SUPERFREAKONOMICS: ENFRIAMIENTO GLOBAL, PROSTITUTAS PATRIÓTICAS Y POR QUÉ LOS TERRORISTAS SUICIDAS DEBERÍAN CONTRATAR UN SEGURO DE VIDA
SUPERFREAKONOMICS: GLOBAL COOLING, PATRIOTIC PROSTITUTES, AND WHY SUICIDE BOMBERS SHOULD BUY LIFE INSURANCE
Stephen Levitt y Stephen Dubner, Buenos Aires, Editorial Debate, 2010, 320 pp.
Pablo J. Mira*
* Magíster en Economía, director de Información y Coyuntura del Ministerio de Economía y Finanzas Públicas de Argentina, Buenos Aires, Argentina, [pmiral@mecon.gov.ar]. Fecha de recepción: 13 de septiembre de 2010, fecha de modificación: 29 de septiembre de 2010, fecha de aceptación: 21 de octubre de 2010.
Superfreakonomics, del economista Steven Levitt y el periodista Stephen Dubner, es la saga del éxito de ventas que le precedió, Freakonomics. Como reconocen los propios autores e indica su título, el libro dobla la apuesta de la incorrección de los temas que trata. Con publicidad casi hollywoodesca, la tapa promete sexo y violencia en gran escala, y se debe reconocer que las expectativas se cumplen con creces. Luego de haber dedicado Freakonomics a los vendedores de drogas y otros temas tabú, Levitt y Dubner sienten la necesidad imperiosa de dedicar Superfreakonomics a cuestiones todavía más políticamente incorrectas, ofreciendo un análisis sin tapujos de una lista que abarca la prostitución como negocio, las estrategias para que un terrorista no sea apresado, los límites de la quimioterapia para curar el cáncer y el comercio de órganos, entre otros.
Los autores se sienten cómodos en su cometido de asestar golpes de efecto desafiando la moralina. Pero es posible que esta estrategia tienda a encontrar sus propios límites, y seguramente Levitt y Dubner no sean inmunes a ellos. Aunque un próximo volumen de la serie trate la pederastia o el robo de bebés, la repercusión de temas cada vez más espinosos debería seguir la ley de rendimientos decrecientes, hasta producir saciedad en el lector.
De todos modos, al meternos de lleno en el libro comienza a quedar claro que el objetivo de los autores no es jugar a asustar o atraer al lector mediante la publicación de rebeldías varias. Levitt reconoce en varias páginas el legado de Gary Becker, colega de la Universidad de Chicago. Becker, galardonado por su trabajo con el premio Nobel, fue uno de los primeros economistas en utilizar herramientas y criterios económicos neoclásicos para analizar temas de otras disciplinas. En aquel tiempo, esta osadía provocó el rechazo de una parte importante de la comunidad académica dedicada a ciencias sociales como la sociología, la historia o la psicología; que consideró que Becker estaba colonizando con el poder imperial del formalismo económico algunos campos que ya disponían de métodos establecidos y probados para generar conocimientos.
Superfreakonomics demuestra ante todo que Levitt es de lejos el mejor alumno de Becker. El autor reporta resultados que remiten a las ideas de su maestro, y se preocupa por que causen el máximo impacto, como sucede con su sugerencia de perseguir a los consumidores de droga y sexo y no a los vendedores, o con su propuesta de establecer un mercado de venta de órganos a cambio de dinero para potenciales donantes. ¡vivos!
Pese a que Levitt insiste en las ventajas de estudiar fenómenos de todo tipo con la caja de herramientas de la (micro)economía estándar, muchos de sus hallazgos no se derivan necesariamente de la aplicación de este instrumental. En efecto, muchos de sus argumentos sólo requieren un planteamiento estadístico adecuado, el diseño de un experimento con buenos controles o una buena técnica econométrica. Tal como suele suceder con el matemático John Allen Paulos, o con nuestro crédito local argentino Adrián Paenza, los autores intentan llevar “agua a su molino” y considerar internas a su disciplina técnicas que podrían perfectamente corresponder a otra. Un psicólogo o un estadístico tendrían el mismo derecho a publicar algunos de los hallazgos vertidos en Superfreakonomics como pertenecientes a su campo de estudio.
De todos modos, mi impresión es que estas costumbres son por entero positivas. Demuestran que hay espacios de conocimiento comunes a diferentes disciplinas, y que los enfoques complementarios no se deben confundir con la hojarasca posmoderna que sugiere que cualquiera puede discutir sobre cualquier tema. Levitt, como Paulos o Paenza, se dedica a ese espacio común a toda ciencia que es pensar, y lo hace de manera entretenida, clara y probablemente muy útil.
Pero, como ya mencioné, Levitt va algo más allá de la mera presentación de una serie de ideas asombrosas e inteligentes. Su objetivo no es tan sólo mostrar que su mentor Gary Becker trazó una avenida interesante para recorrer, sino que este vilipendiado académico estaba completamente en lo cierto. Esto es casi lo mismo que decir que los postulados de la microeconomía neoclásica constituyen el marco adecuado para entender el comportamiento humano. Si, como define con amplitud Levitt en su anterior libro, la economía es “la ciencia que estudia los incentivos”, será difícil establecer sus límites epistemológicos.
