UN ESTUDIO SOBRE LA CLASE OBRERA


A STUDY ON OUR WORKING CLASS

Gonzalo Cataño*

* Sociólogo, profesor del Programa de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Externado de Colombia, Bogotá, Colombia, [anomia@etb.net.co]. Fecha de recepción: 4 de abril de 2011, fecha de modificación: 13 de abril de 2011, fecha de aceptación: 6 de mayo de 2011.


En una entrega de la Revista Judicial de 1892 se advertía a los lectores que una significativa innovación de la Universidad Externado de Colombia era “el establecimiento de la cátedra de sociología regentada por uno de los hombres de más capacidad científica de la América. Sin este estudio -añadía la Revista- no es posible formar políticos y legisladores, puesto que sin conocer las leyes a que están sometidas las sociedades es imposible encauzar las fuerzas que en su seno se agitan”1. La tesis de grado de Ramón Vanegas Mora, Estudio sobre nuestra clase obrera, es un ejemplo fehaciente de este esfuerzo formativo. Para el joven autor la ciencia examina las leyes que gobiernan el universo, y cuando se vuelca sobre lo social analiza el pasado y el presente de las sociedades para descubrir los fundamentos en los que se asienta el porvenir de los conglomerados humanos. Entre los examinadores de la tesis se encontraban el rector del Externado, Nicolás Pinzón Warlosten, el ex presidente Santiago Pérez, el constitucionalista Juan Félix de León, el profesor de psicología Ignacio V. Espinosa, el historiador de asuntos económicos Aníbal Galindo, el profesor de economía política José Camacho Carrizosa y el sociólogo, economista, jurista y hombre de negocios Salvador Camacho Roldán.

La tesis -de 42 páginas-, redactada en un lenguaje claro, mesurado y siempre al servicio de la materia que desea exponer, apareció en las prensas de los talleres Torres Amaya de Bogotá en 1892. Está dividida en tres partes: una teórica, una empírica y una más de conclusiones. La primera ofrece una teoría del salario, “la verdaderamente científica”, tomada del Ensayo sobre la teoría del salario de Paul Beauregard (1853-1919)2, profesor de economía política de la Facultad de Derecho de la Universidad de París. Vanegas considera necesario postular un marco de referencia para orientar los principios fundamentales que han de servir de base a sus razonamientos. La segunda parte describe la condición material (vivienda, alimentación y vestuario) y espiritual (moral, intelectual y educativa) de los trabajadores. Para el autor, siguiendo a Spencer, las sociedades son organismos que tienen un componente físico y un componente moral en íntima relación. Una alteración en uno de ellos tiene consecuencias en el otro, de allí que el legislador, o cualquier institución interesada en orientar el destino de los grupos sociales, deba indagar su naturaleza de la misma manera que el médico examina el cuerpo humano para diagnosticar la enfermedad y proceder a la curación. Su guía en el terreno empírico fue el exhaustivo trabajo de René Lavollée (1842-1928), Las clases obreras en Europa, obra que examinaba la situación de los trabajadores alemanes, españoles, portugueses, italianos, suizos, holandeses y belgas, sin descuidar a los obreros de la lejana Rusia, de los países escandinavos y del movedizo imperio austro-húngaro3. La tercera parte resume los hallazgos y ofrece algunas estrategias para superar las estrecheces económicas y formativas de la clase trabajadora. Las ideas de esta sección provienen de los ensayos políticos y de crítica social de Herbert Spencer reunidos en The man versus the State (1884), libro de gran circulación que se conoció en castellano al año siguiente con el título de El individuo contra el Estado4.

Con las anteriores ayudas teóricas, empíricas y de política social Vanegas anunciaba a sus profesores un estudio objetivo apoyado en la certeza de la observación, ya que sólo “a la luz de los hechos es como se ven en toda su magnitud las sombras que oscurecen y limitan el horizonte de las sociedades”. El autor no ofrece en su texto una definición operativa de “clase obrera”, pero por su uso del término es claro que la identifica con la población que vive de un salario derivado de trabajos manuales.

