¿CÓMO DEBERÍAMOS REGULAR EL CAPITAL BANCARIO Y LOS PRODUCTOS FINANCIEROS? ¿CUÁL ES EL PAPEL DE LOS “TESTAMENTOS EN VIDA”?
HOW SHOULD WE REGULATE BANK CAPITAL AND FINANCIAL PRODUCTS? WHAT ROLE FOR “LIVING WILLS”?
Charles Goodhart*
* Doctor en Economía, profesor emérito de Banca y Finanzas y director del Programa de Investigación sobre Regulación Financiera del Grupo de Mercados Financieros de la London School of Economics, Londres, Reino Unido, [c.a.goodhart@lse.ac.uk]. Una primera versión de este artículo se publicó en The future of finance: The LSE report, A. Turner et al., eds., London, London School of Economics and Political Science, 2010. Documento original en inglés. Traducción de Alberto Supelano. Fecha de recepción: 27 de agosto de 2010, fecha de modificación: 12 de septiembre de 2010, fecha de aceptación: 21 de octubre de 2010.
RESUMEN
[Palabras clave: regulación financiera, contagio, gobernanza de los bancos, evaluación del riesgo, riesgo sistémico, problemas de fronteras; JEL: E44, E58, G18, G28]
La regulación financiera normalmente se impone como reacción a una crisis anterior, en vez de fundarse en principios teóricos. En el pasado la regulación se empleó para mejorar las prácticas de manejo de riesgo de los bancos individuales. Esto fue erróneo. En vez de eso, la regulación se debería centrar primero en las externalidades sistémicas (contagio) y luego en la protección de los consumidores (información asimétrica). Es difícil cuantificar las externalidades sistémicas. Puesto que los costos de una quiebra financiera son altos, una respuesta natural es añadir regulaciones adicionales a un conjunto de intermediarios regulados, pero esto puede deteriorar su capacidad para intermediar y lleva a problemas de frontera, entre regulados y no regulados y entre diferentes sistemas regulatorios nacionales.
ABSTRACT
[Keywords: financial regulation, contagion, bank governance, risk assessment, systemic risk, boundary problems; JEL: E44, E58, G18, G28]
Financial regulation is normally imposed in reaction to some prior crisis, rather than founded on theoretical principle. In the past, regulation has been deployed to improve risk management practices in individual banks. This was misguided. Instead, regulation should focus first on systemic externalities (contagion) and second on consumer protection (asymmetric information). The quantification of systemic externalities is difficult. Since the costs of financial breakdown is high, a natural response is to pile extra regulation onto a set of regulated intermediaries, but this can impair their capacity to intermediate and leads onto border problems, between regulated and unregulated and between different national regulatory systems.
La regulación financiera siempre ha sido una respuesta ateórica y pragmática de funcionarios prácticos y políticos interesados en problemas inmediatos, que siguen el dictamen: “no debemos permitir que vuelva a ocurrir”. Cuando el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea (CSBB) se creó en 1974-1975, para tratar algunos de los problemas emergentes de las finanzas globales y la banca transfronteriza, el modus operandi era hacer una mesa redonda para discutir la práctica corriente en cada Estado miembro y tratar de llegar a un acuerdo sobre cuál era la “mejor” práctica, y luego armonizar en torno a ella. Poco o ningún esfuerzo se hizo para volver a los primeros principios, y empezar preguntándose por qué debería haber regulación bancaria, fuera doméstica o transfronteriza.
Basilea I, el Acuerdo sobre Regulación del Capital de 1988, fue impulsado por la preocupación de que muchos de los principales bancos internacionales, sobre todo de Estados Unidos, habían quedado insolventes, según el procedimiento contable de ajuste a valor de mercado, por la crisis de la deuda de México, Argentina y Brasil de 1982. El Congreso quería imponer mayores regulaciones de capital a los bancos estadounidenses, pero fue disuadido por el argumento del “campo de juego nivelado”, según el cual una medida unilateral sólo trasladaría el negocio al extranjero, especialmente a los bancos japoneses. De ahí el llamado del CSBB. De nuevo poco o ningún esfuerzo se hizo para explorar cuál era la necesidad fundamental de mantener capital ni cuál podría ser su nivel óptimo (Hellwig, 1996 y 2008). La meta del 8% fue resultado de un balance entre el deseo de evitar, y de ser posible revertir, el largo descenso de esa proporción y la preocupación de que un fuerte aumento de la proporción requerida por encima de los niveles preexistentes pudiera llevar al desapalancamiento de los bancos y a la desaceleración del crédito, lo que sería malo para la economía. Fue un compromiso práctico.
Basilea I fue forjado por funcionarios de bancos centrales a puerta cerrada, con pocos aportes de los bancos comerciales, los regulados. Pero cuando esos mismos practicantes de la banca central intentaron trasladar la atención del riesgo de crédito, el foco exclusivo de Basilea I, a una gama de riesgos más amplia, en particular el riesgo de mercado, a mediados de los años noventa su aproximación inicial de “bloques de construcción”, de haut en bas, de esos riesgos fue rechazado por los bancos comerciales porque era técnicamente antediluviano. Según estos, tenían una metodología más actualizada de valoración de riesgo, en particular el valor en riesgo (VAR) (n.b., el VAR se derivó de desarrollos anteriores de la teoría de finanzas de economistas como Markowitz y Sharpe). Los funcionarios se aferraron a ella con entusiasmo. Permitía basar la regulación en el precepto de que el manejo de riesgo de cada banco individual se elevara y se armonizara con el nivel de los “mejores” bancos, con la ventaja adicional de que la metodología se podía enraizar en las (mejores) prácticas de los bancos técnicamente más avanzados. La idea implícita era que si se hacía que todos los bancos copiaran los principios de los mejores, el sistema en conjunto sería seguro. Casi nadie examinó críticamente esta proposición, y resultó ser equivocada.
Era errónea por dos razones principales mutuamente asociadas. Primera, las preocupaciones de manejo de riesgo de los bancos individuales son, y deben ser, muy diferentes de las de los reguladores. Un banquero quiere saber cuál es su riesgo en circunstancias normales, el 99% del tiempo. Si ocurre un choque extremo, las autoridades responderán de todas maneras. Para esas condiciones normales, el indicador VAR está bien diseñado. Pero no maneja adecuadamente el riesgo de cola (Danielsson, 2002). Es el riesgo de cola de tales choques extremos lo que debería preocupar al regulador.
Segunda, todo el proceso se centró en el banco individual, pero lo que debería importar al regulador es el riesgo sistémico, no el riesgo individual. Según la mayoría de indicadores de riesgo individual, cada banco nunca había parecido más sólido, medido por Basilea II y la contabilidad a valor de mercado, que en julio de 2007, en vísperas de la crisis: Adair Turner subraya que los márgenes de CDS sobre los bancos en general llegaron entonces al mínimo histórico.
LA JUSTIFICACIÓN DE LA REGULACIÓN
Los banqueros son profesionales. El gobierno, o los reguladores delegados, no deberían tratar de determinar cuánto riesgo asumen ni definir la forma particular de evaluar tales riesgos, siempre que los perjuicios derivados de resultados adversos sean internalizados por ellos mismos y sus inversionistas profesionales, tenedores de deuda o de acciones. En esas circunstancias no hay lugar para una intervención de las autoridades, por riesgoso que parezca el plan de negocios del banco.
