POR UNA NUEVA ECONOMÍA. LAS FALACIAS DE LA TEORÍA ECONÓMICA
FOR A NEW ECONOMY. THE LIES OF ECONOMIC THEORY BY PAUL ORMEROD
de Paul Ormerod, Barcelona, Editorial Anagrama, 1995, 301 páginas.
Alberto Castrillón*
* Profesor de la Facultad de Economía de la Universidad Externado de Colombia, calle 12 n.º 1-17 este, jracastrillon@yahoo.com. Fecha de recepción: 15 de febrero de 2002; fecha de aceptación: 25 de febrero de 2002.
A finales del año pasado, Sergio Clavijo publicó un pequeño libro (2001) que defiende la disciplina económica y la profesión de todos aquellos que se refieren a la teoría económica como ‘neoliberalismo’ y tildan a los economistas de ‘científicos mediocres’, ‘seres ansiosos de poder’, ‘malos comunicadores’, ‘pésimos negociadores’, etcétera. Le irrita en especial que alguien piense que los sociólogos, historiadores o politólogos saben tanto del desarrollo socioeconómico como los economistas.
Considera el autor, sin poner reparos a sus palabras, que todos los críticos de la ciencia económica provienen de ciencias sociales distintas a la economía. Las críticas provendrían de políticos populistas “ignorantes” (p. 4), antropólogos, sicólogos, sociólogos y cienciopolitólogos (sic). También se enfada con los científicos duros o los ingenieros que acusan a los economistas de no saber matemáticas. Es un desatino decir que existen economistas que se dedican a “simples divertimentos matemáticos, sin ninguna conexión con la realidad” (p. 1 énfasis del autor). A su juicio, las críticas de quienes no son economistas profesionales apenas señalan que los modelos matemáticos y las “simulaciones macroeconométricas” de los verdaderos profesionales no incluyen al “ser humano”, a los “pobres”, a la “guerrilla”, a los “narcotraficantes” ni a los “talibanes” (p. 1).
Una consecuencia perversa de estos infundios nada profesionales es que la opinión pública llegue a creer que las “necesidades sociales” se contraponen al “análisis económico”, como si fueran excluyentes, y que los “no especialistas” identifiquen la “ortodoxia” –que no existe– (p. 10) con lo tradicional, la falta de innovación e imaginación, la ineficacia, la torpeza y el absurdo. Por todo ello, a los “no especialistas” los seduce la heterodoxia. En fin, los ignorantes se rinden al hechizo de las “admoniciones religiosas” de “profesionales no economistas” (p. 2). Los ‘economistas profesionales’, en cambio, propagan la verdad, ex cátedra, y disipan las tinieblas del oscurantismo, urbi et orbi.
El lector medianamente culto, economista o no economista, sabe que esas imprecaciones son al menos discutibles. Omiten lo más interesante de la controversia acerca de la solidez epistemológica de la economía estándar: las críticas más severas provienen de los mismos economistas y no de ‘aficionados’ a las ciencias sociales. La mera presentación sumaria de los trabajos acerca de este tema desbordaría estas páginas, que se limitan a reseñar el libro de Paul Ormerod, cuyo título en inglés es menos caritativo que el de la traducción al castellano: The Death of Economics. Ormerod, economista y especialista en econometría, estudió en las universidades de Oxford y Cambridge. Ha sido profesor visitante en las universidades de Londres, Manchester y Aberystwyth (Gales).
Hace casi treinta años fue publicado un trabajo de Benjamin Ward (1983), cuya molesta conclusión era que la teoría económica neoclásica –y marxista también– a lo sumo podía resolver pequeños puzzles, pero nada realmente sustancial. Por cierto, el trabajo de Ward, para su publicación, contó con los comentarios de Hal Varian, autor de uno de los textos de microeconomía más utilizados en pregrado y posgrado en estos momentos.
Más reciente, y también un éxito editorial, es el libro de Steve Keen (2000), Debunking Economics. The Naked Emperor of the Social Sciences. El título basta para saber de qué se trata. Keen es doctor en economía y profesor de la Universidad de Western Sydney.
Vale la pena subrayar que los libros de Ormerod y de Keen no hacen críticas ‘morales’ a la economía convencional. Ambos se mantienen en el terreno de la discusión económica.
