EDITORIAL
I
En un artículo publicado en Letras Libres, Gabriel Zaid observa que “con cierta injusticia puede decirse que el llamado milagro económico mexicano lo construyeron los abogados y lo destruyeron los economistas”. Cabría preguntar si algo análogo ha sucedido en nuestro país, pese a que jamás hemos tenido un milagro económico.
En 1967, el presidente Lleras Restrepo desafió la sabiduría convencional de su época y se enfrentó a los organismos multilaterales. Después de una serie de procesos fallidos de ajuste, con orientaciones ortodoxas, su gobierno adoptó un esquema de política que dio al país un cuarto de siglo de estabilidad macroeconómica sin paralelo en América Latina. Durante la crisis de la deuda, Colombia fue uno de los pocos países latinoamericanos que sorteó sin mayores daños la ‘década perdida’ que arruinó a muchos países de la región, cuyas economías estaban dirigidas por profesionales de la disciplina, muchos de ellos egresados de los más prestigiosos programas doctorales de los Estados Unidos. En esas épocas, era usual que se examinaran los problemas políticos y sociales desde distintos campos y, en cada uno de ellos, desde distintas ópticas, así como era posible tomar decisiones consultando puntos de vista diversos.
La decisión de abrir la economía en 1990 coincidió con la ruptura de esa tradición. Y no es injusto señalar que la concentración del poder en manos de una tecnocracia encabezada por economistas coincide con la lenta y continua marcha hacia la profunda crisis actual. El desempleo es hoy el más alto de toda nuestra historia y las tasas de crecimiento recientes son inferiores a las de las épocas de pragmatismo económico e incluso inferiores a las de la Gran Depresión.
Esta coincidencia no se puede atribuir exclusivamente a la creciente influencia de uno u otro círculo de economistas en los grupos decisorios, pues la evolución histórica no obedece a una causa única y sus episodios específicos no se pueden deducir de premisas generales. La evolución social desobedece las leyes de Hegel o de Marx tanto como las regularidades estadísticas cuya causalidad se podría inferir con los métodos de Granger. Las causas del mal desempeño económico son más complejas y aún falta aclararlas. Y para ello es imprescindible un debate libre, abierto y desapasionado, que vaya más allá de las inculpaciones y exculpaciones mutuas. Y también es necesario superar la desmesura: sólo un sesgo profesional puede atribuir los males de la sociedad al predominio de la visión económica, ortodoxa o la que sea. La coincidencia existe, pero es una obligación intelectual y moral situarla y explicarla en su contexto más amplio.
Es claro que no se trata de virtudes o defectos individuales mejor o peor distribuidos entre los grupos enfrentados o entre una y otra generación de expertos y funcionarios públicos. Los economistas que hoy formulan y ejecutan la política económica no son menos inteligentes ni tienen menor inclinación social que los ‘hacendistas’ de antaño. Algunos pueden tener mayores conocimientos teóricos que las viejas generaciones de abogados –autodidactas o con posgrado en economía– que ejercieron la responsabilidad de la política y el diseño de instituciones económicas con altura y competencia, entre ellos Florentino González, Salvador Camacho Roldán, Santiago Pérez, Ricardo Hinestrosa Daza, Esteban Jaramillo, Carlos Lleras Restrepo, Alfonso Palacio Rudas, Roberto Salazar Manrique y Enrique Low Murtra. Y un número mayor puede desear que su profesión contribuya a resolver los problemas sociales del país.
Sin embargo, las diferencias en los resultados no dependen tanto del nivel de formación académica y del deseo de ser socialmente útiles como de tener buen ‘juicio político’. Pese a que los especialistas en ciencias sociales hoy piensen que la habilidad para resolver problemas y el buen juicio político se obtienen junto con las credenciales académicas que certifican su excelente preparación profesional, las razones pueden ser otras, como las que señala Isaiah Berlin:
En ingeniería se pueden formular algunas leyes, aunque no es necesario tenerlas presentes continuamente. En el ámbito de la acción política, las leyes son más remotas y escasas: las habilidades lo son todo. Lo que hace que los gobernantes tengan éxito... es que no piensan en términos generales, es decir, no empiezan por preguntar en qué se parece o no una situación dada a otras en el largo curso de la historia humana... Su mérito es que captan la combinación única de características que constituyen esa situación particular; ésa y no otra... [que] pueden... entender el carácter de un movimiento determinado, de un individuo determinado, de un estado único de cosas, de una atmósfera única, de una combinación particular de factores económicos, políticos, personales; y nos cuesta creer que esta capacidad puede ser verdaderamente enseñada...
