ÉTICA E INTERPRETACIÓN ECONÓMICA*


ETHICS AND ECONOMIC INTERPRETATION



Frank H. Knight

* Tomado de The Quarterly Journal of Economics 36, 1922, 454-81. Traducción de Alberto Supelano. Fecha de recepción: 15 de mayo de 2000; fecha de aceptación: 27 de agosto de 2001.



Algunos aspectos de la doctrina de la ‘interpretación económica’ constituyen una vía natural y conveniente para examinar las relaciones entre economía y ética, y dan luz sobre el alcance y el método de ambas ramas del conocimiento. El presente artículo ataca este problema más general y no pretende hacer una contribución a la discusión técnica de la famosa teoría mencionada en el título. Teoría que es útil para ese fin porque suscita la pregunta fundamental acerca de si hay lugar para una ética independiente en el sistema de pensamiento o si la ética debe ser sustituida por una especie economía de orden superior.

La economía y la ética mantienen relaciones estrechas puesto que ambas tratan el problema del valor. Dos aspectos de esas relaciones son de especial interés en conexión con el debatido problema del alcance y el método de la economía. En primer lugar, la separación entre teoría y práctica o entre ciencia y arte plantea dificultades especiales en este campo, por razones cuyo tratamiento nos alejaría del tema central. El resultado desastroso pero conocido de este hecho es que los economistas han dilapidado mucha energía en debatir si la ciencia se debe ocupar de los hechos y las relaciones de causa y efecto o del ‘bienestar’. En otros campos de la ciencia, estas controversias parecerían absurdas.

En la concepción del método de la economía hay otra fuente de confusión, aún más profunda, que también atañe a la relación entre economía y ética y que lleva directamente al problema que se ataca en este artículo. Ésta se refiere a los datos esenciales de la economía, concebida como ciencia pura, dedicada a la búsqueda de la verdad y depurada de todo prejuicio sobre la bondad o la maldad de sus principios y resultados. La economía también ha ido a la zaga de las ciencias naturales en este aspecto. Se ha dado insuficiente atención a la separación entre constantes y variables. El olvido de que las constantes desde un punto de vista pueden ser variables desde otro punto de vista, y en particular que los factores visiblemente constantes durante breves lapsos de tiempo se deben tratar como variables cuando se examinan períodos largos, ha llevado a controversias innecesarias y a dilapidar esfuerzos.

Entre las diversas clases de datos que trata la economía, ninguna es más fundamental o universal e indiscutiblemente aceptada que la de las necesidades humanas. No obstante, uno de los principales propósitos del presente análisis es el de objetar seriamente que esas necesidades se pueden tratar como datos e incluso que son datos científicos. Intentaremos demostrar que estas necesidades, el punto de partida usual del razonamiento económico, son –desde un punto de vista más crítico– la incógnita más obstinadamente desconocida de todas las incógnitas del sistema de variables del que se ocupa la ciencia económica. Veremos que la respuesta a la pregunta de si las necesidades son datos, y en qué sentido, permite aclarar el carácter de la economía como ciencia, el carácter de la ética y el de las relaciones entre ambas. Si las necesidades humanas son datos, en el sentido último de los fines científicos, no parece haber lugar para la teoría ética tal como la conciben los estudiosos de este tema sino que su lugar debe ser ocupado por la economía. Será interesante observar que si se hace una distinción lógicamente correcta entre ética y economía, no sólo la gran mayoría de los economistas sino una proporción nada desdeñable de los pensadores que se proclaman éticos no han pensado en ella en un sentido distinto que en el de una ‘economía’ divinizada.

Para enunciar brevemente el problema fundamental desde el comienzo cabe preguntar si las motivaciones de que se ocupa la economía –es decir, las motivaciones humanas en general– son ‘necesidades’, ‘deseos’, cuyo carácter permite tratarlos adecuadamente como datos en el sentido científico, o son ‘valores’, ‘deber ser’, de un carácter esencialmente diferente, no susceptibles de descripción científica o de manipulación lógica. Puesto que si su carácter intrínseco es el de algo que crece y cambia, no pueden servir como dato científico. Una ciencia debe tener un objeto de estudio ‘estático’, debe hablar de hechos ‘permanentes’; de otro modo, sus proposiciones dejarían de ser válidas después de enunciarlas y no habrá fundamento para formularlas. La economía siempre ha tratado los deseos o motivaciones como datos cuyo carácter es susceptible de ser expresado en proposiciones, y suficientemente estables durante el período de actividad a que dan lugar como para concebirlos como causas de esa actividad en el sentido científico. Así, ha entendido la vida como un proceso de satisfacción de necesidades. Si esto es cierto, la vida es un tema de estudio de la economía; sólo si es falso o si no refleja adecuadamente la verdad, sólo si la ‘creación de valor’ es más que la satisfacción del deseo, hay lugar para la ética en un sentido lógicamente disociable de la economía.

El tratamiento de las necesidades como datos a partir de los cuales y con los cuales se razona ha sido criticado más de una vez en forma más o menos oscura e indirecta. En las protestas de los economistas de inclinación histórica contra la economía clásica deductiva se manifiestan dudas más o menos conscientes sobre este punto; y, en una forma aún más consciente, en las críticas del ‘historicismo’ moderno, la economía institucional de Veblen, Hamilton y J. M. Clark. Clark1, cuya posición es la más parecida a la que aquí se adopta, observa que las necesidades que impulsan la actividad económica y que ésta busca satisfacer son un resultado del mismo proceso económico: “En una empresa, una de sus divisiones define las necesidades que las demás han de satisfacer”. Hasta ahora se ha dado el mayor énfasis a la inestabilidad factual de las necesidades y a la posibilidad de que se modifiquen a medida que son satisfechas por la actividad comercial. Este énfasis suele ir acompañado de una actitud de desaprobación, de una tendencia a considerar que el aumento de las necesidades es deplorable y que la creación de nuevas necesidades es perjudicial; ¡de cuántos males no son responsables la publicidad y el arte de las ventas!, en opinión de Veblen, por ejemplo. Esta conclusión es sin duda correcta desde el punto de vista del hedonismo, es decir, de la filosofía económica de la vida. Si la Satisfacción es el Bien, no hay diferencias cualitativas, no hay necesidades ‘superiores’ y necesidades ‘inferiores’, y la mejor es la más pequeña y más fácil de aplacar.

Argumentaremos contra esta visión del problema, no a partir de fundamentos sentimentales ni idealistas sino a partir de los hechos escuetos referentes a la manera como el hombre común concibe sus necesidades y las interpreta en su comportamiento. Sostendremos que las necesidades no sólo son inestables, que cambian en respuesta a todo tipo de influencias, sino que su carácter esencial es el cambio y la expansión, carácter que les es intrínsecamente necesario. Lo que realmente desea el individuo con sentido común no es satisfacer las necesidades que tiene sino más y mejores necesidades. Las cosas que se esfuerza en conseguir en el sentido más inmediato se acercan más a las que piensa que debe desear que a las que lo impulsan sus preferencias no cultivadas. Esta pasión por lo que se debe desear, en contraste con el deseo existente, es más fuerte en el individuo irreflexivo que en aquel que se ha cultivado a través de la educación. Este último adopta la actitud ‘tolerante’ (económica) de gustibus non disputandum (entre gustos no hay disgustos); la persona común es más propensa a pensar que un individuo cuyos gustos son ‘erróneos’ es un ser ruin digno de desprecio cuando no de una paliza o un balazo.