Esto indica inmediatamente dos de las tres razones teóricas para la regulación/supervisión: las externalidades y la protección de consumidores no profesionales de servicios bancarios (información asimétrica). La tercera razón es el control del poder de monopolio, pero, con excepciones menores, por ejemplo, el acceso a cajas de compensación, ésta no es una preocupación relevante en el sistema financiero. Todo ello se argumenta en mayor extensión en el Informe de Ginebra (2009) sobre “Los principios fundamentales de la regulación financiera”. Aunque las externalidades son la preocupación más importante, por la pérdida potencial para la sociedad de la deficiencia o la falta de regulación/supervisión, es quizá más fácil empezar por la protección de los clientes (información asimétrica).
INFORMACIÓN ASIMÉTRICA
La pericia de los profesionales -sean médicos, abogados, asesores financieros independientes o banqueros- se basa en su presunto mayor conocimiento. Como obtener ese conocimiento consume tiempo y es costoso, el cliente está por definición en desventaja. En muchos casos sólo necesitamos ayuda profesional raras veces, pero cuando la necesitamos es vital, de modo que la repetición no es una salvaguardia. Schleifer (2010), en “Regulación eficiente”, pregunta por qué un recurso, a la Coase, a los tribunales no puede sustituir a la regulación en esas circunstancias. Responde que el proceso judicial es demasiado demorado, costoso e incierto. De nuevo, y si bien la revelación de información y la obligación de distinguir funciones (es decir, la separación entre asesoría y ejecución) pueden ser salvaguardias parciales, la primera depende de que el cliente tenga tiempo e inteligencia para interpretar lo que se revela, y la segunda aumenta notablemente los costos.
Además, cuando un choque lleva (eventualmente) a que los depositantes entiendan que su banco está en problemas, hay una corrida bancaria, y una vez se percibe la corrida es racional unirse a ella. Con un sistema de banca de reservas fraccionarias es probable que esa corrida ocasione la quiebra del banco, a menos que sea respaldado por el banco central. Si las pérdidas de esa quiebra se internalizaran totalmente el asunto sólo importaría a los clientes del banco, y, aparte de la protección de los clientes, no importaría (mucho) a la economía más amplia; pero en muchos casos (no en todos) esa quiebra bancaria provoca graves externalidades.
Así, hay dos razones para adoptar el seguro de depósitos, al menos para depositantes minoristas no profesionales: proteger a los clientes y evitar corridas bancarias. El seguro es costoso y provoca riesgo moral. Por tanto, el regulador/supervisor, que también ha de ser profesional, debería en principio, como cualquier otro inversionista profesional, valorar el riesgo relativo de proporcionar ese seguro y cobrar una prima apropiada. En la práctica, esto no ocurrió en el pasado. Nadie puede medir exactamente el riesgo en un mundo incierto (no ergódico), y todo intento de medirlo se ha incluido en la categoría “demasiado difícil”. En cambio, las primas del seguro han estado relacionadas, con base en una tasa fija, con el total de depósitos asegurados en un nivel bajo, históricamente relacionado. Después de la crisis y de la iniciativa Obama (enero de 2010) de establecer un impuesto a los bancos, eso puede cambiar con la posible introducción general de impuestos a los bancos en muchos países, ojalá ex ante y no ex post, y con una tasa no fija sino relacionada con el riesgo o con las transacciones (impuesto Tobin). Ya veremos.
Algunos comentaristas argumentan que la imposición de un gravamen bancario relacionado con el riesgo es todo lo que se necesita para incentivar a los banqueros a que sean prudentes y establecer un fondo de apoyo a los intermediarios financieros demasiado grandes para quebrar (DGPQ), de modo que, aparte de las demás medidas de protección de los consumidores, todas la regulación/supervisión restante se podría eliminar. Esto no es así, pues ignora el papel y la importancia de las externalidades, a los que pasamos en seguida.
EXTERNALIDADES
Cualquier acción de mercado que realice un jugador en un mercado puede afectar la posición económica de todos los demás jugadores de ese mercado. Si compro (vendo) un activo, su precio tenderá a aumentar (caer) y la riqueza actual de todos los jugadores, medida al precio actual de mercado, tenderá a aumentar (disminuir). Si soy más defensivo (agresivo) en mis prácticas de préstamo pidiendo más (menos) garantías a mis posibles prestatarios, estos pueden comprar y mantener menos (más) activos, lo que reduce (eleva) los precios de los activos en general. Si deseo mantener activos más seguros (más riesgosos), los márgenes de riesgo, y a menudo la volatilidad, de los activos más riesgosos aumentan (disminuyen), lo que hace que esos activos parezcan aún más riesgosos (menos riesgosos) en el mercado. Estos efectos pecuniarios de los ajustes del mercado no representan en sí mismos externalidades sociales ni son causa de contagio sistémico, pero pueden llegar a serlo, en particular si unas pérdidas extremas llevan a bancarrotas y liquidación, como veremos en seguida.
En nuestro sistema financiero existen muchas de esas espirales que se amplifican a sí mismas (ver, p. ej., Adrian y Shin, 2008, Brunnermeier y Pedersen, 2005, e Informe de Ginebra, 2009). Su carácter procíclico intrínseco es más claro cuando la contabilidad se efectúa al valor razonable, con base en el ajuste al valor de mercado. Éste no es, sin embargo, un argumento contundente contra la adopción de ese patrón de medición, pues muchas contrapartes (mayoristas) parcialmente informadas, las que más probablemente participen en corridas bancarias, pueden imaginar el efecto del cambio del precio de mercado sobre la riqueza y, dada la incertidumbre, su imaginación puede llevar a una imagen peor que la realidad. En todo caso, si la contabilidad no se hace al valor “justo”, ¿qué valor “injusto” sería preferible? La conclusión de esas consideraciones seguramente debe ser que una mejor manera de manejar la prociclicidad es introducir anticiclicidad en nuestras regulaciones macroprudenciales, un tema que tratan Large y Smithers (2010).
Las espirales de mercado que se amplifican a sí mismas no importarían, salvo para los directamente involucrados, si todas esas pérdidas/ganancias se internalizaran. Entonces no habría externalidades sociales. Así sucedería si todas esas pérdidas/ganancias recayeran sobre los accionistas, lo que sucedería si todos los activos estuvieran respaldados por capital propio, o si los tenedores de acciones tuvieran responsabilidad ilimitada (y la riqueza cubriera todas las deudas). De hecho, en los primeros días de la banca, hasta cerca de 1850 en muchos países, esa era la intención de la política bancaria. Pero cuando la escala de la industria aumentó en relación con el tamaño, la disposición y la capacidad de las pequeñas sociedades bancarias de responsabilidad ilimitada para extender suficiente crédito de medio plazo a las empresas industriales, se tomó la decisión consciente de pasar a bancos por acciones de responsabilidad limitada, cuyo mayor riesgo resultante se mantenía bajo control mediante una mayor transparencia de sus cuentas y la regulación externa.
