SEPARACIÓN DE PODERES Y FORMA DE GOBIERNO EN COLOMBIA: COMENTARIOS AL DOCUMENTO DE LA MISIÓN ALESINA
SEPARATION OF POWERS AND FORM OF GOVERNMENT IN COLOMBIA: COMMENTS TO ALESINA’S MISION
Rodrigo Uprimny*
* Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia.
Quiero agradecer a FEDESARROLLO, a la Facultad de Economía de la Universidad Externado y a mis colegas de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional, esta invitación a comentar el texto División de poderes: una estimación de la separación institucional de los poderes políticos en Colombia, de M. Kugler y H. Rosenthal1.
Quiero igualmente resaltar la importancia de la llamada Misión Alesina, pues los colombianos estamos en mora de discutir, académicamente y con rigor, propuestas de reforma institucional. La razón: todo indica que en los próximos años, ya sea como consecuencia de un proceso de paz exitoso, o ya sea sin que éste fructifique, habrá procesos de reestructuración institucional. En tal contexto, y si queremos que nuestra sociedad tenga más posibilidades de poner en marcha instituciones eficaces que permitan profundizar nuestra precaria democracia, es necesario que exista un debate académico, vigoroso y serio sobre el tema, a fin de evitar que se adopten diseños institucionales erróneos, por simple ignorancia. Como diríamos los abogados, si vamos a poner en marcha una reforma ineficiente o antidemocrática, hagámoslo con dolo, esto es, con la perversa intención de obtener ese resultado, pero no con culpa, o sea por negligencia derivada de no haber estudiado suficientemente el asunto, pues los costos sociales y humanos de esa ignorancia son demasiado altos.
Los siguientes dos ejemplos, entre muchos otros, justifican esa preocupación, pues muestran que la Asamblea Constituyente de 1991 adoptó ciertos diseños institucionales inadecuados, en gran medida por desconocimiento del tema. El primero es el caso de la Fiscalía General de la Nación. Una revisión de los debates constituyentes permite constatar que los colombianos no sabíamos muy bien lo que era un sistema penal acusatorio, y adoptamos entonces un sistema ‘a la colombiana’, ignorando toda la experiencia de derecho comparado. En gran parte, por eso tenemos hoy un diseño de la Fiscalía que es perjudicial, pues es ineficiente en términos investigativos, y riesgoso para los derechos ciudadanos, en la medida en que el órgano acusador tiene también funciones propias de los jueces2. El segundo ejemplo es el caso de la circunscripción nacional para el Senado, que fue defendida en la Asamblea Constituyente con el propósito de que una de las dos cámaras del Congreso tuviera una vocación más global y permitiera el surgimiento de líderes y movimientos de presencia nacional. La idea me parece acertada, no sólo por esa razón sino además porque justifica mejor la existencia del bicameralismo colombiano. Sin embargo, en gran parte por desconocimiento del tema, los delegatarios mantuvieron para la integración de esa corporación un régimen electoral que, según cualquier estudio mínimo de sistemas comparados, es incompatible con ese propósito, pues conduce a la proliferación de listas y a la llamada ‘operación avispa’3.
Estos dos ejemplos son interesantes porque la adopción del particular diseño de la Fiscalía General o el mantenimiento del régimen electoral de residuo más fuerte en la circunscripción nacional no se hicieron porque un determinado grupo político hubiera defendido con fuerza esa reforma en la Asamblea Constituyente, por considerarla un elemento esencial de su propuesta constitucional. Todo indica que ni los delegatarios ni los expertos en la materia en Colombia fueron muy conscientes de las implicaciones prácticas de esas fórmulas institucionales, y por ello terminaron adoptándolas. Y hoy tenemos dos reformas constitucionales en curso (la reforma política y la reforma a la Fiscalía) que intentan precisamente corregir esos errores de diseño institucional. Esto muestra pues que la Misión Alesina puede cumplir un propósito muy útil, aunque uno pueda diferir de muchos de sus análisis y propuestas, pues estimula una discusión académica y política sobre esos temas estratégicos de reforma institucional.
Para comentar específicamente el trabajo sobre separación de poderes de Kugler y Rosenthal utilizaré lo que podríamos denominar una metodología ‘tipo western’, recordando esa película clásica del Oeste llamada Lo bueno, lo malo y lo feo. Intentaré entonces mostrar lo bueno, lo malo y lo feo de este documento. Lo bueno: sus aciertos metodológicos e interpretativos, y la viabilidad de algunas de sus recomendaciones; lo malo: sus errores fácticos, sus vacíos y ciertos análisis inconsistentes; y lo feo: un cierto sesgo ideológico del texto, que deja al lector con la idea de que los autores quieren vendernos un modelo de organización institucional único, que poco se adecúa a la realidad colombiana, la que no parecen conocer muy bien. Terminaré sugiriendo algunas alternativas de análisis, que me parece que conducen a propuestas más fecundas que aquellas que plantean los autores.
LO BUENO DEL DOCUMENTO: METODOLOGÍAS SUGESTIVAS, INTERPRETACIONES ACERTADAS Y PROPUESTAS VIABLES
El trabajo tiene ciertos desarrollos metodológicos positivos que conviene resaltar. Los autores tienen razón en asumir una perspectiva comparada para estudiar el problema institucional colombiano. Esta visión comparada representa un acierto, no sólo de este documento sino en general de todos los trabajos de la Misión Alesina. Los colombianos a veces exageramos nuestra especificidad institucional y social. Creemos que somos tan raros, tan distintos del resto del mundo y que nuestra situación es tan peculiar, que poco podemos aprender de los estudios comparados. Y esto es un error metodológico y político. Es cierto que nuestro país tiene algunos rasgos singulares y ciertos elementos paradójicos que pueden sorprender a los analistas foráneos. Pero eso no justifica el abandono de los estudios comparados, sobre todo cuando se trata de proponer reformas institucionales, pues podemos terminar repitiendo, con enormes costos humanos, experiencias desafortunadas que ya han vivido otras sociedades. La invitación que formula la Misión Alesina en general, y el documento de Kugler y Rosenthal en particular, de mirar el caso colombiano en una perspectiva comparada, es refrescante y útil.
De otro lado, también comparto el llamado a la modestia que hacen los autores, al reconocer que no hay fórmulas mágicas para enfrentar las crisis institucionales, ni que existe un ‘único mejor’ en este campo, porque, como ellos dicen, países con instituciones distintas han logrado empero tradiciones exitosas de desarrollo democrático. Esto implica que, sin negar la importancia y las posibilidades de la llamada ‘ingeniería constitucional’, es necesario formular las propuestas de reforma con humildad, no sólo porque no hay fórmulas universales, pues las soluciones institucionales dependen de su capacidad de responder adecuadamente a las necesidades propias de cada sociedad, sino además, porque, como ellos insisten, las propias posibilidades de poner en marcha una reforma institucional dependen también de las trayectorias históricas específicas de cada pueblo. Desafortunadamente, y eso sería lo que llamo lo feo del documento, esa modestia que proclaman a veces la pierden cuando plantean sus recomendaciones de reforma, pues tienden a considerar que existe un único modelo adecuado de instituciones para el desarrollo democrático: aquellas que aseguran los derechos de propiedad y el cumplimiento de los contratos.