Ormerod se dirige “al lector no especializado”, lo que “no supone que los argumentos se simplifiquen, pues el libro se enfrenta a complejos conceptos que están en el corazón mismo de la teoría económica” (p. 7). En el prólogo, espeta al lector afirmaciones que dan el tono de la obra, como las siguientes:
a) “quienes ejercen de economistas se pronuncian con seguridad en los medios de comunicación y han construido con su jeringonza y sus matemáticas un muro alrededor de la disciplina que la convierte en algo impenetrable para el no iniciado” (p.7).
b) “la economía es en muchos aspectos una caja vacía. Su comprensión del mundo es similar a la de las ciencias físicas en la Edad Media” (p. 7).
c) “los cimientos de la economía convencional están ya seriamente dañados” (ibíd.).
d) “los buenos economistas saben, a partir del trabajo que han realizado en su disciplina, que los fundamentos de ésta son virtualmente inexistentes” (p. 8).
e) “Para conseguir progresar profesionalmente [los economistas] todavía dependen en gran medida de su docilidad para ajustarse a la teoría ortodoxa” (ibíd.).
f) “la economía convencional ofrece recetas contra la inflación y el paro que, en el mejor de los casos, están mal dirigidos, y en el peor, son peligrosamente erróneos” (ibíd.).
La primera parte del libro se refiere al estado actual de la teoría económica, expone en forma crítica las debilidades de la teoría económica ortodoxa; la segunda parte, hacia el futuro de las ciencias económicas, propone algunas ideas –no plenamente elaboradas– que pueden contribuir a reformar la disciplina. Los comentarios que siguen se circunscriben a la primera parte.
LA CRISIS DE LA TEORÍA ECONÓMICA
Para Ormerod, la teoría económica dominante no es hoy de mucha ayuda para resolver grandes problemas como el desempleo, la recesión japonesa, la dolorosa transición económica de la antigua Unión Soviética, el daño mediambiental, la crisis económica de América Latina o la miseria de la inmensa población africana. Paradójicamente, la ortodoxia económica es más fuerte que nunca: apenas tiene rivales y sus adeptos aumentan por la desbandada de las huestes de la vieja izquierda. De acuerdo con el autor, esto refleja una suerte de patología religiosa, pues la fe de los adeptos se fortalece con la adversidad y el fervor de los conversos se acerca a la intolerancia. Y quizá no se equivoque, ya hemos visto un ejemplo.
Ormerod, profesor de econometría, muestra que la teoría económica convencional se ha divorciado totalmente de la realidad, en contraste con los autores clásicos, firmemente anclados en la historia y conocedores del papel que desempeñan las instituciones. Para muchos economistas contemporáneos, no parece haber necesidad de contrastar sus teorías con el mundo real, pues dan por descontado que éste funciona como ‘debiera’, es decir, conforme lo predice la teoría.
Es esperanzador que exista un movimiento, en el que militan varios premios Nobel, que intenta restaurar los vínculos perdidos con una época en la que “el economista era literalmente definido como aquel que conoce cómo funcionan los mercados”, en palabras de James Buchanan (Brennan y Buchanan, 1997, 34-35). Hoy se pretende, en virtud de la metamorfosis del programa de investigación acaecida en el último cuarto del siglo XIX, que la economía prescriba cómo deberían funcionar los mercados, y “los economistas modernos parecen haber perdido casi toda su inicial comprensión de un fenómeno que era quizás su primaria razón de ser en cualquier sentido social” (ibíd.). Las investigaciones de autores como Smith, Ricardo, Malthus, Mill o Marx fueron suscitadas por interrogantes y problemas de orden práctico. Un tema como el impacto de los beneficios en el desempeño de una economía, tan importante para los clásicos, no tiene hoy mayor importancia. En suma, para este economista británico, el análisis económico contemporáneo está aislado del contexto social en que se desenvuelve la economía y “su metodología; a pesar de las pretensiones de muchos de quienes se dedican a ella, está aislada de las ciencias exactas, a cuyo estatus, nada menos, aspira” (p. 36).
