REFORMA Y CONTRARREFORMA AGRARIA EN COLOMBIA


REFORM AND SELF DEFEATING AGRARIAN REFORM IN COLOMBIA

Álvaro Albán*

* Especialista en Docencia Universitaria, profesor del Programa de Economía de la Universidad Libre de Cali, Cali, Colombia, [alvaro.alban@email.unilibrecali.edu.co]. Este artículo será parte de la segunda edición del libro de Albán y Rendón (2010), resultado del proyecto “Dinámica económica colombiana y desarrollo. Un enfoque estructuralista”, del Grupo de Investigación en Desarrollo Local y Regional. Agradezco a Estefin M. Guerrero, estudiante de economía, por su contribución a la búsqueda de bibliografía y a la interpretación de los textos. Fecha de recepción: 8 de septiembre de 2010, fecha de modificación: 10 de febrero de 2011, fecha de aceptación: 11 de marzo de 2011.


RESUMEN

[Palabras clave: reforma agraria, desarrollo económico, relaciones de propiedad, problema agrario, economía colombiana; JEL: N56, O10, O13, O54]

El problema agrario es un tema económico y político. Los intentos de resolverlo únicamente por vías técnicas han sido un fracaso. Así lo demuestra la realidad. Se han hecho esfuerzos por vías políticas, y poco se ha avanzado. Así lo demuestra la historia. La falta de una solución democrática efectiva limita el desarrollo y perpetúa el conflicto por la tierra y la violencia. A cada esfuerzo de reforma agraria ha seguido una contrarreforma, y nuevos ciclos de violencia. Para evitar nuevas frustraciones, es necesario que el Estado reconozca la naturaleza y gravedad del problema y que Gobierno y Congreso asuman un compromiso político con la sociedad en el trámite de la nueva iniciativa de reforma.

ABSTRACT

[Keywords: agrarian reform, economic development, property relation, agrarian problems, Colombian economy; JEL: N56, O10, O13, O54]

The agrarian problem in Colombia is an economic and political issue. Attempting to solve it, with only technical means has been a failure and it is shown by facts. Although efforts have been made using political means no progress has been made. Colombian history shows that. The lack of an effective democratic solution has limited Colombian social development and has made conflict over land and violence eternal. Through history every land reform effort was followed by a counter reform and the start of a new violent cycle of violence. To prevent new frustrations, there is a need for the State to acknowledge the nature and complexity of the problem and for Government and Congress assume a political commitment with society regarding the new reform initiative.


Unos iban matando, otros comprando y otros legalizando1

El tema agrario en Colombia ha estado marcado por las disputas por la tierra. El problema, en el que inciden fuerzas sociales, económicas y políticas, es resultado de la configuración histórica de esta sociedad. La Revolución en Marcha de Alfonso López Pumarejo no pasó de dar trámite a la protesta campesina por la propiedad de la tierra, sin modificar las estructuras sociales2. La Violencia, entre los años cuarenta y los sesenta, “fue un proceso social en el que el sectarismo político encubrió la expulsión del campesinado y la concentración de la tierra” (Uribe, 2009, 94) que culminó con el Frente Nacional, un “pacto elitista” que impulsó “la colonización y la expansión de la frontera agrícola”3, cerró los espacios de participación política e impulsó una nueva fase de violencia. Después de los esfuerzos de reforma agraria de la primera parte del siglo, en la política pública se acogió la idea de garantizar la explotación económica de la tierra para resolver esa larga confrontación. Pero el problema persistió y gran parte de la sociedad aún es víctima de la falta de una solución democrática del conflicto.

En los años sesenta se abrió la puerta a cultivos ilícitos cuya demanda internacional llevó, debido a las ventajas comparativas, a que el país se convirtiera en el primer productor de cocaína del mundo (Ortiz, 2009). El creciente mercado internacional, la política antidrogas centrada en la oferta, y la demanda inelástica, generaron una rentabilidad sin parangón en un país institucionalmente débil y políticamente incapaz de abrir oportunidades a vastos sectores sociales. Esta combinación de factores propició la aparición de poderosos carteles del narcotráfico que pondrían en peligro la institucionalidad del Estado. Con el tiempo, infiltraron los movimientos subversivo y paramilitar, la dirigencia política, las actividades económicas y todas las esferas sociales.

A finales de los años noventa se emprendió la negociación con los movimientos insurgentes, negociación cuyas características y resultados produjeron un cambio radical en la actitud de la sociedad hacia los grupos armados, creando en los primeros años de este siglo condiciones para que maduraran los grupos paramilitares, con efectos que aún repercuten en los ámbitos social, económico y político. El narcotráfico y el paramilitarismo, sumados a intereses políticos y económicos de diversos actores (clase política, empresas, guerrilla), añadieron una nueva capa de complejidad al problema agrario. Las principales víctimas siguieron siendo los campesinos4.

Este artículo revisa los esfuerzos de reforma agraria del siglo pasado para identificar l os factores sociales, económicos y políticos que intervinieron a partir de 1920, análisis que cobra relevancia ante las expectativas que ha creado el nuevo gobierno sobre el tema agrario. En la primera sección se exponen algunos referentes teóricos y conceptuales, así como los antecedentes que llevaron a adoptar una serie de normas que buscaban resolver la problemática del campo. En la segunda sección se analizan algunos hechos que dieron fundamento a las reformas agrarias desde los años veinte, cuando se iniciaron los primeros esfuerzos serios en términos legislativos. En la última se presenta una síntesis.

REFERENTES TEÓRICOS Y ANTECEDENTES

El concepto de desarrollo ha evolucionado de una visión económica e instrumental a una concepción más integral y humana. Así, las políticas del desarrollo hoy apuntan a fortalecer la capacidad de las personas y favorecer procesos de investigación y desarrollo que mejoren la tecnología, el capital humano y el crecimiento. El crecimiento y el desarrollo son campos de construcción teórica y de múltiples controversias, pero en esencia son temas políticos. Toda sociedad democrática, pese a sus imperfecciones, procura la libertad, la equidad y la participación de los ciudadanos, respeta los derechos humanos y se preocupa por la inclusión social.

En Colombia, el sector agropecuario no ha desplegado todo su potencial para contribuir al desarrollo5, debido a muchos factores, entre ellos la concentración de la propiedad, el conflicto armado, la baja productividad y la falta de claridad en las políticas públicas. La historia de las políticas, acciones e intenciones para desarrollar el sector es larga, como larga es la historia de las frustraciones.

Las elecciones y los partidos políticos, la separación de poderes y la libertad de prensa son “formalismos vacíos”. En muchas zonas, las elecciones son controladas por agentes violentos; los partidos políticos son meros administradores de clientelas burocráticas que alimentan la corrupción en todo nivel; la información, más que un derecho y un bien público, es un negocio de poderosos medios de comunicación; y la justicia está ausente o es muy limitada en las áreas rurales. Muestras, todas, de una “formalidad vacía”, como la califica Javier Girado (2009, 8).

Debido a la configuración histórica, la democracia colombiana es frágil y la estructura económica y política impide satisfacer las exigencias de la democracia liberal, especialmente las de los grupos más vulnerables. Son pocas las oportunidades de participación económica y política de la población. Las deficiencias de la democracia impiden que los beneficios del crecimiento lleguen a la inmensa mayoría y garanticen el desarrollo sostenible (Albán y Rendón, 2010). En este contexto, el problema agrario bloquea el progreso.

De acuerdo con Villaveces (2008), es esencial resolver el problema de la tierra para lograr el desarrollo del país y de la sociedad, para mejorar la economía y modernizar el sistema político, y en particular, para hacer frente a la pobreza, cuya incidencia es mayor en las áreas rurales. Pues la concentración de la propiedad de la tierra es una de las causas de la exclusión social y de las relaciones sociales premodernas que impiden la consolidación de formas de poder democráticas a nivel local y regional. El desarrollo involucra elementos históricos y sociales, no es simplemente una cuestión de crecimiento económico, y requiere transformaciones políticas que a nivel regional hacen necesaria la modificación de la propiedad agraria, fuente del poder local.

Morett (2003) señala que la reforma agraria es un proceso de transformación profunda de la estructura de tenencia de la tierra, es decir, de las modalidades de propiedad, apropiación, usufructo y posesión de la tierra. Y, en general, busca redistribuir el suelo entre colonos, campesinos y trabajadores agrícolas, bajo la tutela del Estado. Como la propiedad de la tierra es fuente de poder político, la expropiación de los terratenientes genera una nueva correlación de fuerzas y una nueva estructura de poder en el campo.

Las medidas de reforma agraria tienen fuertes efectos políticos y económicos y usualmente se inician por presión de los campesinos pobres, cuando la tenencia de la tierra frena el desarrollo económico o el poder terrateniente impide conformar un Estado moderno. Además de eliminar o reducir la concentración de las rentas de la tierra, las reformas incluyen medidas de r estitución, legalización, adjudicación, agrupación, colonización, cesión o venta para dotar de tierras a los campesinos. El éxito de las reformas depende de su profundidad y de los propósitos políticos. Aunque difieren según sean los países, tienen rasgos comunes: redistribuyen las tierras bajo supervisión del Estado; su contenido y profundidad están determinados por el impulso y la presión del Estado o de los campesinos; van acompañadas de medidas adicionales en educación, salud, provisión de vivienda y de políticas integrales de fomento a la producción y la comercialización, liberan recursos productivos y amplían el mercado interno.