I

A juicio de Vanegas, la estructura de la economía moderna se caracteriza por la existencia de tres agentes económicos: unos empresarios interesados en ofrecer artículos para el consumo; un grupo de personas, la mayoría de la población, que los producen por una remuneración (un salario), y unos capitalistas poseedores de los recursos necesarios para la producción (edificios, combustibles, materias primas, etc.). En ocasiones, como ocurre con los artesanos, dueños de los talleres y de los utensilios de trabajo, el empresario y el capitalista son la misma persona. Todos estos agentes esperan unos beneficios regidos por la ley de la oferta y la demanda. Respecto del trabajo, su valor está asociado a su productividad (a la habilidad y energía del trabajador, a la inteligencia del empresario, al progreso de las invenciones, a la abundancia o escasez de capital); a la prosperidad de la empresa (a las tasas de ganancias de la firma) y a la abundancia o escasez de mano de obra (“cuando dos patrones buscan un obrero -señala Vanegas recordando a Richard Cobden- el salario sube, cuando dos obreros buscan un patrón el salario baja”).

Para el caso de Colombia, Vanegas encontró que la remuneración dependía del tipo de empresa y de la calificación de los obreros. En los talleres, instituciones rudimentarias de las ciudades que apenas competían con la industria extranjera, la mano de obra se diferenciaba según sus habilidades y sus responsabilidades. En la Colombia de fines del siglo XIX no había fábricas propiamente dichas. El artesano y sus ayudantes dominaban las labores “industriales”. Los demás trabajadores urbanos estaban dedicados a los servicios, el comercio y los transportes. La parte más significativa de la mano de obra se encontraba en el campo, especialmente en la agricultura y en la minería (de los tres millones de colombianos de la época, cerca de un millón, la tercera parte, eran trabajadores agrícolas y mineros). Aunque la tesis presenta algunos datos a nivel nacional, el grueso de la información proviene de observaciones y entrevistas informales realizadas en Bogotá, entonces un poblado de 100.000 habitantes, y en las zonas aledañas de la Sabana.

Vanegas divide sus indagaciones en tres grupos -agricultores, albañiles y oficios varios- y presenta los resultados por edad, sexo y mundo rural y urbano. En lo que respecta a los agricultores de los alrededores de Bogotá, informa que los jóvenes ganaban de 20 a 30 centavos al día, las mujeres 30 y los adultos 50. Y esto sin alimentos. Los carreteros, por su parte, dueños quizás de sus instrumentos de trabajo, el caballo y el vehículo, ganaban 80 centavos. En zonas más alejadas del actual departamento de Cundinamarca como Villeta, Bituima, Vianí y San Juan, el salario masculino alcanzaba los 35 centavos, con alimentación. Los recolectores de café eran mejor remunerados y podían hacerse a un jornal de $1,40.

En la albañilería, una ocupación esencialmente masculina, los jóvenes ganaban 20 centavos, el peón 60, el oficial de taller de $1,20 a $3,0 y el maestro $4,0. En la fabricación de los materiales básicos de construcción -pegamentos, cal, pintura, madera, tejas y ladrillos-, en la que sí trabajaban las mujeres, la remuneración de los jóvenes era de 20 centavos, la de las mujeres de 35 a 40 y la de los adultos oscilaba entre 50 y 60.

En los “otros oficios” -el universo de los artesanos-, una categoría cuyos asalariados presentaban “una condición más acomodada económica, moral e intelectual”, aparecían los sastres, caldereros, herreros, hojalateros, carpinteros, zapateros, impresores y talabarteros. En ellos imperaban la cultura del taller y las relaciones estratificadas en función de la autoridad, la educación y la experiencia entre obreros, aprendices, oficiales y maestros. Su mano de obra exigía una formación mínima para la elaboración de mercaderías de alguna complejidad. Los ingresos de los artesanos eran mayores que los de los albañiles y trabajadores del campo, hasta doblar y aun triplicar sus entradas (el salario medio en esos “otros oficios” era de $1,50). Sin embargo -señala el autor- los agricultores en general llevan una ventaja: en medio de su pobreza son más “libres”: rara vez se los ve ociosos. El artesano está sujeto a la competencia, al despido y el relevo frecuentes en los talleres. El jornalero del campo, en cambio, gana poco pero siempre está activo, ya sea que trabaje en su pequeña propiedad, labore en las fincas vecinas por algunos días o cumpla sus obligaciones con el dueño de la hacienda en calidad de arrendatario: nunca está cesante, salvo cuando abandona este mundo.

