por la posibilidad de revoluciones sociales después de las de China y Cuba, y en parte debido al mayor flujo de ideas entre los países. En consecuencia, ha habido una importante participación internacional en todas las actividades relacionadas con la reforma del gobierno colombiano durante el último medio siglo. Debido al flujo relativamente libre y rápido de ideas, es difícil establecer la influencia neta de estos actores internacionales, bien sea a través de sus creencias o a través de su dinero. Es indudable que el mayor fracaso de las agencias internacionales en el último cuarto de siglo, durante el cual prestaron considerable atención a la pobreza, fue su negativa a participar en los procesos de reforma agraria hasta el reciente apoyo del Banco Mundial a las reformas basadas en el mercado. Ese fracaso parangona al de la élite nacional. Como señala Christodoulou (1990, 187-192), el Banco Mundial tradicionalmente ha rehuido el más importante de todos los ‘ajustes estructurales’ deseables por razones políticas. Prosterman, Temple y Hanstad (1990, 4-5) indican que otra razón para que la reforma agraria no sea tema de atención consistente o coherente para los donantes de ayuda o las autoridades de política en los países en donde la carencia de tierras es aguda puede ser la invisibilidad de los pobres, de modo que el problema aparece en forma notoria sólo cada década en algunos países en donde la revuelta o el hambre atraen la atención de los medios de comunicación, el público y los gobiernos. Hoy, con la mayor aceptación de la idea de una reforma per se, es probable que los beneficios se reduzcan debido a la consagración al enfoque del mercado.

Es importante la manera como los actores clave entienden los problemas agrarios. En el período que estudiamos se han sostenido y expuesto muchas opiniones equivocadas o por lo menos mal orientadas, y estas parecen haber tenido impacto sobre los resultados. Entre ellas:

1. La siempre difundida impresión de que los pequeños agricultores son económicamente menos eficientes que los grandes, a pesar de una rica evidencia que apunta en la dirección opuesta o que, por lo menos, exige que se tenga una opinión muy ponderada en esta materia. Aunque algunos actores destacados, como Lleras Restrepo, tenían una visión generalmente positiva del potencial de los sistemas agrícolas pequeños, esta visión nunca fue de aceptación general, incluso entre los agrónomos, que tienden, como muchos otros, a confundir la productividad del trabajo y de la tecnología moderna con la eficiencia económica.

2. Una comprensión defectuosa de las implicaciones de los diversos contratos entre propietarios y arrendatarios, que a menudo –como en Colombia– llevó a legislar ingenuamente contra ciertas formas o a tratarlas como criterio que afectaba la posibilidad de expropiación de la tierra, y en consecuencia se alentó a los propietarios a expulsar a los arrendatarios. Para que esas medidas tengan alguna posibilidad de éxito, en caso de que sean deseables (lo que suele ser un tema complicado), se deben emprender rápidamente para impedir las tácticas obstructivas, la evasión, etcétera, para no mencionar la garantía de que el gobierno siguiente no derogue la legislación, como en esencia ocurrió en Colombia entre los gobiernos de Lleras y de Pastrana.

3. La atormentadora idea de que la agricultura cooperativa tenía mucho en su favor, sin una sólida comprensión de las condiciones en las que así sucedía, condujo a los diseñadores de política por otro camino.

4. Cuando la información sobre la realidad agraria es muy limitada, se acentúa la tendencia general a apoyarse en modelos simplistas. Las visiones marxistas rígidas han guiado algunas interpretaciones del mundo campesino en Colombia, mientras que las visiones neoclásicas rígidas han guiado otras. Ambas están bastante alejadas de la verdad.


NOTAS AL PIE

1. Para un comentario breve y reciente, ver Tirado Mejía (1998). Revisiones más exhaustivas se presentan en Sánchez (1985) y Ortiz Sarmiento (1994).

2. El término ‘éxito’ se debe usar con cuidado en este contexto, puesto que los diversos actores tenían diferentes objetivos: unos, promover un modelo de cambio; algunos, promover otro modelo y otros, oponerse al cambio. Entre quienes buscaban un mejor acceso para los pequeños poseedores actuales o aspirantes, el objetivo de algunos era simplemente desactivar las fuentes de malestar para preservar la estabilidad mientras que otros querían un cambio más radical.