Las directivas o ejecutivos de cualquier empresa saben mucho más acerca de ella que cualquier otro y son dados a usar esa información para extraer rentas de terceros. Ese hecho de la vida es la razón de ser de los bancos, que tienen (deberían tener) una ventaja comparativa para obtener información de los prestatarios, y de la existencia de ciertos contratos, por ejemplo, de deuda a interés fijo (y del salario nominal fijo), cuyo propósito es economizar costos de información imponiendo sanciones legales al deudor (empleador) cuando incumple los términos del contrato, en forma de bancarrota (y/o renegociación bajo coacción)1. Infortunadamente, los costos sociales de esas bancarrotas son en general enormes en el caso de grandes intermediarios financieros interconectados, tan enormes que, después de la bancarrota de Lehman Brothers en septiembre de 2008, muchos gobiernos han aceptado que esos intermediarios son demasiado grandes para quebrar (DGPQ). ¿Cuáles son esos costos? Hay, quizá, cinco de tales conjuntos de costos:
1. Los costos directos de usar recursos legales/contables para liquidar la empresa. Estos pueden ser considerables.
2. La dislocación potencial de los mercados financieros y de los sistemas de pagos.
3. La pérdida de capacidad/información especializada de quienes trabajan en la institución en bancarrota. Muchos se trasladarán a empleos similares en otra parte después de un tiempo, pero aun así las pérdidas pueden ser considerables.
4. La incertidumbre inmediata, y última pérdida potencial, de todos los acreedores del intermediario financiero. Esta no sólo incluye a los depositantes del banco y a quienes tienen reclamos de seguros sino también a quienes tienen transacciones incompletas, activos empeñados o en custodia y otras formas de deuda asegurada o no asegurada, etc., etc. Aunque la pérdida final puede ser muy pequeña (como en el caso de Continental Illinois), la incapacidad temporal para usar los activos congelados y la incertidumbre acerca del momento de su liberación y de la valoración en ese momento puede ser grave.
5. Además de los acreedores del intermediario financiero en quiebra, los deudores potenciales suelen tener un acuerdo explícito o implícito con el intermediario para endeudarse más, es decir, facilidades de crédito no utilizadas. Estas desaparecen al instante con la bancarrota. Aunque puedan o no ser replicables en otra parte, esto tomaría tiempo, esfuerzo y quizá costos adicionales. Entre tanto, se pierde el acceso potencial al dinero.
Algunos colegas, en particular John Kay (2010b; ver también Kay, 2010a, y Treasure Select Committee, 2010), se centran en los costos de bancarrota que recaen en los depositantes y los sistemas de pagos, y argumentan que, una vez estos sean protegidos, no se necesita regular a ningún otro intermediario financiero o protegerlo de la bancarrota. En mi opinión, esta es una visión muy estrecha de esos costos. Lehman Brothers era un banco “casino” con pocos depósitos minoristas y pocos vínculos con el sistema de pagos. En la crisis de 2007-2009, ningún depositante perdió un centavo, y después de las garantías del gobierno nadie espera perderlo. Pero la crisis indujo una fuerte reducción del acceso a crédito y un apretón de los términos para obtenerlo, y esos efectos la agravaron. Una economía capitalista es una economía basada en el crédito, y todo lo que restrinja gravemente el flujo permanente de crédito la perjudica. Centrarse únicamente en la protección de los depositantes (minoristas) no es suficiente.
Uno de los propósitos de este escrito es demostrar que las externalidades sociales que justifican la regulación financiera (más allá de la protección de los consumidores) están íntimamente relacionadas con la estructura de gobernanza de los intermediarios financieros, a la que pasamos en seguida, y con la forma, la estructura y los costos de la bancarrota, que tratamos más adelante.
LA ESTRUCTURA DE GOBERNANZA DE LOS BANCOS
No hay ningún llamado a un retorno general a la responsabilidad ilimitada de los accionistas de los bancos, aunque en Estados Unidos hay cierto arrepentimiento por haber trasladado las grandes casas de inversión (de corredores/agentes comerciales) del estatus de sociedades simples al de sociedades anónimas. De manera especial en vista de la crisis reciente, sería imposible conseguir suficientes fondos de capital para financiar a nuestros intermediarios financieros con base en la responsabilidad ilimitada. Además, en vista del carácter de una sociedad por acciones de responsabilidad limitada, el equivalente a una opción de compra de los activos del banco, los accionistas tenderán a alentar a los ejecutivos del banco a emprender actividades más riesgosas, en particular en épocas de auge. Northern Rock era una de las favoritas de la Bolsa de Valores de Londres hasta pocos meses antes de que colapsara. Es entonces un error intentar alinear los intereses de los ejecutivos bancarios, que toman las decisiones, con los de los accionistas (Bebchuk y Fried, 2009, y Bebchuk y Spamann, 2010). De hecho, como mostraron Beltratti y Stulz (2009), fueron los bancos con las estructuras de gobernanza más amigables con los accionistas los que tendieron a un peor desempeño en la crisis reciente.
Se podría argumentar que las estructuras de pagos de Wall Street y de la City han sido más apropiadas para una estructura de sociedad simple que para una de responsabilidad limitada. La ira del público obedecía más a la continuación de altas remuneraciones después del desastre general que a enormes bonificaciones en buenos tiempos. Esto lleva a preguntar si se podría hacer más para que la remuneración de los ejecutivos bancarios (o al menos una parte de ella) fuera de nuevo más parecida a la de responsabilidad ilimitada, por ejemplo, mediante un sistema extendido de recuperación (Squam Lake, 2010), mediante bonificaciones sujetas a responsabilidad ilimitada (Record, 2010) o exigiendo que sus pensiones se inviertan totalmente en capital de su propio banco (una sugerencia que una vez hizo G. Wood). Sin embargo, hasta ahora, el argumento para hacer esto se apoya en gran parte en la percepción pública de lo que sería éticamente apropiado, y no tanto en la evidencia empírica de que las actuales estructuras de pagos de los ejecutivos bancarios los llevaron conscientemente a tomar riesgos con la expectativa de que su banco fuera rescatado por los contribuyentes (Fahlenbrach y Stulz, 2009). La evidencia es, en cambio, que en general la alta gerencia simplemente no era consciente de los riesgos que estaba tomando (pero quizá en algunos casos no deseaba conocerlos; en los auges, las advertencias de los administradores de riesgo pueden dejarse de lado).
Si bien que la posibilidad de reducir el costo social de bancarrota mediante una reversión a la responsabilidad ilimitada de los accionistas o de los ejecutivos bancarios tiene límites, es posible lograrlo aumentando la relación entre capital y deuda, es decir, reduciendo el apalancamiento, lo que permite internalizar una mayor proporción de cualquier pérdida. Además, el merecidamente famoso teorema Modigliani-Miller (1958) dice que, con unos supuestos cuidadosamente estructurados, el valor de una firma debería ser independiente de su estructura de capital (obligaciones). La intuición básica es que cuando el capital propio aumenta proporcionalmente, la prima de riesgo de la deuda debería disminuir pari passu.