MEDICIÓN DE LA PROSPERIDAD
Una de las observaciones críticas más frecuentes al análisis económico estándar tiene que ver con la dimensión ecológica A pesar de los matices y aun grandes diferencias existentes entre las corrientes ambientalistas, comparten el interrogante de que los costos del crecimiento –desde el punto de vista del medio ambiente– puedan ser superiores a los beneficios. Las consideraciones de los filósofos, sociólogos, antropólogos, y de los economistas con formación filosófica, concuerdan en que la racionalidad implica preferencias de segundo y tercer orden, las llamadas metapreferencias. La más elemental metapreferencia podría ser simplemente la de que no haya incompatibilidad entre las preferencias de primer orden. Las únicas preferencias que le importan a la teoría convencional son las de primer orden, las preferencias reveladas, excluyendo las razones de las mismas. Las preocupaciones ambientalistas exigen un ordenamiento de las preferencias distinto a las preferencias ‘dadas’ de la microeconomía, que haga compatible el crecimiento económico con la necesidad de contar con un medio ambiente más sano. Esta idea es fundamental para entender por qué la teoría económica, a pesar de las pretensiones de algunos de sus cultores, es incapaz de contribuir a “la mera elección consciente del futuro de la humanidad, amenazada por la crisis de recursos, la devastación de la biosfera, la crisis demográfica y el riesgo de extinción termonuclear” (Domènech, 1989, 337).
Un asunto –que está detrás de las diferencias actuales entre la Contraloría General y el Ministerio de Hacienda– es el relativo a las cuentas nacionales. Para empezar, no existe una única manera de medir el tamaño ni el crecimiento de la economía de una nación. Ni siquiera está claro qué es lo que se debe incluir o excluir en la estimación del tamaño de una economía. Los costos ambientales no reciben especial atención en las cuentas nacionales, tampoco el trabajo doméstico. Cuando se consideran factores como la “penosa necesidad” de desplazarse al sitio de trabajo, lo que hicieron James Tobin y William Nordhaus cuando diseñaron una Medida del Bienestar Económico, se concluye que hay que bajar la cifra del crecimiento (p. 44-50).
Las razones para no modificar la manera de elaborar las cuentas nacionales o de calcular el déficit fiscal son de orden político: “a los gobiernos les gustan los crecimientos fuertes”. Ormerod se permite una fina ironía a este respecto: una “nueva ley del crecimiento económico para las democracias occidentales” (p. 51) sería que la política económica funciona siempre: cuando hay crecimiento es evidente que funciona; cuando no lo hay también funciona, pero el contexto internacional o mundial impide que funcione correctamente.
La redefinición de las cuentas nacionales no es un simple asunto contable o, mejor, de contabilidad creativa. En realidad, se debería hablar de la economía política de las cuentas nacionales. La consecuencia es que una redefinición de las cuentas nacionales traería consigo un cambio en las políticas gubernamentales.
La piedra angular de la economía ortodoxa es el individuo racional, egoísta y maximizador. Las críticas a esta suerte de antropología económica son de diverso orden. El autor cita algunos trabajos realizados por economistas y sicólogos. Una conclusión interesante es que en experimentos –o juegos– que permiten observar la conducta cooperativa o egoísta de los participantes se encontró que los estudiantes de economía se comportan de manera más parecida a la que postula el modelo del hombre racional que los de otras disciplinas académicas. La exposición a la enseñanza actual de la teoría económica reduce, en los estudiantes de economía, el grado de cooperación que existe en la gente común y corriente. Para los ecologistas, la conducta cooperativa es indispensable para enfrentar con alguna probabilidad de éxito los retos que plantea el presente y el futuro económico de la humanidad. Para Ormerod, es apremiante la elaboración de modelos que tengan en cuenta la “fundamental interdependencia e interconexión de las acciones humanas” (p. 54).
No exige que en la teoría económica se consideren todos y cada uno de los avatares que sacuden la azarosa vida humana. Se trata simplemente de que ‘la evolución de la sociedad económica’, como la llama Robert Heilbroner, no discurre de manera lineal. Los hechos han demostrado hasta la saciedad que el mercado no es meramente el cruce de la oferta y la demanda y que no es cierto que una vez conseguidos los ‘precios correctos’, estos se mantengan indefinidamente, garantizando el crecimiento y el desarrollo económicos. Para saber por qué –como se pregunta Douglass North– países con abundancia de recursos naturales son miserables y países que carecen de los mismos son ricos, se necesita algo más que la teoría económica de manual. Si la microeconomía no es capaz de dar cuenta, como argumenta Ormerod a lo largo del libro, de cómo funcionan los mercados, menos todavía podrá resolver cómo se forman.
LAS RAÍCES DE LA ORTODOXIA ECONÓMICA
Este capítulo del libro presenta un conjunto de críticas al concepto de equilibrio competitivo, senda equivocada que conduce al Inferno dantesco. La aspiración de los economistas a situar su disciplina entre las ‘ciencias duras’, al lado de las matemáticas, la física o la biología, mediante el expediente de formalizar sus teorías, ha caído en descrédito. Baste un ejemplo: la capacidad predictiva –requisito sine qua non para que una disciplina sea tomada en serio por la comunidad científica– de la economía es muy precaria, por no decir inexistente.