3. Prosterman y Riedinger (1987, 183-4) citan el ejemplo de Taiwán, en donde un cuerpo independiente de administradores que huyeron del continente después de la victoria comunista establecieron un exhaustivo sistema de registro de tierras, que luego finalizó meticulosamente en un proceso de revisión parcela por parcela y familia por familia, y de solución de las reclamaciones de retención, que de nuevo fue supervisado estrechamente por comités locales dominados por los beneficiarios.

4. Más en general, una tendencia a distribuir la tierra en parcelas pequeñas.

5. En 1850, Agustín Codazzi estimó esta participación en el 75% (Legrand, 1989, 6).

6. Es por supuesto verdad que las reformas agrarias de América Latina no lograron el resultado de ‘crecimiento con equidad’ de un país como Taiwán. México y Bolivia ilustran el caso de una reforma parcial que produjo algunos beneficios pero no una transformación total de la economía y de la sociedad. Irónicamente, quizá el respaldo más fuerte al campesinado fue el que le dio el gobierno de Trujillo en la República Dominicana, a comienzos de la década de 1930 (Turits, 1997); pero, para decirlo en términos suaves, el proceso no fue participativo. Cada una de estas experiencias tuvo su propia historia particular y sus condiciones limitantes, de modo que el hecho de que los beneficios alcanzados hayan sido limitados no implica que no hubiera ninguna esperanza en las circunstancias diferentes de Colombia.

7. La idea de que los grandes latifundistas eran ineficientes e inflexibles, y que esa debilidad contribuiría a un alza de los precios de alimentos a medida que avanzara el desarrollo, fue un elemento de la escuela estructuralista de pensamiento latinoamericano (Kafka, 1961). Muchos observadores de Colombia comentaron la paradoja de grandes haciendas que usaban la tierra extensivamente, mientras que las más pequeñas intentaban ganar a duras penas la subsistencia mediante el cultivo intensivo de tierras de baja calidad; quizá el más conocido fue Lauchlin Currie, que dirigió la misión del Banco Mundial en Colombia a finales de la década 1940 (Internacional Bank for Reconstruction and Development, 1950).

8. La falta de claridad en la titulación de tierras es especialmente característica de las nuevas zonas de frontera; los conflictos surgen fácilmente debido a que la tierra se disputa continuamente y a que el Estado no es suficientemente fuerte para resolver las disputas en sus propios términos. Gran parte de la experiencia latinoamericana durante largos períodos se ajusta a esta categoría a medida que la colonización se desplaza de las tierras bajas densamente pobladas a zonas selváticas. Parte de la expansión ha cubierto la producción para el mercado interno, pero ante todo se ha dirigido a las exportaciones. En cualquier caso, los colonizadores campesinos entran en conflicto con los empresarios territoriales.

9. El antagonismo entre los dos partidos políticos ha sido históricamente una importante fuente de hostilidad que, junto con la igual fortaleza de estos dos grupos, ayuda explicar la alta tasa de mortalidad en Colombia por la violencia política durante más de cien años, en comparación con aquellos países en donde un grupo militar fuerte y opresivo controlaba el poder tan completamente que ninguna otra fuerza se le podía enfrentar (Maingot, 1968). Sin embargo, la actual oleada de violencia en Colombia no parece obedecer mucho a este factor.

10. Brown (1971, 194-5) concluye que “es probable que haya suficiente desesperación, ira, privación relativa percibida y ‘conciencia’ para empezar un levantamiento en muchas comunidades rurales de América Latina en un día cualquiera... Por tanto, cuando la elite rural local empieza a perder su dominio, usualmente debido a circunstancias económicas o políticas de más alcance, el activismo campesino surge rápidamente, a menudo con poca o ninguna influencia de la agitación externa”.

11. Durante el período 1870-1920, los conflictos se centraron en la resistencia de los colonizadores campesinos contra la usurpación de los empresarios agrícolas. Antes de 1874, los colonos independientes no estaban en posición de luchar, y el proceso de creación de las grandes haciendas parece haber sido principalmente pacífico. Después de esta fecha, los colonos se opusieron a esa tendencia con mayor frecuencia. El factor decisivo que los lanzó en esa dirección, de acuerdo con Legrand (1986, 64), fue la aprobación de la legislación nacional que respaldaba los derechos de los colonizadores; los colonos recurrieron a menudo a las leyes de 1874-1882, que clarificaban su derecho a asentarse en dominios nacionales lo que implicaba que la tierra era legalmente suya. Aunque en general las leyes no surtieron efecto, sí influyeron en la percepción de los colonizadores acerca de su situación y los incentivaron para entablar demandas judiciales colectivas, aunque usualmente sin éxito porque los terratenientes estaban en connivencia con las autoridades locales.