Finalmente, desde el punto de vista metodológico, los autores también tienen razón en incorporar, siguiendo los postulados de la llamada nueva economía política, el análisis del comportamiento estratégico, no sólo en los cuerpos políticos, que era lo que se había hecho tradicionalmente, sino también en los cuerpos judiciales. Si bien el ideal en una democracia es que los jueces, por sus virtudes, estén por encima de toda sospecha, es obvio que también incurren en manejos estratégicos, y por ello conviene examinar qué tipos de comportamientos generan los diversos incentivos que establecen las distintas reglas institucionales. Es pues una perspectiva metodológica fecunda y que conviene profundizar en el país.
Además de esas sugerencias metodológicas, varios diagnósticos e interpretaciones del documento son válidos y pertinentes. Así, es indudable que aunque en Colombia existe cierta separación orgánica y funcional entre los distintos órganos del Estado, no existe un adecuado equilibrio entre los poderes, debido al excesivo predominio histórico de la figura presidencial en la dinámica política del país. Los autores parecen defender una tesis semejante, y hacen un relato bien logrado de la excesiva discrecionalidad que de ha gozado el ejecutivo en el pasado, por ejemplo con declaraciones permanentes de estados de sitio, estados de emergencia, expedición de disposiciones legales en desarrollo de facultades extraordinarias, etc. Esta constante legislación por parte del ejecutivo, sobre todo antes de la Constitución de 1991, erosionó la dinámica y la vitalidad del Congreso. Por ende, el documento acierta en señalar que en Colombia hay un problema de falta de equilibrios y contrapesos adecuados entre los poderes.
Igualmente, tienen razón los autores en indicar que existen problemas de incoherencia institucional, que deben ser resueltos. Por ejemplo, los recurrentes conflictos entre las altas cortes, en innumerables temas, muestran que ni sus competencias ni sus jerarquías están claramente delimitadas.
Finalmente, coincido con el diagnóstico del documento, según el cual la competencia política en Colombia es muy precaria. Esta tesis puede parecer a primera vista paradójica, pues un gran número de movimientos y organizaciones políticas presentaron centenares de listas en las últimas elecciones, lo cual sugeriría que el problema colombiano es de exceso más que de falta de competencia política. La crisis colombiana derivaría entonces de un pluralismo desbordado. Sin embargo, lo cierto es que a pesar de la proliferación de listas (o mejor, debido precisamente a ella), aunque existe una competencia feroz entre diversos microempresarios electorales, no existe realmente un debate político nacional ni una competencia entre proyectos políticos alternativos, que busquen conquistar la adhesión ciudadana. En síntesis, existe contienda y lucha entre grupos electorales, pero no una competencia entre proyectos políticos alternativos, que sea tramitada por la vía electoral.
Los anteriores aciertos metodológicos e interpretativos del documento dan sentido a algunas de sus propuestas. Por ejemplo, es necesario clarificar las competencias y jerarquías entre las distintas cortes, con el fin de que exista una mayor coherencia en la rama judicial. Y para ello, podría pensarse, entre otras cosas, en establecer con claridad que la tutela procede contra cualquier providencia judicial, por desconocimiento de la doctrina fijada por la Corte Constitucional, pues de esa manera se aseguraría una interpretación judicial consistente de la Constitución.
Más polémica, y menos sustentada en el documento, pero en términos generales adecuada, es la idea de racionalizar la representación política mediante un control (y eventual reducción) del tamaño de las Cámaras. Es posible que la fórmula que proponen para limitar el aumento excesivo de la Cámara de Representantes no sea adecuada o que la cifra prevista para el Senado no se ajuste a las necesidades de representación que tiene el país, pero conviene pensar en racionalizar la representación política, no sólo por razones fiscales sino también para clarificar el propio debate parlamentario. En efecto, si la idea de las distintas propuestas de reforma electoral en curso es establecer reglas que conduzcan a que en Colombia exista un pluralismo moderado, donde seis o siete partidos estructurados compitan por las simpatías ciudadanas, no parece entonces necesario que el Senado esté integrado por 100 miembros. Su tamaño puede ser menor.
En este punto me separo del comentario de Mauricio Pérez, quien critica la reducción del número de congresistas con el argumento de que en muchas regiones el parlamentario es el único vínculo que tiene la población con el Estado. Los parlamentarios jugarían entonces un importante papel de mediación política, y por ello su número no debería ser limitado. Mi objeción es que, con el fin de combatir la fragmentación política y el clientelismo, es necesario establecer reglas para que la representación política opere a través de partidos y movimientos políticos, y no por medio de congresistas individuales, porque habría que multiplicar el número de congresistas en magnitudes inmanejables, para que cada parlamentario fuera una especie de trabajador social que le resuelva los problemas individuales a cada colombiano. No creo que ésa sea la función del Congreso ni de los sistemas de representación política en una democracia moderna, la que aspiramos a construir en Colombia.
LO MALO: ERRORES FÁCTICOS, ARGUMENTACIONES POCO CONVINCENTES, VACÍOS Y PROPUESTAS CONTRAPRODUCENTES
Después de haber mostrado los aciertos del documento, entro a ver sus vacíos y defectos. Y en este punto, comparto plenamente la objeción de Mauricio Pérez, según la cual lo primero que sorprende de este trabajo, a diferencia de otros documentos de la Misión Alesina, es que los autores no tienen un buen conocimiento de la realidad jurídico-constitucional colombiana. Esto es evidente no sólo por las nulas referencias bibliográficas a investigaciones colombianas sobre el tema sino sobre todo porque la presentación de Kugler y Rosenthal incurre en numerosos errores empíricos. Así, en la versión en inglés del texto, y en el resumen presentado por Alesina de los resultados generales de la misión, alcancé a identificar una docena de errores significativos. En la versión más reciente en español, los yerros más protuberantes fueron eliminados, pero subsisten varias inexactitudes importantes. Y, además, algo que es significativo es que algunas correcciones de la información fáctica equivocada no condujeron a una reformulación del diagnóstico, como si éste fuera independiente del análisis de la realidad empírica colombiana.