Una razón para que esto no suceda es que la deuda es deducible de impuestos, de modo que el paso de deuda a capital suprime el descuento tributario. Aunque las ventajas fiscales de la deuda se reconsideran ocasionalmente -una vez se comentó que el ministro de Hacienda en la sombra del Reino Unido seguía esta línea de pensamiento-, las desventajas internacionales de hacerlo en forma unilateral serían abrumadoras, y no es probable que sea aprobado a nivel internacional. La otra razón importante para que la deuda se considere más ventajosa es que los beneficios de evitar los costos de bancarrota son sociales (externos) y no internalizados, y que aún no tiene precio la provisión implícita o explícita de redes de seguridad para intermediarios DGPQ, por ejemplo, en forma de apoyo a la liquidez y la solvencia, garantías y seguros directos.
Esto lleva a tres consideraciones no mutuamente excluyentes. Primera, como los beneficios de más capital para evitar quiebras de intermediarios DGPQ son en su mayor parte sociales mientras que los costos son privados, la sociedad tiene derecho a imponer normas, por ejemplo sobre capital, liquidez y márgenes, que deberían hacer más remota la posibilidad de quiebras. Dicha regulación se revisa en la siguiente sección. Segunda, como parte del problema es que el seguro general que se proporciona a los intermediarios DGPQ no tiene precio, una solución (parcial) sería dar precio al riesgo del seguro que se ha de proporcionar imponiendo una prima de riesgo específica. Se dio un gran paso hacia esa respuesta cuando el presidente Obama propuso un impuesto específico a los bancos en enero de 2010. Es cierto que sólo tenía una pequeña relación con el riesgo, y que se fijaría ex post y no ex ante, de tal manera que tendría poco impacto como incentivo. Aun así, abrió la puerta para considerar cómo valorar con más cuidado cómo se podría diseñar un impuesto/gravamen ex ante relacionado con el riesgo.
Una importante objeción a esta línea de ataque es que los burócratas y los reguladores nunca podrán fijar adecuadamente el precio del riesgo, y así los intermediarios DGPQ se dedicarán al arbitraje regulatorio. Una sugerencia propuesta por Acharya et al. (2009 y 2010) es exigir que el sector privado fije el precio del seguro, pero entonces, ¿quién aseguraría a los aseguradores? Acharya et al. responden sugiriendo que el sector privado sólo proporcione un pequeño porcentaje de ese seguro, digamos el 5%, suficientemente alto para obligarlos a hacer el ejercicio con cuidado, pero bastante pequeño para que absorban cualquier pérdida resultante sin contagio de tipo dominó. Mientras que el sector público proporcionaría la mayor parte del seguro, a un precio determinado por el sector privado.
El tercer enfoque es exigir o alentar a los intermediarios DGPQ para obtengan más capital, no todo el tiempo sino en épocas de tensión inminente. Su versión principal es la propuesta de exigir que los bancos emitan deuda convertible en capital en épocas de tensión, es decir, deuda convertible condicional (los COCO) (Squam Lake, 2009). Aunque este principio ha despertado algún entusiasmo, aún falta elaborar los detalles de su funcionamiento (p. ej., detonadores, fijación del precio y dinámica del mercado) y examinar con más detalle las ventajas relativas de los COCO frente a los requerimientos de capital macroprudenciales anticíclicos.
Otra versión de este enfoque general fue expuesta por Hart y Zingales (2009), quienes sugieren que cada vez que el margen de CDS de un intermediario DGPQ suba por encima de cierto nivel se exija que obtenga más capital en el mercado, o que sea clausurado. Ésta se puede considerar como otra versión de la acción correctiva inmediata (tratar de enfrentar la quiebra de un intermediario DGPQ antes de que llegue a la insolvencia), cuya idea general se trata en más detalle en la última sección, y también como una forma de exigir que los bancos obtengan más capital en épocas de tensión. En mi opinión, el problema de esta propuesta particular es que la dinámica de mercado resultante sería desastrosa. Un banco que active el detonador estaría obligado a emitir acciones en un momento en que el mercado de nuevas emisiones no sería quizá receptivo, induciendo una baja del valor de las acciones. Ese ejemplo reduciría el valor de las acciones y elevaría los márgenes de CDS de todos los bancos asociados. Eso, en mi opinión, llevaría casi de inmediato a la propiedad pública temporal (nacionalización) de casi todos los bancos de un país.
Lo que para mí es sorprendente es el entusiasmo de tantos economistas para invocar complejos esquemas de ingeniería financiera para enfrentar esos problemas, cuando existen remedios más simples y más antiguos. Por qué no exigir que ningún intermediario DGPQ pueda pagar dividendos o elevar la remuneración de los ejecutivos (en términos per cápita) cuando prevalezcan condiciones desastrosas (Goodhart et al., 2010). Un problema de esto es que si las condiciones de tensión se definen a nivel de banco individual, daría aún más incentivos para manipular datos contables; mientras que si se hiciera a nivel nacional, tendría un impacto diferencial sobre los bancos extranjeros frente a los domésticos y castigaría injustamente a los bancos relativamente prudentes y exitosos. Quizá una respuesta sería que la exigencia sólo fuera efectiva cuando ambas condiciones se desencadenen al mismo tiempo.
Otra propuesta más antigua era que el tenedor de acciones respondiera por la exigencia de capital adicional en alguna cantidad, usualmente el valor a la par de la acción. Aunque en Estados Unidos fue de uso común en los primeros años, cayó en desuso después de los treinta, porque no contribuyó a evitar las quiebras bancarias de la época. Además, puede llevar a que el valor presente neto de una acción se vuelva negativo, lo que no sólo lleva a un colapso del valor de las acciones, sino a que esas acciones terminen vendiéndose a inversionistas ignorantes.
Lo que observo (Goodhart, 2010) es que los europeos tienden a centrarse más en el primero de estos mecanismos para reducir la frecuencia y los costos de los DGPQ y de la bancarrota en forma de regulaciones financieras. En cambio, los estadounidenses tienden a dar más énfasis al segundo y al tercero, es decir, a introducir y fijar precio al seguro mediante una especie de mecanismo de mercado. Esto refleja su mayor escepticismo acerca de la eficacia de la regulación burocrática, y el mayor escepticismo de los europeos respecto a la eficiencia de los mecanismos de mercado.
Por escéptico que se pueda ser sobre la eficacia de la regulación financiera, es cierto que una respuesta a la crisis reciente será extender y hacer más estricta dicha regulación, lo que examinamos a continuación.
REGULACIÓN MÁS ESTRICTA
Cualquier tonto puede hacer bancos más seguros. Todo lo que debe hacer es elevar los requerimientos de capital (sobre activos ponderados por el riesgo) e introducir (o restringir) relaciones de apalancamiento, restablecer las relaciones de liquidez adecuadas y aplicar márgenes más altos a las transacciones apalancadas, como los préstamos hipotecarios (es decir, relaciones préstamos a valor, PV, o préstamos a ingreso, PI). ¿Por qué entonces nuestros bancos y otros intermediarios financieros sistémicos no son ya más seguros? ¿Será por tonta negligencia? El problema es que la regulación es costosa. Lleva a los bancos a una posición menos rentable y menos preferida en sus actividades como intermediarios. Su posición preferida anterior puede haberse debido en parte a que recibían rentas derivadas de la baja fijación del precio del seguro social a los intermediarios DGPQ. Pero aun así, si esas rentas se eliminaran, por regulación o fijando precio a esos riesgos, la intermediación bancaria se volvería menos rentable. Y sería mucho más costosa, es decir, con mayores márgenes comprador/vendedor habría menos intermediación y los préstamos bancarios seguirán contrayéndose; una recuperación sin crédito sería entonces más probable, como advirtió el FMI (Cardarelli et al., mayo de 2009).