12. Los terratenientes respondieron a las iniciativas de los colonos con su expulsión, pero evitaron ir a juicio por temor a perder. Los colonos, aunque más exitosos que antes, no podían obligar a los terratenientes a aceptar sus reclamaciones y el resultado fue un conflicto crónico. Los terratenientes se mostraron cada vez más descontentos, se expresaron temores al conflicto de clase y las perturbaciones parecieron perjudicar los esfuerzos para elevar la producción agrícola.

13. El crecimiento de la población colombiana que se aceleró durante la primera mitad del siglo, en esa época se acercaba al 2% anual.

14. Madrid (1944, citado en Legrand, 1986, 145) estimó que 3/4 partes de la propiedad privada habrían revertido a la nación si se hubiera puesto en práctica la propuesta de 1933 (derrotada en el Congreso). Sus implicaciones quizá no habrían sido demasiado diferentes a las de la norma de la Corte Suprema de 1926.

15. La motivación de López ha sido tema de debate. Algunos autores (por ejemplo, Cronshaw, 1986) le acreditan su positivo intento de ayudar a los pequeños poseedores aspirantes pero le atribuyen falta de ejecución. Sánchez (1977) y Legrand (1986) son más negativos, y afirman que López y sus asociados planearon que el efecto fuera conservador. Aunque la Ley 200 proclamó la función social de la propiedad, en últimas favoreció a los grandes propietarios porque su artículo facilitó a los grandes y los pequeños la reclamación de tierras públicas si las ponían a producir. Legrand (1986, 141) subraya el hecho de que López prometió a los grandes propietarios que la ley los ayudaría a legitimar sus títulos.

16. El efecto presumiblemente no deseado de alentar las expulsiones mediante el temor de los grandes poseedores de que era peligroso tener colonos en las tierras que reclamaban. La Ley 100 de 1944, otro esfuerzo para llevar el orden a la sociedad rural, a menudo se ha descrito como una ley que restableció los servicios de los arrendatarios, exigiendo aclarar las condiciones pactadas entre el terrateniente y el arrendatario mediante contratos escritos. También se puede pensar en esta ley como un intento de atenuar los desastres inesperados creados por la Ley 200 (Safford, 1995, 141). Esta no logró el objetivo de reintroducir los servicios de los arrendatarios. La falta de juicio para predecir los efectos ‘indirectos’ de la legislación se repitió en los años sesenta, cuando se desalentó la renta de la tierra, especialmente en los cultivos compartidos, lo que llevó a otra oleada de desalojos y a otro sesgo en la estructura agraria (ver más adelante).

17. La concepción, que una vez fue común, de que la Ley 200 resolvió el conflicto agrario de los años treinta hasta que la lucha preelectoral desató la violencia de 1946 parece simplista y errónea. Las continuas tensiones con los trabajadores arrendatarios llevaron a que los grandes propietarios intentaran comprar su parte o a que los desalojaran y remplazaran con trabajadores asalariados; algunos incluso sustituyeron la tierra cultivada por praderas para reducir el número de trabajadores requeridos, lo que hizo aún más difícil que los campesinos pudieran ganarse la vida. Las fricciones entre campesinos fueron comunes. ‘La Violencia’ de las dos décadas de 1948-65, que dejó 200.000 muertos y 800.000 personas sin hogar (Oquist, 1980), no fue un simple conflicto político ni una simple guerra campesina, sino un fenómeno complejo con muchas causas y muchos mecanismos (Zamosc, 1986; Legrand, 1986; Gilhodés, 1974; Cronshaw, 1986). Berquist (1986) argumenta que la pobreza y la inseguridad de los pequeños productores de café los convirtió en la principal víctima y actor de la Violencia de 1948-65. La violencia llevó al colapso la autoridad del Estado y con la anarquía resultante, estallaron muchas formas de lucha armada. En las zonas de frontera se tenía que luchar por la tierra, quizá con poca atención a la afiliación política. La violencia política a menudo obligó a que los pequeños vendieran a precios muy bajos y a que pudieran acumular otros que empezaron siendo pequeños pero con buenas conexiones (Safford, 1995, 143).