Una cultura más amplia lleva a superar esta visión, pero conduce a una forma de tolerancia muy diferente de la noción de que el gusto o el juicio personal es tan bueno como cualquier otro, de que las preferencias son la solución última al problema de las necesidades. La consideración de las necesidades por la persona que las compara para guiar su conducta y, por tanto, por el estudioso de la ciencia lleva entonces, inevitablemente, a la crítica de las normas, que es algo muy diferente de la comparación entre magnitudes dadas. El individuo que actúa en forma deliberada no sólo intenta, y quizá tampoco principalmente, satisfacer necesidades dadas; en el trasfondo de su conciencia siempre están presentes y activos la idea y el deseo de una nueva necesidad que satisfacer cuando haya logrado su objetivo actual.

Las necesidades y la actividad que motivan continuamente se encaminan a nuevas y ‘superiores’ necesidades, a necesidades más desarrolladas y refinadas, y estas actúan como fines y motivaciones de la acción que trascienden el objetivo hacia el que se dirige momentáneamente el deseo. El ‘objeto’, en el sentido estrecho de necesidad existente, es provisional; es a la vez un medio para una nueva necesidad y un fin para la anterior, y toda actividad inteligente y consciente se dirige indefinidamente hacia adelante, hacia arriba, más allá. La vida no es en esencia un esfuerzo para alcanzar fines, satisfacciones, sino la base para esfuerzos ulteriores; para el comportamiento, el deseo es más fundamental que su realización o, mejor aún, la verdadera realización es el refinamiento y la elevación del plano del deseo, el cultivo del gusto. Y reiteremos que esto es válido para la persona que actúa y no sólo para el observador que filosofa después del acontecimiento.


* * *


Para fundamentar y respaldar la doctrina que hemos esbozado debemos considerar brevemente la visión contraria, es decir, la de la ‘interpretación económica’. Históricamente, esta doctrina está asociada al denominado socialismo ‘científico’2, pero aquí no nos interesa en su relación con la propaganda o la política sino como teoría del comportamiento, como respuesta al problema de la relación entre economía y ética. Nuestra primera tarea es averiguar cuál es el significado real de esta doctrina.

Las diversas versiones de la teoría se reducen en general a la proposición de que el curso de la historia está ‘determinado’ por razones ‘económicas’ o ‘materialistas’. Todos esos términos plantean problemas de interpretación, pero la idea fundamental se puede enunciar brevemente. En primer lugar, el curso de la historia depende del comportamiento humano y, como ya señalamos, examinaremos el problema en su aspecto más amplio, como teoría general de la motivación. En cuanto a la palabra ‘determinado’, se da por sentado que el comportamiento está determinado por motivaciones y el enunciado es una perogrullada. El problema se refiere entonces al carácter básico de las motivaciones, ¿es adecuado describirlas como económicas o materiales? Entre estas dos acepciones, es mejor usar el término ‘económicas’, pues una motivación materialista es una contradicción en los términos; una ‘motivación’ carece de sentido a menos que se la conciba como un fenómeno de la conciencia. La visión contraria llevaría simplemente a negar que el comportamiento está determinado por motivaciones. Adoptaremos la posición de sentido común sin entrar en un examen filosófico de este problema3.

¿Las motivaciones humanas son entonces en última instancia, predominantemente económicas? Para que la expresión ‘motivación económica’ tenga un significado definido e inteligible, debe ser posible diferenciar las motivaciones económicas de otras motivaciones. Por supuesto, esta expresión se utiliza ampliamente en la enseñanza y en las discusiones científicas, así como en el lenguaje cotidiano, con la convicción de que existe esa diferencia; pero cuando se somete a examen no se puede señalar un principio definido para hacerla ni encontrar la posibilidad de una delimitación que no sea arbitraria y acientífica. De manera aproximada, la diferencia entre necesidades económicas y otras necesidades corresponde a la diferencia entre necesidades superiores e inferiores o esenciales y superfluas. Se supone que los motivaciones económicas son más ‘fundamentales’; que surgen de las exigencias vitales, de las necesidades o de los deseos más universales, estables y materialmente enraizados de la humanidad. Los socialistas que divulgan la teoría que comentamos se inclinan por la concepción más estrecha, definida y lógica de necesidades absolutas4.

La visión de la persona común, como la exponen los estudiantes que empiezan a cursar economía y se refleja en las definiciones de manual de esta ciencia, es que el aspecto económico de la vida se resume en ‘ganarse la vida’. Pero, ¿qué es la vida? Si significa la vida tal como realmente se vive, incluye todo, recreación, cultura y aun religión; no hay ningún fundamento para diferenciar lo económico de lo demás, y entonces no tiene ningún significado. En el otro extremo estaría la idea de lo que es realmente necesario, los requisitos fisiológicos para mantener la vida. Pero cuando esta idea se somete a examen es irremediablemente ambigua. ¿El término ‘vida’ denota únicamente la vida del individuo, o la del grupo o la especie? Si denota esta última, ¿incluye su incremento numérico o sólo su mantenimiento al nivel existente o a otro nivel? ¿El término ‘necesario’ se refiere a las condiciones en que se preserva la vida o se mantiene o incrementa numéricamente, o sólo a las condiciones en que esto sería posible?, ¿y bajo qué supuestos acerca de los gustos y las normas, y del acervo científico y tecnológico de la población? Aun si pensamos en una población cuya función reproductiva está estrictamente controlada (lo que es poco concebible), la tasa de natalidad necesaria para mantenerla en un nivel numérico constante dependería de la tasa de mortalidad y, por tanto, variaría ampliamente con la escala del nivel de vida. Dudamos de que el concepto de necesidad se pueda definir, aun teóricamente, en términos suficientemente objetivos para que se pueda utilizar con fines científicos.

Entre estos dos extremos de lo que las personas realmente obtienen y de lo que requieren estrictamente para vivir, la única alternativa es una noción convencional acerca de lo que es ‘socialmente necesario’ o un ‘mínimo decente’. Es obvio que esta concepción de la ‘vida’ es aún más indefinida que las otras, lo que parece cerrar el camino para una diferenciación fundamentada objetivamente entre ganarse la vida y cualquier otra clase o segmento de la actividad humana5.

Otra noción de sentido común acerca del significado de la actividad económica incluye todo lo que implica la consecución y el gasto de dinero o la creación y el uso de cosas que tienen valor monetario. Aquí se argumenta que esta noción es en esencia correcta para fines prácticos, aunque abarca, en forma directa o indirecta, prácticamente toda la actividad vital del hombre moderno y que se debe limitar a ciertos aspectos de esa actividad. Es interesante preguntar qué parte de nuestra actividad económica corriente (económica en el sentido indicado) se ocupa de cosas que podemos considerar razonablemente ‘útiles’ para no decir necesarias, si por útiles entendemos que contribuyen a la salud y a la eficiencia, o incluso a la felicidad. Si empezamos por los alimentos, el más material y necesario de nuestros requerimientos, es obvio que en esta categoría sólo cabe una pequeña proporción del gasto en alimentación en una ciudad norteamericana6. Y si revisamos en orden nuestras demás necesidades ‘materiales’, vestuario, vivienda, mobiliario, es claro que cuanto más avancemos tanto menor es esa proporción. Y si se excluyen los aspectos puramente ornamentales, recreativos y sociales, la suma que se gasta en todos estos artículos no es una proporción elevada del ingreso de una persona acomodada.