Berry (2002) señala que una característica de las reformas agrarias exitosas es fijar un tope máximo a la propiedad de la tierra, que asegure una mayor distribución sin generar incertidumbre sobre los derechos de propiedad. E identifica algunas características del patrón de control de las tierras en el país desde la Independencia: la ambigüedad acerca de quién controla o debe controlar la tierra; el papel del Estado, que poseía la mayor parte de las tierras agrícolas y cuyas decisiones en materia de transferencia de tierras eran de suma importancia; la incoherencia en las acciones del Estado, debido a las diferentes visiones del problema agrario y, principalmente, a que los gobiernos locales favorecían a los grandes poseedores mientras que el gobierno nacional adoptaba medidas que dependían del partido en el poder6; por último, la lucha por el dominio de la tierra como parte del conflicto por el control de los factores de producción, incluido el trabajo. La mayoría de los enfrentamientos entre grandes y pequeños productores eran al mismo tiempo disputas por trabajo y por tierras.

En suma, una reforma agraria induce cambios estructurales en el orden económico y político; requiere la acción del Estado y, por tanto, es o debe ser el resultado de una decisión política de la sociedad; sus efectos transformadores dependen de la profundidad y el alcance de la reforma. En el caso colombiano, la ambigüedad de las reformas y la incoherencia de las políticas estatales han impedido resolver la disputa por el control del trabajo y de la tierra.

LA VISIÓN DEL PROBLEMA AGRARIO EN COLOMBIA

El problema agrario colombiano y el manejo del Estado se han estudiado desde distintas perspectivas, en momentos diferentes y con variados propósitos. Rivera (1999, 284) resalta la raíz del problema:

la carencia de teoría agraria, de una visión de largo plazo que fundamente lo que la sociedad quiere hacer con su sector rural, con sus campesinos y empresarios agrícolas; esa carencia ha permitido la interminable sucesión de Ministros con su abanico de iniciativas de corto alcance que pone de presente nuestra tendencia macondiana a girar en redondo sin salir del atolladero.

Esta carencia explicaría la diversidad de enfoques y de soluciones contradictorios para problemas inexistentes o mal planteados en un marco donde no se presta atención al vacío de conocimiento existente: la formulación de políticas adecuadas requiere tener claros los problemas y los instrumentos apropiados. A esta carencia se suma la inexistencia de una delimitación precisa de las responsabilidades públicas y privadas, además del consenso y el compromiso necesarios para ejecutar las políticas. Los complejos problemas estructurales y coyunturales del sector rural no tendrán una solución apropiada mientras la sociedad no sea consciente y no tenga claros los problemas, pues no podrá presionar para que se adopten soluciones eficaces. Se requiere entonces entender el problema desde sus raíces.

Según la visión estructuralista, muy influyente en el análisis de la estructura agraria en los años sesenta y setenta, los mercados son menos eficientes socialmente en la asignación de bienes y servicios y hacen necesaria la intervención del Estado. En contraposición, el ultraliberalismo económico sostiene que la vida económica debe funcionar sin restricciones constitucionales, legales y administrativas.

Los estructuralistas concedían suma atención a la tenencia de la tierra y a las relaciones sociales que de ella se derivan. En la crisis de esta concepción influyeron el acelerado desarrollo capitalista de la agricultura, los avances de la tecnología y la agroindustria, la crisis de las ciencias sociales en los años ochenta y, no menos, el descrédito a que fue sometida por seguidores de otras escuelas rivales. Los marxistas también se preocuparon por la cuestión agraria en los años setenta. Sus debates giraban en torno a la evolución histórica del problema agrario, la naturaleza y las tendencias de la economía campesina, el carácter del desarrollo agrícola: feudal, semifeudal o capitalista7.

En esa década prosperaron las discusiones sobre la cuestión agraria, el carácter de la economía y de la sociedad colombiana. Basta mencionar los trabajos de Hugo Vélez y Salomón Kalmanovitz. El análisis de Vélez, considerado un trabajo serio en los medios académicos de izquierda, concluía que la solución era una revolución acorde con los intereses del proletariado. El de Kalmanovitz buscaba “determinar las transformaciones dinámicas en la estructura agraria con una visión histórica, en términos de las relaciones de producción, relaciones jurídicas sobre la tierra y los movimientos de población”. Argumentaba que la agricultura había tenido un lento desarrollo por la vía terrateniente predominante y concluía que la solución a los problemas de la población campesina no llegaría mientras existiera el régimen capitalista, y que eran agravados por la opresión imperialista. La solución democrática al problema agrario no estaba en manos de la burguesía sino del movimiento obrero aliado con el campesinado8.

En opinión de Absalón Machado, el neo-estructuralismo reconoce la importancia de los factores políticos e institucionales, y que las políticas selectivas prestan atención a la participación, la democratización y la descentralización del poder, y dan relevancia a los factores sociales, los valores y las actitudes en la formulación de políticas. Los neo-estructuralistas buscan renovar la visión del problema agrario y superar las concepciones neoliberales9; subrayan las relaciones de la agricultura con otros sectores, principalmente con la industria, y destacan el papel de las cadenas productivas.

Este somero recuento muestra que las visiones del problema agrario en el país han sido muy dispares, que no ha habido consenso político para reconocerlo y resolverlo, y que la sociedad aún no reconoce el origen agrario de la nación y de buena parte de los conflictos colombianos.

La Comisión de Seguimiento de las Políticas Públicas a la Población Desplazada calcula que hoy existen 5,5 millones de hectáreas abandonadas o despojadas por la violencia (3,7 millones, según Acción Social); y sólo se han restituido 17.000 en el proceso de Justicia y Paz. El gobierno se propone restituir 2 millones e incluyó esa iniciativa en la Ley de Víctimas que el Partido Liberal impulsa en el Congreso con el fin de que la reparación sea integral. De no lograr consenso, presentará el proyecto por aparte argumentando que ambas iniciativas son complementarias. Además, promete crear un sistema de información integrado, mejorar el acceso a la tierra, modificar gradualmente el uso de la tierra, establecer una jurisdicción nacional especial para la restitución, tipificar penalmente el delito de despojo, proteger a las víctimas, hacer expedita la extinción de dominio, reformar el INCODER, modernizar el régimen catastral y predial, y tomar otras medidas complementarias. Los ejes de esta iniciativa son la restitución, la extinción de dominio, la modernización del impuesto predial, la reorganización del uso de la tierra y el aumento de la productividad. Aunque el gobierno no ha aclarado si además de restitución habrá redistribución. Su respuesta es evasiva y se explaya en temas como titulación de baldíos, uso del suelo, etc.

Retomando a Rivera, cuando la sociedad reconozca la importancia del sector agropecuario, la cuestión agraria dejará de ser un simple problema de modelos económicos; y aunque estos sean útiles, es necesaria una visión más amplia del desarrollo agrario y de la relación de las sociedades rurales con el resto de la sociedad. La iniciativa del gobierno ha despertado expectativas. Sus enemigos son poderosos, y sus voces ya se escuchan en el Congreso de la República.

HECHOS QUE LLEVARON A EXPEDIR NORMAS DE REFORMA AGRARIA DESDE 1920

EL CONTEXTO HISTÓRICO

Comienzos del siglo XX y desintegración de la hacienda

A comienzos del siglo pasado la estructura productiva del país era predominantemente agraria y hubo una serie de acontecimientos que llevarían al primer intento de reforma agraria10. En los años veinte ocurrieron diversas transformaciones económicas que conducirían a la desintegración de la hacienda. El aumento de las exportaciones de café, impulsado por el alza de los precios internacionales, la recuperación de la capacidad para importar maquinaria y equipos, la afluencia de crédito externo, la construcción de obras públicas, la ampliación de la planta industrial existente y el montaje de nuevas industrias ampliaron el empleo en los sectores manufacturero y estatal, y sacudieron la estructura productiva. La población urbana no podía satisfacer la demanda de trabajo y hubo que recurrir a trabajadores provenientes del campo. Los altos salarios atrajeron a los campesinos y a los peones de las haciendas tradicionales y cafeteras.

De acuerdo con Vega (2004, 16), la diferenciación salarial y la organización del mercado laboral en esa época alentaron la migración y fueron esenciales para la formación del proletariado en el país. Además, llevaron a un fuerte cuestionamiento de las condiciones de trabajo existentes en las haciendas11.

Desde la Primera Guerra Mundial la agricultura colombiana había empezado a sufrir modificaciones, entre ellas, la pérdida del liderazgo económico y político de los hacendados del centro del país, desplazados por los del eje Medellín-Manizales, donde los principales exportadores de café estaban unidos a monopsonios norteamericanos. El desarrollo capitalista se aceleró en los años veinte, gracias a los excedentes cafeteros, la ampliación de la demanda interna y el aumento de la inversión pública; provocó la crisis del sistema de grandes haciendas e impulsó la apertura de zonas de colonización y nuevos procesos de concentración de la propiedad de la tierra12.

Con el aumento de la fuerza de trabajo en las ciudades, algunos sectores liberales se propusieron ampliar la ciudadanía para albergar campesinos, proletarios agrícolas y trabajadores asalariados y debilitar los movimientos socialistas que surgieron a finales de los años veinte. Los conservadores respondieron impulsando la colonización y la parcelación de haciendas asoladas por los conflictos. Estos cambios influyeron en la situación material e ideológica del campesinado.