¿Cómo llamar a este tipo de capacidad? Sabiduría práctica, razón práctica, tal vez sentido de lo que ‘funcionará’ y de lo que no funcionará. Es, en primer lugar, una capacidad de síntesis antes que de análisis; de conocimiento, en el sentido en que los domadores conocen a sus animales, los padres a sus hijos o los directores a sus orquestas, diferente de la de los químicos que conocen las sustancias de sus tubos de ensayo o los matemáticos las reglas que obedecen sus símbolos.
El rumbo que ha tomado el debate económico en el país puede tener consecuencias muy graves si los economistas no reflexionamos sobre nuestras propias limitaciones y seguimos pretendiendo ser portadores de la verdad y que el buen desempeño económico depende de tener la teoría verdadera o haber cursado el posgrado en una universidad ‘políticamente correcta’. La sabiduría práctica de los grandes estadistas no es una virtud colectiva de nuestra generación, y es difícil encontrarla entre los individuos y grupos de todas las corrientes de pensamiento. Y aun entre quienes han gobernado el mundo en las últimas décadas. Pero carecemos de la modestia para admitir que también se necesitan buenos estadistas y, a falta de ellos, buen juicio político y una discusión democrática, para filtrar y ponderar nuestras recomendaciones generales y evitar sus consecuencias indeseables.
Igual que Isaiah Berlin, los economistas de generaciones anteriores reconocían esta limitación de la formación profesional y especializada. Recordemos la célebre anécdota de una conferencia que Joseph Schumpeter dictó durante la Gran Depresión. Al concluir su exposición de las causas de la crisis, un miembro de la audiencia le preguntó qué pensaba acerca de las posibles soluciones. Schumpeter contestó, con cierta altivez, que no era un dentista que sacaba muelas cuando alguien llegaba quejándose de dolor. Keynes, que no sólo era un buen economista sino que también tenía sabiduría práctica, repuso, sin mencionar a Schumpeter, que los economistas debían aspirar a tener el nivel de competencia profesional y de utilidad social de los dentistas.
Los economistas no podemos seguir confundiendo el dominio de las ciencias naturales con la esfera de las ciencias humanas y morales. Ni seguir pensando que las recomendaciones generales pueden resolver los problemas particulares. Y que quienes no las siguen son simples ignorantes o buscadores de rentas, a los que es preciso redimir de la ignorancia o castigar mediante instituciones convenientes. También debemos asumir nuestra responsabilidad personal y no atribuir nuestras equivocaciones a los miembros de otras disciplinas o a los demás grupos que intervienen en la ejecución de las políticas públicas, culpándolos por no llevar hasta el fin las recomendaciones que se deducen de nuestra ciencia privilegiada.
La desconfianza frente a los especialistas no es nueva y a veces ha estado bien fundada. Cada disciplina tiene sus propios procedimientos metodológicos y sus propios cánones de validación, y la excesiva especialización, que se ha acentuado en las últimas décadas, alimenta la incomprensión y los recelos entre especialistas. Hace poco más de un siglo, la economía era vista como una ciencia ‘funesta’. Hoy tendemos a creer que las disciplinas sociales que no se asemejen a la ciencia natural, y de ese modo a la economía, son funestas para la sociedad. Pero esta actitud no da en el blanco y es perjudicial. No sólo encubre las causas de los problemas sino que acentúa la intolerancia y puede dar lugar a una especie de autoritarismo intelectual, un método muy inadecuado para resolver simples diferencias de opinión. E incluso para resolver diferencias más profundas. Los economistas de hoy en día, apegados a nuestra falsa idea de la ciencia, ignoramos que en las artes de la vida “la falta de realismo, el mal juicio, no consiste en no aplicar los métodos de la ciencia natural sino, por el contrario, en aplicarlos en exceso. Aquí, el fracaso proviene de resistirse a lo que funciona mejor en cada campo, de ignorarlo u oponérsele en favor de un método o principio sistemático con pretensión de validez universal”, para citar de nuevo a Berlin.
Una cosa es la ciencia económica, que se preocupa por mostrar el carácter limitado y condicional de sus teoremas y resultados, y otra las recomendaciones de manual, que se presentan como deducciones lógicas y sin describir el arduo camino para llegar a esos resultados. Y ni la una ni las otras pueden sustituir al buen juicio en el diseño y ejecución de las políticas públicas. No sin razón grandes grupos de la población hoy dudan de la razón y cada vez recurren más a opciones irracionales.