Además, cuando escudriñamos las motivaciones reales de la conducta efectiva es claro que las necesidades conscientemente sentidas de los hombres no se orientan a la nutrición, la protección contra la intemperie, etc., el significado fisiológico de las cosas en que gastan el dinero. Desean alimentos, vestuario, vivienda, de la clase y en la cantidad que establece la costumbre. Es un lugar común de la etnología que los miembros de un grupo social prefieren morir de hambre y de frío antes que adoptar la dieta y el vestuario comunes en otros grupos. Sólo en la penuria más extrema pensamos en las necesidades físicas como fines últimos; la compulsión para afrontar la vida en este nivel equivale a la miseria abyecta. Parte de la humanidad civilizada se suicidaría antes de aceptar ese tipo de vida, sin perspectivas de mejorarla. Esta interpretación de las motivaciones, la que está más cerca de dar un significado definido a la interpretación económica, es casi del todo falsa. Es contrario a los hechos que los hombres actúen para vivir. Lo contrario está mucho más cerca de la verdad: viven para actuar; buscan preservar su vida en el sentido biológico para lograr el tipo de vida que juzgan valioso. Un escritor (¡ni economista ni sicólogo!) observó que el amor a la vida, lejos de ser la más poderosa de las motivaciones humanas, es quizás la más débil; sea como sea, es difícil encontrar otra motivación o sentimiento por el que los hombres estén habituados a arriesgar su vida7.

Cuando pasamos de la preservación de vida individual a la de la especie como motivación encontramos una situación similar. Los hombres darán la vida por el grupo, pero no por su propia vida; hacen ese sacrificio por una vida mejor o al menos por una vida digna. La vida del individuo es lógicamente anterior a la del grupo, así como nuestras necesidades fisiológicas son lógicamente anteriores a las superiores; pero de nuevo, éste no es el orden real de las preferencias. Es probable que pocos hombres civilizados se nieguen a morir por sus compañeros cuando es claro que el sacrificio es necesario y eficaz.

Pero cuando los intérpretes materialistas hablan de la perpetuidad del grupo como motivación es probable que piensen no en este resultado en abstracto sino en la atracción sexual, en el medio que asegura la continuidad y el incremento en el mundo animal. También aquí se equivocan totalmente, pues la existencia social y el bienestar en abstracto son más potentes que la atracción sexual en cualquier interpretación burda. En la experiencia sexual igual que en la alimentación, lo que domina al individuo civilizado no es la cosa en sí. Su necesidad sexual es tan diferente de la de los animales como un banquete con todos los aditamentos de la elegancia lo es del cadáver que devora una fiera hambrienta que ha matado a su presa o la de un buitre atraído a un trozo de carroña por su sentido del olfato. Se trata, de nuevo, de una cuestión de hecho, y el hecho patente es que cuando el aspecto biológico de la motivación choca con su aspecto cultural, estético o moral –como casi siempre sucede–, el primero es el que cede. El libertinaje sexual es pos supuesto muy común, pero también es obvio que éste entraña tanto refinamiento cultural como el amor romántico o el conyugal, aunque de un tipo diferente8.

Esta interpretación biológica de la conducta humana se derrumba en todo respecto; ninguna teoría de las motivaciones humanas basada en el hambre y el sexo resiste el análisis. Es innegable que los intereses humanos se han desarrollado a partir de los apetitos animales, que en últimas guardan continuidad con ellos, y que la comprensión del comportamiento animal puede arrojar luz sobre los problemas humanos, pero sólo cuando se interpreta con sumo cuidado. El hombre se ha remontado por encima de ellos o, si esto suscita problemas filosóficos, al menos se ha distanciando del nivel en que la vida es el fin de la actividad; en realidad ha invertido esta relación. Lo que lo impulsa no es la vida sino la buena vida o, cuando menos, un mínimo de vida decente, el cual es un concepto convencional, cultural, por el que puede dar la vida; quiere esto o nada. Sus necesidades físicas son similares a los de los animales, pero su manera de satisfacerlas se ha vuelto tan ‘particular’, que la forma domina al contenido. Para él es intolerable una vida en que la finalidad sea la simple existencia. Cuando sus valores culturales, artificiales, entran en conflicto con sus necesidades físicas, suele optar por aquellos, sacrificando la cantidad de vida a la calidad, y es difícil impedírselo. Apenas podemos imaginar una sociedad esclavista sometida a una coacción física tan eficaz, que los hombres vivan permanentemente sujetos a ella. Si tuviesen el mínimo atisbo o conocimiento de sus amos y de su estilo de vida, ninguna disposición, por generosa que fuese, a satisfacer todas sus necesidades físicas impediría que un individuo irracional levantara la consigna de ‘libertad o muerte’ e indujera a sus compañeros a luchar para lograr una o la otra. Es un hecho histórico muy conocido que los pueblos que se rebelan no son los que están violentamente oprimidos sino aquellos cuya servidumbre es más llevadera y les permite prosperar9. La interpretación materialista, económica o biológica de la conducta supone que cuando los hombres deben elegir entre una ‘necesidad real’ y una consideración sentimental eligen la primera. La verdad es que cuando se les presenta ese dilema suelen hacer lo contrario. Para todo fin social práctico, la belleza, el juego, los convencionalismos y la satisfacción de todo tipo de ‘vanidades’ son más ‘necesarios’ que el alimento y la protección contra la intemperie10.

Ahora debemos prestar atención a otro método de interpretación de la conducta, íntimamente relacionado con el biológico e igual que éste orientado a ofrecer una medida objetiva del bienestar. Se trata de la teoría de que el hombre ha heredado ciertos instintos que deben lograr un alto grado de expresión en la acción o el individuo sufrirá desequilibrios, frustraciones e infelicidad. No podemos tratar en extenso las fallas de esta teoría para explicar el comportamiento real ni para responder a exigencias ideales, y por fortuna no es necesario hacerlo porque esta doctrina está perdiendo acogida11. El significado de esta teoría es el de complementar la interpretación biológica. Se supone que ciertas acciones que hoy no son útiles en el sentido biológico lo fueron en el pasado en condiciones diferentes, y que el organismo se ha adaptado tanto a ellas que su funcionamiento normal depende de que sigan realizándose.