Muchos de los problemas de nuestro sistema financiero surgieron porque la tendencia de crecimiento de los préstamos (expansión de crédito) superó notablemente a la tendencia de crecimiento de los depósitos en los bancos minoristas en las últimas décadas (Schularick y Taylor, 2009, 6; cuadro 1, parte del cual se reproduce a continuación):
Cuadro 1
Resumen de estadísticas anuales por período
Esto indujo a los bancos a responder de tres principales maneras:
1. Remplazar deuda segura del sector público por activos más riesgosos de sector privado.
2. Complementar los depósitos minoristas con financiación mayorista, siendo esta última a menudo de muy corta madurez porque es más barata y más fácil de obtener cuando los mercados se ponen nerviosos.
3. Originar para distribuir, titularizando una proporción creciente de los préstamos nuevos.
El peligro de iliquidez de los intermediarios apalancados se entiende cada vez más. La falla surge entonces de la combinación de una preocupación por la solvencia final, que evita otras formas de conseguir fondos nuevos en el mercado, y por la iliquidez o incapacidad para pagar las facturas, la cual finalmente empuja a las instituciones en riesgo al borde de la quiebra. En una comparación de bancos quebrados y bancos más exitosos en el curso de la crisis reciente (IMF Global Financial Stability Report, 2009), las relaciones de capital del período inmediatamente anterior a la crisis no mostraron ninguna diferencia significativa. Esto sugiere, pero ciertamente no prueba, que la antigua inclinación (anterior a los años setenta y a las finanzas globales) a dar mucho más peso a las relaciones de liquidez, y quizá un poco menor a las relaciones de capital, podría ser sensata.
Willem Buiter (2008) expuso un contraargumento: que ningún activo es líquido si el Banco Central hace préstamos sobre él. Pero el Banco Central puede prestar sobre cualquier cosa. Si el Banco Central adopta un enfoque expansivo de su papel como prestamista de última instancia, no se necesitan requerimientos de liquidez específicos. Es interesante que Willem Buiter (2009) después expusiera un argumento totalmente opuesto, siguiendo a Marvin Goodfriend (2009): que el Banco Central debería limitar sus operaciones a la negociación de deuda del sector público, debido a las implicaciones cuasi fiscales de la negociación de activos del sector privado. Tampoco creo eso, pero hace pensar que las operaciones (bien sean compras directas o préstamos con garantía) de deuda del sector privado con mercados más estrechos y más volátiles, y por tanto con una valoración menos cierta, suscitan la pregunta de qué precio y qué términos debería ofrecer el Banco Central. Unos términos demasiados generosos dan un subsidio a los bancos, con un costo y un peligro potencial para el Banco Central y los contribuyentes. Unos términos muy onerosos no ayudarían a los bancos ni alentarían mucha inyección de liquidez adicional. La ventaja de que los bancos mantengan un mayor amortiguador de deuda del sector público es que facilita el problema de fijar el precio del apoyo del Banco Central a la liquidez y da a todos los interesados más tiempo para planear su estrategia de recuperación.
Un requerimiento de liquidez es un oxímoron. Si se debe seguir manteniendo un activo para cumplir el requerimiento, no es líquido. Lo que se necesita es un amortiguador, no un requerimiento mínimo. Se cuenta la historia de una turista que llega a una estación a altas horas de la noche y se siente dichosa al ver un taxi libre. ¡Ella lo llama, sólo para que el taxista le diga que no la puede ayudar porque las leyes locales exigen que haya un taxi en la estación en todo momento! Si el enfoque para que los bancos sean más seguros es una forma de prima de seguros, o sea un mecanismo de precios (Perotti y Suárez, 2009), el gravamen impuesto a los intermediarios DGPQ puede ser una función inversa de su coeficiente de liquidez (entre otros determinantes). Si el mecanismo es la regulación externa, el objetivo debería ser asegurar que actúe como amortiguador, no como un mínimo. Eso implicaría un alto nivel “plenamente satisfactorio” con una escala cuidadosamente elaborada de sanciones cuando el coeficiente de liquidez se deteriore cada vez más. El diseño de una escala de sanciones es esencial y mucho más crítico que la elección arbitraria de un nivel satisfactorio al cual apuntar. La falla previa del CSBB para apreciar este punto crucial fue la que vició buena parte de su trabajo anterior.
Para recapitular, existe un trade-off entre la extensión y el grado de regulación de los bancos, para hacerlos más seguros, y su capacidad para intermediar entre prestamistas y prestatarios, en particular su capacidad para generar flujos de crédito con términos aceptables para los prestatarios potenciales. Una posible manera de combinar un sistema bancario más pequeño/seguro con un flujo mayor de crédito es restablecer la titularización, la práctica de originar para distribuir. Un problema de esta última es que dependía altamente de la confianza en que la calidad de los créditos estaba garantizada por las agencias calificadoras, debido a la diligencia de los originadores y a la mejor liquidez por el apoyo del banco matriz. Si falta esa confianza, la duplicación de información puede ser terriblemente costosa. El intento de restaurar la confianza, especialmente en la diligencia debida, exigiendo que los bancos mantengan una parte (vertical) de todos los tramos de un producto titularizado puede llevar a que el ejercicio sea menos atractivo para los originadores potenciales. De modo que el mercado de titularización se mantendría estático.
Así, la capacidad de nuestro sistema financiero para generar un crecimiento del crédito superior al crecimiento de los depósitos podría llegar a su fin, en un momento en que el crecimiento de los depósitos se puede desacelerar. Introducir la nueva regulación en forma gradual y por etapas durante un período de transición sólo prolongaría el ajuste. Pero está lejos de ser claro cómo se podrían ajustar el sistema financiero y la economía más amplia. Lo que es más preocupante es que, en el afán de re-regular y “golpear a los banqueros”, muy pocos participantes están pensando en esos problemas estructurales.
Esos problemas estructurales no son, infortunadamente, los únicos que enfrentan los reguladores. Veamos algunos de ellos.
LOS PROBLEMAS DE FRONTERAS
Hay varios problemas genéricos relacionados con la regulación financiera. Entre ellos, dos problemas perennes ligados a la existencia de fronteras importantes pero porosas. La primera, entre entidades reguladas y no reguladas (o menos reguladas), donde estas últimas pueden ofrecer un substituto (parcial) de los servicios de las primeras. La segunda, clave, entre Estados, donde el sistema jurídico y el sistema regulatorio difieren entre un Estado y otro.