18. Hayami y Ruttan (1985) establecen este punto en una famosa comparación entre el eje del respaldo público a la agricultura en los Estados Unidos y en el Japón.

19. En 1992, cerca de 4,2 millones de personas, 31,2% de la población, estaban en la pobreza extrema (World Bank, 1994).

20. Algunos estudios muestran una asociación entre bajas tasas de empleo o de crecimiento de la producción e intensidad de la violencia rural (World Bank, 1996 y Bejarano, 1988), lo que quizá refleje un círculo vicioso que va de la violencia a la baja inversión, a las bajas oportunidades de empleo y a la violencia. De acuerdo con el Departamento Nacional de Planeación (1990), la Violencia puede haber reducido en el 16% el PIB agrícola en los años ochenta. La evidencia regional indica un impacto de la violencia sobre la inversión privada en irrigación.

21. Sobre su participación exacta había una diferencia considerable de opinión, que reflejaba la debilidad de las estadísticas agrícolas en Colombia. Mientras que Planeación (DNP, 1982b) estimaba la participación campesina en la producción total de alimentos en el 55%, Siabato (1986) utilizó las encuestas nacionales de hogares para llegar a una cifra del 28%.

22. Dos años después, la falta de dicha solidaridad permitió una toma a mano armada con un desplazamiento de población que contribuyó directamente a la guerra de guerrillas (Fajardo, 1986, 90). La represión sobre las zonas independientes como Marquetalia, con su independencia del dominio de los dos partidos y sus ideas revolucionarias, contribuyó al crecimiento de la guerrilla.

23. Esta participación puede en principio ser fuente de optimismo porque el apoyo externo puede ayudar a romper lazos políticos locales y porque algunas de las reformas más exitosas de este medio siglo se han beneficiado de ese apoyo. Quizá las reformas agrarias más exitosas desde el punto de vista del bienestar fueron las de Taiwán y Corea. La de Japón tuvo menos impacto en la evolución económica subsiguiente del país, pero muy grande sobre la estabilidad política, de acuerdo con la mayoría de los observadores (Montgomery, 1984, 116). Estas tres experiencias de reforma tuvieron el importante estímulo externo de los EE. UU., y en el caso de Taiwán, el reconocimiento de que el fracaso en resolver el descontento agrario podía llevar a la revolución, como lo demostró la China roja a los nuevos gobernantes nacionalistas chinos.

24. Arango AA.VV. (1987, 14) juzgan el episodio de 1961 como una lucha entre el enfoque gran burgués de Currie y el de pequeña propiedad de Lleras. Aunque este último ganó la batalla, Mariano Ospina Pérez (jefe del Partido Conservador) logró limitar la gama de acción del Incora y reducir sus actividades a la reversión de tierras ociosas al Estado (como se decretó en la Ley 200 de 1936), titulación de tierras públicas, inversión en irrigación y otras obras de infraestructura y algunas compras en zonas de conflicto agudo.

25. A comienzos de los años setenta, la evidencia de América Latina indicaba que la colonización dirigida no logró sus objetivos, mientras que la colonización espontánea fue más satisfactoria (Nelson, 1973).

26. Perry (1985, 109) informa que, en 1966, un tercio de los colonos de los proyectos del Tolima había abandonado sus fincas debido a los malos suelos u otras condiciones negativas. Argumenta que el crédito obligatorio era uno de los problemas. Arango AA.VV. (1967, 19) informan que en los proyectos del DRI que estudiaron, la relación entre crédito y activos era muy pequeña, lo que refleja en parte la aversión al riesgo de los productores.

27. La ANUC fue creada por el Ministerio de Agricultura en 1967. El primer Congreso de 1970 fijó sus objetivos y limitó sus actividades a la ejecución de programas oficiales (Fals Borda, 1982, 146). Para historias detalladas de la ANUC, ver Zamosc (1986) y Rivera Cusicanqui (1987).

28. Los críticos argumentaban que el Incora a veces compró tierra de baja calidad a precios muy altos a terratenientes como los Marulanda, contra el consejo del abogado que recomendó extinguir el dominio debido quizá a que el título era bastante dudoso en esta área del departamento del Cesar (Perry, 1985, 110, citando a Tobón, 1972 e IICA-CIRA, 1970).