Para que los instintos sean científicamente útiles, debe ser posible tener una idea de su número e identidad. Pero siempre ha habido un desacuerdo unánime a este respecto. Lógicamente, la opción es entre un instinto único, carente de sentido, para hacer cosas en general y la hipótesis, igualmente sin sentido, de un instinto específico para cada acción posible. Entre estas dos opciones hay un espacio libre para la clasificación arbitraria. Las listas concretas que se han presentado consisten ante todo en enumeraciones de las posibles alternativas de acción en los posibles tipos de situaciones de la conducta, y se reducen a pares de contrarios. Por ejemplo, un animal en peligro puede luchar o escapar. De aquí que nuestros teóricos enuncien un ‘instinto’ para cada uno de estos tipos de reacción. Es evidente que esto no nos dice nada acerca de lo que queremos saber, es decir, cuál de las posibles reacciones tendrá lugar. Esto no se aclara diciendo que la conducta consiste en elegir entre alternativas posibles.

La mera clasificación de las inclinaciones o apetencias tiene algún interés, por desprovista de utilidad científica que sea, pero el sicólogo difícilmente puede pretender que ha ‘descubierto’ las emociones. A este respecto es interesante examinar hasta qué punto las motivaciones se pueden clasificar en pares de contrarios. Existen numerosas parejas o polarizaciones que penetran más profundamente en la naturaleza humana que los instintos propuestos. Nuestras razones para desear cosas se reducen en gran medida al deseo de ser como otras personas y al deseo de ser diferentes; deseamos hacer cosas porque podemos o porque no podemos; buscamos compañía, del tipo adecuado, pero la necesidad de privacidad, y aun de soledad, es igualmente imperiosa; nos gusta lo conocido, también lo novedoso, la seguridad y también la aventura, y así sucesivamente. El afán de adquirir –el instinto que debería ser más vendible al economista– es quizás el opuesto a nuestro supuesto gregarismo; aquel es en esencia el deseo de excluir a otros de ciertos intereses y el otro es el deseo de compartirlos. Todos ellos, igual que el egoísmo y el desinterés, tienen sentido, pero no son un fundamento adecuado para una clasificación científica. Es significativo que McDougall, el padre de la moderna teoría de los instintos, considerara el elemento afectivo como la única parte estable del instinto, por cuanto el estímulo y la reacción están sujetos a variaciones y cambio indefinidos. La inconveniencia de esta visión como fundamento de la superestructura construida a manera de leyes científicas del comportamiento no merece ningún comentario12.

De la teoría del instinto pasamos naturalmente a la antigua doctrina de la sicología, y a la ética a la que sirve, para la que el fin de la actividad es la ‘adaptación armoniosa del organismo’, el funcionamiento fluido y sin obstáculos de los sistemas digestivo, neuromuscular y glandular (y quizá del sistema reproductivo y de las estructuras asociadas al cuidado de los hijos y otras actividades sociales) y, en relación con la conciencia, la sensación de satisfacción o bienestar asociada a esta condición13. La sicología de Freud y del comportamiento anormal parecen confirmar esa opinión; Thorndyke14 también habla, aunque con reservas, de un comportamiento controlado por elementos que ‘satisfacen’ e ‘incomodan’. Un comentario suficiente a la teoría hedonista sería revisar las principales categorías de necesidades económicas: alimentos, vestuario, protección, diversión, y preguntar qué fracción de lo que el hombre común gasta en cada una lo hace ‘sentir mejor’ o se espera que lo haga. Cuanto más alto está en la escala económica, cuanto más éxito tiene en hacer lo que todos tratan de hacer, mayor es la proporción del consumo que tiende darle menos y no más ‘comodidad’.

Los grandes literatos –siempre mejores sicólogos que los que así se denominan– nunca han caído en un error tan palpable como el de creer que los hombres se esfuerzan por la felicidad o esperan ser felices por ese esfuerzo. Eso también es válido para los filósofos y pensadores religiosos de todas las épocas; y algunos economistas han reconocido la futilidad de tratar de satisfacer las necesidades. Es obvio que éstas se multiplican en una proporción tan grande como las cabezas de la famosa hidra. Los griegos y los hindúes, los epicúreos, los estoicos y los cínicos entendieron, en el amanecer de la cultura moderna, que es infinitamente más ‘satisfactorio’ y ‘económico’ reprimir el deseo que intentar satisfacerlo. Los hombres que saben lo que quieren –y que no han arruinado su vitalidad con una vida antinatural o con demasiadas cavilaciones– tampoco quieren que sus necesidades sean satisfechas. El argumento de los economistas y de otros pragmáticos de que los hombres trabajan y piensan para librarse de los problemas es, al menos en parte, una inversión de los hechos. Las cosas por las que trabajamos son a menudo tan ‘molestas’ como ‘satisfactorias’. Dedicamos tanto ingenio a buscar problemas como a librarnos de ellos, y en todo caso suficiente para seguir adelante. Por nuestra propia naturaleza, ‘viajamos grandes distancias en busca de inquietudes’ y ‘la distancia da encanto al paisaje’. No se puede afirmar que la civilización haga a los hombres ‘más felices’ que el salvajismo. La finalidad de la educación no es hacer feliz a todo el mundo, es plantear problemas más que resolverlos. La conjunción de la tristeza y la sabiduría es proverbial, y el más famoso de los sabios observó que “quien mucho sabe mucho pena, y quien aumenta el conocimiento aumenta la congoja”. La búsqueda de las ‘cosas superiores’ y la de las peores complacencias lleva al fracaso cuando la prueba es la felicidad.

Pero la felicidad no es la prueba. Y esto no significa que no deba serlo sino que no es lo que los hombres desean. Una objeción clara y contundente contra las utopías es que los hombres no vivirían en un mundo en el que todo funcionara suavemente y la vida estuviera libre de preocupaciones. Recordemos el alivio de William James cuando escapó de Chatauqua. El hombre que no tiene nada de qué preocuparse rápidamente se dedica a crear algo, se entrega a un juego apasionante, se enamora, se dispone a conquistar un enemigo, caza leones, va al Polo Norte o lo que sea. Recordemos también el ejemplo de Fausto, para quien ni el mismo Demonio pudo inventar travesuras y aventuras con la celeridad suficiente para dar a su alma un momento de reposo. De modo que murió, sin dejar de buscar y esforzarse, y el Ángel proclamó que se había ‘salvado’: “A quien se esfuerza con denuedo lo podemos redimir”15. La filosofía del placer es una falsa teoría de la vida; allí moran el dolor, la aflicción y el aburrimiento, y de estos lo peor es el aburrimiento. Hace mucho tiempo, los hindúes reflexionaron sobre el problema de la felicidad hasta sus últimas consecuencias y llegaron a la conclusión inevitable –el Nirvana– de una vida suficiente para disfrutar de la muerte16.

Debemos renunciar a la idea de distinguir entre necesidades económicas y otras necesidades. No hay un objetivo definible, bien sea la subsistencia, la satisfacción de los impulsos fundamentales o el placer, que permita disociar algunas de nuestras actividades del conjunto de la conducta. Y queremos subrayarlo de manera especial, tampoco existe un objetivo definible que caracterice adecuadamente a cualquiera de ellas. Simplemente no están dirigidas a satisfacer ningún deseo ni a lograr ningún fin externo o interno17, que se pueda formular en proposiciones y convertir en materia de discurso lógico. Todos los fines y motivaciones son económicos por cuanto requieren el uso de recursos objetivos para su realización; todos son ideales, convencionales o sentimentales porque el intento de definir fines objetivos está condenado al fracaso. Detrás de todos ellos se encuentra ‘el inquieto espíritu del hombre’, un ser de aspiraciones más que de deseos; y esta caracterización, poco descriptiva y satisfactoria desde el punto de vista científico, es la mejor que podemos ofrecer18.