Según Machado (1991, 87), si bien este proceso inició el despoblamiento rural y la desarticulación de las relaciones precapitalistas, no transformó la estructura agraria, pues todo “se reduce a la exacerbación de la propiedad jurídico-formal del latifundista, que se mantiene, aunque vio afectada la posibilidad de extraer rentas de trabajo o en especie de los productores directos, al tener que expulsarlos precisamente para impedir el desconocimiento radical de la propiedad”. A ello se sumó el hecho de que el desarrollo manufacturero requería de una adecuada oferta de bienes agrícolas que la hacienda tradicional no podía proporcionar. La falta de mano de obra en los campos llevó a que el Estado protegiera los intereses de los terratenientes e intentara contener las migraciones. Y decidió congelar salarios, promover el uso intensivo de capital y la contratación de inmigrantes extranjeros (Machado, 1991).

La modernización capitalista no benefició a los jornaleros y arrendatarios de las haciendas porque no poseían tierras y no podían sembrar café, cuya exportación generaba los mayores ingresos. En el periodo 1925-1929 se profundizó la crisis de las haciendas cafeteras, que se reflejó en la fuga de mano de obra y el aumento de los salarios relativos. Mientras que los arrendatarios de las haciendas de Cundinamarca y Tolima reducían la oferta de alimentos, para dedicarse al cultivo del café.

Aunque este tipo de desarrollo no requería una profunda transformación de la estructura agraria y de los sistemas de producción, quebrantó las relaciones precapitalistas impulsando la migración del campo a la ciudad y formando trabajadores libres. La escasez de alimentos que se presentó ante la incapacidad de la agricultura para responder a la demanda del sector manufacturero llevó a que en 1926 se expidiera la “Ley de Emergencia” para afrontar el problema13. Además de dejar miles de trabajadores libres, este tipo de desarrollo consolidó la propiedad jurídico-formal de los latifundistas y disolvió gran parte de las unidades parcelarias que daban sostén a los campesinos y trabajadores de las haciendas.

La crisis de los años treinta

La Gran Depresión puso fin al auge económico y tuvo efectos significativos en materia política y económica: redujo el flujo de capitales a los países de la periferia, contrajo los precios y las exportaciones de café, deterioró la capacidad importadora y condujo a la disminución de las importaciones. Esto alentó la incipiente industria local. Pero el desempleo masivo llevó a que el gobierno impulsara la colonización e incluso proporcionara pasajes gratuitos en los ferrocarriles para que los desempleados regresaran a las zonas rurales. Debido a la crisis, la fuerza laboral que había migrado a las ciudades para integrarse a las filas obreras tuvo que retornar a la actividad agraria14. Los hacendados, afectados por la reducción de los beneficios, intentaron restaurar los salarios bajos y las precarias condiciones de trabajo que existían antes del auge económico. Campesinos sin tierras y desempleados se lanzaron entonces a buscar parcelas propias e independencia. Un alto porcentaje, en vez de dirigirse a zonas de colonización, intentó asentarse en tierras públicas bien ubicadas y en terrenos no utilizados de los grandes latifundios.

Machado (1991) argumenta que las luchas por la propiedad jurídica de las tierras guardan relación con la inclinación de los hacendados a mantener trabajadores no sometidos al régimen salarial, y con la necesidad de la naciente industria de obtener un flujo suficiente de bienes agrícolas y controlar la expulsión de campesinos. Las luchas por la tierra pusieron en peligro la propiedad terrateniente y los apremios de la industria no daban espera para formular soluciones democráticas apropiadas. Se abrió paso entonces a una política de parcelaciones, no para atacar los latifundios sino para restablecer las condiciones de producción de las haciendas y retener fuerza de trabajo en el campo, al tiempo que se paliaban los problemas de titularidad de la tierra y se establecían mecanismos para mejorar la eficiencia de la producción agraria.

El malestar social de los años treinta generó conflictos agrarios en muchas regiones del país. Incuso en las haciendas cafeteras del oriente del país, los campesinos reclamaron el derecho a sembrar café en sus propias parcelas. El gobierno liberal respondió tratando de institucionalizar el movimiento campesino y ponerlo bajo su control. E n 1931 se reconoció a los campesinos el derecho de asociarse y se crearon numerosas Ligas Agrarias15.

Reforma agraria, propiedad de la tierra y conflicto

En los años treinta resurgió la violencia como consecuencia del levantamiento armado campesino. No como continuación de las guerras posteriores a la Independencia sino a causa de la propiedad latifundista y su efecto sobre las condiciones de vida de campesinos, aparceros, peones agrícolas y desempleados.

La violencia se agudizó cuando el partido liberal ascendió al poder, a causa del desprestigio del Partido Conservador por diversos hechos protagonizados por su gobierno contra organizaciones obreras y estudiantiles, como la Matanza de las Bananeras en Ciénaga, el 6 de diciembre de 1928. La cifra de huelguistas que murieron por exigir mejores condiciones laborales a la United Fruit Company aún sigue en discusión16. Este hecho marcó un hito en las luchas campesinas y obreras y fue inscrito en la literatura universal por García Márquez17. Las masacres han sido una constante en la historia política del país. Décadas después se repiten en regiones dedicadas al monocultivo de banano, caña o palma, en un contexto diferente, en el marco de la globalización del capital y la aparición de nuevos actores locales y globales (transnacionales, paramilitares y narcotraficantes). Las víctimas siguen siendo las mismas. Pero esas acciones trascienden el ámbito jurídico nacional, son violaciones de los derechos humanos y delitos de lesa humanidad cuya resonancia internacional marca una diferencia con el silencio de 1928.

Las alianzas entre grupos armados, terratenientes y multinacionales han dejado miles de víctimas. Son numerosas las denuncias relativas a empresas y grandes propietarios acusados de desplazamiento, desaparición forzada y asesinato de campesinos y líderes sindicales. Un ejemplo desesperanzador es el de Chiquita Brands, empresa multinacional que dio apoyo financiero al movimiento paramilitar, y fue condenada, en Estados Unidos, a pagar una multa de 25 millones de dólares por haber pagado “servicios de seguridad” a las Autodefensas Unidas de Colombia18.

Después de la Masacre de las Bananeras, los liberales subieron al poder y gobernaron el país hasta 1946. Ante el inconformismo de la población, impulsaron una reforma agraria, que se concretó en la Ley 200 de 1936.

En general, la propiedad privada es un derecho que sólo puede ser vulnerado por el Estado con la indemnización correspondiente. La reforma de 1936 atribuyó a la propiedad una “función social” que obligaba a los propietarios a explotar económicamente sus predios so pena de extinción de dominio. De acuerdo con Arboleda (2008), el proyecto de Ley de Tierras o Ley 200 fue inspirado por la teoría jurídico-económica que se difundió después de la Primera Guerra Mundial. Su propósito era estimular la productividad y limitar el usufructo de la renta de la tierra (Pérez, 2004), que afectaba la competitividad y retrasaba la industrialización.

A la dualidad latifundio-minifundio se sumaba la precaria división del trabajo que mantenían los dueños de la tierra, en cuyos latifundios se utilizaban diferentes modalidades de trabajo arcaicas con mano de obra indígena, mestiza y negra. Lo que generaba gran inconformidad entre estos grupos sociales.

A comienzos de los años treinta los latifundios se empezaron a dividir a través del reparto por herencias y el arrendamiento a la nueva clase de empresarios agrarios capitalistas. Algunos se convirtieron en explotaciones capitalistas y otros quedaron en la ruina. El gobierno de Alfonso López Pumarejo insistió en la necesidad de fortalecer el desarrollo agrícola para satisfacer las necesidades de la clase industrial naciente. En ese contexto, se idearon disposiciones legales que facilitaran el reparto de tierras conforme al principio de que el interés general debía prevalecer sobre el interés particular. La norma impuso un límite a la propiedad privada y estableció que cuando el interés individual entrara en conflicto con el interés público, el Estado debía velar por el cumplimiento del interés colectivo.

De acuerdo con Sánchez et al. (2007), los derechos de propiedad son instituciones económicas de la mayor importancia porque determinan la asignación de los recursos disponibles e identifican a los receptores de los beneficios que reportan. Cuando los derechos de propiedad están claramente definidos, los agentes económicos tienen la certeza de que se apropiarán de los rendimientos de sus activos y de que las nuevas inversiones reflejan las oportunidades de ganancia que surgen de los mercados. Si los derechos de propiedad no se hacen cumplir los agentes no tienen incentivos para explotar sus activos y se desperdician las oportunidades que ofrecen los mercados19.

La historia del país ha estado marcada por una debilidad institucional que, entre otros aspectos, se manifiesta en la indefinición de los derechos de propiedad20, con efectos tales como la agudización de los desequilibrios sociales y los reiterados estallidos de violencia. Entre ellos la lucha por el poder territorial entre grupos armados ilegales exacerbada por el narcotráfico. La debilidad institucional, jurídica y política, ha sido un factor esencial en la agudización del conflicto desde la década de los ochenta e hizo posible que el Estado fuera capturado a nivel local por el paramilitarismo y la guerrilla, en su enfrentamiento por el control de zonas y territorios ricos en recursos naturales y la captura de rentas públicas21.