Conviene reseñar algunas de esas imprecisiones. En la primera versión en inglés se decía que en las altas cortes hay voto secreto, lo cual es falso, pues en nuestro país, desde hace muchas décadas, no sólo se publican los resultados individuales de cada fallo sino que, además, los magistrados que disienten de la decisión presentan siempre un ‘salvamento de voto’ donde explican su posición jurídica.
En esa versión también se afirmó que la Corte Constitucional tenía libertad para decidir si estudiaba o no una demanda ciudadana contra una ley, lo cual no es cierto. La Corte está obligada a pronunciarse sobre todas estas demandas ciudadanas. Los autores estaban entonces confundiendo el proceso de acción pública ciudadana contra las leyes, donde la Corte tiene el deber de decidir el caso, con las acciones de tutela, por violación de derechos fundamentales, que las personas presentan ante los jueces ordinarios, y de las cuales la Corte Constitucional selecciona discrecionalmente las que considera más relevantes, para unificar la jurisprudencia constitucional.
Estos errores fueron eliminados en la versión española más reciente, pero ésta aún mantiene muchas inexactitudes.
Algunos de estos errores fácticos son menores, pero de todos modos significativos. Por ejemplo, cuando describen la conformación de la Asamblea Constituyente de 1991, los autores se refieren inexactamente a la AD-M19 como ‘Alianza Popular’ y no a la ‘Alianza Democrática’, su verdadera denominación. Esto puede no parecer importante; y tal vez no sea más que un yerro tipográfico. Sin embargo, en la medida en que los autores argumentan que la Constitución de 1991 es populista, y que su exceso de promesas sociales es una de las causas principales de la actual crisis institucional, uno no puede dejar de pensar que esa confusión terminológica sobre el significado de la sigla AD-M19 no es tan inocente sino que expresa un sesgo ideológico del análisis en contra de cualquier forma de constitucionalismo social, al que se descalifica inmediatamente como populista.
Otros errores empíricos son mucho más serios, pues debilitan notablemente muchas de las afirmaciones básicas del documento, como muestran los tres ejemplos siguientes.
De un lado, Kugler y Rosenthal argumentan que uno de los defectos centrales de la Constitución de 1991 es que ésta consagra formas muy rígidas de manejo económico, en vez de limitarse a establecer los arreglos institucionales para la toma de decisiones. Y para sustentar su tesis, sostienen que la Constitución señala objetivos fijos de inflación. Pero esto es falso. La Carta simplemente atribuye a la Banca Central independiente la responsabilidad de preservar el poder adquisitivo de la moneda, en coordinación con la política económica general del gobierno. Corresponde pues a la Junta del Banco de la República fijar discrecionalmente los objetivos anuales de inflación4.
De otro lado, sostienen que en Colombia no hay posibilidad de veto presidencial por razones de conveniencia nacional. Y este punto es importante en su análisis, pues representa uno de sus argumentos en favor de la propuesta de establecer en nuestro país una legislación rápida (‘fast track’), que refuerce el poder presidencial sobre la producción legislativa. Sin embargo, esa afirmación es falsa, y cualquier estudiante de derecho sabe que desde 1886 nuestro ordenamiento confiere al Presidente la posibilidad de objetar un proyecto de ley, por razones de constitucionalidad y por razones de conveniencia5. Es pues claro que en nuestro país existe una forma de veto presidencial por razones de interés nacional, una institución típica de casi todos los regímenes presidenciales. Es cierto que en Colombia esa prerrogativa presidencial no es tan fuerte ni tan eficaz como en Estados Unidos, pues en ese país, se requiere el voto afirmativo de dos terceras partes de los congresistas para superar un veto presidencial, lo cual sucede raramente. Pero la facultad presidencial en Colombia dista de ser nimia, pues sólo una mayoría absoluta de los miembros de una y otra cámara puede derrotar una objeción presidencial. Esa mayoría absoluta no es fácil de obtener y, por tanto, el Presidente tiene un poder de orientación de la legislación mucho mayor que lo que plantea el documento.
Tercero, el texto sugiere que existen ciertas incongruencias en la regulación de los procesos de selección de los miembros de las altas cortes, y propone entonces reformar esos mecanismos. Pero para sustentar esa tesis, los autores incurren nuevamente en inexactitudes. Por ejemplo, argumentan que si alguien aspira a ser magistrado de una alta corte, no puede haber sido juez en el último año, y que esa situación dificulta notablemente que lleguen a las cúpulas judiciales las personas que estén haciendo la carrera judicial, lo cual, según su parecer, es desafortunado. Sin embargo, esa inhabilidad no existe. La Constitución consagra simplemente que para ser elegido magistrado de la Corte Constitucional, la persona no puede haber sido, en el año anterior, magistrado de la Corte Suprema ni del Consejo de Estado, exigencia totalmente razonable porque estas dos últimas entidades elaboran seis de las ternas, a partir de la cuales el Senado elige a seis de los magistrados de la Corte Constitucional. Si no existiera la prohibición, los miembros del Consejo de Estado y de la Corte Suprema podrían incluirse ellos mismos en las ternas, lo cual no parece adecuado en términos de separación de poderes.
Aparte de esos errores empíricos evidentes, el documento también hace presentaciones imprecisas de otros eventos. Por ejemplo, la descripción de ciertas sentencias de la Corte Constitucional es errónea. El documento sugiere que hubo una especie de colusión entre el Congreso y la Corte Constitucional contra un proyecto del gobierno para reestructurar y eliminar ciertas entidades estatales, que era importante para el país. Pero la situación fue otra: el proceso de aprobación en el Congreso de las facultades extraordinarias al gobierno para suprimir y reestructurar entidades estatales fue irregular, y la Corte debió anular esas facultades por medio de la sentencia C-702 de 1999.
El documento tiene entonces una serie de errores fácticos que incomodan, porque muestran un precario conocimiento de la realidad constitucional colombiana. Pero eso no es todo. Además, hay problemas de congruencia argumentativa. Por ejemplo, el texto parte del diagnóstico de que hay populismo en las cortes o en la rama judicial, lo que, dicho sea de paso, es inexacto. Es posible constatar cierto activismo de la Corte Constitucional, que prefiero calificar de progresista y no de populista, pero hablar globalmente de activismo judicial en Colombia es excesivo. Pero lo que quiero resaltar es que en uno de los apartes, los autores insinúan que una de las causas del activismo populista de las cortes es que existe incoherencia en la rama judicial y que no hay claridad en la jerarquía entre las distintas corporaciones judiciales. Por ello proponen una mayor precisión en la definición de las competencias de las altas cortes, y que la Corte Constitucional sea jerárquicamente superior a las otras corporaciones, una especie de supertribunal. Comparto esa recomendación, pero no entiendo muy bien por qué la actual incoherencia y falta de claridad en la jerarquía de las altas cortes ha estimulado el activismo que califican de populismo judicial. En efecto, los estudios en sociología comparada han mostrado que tiende a haber mayor protagonismo judicial de cúpula en aquellos países donde un solo cuerpo judicial concentra la última palabra en los distintos campos judiciales, como los Estados Unidos (donde la Corte Suprema es al mismo tiempo Consejo de Estado, Corte de Casación, Tribunal Constitucional e incluso Consejo Superior de la Judicatura, pues administra la rama), que en aquellos donde ese poder está distribuido entre distintos tribunales y jurisdicciones, precisamente para que ninguna corporación centralice la voluntad de la rama judicial6. No tiene sentido entonces afirmar que la dispersión entre las cortes ha generado activismo judicial en Colombia. No entiendo la lógica de esa tesis.