El procedimiento correcto para definir la economía es empezar por el significado común del verbo economizar, es decir, el uso prudente de los recursos para lograr unos fines dados. Si se considera que los fines están dados, que son datos, toda actividad es económica. La única pregunta acerca de la conducta es la adecuación de los medios a los fines y la economía es entonces la única ciencia general de la conducta19. Desde este punto de vista, el problema de la vida se convierte en un simple problema económico: cómo emplear la oferta disponible de todo tipo de recursos, humanos y materiales, naturales y artificiales, para producir la máxima cantidad de satisfacción de necesidades, incluido el suministro de nuevos recursos para aumentar el valor de la producción hasta el punto en que la población actual desee el progreso futuro. El supuesto de que las necesidades y los fines son datos reduce la vida a la economía20, y plantea de nuevo la pregunta con la que empezamos, ¿la vida es tan sólo economía o esta visión se debe complementar con una concepción ética del valor?

La concepción de la economía que hemos bosquejado armoniza con las tradiciones de la literatura económica. El ‘hombre económico’, sujeto usual del análisis teórico, ha sido muy maltratado por amigos y enemigos, pero es un concepto fundamental, explícito o implícito, en toda especulación económica. El hombre económico es el individuo que obedece las leyes económicas; lo que significa simplemente que obedece a algunas leyes del comportamiento, cuyo descubrimiento es tarea de la ciencia. Se trata del hombre racional, que sabe lo que quiere y ordena su conducta en forma inteligente para conseguirlo. No puede haber leyes de la conducta o una en ningún otro sentido; la única ‘ciencia’ posible del comportamiento es la que trata de la conducta del hombre económico, es decir, la economía en el sentido muy amplio en el que usamos aquí el término. Todo principio científico adopta necesariamente la forma de que en unas condiciones dadas puede confiarse en que sucedan ciertas cosas; en el campo de la conducta, las condiciones dadas son los deseos o fines y la manera racional o técnica para alcanzarlos.

Sin embargo, las objeciones a la noción de hombre económico son válidas en sí mismas. Se limitan a afirmar que ese hombre no existe, lo que es literalmente cierto. En su comportamiento consciente, los humanos no actúan conforme a leyes, y en este sentido concreto es imposible una ciencia de la conducta. No saben lo que quieren –para no hablar de lo que es ‘bueno’ para ellos– ni actúan en forma inteligente para obtener las cosas que han decidido conseguir21. La limitación en cuanto a inteligencia –el conocimiento de la técnica– no es un obstáculo insuperable para un tratamiento científico del comportamiento, pues las personas son ‘más o menos’ inteligentes y ‘tienden’ a actuar con inteligencia, y toda ciencia implica un alto grado de abstracción. Mucho más esencial es la limitación debida a que las ‘condiciones dadas’, las causas de la acción, no son realmente dadas, de que las necesidades no son, en últimas, datos, y de que el individuo advierte más o menos plenamente que no lo son.

Por tanto, se debe revisar la definición de la economía para declarar que trata de la conducta en cuanto es susceptible de tratamiento científico, en cuanto es controlada por condiciones definibles y se puede reducir a leyes. Pero, medido por las normas de la ciencia natural, esto no es muy satisfactorio. No hay datos para una ciencia de la conducta en un sentido análogo al de las ciencias naturales. Los datos de la conducta son provisionales, cambiantes y propios de cada individuo; las situaciones son únicas en tan alto grado que la generalización es relativamente infructuosa. Por ahora, el individuo actúa (más o menos) como si su conducta se dirigiera a realizar algún fin más o menos discernible, pero a lo sumo provisional y vago. La misma persona suele advertir que este no es realmente el final, que no es realmente un ‘fin’, que sólo es el fin de ese acto específico y no su fin último. Quien juega una partida de ajedrez actúa como si el valor supremo de la vida fuera capturar las piezas de su adversario; pero es obvio que este no es un fin verdadero o final. Las circunstancias que lo llevan a aceptarlo como un fin del momento corresponden a la categoría de lo accidental y no se pueden reducir a leyes; y la situación típica de la conducta en la vida civilizada es análoga al juego en todos sus aspectos esenciales.

Por consiguiente, una ciencia de la conducta sólo es posible cuando el tema de estudio se hace tan abstracto hasta el punto que poco o nada nos dice acerca del comportamiento real. La economía se ocupa de la forma de la conducta y no de su sustancia o contenido. Podemos decir que un hombre prefiere en general una cantidad de riqueza mayor que una menor (la principal característica del hombre económico) porque en este enunciado el término ‘riqueza’ no tiene ningún significado concreto definido; es un mero término abstracto que abarca todo lo que los hombres desean (provisionalmente). La otra ley económica importante de la conducta, la de la utilidad decreciente, es casi tan abstracta; su contenido objetivo se expresa en la afirmación de que la persona busca distribuir su ingreso de la manera más satisfactoria para ella, en ese momento, entre un número indefinido de necesidades y medios de satisfacción en vez de concentrarse en uno o unos pocos. Estas leyes carecen de importancia porque sólo se refieren a la forma y no dicen prácticamente nada del contenido; pero es necesario entender lo que pueden decir y lo que no pueden decir.

Si queremos estudiar el contenido concreto de las motivaciones y la conducta, debemos pasar de la teoría económica a la biología, la sicología social y, sobre todo, a la historia de la cultura. Esta última no es, por tanto, un método de la economía, como llevan a pensar las querellas históricas, sino un campo de investigación diferente, pues ofrece una explicación genética y no científica del tema. Por cierto, la historia ha tratado de convertirse en una ciencia y este esfuerzo ha dado lugar a numerosas ‘filosofías de la historia’; pero es muy dudoso que existan ‘leyes’ de la historia y que todo el proyecto no se base en una falsa concepción22.

Si la ciencia económica está limitada a la forma abstracta de la conducta y el tratamiento de la conducta en concreto adopta la forma de historia y no de ciencia, ¿qué podemos decir de la ética? Además de la explicación de la conducta a partir de motivaciones y de la explicación de estas motivaciones, el sentido común plantea otro tipo de interrogante, el de la valoración de las motivaciones. Pero desde el comienzo enfrentamos la dificultad lógicamente insuperable de que la crítica de un fin implica una norma que sólo puede ser otro fin, que sólo puede entrar en el discurso lógico si se considera como un dato, igual que el primer fin. Por tanto, desde el punto de vista científico nunca podemos ir más allá de la pregunta de si un fin entra en conflicto con otro, y de ser así, cuál se debe sacrificar. Pero esta mera comparación de fines como magnitudes dadas pertenece al cálculo económico relacionado con la creación de la máxima cantidad de valor o de satisfacción de necesidades con un fondo de recursos dado; de aquí la apariencia de que en el campo del valor no hay lugar para nada distinto de la economía, y científicamente no hay ninguno. Para que haya lugar a una ética realmente distinta de la economía e independiente de ella, se deben encontrar fines o normas que sean algo más que datos científicos23.