En el mundo explorado por Vanegas, el trabajo femenino presentaba sus singularidades. Las mujeres ganaban poco y, por el atraso de la industria nacional, sólo tenían ocupación en las labores más rudas y penosas: la agricultura, los servicios y la fabricación de materiales de albañilería. Algunas trabajaban hasta el límite, como ocurría con aquellas que “llevan a sus espaldas frutas para nuestro mercado, atravesando el páramo de Choachí, para ganar cosa de 50 centavos en el viaje de dos días”, o con las mujeres que vendían leña en el vecino municipio de Chía por 25 centavos diarios, “a quienes no pocas veces se [las ve] con el niño de pechos en los brazos”.

La reciente introducción de las máquinas de coser -señala Vanegas- había hecho sin embargo que “un pequeño número de mujeres [hubiera] podido sacar partido de la sastrería, la talabartería y la zapatería”. Las demás eran costureras, lavanderas o sirvientas. Esta variedad de oficios presentaba a su vez una diversidad de ingresos y de experiencias laborales. Los salarios más bajos se encontraban entre las costureras que trabajaban para los talleres de sastrería (vestidos de paño para hombre) o para las modisterías (indumentaria corriente). Este último era un oficio de poca destreza dedicado a coser ropa de baja calidad para los sectores populares. Muchas de ellas laboraban en sus domicilios y no era fácil calcular sus ingresos. Las más exitosas ganaban entre $1,20 y $1,60 diarios, y su jornada no conocía descanso ni horario. Algunas trabajaban en los pocos talleres femeninos de la Capital, establecimientos medianos que no superaban las doce operarias. La costurera corriente carecía de tecnología, trabajaba con los dedos. El autor indica que “mientras que la máquina de coser da de 800 a 1.000 puntadas por minuto, la mano apenas alcanza a 25 o 30”. Las más privilegiadas eran las trabajadoras del servicio doméstico. Sumando la vivienda y la alimentación, “casi siempre la de sus señores”, recibían un salario medio de 70 centavos. Pero si su condición era superior a la de las trabajadoras corrientes de la ciudad y del campo, en su vida cotidiana sufrían desamparo y congoja. La naturaleza de su faena -barrer, lavar, planchar, cocinar y ocuparse de los hijos de sus patrones- las reducía a la ignorancia y a la rutina hasta hacer de ellas “unos seres infelices dignos de compasión”.

Pero si este era el salario nominal de los trabajadores y las trabajadoras de la Colombia de finales del siglo XIX, su valor real sólo se entiende cuando se lo compara con los gastos. ¿Podían los asalariados cubrir satisfactoriamente sus necesidades básicas de vestido, alimentación y vivienda? El autor aporta suficiente información para una respuesta negativa. El asalariado corriente de Bogotá no desayunaba. Comía por lo regular dos veces al día en las tabernas. A las 9:30 de la mañana se tomaba un plato de sopa con un pan y un vaso de chicha. Cinco horas más tarde, a las 2:30, repetía lo de la mañana con la adición de dos papas y una porción de arroz. A veces había carne, pero siempre en porciones imperceptibles. “La carne alcanza apenas a onza y media o dos onzas”. En las tabernas se guisaba una libra para catorce o más personas. Por la noche, si el asalariado recibía 30 centavos, sólo comía “un pan y un vaso de chicha, o apenas ésta”. Los oficiales y maestros de albañilería se alimentaban mejor, especialmente cuando el taller funcionaba en los corredores de las viviendas.