Tampoco es claro el argumento que asocia la elección de algunos magistrados en la propia rama con el populismo judicial, cuando lo que se decía durante la vigencia de la Constitución anterior era todo lo contrario: que la inmovilidad y el conservatismo de la rama judicial y de su jurisprudencia derivaba del mecanismo de cooptación, pues los jueces sólo seleccionaban personas que compartieran sus opiniones, en general bastante conservadoras. Así, no entiendo por qué si los jueces se seleccionan entre ellos mismos, hay mayor propensión al activismo judicial. Puede que sea así, pero el documento no lo demuestra, y la tesis dista de ser evidente.
Además de esos problemas argumentativos, el documento también tiene vacíos importantes, pues no aborda algunos problemas centrales en cualquier discusión sobre propuestas de reforma de la distribución de poderes en el caso colombiano. Reconozco obviamente que las críticas a los vacíos temáticos de un texto siempre tienen algo de injusto, pues se fundan en opciones y preferencias metodológicas distintas entre los autores y el comentarista. Pero creo que en el presente caso, la objeción se justifica, debido a la importancia objetiva de los dos temas que dejaron de lado los autores.
Por una parte, si el texto se centra en el problema de la separación de poderes y de la forma de gobierno, ¿por qué no menciona, al menos tangencialmente, el debate presidencialismo-parlamentarismo? Me explico: desde hace unas dos décadas, ciertos autores, como Linz (1987) y Valenzuela (1994) han defendido con vigor la idea de que los problemas de incoherencia e inestabilidad institucional en América Latina derivan de la existencia de regímenes presidenciales, y concluyen que nuestros países deberían adoptar una forma parlamentaria de gobierno7. Esa tesis ha sido muy debatida, y otros autores, como Nohlen, se oponen con vigor a ella, pues consideran que es mejor renovar el presidencialismo, para corregir sus defectos8. Esa discusión es importante, y un documento que habla de separación de poderes y reformas institucionales en ese ámbito no puede ignorarla. Los autores parecen considerar, aunque no lo dicen expresamente, que América Latina es por tradición presidencial, que Colombia es presidencial y punto. Creo que el punto amerita un debate más profundo, como intentaré mostrarlo al final de mi comentario.
Tampoco se preocupan por la forma de gobierno más adecuada para una situación posconflicto. Y esta omisión es desafortunada pues no podemos dejar a un lado que estos procesos de reforma institucional son pensados para un país que enfrenta una cruenta guerra, pero que espera alcanzar una paz negociada. Supongamos que logramos salir del conflicto armado y que hay una negociación de paz exitosa. En tal contexto, ¿no es acaso importante reflexionar sobre cuáles son la forma de gobierno y las instituciones más adecuadas para la transición de la guerra a la paz? Es obvio que no se trata de ligar indisolublemente las discusiones sobre reforma institucional al desarrollo del proceso de paz. Son debates y problemas separados pero que tienen correlaciones importantísimas. Hay estudios comparados que han mostrado que ciertas instituciones son trágicas para situaciones posconflicto, por cuanto no logran generar confianza entre los antiguos enemigos y estimulan el resurgimiento de los enfrentamientos armados. En efecto, un diseño institucional que tienda a agudizar la desconfianza puede llevar al resurgimiento del conflicto armado en cualquier momento. Por ejemplo, algunos analistas consideran que uno de los factores (obviamente no el único) que llevó al fracaso de los acuerdos de Bicese de 1991, en Angola, fue la adopción de una forma de gobierno que concentraba el poder en el presidente, y no en coaliciones parlamentarias amplias. Ese diseño constitucional hizo que la lucha política se concentrara exclusivamente en quién iba a dominar la presidencia, un juego de suma cero que dificultaba la cooperación entre los antiguos contendientes. En tal contexto, el grupo del líder guerrillero Savimbi pensó que iba a perder la elección presidencial y decidió volver a la lucha armada en 19929.
Este ejemplo muestra que en el caso colombiano es muy importante reflexionar acerca de la forma de gobierno más adecuada para aclimatar la paz.
LO FEO: PROPUESTAS INCONVENIENTES Y SESGOS IDEOLÓGICOS
Los errores fácticos y los problemas de diagnóstico me llevan al tercer punto, lo feo del trabajo: que esas deficiencias expresan un claro sesgo ideológico. Eso no es en sí mismo problemático, pues todos tenemos nuestras preferencias ideológicas. Lo que sucede es que no sólo no comparto la visión política de los autores sino que además me molesta un poco que presenten su visión, no como lo que es (una opción ideológica) sino como una expresión del consenso de las ciencias sociales en la materia. Kugler y Rosenthal parecen afirmar que en la teoría del desarrollo hay certeza acerca del modelo de organización institucional deseable, a saber, un Estado que proteja los derechos de propiedad, que garantice el Estado de derecho y que estimule el crecimiento. A su vez, su noción de Estado de derecho es bastante estrecha: no es la de aquél que protege a las minorías homosexuales o a los indígenas, sino la que reduce ese concepto a las instituciones que garantizan el cumplimiento de los contratos, con el fin de reducir los costos de transacción. En síntesis, la idea de Estado que guía esas reflexiones es que las instituciones deben asegurar ante todo los derechos de propiedad, la seguridad de los contratos y estimular el crecimiento económico, evitando las pretensiones redistributivas de los ciudadanos. Ese modelo es obviamente una opción ideológica respetable, pero no se puede afirmar que representa la gran teoría o el gran consenso de la ciencia económica contemporánea. Esta afirmación niega que, a pesar de que existen ciertas visiones del Estado que hoy son dominantes, en las ciencias sociales hay agudas controversias a este respecto y que otros autores y tendencias sostienen tesis muy distintas. Por ejemplo, desde la perspectiva del constitucionalismo social, el Estado no se reduce a asegurar la propiedad, las transacciones y estimular el crecimiento sino que tiene funciones más amplias, pues debe desarrollar tareas redistributivas y promover la satisfacción de los derechos sociales.