Dicha debilidad propició la concentración de la propiedad de la tierra e incentivó la expansión de la superficie agrícola dedicada a la ganadería extensiva en detrimento de la producción de alimentos, y en los últimos tiempos de grandes plantaciones que absorben poca mano de obra. Los grupos ligados a este tipo de actividades concentran enorme poder e impulsan iniciativas de política que favorecen sus intereses en desmedro de los intereses colectivos, y de paso es muy baja su contribución al fisco nacional y local.

A continuación se comentan algunas cifras que muestran el proceso de concentración de la propiedad de la tierra en las últimas décadas.

De acuerdo con Tamayo (1970), en los años sesenta el 1,2% de los propietarios poseía el 50% de las tierras. Los minifundios (en su mayoría localizado en las laderas andinas sobre terrenos erosionados de bajos rendimientos agrícolas) eran muy precarios, pues el 64% tenían en promedio 1,8 hectáreas. Las precarias condiciones de vida de los campesinos minifundistas son agravadas por los deficientes sistemas de tenencia de la tierra. La concentración de la población rural en las zonas de minifundio generaba una oferta de mano de obra mayor que la demanda, los ingresos eran bajos y el desempleo muy alto. La concentración de la propiedad implicaba una alta concentración de los ingresos provenientes de la agricultura: el 1,8% de la población recibía el 30,9% del ingreso, mientras que el 63,9% de esa población apenas recibía un 22,8%.

Mondragón (2002) comparó los resultados de las encuestas nacionales agropecuarias y los datos de catastro y encontró que entre 1984 y 1997 el número de predios de más de 500 hectáreas se redujo del 0,4% al 0,3%, mientras que la superficie que ocupaban pasó del 32,5% al 45,0%. Entre 1995 y 1996, la superficie ocupada por fincas grandes (de más de 200 ha) se elevó del 39,9% del área total al 43,1%, y el uso agrícola se redujo del 2,5% al 1,7%.

Según estimaciones oficiales y privadas, en Colombia hay 114 millones de hectáreas, 68 millones correspondientes a predios rurales. En 2003, el 62,6% estaba en manos del 0,4% de los propietarios y el 8,8% en manos del 86,3%. De modo que la situación empeoró entre 1984 y 2003. Y vale la pena mencionar que la estimación de las tierras aptas para ganadería es del 10,2%, y hoy se dedica a esta actividad el 41,7%. Por su parte, en 2010 el Gini rural llegó a 0,89, y aumentó en un 1% desde 200022. En el cuadro 1 se compara la concentración de la propiedad entre 1984 y 2003.

Cuadro 1
Concentración propiedad de la tierra, 1984-2003

En suma, la estructura de la propiedad de la tierra ha sido y sigue siendo un obstáculo para el desarrollo del país23, y además es una amenaza para la población indígena, afrocolombiana y campesina en general, que tiene en la tierra su única posibilidad de supervivencia. No obstante, a juzgar por las políticas que se han adoptado, esta situación no ha sido una preocupación vital para el Estado, o al menos, los esfuerzos han sido insuficientes. De ahí la persistencia del conflicto.

MOTIVACIONES DE LAS REFORMAS AGRARIAS EN COLOMBIA

Antecedentes

Como vimos, la iniciativa de reforma agraria para transformar la estructura de tenencia de la propiedad y evitar sus efectos negativos sobre el desarrollo económico y social tomó fuerza por impulso de acontecimientos externos e internos. La población rural exigía mejores condiciones de trabajo y se desataron luchas y movilizaciones campesinas que rechazaban los latifundios inexplotados y las formas de trabajo y sujeción precapitalistas. Pero el telón de fondo de los conflictos agrarios es la estructura social y política que crearon los españoles en la época colonial. Estos conflictos latentes despuntaron desde la Independencia y maduraron en el siglo siguiente.

En el siglo XIX se presentaron importantes conflictos entre campesinos y latifundistas alrededor de la estructura agraria del país y de la apropiación de las tierras, cuyo espectro estuvo presente en casi todas las guerras civiles que azotaron a la joven república. Aquellas tuvieron como eje la disputa por la propiedad de los baldíos y de las tierras pertenecientes a las corporaciones religiosas (Perry, 1994, 230, citado en Ramírez, 2009).

En la primera mitad del siglo XIX, las tierras se dividían en resguardos, tierras de la Iglesia, de dominio público y haciendas. Cuando los liberales llegaron al poder en la segunda mitad del siglo decidieron liberarlas porque su concentración e inmovilidad eran impedimentos para el desarrollo económico. En 1850 se iniciaron la disolución de los resguardos, la titulación de tierras y la desamortización de bienes de manos muertas. Los resguardos se redujeron sensiblemente y muchos indígenas se convirtieron en peones de las haciendas, al tiempo que estas aumentaron en tamaño. Los ejidos (las tierras comunales que daban sustento a la población) pasaron a manos de terratenientes y comerciantes interesados en cultivar productos de exportación.

La Revolución del Medio Siglo (1849-1854) fue uno de los períodos más importantes en la transformación de la estructura socioeconómica del país. En esos años se formaron los partidos políticos liberal y conservador, que se enfrentarían en la defensa de los intereses económicos y políticos de los grupos sociales que cobijaban. En la disputa vencieron los liberales, que procuraron suprimir todo aquello que entorpeciera el desarrollo de las fuerzas productivas. Aún no existía una burguesía industrial sino una incipiente burguesía comercial que impulsó la liberación de los mercados. Las políticas librecambistas, ante la competencia de los productos ingleses, llevaron a la desaparición de gran parte de la incipiente producción nacional, lo que ahondó la dependencia del país con respecto a Europa.

El decreto de desamortización de bienes de manos muertas, promulgado por el presidente Tomás Cipriano de Mosquera el 9 de septiembre de 1861, decidió la incautación de las propiedades del clero (a excepción de los templos y bienes necesarios para el culto religioso) para someterlas a remate público, con el propósito de limitar el poder eclesiástico y reducir la concentración de la tierra, aunque este último propósito resultó más formal que real. Dicho proceso tuvo profundas consecuencias, entre ellas la aparición de una clase comerciante-terrateniente, pues parte de las tierras pasaron a manos de la naciente burguesía liberal, lo que dejó sin piso el enfrentamiento con los terratenientes conservadores. Así, la estructura de propiedad no se modificó, sólo hubo un traslado de unas manos a otras; de modo que el latifundio se fortaleció y se configuró una oligarquía bipartidista.

Los conflictos del siglo XIX cobraron dimensiones nacionales en el siglo siguiente porque las luchas por tierras públicas (hasta ese momento objeto de conflictos locales y regionales) se extendieron24, por el ejemplo y la influencia ideológica de otras luchas populares y el aumento de los precios del café que elevaron la demanda de tierras.

Vega (2004) recuerda que la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de 1926, que obligó a todo propietario de tierras en litigio a presentar los títulos de propiedad, generó nuevos y más intensos conflictos, especialmente en haciendas cafeteras del Sumapaz, el Tequendama y el oriente del Tolima, puesto que colonos y arrendatarios vieron la oportunidad de “cuestionar el hasta entonces intocable régimen interno de las haciendas”.

Según Berry (2002, 28), la tensión social existente en los años treinta, después de la prosperidad anterior y por los efectos de la Gran Depresión, dio origen al más serio intento de reforma agraria.

El esfuerzo fue el resultado de una combinación de desigualdades, injusticias y tensiones crónicas; de las tensiones asociadas al rápido crecimiento de la producción cafetera y otros elementos de prosperidad durante la década de 1920, y de las nuevas presiones asociadas a la reversión de esas tendencias progresistas cuando los efectos de la depresión mundial repercutieron en Colombia en la década de 1930.

Berry señala que la concentración de la propiedad y los graves efectos de su desigual distribución eran reconocidos incluso en el exterior (por observadores internacionales, partidos políticos y gobiernos). En ese esfuerzo, también incidió la necesidad de superar la hostilidad y el enfrentamiento entre conservadores y liberales, y de contener la violencia en las zonas rurales. El cerco de violencia y la falta de tierras llevaron a que los campesinos exigieran la solución de sus problemas con ocupaciones de hecho, enfrentamientos con el Estado y los terratenientes, y a que sus asociaciones gremiales reclamaran la adjudicación de las tierras que trabajaban y la extinción de dominio de predios inexplotados. En síntesis, luchaban por una reforma agraria.

Las reformas

Ante las presiones provenientes del campo, el gobierno del presidente Alfonso López Pumarejo (1934-1938) promulgó la Ley 200 en 1936 que buscaba instaurar un régimen adecuado de tenencia y explotación de tierras. Esta ley exigió la explotación económica de los predios y reconoció el derecho de los trabajadores rurales a la posesión de tierras25. Su propósito, en palabras del propio López, era “promover la transformación capitalista de la Colombia rural a través de la liberación de recursos inmovilizados en los latifundios” (Henderson, 2006, 61).