La mayor parte del recelo hacia los intelectuales en la política surge de la creencia, no del todo falsa, de que debido al deseo de percibir la vida en forma simple y simétrica, confían demasiado en los resultados benéficos de aplicar directamente a la vida conclusiones extraídas merced a operaciones de alguna esfera teórica. Y la consecuencia de esta confianza excesiva en la teoría, desgraciadamente muchas veces corroborada por la experiencia, es que si los hechos –es decir, el comportamiento de los seres humanos vivos– son reacios a ese experimento, el experimentador se irrita e intenta cambiar los hechos para que se ajusten a la teoría, lo que en la práctica equivale a una vivisección de las sociedades para que se conviertan en aquello que la teoría declaró que deberían convertirse como resultado del experimento. La teoría se ‘salva’, desde luego, pero con un costo excesivo en sufrimiento humano inútil... Mientras no haya a la vista una ciencia de la política, los intentos de sustituir el juicio individual por una ciencia espuria no sólo llevan al fracaso y a veces a grandes desastres, sino que también desacreditan a las ciencias reales y socavan la fe en la razón humana.
II
En este número de la Revista de Economía Institucional se presentan cinco interesantes artículos sobre teoría y política económica. El primero de ellos, de Steven Cohen, profesor de la Universidad de Columbia, que participó el semestre pasado en un seminario organizado por la Universidad Externado de Colombia, busca desarrollar un enfoque de la privatización no motivado por razones ideológicas y, por tanto, adaptado a situaciones específicas. En la primera parte analiza los antecedentes de la privatización y los problemas que con ella se pretenden resolver. La segunda resume las características que diferencian a las organizaciones gubernamentales, sin ánimo de lucro y privadas. Y la tercera analiza hasta qué punto esas características impiden o facilitan el desempeño de un conjunto cuidadosamente definido de funciones públicas típicas. En las secciones siguientes presenta un marco conceptual y un método para decidir si algunas funciones que han sido responsabilidad del gobierno pueden ser desempeñadas de manera más eficiente por organizaciones privadas, con o sin ánimo de lucro.
El detallado y profundo artículo del profesor Homero Cuevas estudia las condiciones en las que el crecimiento espontáneo de una economía desarrollada da lugar, de manera espontánea a inestabilidad, fluctuaciones y desperdicios de recursos. Este nuevo trabajo continúa la investigación que su autor viene desarrollando desde hace tiempo en torno de la economía clásica y presenta con sumo detalle un modelo que a partir del crecimiento equilibrado explora las condiciones que, en una economía madura y desarrollada, dan lugar a la inestabilidad económica, a fluctuaciones cíclicas de carácter endógeno y al desperdicio recurrente de recursos. El artículo también presenta una amplia revisión de los modelos neoclásicos de los ciclos económicos producidos por choques externos y de las discusiones recientes sobre los alcances de las teorías más recientes. El trabajo concluye con una presentación de los problemas y los elementos que se deben investigar para extender el modelo clásico de fluctuaciones endógenas.
El trabajo de Óscar Rodríguez, profesor del Externado de Colombia, revisa parte de la literatura relacionada con el papel de las instituciones en los campos de la teoría y la historia económica. En la primera parte explora los orígenes del análisis de las instituciones en la economía neoclásica, que en su opinión se remontan a la publicación de los primeros trabajos de Douglass North, y muestra su influencia en la Nueva Historia Económica anglosajona. Luego compara el enfoque analítico ortodoxo con la visión de otras escuelas, en especial con la de las vertientes francesas derivadas del pensamiento económico marxista y de Annales, la influyente revista de historia fundada por Marc Bloch y Lucien Févbre. Pero este trabajo de Óscar Rodríguez no se limita a comparar esos diversos enfoques sino que usa su marco de interpretación para estudiar el marco institucional y el funcionamiento del sistema tributario y del sistema de seguridad social colombiano, el cual se diseñó a semejanza del modelo alemán establecido por Bismarck, al que compara con el modelo inglés. La principal conclusión de este análisis es que la crisis permanente del sistema colombiano de seguridad social está ligada estrechamente al complejo y difícil desarrollo de la relación salarial en nuestro país.