Ese sesgo no sólo se manifiesta en la defensa de un Estado que carece de funciones sociales redistributivas sino en las propuestas de copiar diseños institucionales estadounidenses, cuya adopción en Colombia es muy discutible, como la de jueces vitalicios nombrados por el ejecutivo, con el visto bueno del Congreso, o la de una legislación ‘fast track’. Como si éstas fueran las grandes fórmulas para redimir a los colombianos, algo que contraría la modestia investigativa de los autores. Procedo a examinar algunas de sus propuestas, comenzando por aquellas relacionadas con la reforma del aparato judicial y siguiendo con aquellas referidas a la relación entre el Congreso y el gobierno.
Una es la reforma del proceso de designación de los magistrados de las altas cortes, que en el fondo defiende la adopción del esquema federal estadounidense: jueces vitalicios, nombrados por el Presidente, con posibilidad de veto del Congreso. La finalidad es asegurar, en mejor forma, la independencia judicial, pues los autores consideran que un período de ocho años no es suficiente y ha generado conductas inadecuadas de los magistrados en los últimos años, lo que explicaría en parte su populismo, pues estos jueces buscarían usar la función judicial para labrarse un futuro político. El carácter vitalicio les daría mayor estabilidad e independencia y evitaría ese comportamiento estratégico.
Para examinar esta propuesta conviene tener en cuenta que, pese a su aparente simplicidad, el nombramiento de los jueces, y en especial de aquellos de las altas cortes, es un tema muy complejo y difícil en una democracia, pues busca satisfacer necesidades incompatibles. Los ciudadanos esperamos una forma de selección que asegure que los jueces sean idóneos técnicamente, y que además sean independientes; pero también deseamos que ese proceso permita cierto control ciudadano sobre los jueces, pues al fin y al cabo estamos en una democracia, y los jueces administran justicia en nombre del pueblo. Pero lograr esos tres fines al mismo tiempo no es posible. Así, quien privilegia la idoneidad técnica tiende a defender una selección de los jueces por exclusivo criterio de méritos, por ejemplo, por medio de un concurso público. Y tenderá a postular la conveniencia de una carrera judicial para que los jueces sean evaluados, y los más capacitados técnicamente lleguen a las altas cortes, luego de escalar los distintos niveles de la jerarquía judicial. Pero ese mecanismo no sólo elimina la injerencia ciudadana en la selección de los jueces y en su control, sino que también puede afectar la independencia del funcionario judicial, pues la perspectiva de la evaluación y la expectativa de ascenso tienden a someter a los jueces a las preferencias ideológicas de sus evaluadores. Por ello, otros enfoques defienden la selección política de los jueces, bien sea de manera directa (elecciones) o en forma indirecta (nombramiento por los órganos políticos). Es claro que estos mecanismos aumentan el control político y ciudadano sobre los jueces, pero no toman en cuenta para nada su capacidad técnica y reducen su independencia, sobre todo si los períodos de nombramiento son cortos.
Señalo estos ejemplos y dificultades simplemente para mostrar que no existe un proceso óptimo de selección de los jueces, pues los mecanismos que existen, en derecho comparado, tienen todos sus virtudes y también sus defectos. Las sociedades deben entonces reflexionar sobre cuál es el procedimiento que mejor se adapta a sus necesidades concretas. Así, si el problema es que ha habido una excesiva injerencia del ejecutivo en los jueces y una mala capacidad técnica de los mismos, puede ser recomendable estimular la carrera judicial. Por el contrario, si los problemas provienen de que existe una elite judicial inamovible, con mentalidad corporativa, y con mucha dificultad para comprender los cambios sociales, puede justificarse la introducción de algunos mecanismos de selección política.
Dadas las circunstancias de la sociedad colombiana, no veo ventajas claras en la propuesta de adoptar el modelo federal estadounidense, pues no sólo incrementa la injerencia gubernamental en la rama judicial, lo que no parece conveniente sino que además disminuye el control ciudadano sobre los jueces. Tampoco creo que el actual sistema de nombramiento sea tan defectuoso que justifique un cambio radical. Esto no quiere decir que los mecanismos existentes sean los más adecuados, pues no sólo existen discutibles interferencias políticas sino que algunos pasos de los procesos de designación no son muy transparentes. Pero todo indica que es preferible hacer los ajustes puntuales que sean necesarios, en vez de embarcarse en una reforma global cuyas bondades no son claras.
Otras dos propuestas sobre la rama judicial tienen que ver más con el funcionamiento del control constitucional. Y paso a examinarlas.
El documento cuestiona que la Corte pueda anular leyes por vicios de procedimiento, pues considera que esto da una injerencia excesiva al tribunal en la actividad legislativa. Por ello, y aun cuando los autores no lo formulan de manera explícita, la sugerencia que se desprende es la siguiente: es necesario reformar el sistema a fin de impedir el control judicial de la regularidad del procedimiento de aprobación de las leyes.
Disiento profundamente de esa recomendación implícita. Es cierto que en Estados Unidos la Corte Suprema no suele anular leyes por vicios de procedimiento, y que muchos teóricos han sostenido que ese tipo de control constitucional no debe existir, por cuanto afecta la autonomía del poder legislativo. Sin embargo, en la teoría y en la práctica constitucional contemporáneas, esas concepciones son minoritarias y han sido criticadas con justa causa, por una razón elemental: una de las justificaciones esenciales de la existencia del control constitucional es la necesidad de un guardián de la democracia, que asegure la continuidad y la limpieza del proceso democrático y la sujeción del legislador a los mandatos constitucionales. Y esto supone proteger los derechos fundamentales de las personas y de las minorías. Ahora bien, las normas y los derechos constitucionales pueden ser vulnerados no sólo porque el contenido de una ley pueda ser contrario a esos valores, sino también porque el proceso de aprobación de una ley puede haber sido tan irregular que esa ley no puede ser considerada una expresión genuina del principio democrático. Así, una de las tareas más importantes que puede cumplir un tribunal constitucional es garantizar que haya una verdadera deliberación democrática en el Congreso, para que las normas legales expresen una voluntad democrática real. Y eso supone que el juez constitucional pueda anular las leyes que hayan tenido un trámite defectuoso. Por eso, el caso colombiano dista de ser estrambótico, pues la mayor parte de los sistemas de justicia constitucional admiten un control judicial de la regularidad del procedimiento de aprobación de las leyes10.
