ECHAREMOS DE MENOS A TOBIN*


MISSING JAMES TOBIN



Paul Krugman**

** Profesor de la Universidad de Princeton, 414 Robertson Hall, Woodrow Wilson School, Princeton, New Jersey, 08544, Estados Unidos, pkrugman@princeton.edu



James Tobin –profesor de Yale, ganador del Nobel y asesor de John F. Kennedy– falleció ayer. Fue un gran economista y un hombre extraordinariamente bueno; pienso que su desaparición simboliza la desaparición de una época en la que el debate económico era más amable y mucho más honesto que en la actualidad.

Tobin fue uno de esos teóricos de la economía cuya influencia llega a muchas personas que nunca han oído hablar de él y no obstante son sus discípulos. Fue además un personaje público, durante un tiempo el defensor más eminente de una ideología que podríamos llamar keynesianismo de libre mercado, la creencia de que los mercados son cosas excelentes, pero que funcionan mejor si el gobierno está atento a limitar sus excesos. En cierto modo, Tobin fue el Nuevo Demócrata original; es irónico que algunas de sus ideas esencialmente moderadas hayan sido secuestradas últimamente por extremistas de derecha e izquierda.

Tobin fue uno de los economistas que llevó la revolución keynesiana a los Estados Unidos. Antes de esa revolución, no parecía existir un terreno intermedio en la economía entre el fatalismo del laisser-faire y la intervención autoritaria del gobierno, y puesto que en general se culpaba a las políticas de laisser-faire de ser la causa de la Gran Depresión, era difícil percibir cómo podría sobrevivir la economía de libre mercado. John Maynard Keynes cambió todo eso: señaló que, si la política monetaria y fiscal se usaba con sensatez, el sistema de libre mercado podía evitar depresiones futuras.

¿Qué añadió James Tobin? En lo fundamental, recibió el keynesianismo tosco y mecanicista que predominaba en los años cuarenta y lo transformó en una doctrina mucho más refinada, que se centraba en las decisiones de los inversionistas cuando equilibran el riesgo, el beneficio y la liquidez.

En los años sesenta, el sutil keynesianismo de Tobin lo convirtió en el adversario intelectual más conocido de Milton Friedman, que entonces defendía una doctrina rival (y más bien ingenua) conocida como monetarismo. Cualquiera que sea su mérito, la insistencia de Friedman en que los cambios en la oferta de dinero explican todos los altibajos de la economía no resistió la prueba del tiempo; el enfoque de Tobin en los precios de los activos como la fuerza impulsora de las fluctuaciones económicas nunca ha sido mejor valorado (Friedman es un gran economista, pero su reputación hoy se basa en otros trabajos).

Pero quizá Tobin sea hoy más conocido por dos ideas políticas, ambas ‘secuestradas’ –en sus propias palabras– por personas cuyas ideas políticas no compartía.

En primer lugar, Tobin fue la fuerza intelectual tras el recorte tributario de Kennedy, que dio pie a la expansión de los años sesenta. Es irónico que hoy en día ese recorte tributario suela ser elogiado por los conservadores de línea dura, que lo consideran una panacea para todos los males. Tobin no lo aceptaba. De hecho, la semana pasada estuve con él en una conferencia en la que afirmó tajantemente que la situación actual exigía más gasto interno y no más recortes tributarios.

En segundo lugar, Tobin propuso en 1972 que los gobiernos fijaran un pequeño impuesto a las transacciones con divisas, como medio para desalentar la especulación desestabilizadora. Pensaba que este impuesto era un medio para ayudar a promover el libre comercio, pues garantizaba a los países que podían abrir sus mercados sin exponerse a movimientos perjudiciales de ‘dinero caliente’. Otra ironía: el ‘impuesto Tobin’ se ha convertido en la medida predilecta de los adversarios acérrimos del libre comercio, en especial del grupo francés ATTAC. Como Tobin declaró: “El aplauso más estridente proviene del lado equivocado”.

¿Por qué pienso que la desaparición de Tobin marca el fin de una época? Pensemos en el Consejo de Asesores Económicos de Kennedy, el conjunto más notable de talentos económicos que haya prestado sus servicios al gobierno de los Estados Unidos desde que Alexander Hamilton reflexionaba solo. Es increíble que Tobin fuera apenas uno de los tres futuros Premios Nobel que entonces trabajaban en el Consejo. ¿Hoy sería posible reunir un grupo semejante?

Lo dudo. Cuando Tobin llegó a Washington, los mejores economistas no estaban sometidos a estrictas pruebas ácidas de inclinación política; y jamás se les habría ocurrido pensar que una de sus tareas fuera decir cosas que eran manifiestamente falsas. ¿Necesito decir algo más?

Ayer hablé con William Brainard, otro profesor de Yale que trabajó con Tobin, quien me habló de la “fe en el poder de las ideas” de su colega. Esa es una fe que cada vez es más difícil mantener, pues las ideas malas que gozan de un poderoso respaldo político dominan nuestro discurso.

De modo que echo de menos a James Tobin, y lamento no solamente su desaparición sino también la desaparición de una época en que podían prosperar economistas con una decencia tan esencial como la suya, y aun influir en la política.


NOTAS AL PIE

* Publicado en el New York Times el 12 de marzo de 2002. Traducción de Alberto Supelano.