Para quienes la ética no es más que una economía más o menos ‘divinizada’, la virtud se reduce a una extensión de la prudencia. Pero el elemento esencial del sentido común moral de la humanidad es la convicción de que hay una diferencia entre virtud y prudencia, entre lo que se ‘quiere realmente’ hacer y lo que se ‘debe’ hacer; aunque una ‘sanción’ religiosa o de otro orden dictamine que es prudente obrar con rectitud, sigue siendo cierto que se es prudente porque se es recto y no se es recto porque se es prudente, o porque no hay ninguna diferencia entre ambas. Parte de la literatura sobre la ética se refiere a los debates sobre la validez de esta distinción y del sentido común moral, es decir, acerca de si la ética existe o no, y es posible que esta pregunta dé lugar a la división más fundamental entre escuelas de pensamiento. Los griegos no tuvieron esta dificultad; en su lenguaje no había ninguna palabra para designar el deber o la conciencia, y tampoco para el término moderno ‘pagano’ que considera dichas cosas como supersticiones puritanas obsoletas. Puede parecer dogmático que se tome partido en esta cuestión sin construir todo un sistema filosófico que justifique nuestro punto de vista, pero queremos señalar que si existe una ética verdadera no puede ser una ciencia y mencionar algunas razones para creer en la posibilidad de esa ética verdadera.

La primera es el argumento, que hemos desarrollado en este artículo, de que la concepción de los fines como datos científicos no resiste el análisis. La segunda es que la crítica racional, económica, de los valores produce resultados que repugnan al sentido común. Desde esa perspectiva, el hombre ideal sería el hombre económico, el individuo que sabe lo que quiere y lo ‘persigue’ con obstinación. En la realidad es lo contrario. El hombre económico es el individuo egoísta y despiadado objeto de condena moral. Además, no dispensamos elogios ni afectos única o principalmente a partir de la conducta sino de manera irracional, de acuerdo con las motivaciones, con los sentimientos a los que imputamos esa conducta.

No podemos profundizar en el tema de la adecuación moral del mundo bajo diferentes hipótesis ni discutir el problema de si tales implicaciones constituyen una ‘evidencia’ en favor de la hipótesis en cuestión. El desilusionado defensor de la reflexión clara y cerebral admitiría que la ‘ilusión moral’ ha resistido la prueba pragmática y aceptaría su utilidad, aunque sostendría que es un infundio científico. Pero es necesario señalar que el pensamiento no puede construir el mundo de mortero y ladrillo a partir de datos puramente objetivos. En toda creencia siempre existe un elemento emocional. La fuerza y la energía son emociones nuestras que atribuimos a las cosas y, sin embargo, no podemos pensar en nada real sin concebir que la fuerza es real. Es claro que no podemos describir algo existente sin atribuirle un destello de nuestra propia conciencia. Detrás de todo hecho hay una teoría y detrás de ella, un interés. No hay ninguna razón estrictamente objetiva para creer que hay algo más que lo que nos lleva a hacer algo, y si nuestros sentimientos no nos dicen nada sobre la realidad, nada sabemos ni podemos saber acerca de ella. A partir de este hecho, es fácil entender que la intolerable repugnancia que nos causa la idea de que no sólo el deber y la rectitud, sino todo esfuerzo, aspiración y sacrificio son ilusiones es, después de todo, una razón tan buena para creer que no lo son como la que nos lleva a creer que la tierra existe en cualquier otro sentido del que así nos lo parece.

Pero el principal argumento en favor de la validez y la necesidad de una ética verdadera, trascendental y no científica proviene de las limitaciones de la explicación científica. Ya vimos que el tratamiento ‘científico’ de la conducta se limita a su forma abstracta, que su contenido concreto sólo se puede explicar de manera ‘histórica’. Pero, cuando tratamos problemas humanos, tenemos que recurrir continuamente a categorías aún más alejadas de lo científico, a relaciones que no se pueden formular con proposiciones lógicas, y debemos admitir que gran parte de nuestro ‘conocimiento’ tiene este carácter. No obstante, es indiscutible que el lenguaje figurado tiene sentido, por lo general un sentido que no se puede expresar en forma literal. Cuando Burns dice que su amor es “como una roja, roja rosa”, cuando Kipling dice que Fuzzy-Wuzzy “es una margarita, un patito, un cordero”, sus palabras significan algo, ¡aunque no es lo que dicen! William James explicó la eficacia de estas comparaciones, cuyo fundamento físico no podemos descubrir, y comentó que el estilo de un autor es como el ambiente de una habitación en la que se quema incienso. Si alguien toma un manual de ciencia e intenta traducir todas las expresiones figuradas en forma literal, estrictamente lógica, comprobará que es imposible describir el mundo en términos que signifiquen unívocamente lo que dicen.

La crítica de los valores debe tener este carácter general, así como la crítica estética y literaria. Cuando los sometemos a examen, encontramos que nuestros valores, nuestras normas, tienen el mismo carácter que nuestros deseos: no los podemos describir porque no son estables, porque aumentan y cambian por su carácter intrínseco. Esto es, por supuesto, intelectualmente insatisfactorio. La mente científica sólo se puede apoyar en una de dos posiciones extremas: que existen valores absolutos o que todo deseo individual es absoluto y tan ‘bueno’ como cualquier otro. Pero ninguna de ellas es verdadera; debemos aprender a pensar en términos de ‘normas de valor’, cuya validez es de una especie más sutil. La meta suprema de la conducta es poner a prueba esos valores, definirlos y perfeccionarlos, en vez de aceptarlos y ‘satisfacerlos’. No hay reglas para juzgar los valores y el peor de los errores es el de intentar establecer reglas, más allá de la ‘usar el buen juicio’; pero también es una gran falsedad afirmar que una opinión es tan buena como otra, que sobre gustos no hay disgustos. E1 profesor Tufts ha expuesto el problema en forma de un epigrama que subraya su insatisfacción desde un punto de vista racional y científico: “La única prueba de la bondad es que las personas buenas, después de una reflexión, la aprueben y la elijan, así como la prueba de la bondad de las personas es que elijan y hagan lo que es bueno”24.

Si nuestras sugerencias anteriores son acertadas, en el campo de la conducta hay lugar para tres tipos de tratamiento: primero, la visión científica o economía y tecnología; segundo, la visión genética o historia de la cultura, y tercero, la crítica de los valores. Igual que en la crítica literaria y artística, el análisis de esta última procederá en términos de sugerencias y no de enunciados lógicos, en un lenguaje figurativo y no literal, y sus principios serán discernibles mediante la interpretación basada en la empatía y no mediante el conocimiento intelectual25.


NOTAS AL PIE

1. Clark, J. M. 1918. “Economics and Modern Psychology”, Journal of Political Economy, enero-febrero.

2. ¡Es difícil imaginar una peor asociación que la del fatalismo como credo básico de la propaganda revolucionaria y la filosofía mecanicista de la fuerza bruta y la lucha de clases como fundamento de una transformación moral del mundo!