La otra propuesta se refiere a la imposición de mayorías calificadas para que la Corte Constitucional pueda anular una ley. Admito que es un tema complejo y no tengo una posición muy definida al respecto, pero creo que hay un fuerte argumento democrático en favor de esas mayorías calificadas. La sustentación es la siguiente: si una ley fue aprobada por el procedimiento democrático, debe presumirse constitucional, y para anularla su inconstitucionalidad debe ser tan manifiesta que logre un cuasi-consenso de los expertos en derecho constitucional. Por ende, debería existir una mayoría calificada para declarar la inconstitucionalidad de una disposición legal. El argumento tiene fuerza y elegancia; a pesar de ello, no me convence, más por consideraciones prácticas y de estética que hacen que esa fórmula sea inadecuada y que en derecho comparado sólo exista en casos que tal vez no ameriten ser destacados ni usados como modelo11. Y la razón es ésta: no me imagino la legitimidad que pueda tener una sentencia donde haya seis salvamentos de voto o votos disidentes de seis magistrados que consideran que la norma es inconstitucional, pero los otros tres magistrados que consideran que la disposición es exequible ganan el debate y elaboran la sentencia. Esta situación no parece conveniente en términos de estética y aceptabilidad racional de las decisiones del juez constitucional.
Por último analizo las propuestas referentes a la relación entre el gobierno y el Congreso. La reforma básica que propone el documento es la legislación rápida o ‘fast track’, en virtud de la cual el ejecutivo puede someter al Congreso proposiciones inmodificables sobre asuntos urgentes de política económica. La finalidad de este mecanismo es fortalecer la capacidad del Presidente para manejar la agenda legislativa y evitar que el gobierno se vea sometido a presiones y chantajes permanentes de los parlamentarios. La figura me parece inconveniente, pues si partimos de la idea de que en Colombia ha existido un problema de desequilibrio de poderes, debido al exceso de prerrogativas y discrecionalidad del gobierno, y queremos más armonía entre ellos, ¿por qué conferir al ejecutivo ese poder de injerencia tan fuerte sobre el Congreso? Creo que para resolver esas tensiones entre el legislativo y el gobierno es adecuado explorar otras propuestas más audaces, como impulsar formas de gobierno más parlamentarias, tal y como intentaré mostrar más adelante.
REFLEXIONES ALTERNATIVAS: ¿HACIA UN ESTADO SOCIAL DE DERECHO POSBENEFACTOR DE VOCACIÓN PARLAMENTARIA?
Para no limitarme a la crítica de Kugler y Rosenthal, en esta parte intento ser más propositivo y exploro algunas visiones. Por las limitaciones de espacio, me centro en los dos aspectos que juzgo más relevantes: de un lado, el debate sobre el Estado y sus funciones en una democracia contemporánea, donde defiendo la tesis de que el constitucionalismo social tiene pleno sentido para la sociedad colombiana y la Asamblea de 1991 acertó en establecer un Estado social de derecho. Del otro, la discusión sobre la forma de gobierno y el tipo de separación de poderes que conviene a Colombia, en la que me alineo con quienes defienden que algún tipo de régimen parlamentario o semiparlamentario es mejor para democratizar nuestras sociedades.
Kugler y Rosenthal critican severamente la Carta de 1991 porque incluye cláusulas sociales generosas, pues consideran que ese tipo de constitución es utópico y alienta los conflictos distributivos, que dificultan el crecimiento económico. Incluso ironizan sobre el tema, y argumentan que nuestra Constitución reconoce derechos que no están constitucionalizados ni siquiera en países con un PIB per cápita mucho más elevado que el nuestro, como Estados Unidos, Suiza o Suecia. No creo que esa tesis sea convincente; es más, me parece falaz, porque equivale a decir que en Colombia no debemos aprobar una ley que penalice la desaparición forzada, porque en Suiza no existe ninguna ley contra la desaparición forzada. Y la razón es obvia; esa ley no es necesaria en Suiza, porque ese país no conoce el drama de la desaparición forzada, mientras que en Colombia han ocurrido miles de desapariciones y la penalización de ese comportamiento es políticamente importante. En ese mismo orden de ideas, ¿dónde tiene más sentido que la constitución incorpore derechos sociales? Justamente en los países donde hay pobreza, desigualdad e inequidad, como el nuestro, mientras que es menos necesario en países más ricos y equitativos, como Suecia. Y es que las constituciones no pueden limitarse a instituir las estructuras institucionales de gobierno sino que deben establecer también las promesas que la sociedad, por medio de esa decisión colectiva que es el proceso constituyente, ofrece a sus miembros, pues sólo de esa manera las constituciones se convierten en referentes normativos para la integración social.
En ese sentido, decir que nuestra Constitución no debe tener promesas de justicia ni reconocer derechos sociales, porque algunos países desarrollados no han constitucionalizado esos temas, no me parece adecuado, tanto por razones éticas como por prudencia política.
Desde el punto de vista ético, no se necesita discutir mucho para concluir que sin la satisfacción de unos mínimos sociales a todas las personas, no se protege la dignidad humana sino que incluso la deliberación democrática se ve afectada. En efecto, ¿quién puede negar razonablemente que la falta de alimentación, salud, vivienda o educación afecta la dignidad humana, y que disminuye la capacidad de las personas para ser ciudadanos autónomos? Como señaló Rousseau hace más de doscientos años, el ejercicio de la libertad democrática supone un mínimo de igualdad fáctica, para que “ningún ciudadano sea suficientemente opulento como para comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para ser obligado a venderse”12. Una democracia constitucional auténtica reconoce al menos tres tipos de derechos constitucionales: derechos de defensa contra el Estado, que amparan la autonomía de la persona y la protegen contra un gobierno arbitrario; derechos a la igual participación política o de ciudadanía política, que tienen su expresión más clara en la universalidad del voto; y garantías materiales, que configuran una suerte de ‘ciudadanía social’, pues sólo con ellas existirán verdaderamente ciudadanos libres e iguales13.