De acuerdo con Machado (1991), la Ley 200 no determinó que los latifundistas modernizaran en forma inmediata las condiciones de producción para adecuar la estructura agraria a las necesidades del desarrollo capitalista, tan sólo utilizó la extinción de dominio para impulsarlos a elevar la productividad en un término de diez años. Por otra parte, no ordenó que en ese período debían desaparecer las formas de producción arcaicas sino que el propietario debía probar la explotación económica del predio. La ley reconocía que era imposible instaurar súbitamente la producción capitalista en el sector agrícola y aceptó que la fuerza de trabajo siguiera siendo explotada de otras maneras siempre que los predios fueran aprovechados en actividades productivas. La ley “buscaba dar a la propiedad rural el respaldo jurídico del que carecía, es decir, impedir el desconocimiento progresivo de la propiedad latifundiaria” (ibíd., 91). Sin embargo, el estallido de la Segunda Guerra Mundial frenó el proyecto de industrialización en el país. En este contexto, la reforma agraria se relegó a un segundo plano y se dio prioridad a la sustitución de importaciones de alimentos y materias primas mediante el aumento de la producción agrícola.

El gobierno del presidente Eduardo Santos (1938-1942) puso en marcha un plan de fomento de la producción para abaratar las materias primas y los alimentos. La escasa efectividad de esta política contribuyó a que la industrialización siguiera detenida. En el segundo mandato de Alfonso López Pumarejo (1942-1945) se aprobó la Ley 100 de 1944 para reanimar la producción de alimentos. Se acogieron las formas de producción propias de las haciendas y se declaró la conveniencia pública de explotar las tierras mediante contratos de aparcería. Igual que la Ley 200, buscaba la explotación de la tierra, sin importar por quién o cómo26. Además, alargó de diez a quince años el plazo para la extinción de dominio de los predios inexplotados.

Los efectos de la Ley 200 de 1936 fueron neutralizados por la Ley 100 de 1944, contrarreforma que revirtió el objetivo de transformar el latifundio apoyando los contratos de aparcería. La Ley 100 buscaba reavivar la producción de alimentos (en su mayoría proveniente de la economía campesina), cuya oferta se había reducido. Además, el estallido de la Segunda Guerra Mundial encareció los productos y el aumento de precios benefició a la agricultura comercial.

Históricamente se han presentado dos tipos de evolución agraria: la vía farmer, que supone la destrucción y fragmentación de los latifundios, da paso a un campesino autárquico que luego puede convertirse en granjero capitalista; y la vía prusiana, donde hay transformación paulatina de la economía de hacienda en gran empresa capitalista, en condiciones técnicas avanzadas y con un régimen de trabajo asalariado (Machado, 1991, 94)27.

Ramos (2004) confirma que la Ley 100 pretendía promover la transformación capitalista de la gran propiedad sin redistribuir la propiedad latifundista. Esta ley favoreció los intereses de los terratenientes y preservó los latifundios. Esto llevaría con el tiempo al agravamiento de los conflictos sociales en el campo.

Y, como muestran Balcázar et al. (2001, 10), en los años cincuenta la violencia partidista precipitó una avalancha migratoria del campo a las ciudades y agravó los problemas jurídicos de la propiedad por el despojo de tierras. La confrontación política armada debilitó la producción agrícola, cafetera e industrial, contrajo la oferta de alimentos y generó más desempleo28.

Berry (2002) destaca que a diferencia de lo ocurrido en los años treinta, las presiones para llevar una reforma provenían de fuerzas internas y externas. Las presiones internas se originaban en la preocupación por el conflicto rural, el rezago de la producción de alimentos y la necesidad de recaudar votos. La presión externa provenía de Estados Unidos, que había promovido la Alianza para el Progreso, uno de cuyos objetivos era modificar la situación del campesinado latinoamericano con base en la reestructuración de la tenencia de la tierra29. Por su parte, a diferencia de los años treinta, los agricultores comerciales modernos ahora tenían mayor poder, pues desde comienzos de la década del cincuenta la agricultura moderna y mecanizada había empezado a sustituir la ganadería extensiva en las tierras planas fértiles, lo que creó un nuevo grupo de presión más a tono con la burguesía industrial.

En ese contexto se expidió la Ley 135 de 1961, que creó el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (INCORA), organismo encargado de ejecutar la política de reforma agraria. Esta ley tenía tres lineamientos estratégicos: dotar de tierras a los campesinos, adecuar tierras para incorporarlas a la producción, y prestar servicios sociales básicos y otros apoyos complementarios.

La reforma agraria del gobierno de Lleras Restrepo (1966-1970) se concibió como un complemento de las inversiones del Estado en infraestructura en el sector rural y como medio de presión, respaldado por la organización del campesinado, para que los latifundistas removieran los obstáculos al desarrollo capitalista en el campo. Con la redistribución de la propiedad de la tierra el gobierno buscaba promover un empresariado rural y granjas campesinas.

En los años sesenta se aceleró el crecimiento agrícola. La expansión de la agricultura comercial y el estancamiento de la agricultura tradicional fueron efectos del dualismo existente30, que sumado a la violencia aceleró la migración a las ciudades. En suma, por efecto del dualismo estructural, la influencia de la Revolución Cubana y la Alianza para el Progreso se impulsó una reforma cuyo eje central era reorientar el desarrollo centrado en la propiedad latifundista. Si bien intentaba corregir los defectos de la estructura de tenencia, no pretendía evitar la fragmentación de la propiedad, sino que era parte de una estrategia de desarrollo que consultaba el conflicto social derivado de la estructura agraria (Machado, 1991, 99). Roa (2009) hace énfasis en las “oportunidades políticas” que llevaron a la aprobación de la reforma agraria. A las que hemos mencionado añade la orientación reformista y desarrollista promovida por la CEPAL que favorecía una nueva fase de industrialización sustitutiva31.

En resumen, la Ley 135 de 1961 buscaba que los grandes propietarios agrícolas modernizaran la explotación de sus tierras y les dieran un uso más adecuado, y corregir los defectos de la estructura de tenencia para eliminar la excesiva concentración. Así mismo, intentaba dar una solución a la violencia que azotaba al país desde 1946, generar empleo y asegurar el abastecimiento de alimentos.

No obstante, la incongruencia entre las normas y la realidad de la estructura de tenencia salta una vez más a la vista, pues los efectos sobre la concentración de la tierra no fueron significativos32, y “en el bloque de poder continúa predominando la consolidación de la gran propiedad capitalista del campo” (Machado, 1991, 100).

Pese a la incipiente modernización agrícola, a mediados de los años setenta hubo un cambio profundo en las políticas estatales hacia el campo, que revirtió las políticas agrarias de Lleras Restrepo. El 9 de enero de 1972 se firmó entre los partidos tradicionales y los gremios de propietarios el Pacto de Chicoral que puso fin a la reforma agraria.

Ahora, el gobierno consideraba que la organización campesina era subversiva y tomó todo tipo de medidas para restar influencia a la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), creada por inspiración del propio Lleras Restrepo33. El senador Hugo Escobar denunció en el Congreso las invasiones de tierras y afirmó que la movilización campesina era alentada por el terrorismo internacional y el comunismo. El gobierno de Pastrana convocó a las fuerzas políticas, a los ganaderos, arroceros y bananeros y a los latifundistas. Desde entonces, la política estatal hacia el campo estuvo orientada por el citado pacto que de allí resultó.

Los términos del Pacto de Chicoral fueron suficientemente claros en su intención de emprender formalmente la contrarreforma agraria. A cambio del pago de impuestos al Estado, fijado de acuerdo a una renta presuntiva cuya referencia principal sería el avalúo catastral de los predios, los terratenientes recibían amplias garantías de que se pondría freno a la redistribución de la tierra y se apoyaría la explotación agrícola en gran escala (Vásquez, 2000, 6).

El gobierno de Misael Pastrana presentó al Congreso un proyecto de ley que incluía las leyes 4ª y 5ª de 1973 (R odríguez, 2005, 12). La Ley 4ª introdujo instrumentos para calificar los predios y la posibilidad de afectación y expropiación, que requerían determinar mínimos de productividad por cultivo y por región. Esto hizo más inoperante la labor del INCORA. Y creó la renta presuntiva de la tierra para elevar la productividad. Esta norma no tuvo aplicación alguna en 1973 y luego se generalizó a todos los sectores con la Reforma Tributaria de 1974. Por su parte, la Ley 5ª diseñó el sistema de financiamiento para el agro y se centró en los cultivos que requerían asistencia técnica. El paquete se completó con la Ley 6ª de 1975 o Ley de Aparcería, que restableció los precarios sistemas de tenencia de la tierra. Los presidentes Alfonso López Michelsen (1974-1978) y Julio César Turbay Ayala (1978-1982) mantuvieron las iniciativas de Pastrana.

Con la Ley 4ª de 1973 se “institucionalizan mecanismos más apropiados para lograr el desarrollo capitalista, sin dar prioridad a los aspectos redistributivos” (Machado, 1991, 104), y en la práctica se abandona la reforma agraria, por cuanto los criterios y factores que se establecieron para clarificar los predios terminaron haciendo imposible la expropiación de tierras y su redistribución.

Con la Ley 5ª, el crédito a los campesinos se orientó al componente de asistencia técnica y se definieron las líneas de crédito para empresarios y grandes propietarios. De acuerdo con Machado, esta ley abandonó la redistribución y en su lugar privilegió la eficiencia productiva, y procuró que la renta presuntiva no impidiera la inversión de capital en la agricultura.