Las irreverencias de Levitt incluyen también algún ataque personal a colegas y un asalto a una nueva corriente de pensamiento. Luego de quemar las naves en los primeros dos capítulos dedicados a la prostitución y el terrorismo, Levitt dedica todo el capítulo 3 (de un total de cinco) a menoscabar los aportes de la Economía del Comportamiento. Pese que a primera vista el objetivo de la investigación de esta escuela parece similar al que proponen Becker y Levitt (ambas ramas pretenden evaluar las características intrínsecas de la conducta humana), Levitt ve en la Economía del Comportamiento a un competidor, no a un amigo, porque esta escuela ha venido realizando experimentos que demuestran la insuficiente racionalidad del homo economicus, mientras que Levitt está empeñado en proclamar exactamente lo contrario: que los agentes económicos son plenamente racionales. En forma inteligente, Levitt reduce la contienda a un solo aspecto del homo economicus: su egoísmo y, por tanto, su falta de altruismo y solidaridad. Pero aquí el autor es arbitrario, porque egoísmo no es sinónimo de homo economicus, ni altruismo es antónimo de egoísmo. Comencemos por la segunda relación.
Conforme a la definición de la Real Academia Española, una persona altruista es aquella que procura el bien ajeno aun a costa del propio. Pero este significado es insuficiente para examinar el comportamiento económico, porque en la práctica es muy difícil encontrar un ejemplo en el que detrás de un acto aparentemente altruista no pueda invocarse una razón egoísta. Dar limosna nos hace sentir bien, ayudar a nuestros conocidos puede buscar que ellos se preocupen por nosotros en el futuro y pertenecer a una organización solidaria nos da prestigio ante nuestros pares. Más aún, las actitudes morales que guían nuestras acciones altruistas provienen de cientos de miles de años de evolución humana, moldeadas por el filtro de la selección natural, y por ello es posible que el altruismo libre de toda intención egoísta no exista a escala suficiente. En este contexto, a Levitt le es muy fácil refutar los experimentos que pretenden demostrar un altruismo puro, porque siempre encuentra un argumento egoísta para justificarlo. El más interesante, porque confundió durante largo tiempo a muchos economistas del comportamiento, es que los sujetos experimentales desean aparecer ante los experimentadores como personas m ás solid arias de lo que serían si nadie los estuviera observando. Curiosamente, los autores cuentan en el prólogo que antes de juntarse a escribir Superfreakonomics cada uno de ellos esperaba que el otro se llevara ¡el 60% de las ganancias! No sé si por obra del altruismo o de la ingenuidad, pero esta peripecia parece refutar involuntariamente algunos de los argumentos del capítulo.
Levitt considera que su evidencia es suficiente para rebatir todos los aportes de la economía del comportamiento. Aquí es donde cabe revisar si los conceptos de homo economicus y egoísmo son sinónimos. El individuo racional que caracteriza a la microeconomía usual es egoísta, pero no sólo eso. También es capaz de traducir su egoísmo en una poderosa maquinaria de optimización, que no sólo incluye la intención de maximizar su utilidad o sus beneficios, sino además la posibilidad de llevarla a la práctica de manera efectiva. Y es justamente aquí donde la economía del comportamiento ha demostrado mediante experimentos más que convincentes los límites del entendimiento humano. Centenares de experimentos han mostrado que nuestra racionalidad es más que acotada y además que, a la hora de decidir, nuestras fallas y sesgos son sistemáticos. Basten algunos ejemplos: los humanos no respetamos la transitividad de nuestras preferencias, erramos vergonzosamente en el cálculo de probabilidades, confundimos series aleatorias con series con patrones definidos, construimos falsas inferencias a partir de causalidades inexistentes, ignoramos información relevante y usamos la irrelevante, mostramos exceso de confianza en nosotros mismos, etc.
El análisis de los tópicos que se discuten en los dos últimos capítulos prescinde manifiestamente del método económico. Se refieren éstos a la posibilidad de adoptar soluciones sencillas a problemas complejos o, más precisamente, que se creían insalvables, como la alta tasa de mortalidad en accidentes automovilísticos o el problema del calentamiento global. En general, la teoría económica de los últimos cincuenta años poco tuvo para decir sobre el papel de la tecnología y de la inteligencia humana para resolver problemas concretos; tampoco contribuyó con un punto de vista original para ayudar a enfrentar los peligros ambientales. Y lo único que Levitt parece tener para decir es que las respuestas baratas y eficaces suelen ser mejores que las caras e inútiles. En la cuestión del calentamiento global, apela a la noción de externalidades y su internalización, un concepto que se viene repitiendo desde hace cinco décadas.
Sus veladas estrategias para defender la conveniencia de la teoría neoclásica y rescatar a Becker no deben minimizar la enorme capacidad del autor para utilizar el método científico en economía y divulgarlo en forma clara y amena. Es evidente que muchas ideas de Becker y Levitt contribuyen a comprender mejor algunos fenómenos en situaciones particulares.
Otra ventaja no menor de Superfreakonomics es que se trata de un libro para todos. Los no economistas se sorprenderán, y los economistas que defiendan los conceptos tradicionales de la economía encontrarán sosiego. Y tengo la impresión de que este libro también podría servir a aquellos académicos que objetan la “economía vulgar” y derivan sus ideas únicamente de renombrados economistas clásicos pretendidamente impolutos. A ellos, esta obra les da la posibilidad de encarar un desafío: tomar alguna de las proposiciones de Levitt y procurar refutarla. Si no lo logran, conviene relajarse y disfrutar de haber encontrado una explicación interesante, aunque provenga de una ideología diferente. Y si lo logran, lo mejor es hacerlo saber, porque es así como avanza la ciencia.