La razón de esto hunde sus raíces en la aparición de la revolución marginalista, es decir, en la metamorfosis de la Economía Política clásica en Economics durante el último cuarto del siglo XIX. En efecto, a partir de 1870 se dejó de lado el programa smithiano de investigación dinámica del crecimiento para abrazar el análisis estático de la maximización y el equilibrio1 con un abundante uso de las matemáticas, que ha ido en aumento hasta tal punto que sus cultores actuales recurren a la prosa con tal escasez que sus escritos se asemejan a pequeñas islas perdidas en un mar de ecuaciones. Nadie menos que Hicks se refirió a este tipo de escritura con la irónica expresión good game, con el ánimo de señalar que los modelos matemáticos distraen a los economistas de los verdaderos problemas económicos para refugiarse en construcciones elegantes y vacuas. León Walras –¡sí!, el mismo del equilibrio general– fue un socialista convencido de que el capitalismo era incapaz de respetar las condiciones de competencia perfecta requeridas para que su modelo funcionara.
Un aserto común de los economistas profesionales es que la teoría económica dominante es la misma de Smith, Ricardo o Mill, sólo que formalizada. En particular, hablan profusamente de la mano invisible que coordina al mercado. También se ha convertido en lugar común la afirmación de que los clásicos no veían incompatibilidad alguna entre la economía de mercado y la democracia. Estas afirmaciones, como muchas otras, son ideológicas, en el peor sentido de la palabra. Es tema de debate que el estudio atento de las obras de los clásicos rebata la segunda afirmación, pero es claro que por lo menos obliga a matizarla: es menos popular el Smith que dijera que los ricos sólo se reúnen para conspirar contra la sociedad o el que se mostrara temeroso de los efectos que la división del trabajo, propiciada por el mercado, ocasiona sobre los individuos y las naciones. Tampoco se quiere recordar demasiado al David Ricardo que se oponía a los impuestos indirectos y se inclinaba a reducir los tributos de los trabajadores. Se tiene en poca estima al socialista Stuart Mill, cuya concepción de la democracia lo llevó a juzgarla si no como antitética al menos como muy mal avenida con el liberalismo. No deja de ser diciente la opinión que sobre Walras emitió uno de sus sucesores en Lausana: “Walras fue distraído de esos propósitos –los de la reforma social– por las matemáticas que utilizaba en sus teorías” (p. 62).
De acuerdo con Ormerod, el modelo de equilibrio general competitivo se ha convertido en la fuente de donde manan prácticamente todas las acciones de política económica –además de principios de teoría económica– por razones de tipo ideológico: este modelo tiene graves problemas y no puede explicar cosas tan importantes como sistemas caóticos, incertidumbre, beneficios crecientes a escala, etcétera. La historia misma de la economía, en occidente y en el sureste asiático, contradice las políticas de mercado, como se encargó de recordar Joseph Stiglitz, laureado con el Nobel, cuando renunció al cargo de Economista Jefe del Banco Mundial.
RESERVAS PROFESIONALES
El mayor agravio que le puede hacer un economista a otro es el de llamarlo ‘sociólogo’. Indica falta de ‘rigor’, que carece de una ‘teoría’, etcétera. Este uso retórico, en el mal sentido de la palabra, le permite desechar las críticas que provengan del ‘gremio’ de los sociólogos. Y como si fuera poco, pocos sociólogos saben matemáticas, lo que los hace aún más incapaces de entender el “furioso parloteo esotérico” de los economistas (p. 94).
El problema es grave, como ya se señaló, cuando los críticos son los mismos economistas, algunos de ellos matemáticos de primera línea. Mutatis mutandi, con las economías de mercado y la teoría económica sucede lo mismo que sucedió con la planificación socialista y la demostración ‘teórica’ de que las economías planificadas podían ser tan eficientes como las descentralizadas: los hechos tozudos se encargaron de demostrar que los modelos no soportan “demasiada realidad”, como decía el poeta. Allende los mares de la supuesta imparcialidad y neutralidad éticas que tanto pregonan los economistas, se necesita, como lo recomendaba Ward (1983, 201), “un poco de pasión mezclada con el esfuerzo por conocer cómo funciona el mundo: tal es la fórmula que debemos tratar de incorporar a la Teoría Económica”.