Y desde el punto de vista de la prudencia política, cuando nos encontramos en un proceso de paz, con un fuerte contenido social, no creo viable un texto constitucional que no reconozca derechos sociales, pues difícilmente encontraría aceptación política. En Colombia, una constitución sin promesas sociales a los ciudadanos es hoy inconcebible. Puede ser que esas cláusulas generen distorsiones económicas, que provoquen algunas ineficiencias en la asignación de los recursos, pero el país no aceptaría una constitución sin promesas sociales. Para ser irónico, una constitución que proclame que la eficiencia económica y el crecimiento son los objetivos del Estado, termina siendo ineficiente y obstaculiza el desarrollo, pues tiene pocas probabilidades de lograr la legitimidad política suficiente para unir a la sociedad colombiana. Debemos pensar en diseños institucionales no sólo para la eficiencia económica sino para la paz y la justicia social. Nuestro reto es construir un constitucionalismo social eficiente. El interrogante es, entonces, ¿cómo hacer para que esas promesas sociales se cumplan y no generen distorsiones económicas excesivas que impidan el crecimiento económico necesario para sentar las bases materiales del cumplimiento de esos derechos sociales? Creo que ésa debe ser la discusión. Y quienes somos partidarios de un constitucionalismo social, no debemos desconocer las críticas neoliberales, neoconservadoras y marxistas contra el Estado benefactor, pues muchas de ellas son pertinentes14; es cierto que las políticas benefactoras generan dificultades fiscales, que a veces son inequitativas y producen intervenciones burocráticas alienantes, que erosionan el dinamismo de las sociedades democráticas. Hay que tomar en serio las críticas contra el Estado benefactor pero sin abandonar los ideales de justicia social del Estado social de derecho. Es importante no confundir el Estado social con el Estado benefactor o con el Estado desarrollista latinoamericano, a pesar de los vínculos históricos entre esos tipos de Estado. Y esa diferenciación conceptual es importante, pues en el fondo el reto es idear y construir un ‘Estado social de derecho posbenefactor’, una forma de organización constitucional capaz de realizar los ideales de justicia social, sin las distorsiones del Estado benefactor15. ¿Qué características concretas tendrá ese Estado social posbenefactor? No lo sé, pues con esa fórmula quiero resaltar las dificultades de ese proyecto constitucional, que trata de realizar democráticamente los derechos sociales, sin que aún sepamos con claridad cuáles serán las instituciones y políticas que permitirán alcanzar esos objetivos.
El segundo campo donde quiero explorar alternativas es el del tipo de separación de poderes que conviene a Colombia. Y es necesario empezar por la siguiente pregunta: ¿el parlamentarismo es una alternativa viable para democratizar y pacificar países como el nuestro? Creo que es una discusión que conviene poner claramente sobre el tapete, pues no la hemos dado con la seriedad que merece, a diferencia de otros países, como Argentina o Brasil, donde hubo importantes discusiones académicas y sociales sobre el tema. En Colombia subsiste la idea simplista de que el parlamentarismo genera inestabilidad e ineficiencia institucional, y que en la tradición constitucional latinoamericana no hay vocación para regímenes parlamentarios. Pero una reflexión más serena muestra que la situación es más compleja, y que este debate es importante, al menos por las siguientes razones.
Primera, los textos de Linz (1987), Linz y Valenzuela (1994, 1998) y Linz, Valenzuela y Lijphart (1990) ofrecen argumentos teóricos y empíricos muy sugestivos en favor de las formas parlamentarias de gobierno y en contra de los regímenes presidenciales. Desde el punto de vista empírico, señalan que casi todas las democracias serias y estables han sido parlamentarias, con la única excepción de los Estados Unidos, un régimen sui generis, cuyas particularidades no se pueden generalizar. Además, argumentan que esa correlación empírica deriva de ciertas virtudes del parlamentarismo frente al presidencialismo16: el parlamentarismo es más incluyente puesto que en la medida en que el ejecutivo debe reflejar la composición del parlamento, la negociación entre fuerzas políticas y la formación de gobiernos de coalición se facilita, mientras que en el presidencialismo son más usuales las competencias suma cero. Segunda, el parlamentarismo es más flexible, por cuanto los cambios de gobierno o el adelanto de elecciones permiten sortear las crisis más agudas, sin comprometer la legitimidad del Estado, mientras que en el presidencialismo las crisis de gobierno tienden a transformarse en crisis de Estado, como muestran ejemplos recientes de América Latina: el juicio a Samper, la tentativa de golpe contra Carlos Andrés Pérez, el fujimorazo y la posterior caída de Fujimori, la caída de presidentes en Ecuador, el juicio a Collor de Mello en Brasil. Además, el parlamentarismo es más eficaz, pues evita bloqueos entre el ejecutivo y el legislativo, mientras que éstos son frecuentes en el presidencialismo, cuando el gobierno y el Congreso están en manos de fuerzas políticas distintas. Y, tercera, el parlamentarismo conduce a una política más responsable, en la medida en que la cooperación entre el parlamento y el gobierno es necesaria y obliga a los parlamentarios a asumir con mayor responsabilidad sus funciones, pues no se pueden distanciar de la suerte de los gobiernos de su mismo partido. En cambio, la separación orgánica entre gobierno y Congreso del presidencialismo lleva a que los parlamentarios recurran a lo que algunos críticos llaman ‘política del papá Noel’, o sea que sólo aprueban las medidas agradables a la población, a quien quieren beneficiar con regalos, mientras que se distancian de las políticas dolorosas, que a veces son necesarias. Así, puesto que el Congreso no tiene responsabilidades directas en el gobierno, aunque sea un Presidente del mismo partido, para los congresistas el problema de un eventual ajuste económico es exclusivo del gobierno, lo que dificulta el diálogo real entre el ejecutivo y el Congreso, justamente lo que permite un régimen parlamentario.
Las anteriores justificaciones del parlamentarismo distan de ser despreciables. Y muestran que la fórmula parlamentaria parece más adecuada para muchos de los problemas institucionales del país. En términos de separación de poderes, muchas de las propuestas de los últimos años, incluidas las de Kugler y Rosenthal, buscan diferentes objetivos, que tienden a estar en tensión pero que podrían equilibrarse mejor con una forma parlamentaria de gobierno que con las fórmulas presidencialistas que ellos proponen. Se busca un régimen institucional más representativo e incluyente, más eficiente, y al mismo tiempo más garantista. Además, en el marco de un eventual proceso de paz, es necesario pactar salvaguardas que brinden a los distintos actores confianza de que, en caso de ser derrotados electoralmente, no serán liquidados políticamente. En ese contexto, la fórmula presidencial es particularmente inadecuada porque genera una apuesta de suma cero por el control del ejecutivo, lo que incrementa la desconfianza y erosiona la representación. Por otro lado, uno de los aspectos que buscan resolver Kugler y Rosenthal es el de los bloqueos entre el ejecutivo y el Congreso. El documento afirma que el ejecutivo a veces tiene visiones de Estado adecuadas para la modernización de Colombia pero que el Congreso bloquea, por su espíritu clientelista, las iniciativas gubernamentales. Por ello, proponen dar al Presidente el ‘fast track’ para que pueda presentar legislaciones rápidas al Congreso. Sin embargo, esto centraliza el manejo de la política en la discrecionalidad del ejecutivo y hace prácticamente irrelevante al Congreso. En ese sentido, fórmulas como la parlamentaria, que promueven la responsabilidad del Congreso en el gobierno, hacen más adecuados, flexibles y responsables estos manejos, y pueden lograr, a mi juicio, más representatividad. El régimen podría ser más incluyente y al mismo tiempo más eficiente.