3. En mi opinión, la actitud puramente científica en sicología lleva inevitablemente al conductismo, a examinar los estímulos y respuestas excluyendo la conciencia, es decir, excluyéndola de la ‘sicología’. Pero esto es contrario a los hechos. Los científicos deben aceptar que no podemos liberar plenamente a ninguna ciencia, ni aún a la física, para no hablar de la sicología, de elementos subjetivos ni formularla en términos puramente objetivos.

4. Podríamos multiplicar las citas, de socialistas y otros autores, para ilustrar y comprobar esta afirmación. Marx es por cierto vago y metafísico. Quizás un enunciado tan claro como cualquier otro sea el de Engels: “El criterio determinante es siempre la producción y la reproducción de la vida existente” (tomado de un artículo publicado en el Sozilistiche Akademiker, citado por Ghent, “Mass and Class”, cap. 1).

5. A este respecto viene a la mente el contraste entre trabajo y juego, pero un ligero examen muestra que no ayuda a resolver la dificultad. En un ensayo posterior se comentará el sentido económico y ético del juego, Knight, F. 1923. “La ética de la competencia”, The Quarterly Journal of Economics 37, 579-624.

6. Por supuesto, puede ser ‘necesaria’ una proporción mucho mayor, en el sentido de que en las condiciones actuales una persona quizá no obtenga al precio más bajo la cantidad de proteínas y calorías requerida para vivir.

7. Uno de los defectos más graves de la economía como interpretación de la realidad es el supuesto de que los hombres producen para consumir. Excepto para quienes están en el nivel más bajo de la escala económica, lo opuesto está más cerca de la verdad y aun las motivaciones del consumo de gran parte de las ‘clases bajas’ son de carácter social.

8. Es interesante que la conducta que los hombres suelen calificar de ‘bestial’ (en materia sexual y de otro orden) sea justamente aquella en que nunca incurren las ‘bestias’. En principio, los animales no son promiscuos sino indiferentes a la individualidad. Rara vez están sujetos a la noción, a la que pocos hombres son ajenos, de que un individuo del sexo opuesto es diferente de otros para fines sexuales.

9. Omitimos mencionar la lucha de clases históricamente asociada a la interpretación económica. Podemos mencionar de pasada que la verdadera motivación de la insurrección, sobre todo de la que es dirigida por las clases altas, es en esencia idealista. Rara vez ocurrieron revoluciones en las que los bandos en conflicto no creyeran en la justicia de su causa. La idea, tan cara a Labriola, de que la gente inventa razones sentimentales para sus actos cuando sus motivaciones reales son materialistas estaría más cerca de la verdad si se planteara a la inversa. Detrás de la tan trajinada motivación económica de los antagonismos internacionales también se aprecian consideraciones convencionales y sentimentales. Lo que está en juego en las guerras es el conflicto entre culturas, y estas son objeto de una devoción proverbialmente desligada de toda superioridad objetiva.

10. No podemos profundizar y dar a esta tesis el énfasis que merece, pero debemos mencionar al vocero más conocido, entre los filósofos sociales, de la visión contraria: Herbert Spencer. Su obra desarrolla el principio de que todos los valores humanos se deben medir por el patrón de la tendencia a ‘incrementar la vida’, principio que considera axiomático desde los enfoques del derecho y de la necesidad. Nuestra opinión es que el incremento de la vida es un subproducto de la actividad y en cierto sentido un mal necesario. Cabe señalar que es imposible dar un sentido objetivo a la ‘cantidad de vida’ como magnitud mensurable, para no hablar de su carácter ético. La vida es un complejo muy heterogéneo cuyos elementos se resisten a la reducción a un común denominador físico. ¿Cómo comparar la ‘cantidad de vida’ de un cerdo con la de un ser humano? Para el sentido común, un enjambre de moscas parece contener más ‘vida’ que una asamblea de la ciudad o de la Royal Society, pero es difícil que Mr. Spencer sostenga que representa un mayor ‘valor’. La única medida puramente física de la vida que podemos concebir es la cantidad de energía, medida en ergios, involucrada en el cambio metabó1ico por unidad de tiempo. Una confusión muy semejante a la de Spencer parece estar implícita en el contraste entre valores industriales y pecuniarios propuesto por Veblen y Davenport. No hay una medida mecánica de los valores que resista al examen, y no podemos comparar valores ni tipos de valores sin mencionar las normas de valor necesarias para reducir a términos comunes magnitudes de clases tan diversas.

11. Ver Faris, Ellworth. 1921. “Are Instincts Data or Hypotheses”, American Journal of Sociology, septiembre, y Ayres, C. E. 1921. “Instinct and Capacity”, Journal of Philosophy, 13 y 27 de octubre.

12. El defecto lógico de la teoría del instinto es la concepción errónea de los fines y métodos del procedimiento científico, una falacia que también afecta el intento de hacer científica la sicología. La importancia de los instintos residiría en la aplicación del método analítico al estudio de la conciencia (en su aspecto mental y volitivo). En las ciencias naturales, ‘análisis’ significa cosas diferentes en casos diferentes, pero su fundamento general consiste en que una cosa se puede explicar mostrando cómo está conformada. En algunos casos, podemos predecir el todo a partir de sus partes por simple adición; en otros, por la suma de vectores, como sucede con las fuerzas en mecánica y en otros sólo cabe la predicción empírica, como en la química. Las propiedades del compuesto (excepto la masa) no guardan una relación simple o general con las de sus elementos, pero mediante experimentos sabemos que un mismo compuesto siempre se puede obtener a partir de los mismos elementos uniéndolos de la misma manera (y viceversa). El caso de los colores es interesante. Todos los colores del espectro son físicamente primarios, pero algunos lo son en el sentido de que podemos conseguir los demás cuando los mezclamos. Ninguno de estos supuestos es válido en el estudio de la conciencia, y para que tenga sentido debemos dar al análisis un significado muy especial en este campo. En nuestra opinión, el profesor Bode (1914) dio paz eterna a mucho de lo que pasaba por ciencia en sicología. Ver su ensayo “The Doctrine of Focus and Fringe”, Philosophical Review.

13. Los socialistas dieron por supuesto el hedonismo en vez de demostrarlo. Spencer también consideró axiomático que las actividades que sostienen la vida son necesariamente placenteras (Data of Ethics, sec. 34) y viceversa. El pragmatismo moderno también parece adoptar el doble supuesto de que lo bueno es idéntico a lo biológicamente benéfico y a lo realmente deseado. Pensamos que el pensamiento crítico confirma el sentido común al repudiar ambas partes del dogma.

14. The Original Nature of Man, Nueva York, 1913.

15. “Wer immer strebend sich bemüht, den können wir erlösen”.