Los trabajos de Partha Dasgupta y Geoffrey Heal, Joseph Stiglitz, David Newbery, Kenneth Arrow, Richard Day, Roy Radner y el sociólogo James Coleman2 podrían dar por buena la conclusión de Roy Radner en su revisión del trabajo de Arrow, para quien el modelo de equilibrio general “está forzado hasta el límite por el problema de la elección de información. Salta en pedazos cuando surgen limitaciones a la capacidad de los agentes para calcular estrategias óptimas” (p. 122).
En su evaluación de los modelos macroeconómicos sofisticados –en los que Ormerod tiene vasta experiencia por su trabajo en el National Institute of Economic and Social Research, como responsable de los estudios sobre previsiones económicas del Reino Unido– señala que una previsión inocente, como la de que la inflación y el crecimiento de la producción del año siguiente serán iguales a las del año en curso, nada tiene que envidiar a los modelos macroeconómicos complejos. La regla de oro es entonces “pronosticar a menudo y pronosticar tarde” (p. 142). A menudo, porque alguna de las previsiones dará en el ‘blanco’, y tarde porque cuanto más retraso menos hay que pronosticar. La racionalidad económica y con ella la teoría de las expectativas racionales quedan muy mal paradas al contrastarlas con los estudios de las ciencias de la conducta: como vimos, los únicos individuos que parecen responder al modelo del Reasonable Man, de Lord A. P. Herbert, son “aquellos cuyas mentes se han trastornado por el estudio de la teoría microeconómica” (p. 148). Como anota Murray Gell-Mann, físico del Instituto Santa Fe galardonado con el premio Nobel: “algunos de los participantes en el movimiento para la reforma económica han demostrado que la racionalidad perfecta no sólo está en clara contradicción con los asuntos humanos, sino que es inconsistente con cualquier situación en la que se den fluctuaciones de mercado” (1996, 340-41).
A propósito de la colosal quiebra de la compañía Enron –la compra de cuyas acciones era alentada fervorosamente por asesores bursátiles pocos días antes de la declaración de bancarrota– hay que recordar que, a falta de una buena teoría y ante la realidad de sistemas complejos, “muchos de sus consejos (de los asesores bursátiles) no sirven probablemente para nada” (ibíd., 64).
A manera de epílogo, no vendría nada mal un poco de modestia acerca de los verdaderos alcances de la economía. Al fin y al cabo, ése fue un sabio consejo de uno de los grandes economistas del siglo XX, quizá el más influyente. ¡Ay, qué poco se lo recuerda hoy!
Lo más importante es que no se le dé demasiada importancia al problema económico, y que en aras de sus supuestas necesidades no se sacrifiquen otros asuntos más permanentes y de más trascendencia. Este debe ser un tema propio de especialistas, como lo es la odontología. ¡Qué estupendo sería que los economistas se forjaran una imagen de gente humilde y competente, en el mismo nivel que los dentistas!
NOTAS AL PIE
1. Ver a este respecto la excelente obra de Mark Blaug (1980), que en sus últimas obras se ha convertido en un severo crítico del programa walrasiano y del modelo de equilibrio general.
2. Coleman es uno de los pocos sociólogos que “postula la existencia de individuos racionales, e intenta basar la adaptación de las normas sociales en modelos de conducta individual racional” (Ormerod, 1995, 123).
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Blaug, Mark. The Methodology of Economics, Londres, Cambridge University Press, 1980.
2. Brennan, Geoffrey y Buchanan, James M. La razón de las normas, Barcelona, Ediciones Folio, 1997.
3. Clavijo, Sergio. Economía: entre la ciencia y el poder, Libros de Cambio, Bogotá, Alfaomega, 2001.
4. Domènech, Antoni. De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte. Barcelona, Editorial Crítica, 1989.
5. Gell-Mann, Murray. El quark y el jaguar. Aventuras en lo simple y lo complejo, Barcelona, Tusquets Editores, 1996.
6. Keen, Steve. Debunking Economics. The Naked Emperor of the Social Sciences, Sydney, Pluto Press, 2000.
7. Ormerod, Paul. Por una nueva economía. Las falacias de la teoría económica, Barcelona, Editorial Anagrama, 1995.
8. Ward, Benjamin. ¿Qué le ocurre a la teoría económica?, Madrid, Alianza Editorial, 1983.