La indumentaria, que anuncia la “riqueza que posee un individuo”, solía ser el segundo gasto esencial del obrero. El vestuario promedio de los trabajadores, de telas nacionales de mala calidad, consistía de cuatro pantalones, dos sacos, una ruana, dos camisas, un sombrero, calzoncillos y tres pares de alpargatas que reemplazaban cada mes. Cuando “estrenaban” en la Semana Santa o en las fiestas especiales, eran muy dados a entregar sus trajes a las casas de empeño para cubrir los gastos de primera necesidad. Sus hijos vagaban semidesnudos por el vecindario y los ancianos mostraban sus harapos en las puertas de sus chozas o en la vera de los caminos, según el autor “como prueba elocuente de lo improductiva que fue su fatigosa juventud para ahorrar días de consuelo a la vejez”.

Las viviendas no se quedaban atrás. Ubicadas en las afueras de la Capital, eran muy reducidas en relación con el número de personas que las habitaban: “Tienen tres metros de largo por tres y medio de ancho”. Eran húmedas, antihigiénicas y carentes de ventilación. En su interior dormían, por lo regular, seis personas. Costaban de $1,60 a dos y tres pesos mensuales por persona, valor que ascendía a medida que las residencias se acercaban al centro de la ciudad. En estos recintos de miniatura y de aires enrarecidos, donde se guardaban víveres y a veces se convivía con animales, se perdía la intimidad, por lo que “se hacen públicos los actos que más ocultos debieran estar”: relaciones sexuales, querellas entre los adultos, conversaciones procaces promovidas por la embriaguez, etc. Tales condiciones constituían el medio más propicio para la “relajación de las costumbres y el debilitamiento del amor propio”. Entre sus cuatro paredes “una mujer ha de ser muy virtuosa para que no caiga en el abismo que la rodea”. Semejante situación de miseria y desdicha explica que los obreros prefirieran la taberna hasta que el sueño y las obligaciones del día siguiente los obligaran a retirarse a sus aposentos.

En las áreas rurales predominaba el rancho de bahareque con un solo cuarto y techo de paja. En los períodos de lluvias las goteras abundaban y el viento atravesaba las frágiles paredes. Los niños dormían en pequeñas hamacas, los jóvenes y los adultos descansaban en lechos comunes5.

II

Si a juicio de Vanegas esta era la situación material de la clase obrera, era necesario describir acto seguido su condición espiritual, esto es, “su estado moral, sus cualidades personales, sus aptitudes profesionales y su estado intelectual”. El autor encontró que, por “esa especie de envidia que produce la diferencia de condición”, los obreros albergaban un sentimiento contra la propiedad. En su imaginario rondaba la idea de que la propiedad es un robo, y sus dueños un grupo social egoísta y esquivo. En sus entrevistas con los jefes de taller, Vanegas halló, además, que no había uno solo que no se quejara de la mala fe de los obreros, y que no los considerara perezosos, amigos del juego y de la bebida y dispuestos a olvidar fácilmente de sus compromisos laborales. Además, no conocían el ahorro y cedían con liberalidad sus haberes (sacos, ruanas, sombreros, utensilios de trabajo, etc.) a las casas de usura, siendo la taberna su lugar preferido. Allí hacían amistades, se encontraban con sus colegas, hablaban de su trabajo y manifestaban airosos y sin cortapisas los sentimientos de independencia reprimidos -con “falsa sumisión y mansedumbre”- durante la semana. Las tabernas eran establecimientos de gran movimiento: el autor halló que dos de las chicherías más acreditadas de Bogotá obtenían una renta diaria de $30 a $40, y los sábados y domingos doblaban sus utilidades. Quienes las frecuentaban rara vez salían de ellas sin haber causado desorden o sin “haberse comprometido en una riña”.

Tanto en la ciudad como en el campo imperaba el concubinato. Los hombres tomaban mujer, convivían con ella un tiempo y después se marchaban. (Es de suponer que en el campo las uniones fueran más duraderas en razón del control comunitario y de la permanencia de los varones en la comunidad de origen). “El hombre -escribe Vanegas- carece de los recursos suficientes para mantener una familia estable, y le acomoda más vivir hoy con una, mañana con otra, para no contraer obligación con ninguna”. La mujer lo sabía e iba pasando de mano en mano, “perdiendo cada vez algo de su valor”. Vanegas no indagó el caso contrario: las mujeres que abandonaban a sus compañeros consortes. Aunque interrogó a varias mujeres solteras, y la mayoría de ellas respondió: “Si nos casamos, nuestros maridos nos maltratan y forzosamente a sufrir con paciencia nos tendríamos que sujetar; no haciéndolo nos queda siquiera el recurso de la separación”, y observó que este sentimiento estaba tan arraigado, que aún los padres, “por el bien de su hijas, les prohíben casarse”.

