GLOBALMENTE RESIGNADOS*


GLOBALLY RESIGNED



Amartya Sen**

** Profesor del Trinity College, The Master’s Lodge, Cambridge CB2 1TQ, Inglaterra, as341@cam.ac.uk. Fecha de recepción: mayo 15 de 2000; fecha de aceptación: agosto 27 de 2001.



En vista de la gravedad de las consecuencias de las diferencias entre riqueza y pobreza que observamos en el mundo, ¿cómo hace la mayor parte de nosotros para llevar una vida sin esperanza? ¿La ausencia de reflexión ética se debe a una falta de empatía, a una especie de ceguera moral y de egocentrismo supremo que aflige y extravía nuestro modo de pensar y actuar? ¿O existe otra explicación, que lleva a una visión menos negativa de nuestra sicología y de nuestros valores?

No es fácil responder, pero creo que nuestra indiferencia está ligada más a un defecto de conocimiento que a una falta de solidaridad. Este error cognoscitivo puede ser fruto de un optimismo irracional, así como de un pesimismo sin fundamento; y, extrañamente, estos dos extremos se tocan. El optimista testarudo tiende a esperar que las cosas mejoren pronto, que la economía de mercado, que trajo prosperidad a una parte del mundo, termine automáticamente por extender sus beneficios a todos. “Démonos tiempo, no seamos tan impacientes”, dice. Por su parte, el pesimista a ultranza reconoce y subraya la persistencia de la miseria en el mundo. Pero también es pesimista acerca de nuestra capacidad para cambiar las cosas. “Debemos cambiarlas, pero para ser realistas, sabemos que no lo lograremos”, dice. El pesimismo a menudo conduce a la servil aceptación de grandes males. Como escribió Thomas Browne en 1643, “el mundo... no es una fonda, sino un hospital”: podemos aprender a vivir felices en un lugar lleno de gente que sufre, si no pensamos en todos los desgraciados que nos rodean.

Hay entonces una convergencia, parcial pero verdadera, entre el optimista testarudo y el pesimista incorregible. El primero piensa que no vale la pena oponer resistencia; el segundo, que es inútil. O como dijo James Branch Cabell (frente a una manifestación muy distinta de esta paradoja): “Para el optimista, vivimos en el mejor de los mundos posibles. El pesimista teme que esto sea verdad”. Los puntos de vista opuestos se unen en la resignación, y la pasividad global se nutre no sólo de ceguera moral, apatía y egocentrismo sino también de la alianza conservadora entre dos posiciones extremas. Convencidos –o por lo menos reconfortados– por ambos, podemos ocuparnos de nuestros actos sin ver nada embarazoso en la callada aceptación de las desigualdades del mundo.

En este contexto debemos analizar las dudas actuales sobre la globalización y los movimientos de protesta que tanto perturban las cumbres internacionales. Las protestas tienen muchas facetas (entre ellas una arrogancia y una violencia difíciles de tolerar), pero se pueden considerar un desafío a la autocomplacencia ética y la inacción generadas por la coalición entre optimistas y pesimistas. Son movimientos torpes, rabiosos, simplistas, insensatos; no obstante, a mi parecer, cumplen la función de poner en discusión la tendencia a contentarnos con el mundo en que vivimos. Aunque algunas premisas y muchos de los remedios que propone el frente de protesta son improvisados y confusos, es necesario reconocer el fecundo papel de las dudas y debemos distinguir claramente entre los elementos destructivos de los movimientos y su función constructiva.

Las protestas expresan dudas creativas. ¿Pero a propósito de qué? Aquí es necesario hacer un esfuerzo de interpretación. Los manifestantes se suelen describir como adversarios de la globalización. Pero a despecho de lo que dicen, no lo son por completo. De hecho, sus protestas se encuentran entre los acontecimientos más globales que hoy existen. Los fenómenos de Seattle, Melbourne, Praga, Quebec y otras partes no son locales ni aislados; no son creados por los jóvenes del lugar sino por hombres y mujeres que vienen de todo el mundo para hacer sentir su propia voz global. La globalización de las relaciones no es por cierto lo que intentan detener. De otro modo, les tocaría empezar por detenerse a sí mismos.