29. Como suele ocurrir en grupos de pequeños propietarios que se benefician con un sistema de irrigación, y como quizá sucedió en la mayoría de las empresas comunitarias colombianas que fueron la base del optimismo sobre este enfoque.

30. Una de las experiencias mejor estudiadas de este tipo es la conversión, en el Perú, de las antiguas haciendas costeras productoras de azúcar en cooperativas agrícolas y su posterior división en fincas pequeñas cuando se presentó la oportunidad a los miembros de las cooperativas (Melmed-Sanjak y Carretero, 1996).

31. Como se señala más adelante, las opiniones sobre los beneficios del DRI varían, un resultado natural del deficiente estado de las estadísticas agrícolas en Colombia, que hace muy difícil evaluar este programa.

32. Las cifras son inadecuadas con respecto a ambas preguntas. La opinión de Fajardo acerca de la segunda obtiene algún respaldo de las cifras presentadas por Berry (1983).

33. En los esfuerzos de reforma agraria del Incora, esta institución intentó prestar todos los servicios conexos, lo que llevó a la duplicación con otras instituciones y a la mala voluntad.

34. Como ya se señaló, había una gran diferencia entre la estimación de Planeación de que en 1975 la participación del campesinado (menos de 20 ha.) en la producción de alimentos era del 55% y la cifra de Siabato, de apenas el 28% (Arango AA.VV., 1987, 20-21). A la luz de su estimación, Siabato argumentó que tenía más sentido concentrarse en los programas de desarrollo y en el esfuerzo de los campesinos en donde fuera más rentable, es decir, en tierras no mecanizables y en productos intensivos en trabajo, incluidos algunos bienes exportables, bienes de lujo, etcétera.

35. En diciembre de 1981, había una lista de 71.051 beneficiarios asistidos directamente.

36. Lacroix (1985, 30) describe la evolución de los objetivos de manera algo diferente a la de Arango AA.VV.; señala que en su inicio, el programa se concibió con un énfasis en el aumento del nivel de vida en las zonas rurales, ante todo mediante el aumento de la producción, pero que gradualmente se concentró en la producción de alimentos y excedentes comerciables, haciendo del alivio de la pobreza “un beneficio secundario bienvenido pero no necesario”. Señala que, a mediados de los ochenta, las zonas del proyecto se eligieron únicamente por su potencial de producción.

37. Lacroix (30-32) muestra que el ICA primero afrontó el reto de las mejoras técnicas para elevar los rendimientos y la producción de los sistemas campesinos de cultivos múltiples existentes (que implicaba mejorar los métodos de extensión para elevar el nivel de educación de los agricultores en los principios de la agronomía), luego el de la ayuda a los agricultores para obtener crédito y comercializar, y finalmente el de las mejoras sociales en materia de nutrición, salud y educación. No debe sorprender que el tercer tipo de beneficio fuera el más difícil de alcanzar.

38. Lacroix (1985, 32) señala que los incrementos de producción en algunos cultivos fueron tan elevados, que generaron problemas de comercialización, lo que confirma la opinión de que se hizo poco esfuerzo de planeación para enfrentar esas contingencias.

39. Una revisión detallada de la experiencia de un municipio se presenta en Zandstra AA.VV. (1979).

40. Lacroix (1985, 30-33) está de acuerdo en que la coordinación entre las diversas instituciones sectoriales involucradas siguió siendo un problema a mediados de los ochenta. También señala que el gran respaldo que el programa logró entre la población rural tuvo costos al mismo tiempo que beneficios; los políticos intentaron utilizarlo para fines distintos de los relacionados con el proyecto. Jaramillo (1998, 97) señala que la influencia política se hizo sentir cada vez más en las operaciones del DRI desde que Colombia adoptó la nueva Constitución en 1991, que prohibió la práctica anterior de financiar proyectos políticos de los miembros del Congreso que apoyaban la administración.

41. Moncayo (1986) considera que fue diseñado para consolidar la función esencial del sector de pequeña escala: producir alimentos baratos para facilitar la acumulación general evitando la quiebra de la agricultura del campesino o su conversión en pequeñas unidades capitalistas. Horowitz (1993) modela la reforma como una estrategia de los ricos para dar poco y retroceder siempre que fuera posible.

42. Como hizo Balcázar (1990), quien estima un gran aumento, del 82% (quizás dudoso por ser tan extremo), de los rendimientos de la fincas pequeñas de 1973-76 y 1988, mientras que considera que los rendimientos de las fincas grandes se estancaron.