En asuntos religiosos, las clases populares profesaban una fe inquebrantable en la Iglesia católica. Ésta, más que la autoridad de jueces y policías, que poco atienden y conocen, “sirve de freno a los vicios”. Es preciso, sugiere Vanegas, tener siempre en cuenta el poder de la religión para, “con su ayuda, moralizar y civilizar las masas”. Los sectores populares carecían, por lo demás, de nociones políticas e ignoraban las tendencias y los énfasis ideológicos de los partidos. Tenían antipatía por el gobierno, institución que los reclutaba por la fuerza en las plazas públicas para el ejército y, una vez licenciados, con lesiones en el cuerpo, los abandonaba a su propia suerte. Para ellos el gobierno era un enemigo y un peligro del cual había que estar lo más lejos posible.

Los trabajadores, los del campo especialmente, vivían aislados y tenían pocas oportunidades de intercambiar experiencias: “Apenas conocen más personas notables que el alcalde, el cura y el patrón”. No sabían leer y escribir y las jornadas electorales se asociaban con el espectáculo, la diversión y el regocijo. En tierra caliente, narra Vanegas, era costumbre ofrecer a los labriegos un jugoso piquete para repartir las papeletas con los nombres de los candidatos a las corporaciones públicas. Días después, y ya pasadas las elecciones, muchos calentanos pasaban por su veredas preguntando por la fecha del próximo almuerzo gratis al aire libre.

III

En las últimas páginas, Vanegas abandona el tono factual característico en él. En esta sección surge el analista que quiere cambiar la situación de los obreros y las obreras. Desea mejorar la vida de los trabajadores con la ayuda de “las ciencias que estudian al hombre en sus relaciones consigo mismo o con la colectividad de que hace parte”. No concibe la ciencia como mera curiosidad ociosa, sino como instrumento para orientar las decisiones de transformación y cambio. Considera que el fin último de las disciplinas que estudian al hombre, la sociología en primer lugar, “es hallar los medios de conseguir la felicidad individual de una manera armónica con la social”.

Este proyecto transformador del autor es animado por la imagen del pobre ideal cincelado por la Iglesia, los programas de beneficencia y el imaginario de las clases medias y altas. Vanegas no quiere acabar con el pobre, sino con los rasgos que lo afean. Quiere su felicidad, su bienestar material y su adecuación a las demandas de la civilización moderna. El pobre deseado es el hombre probo, trabajador, respetuoso, honesto y educado; el que observa la moral y las buenas costumbre s, ajeno a la bebida, la prostitución, el concubinato, las conductas delictivas, la subversión y el tumulto6. Ante todo, esto último. Vanegas no es amigo de los cambios bruscos e inconsultos. Se preocupa por recordarle a los lectores -y a sus profesores- que el objetivo de su tesis está lejos de seguir “las huellas del socialismo [o de mostrar] la mala situación de la clase obrera sólo para alentar su descontento”. Su objetivo es bien distinto. Lo alienta el deseo de abandonar “las vanas teorías y las ideas de pura emoción”.

Su programa de cambio reside en la educación. Es preciso, según escribe, “levantar el nivel moral de los obreros”. La noción de moral no era clara en el siglo XIX como no lo era la de cultura que tendió a reemplazarla en el XX. Con ella se aludía a los modos de vida, a los ideales y creencias (a las nociones de lo bueno y lo malo) que orientaban la conducta de los individuos, y a los conocimientos, habilidades y destrezas de los grupos sociales. La instrucción pública -señala el autor- es el fundamento para que un pueblo alcance, además, instituciones libres. “No basta que se ofrezca libertad, es necesario saber en qué consiste”. Y para ello hay que recurrir a la escuela, el pórtico de la civilización, a fin de superar “la ignorancia, el servilismo y el salvajismo”. Sin educación no habrá progreso industrial. Un obrero con nociones rudimentarias de su oficio apenas atenderá a la perfección material del producto que sale de sus manos. La instrucción, por el contrario, le brindará los fundamentos científicos de su quehacer para que trabaje mejor y con más comodidad, menos esfuerzo y mayores márgenes de utilidad. La educación básica -la lectura, la escritura y el manejo de las operaciones aritméticas-, el alfabetismo en una palabra, se hace aún más necesaria cuando se observa que la agricultura está liberando brazos para los oficios urbanos, medios donde la lectura y la escritura constituyen una exigencia diaria. Este compromiso pedagógico es aún más apremiante en relación con la mujer, “llamada a formar el corazón de los hijos”. De su preparación depende la abolición del concubinato y la estabilidad, permanencia y armonía en el hogar, la “fuente más fecunda de moralidad”.