Por las consideraciones anteriores, soy en principio partidario de un régimen parlamentario o, al menos, una forma semiparlamentaria. Pero no soy ingenuo, pues sé que esta propuesta de cambio a una forma de gobierno parlamentaria tiene escasa viabilidad política, en especial en Colombia, por las visiones casi místicas y mesiánicas que la ciudadanía todavía tiene de la figura presidencial. Muchos colombianos, en vez de asumir sus responsabilidades políticas, siguen esperando la llegada de un gran líder que conquiste la presidencia, gracias al fervor popular, y pueda salvarnos de nuestras desgracias17.
Además, sé que esas tesis en favor del parlamentarismo han sido duramente atacadas por otros autores, como Nohlen, que han hecho reparos muy sólidos, tanto desde el punto de vista empírico como conceptual y metodológico. Nohlen señala no sólo que la experiencia reciente de América Latina muestra que un presidencialismo renovado puede ser estable y flexible, y acometer difíciles tareas de modernización, sino que muchos de los argumentos de Linz y Valenzuela (1998) en favor del parlamentarismo son muy discutibles analíticamente, pues minimizan la importancia de los contextos sociales y culturales en la evolución de los regímenes políticos.
A pesar de ello, creo que el debate sobre una eventual adopción de una forma parlamentaria de gobierno en Colombia es de enorme importancia, al menos por su valor heurístico: al mostrar los problemas y defectos de nuestro presidencialismo, las tesis parlamentaristas obligan a quienes defienden el presidencialismo a renovar institucionalmente esta forma de gobierno, para que sea más democrática, más estable, más flexible, más responsable, es decir, a que en el fondo sea... un poco más parlamentaria.
Para concluir, permítanme volver al punto de partida. En este comentario he sido bastante severo con el documento de Kugler y Rosenthal, pero creo que su trabajo es de todos modos importante, por cuanto abre un espacio para los diálogos sobre reformas institucionales, que son de importancia estratégica para el país. Felicito a FEDESARROLLO por haber permitido, gracias a la Misión Alesina, que la academia y la opinión pública empiecen a debatir con profundidad estos temas, pues como dijo hace años Gaston Bachelard (1968), hoy injustamente olvidado: “la verdad es hija de la discusión y no de la simpatía”.
NOTAS AL PIE
1. Para el comentario me baso en el texto en inglés, Kugler y Rosenthal (2000), en una versión corregida en español de mayo de 2001, publicada de la página web de FEDESARROLLO, y en la síntesis del análisis que aparece en el texto de Alberto Alesina (2001). Hago esas precisiones por cuanto hay algunas variaciones entre los tres textos.
2. En Uprimny (1995) revisé en detalle estos debates constituyentes e intenté mostrar los errores en que incurrieron los delegatarios.
3. En el régimen actual, las curules para quien no logre el cuociente, son asignadas a quien obtenga el mayor residuo. Es claro que este sistema, sin mecanismo de umbral ni obligación de que los partidos presenten una lista única, induce a que los políticos intenten obtener su curul por residuo, pues esa estrategia es menos costosa y más eficiente. El régimen electoral estimula entonces la fragmentación partidista y la búsqueda de votos locales ‘amarrados’, mientras que la intención de la circunscripción nacional era consolidar movimientos y partidos fuertes en el ámbito nacional, que interpelaran a la opinión pública. La contradicción entre el propósito de la circunscripción nacional y el régimen electoral que la rige es obvia.
4. Precisamente para proteger esa discrecionalidad de la Junta del Banco de la República y la coordinación del manejo monetario con la política económica general, la Corte Constitucional, en la sentencia C-481 de 1999, anuló el parágrafo del artículo 2º de la Ley 31 de 1992, que ordenaba a la Junta establecer objetivos de inflación siempre menores a los registrados en el año precedente. La confusión tal vez deriva de esa norma legal, que fue declarada inexequible por la Corte.
5. Ver artículos 165, 166 y 167 de la Constitución y la profusa jurisprudencia y doctrina sobre el tema.
6. Herbert et al. (1996).
7. El texto clásico de Linz (1987) ha sido reproducido en numerosas compilaciones. Su versión corregida, y estudios de caso en favor de esa tesis, se encuentran en Linz y Valenzuela (1994).
8. Ver, por ejemplo, Nohlen y Fernández (1998).
9. Ver Harris y Reilly (1998).
10. Para una descripción de la facultad del juez constitucional para controlar la regularidad del proceso de formación de una ley en Italia, Alemania, Francia y España, v er Biglino (1991).
11. En los sistemas más serios de justicia constitucional, como Estados Unidos, España, Francia o Italia, las decisiones se toman por mayoría simple. Sólo en Alemania se admite que si hay empate (pues el número de magistrados es par), la ley se considere constitucional, lo que supone una muy leve mayoría calificada. De los casos que conozco, sólo el sistema peruano, en la época de Fujimori, exigía mayoría calificada importante. Pero no parece ser el mejor modelo.
12. Rousseau (1957).
13. Sobre esta ampliación de los derechos y de la ciudadanía, ver, a nivel sociológico, el trabajo clásico de Marshall (1973). En Uprimny (1990) se analiza más en detalle esta evolución.
14. En Uprimny (2001) se reseñan y se explican esas críticas.
15. Agradezco esta idea a una conversación con Luis Jorge Garay.
16. En este aparte, no sigo literalmente los argumentos de ninguno de estos autores sino que elaboro libremente a partir de sus tesis.
17. Éste es un nuevo argumento en favor del parlamentarismo. El presidencialismo fortalece (y se alimenta de) las culturas políticas caudillistas, que no favorecen la democratización de las prácticas políticas. En cambio, el parlamentarismo se sustenta más en las responsabilidades de los propios ciudadanos.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Alesina, A. Reformas institucionales en Colombia, Bogotá, FEDESARROLLO, Alfaomega, 2001.
2. Bachelard, G. The Philosophy of no: a philosophy of the new scientific mind, Nueva York, Orion Press, 1968.
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9. Linz, J. J. y Valenzuela, A., editores. The Failure of Presidential Democracy, Baltimore, John Hopkins Press, 1994.
10. Linz, J. J. y Valenzuela, A. “Presidencialismo versus parlamentarismo: dos enfoques contrapuestos” y “Sistemas de gobierno: perspectivas conceptuales y comparadas”, en Nohlen, D. y Fernández, M, 1998.
11. Linz, J. J.; Valenzuela, A. y Lijphart, A. Hacia una democracia moderna: la opción parlamentaria, Santiago, Editorial de Chile, 1990.
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14. Rousseau, J. J. El contrato social, Buenos Aires, 1957.
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17. Uprimny, R. “ Constitución de 1991, Estado social y derechos humanos: promesas incumplidas, diagnósticos y perspectivas”, Seminario de Evaluación: Diez años de la constitución colombiana, Bogotá, ILSA, 2001.