43. La información ideal para juzgar el impacto neto de las diversas fuerzas que influyeron en la vida rural colombiana durante estos años habría incluido un censo agrícola para arrojar luz sobre los cambios en la distribución de la tierra y encuestas de ingresos para clarificar los patrones de distribución del ingreso. Desde 1960 no se ha hecho un censo agrícola realmente útil, y no se dispone de ninguna encuesta demostrablemente comparable de los ingresos en las zonas rurales anterior a los años noventa. Uno de los confusos trozos de información para los años noventa es la drástica caída de la desigualdad del ingreso reportada entre 1991 y 1995, cuando el coeficiente de Gini cae de 0,57 a 0,44 (Ocampo AA.VV., 1998). Este descenso es tan rápido que desafía toda credibilidad; aunque sería casi imposible que una reducción tan fuerte hubiera realmente ocurrido en un intervalo tan breve, existe la posibilidad de que, aunque exagerados, los datos indiquen un descenso de menores pero a la vez significativas proporciones.

44. El carácter drástico de este cambio se refleja en el hecho de que la relación entre importaciones y PIB saltó del 15,5% en 1990 al 46,9% en 1997 (Jaramillo, 1998, 124).

45. En las últimas décadas hubo una rápida expansión de la frontera agrícola, una mayor participación de los señores de la droga en la propiedad rural y un significativo cambio tecnológico; como ya se señaló, la información para describir las tendencias de la estructura agraria está muy rezagada, para decirlo suavemente.

46. El único censo agrícola colombiano relativamente completo y útil corresponde a 1960. Desde entonces, los estudiosos de la estructura agraria han sido obligados a confiar en la evidencia catastral (conceptualmente no comparable con un censo agrícola) y en otras fuentes de información parciales y dispersas. Además, la frontera agrícola se ha estado desplazando continuamente y en los últimos años, la inseguridad rural ha dificultado pensar siquiera en la recolección de dicha información en grandes zonas del país, lo que acentúa la muy defectuosa imagen de las tendencias de la estructura y la concentración de la tierra. Sin embargo, cuando no existía este último problema, la clara falta de interés del gobierno en esos datos, que se reflejó en la decisión de no emprender o llevar a cabo censos agrícolas, plantea la pregunta de si la decisión de abstenerse de hacerlos puede haber sido estratégica en algún sentido. Una comparación entre los datos censales de 1960 y los datos catastrales de 1988 arroja un menor grado de concentración en ese último año (Departamento Nacional de Planeación, 1990, 100), después de hacer un ajuste debido a que una unidad censal puede estar conformada por más de una unidad catastral. Esto no pone fin a la historia puesto que las proporciones de conversión por tamaños elaboradas por CEGA para este propósito pueden no haber sido exactas. Si se descarta esta posibilidad, la comparación indica que la categoría de 500 y más ha. perdió terreno frente a las unidades más pequeñas y que el coeficiente de Gini de concentración de la tierra entre las unidades catastrales se redujo de 0,868 en 1960 a 0,840 en 19 88 (i bíd., 101). Un estudio de López (1986), basado en las cifras catastrales de 1961 y 1984 mostró un ligero aumento de la concentración, pero la Misión Agropecuaria (1990, 102) considera que esta es una metodología dudosa puesto que sólo se incluyeron 15 millones de ha. en el primero de esos años. No se informa cuántas se incluyeron en 1984, pero probablemente fueron por lo menos 30 millones, puesto que el total para 1988 era cercano de 45 millones de ha. Los datos de la Misión indican que, entre 1960 y 1988, la cantidad de tierra registrada aumentó en más de 12 millones de ha., el 44% de la base de 1960 en las regiones que fueron cubiertas por el primer censo. En las regiones de frontera que entonces no se incluyeron –Caquetá, Guajira y Chocó– se registraron otros 5,46 millones de ha. en 1988 (ibíd., 98-99). Hubo entonces una gran expansión de tierras tituladas durante este período.

47. El coeficiente de Gini de la distribución de parcelas añadidas al registro catastral entre 1960 y 1988 era de 0,773 frente a 0,868 para las registradas en el censo de 1960; los programas de titulación del Incora y otros programas explican buena parte del aumento de la superficie y de la distribución de las nuevas tierras cuando se asignaron inicialmente (Misión Agropecuaria, 1990, 118). Pero parece haber ocurrido alguna reconcentración posterior a la asignación original, de modo que la reducción neta del coeficiente de Gini era pequeña, como se indicó en la nota de pie de página anterior.