Traté el primero de ellos en alguna extensión en la National Institute Economic Review (2008) y en el Apéndice al Informe de Ginebra (2009). Perdónenme por reproducir algunos párrafos:
En particular, si la regulación es efectiva, restringirá al regulado para lograr su posición preferida e irrestricta, a menudo reduciendo su rentabilidad y el rendimiento de su capital. De modo que es probable que los rendimientos alcanzables dentro del sector regulado disminuyan en relación con los que pueden conseguir sustitutos externos. Habrá un traslado de negocios del sector regulado al no regulado. Para proteger sus propios negocios, los del sector regulado intentarán abrir operaciones conectadas con el sector no regulado para aprovechar sus mejores oportunidades. El ejemplo de los bancos comerciales que establecieron conductos asociados, vehículos especiales de inversión (SIV) y fondos de cobertura en la última burbuja de crédito es un ejemplo oportuno.
Pero esta condición es muy general. Una de las propuestas más comunes, al menos en el pasado, para enfrentar los diversos problemas de la regulación financiera es limitar el seguro de depósitos bancarios y la red de seguridad a un conjunto de “bancos estrechos”, que estarían obligados a mantener únicamente activos líquidos y “seguros”. La idea es que esto proporcionaría depósitos seguros a los huérfanos y las viudas. Además, estos bancos estrechos recurrirían a una caja de compensación y mantendrían en funcionamiento el sistema de pagos, sin importar lo que ocurriera en otra parte. Para las demás instituciones financieras afuera del sistema bancario estrecho, sería un caso de “el riesgo es del comprador”. Se les d ebería permitir quebrar, sin apoyo oficial ni recapitalización de los contribuyentes.
De hecho, en el Reino Unido se puso en práctica algo parecido a un sistema de banca estrecha en el siglo XIX, con el Post Office Savings Bank y el Trustee Savings Bank. Pero la idea de que la red oficial de seguridad se debería limitar al POSB y al TSB nunca se tomó en serio. Y no podía serlo. Cuando un “banco estrecho” está obligado a mantener activos líquidos seguros, está impedido simultáneamente para obtener rendimientos más altos y para ofrecer a sus depositantes altas tasas de interés u otros servicios valiosos (como sobregiros). Y en buena conciencia las autoridades no podrían impedir que los bancos más amplios establecieran su propia caja de compensación. Así, el sistema bancario externo a los bancos estrechos crecería mucho más rápido en circunstancias normales; proporcionaría la mayor parte del crédito al sector privado, y participaría en los procesos claves de compensación y de pagos de la economía.
Esto se podría evitar por ley, adoptando medidas legales para prohibir que los bancos más amplios proporcionen medios de pago o establezcan sistemas de compensación y de pagos propios. Estas medidas tienen al menos cuatro problemas. Primero, tropiezan con consideraciones de economía política. Tan pronto como un grupo significativo de electores tuviera interés en preservar una clase de intermediarios financieros, demandaría y recibiría protección. Lo atestiguan los fondos del mercado de dinero y la “quiebra de la paridad” [es decir, no poder reembolsar a sus inversionistas a la par o mejor; lo que implica una pérdida neta de fondos de depósito] en Estados Unidos. Segundo, es intrínsecamente antiliberal. T ercero, a menudo es posible eludir esas restricciones legales, por ejemplo, haciendo que un banco amplio haga todas sus órdenes de pago a través de un banco estrecho asociado. Cuarto, las razones para que las autoridades se preocupen por los intermediarios financieros, para bien o para mal, van más allá de garantizar el mantenimiento del sistema básico de pagos y la protección de los depositantes pequeños. Ni Bear Stearns ni Fannie Mae tenían depositantes pequeños ni cumplían un papel integral en el sistema básico de pagos.
Cuando ocurre una crisis financiera, es usual que ésta primero ataque al sector desprotegido, como ocurrió con los SIV y los conductos en 2007. Pero la existencia del diferencial entre el sector protegido y el desprotegido tiene entonces la capacidad para empeorar la crisis. Cuando el pánico y la aversión extrema al riesgo se afianzan, los depositantes y acreedores del sector desprotegido, o más débil, buscan retirar sus fondos, y colocarlos en el sector protegido, o más sólido, con lo que redoblan las presiones sobre los sectores débiles y desprotegidos, que son entonces forzados a vender activos a precios de saldo, etc. La combinación de la frontera entre protegidos y desprotegidos, con mayores restricciones a los negocios del sector regulado, casi garantiza un ciclo de flujos a la parte no regulada del sistema durante las expansiones cíclicas, con súbitas y perjudiciales reversiones durante las crisis.
En la medida en que la regulación sea efectiva para obligar al regulado a pasar de una posición preferida a una posición menos deseada, puede generar un problema de frontera. Éste es, entonces, una ocurrencia o una respuesta común a casi cualquier imposición regulatoria. Un ejemplo actual (2010) es la propuesta de establecer controles a los intermediarios financieros sistémicamente importantes (IFSI). Para que estos sean castigados se necesita, por razones de equidad y justicia, alguna definición, algunos criterios, de qué es un IFSI, un ejercicio de gran complicación. Pero una vez se establezcan esa definición y una frontera clara, habrá un incentivo para que las instituciones se ubiquen a un lado u otro de esa frontera, el que parezca más ventajoso. Supongamos que empezamos con un país pequeño con tres bancos, cada uno con la tercera parte de los depósitos y considerado como DGPQ, y que la definición de un IFSI es un banco con más del 20% de los depósitos totales. Si cada banco se dividiera en dos clones idénticos de sí mismo para evitar la regulación más pesada, con portafolios y conexiones interbancarias similares, ¿habría habido mucho progreso? La similitud implica contagio. De hecho, la regulación tiende a alentar y a fomentar un comportamiento similar. ¿Se deduce entonces que la regulación aumenta los peligros de colapso sistémico que según su propósito debería prevenir? ¿El deseo de alentar a todos los regulados a adoptar, y armonizar, el comportamiento de los “mejores” realmente pone en peligro la capacidad de recuperación del sistema en su conjunto?
La segunda frontera de importancia crítica para la regulación es la frontera entre Estados, cada uno con sus propias estructuras legales y regulatorias: el problema transfronterizo. En un sistema financiero global con (relativamente) libre movimiento de capitales entre fronteras, la mayoría de las transacciones financieras que se originan en un país se pueden ejecutar en otro. Esto significa que cualquier restricción, o impuesto, que se establezca a una transacción financiera en un país puede ser evadida (fácilmente) trasladándola para que tenga lugar bajo la jurisdicción legal, tributaria y contable de otro país, a veces, en realidad a menudo, al amparo de una filial o una sucursal del mismo banco/intermediario involucrado en el país inicial.
Esto tiende a generar arbitraje regulatorio hacia la jurisdicción más laxa; aunque no siempre, porque las partes de un contrato valorarán la certidumbre legal y la confiabilidad del contrato. Otro aspecto de este síndrome es el llamado a “un campo de juego nivelado”. Un Estado que intente imponer unilateralmente una regulación más dura que la que rige en algún otro país será acusado de que la regulación sólo beneficiará a los competidores extranjeros con poca o ninguna restricción de las transacciones subyacentes.