La Ley 6ª de 1975 dio la estocada final a la reforma agraria. Machado argumenta que esta ley no buscaba dar solución jurídica a los reclamos campesinos y refrenar la expulsión masiva de mano de obra sino promover la coexistencia de explotaciones capitalistas y otras formas productivas. El Pacto de Chicoral fue entonces un proyecto de contrarreforma que enterró, de nuevo, la idea de modificar la distribución de la propiedad, y aceleró la concentración y la expulsión de campesinos y otras comunidades de sus territorios.

Años después, en remplazo de la reforma agraria, el gobierno de Alfonso López Michelsen (1974-1978) adoptó el programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI) que hacía parte del Plan Nacional de Alimentación y Nutrición. El DRI intentaba mejorar las críticas condiciones nutricionales de los estratos más pobres, que tenían graves efectos sobre la educación. Pretendía “subsanar” los vacíos de las reformas agrarias y dar a los pequeños productores campesinos crédito, asistencia técnica, comercialización, vías, salud, electrificación y educación. No obstante, los pobres resultados del programa y la merma de recursos agravaron la crisis de la producción de alimentos.

En los años ochenta se formaron nuevas organizaciones políticas como la Unión Patriótica, A Luchar, el Frente Popular y organizaciones campesinas como FENSA y ANTA. La lucha campesina resurgió y llegó a su auge en 1987. Ante las numerosas marchas campesinas y tomas de tierras, en el marco de la política de paz impulsada por el gobierno y las negociaciones con los grupos subversivos, se expidió la Ley 35 de 1982, que intentó restablecer el INCORA, y se creó el Plan de Rehabilitación Nacional (PRN) para a adelantar acciones sociales en áreas de violencia y dar acompañamiento a las actividades del INCORA.

Irónicamente, esta ley, llamada Ley de Amnistía, aceleró la compra de tierras en esas áreas. De acuerdo con Vásquez (2000), el fortalecimiento del INCORA, ahora orientado a comprar tierras, redujo al mínimo la expropiación de predios inexplotados, estimuló el mercado de tierras y favoreció a los latifundistas especuladores. A finales de los años ochenta se inició la apertura económica que abrió las puertas a la importación masiva de alimentos y se agilizó la venta de tierras, de modo que en ese periodo se aceleró la adquisición de predios agrícolas34. De la reforma agraria se pasó a la competitividad y la internacionalización.

La nueva expansión del latifundio era ahora concomitante con la del narcotráfico y el paramilitarismo. Una combinación de actores y factores que contribuyó a que el desplazamiento forzado alcanzara cifras sin precedentes a escala nacional35. El gobierno reprimía las movilizaciones campesinas e indígenas argumentando que su finalidad era contener el avance guerrillero36.

En 1988 el gobierno de Virgilio Barco promulgó la Ley 30, con miras a l ograr una acción más coordinada de las instituciones del gobierno, elevar el nivel de vida de los campesinos, simplificar los trámites de adquisición y dotación de tierras, eliminar la calificación de las tierras y dar mayores instrumentos al INCORA para el desarrollo de sus programas.

Frente a los precarios resultados de la redistribución de la propiedad y la lucha contra la pobreza rural, de la orientación tradicional de la reforma agraria se pasó al esquema de mercado de tierras y al subsidio para compra directa por parte de los campesinos. En ese nuevo marco, en el gobierno de Cesar Gaviria se aprobó la Ley 160 de 1994, que creó el Sistema Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Rural Campesino para promover el acceso de los trabajadores agrarios a las tierras y mejorar el ingreso y la calidad de vida de la población campesina.

Mediante esta ley el gobierno estimuló la colonización de nuevas tierras y privilegió de esta manera la titulación de baldíos sin afectar tierras fértiles y adecuadas para la agricultura de los latifundios improductivos, muchos de ellos en manos de narcotraficantes.

El espíritu de la Ley 160 de 1994 plantea una política de reforma agraria y desarrollo rural, que como las anteriores, está enfocada a mitigar problemas asociados a la concentración de la propiedad en el sector rural. Adicionalmente, introduce el concepto de transferencia de la propiedad a través del mercado de tierras brindando el acceso del campesino al mismo mediante un subsidio para su compra directa (Vargas, 1999, 2).

Roa (2009) sostiene que esta ley impulsó el mercado subsidiado de tierras, tal como recomendó el Banco Mundial, siguiendo el principio básico de negociación voluntaria. Balcázar et al. (2001, 18) hacen un balance:

En cinco años de funcionamiento del mercado de tierras (1995-1999) las tierras que ingresan al Fondo Nacional Agrario disminuyen a 286.939 hectáreas; mientras que el número de familias beneficiadas baja a 19.397, en comparación con el período anterior. La inversión cae, el crédito complementario al subsidio para la adquisición de tierras no funcionó en concordancia con aquél; el sistema de reforma agraria no funcionó como tal debido a la formulación aislada de políticas y prioridades propias en cada entidad, al grado disímil en la planificación de instituciones y entidades territoriales, a la especialización y dispersión de funciones y al estado diferenciado del proceso de descentralización en todas ellas.

A finales de los años noventa, el país sufrió una de las crisis más prolongadas y profundas de su historia. Las políticas aperturistas debilitaron la agricultura y la población afectada no tuvo más remedio que recurrir a la economía ilegal, a los cultivos ilícitos.

El problema agrario subsiste y se agrava con los procesos de contrarreforma, que responden a nuevos escenarios e intereses económicos, sociales y políticos. El narcotráfico, la industrialización enfocada a la globalización y el paramilitarismo aparecen como factores articulados a nuevas olas de violencia. Los intereses de terratenientes, ganaderos, agro exportadores, multinacionales y grupos armados ilegales priman sobre las necesidades de la población confinada a los corredores urbanos y sometida a la exclusión, la inequidad, la desigualdad y la violación de los derechos humanos.

El conflicto perdura en un ambiente de pobreza rural, por un lado, y de agroindustria y ganadería extensiva, por el otro. Ejemplos de esta grave situación son algunos hechos que han causado indignación en la sociedad: la hacienda Carimagua37, destinada a familias desplazadas, fue intempestivamente asignada a grandes cultivadores de palma, o el escándalo de Agro Ingreso Seguro, programa del gobierno anterior que entregó subsidios millonarios a la agroindustria y a grandes propietarios.

La propiedad de la tierra sigue siendo fuente del conflicto y de la violencia en los campos, y la estructura de la propiedad se sigue reflejando en los ámbitos político, económico y social.

A MANERA DE SÍNTESIS

Durante el siglo XX se propusieron alternativas para resolver el problema agrario en Colombia: redistribuir las tierras, elevar la productividad o buscar la equidad. El problema no se resolvió porque cada iniciativa fue contrarrestada por intereses económicos y políticos contrarios que empantanaron y volvieron inocuos los proyectos que se adelantaron. Las políticas del Estado en materia de redistribución terminaron resquebrajadas y persistieron los problemas de concentración, desigualdad, desempleo, pobreza, exclusión, e incluso de debilitamiento de las instituciones. Los esfuerzos de reforma agraria han estado sujetos a un constante tira y afloje, sin que prime la voluntad de solución. Esto debilita la democracia y agrava la inestabilidad social; además reduce las posibilidades de crecimiento y desarrollo del país.

A comienzos del nuevo siglo, el sector rural se inscribe en un contexto más complejo que impone nuevos retos a la sociedad. Queda atrás más de un siglo de políticas que prometían la redistribución y el acceso a la tierra, pero no modificaron la estructura sociopolítica del sector, y por ende la de la nación. La extrema desigualdad en la distribución de la tierra, la fragilidad de los derechos de propiedad, sobre todo de los campesinos, y la permanencia de la estructura latifundista son fuente de viejos y nuevos problemas sociales.

Hace más de 10 años, Carlos F. Rivera mostró la confusión que había con respecto al sector agrario, la falta de una visión de largo plazo y el abandono en la academia de la discusión teórica y el estudio del problema agrario, dejándolo en manos del pragmatismo ministerial. Así, las políticas agrícolas solo podían ser ambiguas e incoherentes. Según este autor, la raíz del problema era la “crisis de visión del pensamiento agrario colombiano y de los fundamentos que nos definen como sociedad civilizada” (Rivera, 1999, 284).

El pragmatismo ha seguido imperando. Y pese a la gravedad de los problemas la sociedad no sale de la indiferencia. En algún momento tendrá que comprometerse y cumplir su papel en la construcción de un país sin desigualdad, inequidad, injusticia y corrupción. Por lo pronto, la falta de soluciones democráticas y efectivas ha bloqueado y seguirá bloqueando el desarrollo político, social, institucional y económico, y así el conflicto, en vez de resolverse, seguirá transformándose y quizá agravándose. “Los 45 años del último ciclo de guerra en Colombia han producido costos enormes en todos los campos, pero también los costos de mantener el statu quo han sido descomunales” (Giraldo, 2009, 6).