Antes de volver a reflexionar sobre las protestas, querría subrayar que la globalización no es una novedad ni una locura. En una perspectiva histórica, ha contribuido desde hace milenios al progreso del mundo a través de los viajes, el comercio, las migraciones, la difusión de las influencias culturales, el saber y el conocimiento, comprendidas la ciencia y la tecnología. Detenerla habría ocasionado daños irreparables al progreso humano.

Aunque hoy se vea a la globalización como un corolario del dominio occidental, históricamente siguió diversos caminos. Alrededor del año mil, la difusión global de la ciencia, la tecnología y las matemáticas cambiaba al viejo mundo pero provenía de una dirección contraria a la actual. Los mapas y la imprenta, la ballesta y la pólvora, el reloj y el puente sostenido con cadenas de hierro, la cometa y la brújula, la carretilla y el ventilador giratorio –todos ellos, ejemplos de la alta tecnología de hace un milenio– se utilizaban comúnmente en China y otros territorios ignotos. La globalización los llevó al resto del mundo, hasta Europa.

La influencia de Oriente en las matemáticas occidentales siguió el mismo camino. El sistema decimal, nacido en la India entre los siglos II y IV, fue adaptado poco después por los matemáticos árabes. A finales del siglo X, la innovación llegó a Europa y desempeñó un papel de primer plano en la revolución científica. Europa habría seguido siendo muy pobre –económica, cultural y científicamente– si entonces se hubiese opuesto a esa globalización, y esto es también válido para la que hoy está en curso. Rechazar la globalización de la ciencia y de la tecnología en cuanto influencia occidental no sólo significaría ignorar las contribuciones –provenientes de diversas regiones del mundo– sobre las que se edificaron la ciencia y la tecnología llamadas ‘occidentales’, sino que en la práctica sería una elección estúpida, dadas las ventajas que ese proceso traería al mundo entero. Identificar este fenómeno con el ‘imperialismo occidental’ en materia de ideas y creencias (recurriendo siempre a la retórica) sería un error grave y costoso, así como lo habría sido una resistencia europea contra la influencia oriental hace mil años. Es cierto que no debemos olvidar los problemas de la globalización asociados al imperialismo (la historia de las conquistas y del colonialismo aún tiene sus efectos). Pero la globalización no se reduce a estos: es mucho, mucho más.

En efecto, la pregunta más importante es cómo dar buen uso a los grandes beneficios derivados de las relaciones económicas y del progreso tecnológico, en tal forma que se preste la debida atención a los intereses de los más pobres. Esto es lo que exigen los movimientos de protesta, aunque en esencia la pregunta no se relacione plenamente con la globalización.

Me parece que por un lado y por el otro el objeto de la contienda son las desigualdades internacionales e intranacionales de riqueza, las notables asimetrías del poder político, social y económico y, por tanto, la distribución de los beneficios potenciales de la globalización entre países ricos y pobres y entre los diversos grupos de un mismo país. No basta estar de acuerdo en que los pobres del mundo tienen necesidad de la globalización, al menos tanto como los ricos; también es necesario garantizar que obtengan aquello que necesitan. Y esto podría requerir una profunda reforma institucional, que se debe afrontar al mismo tiempo que se defiende la globalización.

Quizá sea necesario concentrarse ante todo en el inmenso papel de las instituciones no mercantiles en la determinación del carácter y el alcance de las desigualdades. Las instituciones políticas, sociales, legales y otras más pueden influir notablemente en el buen funcionamiento de los mecanismos del mercado, extendiendo y facilitando un uso equitativo, y de esa manera interviniendo en las disparidades entre las naciones y en sus desigualdades internas.