Además, la preocupación transfronteriza puede limitar la aplicación de reglas anticíclicas. Los ciclos financieros, alzas y bajas, difieren en intensidad de un país a otro. Los precios de la vivienda aumentaron mucho más en Australia, Irlanda, España, Reino Unido y Estados Unidos que en Canadá, Alemania y Japón en 2002-2007. La expansión del crédito bancario también difirió notablemente entre países. Pero si la regulación se vuelve anticíclicamente estricta en los países en auge, en un sistema financiero global, ¿no llevará eso a transferir esas transacciones al extranjero? Londres ha sido el centro donde se arreglan tales operaciones financieras transfronterizas.
¿HAY SOLUCIONES?
Quizá la mayor necesidad sea la de un cambio esencial en la forma en que todos, pero especialmente los reguladores y supervisores, concebimos los propósitos y el funcionamiento de la regulación financiera, es decir, un cambio de paradigma. La vieja idea era que el propósito de la regulación es refrenar a las instituciones individuales para que no tomen riesgos excesivos, y que la forma de hacerlo es alentar, u obligar, a todas las instituciones (bancos) a armonizar con las “mejores prácticas” exigiéndoles que mantengan proporciones adecuadas de capital o liquidez o cualquier cosa.
La tesis de este ensayo es que este enfoque estaba equivocado en varias dimensiones. Primera, el papel del regulador/supervisor no debería ser el de tratar de limitar los riesgos que toma una institución individual, siempre que esos riesgos sean internalizados en forma adecuada. Se debe preocupar en cambio por las externalidades, es decir, por limitar el grado en que los desarrollos adversos que enfrenta un actor del sistema financiero pueden ocasionar mayores problemas a otros actores. Se están desarrollando diversas metodologías para medir y luego contrarrestar esas externalidades, tales como CoVar, “Expected Shortfall” y CIMDO, pero se necesita hacer mucho más2.
Segunda, el intento de limitar esas externalidades no se debería hacer fijando relaciones mínimas requeridas, bien sea de capital, liquidez o, quizá, incluso de los márgenes en general. Hay dos razones principales para no hacerlo así. Primera, ese proceso esteriliza y hace inutilizable el capital o la liquidez intra-marginal. Segunda, nadie puede jamás determinar correctamente cuál debería ser el nivel “correcto” de tal salvaguardia, y el esfuerzo y el tiempo se desperdician intentando determinarlo. En cambio, se necesita dedicar mucha más reflexión al diseño de una escala, de preferencia continua, de sanciones, bien sean pecuniarias, por ejemplo, en forma de un impuesto, o no pecuniarias, en forma de prohibiciones cada vez más severas de la libertad de acción de un intermediario cuando su capital, su liquidez y sus márgenes disminuyan y su apalancamiento aumente.
Uno de los propósitos de tener una función más continua de sanciones es que sería posible aplicar la regulación a una gama más amplia de intermediarios, y evitar así el problema de frontera entre los regulados y los no regulados. Así todos los intermediarios financieros (apalancados) quedarían sujetos a las regulaciones, bancos pequeños y grandes, fondos de cobertura y fondos del mercado de dinero, así como los bancos; pero si la institución apalancada es pequeña, con pocas contrapartes entre otros intermediarios financieros (es decir, no interconectada), con bajo apalancamiento y liquidez satisfactoria, no debería sufrir ninguna sanción. Cuanto más se convierta una entidad apalancada en un “banco en la sombra” riesgoso, mayor la sanción (contra el riesgo de externalidades y la imposición de costos a la sociedad) que se debería aplicar. Tratar de remodelar la regulación siguiendo estos lineamientos implicará un gran esfuerzo, pero podría ser una manera de superar el problema de frontera entre los regulados y los no regulados.
A propósito, según esta clasificación, los “bancos estrechos” de John Kay y los intermediarios financieros totalmente basados en capital de Larry Kotlikoff no enfrentarían castigos o sanciones, o muy pocas, mientras que aumentarían los castigos/sanciones cuando los intermediarios sigan estrategias crecientemente riesgosas, caso en que la escala de castigos/sanciones se debería calibrar para relacionarla con el riesgo adicional para la sociedad. Aunque esa calibración es difícil, sería preferible a dejar totalmente desregulada o totalmente prohibida a toda esa intermediación “riesgosa”. Ninguna de estas últimas opciones sería sensata ni deseable.
Para limitar y controlar el riesgo sistémico, los supervisores deben ser capaces de identificarlo. Eso requiere más transparencia. Esa es una razón, pero no la única, para exigir que las transacciones de derivados estandarizados se realicen a través de una contraparte centralizada y que las demás transacciones extrabursátiles (TEB) sean reportadas y registradas en un depósito de datos centralizado. De manera similar, sería deseable simplificar y aumentar la transparencia de las titularizaciones. La confianza en las calificaciones de crédito fue un medio para que en el pasado los compradores pasaran por alto muchos detalles (legales). En este campo, las agencias calificadoras de crédito perdieron su reputación, por ahora; ¡aunque en el ejercicio de calificación de deuda soberana su influencia hoy parece más fuerte que nunca!
Por muchos que sean los incentivos que se proporcionen para un comportamiento más prudente, lo que implica castigar el comportamiento imprudente, seguirán ocurriendo casos de quiebra e insolvencia. Como ya se señaló, las bancarrotas son la principal causa de riesgo social y de que se recurra a los contribuyentes. Por ello es necesario tratar de limitar y prevenir la bancarrota y reducir sus ramificaciones sociales en caso de que ocurra, por ejemplo, internalizando las pérdidas.
Además del objetivo de controlar las externalidades, el riesgo social y la necesidad de recurrir a los contribuyentes, existe también, como se señaló en una sección anterior, una justificación para algunas regulaciones adicionales basadas en la información asimétrica y la protección de los clientes. Generalmente, aunque no siempre, es en esta última categoría que tienen su lugar propuestas tales como la regulación de productos y el seguro de depósitos. Aquí no las discutimos en detalle porque las dificultades para aplicar estas regulaciones y los costos de las fallas regulatorias son mucho menores que en el caso de la regulación macro prudencial.
Muchos economistas daban gran peso al concepto de acción correctiva inmediata (PCA en inglés) para reducir los costos de quiebra. Este concepto fue incorporado en la Ley de Mejoramiento de la FDIC de 1991, por medio de la cual un banco que estuviera gravemente subcapitalizado, por debajo del 2% (es decir, con una relación de apalancamiento mayor de 50), debía conseguir más capital rápidamente o sería clausurado, para evitar que hubiese grandes pérdidas que se tendrían que compartir de alguna manera.
Pero esto no evitó la crisis en Estados Unidos, aunque las principales quiebras iniciales, Fannie Mae, Lehman y AIG, ocurrieron en intermediarios a los que no era aplicable dicha PAC. Aun así, la PAC fue menos efectiva de lo que se esperaba. En las crisis, el valor residual estimado del capital se erosiona rápidamente; y, antes del colapso final, puede ser manipulado con subterfugios contables (como la Repo 105 que usaba Lehman Brothers). In extremis, la liquidez puede ser un mejor gatillo que el capital, o un indicador suplementario preferible.