Las leyes de reforma agraria respondieron a las presiones propias del momento. La Ley 200 de 1936 fue resultado del avance del capitalismo agrario basado en la economía cafetera y de la Gran Depresión de los años treinta, que produjo una crisis política y social, y acentuó el malestar de la población rural por las condiciones de trabajo en las haciendas. La Ley 100 de 1944 fue una respuesta al bloqueo de la industrialización por efectos del estallido de la Segunda Guerra Mundial. En los años sesenta, el movimiento rural adquirió gran fuerza, y la Revolución Cubana y la Alianza para el Progreso llevaron a concebir la reforma contenida en la Ley 135 de 1961. Las leyes 4ª, 5ª y 6ª de 1973 fueron resultado del Pacto de Chicoral (1972), una contrarreforma agraria que dividió al movimiento campesino, implantó el modelo agro-exportador e impulsó la capitalización de la gran propiedad. Más adelante los programas de reforma agraria fueron sustituidos por el Plan Nacional de Alimentación y Nutrición y el DRI, para remediar las frustraciones anteriores, sin atacar sus raíces.

A mediados de los años noventa el sector agrario vivió una aguda crisis económica asociada a las políticas de apertura; además, los pobres resultados de la redistribución de tierras y, en general, de las medidas para atenuar la pobreza rural, llevaron a un cambio fundamental: la Ley 160 de 1994 impulsó el mercado de tierras y creó el Sistema Nacional de Reforma Agrario y Desarrollo Rural Campesino. No se eliminaron las causas del conflicto, que se agudizó con la lucha territorial entre guerrillas y paramilitares.

Marckus Schultze (2010) muestra que el prolongado conflicto armado se ha degradado y criminalizado. Ahora participan numerosos grupos armados ilegales que incluyen a las FARC y al ELN, a los grupos sucesores de las organizaciones paramilitares y a un amplio espectro de organizaciones criminales y del narcotráfico que incluso han hecho alianzas impensables hace algunos años (guerrillas y sucesores de los paramilitares). Este analista extranjero considera indispensable una estrategia de resolución integral del conflicto armado (ERICA), cuyas premisas básicas han de ser la restitución de tierras y el pleno respeto de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario.

Alfredo Molano (2010b), con prudente optimismo, hace referencia a las expectativas sobre la disposición del nuevo gobierno para solucionar el problema de la tierra:

El gobierno de Santos ha prometido devolver a los campesinos un millón de hectáreas confiscadas a los narcos. Bien, diría Apolinar, como cuota inicial. Pero hay cuatro millones más por ahí de notaría en notaría, que pertenecieron a campesinos desplazados. Quizá pueda Juan Camilo -un político que entiende, por fin, la conveniencia que para la paz y para la prosperidad tiene la economía campesina- devolver sus tierras a los campesinos y, además, tomar medidas para que lo que se devuelva ahora no regrese a las manos de los de siempre en la próxima década.

Este análisis del marco histórico y legislativo muestra la falta de voluntad de la élite política para atacar los males de raíz y enfrentar las causas del conflicto agrario y de la violencia en el sector rural. Esa voluntad es la que se requiere del actual gobierno y del Congreso de la República, para que la nueva iniciativa no culmine en otro fracaso más.

NOTAS AL PIE

1. Jairo Castillo Peralta, alias “Pitirri”, testigo protegido de la Fiscalía General de la Nación por las investigaciones de la parapolítica.

2. La Revolución en Marcha fue parte de la “República Liberal”, iniciada con el gobierno de Enrique Olaya Herrera (1930-1934), después de 46 años de hegemonía conservadora.

3. En cerca del 87,5%, según Uribe. La colonización ha estado ligada a la violencia y a la concentración de la propiedad en todo el territorio: “Esta historia no ha sido vivida sólo en los llanos y las selvas del piedemonte oriental. En el Magdalena Medio, en Caquetá, en Córdoba y Sucre, en el Perijá, en el Urabá, en el Catatumbo, la derrota de la economía campesina de colonización ha dado lugar siempre a la concentración latifundista [...] el paramilitarismo y el narcotráfico han hecho lo mismo que los terratenientes y comerciantes tradicionales [...] de manera más violenta y más rápida. Cinco millones de hectáreas hoy son de la mafia” (Molano, 2010a).

4. De la Torre (2010) hizo algunos comentarios sobre el libro Y refundaron la patria, de Claudia López, que ilustran la situación: “sigue ella el curso de las relaciones entre mafia y política, saga de violencia que redundó en cooptación de medio Estado, por iniciativa recíproca de ‘legales’ e ‘ilegales’ [...] De todo ello, sostiene la investigadora, derivaron necesidades e intereses complementarios entre élites políticas, mafiosas y armadas, a las cuales no fue ajena la guerrilla: unos necesitaban defenderse (del secuestro), otros administraban chequeras y ejércitos para ofrecer protección. Unos medraban en los órganos de la política, otros necesitaban acceder a ellos para blindar el negocio, validar sus intereses y evitar la extradición. Resultado final, una contrarreforma agraria sangrienta y la parapolítica, con su prontuario de coacción armada y fraude electoral”.

5. En Europa la revolución agrícola dio gran impulso a la revolución industrial. El aumento de la productividad agrícola alentó, por ejemplo, la producción de hierro, carbón, textiles y acero; y el sector agrícola aportó mano de obra y capitales iniciales para la industria manufacturera y la ampliación del mercado interno (Bairoch, 1979).

6. Sobre lo que ha ocurrido en años más recientes, Uribe (2009, 98) señala que los grupos armados sacaron ventaja de la división entre el gobierno nacional y los gobiernos locales. Los narcotraficantes y las élites regionales quedaron subordinados a los paramilitares, que aprovecharon la descentralización para “capturar al Estado en lo local” sin necesidad de “atacar poblaciones o capturar rentas mediante el clientelismo armado”. La propiedad de la tierra es un instrumento de control político y territorial, poder que en manos de grupos ilegales facilita el acceso a las transferencias y la apropiación de tierras.

7. Machado (2002) sostiene que los estudios de esa época no hacían análisis objetivos del desarrollo agrícola, en especial de las características de la estructura agraria y del contexto interno y externo. Además, que las soluciones que se proponían dependían del movimiento obrero y de sus alianzas con los campesinos.

8. Kalmanovitz modificó su visión de los problemas económicos y políticos del país, y ahora tiene una inclinación neoinsitucionalista. En los primeros párrafos de un ensayo escrito con Enrique López plasma su orientación ideológica e intelectual: “En este trabajo partimos del supuesto de que la historia económica de un país o de un sector de la economía se hace más inteligible si se tienen en cuenta las instituciones. Estas pueden ser definidas como las emisoras de las reglas de juego que guían a los agentes para la toma de decisiones económicas y políticas” (Kalmanovitz y López, 2005).

9. “La visión neoliberal concibe la problemática agraria desde una óptica productivista [...] y de disminución de la acción del Estado [.] no se centra en la estructura agraria sino en el desarrollo de los mercados de factores, incluida la tierra, y en los incentivos para dinamizarlos en lugar de redistribuirlos “(Machado, 2002, 295).

10. En 1918 la población rural ascendía al 79% del total (Vega, 2004, 11).

11. “Los altos niveles de los salarios urbanos, especialmente en las obras públicas, determinaron en las áreas rurales un movimiento reivindicativo por remuneraciones análogas, que se une a la aspiración de los productores parcelarios, ligados a la hacienda tradicional, de obtener ingresos superiores mediante su conversión en propietarios y la destinación de sus predios a cultivos permanentes como el café. Estos conflictos provocan una oleada migratoria y de expulsiones que desintegra la hacienda tradicional y elimina en buena parte las unidades independientes constituidas en su interior” Machado (1991, 87).

12. “A finales de la era cafetera (1880-1930), durante la cual ese producto se convirtió en la exportación dominante del país, la tierra se hizo cada vez más valiosa y se crearon las condiciones para una crisis del conflicto por la tierra. La rentabilidad de las exportaciones cafeteras fue el ingrediente esencial. Esto precipitó un incremento en los ingresos del gobierno y, junto con los recursos extranjeros, hizo posible una explosión de inversiones públicas en infraestructura, que aumentó aún más el valor de la tierra y la demanda de trabajo. La rápida expansión de la red de transportes y la creciente demanda del café llevaron a una apreciación del valor de la tierra agrícola y a que los empresarios se lanzaran a la caza de tierras, lo que llevó a un gran incremento de la usurpación de terrenos ocupados por colonos” (Berry, 2002, 30).

13. L a Ley 3. a de 1926 concedió al presidente de la república facultades extraordinarias para suprimir o reducir los derechos aduaneros de los víveres, facultades que ejerció mediante el Decreto 952 de 1927.

14. De acuerdo con Machado (1991), esto tuvo un nuevo efecto sobre la estructura agraria. Los conflictos de los años treinta fueron luchas por la tierra para consolidar las unidades de producción parcelaria. En primer lugar, porque las relaciones de producción no habían variado sustancialmente y se basaban en trabajo servil, lo que limitaba el establecimiento de relaciones salariales. En segundo lugar, porque debido a la depresión las manufacturas no podían absorber nuevo trabajo libre, y había que contener el proceso de liberación de mano de obra.

15. El Partido Liberal disputó la dirección de las Ligas con el Partido Comunista y la Unión de Izquierda Revolucionaria (Unir), una disidencia del liberalismo encabezada por Jorge Eliécer Gaitán. El Partido Comunista impulsó la invasión de latifundios y su expropiación sin indemnización. La Unir tuvo mucho éxito en las regiones cafeteras del Sumapaz y Cundinamarca, hasta su disolución y retorno al liberalismo en 1935.