El artículo de Francisco González y Carlos Esteban Posada continúa el análisis que iniciaron en su artículo publicado en el número 2 de esta revista, el cual mostraba que el gasto en defensa, justicia y seguridad ha crecido paralelamente con el aumento de la criminalidad en las cuatro últimas décadas y que la eficiencia de ese gasto ha disminuido en forma considerable. En esta segunda parte, los autores profundizan el estudio de las causas del deterioro de la eficiencia del gasto en estos tres rubros y analizan la evolución de los principales indicadores relacionados con el tema. A partir de ese análisis, proponen varias medidas de política que consideran convenientes para elevar la eficiencia de las actividades y organizaciones estatales diseñadas para proveer seguridad, defensa y justicia a los ciudadanos.
El polémico artículo de Álvaro Balcázar, profesor de la Universidad Nacional y reconocido investigador en temas agrarios, critica la creencia en que la redistribución de la propiedad de la tierra es hoy una condición fundamental para el desarrollo agrícola. Su trabajo pasa revista a las acciones de redistribución de la tierra realizadas por el Incora y muestra que los programas públicos de redistribución de tierras en Colombia fueron poco efectivos, pese a sus altos costos. Afirma que en la época actual es más importante el conocimiento tecnológico y el uso de los suelos que la propiedad de la tierra. Y concluye que en una ‘sociedad basada en el conocimiento’, la fertilidad de la mente de los agricultores es mucho más importante que la fertilidad natural de las tierras que cultivan; por tanto, es necesario pasar la página de la reforma agraria entendida como redistribución de la propiedad de la tierra y, en cambio, garantizar que los campesinos y trabajadores rurales tengan el mayor acceso posible a los conocimientos y a la información imprescindibles para aumentar sus capacidades y sus oportunidades de desarrollo y progreso material y espiritual.
El ensayo del profesor Simon guarda una estrecha relación con el artículo de Steven Cohen, y nos recuerda que el profesor Simon considera erróneo el argumento en favor de la privatización según el cual todas las organizaciones están guiadas por el interés propio y que, por tanto, las actividades que realiza el gobierno deben ser privatizadas para que sean desempeñadas por organizaciones privadas a través de la competencia en el mercado. También considera errónea la afirmación de que las organizaciones del estado son, por principio, más ineficientes y menos productivas que las organizaciones privadas. Señala que la sociedad debe distribuir los bienes y servicios no sólo por la motivación de los beneficios sino también por razones de justicia, es decir, a través del mercado y del proceso democrático, pero que esto último no es posible si no todos los miembros de la población están representados en el proceso de distribución. Concluye que es hora de dar fin al proceso de difamación de las organizaciones estatales y de entender que pueden ser guiadas por el bien público y convertirse en herramientas útiles para satisfacer las necesidades humanas.
La segunda parte del ensayo de Thorstein Veblen sobre la naturaleza del capital analiza el proceso de transformación del equipo tecnológico de la sociedad en activos de inversión. Muestra que en forma paralela a ese proceso se presenta una transformación y una configuración de los derechos de propiedad que llegan a su forma más acabada en la empresa de negocios organizada en forma de grandes conglomerados económicos. A diferencia de los nuevos institucionalistas, los derechos de propiedad no son para Veblen una institución que contribuya a la eficiencia técnica del sistema de producción sino una institución que aumenta la eficiencia pecuniaria de los grandes magnates financieros. Su análisis de los activos tangibles e intangibles está basado en la prácticas comerciales de las empresas y no en presupuestos de índole teleológico. Y su estudio de los métodos de valoración de los activos y del uso del crédito recurre a las prácticas contables y al funcionamiento del sistema de crédito y de las bolsas de valores. Aunque Veblen escribió ese artículo a principios de este siglo, su estudio arroja mucha luz sobre la evolución posterior del mercado de capitales y sobre la emisión de títulos y valores financieros como método de reorganización de la propiedad industrial y fuente de ganancias instantáneas, independiente del tiempo y de la paciente y prolongada dedicación a la producción de bienes industriales.
La sección de notas y discusiones incluye dos trabajos: el primero, de Susana Valdivieso, estudia la evolución del pensamiento de Douglass North y presenta una evaluación preliminar de su obra como teoría general del cambio histórico. El segundo, de Alberto Supelano, presenta una visión interdisciplinaria para el estudio de los problemas de la economía ambiental.
En la última sección se incluyen tres reseñas de profesores del Externado sobre los libros Colombia un proyecto inconcluso: valores, instituciones y capital social, de María Mercedes Cuéllar; Libertad real para todos, de Philippe van Parijs; Política monetaria y política fiscal, de Antonio Erias Rey y José Manuel Sánchez Santos.