A las transformaciones educativas se deben añadir otros programas asociados con el ahorro, el trabajo y la vivienda, pero de manera diferente a como lo vienen haciendo las instituciones de beneficencia. “El socialismo se está ya sintiendo en nuestro país”, escribe con inquietud el joven autor. ¡Y esto por la acción misma del Estado! “Disposiciones gubernamentales que crean talleres para dar trabajo y proyectos (por fortuna no convertidos en ley) para la construcción de casas de obreros, son en el día dos de las formas más patentes con que se nos presenta [el socialismo]”. Para Vanegas, el amparo colectivo, el paternalismo conocido como socialismo de Estado, auspiciaba la pereza y la irresponsabilidad de los trabajadores. “La ayuda prestada a un individuo porque no trabaja es inmoral, pues le muestra el horizonte de la holgazanería. Las sociedades son talleres y para vivir en ellos es preciso trabajar”. Lo más alarmante, sin embargo, a juicio del autor, era que el socialismo acababa con la libertad: avasallaba el ánimo, la energía, la riqueza y la creatividad personales. “El socialismo implica esclavitud”, denunció Spencer en El individuo contra el Estado7. El socialista es muy dado a afirmar que si el fin perseguido es bueno, tiene derecho a ejercer sobre sus conciudadanos toda la coacción posible para alcanzar la felicidad.

Estas posturas no estaban asociadas a un desprecio por la clase obrera y sus problemas. Vanegas señala que una beneficencia bien entendida da resultados positivos para el trabajador y la sociedad en general. Pero hay que saber a qué población se orientan los programas de socorro. Un amparo indiscriminado produce consecuencias negativas. Haciendo suyo el mensaje del darwinismo social de Spencer -la calidad física y moral de una sociedad es menor cuando se conservan artificialmente los seres débiles-, certifica que invertir recursos, siempre escasos, en los ineptos es “fomentar el decaimiento social”. No podía olvidar la descripción del pobre de Londres que hizo Spencer en las páginas iniciales de su libro: “Son sencillamente parásitos de la sociedad, que de un modo u otro viven a expensas de los que trabajan, vagos e imbéciles, criminales o en camino de serlo, jóvenes mantenidos forzosamente por sus padres, maridos que se apropian del dinero ganado por sus mujeres, individuos que participan de las ganancias de las prostitutas”8. Con estos pobres no se puede trabajar. Están irremediablemente perdidos; son la hez de la sociedad. Hay que proteger, por el contrario, a los hombres y mujeres de trabajo, a “las personas útiles, es decir, a los fuertes, cuya miseria proviene de causas accidentales”. Esta política de selección natural y supervivencia de los más aptos “es buena, no sólo porque mantiene la vida de un hombre útil, sino porque impide que el germen de las razas vigorosas se extinga”. A juicio de Vanegas, la ciencia moderna ha mostrado que la perfección del hombre “depende, en gran parte, de la herencia que trasmite las estructuras débiles o fuertes de generación en generación, ayudada del desarrollo y la adaptación que la modifican”.