16. Las cifras oficiales señalan entre 15 y 20 muertos. Las investigaciones históricas tienden a confirmar las denuncias del Partido Socialista Revolucionario de la época, ubicando la cifra entre 600 y 1.000 personas asesinadas.

17. “Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de ametralladoras. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque su bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por la tijeras insaciables y metódicas de la metralla” (García Márquez, 2001).

18. Se estima que pagó 1,7 millones de dólares entre 1997 y 2004.

19. El neoinstitucionalismo, una influyente corriente en el pensamiento económico actual, subraya los derechos de propiedad. Sus principales exponentes, D. North, R. Coase y O. Williamson, estudian temas relacionados con la teoría de la empresa, su organización y funcionamiento, la división entre empresas y mercado, la formación de sistemas de mercado y las instituciones que los constituyen y que sirven de marco para las actividades económicas. De acuerdo con esta escuela, los derechos de propiedad son esenciales para el funcionamiento del sistema económico.

20. Sánchez et al. (2007) sostienen que la indefinición de la propiedad de la tierra dificultó la inserción de la economía colombiana en el mercado mundial a finales del siglo XIX. Y aunque en la segunda mitad del siglo XX las leyes de tierras establecieron un sistema de derechos de propiedad mejor definido y más congruente, la incapacidad del gobierno central para hacer cumplirlas llevó a que los terratenientes usurparan tierras que los colonos poseían y explotaban sin títulos formales.

21. Castro (2003, 46) ilustra bien este enfrentamiento por el territorio y las rentas: “Desde el año 2000, cuando los cultivos de coca estaban en plena producción y el petróleo fue realidad, los paramilitares comenzaron a avanzar por territorios guerrilleros. Los hatos ganaderos más ricos de Arauca, la droga y el petróleo los atrajeron. Frente a estas cosas, tampoco se diferenciaban de la guerrilla”.

22. De acuerdo con Mondragón, la relatifundización que se observa desde mediados de los años ochenta es resultado de la conjunción de una serie de fenómenos económicos y políticos entre los que destaca la expansión de los grupos paramilitares y del conflicto armado que desplaza a los pequeños propietarios y concentra la propiedad en manos de narcotraficantes, paramilitares, ganaderos y especuladores; la economía del narcotráfico, que creó una nueva capa de latifundistas, elevó los costos del dinero y del crédito, fortaleció la especulación en tierras y abrió una alternativa económica en las zonas de colonización, con el consiguiente desplazamiento forzado de campesinos; y, la apertura económica abrió la puerta a las importaciones de alimentos y provocó una fuerte disminución del área cultivada, especialmente en cereales y alimentos.

23. A este respecto, Ibáñez (2010) calcula que entre 2000 y 2009 el Gini creció en un 1%. Muestra que la concentración de la propiedad es histórica y analiza los efectos del despojo sobre la vida de la población, la caída del PIB agrícola y las distorsiones en la inversión pública; para poner un ejemplo, en los municipios con mayor concentración la inversión en educación es menor. Ibáñez (2008) analiza con profusión de cifras el impacto del desplazamiento forzado: promedio anual de desplazados (2002-2007): 266.235; número: 2,5-3,5 millones; porcentaje de población desplazada en la línea de pobreza: 95%; porcentaje de desplazados bajo la línea de pobreza: 42%; porcentaje de desplazados bajo la línea de pobreza extrema: 75%; propietarios de activos productivos (predios) antes del desplazamiento: 55,2%; porcentaje de municipios con desplazamiento: 90%; porcentaje de la población desplazada en el país con respecto a la población desplazada en el mundo: 13%.

24. “En varias zonas del país estallaron casi en forma simultánea los conflictos agrarios desde finales de la década de 1910, los cuales se incrementaron en los años siguientes. La irrupción del capitalismo, la construcción de obras públicas, las luchas de obreros y artesanos, la prédica socialista, el aumento temporal de los precios del café, en fin, los ‘vientos de la modernización’ tocaron directamente las fibras del poder terrateniente y aceleraron la crisis de las haciendas. Internamente, los campesinos jugaron un importante papel con su movilización y lucha para acelerar la crisis en curso de las grandes propiedades precapitalistas” (Vega, 2004, 31).

25. De acuerdo con Balcázar et al. (2001, 9), la Ley 200 “contribuyó a legalizar tierras sobre las cuales no era clara la propiedad, al tiempo que facilitó la adquisición de parcelas por parte de los arrendatarios y la legalización de la posesión de los colonos. La Ley fue cuestionada porque fortaleció la propiedad privada de la tierra pero no logró su redistribución, pues el Estado legalizó tierras con tradición de dominio sin que se lograra una explotación adecuada de las mismas estimulando, por el contrario, la ganadería extensiva en detrimento del desarrollo de la agricultura y el consecuente desalojo de aparceros y colonos”.

26. “Lo que interesa al legislador es la explotación, no importa que sea acometida directamente por el propietario, o con métodos precapitalistas, o con personal asalariado en un régimen de empresa” (Machado, 1991, 94).

27. Según Machado, la Ley 100 de 1944 optó por “la opción prusiana de desarrollo, que no buscaba precipitar el cambio de las relaciones de producción, ni generar una vasta capa de nuevos propietarios como resultado de la redistribución de los latifundios, sino impulsar en forma gradual y paulatina la conversión de éstos en grandes empresas capitalistas”. Mientras que la Ley 200 de 1936 no era parte de una estrategia distributiva ni pretendía atacar la gran propiedad: buscaba promover un desarrollo capitalista y contener los conflictos campesinos que entonces se habían agravado y presionaban en favor de una política redistributiva de desarrollo agrícola.

28. En vista de las dimensiones de la violencia, en los años sesenta los gobiernos prometieron nuevos programas de reforma agraria, también presionados por la frecuente invasión de tierras. En el Congreso la oposición apoyaba la reforma agraria.

29. “La Revolución Cubana despertó en la política extranjera norteamericana la conciencia de una amenaza similar en el hemisferio, y la ayuda de Estados Unidos a América Latina se condicionó a reformas sociales, entre las cuales la reforma agraria era muy importante” (Berry, 2002, 39).

30. Esta dicotomía entre agricultura comercial y agricultura tradicional luego se conocería como dualismo estructural (Rivera, 1999).

31. También señala que la creciente urbanización requería garantizar el abastecimiento de alimentos en las ciudades. Así, “un replanteamiento de la cuestión agraria llevaría a impulsar la adopción de tecnologías modernas en el campo y resolver los asuntos de tenencia de la tierra”. De modo que la política agraria en los sesenta “buscaba dar un segundo aire a los procesos de modernización, que ya se encontraba en su última fase, ampliando el mercado interno” (Roa, 2009, 7).

32. El coeficiente de concentración varió tan solo en 0,024 entre 1960 y 1970, es decir, el efecto reformador fue casi nulo (Tamayo, 1970, 165).

33. “Durante la oleada de tomas de tierra en octubre y noviembre (1971), el clamor por la contrarreforma agraria alcanzó proporciones de histerismo. Los editoriales de la prensa conservadora alertaban sobre el peligro del comunismo agrario agitando pruebas tales como el uso de herramientas de labranza de origen checoslovaco en las invasiones y la proyección de películas soviéticas por parte del INCORA para incitar a los campesinos” (Vásquez, 2000, 5).

34. “En siete años ingresaron al Fondo Nacional Agrario 575.756 hectáreas, con una participación del 80% de la modalidad de compras; mientras que las expropiaciones y cesiones se reducían considerablemente. Al tiempo, el número de familias beneficiadas se elevó a 33.670” (Balcázar et al., 2001, 16).

35. “La compra de tierras por los narcotraficantes encajó en el interés estratégico de las Fuerzas Armadas y los políticos tradicionales de contar con aliados bien financiados y dispuestos a defender militarmente territorios en poder de las guerrillas. Este fue uno de los orígenes de los grupos paramilitares, cuya existencia el Estado admitió legalmente en 1989 cuando la matanza de once funcionarios del poder judicial cometida por paramilitares en La Rochela [.] obligó al gobierno a prohibirlos oficialmente, aunque no a desarticularlos de hecho” (Vásquez, 2000). La Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento calcula que entre 1985 y 2003 el número de desplazados pasó de 27.000 a 3.122.460 (Suárez, 2004). Según las cifras oficiales, en julio de 2010 había 3.303.979 desplazados, es decir, unas 480.000 familias oficialmente son sujeto de restitución.

36. De acuerdo con Girado (2009, 9-11), el origen del paramilitarismo se remonta a 1962, en el contexto de la Guerra Fría. Y sobre su desarticulación argumenta que no ha llegado a su fin sino que está en una nueva fase. La primera, del terror, corresponde a “grandes masacres y desplazamientos”; la segunda es de “represión selectiva”; la tercera, corresponde a la “infiltración y el control” de espacios urbanos y rurales; la cuarta es la de “consolidación de un poder político y económico descomunal”; y en la quinta confluyen “institucionalización y legalización”.

37. El “modelo Carimagua” de contrarreforma agraria hace referencia a las Zonas de Desarrollo Empresarial que privilegió el gobierno anterior. El reciente encuentro de Zonas de Reservas Campesinas (Ley 160 de 1994, desconocida en el gobierno del presidente Uribe), en que participó el gobierno actual, pidió que “las Zonas de Reservas Campesinas sean consideradas como territorios inembargables, inalienables e imprescriptibles” (Molano, 2010a).


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