Una queja general es que muy pocas de las pérdidas sufridas fueron internalizadas entre los tenedores de bonos y en cambio fueron transferidas a los contribuyentes, lo que aumentó las externalidades y el costo social. Pero debemos recordar por qué se hizo esto. Fue debido a que muchos de esos tenedores de bonos eran intermediarios apalancados, como el Reserve Primary Fund, cuya caída bajo par desató la corrida en los fondos mutuos del mercado de dinero, o tenían suficiente poder para amenazar con un retiro masivo de fondos de este mercado (¿los chinos?) y con ello desencadenar un desastre aún peor. Así, el contagio fue más un problema entre tenedores de bonos que entre depositantes.
Una conclusión es que si, en el caso de una crisis financiera, las pérdidas no pueden ser internalizadas entre tenedores de bonos o depositantes, los bancos deben ser inducidos y alentados (n.b., mediante una escala continua de sanciones y no mediante un mínimo requerido) a mantener más capital básico tangible. Otro enfoque es el precompromiso (p. ej., mediante un contrato) de los tenedores de bonos a asumir pérdidas de capital en una crisis. Este es uno de los propósitos de los bonos contingentes condicionales propuestos (COCO), que se deben convertir forzosamente en capital cuando se activen ciertos gatillos de tensión. Igual que con los bonos bancarios ordinarios, esto podría llevar al contagio si los COCO estuvieran en manos de otros intermediarios financieros apalancados. Aun en ausencia de dicho contagio, todavía no se ha observado el costo relativo ni la dinámica de mercado de esos COCO en una crisis. Y no se ha explorado si su uso sería preferible al mecanismo más simple de alentar mayores tenencias de capital, quizá en formato anticíclico.
Otra manera de disminuir la probabilidad y el costo de quiebra es obligar a la institución apalancada y a su(s) supervisor(es) a planear por adelantado esas eventualidades adversas. Éste es el propósito del concepto de “testamento en vida”, o Régimen de Resolución Especial (SRR en inglés) que ha ganado tanta fuerza últimamente (y con razón) como una iniciativa deseable en el campo de la regulación financiera. El “testamento en vida” tiene dos partes (ver Huertas 2010a, 2010b y 2010c). La primera consiste en un plan de recuperación, que esboce cómo puede, frente a una crisis real, una institución apalancada reforzar su liquidez y su capital, por ejemplo, deshaciéndose de activos no esenciales, para seguir en el negocio. Esto se podría acordar entre una institución y su supervisor principal (de la sede de la matriz), aunque tendría implicaciones para los supervisores anfitriones.
La segunda parte de un “testamento en vida” implica planear la liquidación de una institución financiera en quiebra, si el plan de recuperación es insuficiente. En este caso, el (los) supervisor(es) puede(n) exigir que la institución financiera emprenda ciertas acciones preparatorias, por ejemplo, mantener un data room, o depósito de datos (lo que permitiría que un liquidador/administrador externo tenga suficiente conocimiento de la condición actual del intermediario financiero para liquidarlo) y, quizá, simplificar su estructura legal, con el mismo propósito. Pero el acuerdo sobre la forma de liquidar al intermediario y cómo repartir las pérdidas residuales debe ser necesariamente entre sus reguladores/supervisores.
Aun dentro de un solo país, muchos grandes intermediarios, en particular los que se consideran ‘universales’, pueden tener varios supervisores, y cada uno debería conocer su papel por anticipado. Pero casi todos los intermediarios financieros sistémicamente importantes (IFSI) tienen actividades transfronterizas significativas, y, aunque en vida puedan ser internacionales, se vuelven nacionales en la muerte. De hecho, algunas de las peores complicaciones y resultados, después de la quiebra, surgieron por dificultades de la liquidación internacional, como en los casos de Lehman y los bancos islandeses Fortis y Dexia.
Avgouleas et al. (2010) sugieren basarse en el concepto de “testamentos en vida” para desarrollar un procedimiento legal de bancarrota acordado internacionalmente para los IFSI, pero, dadas las preferencias arraigadas en cada país por sus tradiciones y prácticas legales históricamente determinadas, esto puede ser utópico. En cambio, Hüpkes (2009a y 2009b) propone la adopción de un procedimiento internacional de liquidación caso por caso para cada IFSI.
Ese procedimiento también podría incluir o no un acuerdo ex ante de reparto de la carga (Goodhart y Schoenmaker, 2006). Aparte de la dificultad para lograrlo, hay algunos argumentos en contra: que se harían intentos ex post para renegociarlo, que el acuerdo previo podría parecer injusto o inadecuado en circunstancias imprevisibles y que podría implicar riesgo moral. Aunque este último se aduce con frecuencia, en cuanto los ejecutivos responsables sean despedidos resulta exagerado. Ello sin perjuicio de que la entidad se mantenga o no como empresa en marcha. El argumento a favor de tal ejercicio ex ante es que, sin él, serán mucho más probables quiebras y cierres descoordinados y costosos (Freixas, 2003).
En términos más amplios, la globalización financiera en general y las actividades transfronterizas de los IFSI en particular significan que el argumento del campo de juego nivelado se utilizará para oponerse a casi toda iniciativa regulatoria unilateral. La respuesta principal es, por supuesto, tratar de lograr un acuerdo internacional, y se ha creado una estructura integral de instituciones y procedimientos para tratar de llevarlo adelante, con éxito variable. Es inevitable y quizá adecuado que éste sea un proceso lento. Quienes decían que estábamos perdiendo el impulso potencial de la crisis para reformar la regulación financiera simplemente no consideraron la mecánica del proceso. Además, cualquiera de los principales países financieros, unos tres o cuatro países, puede vetar las propuestas que no le gusten, así que de nuevo los acuerdos tenderán a representar el mínimo común denominador, una vez más quizá deseablemente.
Por último, puede haber circunstancias y casos en que un regulador pueda aceptar el argumento del campo de juego nivelado y aún ser efectivo. Un ejemplo puede ser hacer cumplir el límite máximo de cobertura de los créditos hipotecarios prohibiendo que los créditos destinados a financiar la cuota inicial puedan ser cobrados mediante procesos judiciales. Otro ejemplo serían restricciones encaminadas a impedir el apalancamiento y la toma de riesgo excesivos por parte de bancos domésticos, en vez de tratar de controlar la expansión del crédito total, que puede ser financiada por bancos extranjeros.
CONCLUSIÓN
La crisis actual ha impuesto una reconsideración fundamental de la regulación financiera, y con buena razón pues gran parte del enfoque, y de los efectos, del sistema existente fue mal diseñado, por haberse concentrado en el riesgo individual y no en el riesgo sistémico, y por su carácter procíclico. En respuesta, ahora tenemos un fermento de nuevas ideas, muchas de ellas mencionadas aquí. Se necesita hacer mucho más trabajo adicional para discernir cuáles de esas ideas son buenas y cuáles no lo son tanto.
NOTAS AL PIE
1. Esta es esencialmente la razón para que no arranquen las propuestas de L. Kotlikoff y varios colegas, Chamley, Ferguson, Goodman y Leamer (2009), de transformar toda la banca en banca de fondos mutuos, basada en acciones.
2. Esta vertiente de análisis incluye a Brunnermeier y Pedersen (2009), Adrian y Brunnermeier (2009), Acharya et al. (2010a), Segoviano (2006 y 2010) y Segoviano y Goodhart (2009). Ver también IMF (2009, cap. 3).
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