Vanegas era poco amigo de la asistencia social promovida por el Estado. La consideraba adecuada para la iniciativa privada, cuyos recursos provenían, esencialmente, de donaciones voluntarias, pero la encontraba problemática cuando la asumían las entidades públicas. En diálogo con el filósofo social Alfred Fouillée, un continuador de Spencer en Francia, precisó que la misión del Estado era asegurar el fruto del trabajo, no sustraerlo en beneficio de otros. El gobierno es una entidad de todos, no de unos pocos, y su papel es permitir el libre desempeño de los asociados, no forzar sus iniciativas. Si la beneficencia es un desprendimiento de los que tienen algo a favor de los que nada tienen, el Estado carece de legitimidad para forzar las decisiones de los eventuales donantes. “Todo gobierno que se impone sobre sí la carga de la asistencia social, olvida su misión de asegurador [del trabajo] y se hace agente directo de las injusticias que tal asistencia por su mismo carácter de obligatoria encierra [...] Esto quiere decir que la asistencia debe ser privada”. Emprender programas de ayuda para pobres a expensas de los contribuyentes, según el autor, era -como lo había sugerido Spencer- sentar las bases de la “esclavitud del porvenir”. ¡Hombres trabajando para la sociedad a fin de que otros vivan de la sociedad! En ambos casos, además, se renunciaba a la libertad: servidumbre para el que sostiene al menesteroso; servidumbre para el que recibe una dádiva que apenas le permite subsistir.

IV

Estas eran las meditaciones del joven Ramón Vanegas Mora en su tesis para obtener el grado de doctor en Jurisprudencia en la Universidad Externado de Colombia. Nada o muy poco sabemos de su vida. Ignoramos su fecha de nacimiento. Fuentes indirectas sugieren que provenía del departamento de Santander y que durante los años diez del siglo xx ejercía la profesión de abogado en la Capital. Sabemos que enseñó derecho civil en el Externado durante los años veinte bajo la rectoría de Diego Mendoza Pérez y que lo unió una amistad de toda la vida con su compañero de estudios, el jurista, traductor, crítico literario y ocasional pintor y comentarista musical y de arte Ricardo Hinestrosa Daza. Murió a mediados de la década de los cuarenta, cuando la clase obrera colombiana florecía al lado de la industria moderna y se familiarizaba con la huelga, la legislación laboral y la organización sindical.

NOTAS AL PIE

1. Revista Judicial, año XIII, 24, Bogotá, 22 de noviembre de 1892. El profesor de sociología de gran “capacidad científica” era Salvador Camacho Roldán.

2. Paul Beauregard, Essai sur la théorie du salaire: la main-d’oeuvre et son prix (Paris, L. Larose et Forcel, 1887). También fue muy usado en la época su manual para la enseñanza secundaria, Éléments d’économie politique (París, L. Larose et Forcel, 1889). La biblioteca de la Universidad Externado de Colombia posee una copia de este último libro.

3. René Lavollée, Les classes ouvrières en Europe, études sur leur situation matérielle et morale (Paris, Guillaumin, 1882), 2 vols. En 1896, y ya fuera de la mira del estudio de Vanegas, Lavollée agregó un tercer volumen que cubría la experiencia inglesa.

4. Herbert Spencer, El individuo contra el Estado, (trad. de Siro García del Mazo, Sevilla, Imprenta y Litografía de José Ma. Ariza, 1885). La biblioteca de la Universidad Externado de Colombia posee un ejemplar de esta edición. Vanegas tomó el curso de psicología spenceriana dictado por Ignacio V. Espinosa en el Externado, curso que poco después apareció organizado en 18 lecciones: I. V. Espinosa, Filosofía experimental: extracto de las doctrinas psicológicas de Herbert Spencer (Bogotá, Imprenta de Lleras, 1891).

5. Vanegas ofrece algunas comparaciones con la situación de la clase obrera europea y norteamericana (Canadá) para subrayar la indigencia de los obreros colombianos. Investigaciones recientes han mostrado, sin embargo, que la pauperización en el Viejo Mundo era, en muchos casos, más acentuada que en la Colombia del siglo XIX. Ver B. Castro Carvajal, Caridad y beneficencia: el tratamiento de la pobreza en Colombia, 1870-1930 (Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2007), pp. 44-47.

6. B. Castro Carvajal, op. cit., pp. 88-94.

7. Herbert Spencer, op. cit., pp. 73 y 75-76.

8. Herbert Spencer, op. cit., p. 44.