La arquitectura económica, financiera y política internacional del mundo que heredamos del pasado –incluidas instituciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y otras– proviene ante todo de la conferencia de Bretton Woods realizada en 1944. En esa época era necesario afrontar los problemas de la posguerra. Gran parte de Asia y África estaban aún bajo alguna forma de dominio colonial, y no estaban en condiciones de oponerse al reparto internacional del poder y la autoridad que las potencias aliadas impusieron al mundo. La seguridad económica y la pobreza eran mucho más toleradas que hoy, los derechos humanos eran una idea aún muy frágil, el poder de las ONG todavía estaba por inventarse y la democracia no era vista como un principio global.

El mundo ha cambiado desde entonces. La fuerza de las protestas globales refleja en parte una nueva mentalidad, una nueva tendencia a desafiar al establecimiento mundial, y es en gran medida el equivalente global de las protestas internas de las naciones, asociadas a los movimientos de trabajadores y el radicalismo político. Las recientes explosiones de dudas globales parecen compartir el espíritu con el que Leadbelly, el gran cantante de blues, escribió un día, modificando el primer verso del himno nacional de los Estados Unidos: “En la patria de los valientes, la tierra de los hombres libres/No me dejaré oprimir por ninguna burguesía”. Como se sabe, el radicalismo jamás tuvo allí el poder que evoca esta canción, pero la determinación que expresa contribuyó, con el tiempo, a muchas transformaciones concretas, empezando por el poder de las organizaciones de trabajadores, del que tantos industriales hoy se lamentan.

Se puede hacer un paralelo con los actuales movimientos globales de protesta: aún no son muy fuertes en términos organizativos, pero son en gran medida un signo de cuanto está por ocurrir. Puesto que plantean exigencias verdaderas, es necesario encontrar respuestas adecuadas, aunque a los ojos del establecimiento mundial los manifestantes parezcan ignorantes y ruidosos. El cambio es de veras necesario. El mundo de Bretton Woods no es el mismo de hoy. Su estructura institucional debe ser revisada desde la cima hasta el fondo. En cambio, no creo que se pueda refrenar la potencialidad constructiva de los movimientos de protesta ni eliminar su presencia destructiva sin una respuesta institucional clara.

Ya se advierten los primeros indicios de esta respuesta: están cambiando las prioridades de las instituciones internacionales. Aunque el objetivo principal de las resoluciones de Bretton Woods no era eliminar la pobreza, por ejemplo, ahora se ha convertido al menos formalmente en objetivo del Banco Mundial. Este es un replanteamiento, en los hechos, de la carga de la deuda sobre los países pobres, de la vieja práctica del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial de imponer ‘reformas estructurales’ mal formuladas a los pobres, a menudo con efectos perjudiciales sobre la infraestructura social. Son cambios que van en la dirección correcta, pero será necesario mucho más, especialmente en materia de construcción institucional. Bienvenidos sean estos cambios en la estructura del Banco Mundial, pero es necesario tomar distancia explícita con respecto a la arquitectura heredada de Bretton Woods.

Hoy no sólo es necesario interrogarnos sobre la economía y la política de la globalización sino también sobre los valores que contribuyen a nuestra concepción del mundo global, sin dejarnos engañar por la mixtura de optimismo testarudo y pesimismo insensato. Es necesario reflexionar no sólo sobre las tareas dictadas por una ética global sino también sobre la necesidad concreta de poner las instituciones internacionales al servicio del mundo y de extender el papel de las instituciones sociales en cada país. Es importante tener en cuenta la complementariedad entre instituciones diversas, entre ellas el mercado y los sistemas democráticos, las oportunidades sociales, las libertades políticas y otros elementos institucionales, viejos y nuevos. Promover instituciones innovadoras para afrontar los problemas esenciales planteados por las dudas globales y para romper el cerco de incomunicación en el que siempre tienden a recluirse los movimientos de protesta. La protesta global de los activistas de todo el mundo puede ser verdaderamente constructiva, pero para que lo sea estos movimientos deben ser juzgados por las exigencias globales que plantean, más que por las reacciones aparentemente opuestas a la globalización contenidas en sus consignas.


NOTAS AL PIE

* Publicado en Il Sole 24 Ore. Traducción de Alberto Supelano.