48. El debilitamiento general del ejecutivo durante la presidencia de Samper dio más injerencia a los jefes regionales poderosos en la selección de proyectos y beneficiarios.

49. La resistencia interna eventualmente fue derrotada con el desmantelamiento de los sindicatos y una reducción de 2.500 a 1.000 empleados. La consecución de préstamos extranjeros fue más difícil de lo que se esperaba, en parte debido a la deficiente historia de desempeño del INAT en los años ochenta con pequeños proyectos de irrigación financiados por el Banco Mundial (Jaramillo, 1998, 96).

50. Esta sección se basa principalmente en Deininger (1999).

51. Binswanger (1987, 1091) alude al “problema fundamental de financiar a las personas pobres”, al hecho de que pedir dinero en préstamo para comprar tierra con todos los mercados perfectos y una tecnología neutral a la escala requiere reducir el consumo por debajo de lo que se podría ganar en el mercado de trabajo. También se pueden endeudar los nuevos agricultores pequeños o estrechar el margen de seguridad de tal modo que un porcentaje sustancial pierda la tierra de nuevo. En otras palabras, para que los pequeños propietarios puedan mantener las tierras que una vez poseyeron se puede requerir un subsidio muy alto y/o un buen sistema de apoyo para que un campesino sin tierra se convierta en propietario; la falla para reconocer este hecho puede llevar a menores tasas de supervivencia de los beneficiarios pequeños de las que esperan los ‘reformadores de mercado’. Tomando en cuenta que las imperfecciones del mercado abaratan el trabajo en las fincas familiares, Carter y Mesbah (1993) encontraron que las unidades muy pequeñas pueden sobrevivir porque la tierra es valiosa para garantizar el empleo en un mercado de trabajo imprevisible y con desempleo, pero por encima del rango de tamaño en donde este efecto es importante, el precio de reserva de la tierra cae drásticamente con el tamaño debido a las restricciones de capital o al uso de tierra adicional.

52. Deininger (1999, 660, 668) informa que el costo administrativo promedio en los cinco municipios piloto ha sido de 1.800 dólares, menos de la tercera parte de los del enfoque anterior, en donde esos costos ascendían a casi la mitad del presupuesto total, l5.000 dólares por beneficiario a comienzos de los años noventa. Si el costo de la tierra se mantuviera en 8.000 dólares, el total sería de 10.000. Esto depende por supuesto de la cantidad de tierra suministrada.

53. Esta fue la experiencia en el noreste del Brasil (Lipton, 1993a).

54. La importancia de impedir la concentración de la tierra es pertinente en primer para lugar los futuros eventos del África subsahariana. Aunque la historia agraria reciente de Colombia guarda menos paralelo con la de África subsahariana que con la de otras regiones de América Latina (por ejemplo, en buena parte de América Central los sistemas de tierras comunales se extinguieron con la intrusión de los españoles), el peligro actual en África subsahariana es que cuando los sistemas comunales den lugar a derechos de propiedad occidentalizados se presente una concentración de tipo latinoamericano, con resultados muy semejantes. Los detalles del proceso de concentración son tenebrosamente similares. Existe un debate legítimo sobre los méritos relativos de la eficacia de los sistemas tradicionales de derechos a la tierra en varias partes del África subsahariana y del grado en que se pueden mantener cuando sea deseable. Pero no puede haber ningún debate sobre la amenaza de concentración de la tierra a través de una combinación de procesos políticos y económicos insalubres. Lo que es bastante claro es la necesidad, también allí, de un sistema de topes a la tierra que suprima la amenaza de esa concentración, dé mayor seguridad a los pequeños propietarios y, no sin razón, enfrente al gobierno con el hecho de que su tarea es la de intervenir y apoyar a los pequeños propietarios. En muchos países esto se hará con dedicación únicamente cuando no haya ninguna alternativa clara.

55. En el contexto de la exitosa reforma agraria de posguerra en Japón, esta era la firme creencia del general MacArthur, basada en el consejo del famoso especialista Wolf Ladejinsky, cuyos escritos se recopilaron en Ladejinsky (1977).


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