16. En la vida de Pirro, narrada por Plutarco, hay un incidente que muestra la naturaleza del hombre y sus motivaciones mucho mejor que cuanta sicología científica se haya escrito, que vale la pena reproducir literalmente. “Cuando Pirro se retiró al Epiro y dejó a Macedonia, la fortuna le deparó una buena ocasión para gozar de tranquilidad y gobernar su reino en paz. Pero advirtió que sin fastidiar a los demás ni ser fastidiado por ellos la vida era insufrible, lánguida y tediosa... Su ansiedad de acción se alivió como veremos” (sigue el relato de sus preparativos para atacar a Roma). “En la corte de Pirro había un hombre de Tesalónica, Cineas, de gran sensatez y... que había demostrado lealtad a Pirro en cuantas embajadas le había confiado... y continuaba recibiendo honores y encargos. Cineas vio los preparativos de Pirro para marchar a Italia y aprovechó una oportunidad en que descansaba para entablar la siguiente conversación: ‘Los romanos –le dijo– tienen fama de excelentes soldados e imperan sobre muchas naciones aguerridas. Si pluguiese al cielo que lográsemos vencerlos, ¿de qué nos serviría, señor, esa victoria?’ ‘Cineas’, replicó el rey, ‘tu pregunta se contesta a sí misma. Una vez sometamos a los romanos, no habrá ciudad, griega o bárbara, que se atreva a enfrentarnos; y seremos dueños de toda Italia, cuya grandeza, poder e importancia nadie conoce mejor que tu’. Cineas, después de una breve pausa, continuó: ‘Pero, ¿luego de conquistar a Italia, qué haremos?’ Pirro, sin darse cuenta todavía de su intención, respondió: ‘Sicilia está muy cerca y nos tiende sus brazos. Es una isla feraz y populosa, de la que será fácil apoderarse...’ ‘Lo que decís, príncipe –repuso Cineas– es muy probable; ¿pero con la toma de Sicilia concluirán nuestras conquistas? ‘Lejos de ello –exclamó Pirro– porque si el cielo nos trae éxito, la victoria será el preludio para cosas mayores. ¿Quién perdonaría a Libia y a Cartago, entonces a nuestro alcance?’... ‘Y cuando hayamos logrado esas conquistas, ¿quién pretendería que nuestros enemigos, hoy tan insolentes, piensen en oponérsenos?’ ‘Es claro que no se atreverán –dijo Cineas– pero cuando los hayamos sometido a todos, ¿qué haremos?’ ‘Amigo –dijo Pirro, con una sonrisa– entonces habrá llegado el momento de disfrutar, beber y ser felices’ Cineas, logrado su propósito, replicó: ‘¿Y qué nos impide beber y divertirnos ahora, cuando está en nuestras manos aquello a lo que nos proponemos llegar a través de mares de sangre y de infinitas fatigas y peligros, de innumerables calamidades que habremos de causar y soportar?’ “Este discurso de Cineas causó dolor a Pirro, pero no lo hizo reformar sus planes”.

17. El término ‘felicidad’ es tan heterogéneo como cualquier otro, y sólo significa que el fin de la acción es un estado de conciencia. Además de que es tan vago como posible, casi todos los pensadores éticos que no han sido enceguecidos por la lógica económica y el sistema de precios consideran que este enunciado es falso.

18. Este razonamiento refuta la clasificación de las necesidades que ofrece el profesor Everett en su fascinante libro sobre los Valores morales (cap. VII, sec. 11), así como la distinción entre valores industriales y pecuniarios que ya mencionamos. Todos las clases de valor de Everett son económicas, y casi todo valor específico encuadra en muchas de sus clases. Con respecto a los ‘fines reales’, recordemos la fútil búsqueda de un summum bonum por parte de los moralistas.

19. Por razones de división académica del trabajo, se debe excluir el aspecto tecnológico de la adaptación y limitar la economía a la teoría general de la organización. En la práctica se da más atención a la teoría de la organización existente, basada en la propiedad privada y el libre intercambio competitivo, lo que la convierte en una ciencia de los precios. Nuestra definición del aspecto económico de la conducta no incluye sólo la tecnología, en sentido corriente, sino las técnicas de todas las artes.

20. Es decir, en el aspecto práctico o de la conducta. Cabe comentar la relación entre la economía en sentido amplio y las ciencias relacionadas. La conducta no equivale al comportamiento humano, cuyo carácter es en gran parte caprichoso, irracional y prácticamente automático. Las diferentes acciones tienen en diversos grados el carácter de conducta, a la que definimos con Spencer como ‘adaptación de los actos a los fines’, o, en forma más breve, actividad deliberada o racional. Sin embargo, gran parte de lo que en un momento es reflejo o inconsciente es un resultado del hábito o de autodisciplina previa y, por tanto, es en últimas racional. Pero hay lugar para el estudio de respuestas automáticas, o conductismo, y también para la sicología, que no se debe confundir con aquel. No pretendemos rechazar el esfuerzo de la biología para explicar los fines y motivaciones que la ciencia de la conducta usa como datos. Eso es elogiable, así como el esfuerzo para explicar la biología en términos físico-químicos. Estas investigaciones deben avanzar tanto como sea posible; tan sólo objetamos el supuesto acrítico de que han explicado algo cuando no lo han explicado y la afirmación dogmática de que es intrínsecamente posible lograr esas explicaciones.

21. Desde este punto de vista, los animales son superiores al hombre, son más inteligentes y sensibles. Un cerdo sabe lo que es bueno para él y lo hace.

22. Es imposible comentar en extenso las relaciones entre la explicación histórica (genética) y científica. La distinción está bien establecida y se justifica el uso de esos términos sin un largo análisis filosófico. No sostenemos que una de ellas sea ‘superior’ a la otra, sólo insistimos en que son diferentes y que ambas pueden cumplir mejor su propósito particular si reconocen tal diferencia.

23. Ya comentamos que una importante escuela ética (la hedonista) tan sólo amplía los principios de la economía y no cree en ninguna otra ética. Los economistas suelen adoptar esta opinión –el principio es el mismo así el bien se denomine placer o satisfacción de necesidades, en tanto se afirme que es cuantitativo– y esa misma posición empieza a ser adoptada por la escuela filosófica realista, que considera el valor como una cualidad real de las cosas. Ver Perry, R. B. The Moral Economy.

24. Ver el ensayo “The Moral Life”, en el volumen titulado Creative Intelligence, de Dewey y otros. En una reseña, el profesor R. B. Perry ilustra bellamente la inevitable reacción de los economistas ‘científicos’ contra este punto de vista. Ver International Journal of Ethics 28, p. 119, en donde el profesor Perry, refiriéndose a la afirmación que hemos citado, dice: “Para el autor no significa lo mismo que para mí. Sólo puedo dejar constancia de mi asombro”.

25. Es obvio que hace falta una terminología mejor para que la historia y la crítica dispongan de métodos con un nombre adecuado y se diferencien de las ‘ciencias’. Cuando se aplican a la ciencia, es objetable usar adjetivos como ‘genética’ y ‘normativa’, pero quizá no haya otros mejores, aunque no subrayan suficientemente los contrastes. Cabe señalar que algunos autores han fundamentado científicamente la ética mediante un procedimiento lógico algo diferente del que hemos esbozado. Éstos consideran que el fin de la conducta es lograr un ‘estado de conciencia’ (el placer o la felicidad), pero suponen que el sentido común no basta para conocer los efectos de los actos, y por ello es necesario estudiar las experiencias pasadas (con base en la satisfacción post facto de los resultados) para establecer normas de acción. No obstante, este razonamiento no distingue la ética de la economía, pues se trata de nuevo de una simple cuestión de técnica para satisfacer necesidades dadas.